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Estado de Bienestar y sistema público de pensiones: razones de la crisis

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Partes: 1, 2

    1. El Estado de Bienestar

    Al finalizar la segunda Guerra Mundial se inició un proceso de enorme acumulación de capitales que proporcionó crecimiento económico y prosperidad durante un largo periodo, primero en Estados Unidos y después en las demás economías occidentales. La expansión de las actividades productivas de todo tipo y la obtención de niveles de beneficios elevados permitieron el suministro de una amplísima y remozada gama de bienes y servicios que hizo posible la satisfacción de necesidades cada vez más amplias y en todas las capas de la población.

    En el campo occidental, Estados Unidos no sólo terminó la guerra con su aparato productivo y civil prácticamente intacto, a diferencia de otras potencias como Japón, Alemania o el Reino Unido, sino que disfrutó además del enorme poderío que proporcionaba el predominio comercial y la capacidad para financiar la reconstrucción de las economías aliadas.

    A finales de los años cuarenta, por ejemplo, Estados Unidos, cuya población representaba el 6 por cien de la población del planeta, tenía un PNB equivalente al 50 por cien mundial, controlaba el 60 por cien de la producción de todo el mundo, el 32,5 por cien del comercio internacional, casi el 50 por cien del total de las inversiones directas extranjeras internacionales y disponía del 80 por cien de las reservas de oro existentes en el mundo.

    A pesar de que las dispares posiciones de partida de las diferentes naciones del bloque occidental puede decirse que se produjo una coincidencia fundamental de intereses estratégicos entre ellas a la hora de establecer los mecanismos financieros y comerciales más efectivos para hacer posible la reconstrucción y la satisfacción de la enorme demanda que ésta generaba. Gracias a ello fue posible que se alcanzaran acuerdos sobre el régimen del comercio internacional y sobre los sistemas de pagos que al mismo tiempo que permitían multiplicar los intercambios consolidaba a Estados Unidos como economía dominante.

    En agosto de 1944 se firmaron los acuerdos de Bretton Woods que consolidarían al dólar como moneda internacional de reserva. Un año más tarde se creaba el Fondo Monetario Internacional que establecería las normas del sistema monetario internacional y prestaría asistencia financiera y asesoramiento a los gobiernos, y en donde Estados Unidos vuelve a tener una posición de claro predominio gracias, entre otras cosas, a que se reservó el derecho de veto.

    En el mismo año se constituyó el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (Banco Mundial) que facilitaría la inversión necesaria para la recuperación económica. En 1947 se firma el Acuerdo General sobre Aranceles de Aduanas y Comercio (GATT) que regulará el comercio internacional y ese mismo año se anuncia el Plan Marshall de ayuda financiera estadounidense a Europa. El Plan se iniciará un año más tarde cuando se constituye la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE) que canalizará sus ayudas y cuando se logra el I Acuerdo Intraeuropeo de Pagos, que culminará en 1950 con la Unión Europea de Pagos como mecanismo de compensación multilateral de los saldos comerciales y dotado de un sistema de crédito que permita su liquidación.

    Todos estos organismos constituían el soporte institucional que permitía el predominio político de los intereses de Estados Unidos y los conformaba como gran potencia de la economía mundial.

    En lo económico, eso se hacía posible gracias a que la actividad económica se organizaba por y para la fortaleza de la moneda norteamericana. El dólar era la única divisa que tenía el respaldo suficiente y, en consecuencia, podía ser automáticamente convertible en oro. Por ello, las operaciones comerciales de los países se realizaban en dólares y los bancos centrales no ponían objecciones para almacenar la moneda norteamericana para hacer frente a sus compromisos de pago.

    Además, sólo la industria estadounidense estaba en condiciones de proporcionar una gran parte de los bienes y servicios que el resto del mundo demandaba. Eso permitía que Estados Unidos pudiera acumular superávits en su balanza por cuenta corriente suficientes para realizar enormes inversiones en los demás países.

    Ambas circunstancias generaban una enorme demanda de dólares que cotizaba al alza su valor en los mercados y hacían posible la masiva penetración de capital norteamericano, tanto en forma de empresas multinacionales como de inversiones directas. Mientras que en 1925 las cien mayores empresas norteamericanas representaban el 34,5 por cien de los activos industriales mundiales, a finales de los años sesenta alcanzarían el 60 por cien.

    La afluencia de capitales norteamericanos y la solidez del proceso de reconstrucción emprendido en el resto de las naciones propiciaron una expansión económica sin precedentes en el mundo occidental que se manifestó en índices de crecimiento económico superiores al 4,5 por cien y cercanos al 4 por cien en la producción per capita (que tiene en cuenta el incremento demográfico) para el conjunto de los países occidentales.

    La economía norteamericana se convertía así en una auténtica locomotora que arrastraba tras de sí al conjunto de las economías occidentales.

    Por su parte, éstas últimas generaban una demanda en continuo crecimiento y a ésta se le podía hacer frente de manera rentable gracias a que los sucesivos aumentos de la productividad permitían satisfacer, al mismo tiempo, las reivindicaciones obreras y el deseo de rentabilidad de las empresas. Y todo ello generaba un contexto de amplio consenso social gracias al cual el proceso de acumulación de capitales se llevaba a cabo sin demasiados conflictos sociales.

    La amplitud de los mercados recién abiertos, las ganancias de productividad que era posible obtener con una clase trabajadora satisfecha por el alto nivel de empleo y por un nivel de salarios que le permitía descubrir por vez primera las bondades del consumo que comenzaba a hacerse masivo, los altos beneficios de los que disfrutaban las empresas y la disposición de energía y materias primas baratas eran el origen de unos auténticos años gloriosos que dieron lugar a lo que luego fue calificado como un verdadero "círculo virtuoso": el aumento de la producción favorece una demanda creciente que hace posible la expansión de la producción que impulsa de nuevo la demanda…y así sucesivamente.

    A lo largo de los años cincuenta y sesenta se consolida este estado de cosas y se permite alcanzar una situación social y económica que se ha conocido como Estado del Bienestar y cuyas características más importantes conviene comentar con algún detenimiento.

    En primer lugar, se produjo un proceso de permanente expansión de la demanda. Inicialmente, este proceso vino desencadenado por la necesaria reconstrucción de las economías y las sociedades que habían padecido la guerra mundial. La construcción, las infraestructuras y el equipamiento doméstico constituyeron los ámbitos de inversión generalizada, a rastras de los capitales norteamericanos inicialmente y con los propios recursos europeos más adelante.

    La presión poderosa de la demanda hacía posible que se realizase la producción sin problemas, lo que constituía el mejor estímulo para llevar a cabo nuevas y más potentes inversiones adicionales que garantizaban el pleno empleo y el mantenimiento de unos ritmos de crecimiento económico antes casi desconocidos en las economías occidentales.

    Mientras que las empresas podían realizar su producción gracias al consumo masivo, se hacía necesario que los gobiernos se hicieran cargo a su vez del consumo colectivo y especialmente de una parte del salario en forma de salario social (educación, sanidad, enseñanza,…) que es gravoso para el capital privado pero cuya disposición es imprescindible para garantizar el ritmo de crecimiento y la contribución efectiva del trabajo a la producción.

    Esa fue entonces la causa directa del nacimiento y expansión de un sector público que garantizaba la acumulación (haciéndose cargo de la inversión más costosa para el capital privado) y que favorecía, al mismo tiempo, la satisfacción y el clima adecuado de paz social.

    Una segunda característica (muy importante como veremos después para comprender la causa de la crisis del sistema) fue que las líneas de producción se organizan para hacer frente a una demanda de esas características, es decir de consumo generalizado y masivo.

    La producción de mercancías era una producción de grandes cantidades, de productos en serie, estandarizados y sin apenas diferenciación porque se destinaban a satisfacer la necesidad de un equipamiento hasta ese momento inexistente. Los productos eran útiles y demandados por sí mismos, dada la carencia previa de todos ellos. La calidad, por lo tanto, no era un requisito adicional especialmente necesario, como tampoco lo era la incorporación de valores añadidos por causa del diseño o la especificidad. La mejor publicidad de los mismos era su propia existencia y todo ello -unido a la amplitud de las series- abarataba considerablemente la producción y la distribución.

    En tercer lugar, hay que tener en cuenta que, a pesar de la bonanza económica y de que el clima de paz social permitía la rentabilización de la producción y las alzas salariales, los ingresos del día nunca estaban en condiciones de permitir la adquisición de equipamientos duraderos de manera permanente. Y esto es extensivo tanto a las economías domésticas como a las propias empresas.

    En su virtud se desarrolló un amplísimo y generalizado sistema de crédito -especialmente de crédito al consumo- que incentivó el endeudamiento gracias a que la estabilidad económica permitía mantener una política de tipos de interés muy atractivos.

    Todo ello garantizaba, en cuarto lugar, que el clima social fuese de consenso y de ausencia de conflictos. Lo que luego se llamaría la sociedad del bienestar era la expresión de una situación en donde la aspiración del consumo era tan fuerte como para garantizar la disciplina laboral y colectiva en general que hacía posible que las reivindicaciones salariales (que no dejaron de darse) pudieran ser atendidas gracias a los aumentos -superiores- en la productividad.

    Se puede decir, por lo tanto, que se trataba de un modelo de acumulación garantizado por el consumo generalizado, por los costes reducidos de los insumos productivos distintos del trabajo, por el pleno empleo y por el fuerte protagonismo del gasto público, todo lo cual hacía posible el mantenimiento de tasas de crecimiento prácticamente autosostenidas.

    Gracias a todo ello, las alzas salariales no ponían en peligro los beneficios y eran, al mismo tiempo, la coartada más efectiva para lograr el consenso y el incremento permanente del consumo que autosostenía el crecimiento económico.

    Naturalmente, todos estos cambios en las relaciones productivas ocasionaron también profundas mutaciones en las relaciones sociales. Las sociedades occidentales habían terminado exhaustas una guerra que había ocasionado cincuenta millones de muertos y cifras también millonarias de desaparecidos y de ciudadanos con todo tipo de secuelas. La rápida generación de empleo, el establecimiento de los niveles de salarios que permitían hacer frente con holgura a las necesidades domésticas más dispares y la universalización de los servicios públicos de toda naturaleza forjaron un tipo de ciudadano satisfecho con su destino y plenamente confiado en un estado de cosas que parecía garantizarle la satisfacción de todas sus necesidades.

    Una sociedad bajo estas condiciones proporcionaba suficiente atractivo material para gozar de una elevada legitimación; y la posibilidad de garantizar el consumo masivo a través del salario era una razón sobrada para disciplinar el trabajo en los talleres y conseguir la paz laboral y la cooperación entre el capital y el trabajo necesarias para que pudieran conseguirse incrementos en la productividad sin provocar el empobrecimiento que había sido característico de épocas anteriores.

    La fábrica podía dejar de ser el lugar de la rebelión para convertirse en el espacio de donde surgía el consenso que luego se convertía en la mayor de las tolerancias en la vida íntima y ciudadana.

    A todos eso contribuyó muy eficazmente el que en estos años se iniciara, en el contexto de expansión del consumo ligado a la vida familiar, la producción y venta generalizada de aparatos de radio y televisión y, junto a ellos, de todos los soportes convencionales que permiten el uso y la distribución masiva de las mercancías culturales de todo tipo.

    Se consolidaban así las industrias culturales que vivieron un proceso de expansión y capitalización impresionante a lo largo de los años sesenta y setenta.

    Los productos culturales de todo tipo se incorporaban de esa forma al mundo del intercambio. Y ello fue un fenómeno de gran trascendencia, no sólo porque se abría una nueva vía de rentabilización de los capitales, sino porque, además, se ponían las bases para el control del consenso gracias a la uniformización de las mentalidades. Lo que fue posible gracias al consumo cultural generalizado de los productos banales que hacen que aparezca y se consolide lo que RIESMANN llamó el "espectro de la uniformidad".

    2. Las sombras del bienestar capitalista

    Las condiciones en que se procedía a la acumulación de capitales que acabo de señalar permitieron avanzar hacia la que se llamaría la "sociedad del bienestar", en la que gracias a la lucha contra el desempleo, a la provisión universalizada de bienes públicos y a la garantía de un nivel de vida mínimo para los ciudadanos todos estos podrían dar cuenta de sus necesidades y sentirse satisfechos.

    Sin embargo, ni tan siquiera el alto ritmo de crecimiento económico, la paz social y el frenético impulso de una sociedad de consumo que centraba las expectativas ciudadanas en la disposición de mayor número de objetos podían ocultar las situaciones de desequilibrio, de desigualdad y de carencia que, a pesar de todo, se iban fraguando en el substrato de las economías. Y ello tendrá mucho que ver con lo que después sucediera.

    3. Mercados concentrados, intercambios desiguales

    La expansión económica de la postguerra no se llevó a cabo en las condiciones de libertad y competencia que los teóricos suelen considerar como propias de las economías capitalistas. Todo lo contrario. Ya desde la propia guerra (gracias a que los programas armamentistas fueron reservados a las más grandes empresas de entonces, lo que les permitió alcanzar mayores dimensiones y más capacidad de penetración futura en los mercados) y muy destacadamente a lo largo de los años cincuenta y sesenta se consolidó un enorme y vertiginoso proceso de concentración industrial en todas las economías occidentales. Así, mientras que entre 1929 y 1947 la participación de las cien firmas más importantes en el control de los activos netos de capital de la industria manufacturera en Estados Unidos había pasado tan sólo del 44 por cien al 46 por cien, en 1962 llegó a ser del 62 por cien.

    Estos procesos de concentración provocan, como es evidente, una pérdida de competencia en los mercados, y favorecían la aparición de fuertes tensiones sobre los precios, ya que la empresa que goza de poder de mercado no ha de competir fundamentalmente a través de ellos. Además, van acompañados normalmente del fenómeno de la transnacionalización.

    Las empresas nacionales poderosas que actúan en régimen de monopolio u oligopolio pronto suelen encontrar pequeños sus mercados nacionales y, puesto que disponen de economías de dimensión y recursos suficientes, pueden localizarse en diversos lugares, allí donde encuentren costes más bajos y mercados más amplios.

    Al amparo de la liberalización de los capitales que hace posible la inversión internacional, y que había sido garantizada por los acuerdos que regulaban el comercio internacional a lo largo de los años cincuenta y sesenta, se generó una tupida red de intereses empresariales transnacionales. A su cabeza se encontrarían las empresas norteamericanas, cuya inversión exterior pasó de 11.000 millones de dólares en 1950 a 86.000 millones en 1971, llegando a suponer un 26 por cien del comercio internacional mundial en ese mismo año.

    Esta creciente transnacionalización crea, como dijo HYMER una auténtica "clase capitalista internacional" cuyos intereses no pueden ser otros que tratar de organizar las relaciones económicas internacionales con el único objetivo de incrementar sus beneficios y para ello no dudaron en poner a su servicio a los organismos económicos internacionales.

    Ambos fenómenos -sobre los que descansó el crecimiento económico logrado en los años gloriosos de la postguerra- contribuyeron a generar una dinámica de desequilibrio y de progresiva falta de competencia que provocaría, durante esos mismos años, la apertura de una enorme brecha entre quienes -dentro o fuera de las fronteras nacionales- estaban en condiciones de disfrutar de un poder de decisión privilegiado sobre los intercambios y los que, al quedar excluídos de la propiedad del capital, no podían ser dueños auténticos de su destino.

    Esto último fue especialmente acusado en la relación entre las naciones más ricas y las más pobres o subdesarrolladas.

    Indudablemente, el crecimiento económico de los países adelantados produjo un cierto efecto de arrastre sobre las economías más pobres. De hecho, el Producto Interior Bruto de América Latina y Africa creció a una media anual del 4,9 por cien entre 1950 y 1973, algo mayor incluso que el correspondiente a las economías occidentales más avanzadas en su conjunto. Sin embargo, si se tiene en cuenta el crecimiento demográfico, resulta que el Producto Interior Bruto per capita tan sólo creció a una media anual del 2,1 por cien, es decir, casi la mitad del índice correspondiente a los países occidentales más ricos.

    Además, cuando se contempla de manera desagregada el crecimiento de las economías subdesarrolladas se comprueba que ese fue muy desigual según los distintos países que constituían lo que se llamó el Tercer Mundo. Y es que dentro de éste se incluían economías que lograron alcanzar pronto un cierto nivel de industrialización -como Corea del Sur, Singapur, Hong Kong, Brasil o Méjico- mientras que la mayor parte –India, Indonesia, Bangladesh… y casi toda Africa- pasaron a formar el Sur más pobre y desindustrializado.

    Hay que tener en cuenta que el enorme crecimiento del comercio internacional de postguerra se realizó sobre las bases de un sistema de intercambios muy desigual.

    Mientras que las economías del Norte desarrollado se especializaban en la producción de manufacturas, los países subdesarrollados no disponían de estructura industrial (ni de posibilidades de crearla en tanto pudieran ser competitivas con las de las potencias coloniales o ex-coloniales que no dejaron de tener una enorme influencia en los nuevos Estados) y eso les convertía en productores de materias primas cuyos precios de exportación evolucionaban permanentemente por debajo de los correspondientes a las manufacturas. Además, a partir de los años cincuenta se registró un proceso continuado de sustitución por los países desarrollados de las materias primas por productos sintéticos que, al reducir el volumen de transacciones, desequilibró aún más la balanza comercial entre ambos mundos.

    De ahí que la relación de intercambio entre productos industriales del norte y materias primas del Sur fuese siempre favorable a los primeros y en perjuicio de los más pobres. Tan sólo entre 1951 y 1960 la relación de intercambio empeoró para los países subdesarrollados en un 16 por cien. Mientras que los precios de las materias primas subieron un 7,2 por cien, los de las manufacturas se elevaron un 24,8 por cien.

    Por si eso fuera poco, el auténtico patrocinio que los organismos económicos internacionales ejercían a favor de los intereses de los países ricos favorecía la penetración de los productos del Norte y dificultaba la industrialización del Sur. Ayudando a consolidar las grandes áreas de influencia de las economías desarrolladas, permitían que los países ricos crearan mercados cautivos mediante el establecimiento de todo tipo de barreras proteccionistas, lo que provocaba, a la postre, que se desarrollara más el comercio entre los países ricos que entre éstos y los subdesarrollados.

    Eso explicó que de 1950 a 1972 la participación de las exportaciones de los países subdesarrollados en el total mundial bajara del 31,2 por cien al 17,4 por cien, mientras que la relativa a los países occidentales aumentara del 60 por cien al 72,3 por cien. Lo que es especialmente grave si se tiene en cuenta que los países ricos dependen mucho menos de las exportaciones que los países pobres. Las exportaciones de Estados Unidos, por ejemplo, que en 1970 constituían el 16 por cien del total mundial, sólo representaban el 5 por cien de su PNB.

    4. Desigualdad personal

    A pesar de que el contexto doctrinario y político era de exaltación de los logros del crecimiento económico y del bienestar conseguido, algunos comenzaron a preguntarse "si el doblar el nivel de vida significa que aquellos que tengan un coche poseerán dos y que los que no tienen ninguno continuarán sin poseerlo". El más tarde Premio Nobel de Economía G. MYRDAL había notado que "la tendencia de los cambios en curso conduce a atrapar en la capa inferior de la sociedad una subclase de personas y familias desempleadas y gradualmente inempleadas y subempleadas".

    Se daba por hecho en el discurso convencional que se había producido una gran redistribución de la renta y la riqueza, pero lo cierto era que la desigualdad social en el mundo era efectivamente palpable si se tiene en cuenta que, en 1963, al 10 por cien más pobre de la población mundial le correspondía el 2 por cien del consumo total, mientras que el 10 por cien más rico disfrutaba del 33 por cien.

    Según un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Sussex y por el Centro de Investigación para el Desarrollo del Banco Mundial el 40 por cien de la población con menores ingresos disponía en 1971 tan sólo del 16 por cien del ingreso total en los países desarrollados y del 12,5 por cien en los subdesarrollados -en la mitad de estos el porcentaje se reducía al 9 por cien-.

    Por otro lado, los estudios sobre la extensión de la pobreza en el mundo revelaban que ésta era un fenómeno extendido tanto en los países pobres -en mayor medida- como en los propios países ricos.

    Tomando en consideración un conjunto de países cuya población representaba el 60 por cien de la del mundo subdesarrollado, AHLUWALIA calculó que si se tomase como "umbral de pobreza" unos ingresos anuales per capita de 75 dólares el porcentaje de población pobre en 1969 sería del 17,4 por cien en América Latina (42,5 millones de personas), del 57,2 por cien en Asia (499,1 millones), del 43,6 por cien en Africa (36 millones) y del 48,2 para el conjunto (578,2 millones).

    En Francia y en Estados Unidos el nivel de pobreza sobre el total de la población venía a ser en 1962 del 20 por cien (10 y 35 millones de personas respectivamente); en Estados Unidos el 10 por cien de los ciudadanos más ricos ganaban 29 veces más que el 10 por cien más pobre; y en Francia la relación entre el ingreso de un trabajador con salario mínimo y el contribuyente medio de las 500 rentas más altas era de 180 a 1 en 1966.

    Naturalmente, la desigualdad no se daba tan sólo en el ingreso. También en el patrimonio y en las propias condiciones de vida. Un 1 por cien de los adultos norteamericanos poseía el 73 por cien de las acciones en 1953, mientras que en Francia el 5 por cien de la población poseía el 40 por cien de la riqueza en 1966. En Francia la esperanza de vida de un adulto de 35 años era de 33,5 años si era un obrero y de 40,3 años si se trataba de un cuadro superior.

    Se podría entonces concluir con JOLLY que "las diferencias absolutas y relativas en el ingreso per capita de los países ricos y pobres han aumentado invariablemente en las recientes décadas" y, a la vista de los datos señalados, considerar, en definitiva, que a lo largo de los "años gloriosos" de la economía capitalista y bajo el Estado de Bienestar más potente, "la expansión conseguida no es suficiente para eliminar la pobreza".

    5. El Estado burocratizado

    Finalmente, también hay que considerar algunas cuestiones relativas al papel de los Estados en este periodo de crecimiento. Es evidente que el protagonismo de las políticas gubernamentales de estímulo a la demanda agregada articuladas a través de la política fiscal de gastos e ingresos públicos, en la más pura ortodoxia keynesiana, permitió proporcionar un amplio abanico de servicios y bienes colectivos a la población. Como también es indudable que el acceso universalizado a la educación permitió una mayor movilidad social y las políticas de ingresos públicos más progresivas hicieron posible paliar en buena medida la desigualdad latente en las puras relaciones de mercado.

    Si se considera que todo ello contribuye a aumentar el salario social (el que forma parte del ingreso familiar pero no es directamente obtenido a través de las relaciones de mercado) se puede decir que, principalmente en los países más avanzados, se realizó una importante redistribución de la renta, aún cuando ésta no lograse reducir la desigualdad global en la percepción de los ingresos finales.

    Pero, desde el punto de vista de las relaciones entre el crecimiento y la distribución, no debe olvidarse que la política de redistribución no es sino una forma de mitigar, más que de eliminar, la desigualdad consustancial a un régimen productivo cuyo norte principal es el lucro y la ganancia privada. Y la magnitud de esa redistribución evidencia, precisamente, que el "bienestar" alcanzado (cuando éste se mide en términos de ingreso disponible) no era una cualidad intrínseca al modelo de crecimiento, sino el resultado de aplicar a éste un paliativo, más o menos eficaz según los casos, con el único fin de tratar de contener, a través de rentas indirectas, el desequilibrio distributivo que caracterizaba al sistema de generación de las rentas primarias o de mercado.

    El mayor protagonismo de los sectores públicos permitía llevar a cabo políticas económicas que estimulaban el crecimiento económico mediante fuertes inyecciones de gasto público a la demanda agregada; pero no puede decirse que contribuyesen con éxito a la mayor eficiencia de las economías. Las administraciones públicas fueron conformándose como grandes aparatos burocráticos a cuyo alrededor conspiraban los poderes reales, configurándose así una auténtica "élite del poder" capaz de establecer sistemas proteccionistas para sus intereses privados que la mayoría de las veces no eran sino un pesado lastre para la iniciativa más competitiva y que con demasiada frecuencia sustituían a los mecanismos más eficaces de asignación y decisión económicas.

    Bajo el peso de esa burocratización, el sector público de las economías occidentales se iba convirtiendo en un saco sin fondo, donde iban a parar las actuaciones no rentables para el sector privado, la protección social que reivindicaba permanentemente una población trabajadora que no la obtenía en el ámbito de la fábrica, y todo un ejército de funcionarios que hacían aumentar sin medida los desembolsos necesarios para que el aparato administrativo, sin los condicionantes de productividad propios de la iniciativa privada, ejerciera de aparente benefactor de la sociedad.

    En particular, los gobiernos capitalistas (seguidos en ello muy de cerca por los del antiguo bloque socialista) jugaron un papel determinante en el impulso de la carrera armamentista que se desencadenó al socaire de la "guerra fría" y que absorbió ingentes cantidades de recursos. Estos fueron utilizados no sólo para su destino natural de la agresión militar, sino también como una auténtica variedad de política de demanda, lo que hizo que el Estado del Bienestar fuera también protagonista estelar de lo que se llamó la "economía de la muerte" o, simplemente, del "capitalismo del desperdicio".

    Desde ese sector público que estaba irremisiblemente condenado a alcanzar cada vez menos eficacia se amparaba la falta de competencia, se protegían, más o menos veladamente, los monopolios y oligopolios, no se obstaculizaba, sino más bien todo lo contrario, la presencia y desarrollo de las empresas multinacionales y, gracias a todo un amplísimo sistema de transferencias y subvenciones de todo tipo, se permitía que la iniciativa empresarial privada se encontrase con igual o mayor protección de la que disfrutaban las familias y los trabajadores.

    Además, la extensión de la actividad estatal tampoco llegó a implicar un auténtico avance en los mecanismos reales de decisión y participación ciudadana. Como decía HABERMAS, "el material privilegiado de la esfera pública construida es precisamente aquello que constituye la antítesis de su verdadero significado, es decir, la esfera privada…la verdadera esfera pública, la de la gran organización del Estado y de la economía está aparentemente privatizada". Los ciudadanos que constituían la clase de tropa de las "sociedades del bienestar" disfrutaban de un abanico, cada vez más amplio eso sí, de objetos. Pero la deificación del consumo los ensimismaba en una realidad virtual, la de las cosas, que es, sin embargo, ajena a la realidad de las grandes decisiones y, sobre todo, a aquella en donde se resuelve la cuestión del reparto.

    El Estado, tras oligarquizar el sistema de representación política y gracias a la socialización de costes que lleva a cabo, se constituía entonces en un mecanismo privilegiado para privatizar el beneficio y, al mismo tiempo, para conseguir la legitimación de un orden de cosas donde la rebelión carecerá tanto más de sentido cuanto mayor sea la conformidad social lograda a través, también, de la socialización de los valores y de las lealtades.

    El bienestar se presentaba como un privilegio generalizado, pero en realidad su contenido era distinto para los seres humanos según cual fuese el hábitat de su vida social: para unos, sólo un bienestar de las cosas que contenta al ser humano unidimensional (como diría PERROUX, el proceso social produce cosas, consumiendo hombres) y constreñido a no disfrutar de más felicidad que la que puede propocionar la disposición de objetos. Para otros, un bienestar radical que proporciona la apropiación privilegiada del beneficio.

    III. El origen de las grandes rupturas: los orígenes de la crisis

    A lo largo de los años setenta se va a producir una enorme crisis económica que alterará radicalmente los presupuestos que habían servido de base para la expansión anterior y que prolongará sus secuelas adversas a lo largo de los años ochenta y noventa.

    Son muchas las explicaciones que se han querido dar a esta crisis larga y profunda. Entre ellas han destacado las que luego han servido de soporte a las políticas más conservadoras que dieron respuesta a la crisis desde el lado más privilegiado de la sociedad. Al amparo de los grandes medios de comunicación y protegidas por el calor de todos los poderes, las ideas conservadoras han tratado de hacer creer que esta crisis fue un episodio traumático, pero de origen muy momentáneo, resultado básicamente de la subida de los precios del petróleo ocurrida a partir de 1973 y de los altos costes salariales que debieron soportar también las empresas.

    Sin embargo, esa es una explicación bastante reduccionista, muy limitada.

    La verdad es que los síntomas de la crisis, y por tanto su propio desencadenamiento, se manifiestan mucho antes de que se produjese la subida en los precios del petróleo, los déficits públicos o la falta de inversión, y nunca de manera imprevista. La crisis fue larvándose a lo largo de los años sesenta, precisamente por el carácter contradictorio que había tenido la sociedad "del bienestar" que he analizado anteriormente.

    A finales de los años sesenta las sociedades más sigificativas del mundo occidental ya comienzan a protagonizar fenómenos que señalan claramente la existencia de un profundo mal de fondo en sus economías y también en sus propias estructuras sociales.

    En mayo de 1968 se había producido la revuelta estudiantil que estuvo a punto de hacer saltar por los aires el edificio institucional de la república francesa, en Estados Unidos se descubría el escándalo Watergate, los partidos socialistas se hacían con el gobierno en varios países, Grecia y luego Portugal se desembarazaban de las dictaduras, Allende ganaba las elecciones en Chile, la contracultura ponía en solfa los valores tradicionales… Y todo ello, mientras aparecían las primeras manifestaciones extensivas de marginación social y pobreza como consecuencia de que ya empezaba a haber muchos servicios públicos que no eran suministrados a los más pobres.

    Estas situaciones de tensión social reflejaban, por un lado, el deterioro del clima de estabilidad social y, por otro, que dejaban de darse las condiciones del consenso que era necesario para la expansión económica bajo los presupuestos de los años anteriores cuando, como se había dicho, "la ambición era el diálogo social y la disciplina".

    Pero estos años finales de la década muestran también signos inequívocos de que no sólo se deteriora el clima social. Los indicadores económicos comienzan a dar muestras de la flaqueza de los aparatos productivos, del desorden de los mercados mundiales y del inicio de una época de decadencia.

    Estados Unidos había sufrido ya síntomas de decaimiento en la demanda. El Presidente Johnson decía en 1965 que "si la guerra no se hubiese acelerado el año pasado creo que estaríamos buscando ahora otras medidas para estimular la economía". Y, aunque las cifras de desempleo no comenzarían a aumentar significativamente hasta los primeros años setenta, sí se podía detectar ya que los fuertes aumentos de inversión no generaban, como antes, aumentos sustanciales del empleo.

    Eso significaba que el aparato productivo comenzaba a mostrarse incapaz de proporcionar la expansión y el crecimiento de años anteriores. La rentabilidad de las empresas caía, y no sólo debido a los aumentos salariales, sino también a que el capital fijo no disponía de la necesaria versatilidad para hacer frente a los nuevos requerimientos del mercado. Así lo prueba, por ejemplo, que a principios de los setenta las tres cuartas partes de la inversión en investigación y desarrollo en Alemania (como en general, aunque quizá con proporciones más bajas en los demás países) se dedicara a "desarrollo de producto", es decir, a facilitar su colocación en el mercado y no a la instalación de nuevos equipos y maquinarias.

    Frente a la menor rentabilidad, las empresas ya habían iniciado estrategias basadas en el endeudamiento, que alcanzaría magnitudes espectaculares. Así, mientras que en 1959 el volumen de crédito en la economía norteamericana había significado 69.200 millones de dólares, en 1971 alcanzó 1,56 billones.

    En el orden económico internacional se observaba ya una profunda modificación que aventuraba no sólo nuevos protagonistas, sino también nuevos conflictos. De 1965 a 1973 la parte correspondiente a Estados Unidos en las exportaciones mundiales caería 4,7 puntos, mientras que aumentaba el peso del resto de economías occidentales: Alemania (+2,5), Japón (+2,4), Paises Bajos (+0,7), Francia (+0,5) o Bélgica (+0,3). Y ello, en todo caso, en un contexto de contención de los intercambios mundiales totales, pues de hecho, la tasa de crecimiento del comercio mundial disminuyó cuatro puntos en ese periodo.

    Estados Unidos comenzaba a ser consciente de que su economía mostraba ya debilidades en la segunda mitad de los sesenta y que el orden económico que nacía al amparo de la mayor presencia de sus competidores le obligaría a diseñar nuevas estrategias de penetración en los mercados si quería mantener el privilegio y la potencia que había adquirido años antes: entre 1965 y 1973 había podido mantener un enorme volumen de inversiones en el extranjero, como indica el que su valor aumentara de 31.830 a 133.168 millones de dólares. Pero ya había comenzado a tener grandes problemas para poder financiarlas.

    También es evidente que en estos años (y mucho antes de la "crisis" del petróleo) habían empezado a manifestarse una enorme inestabilidad financiera y los fuertes desequilibrios monetarios que luego harían saltar el Sistema Monetario Internacional.

    Todo ello provocaba que los ritmos de crecimiento se desaceleraran, en algunos casos, de forma muy notable. En 1971 el crecimiento de la actividad industrial en los países de la OCDE fue del 3 por cien, la mitad del correspondiente al decenio anterior; el incremento anual de la Formación Bruta de Capital entre 1970 y 1972 pasó del 7,1 por cien al 3,6 por cien y, naturalmente, eso afectaba de forma inmediata al crecimiento del propio Producto Interior. Estados Unidos ya tuvo una tasa de crecimiento del PIB negativa en 1971 y bajó dos puntos para el conjunto de la CEE.

    En conclusión resulta, por lo tanto, una simpleza afirmar que la gran crisis de los años setenta fue originada simplemente por la subida de los precios del petróleo. La gran sacudida que sufren las economías capitalistas a lo largo de estos años no puede ser entendida sin analizar los fenómenos que se estaban generando en el modelo de crecimiento y distribución en que se había basado la expansión anterior. Analizaré a continuación los más influyentes.

    6. La saturación de los mercados.

    Como ya he señalado, el enorme crecimiento económico de la postguerra se basó fundamentalmente en la producción masiva y estandarizada de bienes duraderos que encontraban una demanda insaciada de manera permanente.

    La oferta en continuo crecimiento fue posible porque a su vez se producía un incremento duradero del consumo de masas. Este quedaba garantizado por el alza de los salarios reales o por la multiplicación del crédito al consumo.

    Los salarios reales no habían dejado prácticamente de crecer en los años gloriosos, gracias a las ventajas de productividad de la que disfrutaban las empresas y al empuje y fortaleza que el pleno empleo siempre da a los movimientos obreros. Así, de 1950 a 1970 los salarios reales subieron un 62 por cien en Japón, un 63 por cien en Italia, un 58 por cien en Alemania, un 45 por cien en Francia o un 31 por cien en Estados Unidos.

    Al consumo privado se añadían los enormes gastos militares. Según LEONTIEFF y DUCHIN las cifras de gasto militar en el mundo se duplican entre 1951 y 1970. El gasto militar estadounidense representaba el 1,3 por cien del PNB en 1938, el 5,1 por cien en 1950 y el 8 por cien en 1970. Y a ello habría que añadir el gasto público expansivo como consecuencia de lo que señalé en los capítulos anteriores.

    Sin embargo, esa dinámica de consumo masivo iba a tener unos límites infranqueables, hasta el punto de que a principios de los años setenta, como dice WEE, "se llegó a una saturación del mercado".

    Las razones de esta saturación fueron muy diversas.

    En primer lugar hay que tener en cuenta que ya a finales de los años sesenta se habían comenzado a generar los primeros volúmenes importantes de desempleo, marginación y pobreza. Como dice KATONNA, "los que más compran son los más insatisfechos" y eso significará que la pérdida de ingresos de las capas sociales con menos rentas y con mayor propensión media al consumo (es decir, que dedican a éste una proporción mayor de su renta) afectará de manera más decisiva a la contracción del consumo total.

    Ciertamente, la caída importante del consumo no se da hasta ya entrados los años setenta pues se produce el efecto que había sido analizado por DUESENBERRY: los consumidores ajustan su gasto a la renta pasada que había sido mayor. Pero tal comportamiento terminaría agudizando el problema de endeudamiento que analizaré después.

    A la saturación contribuye, en segundo lugar, el agotamiento del propio sistema productivo.

    Con la base tecnológica existente, la producción en serie y masificada se puede llevar a cabo y multiplicar sin límite a bajo coste y con mucha facilidad. El problema es que en las economías capitalistas se produce según la previsión de la demanda que realizan los empresarios, pero no existe ningún mecanismo que garantice el ajuste general entre la oferta y la demanda globales. Mientras que haya demanda, el mecanismo de la producción opera sin descanso y con rentabilidad, pero cuando la demanda cae se produce un fenómeno de sobreproducción.

    En tercer lugar, porque, precisamente para hacer frente a estos riesgos, se hace necesario abrir la producción a nuevos sectores y nuevos productos. Los capitales acuden entonces hacia los más rentables, pero también éstos son los que primero padecen una sobrecapitalización, es decir, una dotación desproporcionada de capitales en busca de nuevas franjas de demanda.

    La expansión había sido posible porque fue relativamente fácil abrirle paso a los nuevos productos en mercados vírgenes. Pero a medida que la demanda se va saciando, la capacidad de inducir nuevas variedades de necesidades para los mismos productos, o incluso nuevos productos para viejas necesidades, se va limitando también.

    A lo largo de los años sesenta esas posibilidades fueron haciéndose cada vez más reducidas, más costosas y, en consecuencia, más arriesgadas: "se agotaron las posibilidades de una mayor diversificación y racionalización en las industrias manufactureras de los países industriales tradicionales".

    Finalmente, todo ello provoca un efecto perverso. Cuando las empresas se enfrentan a la saturación dedican preferentemente sus inversiones a mejorar el producto o a diferenciarlo. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo el 31 por cien de los gastos de inversión realizados entre 1957 y 1966 se dedica a inversión industrial propiamente dicha. Pero eso llevaba lógicamente a que se deteriorase la dotación para inversiones de base productiva. De hecho, de 1967 a 1975 los gastos globales en inversión industrial en los once países más importantes de la O.C.D.E. no crecieron en absoluto tan fuertemente como lo hicieron en la fase expansiva anterior.

    Eso quiere decir que se había llegado al límite de las posibilidades de la base tecnológica del sistema. Con ella se podía generar una producción masiva y estandarizada a bajo coste para el consumo de masas. Pero éste ya comenzaba a dejar de serlo.

    Cuando se produce la saturación del mercado interior, las empresas tratan entonces de tomar posiciones en otros mercados. Pero en esa estrategia ya no van a estar solas las empresas norteamericanas. Van coincidir, a lo largo de los años sesenta, las empresas norteamericanas y también las europeas y japonesas que, tras la reconstrucción de sus economías, habían comenzado a tener la dimensión y la capacidad productiva suficiente para lanzarse a los mercados internacionales.

    Se origina entonces un marco de competencia internacional mucho más fuerte y aparece lo que podríamos llamar el "imperativo exterior" que obliga a que las empresas con necesidad de situarse en los mercados exteriores tengan que procurar que sus costes se reduzcan al máximo. La presión permanente de los salarios y la enorme subida de los costes energéticos serán un escollo principal de esta estrategia.

    El mercado exterior, que antes era la fuente de grandes yacimientos de beneficio, se encontraría sometido ahora a una fuerte competencia internacional y ésta iba a ser el caldo de cultivo de la crisis: expulsa a las empresas más débiles y, como es lógico, favorece el protagonismo de las transnacionales que están en condiciones más ventajosas de relocalizarse en el mercado internacional.

    Partes: 1, 2
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