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Liderazgo gerencial (página 6)

Enviado por Eustiquio Aponte


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Hubo un rato de silencio; todos sopesábamos lo que se había dicho. Luego, el profesor rompió el silencio diciendo:

—El verdadero compromiso es una visión del desarrollo personal y del desarrollo del grupo junto con una mejora continua. El líder comprometido está consagrado a un desarrollo integral de su persona y a una mejora continua, se compromete a llegar a ser el mejor líder que puede llegar a ser, el que la gente a la que dirige se merece. Es también una pasión por la gente y por el equipo, por presionarles para que lleguen a ser tan buenos como les sea posible. Pero no debemos nunca atrevemos a pedirle a la gente que dirigimos que sean lo mejor posible, que se esfuercen por mejorar siempre, si nosotros mismos no estamos dispuestos a crecer y a llegar a ser lo mejor posibles. Esto requiere compromiso, pasión y una visión por parte del líder de hacia dónde va con su grupo.

El pastor añadió: —y las Escrituras nos enseñan que sin una visión, el pueblo perece.

—Yo desearía que los minisermones también perecieran, predicador —le soltó el sargento a mi compañero de habitación.

—Ese amor, compromiso, liderazgo, ese esforzarse al máximo para los demás, todo me suena a muchísimo trabajo —dije con un suspiro.

—y que lo digas, John —continuó el profesor—, pero es lo que aceptamos cuando nos apuntamos a ser líderes. Nunca nos lían dicho que sea fácil. Decidimos amar, dar lo mejor de nosotros mismos por los otros, yeso requiere paciencia, humildad, afabilidad, respeto, generosidad, indulgencia, honradez y compromiso. Servir a los otros y sacrificarse por ellos exige estos comportamientos. Puede que tengamos que sacrificar nuestro ego o incluso nuestro mal humor en determinadas ocasiones. Puede que tengamos que aguantamos las ganas de echarle la bronca a alguien, en vez de tener una actitud positiva con él. Tendremos que sacrificamos amando y dando lo mejor de nosotros mismos por gente que a lo mejor ni siquiera nos gusta.

—Pero, como decías antes —comentó Theresa—, la decisión de si vamos o no vamos a elegir comportamos de esa forma es cosa nuestra. Cuando amamos a los demás dando lo mejor de nosotros mismos, tenemos que servirlos y sacrificamos por ellos. y cuando ya nos hemos forjado esa autoridad con la gente es cuando merecemos ser llamados líderes.

—Entiendo la causa y el efecto de lo que estáis diciendo —argumentó la entrenadora— y podría incluso estar de acuerdo con ello. Pero comportarse así suena un poco como si estuviéramos manipulando a la gente.

La directora contestó: —La manipulación es, por definición, influenciar a la gente en beneficio personal. Creo que en el modelo de liderazgo que Simeón ha adoptado se influye en la gente para beneficio mutuo. Si de veras estoy identificando y satisfaciendo las legítimas necesidades de aquellos a los que sirvo y dirijo, estos tienen, por fuerza, que beneficiarse también de esta influencia, en tanto les sirva adecuadamente. ¿Estoy en lo cierto, Simeón?

—Como de costumbre, el grupo se las ha arreglado para articular estos principios mejor que yo mismo; gracias a todos.

El pastor comentó: —En una ocasión escuché una cinta de Tony Campolo, pastor, orador, educador y conocido autor, en la que hablaba sobre cursillos de formación matrimonial para parejas jóvenes. Decía que siempre que se encuentra con una parejita les pregunta: «Bien, ¿y por qué queréis casaros?». Por supuesto, la respuesta suele ser: «Porque estamos muy enamorados». La segunda pregunta de Tony es: «Pero, tendréis algún motivo mejor que ese, ¿no?». Según él, la pareja se mira entonces asombrada, no dando crédito a tamaña estupidez, y contestan: «Y ¿qué mejor motivo puede haber? ¡Estamos muy enamorados!». A lo cual él responde: «Da la impresión de que ahora mismo sentís un montón de cariñosos efluvios el uno hacia el otro y las hormonas parecen estar a tope. Estupendo, disfrutadlo. ¿Pero qué será de vuestra relación cuando se os pase? Entonces, impepinablemente, la pareja se mira para unir fuerzas y responden a dúo en tono de desafío: «¡A nosotros no nos va a pasar nunca eso!».

El aula se venía abajo con las risas. —Ya veo que algunos llevan bastantes de matrimonio —continuó mi compañero de habitación—. Todos sabemos que esos sentimientos como vienen se van, y que lo que persiste es el compromiso. Tony concluía señalando que toda boda es una oportunidad para que se dé un matrimonio, pero que nunca sabemos en qué nos hemos metido hasta que desaparecen esos sentimientos.

—Desde luego, Lee ——confirmó el profesor—. En el liderazgo funciona el mismo principio de compromiso. Los rasgos de carácter, los comportamientos que hemos estado discutiendo hoy, no resultan tan difíciles con la gente que nos gusta. Ha habido muchos hombres y mujeres perversos que han sido afables y sociables con las personas que les gustaban. Pero nuestro verdadero carácter de líder se revela cuando tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos por los que nos son antipáticos, cuando nos vemos en la encrucijada y tenemos que amar a personas que no son precisamente de nuestro agrado. Ahí es cuando descubrimos hasta qué punto estamos comprometidos; ahí es cuando descubrimos qué tipo de líder somos realmente.

Theresa añadió: —Creo que fue Zsa Zsa Gabor quien dijo que amar a veinte hombres en un año no es nada comparado con amar a un solo hombre en veinte años…

El profesor fue a la pizarra y completó el diagrama. —En nuestro modelo de ayer decíamos que el liderazgo se funda en la autoridad o influencia, que a su vez se funda en el servicio y el sacrificio, que a su vez se funda en el amor. Cuando lideras con autoridad, estás necesariamente llamado a dar lo mejor de ti mismo, a amar, a servir e incluso a sacrificarte por los demás. Una vez más, el amor no consiste en lo que sientes por los demás, sino en lo que haces por ellos.

La enfermera lo resumió diciendo: —O sea, lo que estás diciendo, Simeón, es que amar puede definirse como el hecho, o los actos derivados de dar lo mejor de uno mismo por los demás, identificando y satisfaciendo sus legítimas necesidades. ¿No voy muy desencaminada?

—Espléndido, Kim —respondió sencillamente el profesor.

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CAPÍTULO CINCOEl entorno

Hombres y mujeres quieren hacer un buen trabajo. Si se les proporciona el entorno adecuado, lo harán.

BILL HEWLETT, FUNDADOR DE HEWLETT—PACKARD

Le eché un vistazo al despertador. Pasaban unos minutos de las tres de la mañana del jueves y yo estaba otra vez despierto, con la vista clavada en el techo. Había llamado a Rachael y a la oficina a última hora de la tarde del día anterior para ver cómo iban las cosas. Me quedé algo decepcionado cuando me enteré de que todo y todos parecían ir perfectamente bien sin mí.

Andaba también dándole vueltas a las preguntas sobre la vida que me había planteado Simeón en la mañana del día anterior. ¿En qué creía yo exactamente? ¿Por qué estaba aquí? ¿Cuál era mi finalidad en esta vida? ¿Tenía realmente algún sentido este juego de la vida?

No conseguí hallar ninguna respuesta. Sólo más preguntas.

Llegué a la capilla con quince minutos de antelación y me sentí orgulloso de mí mismo. ¡Había conseguido llegar a la cita antes que Simeón!

El profesor se sentó a mi lado a las cinco en punto y bajó la cabeza; parecía estar rezando.

Unos minutos después se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Qué has ido aprendiendo, John? —La discusión sobre el amor fue interesante. Realmente nunca había pensado en ello como algo que se hace por los demás. Siempre pensé en el amor en términos de algo que se siente. ¡Espero que nadie me pegue en el trabajo cuando les diga que voy a empezar a amarlos a todos!

Simeón se echó a reír. —Tus actos siempre hablarán más alto e infinitamente más claro que tus palabras, John. Recuerda el comentario de Theresa: «obras son amores…».

—¿Pero qué hay de amarse a uno mismo, Simeón? El pastor de mi iglesia dice que se supone que hay que amar al prójimo y a uno mismo.

—Desgraciadamente, John, parece que hoy en día este versículo no se cita con demasiada exactitud. Lo que el texto realmente dice es: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», no «ya ti mismo». Es bastante diferente. Cuando Jesús habla de amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos, está dando acertadamente por sentado que ya nos amamos a nosotros mismos. Él nos está pidiendo que amemos a los demás del mismo modo que nos amamos a nosotros mismos.

—¿Del mismo modo que me amo a mí mismo? —objeté—. Pues, mira, hay veces, sobre todo últimamente, en que no puedo ni aguantarme a mí mismo, no digamos ya amarme.

—Recuerda, John, el amar de agápe es un verbo que describe cómo nos comportamos, no un nombre que describe qué sentimos. Yo también tengo temporadas en las que no me aprecio particularmente, yesos son, sin duda alguna, mis mejores momentos. Porque, aunque yo no me guste particularmente a mí mismo en alguna ocasión, sigo amándome y satisfaciendo mis propias necesidades. Y, desgraciadamente, muchas veces, quiero que mis necesidades pasen por encima de las necesidades de los demás. Exactamente igual que un niño de dos años.

—Supongo que casi todos tendemos a intentar ir siempre primero, ¿no?

—Exactamente, John. Intentar ir siempre primero es amarse a sí mismo. Poner al prójimo en ese lugar y ser consciente de sus necesidades es amar al prójimo. Piensa en la facilidad que tenemos para perdonamos las meteduras de pata y los comportamientos absurdos que invaden nuestra vida. ¿Mostramos la misma diligencia en perdonar los errores y los comportamientos absurdos del prójimo? Como verás, mostramos mucha diligencia en amamos a nosotros mismos, pero no tanta cuando se trata de amar a los demás.

—Nunca lo había visto así, Simeón —dije un poco desconcertado.

—Seamos sinceros, ¿no nos sentimos encantados a veces, aunque sólo sea un momento, de las desgracias del prójimo, cuando vemos problemas laborales, divorcios, líos extraconyugales, y demás? Estamos amando realmente al prójimo cuando su bienestar nos importa tanto como el nuestro.

—¿Pero qué pasa con el amor a Dios? —pregunté—. El pastor de mi iglesia insiste en que se supone que también tengo que amar a Dios. Pero hay veces en que no me siento especialmente «amoroso» respecto a Él tampoco. La vida parece a veces tan injusta… A veces llego hasta dudar de su existencia.

Para mi asombro el profesor estaba de acuerdo conmigo.

—Hay veces en que me enfado con Dios, en que no me gusta demasiado. y otras mi sistema de creencias me parece bastante poco convincente. Son muchas las preguntas y muchas las cosas que me parecen injustas en esta vida. Pero una cosa es lo que yo sienta, y otra es seguir amando a Dios y mantener mis compromisos en mi relación con Él. Puedo seguir amando a Dios estando atento a nuestra relación a través de la oración, siendo auténtico, respetuoso, sincero y hasta indulgente. Y todo esto puedo hacerlo incluso, por no decir especialmente, cuando no me apetece hacerlo. Eso es demostrar amor por el compromiso: mantenerme fiel, aun cuando mi fe flaquee en un momento determinado.

Los monjes estaban entrando ya uno tras otro en la capilla e iban ocupando sus asientos.

—Lo bueno es que cuando estamos comprometidos en el amor a Dios y a los demás, y seguimos trabajando en ello, ocurre que los comportamientos positivos acaban generando sentimientos positivos; los sociólogos se refieren a esto como praxis. Hablaremos más de ello mañana por la mañana. —Estas fueron las últimas palabras del profesor en aquella madrugada.

Antes de que el reloj acabara de dar sus campanadas, el profesor anunció:

—Hoy vamos a cambiar de tema, vamos a hablar de lo importante que es crear un ambiente sano en el que la gente pueda crecer y prosperar. Me gustaría empezar empleando la metáfora de plantar un jardín. La naturaleza nos muestra la importancia de crear un entorno sano si queremos que las plantas crezcan. ¿Alguno de vosotros es aficionado a la jardinería?

La entrenadora levantó la mano. —Yo tengo un jardín justo detrás de la zona común. Llevo haciendo jardinería más de veinte años, y aunque esté mal que yo lo diga, se me da muy bien.

—Chris, si yo no tuviera ni idea de jardinería, ¿qué consejos me darías para hacer un jardín en condiciones?

—Ah, pues muy sencillo: te diría que buscaras un terreno muy soleado y que removieras la tierra para preparar la siembra. Luego tendrías que plantar las semillas, regar, fertilizar, ocuparte de que no lo invadieran las plagas, y limpiarlo regularmente de malas hierbas.

—De acuerdo, y si hago todo lo que sugieres, Chris, ¿qué puedo esperar que suceda?

—Bueno, pues a su debido tiempo verás que las plantas crecen Y pronto obtendrás frutos.

Simeón insistió diciendo: —Cuando lleguen los frutos, ¿podremos decir que fui yo la causa de ese desarrollo?

—Claro —respondió Chris rápidamente. Luego se paró un momento a reconsiderarlo y añadió—: Bueno, para ser exactos tú no fuiste la causa de que el jardín creciera, pero ayudaste a que así fuera.

—Exacto —afirmó el profesor—. Nosotros no hacemos que las cosas crezcan en la naturaleza. El Creador sigue siendo el único que sabe cómo una pequeña bellota metida en la tierra llega a convertirse en un enorme y frondoso roble. Nosotros, lo más que podemos hacer es poner las condiciones adecuadas para que esto ocurra. Este principio es especialmente válido para los seres humanos. ¿Se os ocurre algún ejemplo que ilustre esto?

—Como especialista en tocología —dijo Kim—, puedo deciros que para que un niño se desarrolle normalmente durante los nueve meses de gestación, es fundamental que tenga un ambiente sano en la matriz, de hecho las condiciones tienen que ser perfectas. Si no es así, generalmente ocurre un aborto, o pueden darse otro tipo de complicaciones graves.

Mi compañero da habitación añadió rápidamente: —y una vez nacido, me consta que el niño necesita un ambiente sano y amoroso para desarrollarse bien. Recuerdo haber leído un artículo sobre los orfanatos establecidos por aquel dictador rumano, Nicola Ceaucescu, en los que los niños estaban literalmente almacenados, sin apenas contacto humano, a veces sin ningún contacto humano. ¿Alguno de vosotros vio el documental sobre esos bebés? ¿Sabéis lo que les pasa a los bebés privados de todo contacto humano?

—Mueren —replicó la enfermera en voz baja.

—Exacto, se marchitan literalmente y mueren —añadió el pastor, sacudiendo la cabeza.

Pasaron unos minutos y la directora de escuela dijo: —Llevo muchos años trabajando en la escuela pública y se puede ver perfectamente qué niños son los que proceden de ambientes familiares desastrosos. Las cárceles están llenas de gente que creció en ambientes insalubres. Estoy convencida de que una educación adecuada por parte de los padres y un ambiente doméstico sano son esenciales para una sociedad sana. y cada vez estoy más convencida de que la respuesta al crimen tiene muy poco que ver con la silla eléctrica y mucho con lo que pasa en la trona. Sobre este punto, el de la importancia de crear un entorno sano, estoy totalmente de tu parte, Simeón. ¡Esta vez no necesitas convencerme!

La enfermera añadió: —Este principio es válido incluso en medicina. La gente piensa a veces, equivocadamente, que van al médico a que les cure. Pero, a pesar de todos los avances de la medicina, ningún médico ha arreglado nunca un hueso roto ni ha sido causa de que una herida curara. Lo más que pueden hacer la medicina y los médicos es proporcionar asistencia con medicación o terapias, es decir, crear las condiciones adecuadas para que el cuerpo se cure a sí mismo.

—Ahora que lo pienso —tercié yo—, mi mujer, «El Loquero», me ha dicho en muchas ocasiones que los terapeutas no tienen poder para curar a sus pacientes. Dice que con frecuencia los terapeutas sin experiencia creen que pueden curar a la gente, pero que la experiencia les lleva a darse cuenta de que no poseen semejante poder. Lo que un buen terapeuta puede hacer es crear un ambiente sano para el cliente, estableciendo una relación de amor basada en el respeto, la confianza, la aceptación y el compromiso. Una vez que se crea ese ambiente seguro y terapéutico es cuando los pacientes pueden empezar el proceso de curarse a sí mismos.

—¡Fantástico, son unos ejemplos fantásticos! —exclamó el profesor—. Espero que empiece a resultar evidente que es muy importante crear un entorno sano para que pueda haber un crecimiento sano, especialmente en los seres humanos. Llevo empleando la metáfora del jardín toda mi vida, con todos los grupos que he tenido a mi cargo: familia, trabajo, ejército, deportes, comunidad o iglesia. Para decirlo más sencillamente, pienso en mi área de influencia como en un jardín que necesita cuidados. Como ya hemos visto, los jardines necesitan atención y cuidados, así que estoy siempre preguntándome: «¿Qué necesita mi jardín? ¿Tal vez que lo abone con un poco de apreciación, reconocimiento y elogios? ¿Necesita mi jardín que le quite las malas hierbas? ¿Tengo que ocuparme de eliminar las plagas?». Todos sabemos qué ocurre cuando no se controlan las plagas y las malas hierbas en un jardín. Mi jardín necesita una atención constante y yo confío en que si hago mi parte y lo cultivo bien, conseguiré fruto.

—¿Y cuánto hay que esperar para ver el fruto? —preguntó la entrenadora.

—Desgraciadamente, Chris, he conocido muchos líderes que no han sabido ser pacientes y han abandonado la tarea antes de que el fruto pudiera crecer. Hay muchos que quieren y esperan unos resultados rápidos, pero el fruto sólo llega cuando está a punto. Y precisamente por eso es tan importante el compromiso para un líder. ¡Imagínate un agricultor que intentara «darse el atracón para los exámenes finales», sembrando a finales de otoño con la esperanza de conseguir cosechar antes de las primeras nevadas! La Ley de la Cosecha nos enseña que el fruto crecerá, pero no siempre sabemos cuándo. La enfermera señaló: —Otro factor importante para determinar cuándo madurará el fruto es el estado de nuestras cuentas bancarias de relaciones.

—¿Y qué es eso de una cuenta bancaria de relaciones? —preguntó mi compañero de habitación.

—Aprendí esta metáfora leyendo el best—seller de Stephen Covey, Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva. Todos sabemos cómo funcionan las cuentas bancarias en las que hacemos continuamente ingresos y reintegros, confiando no quedamos nunca en números rojos. La metáfora de la cuenta de relaciones nos enseña la importancia de mantener unas relaciones sanas y equilibradas con la gente que tiene un peso en nuestra vida, incluidos aquellos a los que dirigimos. En pocas palabras, cuando conocemos a una persona tenemos básicamente una relación neutral con ella porque no nos conocemos, digamos que estamos todavía tanteando el terreno. En cambio, a medida que la relación va desarrollándose, vamos haciendo una serie de movimientos en esas cuentas imaginarias, ingresos o reintegros, según nos comportemos. Por ejemplo, realizamos un ingreso cuando somos sinceros y dignos de confianza, cuando reconocemos nuestro aprecio por la gente, cuando mantenemos nuestra palabra, cuando sabemos escuchar, cuando no hablamos de los demás a sus espaldas, cuando hacemos uso de las cortesías básicas: hola, por favor, gracias, discú1peme, etc. Reintegros serían ser antipático o poco cortés, romper promesas o compromisos, criticar a los demás por detrás, no escuchar les bien, ser engreído y arrogante, etc.

El sargento dijo: —Así que, cuando ayer en la pausa de la tarde llamé a mi novia y me colgó el teléfono, probablemente es que estoy en números rojos, ¿no?

—¡Pues yo diría que sí, Greg! —dije riéndome—. Cuando tuvimos el problema sindical en la fábrica probablemente teníamos un descubierto serio en nuestras cuentas. Lo que quieres decir, Kim, es que puede llevamos más tiempo que el fruto madure según cuál sea el estado de nuestras cuentas bancarias de relaciones; ¿estoy en 10 cierto?

—Creo que es así con quienes tenemos unas relaciones establecidas. Con los recién llegados generalmente podemos empezar de cero.

—Gracias por esa bella metáfora que podemos utilizar aquí, Kim —reconoció el profesor—. Esta idea de las cuentas de relaciones también ilustra por qué debemos dispensar nuestros elogios públicamente, pero nunca nuestras reprimendas. ¿Alguien puede decir por qué?

La directora de escuela fue la primera en hablar. —Cuando reprendemos a alguien públicamente, obviamente le estamos poniendo en evidencia ante sus semejantes y esto supone un serio reintegro en nuestras cuentas. Pero, además, cuando humillas a alguien públicamente también estás retirando de la cuenta de relaciones con todo el que está presenciándolo, porque es muy desagradable asistir a una reprimenda pública y porque los demás se preguntan «¿Cuándo me tocará a mí?». Así que creo que si nuestra intención es conseguir grandes reintegros, desde luego hay que dar por muy bien empleado el tiempo que invertimos en hacer una reprimenda en público.

La entrenadora añadió: —A mí me parece que el mismo principio funciona cuando alabamos, apreciamos y reconocemos públicamente a la gente. No sólo hacemos un ingreso en nuestra cuenta con el destinatario del elogio, sino que también hacemos ingresos en las cuentas que tenemos con los que están mirando. Y como decías antes, Simeón, todo el mundo mira siempre lo que hace el líder.

—Es cierto, Chris. Todo lo que hace el líder se constituye en mensaje —replicó Simeón—. Debo tener en el despacho un interesante artículo, y una encuesta, que hablan de la mucha estima en que se tiene la gente y de por qué los reintegros en las relaciones son tan costosos. Voy a ver si lo encuentro y podemos comentarlo en la sesión de esta tarde.

Hacía una espléndida tarde de otoño, así que decidí dar un paseo bordeando el acantilado que corría paralelo a la playa. Brillaba el sol, hacía unos dieciséis grados y una suave brisa soplaba desde el lago. En resumen, lo que yo siempre había considerado un día perfecto, pero apenas si conseguía disfrutarlo porque en mi cabeza todo era confusión.

Estaba excitado con la información que estaba reuniendo y con la perspectiva de aplicar aquellos principios cuando volviera a casa. Pero a la vez, al reflexionar sobre mi comportamiento en el pasado y sobre cómo había estado dirigiendo a aquellos que tenía a mi cargo, me sentía deprimido e incluso avergonzado. ¿Cómo habría sido tenerme de jefe, de marido, de padre, de entrenador?

Las respuestas que se me ocurrían no hacían sino aumentar mi malestar.

A las dos el profesor dijo alegremente: —He encontrado el artículo y la encuesta de los que os hablé esta mañana. Estaban en un número antiguo de Psychology Today y creo que os van a resultar interesantes. El autor es un psicólogo conductista y dice que ni siquiera existe una correlación entre recepción positiva y negativa. Para ponerlo en los términos que hemos empleado «ingreso y reintegro», asegura que por cada reintegro en vuestra cuenta con alguien, hacen falta cuatro ingresos para equilibrar otra vez la cuenta. ¡Una relación de cuatro a uno!

—Me parece perfectamente verosímil —respondió el pastor—. Mi mujer puede hartarse de decirme una y otra vez cuánto me quiere, pero yo todavía me acuerdo de cuando la primavera pasada me dijo que estaba engordando demasiado. ¡Eso sí que me llegó!

—¡Pues yo la entiendo perfectamente, predicador! —le pinchó el sargento.

—Exactamente, Lee —continuó el profesor—. Todos tenemos tendencia a ser especialmente sensibles, por mucho que aparentemos mucha calma. En apoyo de su tesis, el artículo pasa a analizar los resultados de una encuesta que se llevó a cabo para determinar hasta qué punto es realista la visión que la gente tiene de sí misma. Ojo al dato. Hay un 85 por ciento del público en general que se considera «por encima de la media». A la pregunta sobre la «capacidad para llevarse bien con los demás», el cien por cien se pone por encima de la media, un 60 por ciento se pone entre el 10 por ciento más alto, y un 25 por ciento se coloca entre el uno por ciento más alto. A la pregunta sobre la «capacidad para dirigir», el 70 por ciento se considera en el cuartil superior y sólo un dos por ciento se considera por debajo de la media. Y fijaos en los hombres. A la pregunta sobre su «capacidad atlética respecto a los demás hombres», el 60 por ciento se coloca en el cuartil superior y sólo un seis por ciento dice estar por debajo de la media.

—¿Dónde quieres llegar? —preguntó el sargento. —Para mí, Greg —saltó la entrenadora—, está claro que, por lo general, la gente tiene muy buena opinión de sí misma. Eso quiere decir que debemos ser muy cuidadosos con nuestros reintegros en las cuentas de los otros porque pueden salimos muy caros.

El profesor añadió: —Piensa en cómo se fomenta la confianza en una relación, por ejemplo. Podemos pasar años trabajando en ello y todo puede venirse abajo por un momento de indiscreción.

—Vale, ya estamos otra vez… —gruñó el sargento alzando la voz—. Aquí estamos hablando de teorías, todas fantásticas y estupendas en este fantástico y estupendo lugar, pero algunos de nosotros tenemos que volver y enfrentamos a unos superiores a los que les va eso del poder y que pasan olímpicamente de la autoridad, de los triángulos invertidos, y no digamos ya del amor, del respeto y de las cuentas bancarias de relaciones. ¿Qué se supone que hay que hacer si se trabaja para alguien así?

—Buena pregunta, Greg —dijo el profesor sonriendo—. Y estás totalmente en lo cierto. La gente de poder se siente por lo general amenazada por la gente de autoridad, lo cual quiere decir que la situación puede llegar a ser molesta. Puede incluso costarnos el trabajo. Sin embargo, hay pocos sitios donde no podamos tratar a la gente con amor y respeto, independientemente de cómo nos traten a nosotros.

—Se ve que no conoces a mi jefe —insistió el sargento. Simeón no tiró la toalla.

—Cuando trabajaba como líder empresarial, me llamaron muchas veces para hacerme cargo de empresas con disfunciones que tenía que poner a flote. Una de las primeras cosas que hacía siempre que llegaba a la empresa era llevar a cabo una encuesta sobre la actitud de los empleados para tomarle el pulso a la casa. Siempre las realizaba por departamentos, y a veces por turnos, para poder discernir mejor las áreas problemáticas. Hasta en las compañías más machacadas, las que peores resultados arrojaban, siempre encontraba algunos islotes donde reinaba la calma en medio del proceloso piélago. Por ejemplo, departamento de fletes, tercer turno, buenos resultados; departamento de salidas, segundo turno, buenos resultados; sala de informática, primer turno, buenos resultados. Cuando me aparecían en las encuestas buenos resultados en un área concreta, siempre iba a enterarme de qué pasaba en ese departamento y en ese turno. ¿Y con qué creéis que me encontraba sistemáticamente?

—Con un líder —respondió sencillamente la enfermera. —Bien puedes decir lo, Kim. A pesar del caos general, de la confusión, de las políticas de poder y de las disfunciones generalizadas que implica todo ello, siempre me encontraba con un líder que se había hecho responsable de su pequeña área de influencia y que había conseguido que, allí, las cosas funcionaran de otra manera. Por supuesto no estaba en su mano controlarlo todo, pero sí controlar su propio comportamiento día a día con la gente que tenía a su cargo, ahí abajo, en la bodega del barco.

—Es curioso que utilices el ejemplo del barco, Simeón —comenté—. Un empleado me dijo en cierta ocasión que los empleados se sentían con frecuencia como el personaje de Charlton Heston en Ben Hur. ¿Os acordáis del bueno de Charlton Heston, amarrado al banco de la galera, rema que rema, año tras año? Podía oír rugir la tormenta y sentir la colisión de las naves, pero nunca salir al puente a tomar el fresco o a darse un chapuzón. Y además, no olvidemos el retumbar incesante de los tambores que golpeaba aquel gordo sudoroso para mantener el ritmo de los galeotes… Bueno, el caso es que ese empleado me dijo que los trabajadores tienen muchas veces la impresión de estar así. Se pasan el día entero allá abajo, en la bodega y nunca asoman por el puente, ni les dice nadie qué pasa con el barco. De repente el capitán dice que le apetece hacer esquí acuático y, ¡hala, a acelerar el ritmo, que lo manda el capataz! Y cuando las cosas se ponen feas, el capitán da dos voces a los de abajo diciendo que hay que echar a unos cuantos por la borda para aligerar la carga. No es un panorama muy reconfortante.

Mi compañero de habitación dijo: —Tengo una vieja taza de café, recuerdo de otras épocas en la empresa, que lleva la siguiente inscripción:

No es mi trabajo gobernar el barco ni hacer sonar la sirena. Ni decir hasta qué lugar puede el barco llegar.

Al puente no puedo subir, ni siquiera tocar la campana,

pero si este cacharro se llega a hundir ¿quién creéis que se las carga?

—¡Es buenísimo! —dije entusiasmado——. ¡Tengo que conseguir una de esas tazas! Pero, a ver, aunque decida comportarme de esa forma, sigo teniendo cuarenta supervisores y puede ser que no quieran colaborar. No puedo crear ese entorno sin su ayuda. ¿Cómo demonios podré conseguir que todo el mundo colabore, Simeón?

—Eres tú quien impone las reglas —la respuesta del profesor fue inmediata—. Como líder, John, eres responsable del entorno en tu área de influencia y te han dado poder para llevar a cabo tus cometidos. Por lo tanto tienes poder para regular su comportamiento.

—¿Qué quieres decir con regular su comportamiento? —objeté—. ¡No puedes regular el comportamiento de otra persona!

—¡Ya lo creo que puedes! —me gritó el sargento—. En el Ejército lo hacemos continuamente, y estoy seguro de que también lo hacéis con los trabajadores de tu fábrica. Hay políticas y normas que todo el mundo tiene que seguir, ¿no? Están obligados a usar el equipo siguiendo determinadas normas de seguridad y a ir todos los días a trabajar, y a seguir todo tipo de códigos de conducta en el trabajo. Tú y yo nos pasamos todo el tiempo regulando comportamientos.

Odiaba tener que admitir que Greg tenía razón, pero era evidente que la tenía. Si un empleado del servicio al cliente empezaba a comportarse mal con un cliente, su trabajo estaba en peligro. Si los empleados no seguían nuestras reglas, se convertían rápidamente en ex—empleados. La regulación del comportamiento era constantemente una condición del empleo. De repente me vino a la memoria otro ejemplo de regulación de comportamiento por parte de la empresa.

—Mi padre —empecé a decir— fue supervisor de primer grado en la planta de montaje de Ford en Dearbon durante más de treinta años. A principios de los años setenta fui a trabajar con él un sábado por la mañana; iba convencido de que no estaría más de una hora en la fábrica y que volvería luego a la Facultad. ¡No os podéis imaginar lo que era aquello! La gente se chillaba, se insultaba, reñía… aquello era la jungla. Parecía que para ser nombrado «capataz del día» había que ser capaz de humillar públicamente a un empleado y conseguir a la vez soltar un mínimo de diez tacos por frase.

—Eso me resulta familiar —dijo el sargento, dirigiéndose a mí.

—Es que era un lugar bastante especial, Greg —le repliqué, dándome cuenta de que ya no me resultaba irritante—. Bueno, el caso es que uno de los mejores amigos de mi padre, otro supervisor, fue trasladado inesperadamente a Flat Rock, Michigan, para trabajar en una fábrica que formaba parte de un proyecto entre Mazda y Ford. En la primera semana como supervisor en esa fábrica, el amigo de mi padre cogió a un empleado haciendo algo incorrecto y le puso de vuelta y media delante de todos los compañeros de la línea de montaje. Incluso consiguió soltar unos cuantos tacos en una misma frase, ¡la clásica sesión de castigo al estilo Deaborn! Para su mayor desgracia, su director, que era japonés, fue testigo del incidente y le llamó inmediatamente a su despacho. Como sabéis, los japoneses tienen un especial pundonor, no pueden humillarse ante los demás… El director le dijo muy cortés y respetuoso al amigo de mi padre que aquel era el primer y último aviso que le daba respecto a ese tipo de comportamiento. Que si volvía a ver un comportamiento similar, o a tener noticias de ello, sería inmediatamente despedido. Este mismo supervisor trabajó otros diez años en la fábrica, hasta que se jubiló. Entendió el mensaje. Como tú dirías, Simeón, Mazda reguló su comportamiento.

—Magnífico ejemplo, John —me dijo el profesor—. Sin embargo, todos debemos tener presente que Mazda no cambió el comportamiento del supervisor. Lo cambió él mismo, porque entendió el mensaje. No podemos cambiar a nadie. Recordad el sabio dicho de los Alcohólicos Anónimos: «la única persona a la que puedes cambiar es a ti mismo».

La enfermera añadió: —Conozco a mucha gente que actúa como si realmente pudiera cambiar a los demás. Siempre están intentando arreglar a la gente, convertir les a su religión, rectificar sus mentes, lo que sea. Tolstoi dijo que todo el mundo quiere cambiar el mundo, pero nadie quiere cambiarse a sí mismo.

—¿No será esa la verdad, Kim? —asintió la entrenadora—. Si cada uno se limitara a limpiar el trozo de calle de su portal, no tardaría en estar toda la calle como los chorros del oro.

—Pero, Simeón, en nuestra condición de líderes podemos motivar a la gente para que cambie, ¿no? —preguntó el sargento.

—Mi definición de motivación es cualquier comunicación que influye en las elecciones que se hacen. Como líderes podemos crear la fricción necesaria, pero que la gente cambie depende de una elección que no está en nuestras manos. Recordad el principio del jardín. Nosotros no hacemos crecer las plantas. Lo más que podemos hacer es proporcionar el ambiente adecuado y la presión necesaria de forma que la gente pueda elegir cambiar y crecer.

Intervino la directora de escuela: —Algún personaje célebre, no recuerdo ahora quién era, dijo una vez que sólo hay dos razones para casarse: la procreación y la fricción.

—Esa es muy buena —dijo riéndose el pastor—. Sé de otro sitio donde también regulan el comportamiento. ¿Habéis estado alguna vez en el hotel Ritz Carlton?

—Sólo un rico predicador como tú puede permitirse alojarse en el Ritz —dijo sarcásticamente el sargento.

Haciendo caso omiso del comentario, mi compañero de habitación continuó:

—Una vez al año me permito la extravagancia de llevar a mi mujer al Ritz, que no queda lejos de mi casa, para una estancia de noche y desayuno especial. En cuanto pasas la puerta de un hotel Ritz, te das cuenta de que estás en un lugar especial. Me refiero a que la gente se desvive por satisfacer todas tus necesidades, y se puede palpar esa atmósfera de extraordinario respeto. Bueno, el caso es que, en una de esas veladas en el Ritz, después de cenar, estaba yo sentado en el bar tomándome un cóctel…

—¿Un pastor baptista trasegando copas en un bar? —intentó pincharle el sargento.

—Un zumo de limón para mi esposa y una Coca Light para mí, Greg. Bueno, digo que estaba yo atento a cómo se movían los dos camareros, asombrado del respeto que mostraban hacia los clientes y hacia sus propios compañeros. Estaba intrigado, suele pasarme, así que le pregunté a uno de ellos: «¿Qué pasa con vosotros, chicos?». Él me contestó educadamente: «¿Señor…?» «Bueno, ya sabéis», dije yo, «la manera en que tratáis a los clientes, y a vosotros mismos, tan respetuosa… ¿Cómo consiguen que lo hagáis?». Me contestó sencillamente: «Ah, aquí en el Ritz tenemos un lema: somos señoras y caballeros que servimos a señoras y caballeros». Le dije que era una frase muy ingeniosa, pero que no acababa de entenderle. Me miró fijamente a los ojos y dijo: «¡Si no nos comportamos así, no podemos trabajar aquí! ¿Hay algo más que no entienda?». Me eché a reír y le dije que le entendía perfectamente.

La entrenadora añadió: —Muchos de vosotros habréis oído hablar de Lou Holtz, el que fuera famoso entrenador del equipo de fútbol de Notre Dame. Holtz tiene fama de ser especialista en generar entusiasmo en los equipos que entrena. Y no me refiero sólo a los jugadores. Toda su gente, técnicos, secretarias, asistentes, hasta los chicos que se ocupan del agua están siempre llenos de entusiasmo, en cualquier equipo que entrene, y tiene una carrera espectacular… Bueno, a 10 que iba, una vez le preguntó un periodista: «¿Cómo consigues que toda tu gente sea siempre tan entusiasta?», Y Lou Holtz contestó: «Pues es muy fácil. Elimino a los que no 10 son».

CAPÍTULO SEISLa elección

Lo que creamos o lo que pensemos, al final no tiene mayor importancia. Lo único que realmente importa es lo que hacemos.

JOHN RUSKIN

El profesor me saludó con la cabeza cuando llegó a la capilla el viernes por la mañana y se sentó a mi lado. Estuvimos sentados en silencio unos cuantos minutos hasta que me hizo la pregunta habitual.

—Simeón, estoy aprendiendo tanto que no sé por dónde empezar. La idea de regular el comportamiento de mi equipo de supervisores, por ejemplo. Realmente es un concepto que tengo que considerar más seriamente.

—Cuando yo estaba en el mundo de los negocios, John, nunca consentí que el personal a mi cargo manejara extensos manuales del empleado, llenos de normas y procedimientos para regular el comportamiento de las masas. Me preocupaba mucho más el comportamiento del equipo directivo y el cómo regular el comportamiento de sus miembros. Si el equipo directivo va bien encaminado, el resto sigue de forma natural.

—Esa es una observación interesante, Simeón.

—A lo largo de mi carrera, me he encontrado con frecuencia con que, en las empresas con problemas, la gente siempre apunta al Chucky de turno que lleva la carretilla elevadora, o a algún otro tipo en el departamento de recepción y envíos, que, según ellos, son el problema. Nueve de cada diez veces, cuando tenía que hacerme cargo de una empresa en apuros, el problema estaba en las alturas.

—Es curioso que digas eso, Simeón, porque mi mujer…

—¿«El Loquero»? —dijo Simeón echándose a reír. —Me has interrumpido —bromeé—. Me parece muy poco respetuoso por su parte, señor.

—Perdona, John, no me he podido resistir. —Estás perdonado, Simeón. Como decía, mi mujer trabaja muy a menudo con familias con problemas, y en ellas parece establecerse la misma dinámica que tú has encontrado en la empresa. Los papás te traen a los niños diciendo: «¡Arregle a estos niños! ¡No hay quien pueda con ellos!». Por supuesto, ella sabe por experiencia que esa forma de comportarse es sólo el síntoma del problema de verdad, y le preocupa mucho más qué es lo que está pasando con los papás.

—Un sabio general dijo una vez que no hay pelotones flojos, hay líderes flojos. John, ¿tú crees que el plante sindical en la fábrica fue un síntoma?

—Sí, es posible… —repliqué sintiéndome culpable y deseando cambiar de tema—. Dime algo sobre esto de la praxis, que mencionaste ayer por la mañana. Dijiste que de los comportamientos positivos se derivaban sentimientos positivos. ¿Qué quiere decir eso exactamente?

—Ah. Sí, la praxis. Gracias por recordármelo. Generalmente se piensa que son nuestros sentimientos y nuestras ideas los que determinan nuestro comportamiento y, por supuesto, sabemos que así es. Nuestras ideas, sentimientos, creencias —nuestros paradigmas— tienen ciertamente mucha influencia sobre nuestros comportamientos. La praxis nos enseña que lo contrario también es cierto.

—No estoy seguro de entenderte, Simeón.

—Nuestro comportamiento también tiene una influencia sobre nuestras ideas y nuestros sentimientos. Cuando, como seres humanos, nos comprometemos a dedicar nuestra atención, nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y demás recursos a alguien o a algo, con el tiempo vamos desarrollando sentimientos hacia el objeto de nuestra atención. Los psicólogos dicen que catectizamos el objeto de nuestra atención, en otras palabras, nos apegamos a él, nos quedamos «enganchados». La praxis explica por qué los niños adoptivos son tan queridos como los naturales, y por qué nos enganchamos tanto a nuestros animales de compañía, al tabaco, a las labores de jardinería, a la bebida, a los coches, al golf, a la filatelia y a todas las demás cosas que nos llenan la vida. Nos apegamos a todo aquello a lo que prestamos atención, a lo que dedicamos tiempo, a lo que servimos.

—¡Hummm!… puede que sea eso lo que explique por qué ahora me gusta el vecino de al lado. A primera vista pensé que era el tío más repugnante que había visto en mi vida. Pero, con el paso del tiempo, a raíz de que no tuve más remedio que trabajar con él en algunos asuntos del jardín y del vecindario, empecé a apreciarle.

—La praxis funciona también a la inversa, John. En época de guerra, por ejemplo, se intenta deshumanizar al enemigo. Se les llama «Krauts», «Gooks», «Charlie», porque resulta más fácil justificar el hecho de matar los si antes se los deshumaniza. La praxis nos enseña también que si alguien no nos gusta, y además le tratamos mal, acabaremos odiándole cada vez más.

—A ver si te entiendo, Simeón. De acuerdo con la praxis, si yo tengo el compromiso de amar a los demás y dar lo mejor de mí mismo por ellos, y si actúo en consecuencia con ese compromiso, ¿con el tiempo se me habrán creado sentimientos positivos hacia esa gente?

—Así es, básicamente, John. «Fíngelo para hacerlo bueno», podríamos decir. Hubo un tipo llamado Jerome Brunner, un eminente psicólogo de Harvard, que dijo que es más fácil traducir nuestras acciones en sentimientos que traducir nuestros sentimientos en acciones.

—Sí —respondí—. Hay muchos, y yo el primero, que creen, y dicen, que en cuanto se sientan más motivados empezarán a comportarse de otra forma. Pero por desgracia, es frecuente que tal cosa no llegue a ocurrir nunca.

—Tony Campolo, el autor que Lee mencionó ayer, habla con frecuencia del poder de la praxis para restablecer matrimonios en dificultades. Asegura que la pérdida del sentimiento romántico, que tantas parejas experimentan previo al divorcio, se puede paliar de hecho si la pareja está dispuesta a resolverlo. Para conseguirlo, la pareja debe asumir un compromiso de treinta días. Él se compromete a tratar a su esposa como solía hacerlo cuando todavía estaba vivo el sublime sentimiento romántico, cuando la estaba cortejando. Debe decirle que es bellísima, comprarle flores, sacarla a cenar, etc. En resumen, debe hacer todas aquellas cosas que hacía cuando estaba «enamorado» de ella. A ella le toca algo parecido, debe tratar a su marido como si fuera un novio reciente. Tiene que decirle que es muy atractivo, hacerle sus platos favoritos…, esas cosas. Campolo asegura que las parejas suficientemente comprometidas como para llevar a cabo estas difíciles tareas, siempre consiguen que vuelvan los sentimientos. Eso es la praxis: los sentimientos que derivan de los comportamientos.

—Pero, Simeón, es que es durísimo dar el primer paso. Obligarse uno mismo a tratar con aprecio y respeto a alguien que no te gusta, o comportarse con amor hacia alguien que no es en absoluto amable, es un esfuerzo terrible.

—Desde luego que sí. Forzar y desarrollar los músculos emocionales tiene mucho que ver con forzar y desarrollar los músculos físicos. Al principio es difícil. Sin embargo, con disciplina y con un ejercicio adecuado, con la práctica, los músculos emocionales —como ocurre con los físicos— se desarrollan y adquieren un tamaño y una fuerza de la que no te haces idea.

Simeón no quiso dejarme ni una sola excusa en la que ampararme.

Estaba sentado en el aula, mirando por la ventana hacia el magnífico lago azul. Como de costumbre, se oía el ronroneo del fuego en la inmensa chimenea, donde se consumían, crepitando entre chasquidos, unos troncos de álamo blanco recién cortados. Era viernes por la mañana. ¿Cómo había pasado tan deprisa el tiempo?

El profesor esperó pacientemente hasta que dieron las nueve para empezar.

—He conocido muchos padres, esposas, entrenadores, profesores y otros líderes que no quieren asumir la responsabilidad que les corresponde en su papel de líder, ni las decisiones y comportamientos que ser un líder eficaz exige. Dicen, por ejemplo: «Empezaré a tratar a mis hijos con respeto cuando empiecen a portarse mejor», o «Me ocuparé de mi esposa cuando ella rectifique su manera de actuar», o «Escucharé a mi marido cuando tenga algo interesante que decirme», o «Daré lo mejor de mí mismo por mis empleados cuando me den el aumento de sueldo», o «Trataré dignamente a mi gente cuando mi jefe empiece a tratarme dignamente a mí». Todos hemos tenido ocasión de oírlo: «cambiaré cuando…» los puntos suspensivos se pueden sustituir a gusto de cada uno. Quizás lo correcto sería cambiar la afirmativa por una interrogativa: «¿Cambiaré… cuando.? ».

Me gustaría dedicar el último día completo que vamos a pasar juntos, discutiendo el tema de la responsabilidad y de las elecciones que hacemos. Como ya dije en nuestro debate del miércoles, yo creo que el liderazgo empieza por una elección. Algunas de estas elecciones conllevan asumir las abrumadoras responsabilidades que voluntariamente aceptamos, y hacer que nuestros actos sean consecuentes con nuestras buenas intenciones. Pero mucha gente no quiere asumir las responsabilidades que le corresponden y prefiere descargarse de ellas.

—Es curioso que digas eso, Simeón —dijo la enfermera—. Al principio de mi carrera, trabajé un par de años en la planta de psiquiatría de un gran hospital. Una de las cosas que descubrí rápidamente fue que la gente con problemas psicológicos padece con frecuencia de «trastornos de la responsabilidad». Los neuróticos asumen demasiada responsabilidad y creen que todo lo que pasa es culpa suya. «Mi marido es un borracho porque soy una mala esposa», o «Mi hijo fuma porros porque he fracasado como padre», o «El tiempo es malo porque no dije mis oraciones esta mañana». Por otro lado, la gente con problemas de trastornos del carácter, generalmente asume demasiada poca responsabilidad sobre sus actos. Dan por sentado que todo lo que va mal es por culpa de otro. «Mi hijo tiene problemas en la escuela porque los profesores son infectos», o «No puedo ascender en la empresa porque le caigo mal al jefe», o «Yo soy un borracho porque mi padre también lo era». Y luego tenemos los que están entre dos aguas, caracterópatas—neuróticos, que unas veces asumen demasiada responsabilidad y otras demasiado poca.

—¿Tú dirías que hoy en día vivimos en una sociedad más aquejada de neurosis que de trastornos del carácter, Kim? —indagó el profesor.

Antes de que pudiera contestar, el sargento intervino: —¿Estás de broma? —dijo casi gritando—, ¡en Estados Unidos tenemos tantos trastornos del carácter que somos el hazmerreír de todo el mundo! Nadie quiere aceptar nunca responsabilidades de nada. ¿Es que no os acordáis de lo del alcalde de Washington, ese que filmaron en vídeo fumando crack y dijo que era todo un complot racista? ¿Y que me decís de esa mujer que ahogó a sus dos hijos en el asiento trasero del coche, precipitándolo a un lago, y lo justificó diciendo que, de niña, había sido sometida a abusos deshonestos? ¿Y los chicos de la costa este que mataron a tiros a sus padres y esgrimieron también la «excusa del abuso»? ¿Y los fumadores que demandan a las compañías de tabaco, echándoles la culpa de su dependencia de los cigarrillos? ¿Y la «vidente» que demandó al hospital porque su TAC arruinó sus habilidades paranormales y por lo tanto su futuro potencial económico? Por no hablar de ese trabajador contratado por el ayuntamiento de San Francisco que les pegó un tiro al alcalde y al gerente municipal e invocó la defensa Twinkie… ¡Dijo que se encontraba en un estado de demencia transitoria debido a una ingesta excesiva de azúcar en comida basura! ¿Qué ha sido de la responsabilidad personal en esta sociedad?

—Creo —continuó el profesor— que uno de los problemas es que en este país nos hemos pasado un poco con lo de Sigmund Freud. Aunque el trabajo de Freud supuso una enorme contribución al campo de la psiquiatría, y hemos de estarle agradecidos, plantó también las semillas del determinismo, que le ha proporcionado a nuestra sociedad todo tipo de excusas para justificar malos comportamientos, permitiéndonos evitar la asunción de las responsabilidades de nuestras acciones.

—¿Podrías explicar qué es «determinismo», Simeón? —le pregunté.

—Llevado a sus últimas consecuencias, el determinismo significa que para cada suceso, físico o mental, existe una causa. Seguir la receta de un bizcocho sería la causa que previsiblemente produciría un efecto: el bizcocho. En la fábrica de vidrio donde tú trabajas, el calentar a determinada temperatura arena, cenizas y los otros ingredientes que uséis es la causa que producirá previsiblemente el efecto del vidrio fundido. De acuerdo con el determinismo estricto, conocidas las causas físicas o mentales, se puede predecir el efecto de las mismas.

—Pero —objetó el pastor—, si damos eso por bueno, llegamos a una paradoja en lo que se refiere a la creación del mundo, ¿o no? Quiero decir que si nos remontamos al primer momento del tiempo, a la fracción de segundo que precedió al Big Bang, ¿qué podría explicar esa causa primera? ¿Qué fue lo que creó ese primer átomo de helio, hidrógeno o lo que sea? La paradoja es que en algún punto de esa cadena de sucesos, hubo algo que tuvo que venir de la nada. y nosotros, los tipos religiosos, creemos que esa primera causa fue Dios.

El sargento masculló: —y tú no puedes dejar pasar un día sin sermón, ¿verdad, predicador?

—Tienes razón, Lee, la ciencia nunca ha podido resolver de forma satisfactoria esta paradoja de la causa primera —continuó el profesor—. Pero el determinismo, para cada efecto existe una causa, se ha considerado generalmente válido para todos los sucesos físicos, aunque incluso esto ha sido puesto en tela de juicio con las últimas teorías científicas. En cualquier caso Freud decidió dar un paso más en este sentido, aplicando este mismo principio a la voluntad humana. Freud mantiene que, en lo fundamental, los seres humanos no tienen posibilidad de elección, y que el libre albedrío no es más que una ilusión. Según él, nuestras elecciones y nuestros actos están determinadas por fuerzas del inconsciente que nunca podemos conocer del todo. Freud afirmaba que, si tenemos un conocimiento suficiente de la herencia y el ambiente de alguien, podemos hacer una predicción bastante acertada de su comportamiento, incluidas las elecciones personales que puede hacer. Sus teorías asestaron un golpe tremendo al concepto de libre albedrío.

La directora de escuela añadió: —El determinismo genético me permite echarle la culpa al abuelo por mis desastrosos genes, que explican por qué soy un borracho; el determinismo psíquico me permite echarle la culpa a mis padres por mi desgraciada infancia, la cual, por supuesto, me lleva a hacer siempre las peores elecciones en mi vida; el determinismo ambiental me permite echarle la culpa a mi jefe por hacer que la calidad de mi vida laboral sea tan lamentable, lo cual explica por qué me porto tan mal en el trabajo! Así que tengo miles de excusas para mi comportamiento. ¿A que es fantástico?

—La vieja naturaleza contra el argumento cultural —comentó la enfermera—. Creo que hemos aprendido que, aunque los genes y el ambiente tengan un efecto en nosotros, seguimos siendo libres de hacer nuestras propias elecciones. No hay más que fijarse en los hermanos gemelos. Nacen del mismo óvulo, así que tienen los mismos genes: naturaleza. Ambos crecen en el mismo hogar, al mismo tiempo: cultura. y sin embargo son dos personas distintas.

—¿Y qué me dices de esas hermanas siamesas que salieron en uno de los últimos números de la revista Life? ¿Visteis alguno el artículo? —preguntó el sargento.

—Creo que ahora se les llama gemelos conjuntos, Greg —le corrigió el pastor.

—Bueno, lo que sea —continuó el sargento—. El caso es que esas hermanas siamesas compartían el cuerpo, pero tenían dos cabezas completamente separadas. Lo realmente asombroso es que las dos niñas tenían personalidades muy distintas, con distintos gustos y manías, distintos comportamientos, y todo eso. Hasta sus padres decían que, aparte de compartir un tronco, eran dos personas completamente distintas.

—Aquí —insistió la enfermera— tenemos otra vez los mismos genes y el mismo "ambiente, y sin embargo gente distinta.

Simeón siguió diciendo:

—Son unos ejemplos fantásticos. Creo que os va a encantar este poema que os he traído. Es uno de mis favoritos, de autor desconocido, y se titula: «Nueva visión del determinismo», dice así:

Pedí hora al psiquiatra, para que me aclarara por qué aticé a mi novia y le partí la cara.

Me tumbó en su diván para ver qué encontraba y encontró lo siguiente tras mucho hurgar en mi profundo subconsciente: cuando tenía un año, mamá encerró mi osito en la maleta,

y en consecuencia soy un borracho majareta.

A los dos años vi a papá besando a la doncella lo cual explica mi gran «cleptomanía».

A los tres años, con mis hermanos sufría ambivalencia ¡Por eso mismo trato a mis novias con violencia! Ahora ya soy feliz porque me han dicho

¡Que siempre es culpa de otro, aunque sea un mal bicho!

¡Eh, libido! ¡Echa las campanas al vuelo, por el bueno de Freud!

La única que no se reía era la entrenadora, así que le pregunté:

—No parece convencerte mucho todo esto, Chris. ¿Qué es lo que te preocupa?

—No estoy tan segura de que tengamos tanta libertad de elegir. Por ejemplo, hay estudios que muestran sin lugar a dudas que los alcohólicos tienen más posibilidades de tener hijos alcohólicos. ¿Y no es el alcoholismo una enfermedad? ¿Cómo podéis decir que es algo que se elige?

—Buena pregunta, Chris —replicó el profesor—. Yo vengo de una familia muy afectada por el alcohol, y sé que tengo cierta predisposición hacia el alcohol, y que tengo que tener mucho cuidado con ello. De hecho, entre los veintitantos y los treinta y tantos el alcohol se llevó casi lo mejor de mi vida. Pero aunque yo pueda tener una predisposición a ese problema, ¿tiene algún sentido atribuirle a mi padre o a mi abuelo la responsabilidad de que yo sea un bebedor? Yo soy el que decide tomar esa primera copa.

Tenía ganas de decir algo, así que añadí: —Hace poco asistí a un curso sobre ética empresarial para ejecutivos, donde se nos hizo ver que la palabra «responsabilidad» contiene el término «habilidad» y el término «responder», significa capacidad para responder. En el curso aprendimos que estamos sometidos a todo tipo de estímulos: facturas, malos jefes, problemas conyugales, problemas con los empleados, problemas con los hijos, problemas con los vecinos, problemas con todo. No podemos evitar esos problemas, pero, como seres humanos, tenemos la capacidad de elegir la respuesta que les damos.

—De hecho —dijo el profesor hablando más deprisa—, la capacidad para escoger nuestra respuesta es una de las glorias del ser humano. Los animales responden de acuerdo con su instinto. La guarida que hace un oso de Michigan es igual que la de un oso de Montana, y el arrendajo azul de Ohio construye el mismo tipo de nido que el arrendajo azul de Utah. Lo que quiero decir es que podemos enseñar a Flipper a saltar a través de un aro en el acuario, pero es difícil atribuirle el mérito del entrenamiento; probablemente el delfín ni siquiera se da cuenta de ello, lo único que sabe es que al final de la exhibición tendrá la barriga llena de pescado.

El sargento asintió con la cabeza: —Sí, está el chico que vuelve de Vietnam en una silla de ruedas y se engancha a la heroína, completamente quemado, y el que vuelve de Vietnam en una silla de ruedas y se hace jefe del Departamento de Veteranos. El estímulo es el mismo, pero no se puede decir que la respuesta también lo sea.

El profesor siguió adelante: —Viktor Frankl, estoy seguro que algunos habréis oído hablar de él, escribió un famoso librito titulado El hombre en busca de sentido que os recomiendo vivamente. Frankl era un psiquiatra judío que se educó en la prestigiosa universidad de Viena, de la que más tarde fue profesor, la misma universidad en la que estudió Freud. Frankl fue un ferviente defensor del determinismo, igual que su ídolo y mentor, Sigmund Freud. Cuando llegó la guerra, Frankl fue internado en un campo de concentración durante varios años, le arrebataron sus bienes, perdió prácticamente a toda su familia y padeció terribles experimentos médicos a manos de los nazis. Sufrió terriblemente, desde luego el libro no es muy adecuado para almas sensibles. Pero, en medio de tanto sufrimiento, aprendió mucho sobre la gente y la naturaleza humana, y esto le llevó a reconsiderar su postura respecto al determinismo. Voy a leeros un pasaje de su libro:

Sigmund Freud dijo una vez: «Imaginemos un grupo de personas obligadas a pasar hambre por igual. A medida que aumente la imperiosa urgencia de comer, se irán desdibujando todas las diferencias individuales y en su lugar aparecerá la expresión uniforme de la única e inaplazable urgencia». Gracias a Dios, Freud no tuvo ocasión de conocer los campos de concentración desde dentro. Sus pacientes están recostados en un muelle diván de estilo victoriano, y no sobre la basura de Auschwitz. Pero, en Auschwitz, las «diferencias individuales» no sólo no se desdibujaban, sino que, muy al contrario, la gente se diferenciaba cada vez más porque todos acababan desenmascarándose, los santos y los cerdos…

El hombre, en última instancia, se determina a sí mismo. Acaba siendo lo que hace de sí mismo. En los campos de concentración, por ejemplo, en esos laboratorios vivos, en esos campos de pruebas fuimos testigos de cómo algunos de nuestros compañeros se portaron como santos, mientras que otros se portaban como cerdos. El hombre lleva en sí ambas potencialidades, cuál de las dos actualice depende de sus decisiones, no de las condiciones en que se encuentre.

Nuestra generación es realista, porque hemos llegado a conocer al hombre tal como es en realidad. Después de todo, el hombre es ese ser que inventó las cámaras de gas de Auschwitz; y sin embargo, es también ese ser que entró en esas cámaras de gas llevando la cabeza alta y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en los labios.

Pasados unos momentos, la directora de escuela dijo en voz baja:

—¡Anda que menudo cambio de paradigma! Figúrate un determinista empedernido diciendo: «El hombre, en última instancia, se determina a sí mismo y acaba siendo lo que hace de sí mismo», o eso de que lo que se actualiza en las personas «depende de sus decisiones, no de las condiciones». Es increíble.

Durante la sesión de la tarde, Simeón volvió a insistir sobre la importancia de la responsabilidad y la elección.

—Quisiera contaros una historia que me pasó hace unos sesenta años. Yo estaba en sexto grado, y mi profesor, el señor Caimi, dijo algo que me impresionó más que ninguna otra cosa que hubiera oído en mi vida. Los chicos en clase se estaban quejando porque tenían deberes y el señor Caimi dijo a voces: «¡Yo no puedo obligaros a hacer los deberes!». ¡Aquello desde luego nos pareció sorprendente! Luego siguió diciendo: «Sólo hay dos cosas en la vida que tenéis que hacer: Tenéis que morir y tenéis que…».

—¡Pagar los impuestos! —soltó el sargento. —Exacto, Greg, morir y pagar los impuestos. Bueno, ¡a mí me pareció lo más liberador que había oído en mi vida! ¡Menudo chollo! Porque, a ver, yo estaba en sexto grado, así que lo de morir me parecía muy remoto, y yo no tenía dinero, así que lo de los impuestos no iba conmigo. ¡Por fin libre! Así que de vuelta a casa, era martes, día de recogida de basura, me dice mi padre: «Hijo, por favor, saca la basura». Y yo le digo: «Un momento, papá, que el señor Caimi nos ha dicho hoy que sólo hay dos cosas en la vida que tenemos que hacer: morir y pagar impuestos». Nunca olvidaré su respuesta; me miró y me dijo en voz baja pero muy claro: «Hijo, me alegro de que aprendáis cosas tan útiles en la escuela. ¡y ahora, prepara el culo, porque acabas de decidir que quieres morir!».

Cuando cesaron las risas, el profesor continuó:

—Pero, sabéis, el señor Caimi no dijo toda la verdad ese día. Hay gente que decide no pagar impuestos. Mientras estamos aquí hablando, hay gente que está viviendo en los bosques del noroeste del Pacífico desde que acabó la guerra del Vietnam. Ni siquiera usan dinero, no digamos ya lo de pagar impuestos. Chicos, sólo hay dos cosas que tenéis que hacer en esta vida, tenéis que morir y tenéis que tomar decisiones. De eso no hay quien se libre.

—¿Y si decides que pasas de todo y que no haces ninguna elección, ni tomas ninguna decisión? —dijo el sargento desafiante.

La directora de escuela contestó: —El filósofo danés Kierkegaard dijo una vez que no tomar una decisión ya es una decisión. No hacer una elección es en sí mismo una elección.

—Bueno, pues entonces, ¿a qué viene tanta lección sobre la elección y la responsabilidad, Simeón? —insistió el sargento.

—Recuerda, Greg, dijimos que la vía de la autoridad y el liderazgo empieza con la voluntad. La voluntad consiste en las elecciones que hacemos para que nuestros actos sean consecuentes con nuestras intenciones. Estoy sugiriendo que, a la postre, todos tenemos que tomar decisiones respecto a nuestro comportamiento y tenemos que aceptar nuestras responsabilidades sobre estas decisiones. ¿Vamos a optar por ser pacientes o por ser impacientes? ¿Por ser amables o por ser antipáticos? ¿Por escuchar activamente o por limitarnos a estar callados a la espera de tener ocasión de hablar? ¿Por ser humildes o por ser arrogantes? ¿Por ser respetuosos o por ser ofensivos?, ¿generosos o egoístas?, ¿indulgentes o rencorosos?, ¿honrados o deshonestos?, ¿comprometidos o sólo implicados?

—Sabes, Simeón —dijo el sargento más tranquilo—, he estado pensando en ese comentario que te hice, a principios de la semana, sobre el comportamiento de amar que me parecía antinatural. Lee me llamó la atención sobre ello y me hizo ver que, de hecho, sí que elijo comportarme así cuando se trata de gente importante. Pero, realmente, no es algo que me salga naturalmente, y me agobio sólo de pensar en intentarlo también con la tropa. Sencillamente, es que no parece que esté en la naturaleza humana.

La directora de escuela dio una cita: —La naturaleza humana es «hacérselo encima» dijo una vez un experto.

—Bueno, ¡vaya con lo que sale!, ¿de dónde has sacado eso? —dijo el sargento con voz cansada.

—Del autor de Un camino sin huellas, un psiquiatra llamado M. Scott Peck, que da muchas conferencias —dijo Theresa riéndose—. Suena un poco grosero, pero creo que ilustra una gran verdad. Al niño pequeño, sentarse en el orinal le parece lo más antinatural del mundo. Es mucho más fácil hacérselo tranquilamente encima. Pero con el tiempo, este acto antinatural se convierte enseguida en un acto natural, en cuanto el niño empieza a practicar una autodisciplina y desarrolla el hábito de usar el orinal.

—Supongo que eso es igualmente válido para cualquier disciplina —apuntó la enfermera—. Sea usar el orinal, lavarse los dientes, aprender a leer y a escribir, y en la práctica para la adquisición de cualquier destreza, tenemos que disciplinamos para aprender. De hecho, ahora que lo pienso, la disciplina es enseñamos a hacer lo que no es natural.

—Fantástico, fantástico —exclamó el profesor—. Podemos disciplinamos para hacer lo que es antinatural, hasta que se convierta en algo natural y habitual. Y todos sabemos que el hombre es un animal de costumbres. ¿Os habéis fijado en que estáis sentados exactamente en el mismo sitio que ocupasteis en la primera sesión del domingo?

—Tienes razón, Simeón —dije, sintiéndome un poco tonto.

El profesor siguió adelante: —Puede que alguno de vosotros conozca lo de las cuatro etapas en el desarrollo de nuevos hábitos o destrezas. Estas etapas se aplican al aprendizaje de hábitos buenos y malos, destrezas buenas y malas y comportamientos buenos y malos. Os diré para animaros que estas etapas se aplican perfectamente al aprendizaje de nuevas destrezas para el liderazgo.

Simeón fue hasta la pizarra y escribió:

Primera etapa: Inconsciente e inexperto.

En esta etapa se desconoce el comportamiento o hábito en cuestión. O sea, antes de que tu madre quiera que utilices el orinal, antes de haber tomado la primera copa, o de haber fumado el primer cigarrillo, antes de aprender a esquiar, a jugar al baloncesto, a tocar el piano, a escribir a máquina, a leer, a escribir, antes de lo que sea. Es esa etapa en la que no se es consciente o no se está interesado en aprender esa nueva destreza en la que, por supuesto, se es inexperto.

Simeón se volvió a la pizarra y escribió:

Segunda etapa: Consciente e inexperto.

Esta es la etapa en que eres consciente de un nuevo comportamiento, pero aún no has desarrollado las destrezas necesarias. Cuando tu madre empieza a sugerirte utilizar el orinal; cuando ya has probado el primer cigarrillo o la primera copa, que tan mal te supo; cuando te has puesto unos esquís; has intentado encestar la pelota; o te has sentado al piano o a la máquina de escribir por primera vez. Todo resulta muy raro, muy antinatural y, tal vez, algo intimidatorio. Como decías hace un momento, Greg, ahora mismo la idea de aplicar y practicar esos principio te da un poco de miedo, precisamente porque estás en esta etapa. Pero, si sigues con ello, pronto avanzarás a la siguiente etapa.

Simeón se dio la vuelta y escribió:

Tercera etapa: Consciente y experimentado.

En esta etapa ya has adquirido las destrezas y te encuentras cada vez más a gusto con el nuevo comportamiento o con las nuevas técnicas. Esta es la etapa en que el niño ya sólo tiene algún «accidente» de vez en cuando; cuando los cigarrillos y el alcohol nos saben bien; cuando lo de esquiar ya no es tan difícil; cuando alguien con el potencial de Michael Jordan es todavía consciente de su forma, pero está empezando a automatizar sus movimientos, y cuando el mecanógrafo o la pianista ya no tienen que mirar casi nunca el teclado. En esta etapa «te estás haciendo con ello». ¿Cuál creéis que es la última etapa en la evolución del desarrollo de nuevos hábitos?

—Inconsciente y experto —contestaron tres a la vez. —Exacto —dijo el profesor, y escribió:

Cuarta etapa: Inconsciente y experto.

Esta es la etapa en que ya no tienes que volver a pensar en ello. Cuando lavarte los dientes o usar el baño por la mañana es la cosa más «natural» del mundo. Es la etapa final del alcohólico y del fumador empedernido, cuando prácticamente no son conscientes de su comportamiento, de su hábito. Es cuando bajar esquiando por la ladera de una montaña resulta tan natural como andar por la calle. Esta etapa describe como está Michael Jordan en la cancha. Muchos comentaristas deportivos han notado que Michael actúa de manera «inconsciente» en la cancha, lo cual es una descripción mucho más cercana a la realidad de 10 que ellos probablemente piensan. Y es que es cierto, Jordan no tiene que pensar sobre su forma o su estilo, porque se ha vuelto natural en él. Esta etapa encaja también con el mecanógrafo experto que va a toda velocidad, o con la pianista que no tiene que pensar ya en qué tecla tiene que dar cada uno de sus dedos. Han conseguido que les resulte «natural». Greg, esta es la etapa en que los líderes han conseguido incorporar esos comportamientos a sus hábitos, a su verdadera naturaleza. Son los líderes que no tienen que intentar ser buenos líderes, porque ya son buenos líderes. En esta etapa un líder no necesita intentar ser buena persona, porque es buena persona.

—Suena como si estuvieras hablando de conformar un carácter, Simeón —sugerí yo.

—Exactamente, John —confirmó el profesor—. El liderazgo no es una cuestión de personalidad, posesiones o carisma, sino de lo que tú eres como persona. Durante una época pensé que el liderazgo era cuestión de estilo, pero ahora sé que es cuestión de sustancia, es decir de carácter.

—Sí, si te paras a pensarlo —intervino mi compañero de habitación—, entre los grandes líderes se han dado personalidades y estilos muy diferentes. Pensad en lo diferentes que eran el general Patton y el General Eisenhower, Vince Lombardi y Tom Landry, Lee Iacocca y MaryKay, Franklin Roosevelt y Ronald Reagan, o Billy Graham y Martin Luther King. Sin duda tienen estilos muy distintos, pero todos son verdaderos líderes. Tienes razón, Simeón, debe haber algo más que estilo y tire de rollo en esto.

Simeón añadió: —Las obras de amor y liderazgo son asunto de carácter. Paciencia, simpatía, humildad, generosidad, respeto, indulgencia, honradez y compromiso son aspectos del carácter, o hábitos, que han de ser desarrollados y madurados si queremos convertimos en líderes de éxito y aguantar la prueba del tiempo.

—Siento colocaros otra cita —dijo la directora de escuela—, pero hay un viejo dicho sobre la causa y el efecto, que estoy segura de que les gustaría mucho a los deterministas, y que viene como anillo al dedo: «las ideas se convierten en actos, los actos en nuestro carácter y nuestro carácter en nuestro destino».

—Por Dios, Theresa, me encanta —aseguró el pastor. —Sí, sí, alabemos al Señor —masculló el sargento, cerrando la sesión.

CAPÍTULO SIETELos resultados

Todo esfuerzo disciplinado tiene una recompensa múltiple.

JIM ROHN

Eran las cinco menos diez de la última mañana que iba a pasar con el profesor y me encontraba en silencio a su lado.

De pronto se dio la vuelta hacia mí y me preguntó: —De todas las cosas que has aprendido esta semana, ¿cuál te parece la más importante, John?

—No estoy seguro, pero creo que el verbo «amar» tiene algo que ver con ella —repliqué de inmediato.

—Has aprendido bien, John. Hace mucho tiempo había un letrado, solían llamarlos escribas, que preguntó a Jesús cuál era el mandamiento más importante del judaísmo. Tienes que entender el contexto; el judaísmo llevaba siglos de evolución y todo estaba registrado en miles de rollos, ¡pero este letrado quería saber sólo una cosa: la más importante de toda la religión! y Jesús quiso complacerle. Le dijo simplemente que era amar a Dios y al prójimo.

—Así pues, ¿amar es incluso más importante que ir a la iglesia o seguir determinadas reglas?

—He descubierto que, desde luego, estar amparado por una comunidad amante en el viaje de la vida es importante, pero que el amor es infinitamente más importante.

Un antiguo y sabio cristiano, llamado Pablo, escribió hace casi dos milenios que, al final, sólo importaban tres cosas: fe, esperanza y amor. Creo que si sigues el amor irás por buen camino, John.

—Sabes, Simeón, no nos has estado predicando ni has intentado imponer tus creencias religiosas a ninguno de nosotros. i Yeso que eres un monje! Al principio, cuando llegué aquí, estaba asustado de que me sermonearan.

—Creo que fue Agustín quien dijo que debemos predicar el Evangelio allá donde vayamos y usar las palabras sólo cuando es necesario.

—Sí, bueno, me figuro que realmente no necesitas palabras. Tu vida es un ejemplo para todos nosotros. Quiero decir que eres un modelo de generosidad, dejándolo todo para venir aquí a servir…

—Muy al contrario, John. Son muchas las razones egoístas por las que decidí servir y vivir aquí. El servicio, el sacrificio personal y la obediencia al abad y a las órdenes obran maravillas en mi naturaleza tan egotista. Cuanto más consigo rebajar mi ego y mi soberbia, más gozo tengo en la vida. John, ¡mi gozo es absolutamente inefable y estoy aquí egoístamente tratando de conseguir más!

—Desearía tener una fe como la tuya, Simeón. Pero la fe, el liderazgo, el amor y todas esas cosas de las que hemos hablado esta semana son muy naturales para ti, pero tan difíciles para mí…

—Recuerda, John, las cosas no son siempre lo que parecen. Al principio a mí también esas cosas me eran extrañas y difíciles. Sólo Dios sabe lo que he luchado, y sigo luchando hoy en día para negarme a mí mismo y dar lo mejor de mí a los demás. Pero he de admitir que ahora me resulta más fácil porque tengo ya el hábito adquirido y no tengo que pensar en ello. Y Jesús me ha ayudado en esta vía.

—Bueno, por eso preguntaba. Puedo aceptar que estés convencido de que Jesús te ayuda. Pero supongo que necesitaría una prueba algo más sólida. Desgraciadamente para mí, tú no puedes probar la existencia de Dios.

—Tienes razón, John. Yo no puedo demostrarte empíricamente la existencia de Dios, del mismo modo que tú no puedes demostrarme empíricamente que Dios no existe. Y sin embargo veo la evidencia de Dios allá donde ponga los ojos. Tú ves un mundo diferente cuando miras a tu alrededor. Acuérdate de lo que hablamos uno de estos días, no vemos el mundo como es, vemos el mundo como somos.

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