Si no encontramos a ningún buen hombre que nos instruya acerca de qué es la justicia en sí misma y dónde podemos encontrarla, nunca podremos saber si el dinero que ganó nuestro amigo lo ganó justa o injustamente. Si no sabemos si ganó su dinero justa o injustamente, tampoco sabremos si el auto que compró lo compró justa o injustamente; y si no sabemos si compró el auto justa o injustamente, ¡tampoco sabremos si es justo o injusto que se indigne porque se lo robaron! Pero lo más probable, con mucho, es que este hombre, por más que haya sido un excelente patrón, un muy honesto comerciante o un laborioso empleado, lo más probable, decía, es que en algún momento haya cometido una injusticia (tal vez sin darse cuenta; ¿acaso la conoce como para saberlo?). Si así fue, su dinero es inexorablemente injusto, igual que la compra de su auto e igual que su indignación.
Todo es cuestión de grados, por supuesto; pero eso no simplifica el problema.
¿Es lo suficientemente justo su dinero, su auto y por lo tanto su indignación? No lo sé. ¿Quién puede darse el lujo de saberlo? Al fin y al cabo, si su auto y su dinero fuesen justos sería porque él en sí mismo es justo. Y si es justo, ¿de qué le sirve la justa indignación, si lo que menos le interesa a un justo es indignarse? ("El que esté libre de pecados, que arroje la primera piedra". Pero el que estaba libre de pecados, ¿tenía ganas de arrojar la piedra?).
Anotaciones de mi diario correspondientes al 28/7/97 0 0 0 Cambiando sólo la forma, no el fondo, del razonamiento anterior, se podría demostrar que la indignación no es justa ni siquiera en los casos que se toman más trágicamente que el robo de un auto, como un asesinato, en lo individual, o como la invasión de un país extranjero en lo que respecta a la indignación colectiva.
Todo pasa por el sentido del derecho de propiedad que tenga uno. Hay madres a las que les matan a uno de sus hijos y no se entristecen tanto como se indignan. Esas madres desvirtúan todo el orden natural de las cosas: consideran a sus hijos como meros objetos que les pertenecen, y sus indignaciones corresponden exactamente al mismo orden que el de un robo cualquiera. Al ser dueñas, propietarias de sus hijos, se indignan con el automovilista que atropelló a uno de ellos del mismo modo que se indigna un hombre al que le sustrajeron la billetera. Y así como muchas veces a la víctima de un carterista le interesa mucho más el vengarse del ladrón que lo que perdió en el robo, así también una "madre propietaria" centrará su interés en el placer de la venganza (ocultado muchas veces a los demás e incluso a ella misma bajo la excusa de la "justicia"), pasando el dolor de no volver a ver a su hijo a un lejano segundo plano. (Y si no hay ningún ser físico a quien odiar, por haber muerto su hijo, por ejemplo, en un accidente fortuito, culparán a la misma vida, o a la naturaleza o a Dios por haberle "robado" a su ser querido, y los tratarán tal como tratarían a un asesino de carne y hueso, odiándolos en busca del reparador placer de una venganza que, de uno u otro modo, pretenden concretar.) La verdadera madre sabe que no es la dueña de sus hijos, que sus hijos son hijos de la Vida, y que ella como madre sólo cumple la función de cuidarlos y de amarlos. Los hijos son de la Vida, y como tales, tiene derecho a llevárselos cuando quiera, bajo la forma de un accidente, un asesinato o una enfermedad. La verdadera madre se entristecerá, sí, porque va a extrañarlo, pero no protestará, porque no tiene la soberbia de creer que sabe mejor que la Vida lo que le conviene a su hijo. No malgastará su tiempo en reproches, sino en seguir amándolo.
Respecto al tema de las guerras, se me dirá: "Sí, todo esto de la no violencia es muy tierno, pero ¿qué sería del mundo en este momento si Estados Unidos no se hubiera indignado e ingresado a la Segunda Guerra Mundial después del ataque de los japoneses a Pearl Harbor?" No sé. No sé qué sería del mundo hoy. Probablemente los latinos, los negros, los judíos y todos quienes se diferenciaran demasiado de los "arios" serían más esclavos de lo que lo son ahora y vivirían en condiciones hiperinfrahumanas, víctimas tanto del hambre y del frío como del odio y del sadismo. Pero ¡a ver si nos entendemos, muchachos! A mí no me interesa –al menos en teoría–, tal como no debería interesarle a nadie, lo que sucede en el mundo hoy sino en virtud de lo que sucederá mañana, y mejor todavía, de lo que sucederá en definitiva. Si hoy me pegan una trompada, y mato a quien me golpeó, mañana no me pegarán, pero pasado mañana iré a la cárcel y estaré diez años ahí dentro. Si hoy me pegan una trompada, y me la banco, mañana tal vez me peguen dos, y pasado tres, pero no van a estar diez años golpeándome –o tal vez sí, pero ese no es el punto. No digo que la violencia y el placer de la venganza sean incapaces de crear bienestar y de solucionar los problemas (el problema del nazismo se solucionó así), sólo digo que el placer de la venganza es un placer efímero, y que los problemas que se solucionan con la violencia son como pinchaduras de neumático que se tapan con moco: tarde o temprano reaparecen. Tal vez con otro formato y en un auto que no es (virtualmente) nuestro, pero reaparecen.
Tenemos que empezar a ver la historia de la humanidad como si fuera nuestra propia historia personal. Tenemos que olvidarnos de pensar sólo en cómo la pasaremos mejor nosotros, o nuestros hijos, o nuestros nietos, olvidándonos de todos los que vendrán detrás, que porque no los conozcamos no significa que no serán también de nuestra familia.
La justicia del hombre no es justicia, es ajusticiamiento. Detrás de esa marioneta están los hilos que la mueven, que son el deseo de venganza y el miedo. Se priva de la libertad a un asesino no por justicia, sino porque lo odiamos o porque le tememos, o por las dos cosas juntas. El odio y el miedo, que andan siempre de la mano, no deben tener cabida en un hombre que se precie de tal, y es por eso que la "justa indignación", la "sed de venganza" y la misma justicia –justicia con minúscula– no son revolucionarias, no sirven para cambiar al mundo.
Muchos no entenderán esto, pero el hecho de que hoy no seamos siervos de los nazis sólo indica que tardaremos un poco más en llegar a nuestro destino1.
Anotaciones de mi diario correspondientes al 29/7/97 0 0 0 ¡Sí, claro que es deseable que exista justicia verdadera en la Tierra! Pero, como ya dijimos, es más que probable que nadie la conozca en su esencia. ¿Qué hacer entonces? El mundo entero, y sus sistemas de justicia, al no conocer la justicia verdadera en sí misma se han basado tanto en la propia intuición como en cada uno de los repartidos credos éticos y religiosos para decidir qué es bueno y qué es malo en esta vida y qué hacer al respecto para, si no desterrar el mal, al menos mantenerlo en equilibrio con la bondad. Las grandes religiones –el cristianismo, el budismo y el hinduismo principalmente– tienen como puntos de partida sabios preceptos morales que implican a la justicia, pero lamentablemente los encargados de escribir las leyes que rigen la convivencia humana, así como los responsables de hacerlas cumplir y de capturar y castigar a los infractores, no se basaron tanto en la ética religiosa como en sus propias intuiciones acerca de lo que había que hacer. Este no es siempre un procedimiento erróneo, y me contradiría si así lo pensara porque ya he dicho que a veces es mejor hacer lo que uno siente que es bueno y no lo que se dice que lo es. Pero ya lo dijo Einstein: todo es relativo, y aquí la relatividad está basada en el nivel de bondad –o de justicia, ya que estamos hablando de eso– que tenga el que siente respecto del que dice. Aquí la historia humana no nos deja mentir, es contundente: los jueces, los legisladores, los gobernantes y los encargados de la seguridad social siempre, en toda época, fueron mil veces más déspotas e injustos que cualquier religioso, no hablemos ya de los iluminados. (En los casos, como sucedía en gran escala en la Edad Media e incluso aún sucede con gran amplitud, en que los religiosos se tornan gobernantes, o legisladores, o jueces de las masas, dejo de considerarlos como tales y los enmarco en la categoría de políticos.) Ya hemos dicho que quien es malo intuirá malamente, de lo que se deduce que las intuiciones que estas gentes tuvieron y tienen acerca de la justicia presentan un grado de putridez similar al de sus almas, grado que personalmente intuyo (malamente, de seguro) como muy elevado.
Si para dictar sus leyes los legisladores de los países que dicen ser cristianos se hubieran basado un poco más en las enseñanzas y la vida de Cristo –que es su mejor enseñanza— en lugar de basarse en lo que ellos creen que es correcto e incorrecto, todo el sistema legal imperante no existiría sino en la fantasía de la novela más aterradora de Kafka. Nuestra justicia no es cristiana, no mira tanto al dios misericordioso que perdona nuestros pecados como al del "ojo por ojo, diente por diente", y aun a éste lo mira mal, porque cuando se dijo esa frase no se buscaba justificar la venganza sino atenuarla, ya que antes de ella los ojos te los sacaban hasta por robar un pollo.
La justicia occidental está inspirada en la justicia del dios hebreo, pero no en los pasajes sublimes del Antiguo Testamento y demás libros judíos, sino en los más detestables, en los que se da a entender –o al menos así lo entienden muchos– que Dios premia a los buenos con bienes materiales, que quien es próspero es bueno y justo, y que al ser la riqueza material la prueba más fehaciente de la integridad de las personas, quien ose usurpar los bienes de los "justos", o quien los trate mal, o quien levante la voz en su contra, sentirá todo el peso de la ira del Todopoderoso, y no se escucharán más que alaridos de dolor y "crujir de dientes".
Estados Unidos es el ejemplo a imitar, no sólo en lo que se refiere a su economía consumista, sino en todo, absolutamente todo, ya que ellos son los "civilizados", los idólatras privilegiados del dios de hoy, del dios Tecnología, del que nosotros somos apenas bárbaros aprendices de cultores. En ese paquete de lamentable dependencia –lamentable más para ellos que para nosotros2– entra también su extraño modo de concebir el cristianismo, que, tal vez por ser ellos protestantes, está más cargado de los requechos del Antiguo Testamento que de las nutritivas sustancias principales del Nuevo. A ellos les calza muy bien esa doctrina, pues según ella son muy buenos (léase ricos) cristianos, y encima nos tienen a nosotros, los latinoamericanos, prestos a seguir ofreciéndoles nuestras "bondades" tal como lo hicimos desde siempre…3 A ellos les calza muy bien todo esto4; pero nosotros, indigentes inveterados, ¿cómo conciliamos nuestra pobreza endémica con una justicia que premia la bondad con riquezas? Si la justicia nos sugiere al oído, sin levantar mucho la voz, que seamos tan ricos como podamos, ya que la riqueza suele ser prueba suficiente de la rectitud y honradez de las personas5, ¿qué podemos hacer nosotros los pobres ante tal lavado de cerebro? El pobre que se deja seducir por esta filosofía ("pobre" en ambos de los sentidos que comúnmente se le da a esta palabra, el de pobreza material y el de ¡pobrecito!) no tiene más remedio que caer en alguno de los pozos negros preparados a tal efecto, y entonces se vuelve rico entre los pobres (léase explotador) o continúa siendo tan pobre como antes, pero ahora frustrado. Y ¿cuál de estos pozos justicieros es mejor, el que lo fuerza a uno a enriquecerse a costa de la vida de su prójimo o el que lo sume en la desesperación de hacer cualquier cosa por poseer lo que no se tiene?6 Si pretendemos vivir en un mundo justo, deberemos ir lentamente desdeñando esos principios en los que se basa la justicia seudopragmática e instantánea de los que tienen y montan su aparatejo legal con el exclusivo fin de protegerse de los que no tienen. Las leyes naturales del hombre tienden a hacerlo sociable, a igualarlo con sus semejantes, mientras que las leyes artificiales y su consiguiente justicia, tal como están hoy establecidas, tienden a disgregarlo, a separarlo en clases tal como el reino animal se separa en especies. Hoy el hombre rico está más alejado del pobre que el canguro del hipopótamo. Esto no es conveniente, y no es conveniente más para el rico que para el pobre, aunque parezca lo contrario.
Si el rico no se preocupara tanto por conservar sus riquezas, perdonaría más frecuentemente al pobre que le roba, y no habría tantos pobres tras las rejas. Habría más Justicia.
Si el pobre no se preocupara tanto por imitar a los ricos, no habría tantos robos, y las cárceles estarían más vacías. Habría más Justicia.
Si el rico no se preocupara tanto por aumentar sus riquezas, habría menos explotación, y en consecuencia menos pobreza extrema, y en consecuencia menos hambre, frío y enfermedades. Habría más Justicia.
Si el pobre no se preocupara tanto por imitar a los ricos, se daría cuenta de que es mejor ser explotado que explotar, y perdonaría al explotador porque "no sabe lo que hace", y no lo odiaría, lo compadecería, y al no odiarlo no querría vengarse de él, y en consecuencia no habría tanta violencia, ni tantas muertes, ni tantas revoluciones políticas. Habría más Justicia.
No quiero abolir la cárcel y el castigo para terminar con la injusticia; quiero abolir la injusticia para terminar con la cárcel y el castigo. Que no es lo mismo.
Anotaciones de mi diario respondientes al 30/7/97 0 0 0 […] Hay que distinguir al recriminador del crítico.
Los seres humanos vivimos juzgando, y está muy bien que así sea porque para eso tenemos el discernimiento, que es la capacidad que tiene el cerebro de distinguir una cosa de la otra. Los otros animales también tienen discernimiento: saben distinguir. Pero el discernimiento moral, es decir, la capacidad de distinguir las acciones, pensamientos y sentimientos buenos de los malos, la capacidad de tener conciencia de que lo que hacemos, pensamos o sentimos está bien o está mal, es prácticamente privativa del hombre7. El hombre que no juzga moralmente nada, aquel que se maneja en la vida sin plantearse nunca el análisis de lo que es bueno y lo que es malo, ése más que hombre es un batracio. La cuestión no pasa entonces por si es bueno o malo juzgar moralmente; lo que se juzga moralmente es lo que interesa. Ahí está el quid del asunto, y ahora no nos será difícil reconocer al individuo recriminador para diferenciarlo del crítico, ya que el recriminador se especializa en juzgar moralmente a las personas, mientras que el crítico juzga moralmente las acciones, ideas y sentimientos de las personas pero no a las personas de las que salen, es decir, juzga moralmente todo lo externo a las personas, pero nunca a las personas en sí mismas, terreno en el cual se declara incompetente.
El recriminador, al juzgar a las personas, se da cuenta de que no son perfectas, y entonces comienza a increparlas achacándoles a ellas mismas la culpa de sus imperfecciones sin tener en cuenta en ningún momento que estas personas, si es que en realidad son tan malas como el recriminador supone, lo son porque su constitución genética así lo determinó, o porque crecieron en un ambiente moralmente despreciable. ¿Qué culpa tiene el criminal si algunos de sus antepasados eran ya criminales y él heredó sus genes, o si sus padres lo violaron y golpearon a mansalva cuando niño y creció creyendo que la violación y la violencia eran comportamientos de lo más normales también en el mundo externo a su precoz ambiente? ¿Qué culpa tiene de que la sociedad consumista en la que vive le lave el cerebro día y noche recomendándole comprar y comprar y comprar hasta lo más superfluo, y como él ya no tiene plata para comprar más, robe? El recriminador es el típico fanático del libre albedrío; sus razonamientos están tan atrofiados que no comprende que las personas no tienen el poder de elegir la constitución genética que será la base del temperamento y carácter de cada uno, ni tampoco nadie puede elegir si en su educación primera lo ayudarán a ser un hombre de bien o lo pervertirán hasta la locura. Siempre suponiendo que la recriminación esté fundamentada sobriamente, el recriminador echa culpas sobre un ser en particular cuando debería culpar a todo su árbol genealógico y/o al medio ambiente en que se ha criado. Juzgar moralmente a un ser concreto es mucho más cómodo que juzgar a una cadena infinita de antepasados o un medio ambiente que no tiene límites bien definidos, y como el recriminador está en la fácil, se contenta con juzgar un punto del plano cuando debería juzgar al plano entero que le dio cabida y sin el cual el punto no sería lo que es.
El individuo crítico se da cuenta de la injusticia que representa el juzgar a las personas y a la vez es conciente de la imposibilidad de juzgar a los árboles genealógicos o a los medioambientes sin que algún inocente caiga en la volteada.
¿Qué es lo que hace entonces, siendo que le es imposible suspender el juicio?8 Lo dicho: se olvida de juzgar moralmente a entes concretos como los individuos o las sociedades y centra sus opiniones en los efluvios que de estos entes dimanan, castigándolos duramente con su crítica pero sin emprender nunca la imposible tarea de encontrar a los auténticos responsables del error con el "justo" interés de condenarlos. El individuo crítico que presencia un asesinato repudia el acto mismo del asesinato y siente el deber moral de manifestarlo así, y no levanta opinión alguna sobre el autor del crimen, mientras que al individuo recriminador no le preocupan el asesinato y sus consecuencias sino el asesino, y, castigándolo, lo utiliza como chivo expiatorio de sus propias culpas que se niega a investigar –o si las investiga, lo hace valiéndose de su viejo sistema, esto es, recriminándose por los pecados que comete y de los que su voluntad no es para nada responsable (los viejos autoflageladores religiosos y los que se hunden en el remordimiento pertenecen a este grupo).
La recriminación puede ser verbal, como cuando le reprochamos a un amigo el haberse olvidado de nuestro cumpleaños; o de hecho, como cuando golpeamos a ese viejo medio chicato por habernos chocado el auto; o de pensamiento, como cuando nos admiramos interiormente de la idiotez de los políticos, que son atraídos por el poder como la polilla es atraída por el fuego que la calcina; o de sentimiento, como cuando, por un momento, odiamos a los niñitos que inocentemente se agrupan a conversar en la vereda y nos impiden mantener la velocidad promedio de nuestra caminata. Considero recriminador tanto al juez que condena a muerte a un ser humano como a nuestra madre cuando nos amonesta por tener el pelo demasiado largo. Lógicamente, el grado del reproche va de acuerdo a la maldad del recriminador, pero el principio es el mismo, principio que sirve para distinguir aquellas personas que podrán tener cierta idea de lo que es la ética, pero no tienen idea alguna de cómo utilizarla –los recriminadores–, de aquellas otras –los críticos- que, comprendiendo los principios éticos comunes a toda religión y filosofía sanas, se preocupan solamente por darlos a conocer, sin tener la tonta pretensión de obligar a los leones a que se comporten como gacelas.
Cuanta más noción se tiene de la Ética, menos se recrimina a quienes tienen la desdicha de no interceptarla.
Anotaciones de mi diario correspondientes al 5/5/98 0 0 0 No se piense aquí que estoy condenando a los jueces. ¡No, me contradiría! No condeno a los jueces sino al acto propio de los jueces que es el juzgar a los criminales. A los jueces los absuelvo, los absuelvo por el mismo motivo que absuelvo a los criminales: porque "no saben lo que hacen", como dijo mi maestro.
En el fondo, jueces y criminales son la misma cosa.
Anotaciones de mi diario correspondientes al 7/5/98 0 0 0 Quienes viven del derecho penal –los jueces, los abogados y el sinnúmero de garrapatas que se hallan prendidas a la piel de la justicia y se alimentan con su sangre, dejándola débil y casi hueca– aducen que, de no existir el sistema judicial y penitenciario, el mundo sería un completo caos en el que los malvados imperarían –como si no fuera eso lo que ahora sucede y siempre sucedió desde que el hombre primitivo, entre otras aberraciones más psicológicas, decidió que el suelo que pisaba era susceptible de apropiación. Esto ya lo aclaré el año pasado diciendo que probablemente sí el mundo sería, por algún tiempo, más caótico de lo que lo es ahora, pero que a la larga la completa libertad beneficiaría al espíritu humano y le haría comprender por fin que ser malo no es negocio, si es que el negocio de uno es la felicidad y no el dinero, el poder o la fama como parece serlo actualmente, "justicia" mediante9. Pero no les pidamos a los jueces y a los abogados que tengan una visión temporal y espacial más profunda; ellos, muchas veces con toda su buena intención, quieren establecer su sociedad perfecta aquí y ahora y por medio de leyes y otros mecanismos externos al hombre que son dados como "imperativos categóricos": hay que cumplirlos, porque son buenos en sí mismos, y si no los cumplís, ¡ñácate! ¡Y después son ellos los primeros en calificar de utópicos a los anarquistas, cuando no hay utopía más disparatada que la de suponer que las sociedades mejorarán a fuerza de patadas! No, no les pidamos que vean en tres dimensiones cuando han pasado toda su vida frente a una colorida y chata televisión de pensamientos, ni soñemos que nos tomarán en serio cuando les digamos que quien se preocupa en mantener el orden social de hoy sin interesarse por el de mañana es tan miedoso y egoísta como quien huye de su casa en llamas mientras escucha los gritos desesperados de sus atrapados hijos. Por eso es que hay que olvidarse de intentar persuadir a la gente bidimensional de las ventajas finales que le reportaría al mundo el carecer de toda ley y gobierno coercitivos. Dejemos esa misión imposible a los anarquistas políticos, que demuestran estar tan o más enajenados que los otros al suponer que la anarquía es posible en el tiempo presente y en un país determinado, independiente del resto. Dejemos que los tontos se peleen con los locos y ocupémonos de persuadir, sí, pero evitando incluir en los argumentos las nociones de tiempo y espacio que pareciera ser que a casi nadie le importan.
"El objetivo de la justicia no es el gozar enfermizamente del castigo que se les inflige a los criminales, sino reformarlos para que en el futuro se adapten mejor a la sociedad". Falso. ¿Alguien ha visto algún criminal que haya salido de prisión mejor que como entró? Y si los hay, ¿en qué proporción están respecto de los que enloquecieron entre rejas, o de los que entraron dueños de un temperamento apacible o mediocre, o incluso malo, y salieron transformados en bestias? ¿Y qué de los condenados a cadena perpetua? Estos no son encarcelados con vistas a su purificación futura, porque su futuro es pudrirse siendo presos. Se me dirá que en este tipo de sentencias se considera que criminal ya no podrá regenerarse, a lo que responderé, junto con cualquier psicólogo, que todo ser humano, exceptuando al loco de remate, es regenerable. Si el criminal está loco, al manicomio, no a la cárcel; y si no lo está, condenarlo a cadena perpetua contradice todo principio psicológico, pues si hasta San Pablo se regeneró después de haber perseguido y torturado quién sabe a cuántos cristianos, ¿cómo no se le va a dar la oportunidad de regenerarse a un simple asesino? (Esto teniendo en cuenta que la "justicia" se dice cristiana y hace jurar10 sobre los Evangelios del que todo perdonaba al criminal que ni de broma recibirá clemencia. En las "justicias" no cristianas lo de San Pablo no vendría al caso, pero en la nuestra es la prueba de la cachada.) Si la "justicia" se basara seriamente en un ideal reformista, toda pena quedaría supeditada a la reforma del individuo. Así, si un individuo que robara un pollo no diera muestras psicológicas no de estar arrepentido, que no importaría, sino de haber comprendido cabalmente que robar en nada lo beneficia, ni a él ni a su hambrienta familia, si no diera estas muestras no podría salir de prisión así haya pasado ya medio siglo adentro; y del mismo modo, si a un violador y asesino de media docena de niños se le comprobase psicológicamente un cambio de carácter tal que ya no se le cruzase por la mente, ni aun en los momentos de mayor tensión y oportunidad, la idea y el deseo de cometer crimen alguno, entonces este ciudadano tendría todo el derecho de caminar por las aceras así haya purgado tan sólo un par de días de condena por su múltiple homicidio. Pero todos sabemos que el violador asesino, ante nuestra "justicia", encanecerá en la cárcel así se haya transformado en San Francisco de Asís después de cometer el crimen (cosa que, quitando la exageración, ha sucedido infinidad de veces), y todos sabemos también que los barrabravas que te abren la cara de un piedrazo a la salida de la cancha recibirán treinta días de prisión, y no más, a pesar de que al salir seguirán siendo tan pavos como antes11.
Pero para seguir un ideal reformista, además de supeditar la pena a la cura sería menester entregar el control de los condenados no a los carceleros, que no tienen noción alguna de cómo procurar que mejoren, sino a los psicólogos, que son los únicos seres capaces de orientar una moral descarriada e incentivarla al progreso, a la vez que son también los únicos capaces de decidir si en verdad, y no sólo en apariencia, se produjo el cambio. Pero de entregarse el cuidado de los criminales a los psicólogos, ¿cuál sería la primera medida que tomarían éstos en vista de la curación de sus presidiarios pacientes? ¡Pues dejarlos libres, claro está! El encierro sólo puede producir consecuencias beneficiosas en los espíritus realmente nobles que en libertad se obnubilaban por demás con los placeres sensitivos y perversos y que en la soledad de la prisión tienen el tiempo suficiente y la escasa diversión necesaria para penetrar en sí mismos y autoconocerse, tal como fue el caso del ya mencionado Francisco de Asís, o, menos conocido y comprendido, el de Oscar Wilde; pero estas son las excepciones que confirman la regla, la regla que dice que los criminales, o los enfermos del crimen, como yo preferiría llamarlos, no podrán curarse si permanecen encerrados, porque el encierro es una coacción, una represión directa hacia la libertad del reo de hacer lo que le plazca, y es sabido que los trastornos psicológicos –y es bien claro que todo criminal padece uno– no se alivian con represiones, sino todo lo contrario.
El ideal reformista que pregonan los justicieros actuales sólo tendría sentido entonces si se le diese a elegir al preso entre permanecer encerrado o salir en libertad y reportarse periódicamente con su psicólogo. Se me dirá que plantearle semejante opción a un reo carece de todo sentido, a lo que responderé que sí si nos remitimos a los tiempos actuales, en los que las cárceles se parecen más al infierno del Dante que a un instituto correctivo; pero para cuando nuestros jueces, políticos y policías sean tan poco sádicos como para entregar el dominio de los criminales a los psicólogos, para cuando llegue ese día las cárceles serán tan agradables que más de un individuo soñará con permanecer algún tiempo en ellas a modo de vacaciones12.
Lógicamente, para cuando el poder instituido tome una decisión de este tipo ya los psicólogos no se parecerán mucho a la mayoría de los actuales. Hoy en día, lo que hace la psicología con el individuo neuróticos es, o bien procurar que sus síntomas se manifiesten lo menos posible, o bien enderezarlo a que adopte las actitudes que la sociedad en que vive considera normales. Pero si la sociedad en que vive está enferma –y todas lo están en mayor o menor proporción–, encauzarlo hacia la normalidad social es encauzarlo hacia la enfermedad, con lo cual uno nunca sabe si la psicología está realmente sanando al paciente o lo está dejando peor de lo que estaba. El psicólogo del futuro –que por cierto existe actualmente, pero sólo como minoría y empleando métodos aún muy rudimentarios– procurará conducir al paciente no hacia la normalidad social, sino hacia el fondo de su ser, que es el único sitio inmune a las enfermedades y en donde sí se sentirá realmente aséptico, limpio del dolor que las impurezas espirituales provocan13. Esta clase de psicólogo es la única que tiene la capacidad suficiente como para revertir los procesos mentales del criminal y hacerle comprender interiormente que el camino del crimen es tortuoso en todas sus formas; y así, por medio de la persuasión psicológica que apunta de lleno y sin vueltas al centro del razonamiento humano, habiendo el criminal comprendido esto automáticamente cesará de sufrir impulsos irracionales que lo inciten a malograr los bienes del prójimo. Para cuando existan psicólogos así, la enfermedad del crimen será tan sencilla de tratar como las paperas –aunque hay que aclarar que, llegado ese día, difícilmente habrá ya criminales en la Tierra, o si los hubiere, serían harto más dóciles que los actuales y sus crímenes mayores estarían a la altura de las travesuras de nuestros niños.
Hoy en día, cualquier psicólogo promedio no le haría ni cosquillas a cualquier criminal promedio en el sentido de poder reformarlo. Por eso, si hoy dejásemos libres a los criminales esperando que merced a la terapia no reincidan en el crimen, estaríamos pecando de ingenuidad extrema. Hoy sería ingenuo pensar eso, pero ¿sería tan ingenuo pensar que, no digamos todos, pero sí un porcentaje apreciable de los liberados atenuaría su conducta criminal como mero agradecimiento a la piadosa decisión de no castigarlos? Por mi parte, si yo tuviera el poder de liberar a cien presos para luego observar cómo se conducen ante la libertad otorgada por pura clemencia, lo haría gustoso confiando en que al menos buena parte de ellos se comportará mejor que antes de ser apresados. Y si de los cien, noventa y nueve vuelven a cometer los mismos crímenes del pasado y sólo uno, recordando el gesto de haber sido liberado, mejora su carácter y se compromete ante sí mismo a no defraudar a quienes de él se apiadaron, si esto se diese igual diré que la justicia no ha fracasado, porque la misión de la justicia es la de mejorar el carácter de la sociedad, pero también, y antes que nada, tiene la misión de mejorar el carácter individual de los seres sociales. Y si noventa y nueve no comprendieron el mensaje, que por cierto no los ha empeorado, mientras que uno sí lo hizo y ha mejorado, la sociedad entera se habrá beneficiado.
Y si de los cien, los cien volviesen al crimen, la justicia tampoco habría fracasado. Los criminales podrían no haber mejorado; pero yo, junto con todos los que se apiadaron de ellos, sí. Y en cantidades industriales.
Anotaciones de mi diario correspondientes al 14/5/98 0 0 0 Una objeción se me antoja respecto de esto último, y es la siguiente: Los criminales, si son liberados y reinciden en el crimen, no habrán mejorado de caracter con la liberación, pero tampoco empeorado; quien los liberó siguiendo los dictados de sus impulsos de compasión sí habrá mejorado notoriamente su carácter con la acción, pero a su vez estos criminales liberados provocarán una ola de crímenes que despertará la indignación de la mayoría de la población no criminal, haciendo que ésta se levante contra los criminales bajo la forma de justicia por mano propia u otras similares, lo que al parecer redundaría en un empeoramiento del carácter de toda esa masa poblacional que con sus criminales presos vivía tranquila y ahora se comporta de manera brutal y odiosa. Luego, tenemos el siguiente cuadro: a) los criminales no han mejorado ni empeorado; b) quienes liberaron compasivamente a los criminales han mejorado, pero este es un grupo muy reducido de personas, y c) la gente común que ahora soporta la ola de crímenes se ha vuelto más odiosa y sádica contra su prójimo, o sea que ha empeorado, y esta masa de gente es muchísimo más numerosa que la que ha mejorado. Si nos guiamos por esta objeción, la liberación de los presos (al menos en el corto plazo y en el espacio reducido de dicha comunidad) ha resultado, en la balanza, éticamente incorrecta.
Yo no intento hacer de mis escritos lo que se cansan de hacer ciertos escritores, a saber, el justificar con ellos la opinión inamovible que se tiene de las cosas. Si alguna vez lo hice o lo hago, ha de saberse que no es ésa la intención principal que me mueve a escribir. Yo escribo, en primer lugar, porque me causa placer escribir y leer lo que escribo, y en segundo lugar, escribo porque deseo con toda mi alma llegar a la verdad. La verdad se me presenta en el marote muy oscura y desordenada; mis razonamientos raramente cierran si los modulo, por así decirlo, en el vacío de mi propio cerebro sin valerme de un auxilio que los haga bajar de las nubes en donde giran en seco y a la vez los ordene cualitativa y cuantitativamente para que a mi desesperante lentitud de asociación de ideas no se le haga tan complicado desarrollar una hipótesis. Ese auxilio no es otro que el que me brindan mi birome y mi cuaderno. Cuando mi birome y mi cuaderno me llevan, razonamiento mediante, a una objeción semejante a la del párrafo anterior, que contradice de plano prácticamente todo mi sistema de pensamiento prestablecido relacionado con el tema de la justicia, no adopto la solución facilista de olvidarme de dicha objeción, de hacerla desaparecer, de esconderla como quien esconde debajo de la alfombra la tierrita que hay dentro de su casa por la simple pereza de no querer limpiarla, o por la ignorancia de no saber cómo hacerlo. Lo que yo hago en un caso así, y para continuar con la metáfora, es, primero, cerciorarme hasta donde pueda de que en realidad es tierrita lo que apareció bajo mis pies. Si me convenzo de que sí, entonces la levanto con la pala de mis contrarrefutaciones y la coloco no debajo de mi alfombra sino en el techo de basura. Pero si al analizar detenidamente la tierrita caigo en la cuenta de que en realidad no es tierrita, sino oro en polvo lo que estoy pisando, entonces no lo tiro a la basura ni lo escondo debajo de la alfombra: me lo guardo, y compro con él una casa más verdaderamente habitable que esta que hoy estoy utilizando.
No sé si analicé lo suficiente la tierrita que quiso aparecerse hoy bajo mis pies; pero que la analicé, la analicé. Y el resultado del análisis dio que era tierrita nomás. Por lo tanto, ya mismo voy hacia el tacho para depositarla en donde corresponde.
El otro día leí en Clarín un reportaje a uno de estos neosofistas que se autoproclaman filósofos. El tipo decía –como todos los de su clase– gran cantidad de cosas carentes de toda sustancia, pero de repente surgió el tema del psicoanálisis y ahí sí que se jugó un poco… y perdió: "No creo en el psicoanálisis. No creo en ninguna ciencia que presuma de tener una respuesta para todo", espetó sin misericordia para con mi amigo Freud, que se revolvía en su tumba. Yo creo que este señor basó su no creencia en una premisa errónea, y desde aquí lo invito a revisarla para ver si cambia de idea y puedo contagiarle la fe que en mí han despertado muchas de las teorías freudianas y otras tantas de sus sucesores que las pulieron, modificaron o ampliaron.
El psicoanálisis no presume de tener respuesta para todo; simplemente se jacta de saber elaborar hipótesis que permitan explicar algo sobre algunos temas que a simple vista se presentan confusos. Que yo sepa, exceptuando las ciencias exactas no existe ciencia ninguna que se precie de haber llegado a un conocimiento final y acabado del tema que trata, que se vanaglorie de haber descubierto una verdad de tal naturaleza que no pueda ser mejorada. No existe ciencia que no tenga mezcladas entre su cuerpo de verdades unas cuantas porciones más o menos grandes de mentira. El psicoanálisis es una ciencia, y como tal puede tener aciertos o errores. Pero como es una ciencia cuyos postulados resultan ser extremadamente difíciles de corroborar empírica o racionalmente con un grado notable de certeza, se presta mucho a la charlatanería, y estos charlatanes son justamente quienes echan abajo la credibilidad de la gente respecto de este tipo de explicaciones psicológicas, las cuales no están exentas del peligro de ser falsas, pero tampoco nadie podría confirmar que muchas de ellas no son en alto grado verdaderas.
Tengo que dejar en claro nuevamente que yo considero que una sociedad ha mejorado cuando aprecio una mejoría en el carácter de los individuos que la componen, que puede coincidir o no con una mejoría en sus conductas. Quien valore a una sociedad por lo que hace y no por lo que es, ya puede irse despidiendo de mi argumentación, pues de ningún modo lo convencerá, sobre todo teniendo en cuenta que decidí en esta parte de mi alegato circunscribir mis razones a plazos y espacios breves.
Unamuno solía decir que si una persona tiene ante sí a otra a la que odia, el mejor remedio para curar ese odio era sacudirle unas cuantas trompadas. Así, a costa de unos simples moretones terminará abrazando a su pretérito enemigo y el odio se habrá desvanecido de su temperamento, lo que no habría sucedido si en vez de trompearlo lo hubiese tratado hipócritamente como a uno de sus mejores amigos. Y esta cura la extendía a las sociedades y a los países enteros: decía que no había abrazo más sincero que el de dos combatientes de bandos contrarios al finalizar la guerra. Yo no creo que el odio de la gente se cure por el solo expediente de darle libre salida, de desreprimirlo; antes bien, ya que el odio de alguien necesita de motivos que lo incentiven, lo mejor que se puede hacer para extirparlo es refutar esos motivos ante quien los esgrime y así cortar no la raíz del odio, pero sí el abono que lo hace crecer, dejando que con el tiempo se seque solo. Pero hay una tarea que sí le corresponde a la liberación de los impulsos, y es la de hacerle notar a nuestra conciencia que hay algo que le impide crecer, que hay una grave falla en nuestro carácter que no fue creada por ese impulso agresivo, sino sólo dada a conocer por éste. Para comenzar a solucionar un problema el primer requisito es tener conciencia de que el problema existe.
Ante una sociedad plagada de criminales como probablemente lo sería (al menos en un principio) aquella que abriese las puertas de sus cárceles, habrá ciudadanos que se indignarán y otros que no. Los que se indignarán, y procurarán hacer justicia por mano propia, son los criminales encubiertos que toda sociedad posee. Son tan criminales como los criminales ilegales, sólo que la ley, por uno u otro motivo, no los considera capaces de perjudicar o modificar de alguna manera el orden social establecido, y por lo tanto no tiene motivos para perseguirlos. Ya hemos establecido que los criminales ilegales –los que han salido de la cárcel– no empeorarán su carácter siendo libres. Tampoco empeorarán los que no se indignan frente al crimen. ¿Quiénes quedan? Los criminales "legales". Éstos, estando los criminales ilegales presos, iban por la vida completamente inconcientes de la putridez de sus temperamentos. Vivían suponiendo que eran buenos por el solo hecho de que la justicia no los perseguía. No eran muy felices, pero, siendo que se consideraban buenos, no podían entender el verdadero motivo de sus desdichas –en los casos en que estas desdichas no jugaban a la escondida con la conciencia tal como se escondía el verdadero temperamento14. El hecho de que salga uno, diez o diez mil presos de la cárcel es algo completamente externo a cualquier individuo maduro, pero a los criminales "legales" decididamente los trastornará, porque esta medida perjudicará sus intereses, cosa que no sucederá con los individuos maduros, que no es que no tengan intereses, sino que los tienen puestos en sitios inaccesibles a los criminales. Pero este trastorno que experimentará el criminal "legal", ¿indica un empeoramiento de su carácter? No; lo que indica es que su antigua tranquilidad no se debía a su bondad de carácter sino a una circunstancia completamente fortuita y exterior a su ser, a saber, el que estuviesen impedidos de agredirlo todos aquellos que deseaban hacerlo. Una vez sueltos los criminales ilegales, los legales la emprenderán contra ellos para defenderse. De este modo, las categorías de "criminal legal" y "criminal ilegal" desaparecerán del contexto social: habrá sólo criminales (los que se pelearán entre sí) y no criminales.
Si metiera yo en este embrollo el argumento de la selección natural darwiniana, ya de por sí se visualizaría el mejoramiento del carácter social: los malos tenderían a destruirse entre ellos y los buenos sobrevivirían. Pero aun prescindiendo de esta lógica –lógica que conocen muy bien los criminales legales y por la cual nunca soltarían a los ilegales– se puede conjeturar que el carácter social mejoraría notablemente, ya que ahora el criminal legal, habiéndose puesto a la altura del ilegal, tomará por fin conciencia de su propio carácter, y ya hemos dicho que sacar a la luz el problema es el paso fundamental que lleva luego a intentar resolverlo15.
El caos social, si la liberación no se hace gradualmente ni es apoyada por la gran mayoría de los ciudadanos, es muy probable que en un principio se manifieste con crudeza. Pero ya hemos dicho que lo que nos interesa, aun despreciando los beneficios futuros que inevitablemente traería el vivir libre y en una sociedad libertaria, lo que nos interesa primordialmente es el mejoramiento del carácter de la sociedad y su gente, no su comportamiento, que es algo mucho más sencillo de modificar que una raíz caracterológica. La desmantelación del actual sistema carcelario no le haría mal a nadie, y es muy probable que beneficie a muchos.
Beneficiaría principalmente a los presos, porque nadie que no sea un santo puede mejorar en el encierro, y nadie que no sea un diablo puede empeorar después de ser perdonado. Pero beneficiaría también a los libres, porque les haría saber que no son todo lo buenos que creían ser, y entonces sí podrían emprender el camino que casi todos hoy en día desdeñamos: el del automejoramiento.
Desde el origen mismo de las sociedades, se ha buscado la forma más efectiva de combatir el crimen. Resulta gracioso pensar que a casi ningún gobernante se le haya ocurrido la idea de que no es el crimen sino la maldad de los criminales la que hay que combatir para que una sociedad evolucione. El crimen es a la maldad lo que la fiebre a una enfermedad intestinal: no son la enfermedad, son los indicadores de la enfermedad. Si confundimos la señal del mal con el mal mismo nos ocurrirá lo mismo que al infectado que, molesto por la fiebre, día tras día se satura de aspirinas para bajarla sin reparar en lo más mínimo en la infección, que se termina convirtiendo en cáncer y lo mata. Si este tipo hubiese meditado un poco, habría dejado sin control a la fiebre y a sus molestas –y nada más que molestas– consecuencias y se habría dedicado a solucionar el verdadero problema que era la infección en su intestino. Y no descarto que la comparancia sea del todo exacta en el sentido de que la fiebre, además de ser el aviso del mal, suele ser por sí misma el remedio, matando con su calor a los gérmenes que nos infectan. Si esto es así, el deporte de encarcelar a la gente que no encaja en el molde puede ser más peligroso de lo que se pensaba. Y el deporte de dejarla libre, sea por principios racionales como el que aquí he intentado exponer, sea por pura, amorosa e irracional compasión, puede ser lo que nos salve de morir cancerosos.
Elijan, señores: ¿un largo y penoso proceso tumoral que terminará consumiéndonos… o cuarenta y dos grados de fiebre por un par de días? Anotaciones de mi diario correspondientes al 28/5/98 0 0 0 Bertrand Russell, desde su libro intitulado Por qué no soy cristiano (pp. 48-9), me dice que "es evidente que el hombre propenso al crimen tiene de ser detenido, pero lo mismo sucede con el hombre hidrófobo que quiere morder a la gente, aunque nadie lo considera moralmente responsable. Un hombre que tiene una enfermedad infecciosa tiene que ser aislado hasta que se cure, aunque nadie lo considera malvado. Lo mismo debe hacerse con el hombre que tiene la propensión de cometer falsificaciones; pero no debe haber más idea de culpa en un caso que en otro". Respondo a esto afirmando que la criminalidad no es contagiosa: un criminal-hidrófobo, si lo dejamos libre, podrá ser que nos muerda, pero nunca podrá contagiarnos la rabia. Si nos muerde, tal vez despierte en nosotros un sentimiento de odio en el instante posterior a la mordida, o más aún: tal vez despierte nuestro rencor y su consiguiente deseo de venganza; pero la palabra clave aquí es despertar: el criminal no nos contagiará su enfermedad, sólo hará que se despierte en nosotros nuestro lado criminal que ya existía, pero que se mantenía latente. Si no tenemos ningún costado criminal en nuestra personalidad, difícilmente nos nacerá uno por más atrocidades que padezcamos. Y hasta me inclino a pensar lo contrario: los mártires cristianos se hacían más santos y sabios cuanto más se los perseguía y castigaba.
Por lo demás, creo que con lo escrito hace un par de meses (o hace un par de páginas para quien lee) contesto de manera sobrada la cuestión planteada por mi amigo Russell acerca de la conveniencia de mantener encerrados a los criminales no locos. Y como el tema ya comenzó a realizar círculos viciosos dentro de mi pensadora, lo abandono sin más para entonces dedicarme de lleno a escribir sobre algún otro asunto que considere candente. Que yo considere candente, no que consideren candente los demás, pues ha de saberse que lo que escribo lo escribo sólo para mí, lo escribo porque me aclara mis propios pensamientos y, sobre todo, porque disfruto al hacerlo; si los demás se aclaran conmigo, o si se divierten conmigo, es algo que a mí, en el momento de escribir, no me interesa en absoluto. Creo que así debe comportarse quien va en busca del autoconocimiento y no del autoenvanecimiento, y creo que también así debería comportarse quien aspire a ser un simple y modesto artista y no un acaudalado mercenario (¿y asesino?) de su propio talento.
Anotaciones de mi diario correspondientes al 29/7/98 0 0 0 Para terminar definitivamente, les pregunté a tres personas su opinión acerca de la costumbre que tienen las sociedades de castigar con la muerte, con la cárcel, con el linchamiento, con la tortura o con cualquier otro medio a las personas que consideran perjudiciales para el buen funcionamiento de las instituciones regentes.
El primer interrogado era un filósofo, el cual me dijo que "no le veo sentido a eso de culpar a alguien por un crimen que sólo pudo cometer porque recibió una mala educación o una mala combinación genética, factores éstos de los que de ningún modo es responsable. Si no me engaño, el sistema judicial no es otra cosa que la racionalización social de los impulsos sádicos y vengativos que los habitantes de una sociedad enferma siempre tienen y necesitan descargar de alguna manera".
Después encaré al segundo, quien habló luego de prestar gran atención a las palabras del filósofo: "Yo no sé si el asesino es responsable o no del exterminio de mi familia. Mas esa cuestión no creo que sea crucial para nadie: si no era responsable, que haga su vida, y si era responsable, que haga su vida también, porque lo perdono". Era la voz de un santo.
Por último me topé con un revolucionario: "Hay mucho dolor en el mundo esperando que yo lo anule; no me sobra el tiempo como para perderlo castigando a la gente por el simple delito de haber nacido estúpida".
"Creo que esta gente no se confunde", me dije a mí mismo mientras los veía irse felices, sonrientes…, abrazados el uno al otro como si fueran hermanos… Y me equivoqué. Porque no hicieron más que caminar unos cuantos pasos que ya mis sentidos comenzaron a percibir el milagro: ¡Se habían confundido! ¿Quién dijo que no son buenas las confusiones? Anotaciones de mi diario correspondientes al1/8/98 0 0 0 Notas: 1 "El mal puede ser útil en la medida en que sea necesario para la aparición de un bien mayor" decía Crisipo unos años antes de que Hitler naciera.
2 "Cometer una injusticia es peor que padecerla" decía Sócrates esperando que alguien le creyera.
3 Somos como un paisano picado por una gigantesca mosca tsé-tsé: no sólo nos chupa la sangre, sino que además nos duerme.
4 Les calza bien económicamente, pero espiritualmente no tanto. Al menos eso es lo que se deduce de su tasa de suicidios.
5 Para quien no crea, o no quiera creer, que la justicia legal del hombre occidental –desconozco la del oriental– se basa en este principio, sugiero se haga un censo económico en las cárceles de los diferentes países y se averigüe el porcentaje de ricos y pobres que hay en ellas para luego compararlo con los porcentajes reales de pobreza y riqueza de la región. Los resultados seguramente dirán que los pobres presos son inmensamente más (proporcionalmente) que los pobres libres, lo que demostraría que, o bien la justicia humana protege a los ricos, o bien los pobres, sea por necesidad o por propia naturaleza, cometen (proporcionalmente) más delitos que los ricos, hipótesis esta última más difícil de suponer conforme nos alejamos de la definición humana de "delito" y nos acercamos a la cristiana de "pecado".
6 En realidad, si se observa bien, no importa mucho en cuál de los dos pozos uno cae, ya que en el fondo se comunican. El rico, por rico que sea, siempre está dispuesto a desesperarse y hacer cualquier cosa por apropiarse de lo que aún no posee –"quiero la luna" decía Calígula–, mientras que el pobre codicioso, con tal de poseer algo más que lo que tiene, no dudará en robar y matar, es decir, en enriquecerse a costa de las vidas de su prójimo.
7 Muchas especies animales tienen una conducta moral muy elevada, pero no un discernimiento moral elevado: tratan muy bien a su prójimo, pero escasamente comprenden por qué se comportan así.
8 Cuando los antiguos estoicos afirmaban que era preciso suspender el juicio para llegar a la ataraxia (serenidad del ánimo), se referían al juicio sobre las personas, ya que decían que lo que nos molesta, por ejemplo, de un individuo que nos insulta, no es el insulto mismo sino la opinión que nos hemos formado del individuo insultante: suspendiendo la opinión –suspendiendo el juicio–, el insulto no es nada indignante. Si el estoicismo hubiese instado a la suspensión absoluta de todo juicio, no se habría ocupado tan sabiamente de poner en claro los principios morales que lo caracterizan.
9 Quienes tienen abundantes propiedades, y las ven en peligro, acuden a los tribunales; quienes tienen abundante poder, y lo ven amenazado, acuden a los tribunales; quienes se jactan de tener un "buen nombre", y son injuriados, acuden a los tribunales. Pero ¿por qué nadie levanta cargos contra su vecino por querer hacerlo infeliz? Sencillo: Todo tribunal, siendo en esencia injusto, tiende a mediar sólo entre los injustos –los amantes de la propiedad privada y los ladrones, los poderosos y los codiciosos y envidiosos del poder ajeno, los jactanciosos y los calumniadores–, mientras que a los hombres justos no les es de utilidad ninguna. Los hombres felices no acudirían nunca a un hipotético "tribunal de felicidad" so pretexto de que su vecino los molesta, porque los hombres felices, o sea los hombres justos, saben que las verdaderas "propiedades" del ser son inmanentes a él, no pueden ser arrancadas por la fuerza, o en el caso de que puedan ser arrancadas, ningún tribunal más que el que uno mismo tiene dentro podría recuperarlas.
10 ¡Contradicción!: si hay algo que le molestaba a Jesús eran los juramentos. En Mateo 5. 34-36 se lee: "Yo os digo: No juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o negro un solo cabello". Más claro, imposible. Sin embargo, San Agustín entiende que Jesús no prohibió jurar, sino abusar de los juramentos, con el fin de disminuir las posibilidades de que algún perjurio aparezca, pues sólo el perjurio, y no el juramento en sí, sería detestable a los ojos de Dios (ver Levítico 19.2 y Números 30.2; para la interpretación agustiniana del texto de Mateo, cf. su exégesis de El Sermón de la Montaña, I, 51). Agustín adopta esta postura para dejar bien parado al Antiguo Testamento y también para salvaguardar la imagen de San Pablo, quien en Gálatas 1.20, en 2 Corintios 11.31, en Romanos 11 (Nota añadida el 26/5/3.) Uno de los fundadores de la escuela correccionalista de derecho penal, el jurisconsulto alemán Karl David Roeder, dijo hace ya siglo y medio que "la pena no ha de servir más que a su fundamento y objeto, de modo que apenas la culpa aparece extinguida por la corrección, la pena carece de sentido y debe cesar en honor del derecho, no ya sólo de hecho a virtud de indulto o de prescripción" ("Examen de algunas objeciones contra la teoría correccional", ensayo incluido en sus Estudios sobre derecho penal y sistemas penitenciarios, p. 176). Sabias palabras… que han caído en saco roto hasta el presente.
12 (Nota añadida el 26/5/3.) Vuelvo a Roeder: "El sistema de prisiones en vigor, ha obrado tan perniciosamente con relación a la mortalidad, a la salud y a la moralidad de los penados, como si en realidad se hubiese calculado para su perdición espiritual y física" ("Mejora del sistema de prisiones por medio del aislamiento" (1856), ensayo incluido en ibíd., p. 194). Y es que en realidad se calculó para eso, para la venganza corporativizada y no para la corrección.
13 Contradiciendo el relativismo ético propugnado por Freud, Erich Fromm, su discípulo mejor, nos regala estas magistrales palabras: "La neurosis misma es, en último análisis, un síntoma de fracaso moral (aunque el ajuste» no es de modo alguno un síntoma de triunfo moral). Un síntoma neurótico es en muchos casos la expresión específica de un conflicto moral y el éxito del esfuerzo terapéutico depende de la comprensión y de la solución del problema moral de la persona" (Ética y psicoanálisis, prólogo).
14 El tema de los infelices que desconocen su propia infelicidad o que incluso creen ser felices es muy extenso como para desarrollarlo aquí y me desviaría demasiado del asunto que ahora estoy tratando. Déjolo entonces para una ocasión más propicia.
15 Todos los que no estamos presos ni nos persigue la justicia somos, en más o en menos, "criminales legales": cometemos esa clase de inmoralidades que no están penadas por la ley. Y como nuestra conciencia tiende a identificar el Bien universal con las ordenanzas legislativas de nuestra sociedad, nos creemos muy buenos sólo porque respetamos ese tipo de reglamentación casera. Una forma más certera de averiguar qué tan buenos somos es imaginar qué actitud adoptaríamos ante una sociedad sin leyes ni policía: si nosotros mismos procuramos calzarnos el uniforme para defender nuestros intereses, somos seres despreciables; si nos deprimimos al ser avasallados por el crimen sin que nadie nos defienda, somos seres cobardes e inmaduros; si nos mantenemos alegres y estoicos, sabiendo que ningún criminal podría quitarnos nuestros verdaderos tesoros…, entonces sí somos algo parecido a una persona buena.
1.9 y en 1 Corintios 15.31, realiza sendos juramentos.
Textos citados
ROEDER, Karl David: Estudios sobre derecho penal y sistemas penitenciarios (1846 y 1856); Madrid, Imprenta de T.
Fortanet, 1875.
RUSSELL, Bertrand: ¿Por qué no soy cristiano? (1927 ); Buenos Aires, Hermes, 1958. FROMM, Erich: Ética y psicoanálisis (1946 ); México, Fondo de la Cultura Económica, 1953.
AGUSTÍN, San: El sermón de la montaña; Buenos Aires, Emecé, 1945.
BARRETT, Rafael: Obras completas (1900 a 1910); Buenos Aires, Americalee, 1943.
Autor:
Cornelio Cornejín.
corneliocornejin[arroba]hotmail.com
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |