«Dios inventó al hombre para oírle contar cuentos»
Dicho popular
«Voy a referiros, hijos míos, lo que me enseñó mi padre, que, a su vez, lo oyó de labios de mi abuelo, el cual conocía esta historia desde mucho, muchísimo tiempo atrás, ocurriéndole lo mismo a sus antepasados, de modo que puedo asegurar que la historia fue conocida desde el principio »
Comienzo de un cuento africano
Una tonada es más perdurable que el canto de los pájaros y un cuento es más perdurable que toda la riqueza del mundo.
Proverbio irlandés
El relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades. El relato comienza con la historia misma de la humanidad. No hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos: todas las clases, todos los grupos humanos tienen sus relatos y muy a menudo estos relatos son saboreados en común por hombres de cultura diversa e incluso opuesta.
Roland Barthes
Contar historias, sin más, por el puro placer de narrar, es una pasión tan antigua y universal como el goce de oírlas. Y al ser el hombre por naturaleza contador y receptor de historias, podemos imaginar que los primeros cuentos nacieron en las largas noches de los tiempos primigenios en que, alrededor del fuego de una caverna, los primitivos cazadores contaban oral y gestualmente algún suceso real o fantástico: el riesgo de una peligrosa aventura de caza, el espanto sobrecogedor ante la luz del relámpago y el estruendo del trueno o la fascinación por la inmensidad insondable y desconocida del mar. Los relatos eran dirigidos a los miembros de la tribu, encandilados oyentes de aquellas historias que, en las cavernas y alrededor del fuego, amenizaban sus precarias vidas y las medrosas horas de las noches interminables. Porque, como decía una vieja narradora quechua: «los cuentos se contaban -sobre todo- para dormir el miedo».
La imaginación, la fantasía, la necesidad de explicar el misterio de la vida y el universo y, en fin, la curiosidad, la atracción y el temor por lo maravilloso y misterioso son capacidades propias del hombre en todo tiempo y lugar, como también lo son la necesidad de distracción, de evasión y de expresar las emociones. Pues bien, los relatos orales, los viejos cuentos, han servido para dar salida y colmar en parte dichas capacidades y necesidades, de las que surge imperiosamente la facultad de narrar y también de escuchar. No se puede olvidar, como dice José Mª Merino, que "La ficción es la primera forma de sabiduría creada por la especie humana. Apareció previamente a la ciencia, la metafísica o la escritura y durante muchos siglos se transmitió oralmente. Esa ficción intentaba filtrar y describir de alguna manera el misterio de la vida y del universo".
Todavía hoy, en un mundo tan tecnificado, mediático y unificado, convertido en«aldea global» por las autopistas de la información y prosternado, como ferviente adorador, ante cualquier clase de imagen, podemos contemplar a los narradores de cuentos sentados en los zocos de los mercados orientales o en el espacio tan anchuroso, vivo y colorista, de la plaza "Jemaa El Fna" de Marrakech 1; delante de la choza de un poblado africano; bajo «el árbol de la memoria» de la selva amazónica o convertidos en modernos «cuentacuentos» de nuestras ciudades, ante personas muy distintas que, con la misma avidez que aquel público de las cuevas prehistóricas, miran fijamente, y escuchan atentamente antiguas historias sin fecha o renovadas ficciones.
El cuento popular pertenece al folclore, es decir, al «saber tradicional del pueblo», y en esto es semejante a los usos y costumbres, ceremonias, fiestas, juegos, bailes, etc.; y en la literatura denominada popular y tradicional, se sitúa al lado de los mitos, las leyendas, los romances y baladas. Aparte de la brevedad y sencillez, las principales características de la literatura popular y tradicional son la transmisión oral, la anonimia y las variantes.
En nuestros días se ha perdido gran parte del prestigio y la fuerza de la palabra hablada. Hemos vivido lo que se ha llamado "el fetichismo de la letra impresa", que, a su vez, está cada vez más desplazado por la avalancha y la preeminencia de la imagen. Y, sin embargo, durante milenios, la palabra desnuda fue el único procedimiento de conservación y transmisión de la cultura literaria. El pueblo, que ha considerado estas formas literarias como algo suyo, las ha transmitido oralmente, de generación en generación, reelaborándolas.
Como todas las demás manifestaciones de literatura popular, el cuento popular es anónimo. Por supuesto que tuvo que haber, y hay, un autor inicial detrás de cada cuento, pero, a diferencia del autor de la literatura culta que en palabras de Sánchez Romeralo quiere ser «realmente él y cuanto más sea él y menos los otros, mejor», el autor del cuento popular pierde su personalidad y su nombre se disuelve en la comunidad cuando esta se reconoce en el relato y lo hace suyo, y desde ese momento el cuento se convierte en un bien mostrenco, patrimonio colectivo de todo un pueblo
Precisamente por dicha anonimia, los cuentos están abiertos en su proceso de creación y recreación, y se actualizan y acomodan continuamente a la diversidad del público y de las circunstancias, incluso en el mismo acto narrativo, como enseguida indicaremos. Las variantes y modificaciones pueden deberse a la adaptación, a la modernización o a la eliminación de elementos arcaicos, a la alteración en el orden de los episodios, a la adición de algún pasaje, a la fusión y contaminación con otros cuentos y, por supuesto, al olvido de ciertos rasgos y detalles.
Además, según pueblos y tradiciones, cada cuento tiene su sello propio, y el narrador mismo le imprime su gracia, talante y estilo que pueden dotar a la narración de matices insospechados. Porque el acierto y el éxito de estos relatos de carácter oral y popular no radica sólo en la fábula o historia -en el argumento-, sino, especialmente en el arte de narrar, tanto más refinado y difícil que el de escribir. El contador de cuentos se dirige directamente al grupo de oyentes y cuenta con su complicidad. Las pausas, la entonación, los cambios de voz, los silencios, el ritmo de la declamación, las expresiones del rostro y de movimientos corporales los énfasis, los gestos y los ademanes desempeñan un papel principal y enriquecen y refuerzan el cuento. Y esta es la razón de que el cuento popular cambia cada vez que es contado, incluso aunque sea el mismo narrador el que lo cuenta.
Pero lo más importante son las palabras. El escritor mexicano Alfonso Reyes evocaba a un narrador popular de su niñez que, cuando se le pedía que contase un cuento, se concentraba y decía: voy a recordar las palabras. El cuento, añadía Reyes, era para él un poema en prosa. Era ese hombre el legítimo narrador de historias o «Tusitala», como llamaban a Robert L. Stevenson los isleños de Samoa.2
Sin entrar a fondo en la compleja cuestión del origen del cuento popular y simplificando mucho, podríamos hablar de la hipótesis de un origen común y un posterior proceso de difusión y préstamo, según la llamada teoría monogenética. Pero otra teoría, un tanto sorpresiva, la poligenética, defiende un origen múltiple, es decir, diferentes nacimientos independientes en diferentes lugares y tiempos, basándose en el principio de la esencial unidad del pensamiento y sentimiento humanos.
Como muy bien dice Anderson Imbert, ambas hipótesis -mono y poligenética- pueden ser sugerentes y aun útiles, pero ninguna de ellas vale como explicación verdadera y única aplicable a todos los cuentos. Tal cuento que aparece en El conde Lucanor, sí deriva de uno que se difundió desde la India por varias culturas hasta llegar a España; pero, en cambio, tal otro cuento del mismo libro coincide con uno de la India, no porque allí tuviera su remota fuente, sino porque hindúes y españoles, por ser hombres, sintieron y pensaron lo mismo3. Cuanto más se conocen los cuentos y leyendas populares de los países del mundo, más evidente resulta la profunda unidad del espíritu humano.
El amor, la alegría y el dolor son sentimientos humanos, que florecen por doquier, sentimientos que originan en todas partes manifestaciones y efectos parecidos; y, como aquellos, también la ambición, la envidia, el odio la bondad y la maldad son cualidades que germinan en todas las almas y producen así mismo reacciones semejantes.
¿Qué de extraño tiene que se registren coincidencias, que parecen plagios en las ideas en los pensamientos y en las producciones literarias?4
De cualquier manera, lo que sí es evidente en la vida del cuento es su difusión en el espacio, su extraordinaria movilidad; pues muchas veces y de manera imprevista, un cuento nacido en una determinada comunidad, que frecuentemente nos es desconocida, pasa a otra y luego a otra hasta llegar con distintas formas a lugares muy apartados de su origen. Múltiples versiones recogidas en diversas partes del mundo ofrecen curiosas variante que enmascaran y confunden la forma original, pero que mantienen el fondo esencial del relato. En palabras de Stith Thompson, una evidencia más tangible aún de la ubicuidad y la antigüedad del cuento folklórico es la gran similitud en el contenido de los relatos entre los más distintos pueblos. Los mismos tipos y motivos de la narración se encuentran extendidos en todo el mundo en las más confusas formas.
Un ejemplo es una historia tan conocida y extendida universalmente como la de «Cenicienta». ¿Cuándo surgió por vez primera? Es imposible responder, pero, como ha informado Bettelheim, sabemos que existe una versión china de este cuento escrita hace más de mil años por un tal Tuan Ch"eng-shih, un precoz recopilador de cuentos populares; y él mismo decía que se trataba de una historia ya muy vieja en su tiempo y que no había dejado de transmitirse de generación en generación.
Viajeros del tiempo y de las culturas, cambiantes pero fieles en el fondo a su sustancia íntima, los cuentos acompañan al hombre y lo flanquean con una solicitud de viejo perro que comparte sus faenas, sus horas de descanso, sus luchas y sus largas migraciones a través de ríos, cordilleras y desiertos5.
Se puede afirmar que el cuento es la sustancia primera o nutricia de la literatura narrativa, la narración por excelencia; y, dada su variedad, en el cuento cabe todo: lo real y lo maravilloso, la enseñanza y la diversión, lo trágico y lo cómico, el mundo cotidiano y el sueño misterioso, el mundo infantil y el del adulto, el amor y el odio, la crueldad y la bondad, la venganza y la generosidad. Todo es cuento en esta vida, ha escrito Rafael Conte, y lo mejor del hombre y en donde mejor se expresa y se comprende es en su capacidad de contar y de oír cuentos.
Por su denominación, parece que los llamados «cuentos de hadas» tuvieran que presentar siempre estos fantásticos personajes femeninos; sin embargo, no es así en la mayoría de los casos. A partir de los estudios del ruso Vladímir Propp (1895-1970), el concepto de «cuento de hadas» se trasforma y se convierte en el de «cuento maravilloso», propio de todas las culturas y de todos los pueblos. Entre los variados tipos de relatos breves populares, ellos son los verdaderos cuentos; o, como dice Propp, cuentos en el sentido propio de esta palabra. En este tipo de cuentos vamos a centrarnos de ahora en adelante.
Van Gennep propone la siguiente y muy escueta definición de estos cuentos: Una maravillosa y novelesca narración, sin localizar el lugar de la acción ni individualizar sus personajes, que responde a una concepción infantil del universo y que es de una indiferencia moral absoluta6.
Hablamos, pues, de relatos imaginativos y fantásticos por la abundancia de elementos maravillosos -seres sobrenaturales como hadas, brujas, gigantes, sucesos extraordinarios…-, de origen popular y transmisión oral, generalmente en prosa, sin ninguna pretensión moral, de pura diversión o entretenimiento para el oyente que, además, se creerá las historias por más maravillosas que sean, porque existe un "pacto de credibilidad" tácito entre él y los narradores. Los personajes no poseen un carácter definido, sino tipos esquemáticos, totalmente buenos o totalmente malos, no tienen vida interior y actúan mecánicamente en virtud de la causalidad mágica. En definitiva, arquetipos que simbolizan vicios o virtudes carentes de profundidad y desarrollo psicológico, que actúan y se agotan en función de la trama. La acción se desarrolla en un tiempo ucrónico y en un lugar utópico y un clima de gracia primitiva, de ingenua frescura envuelve este mundo atemporal y de ensueño.
El héroe -el protagonista-, encarna todo tipo de virtudes: valor, bondad, generosidad y, sobre todo, astucia. Es esencialmente viajero y errante, se encuentra con sucesivos obstáculos y enemigos a los que al final siempre vence con el apoyo de ayudantes, ya sean animales o seres sobrenaturales, que utilizan sus cualidades no humanas para socorrerlo, aunque se comportan como humanos en todo lo demás. Por el contrario, los antagonistas son malvados, crueles, envidiosos y egoístas. El final es siempre -o casi siempre- feliz: la boda como recompensa, el generoso perdón de los enemigos, etc; y, por supuesto, los malvados -los antagonistas- son cruelmente castigados, particularmente las brujas.
Un aspecto sobresaliente de casi todos los cuentos de tradición oral transmitidos de esta forma o fijados por escrito es la presencia de muchas fórmulas para comenzar o terminar los cuentos, que se pueden considerar como un rasgo estilístico de los mismos.
Los comienzos de los cuentos maravillosos con sus fórmulas iniciales sugieren que lo que se va a contar no pertenece al aquí ni al ahora que conocemos y pretenden provocar un alejamiento temporal, de manera que el oyente se dé cuenta de que está lejos de la realidad y del presente: Érase una vez…, Había una vez…, En otro tiempo , En un lejano país…, Érase una vez un viejo castillo en medio de un enorme y frondoso bosque Stith Thompson cita esta curiosa fórmula introductoria de un cuento ruso, mucho más elaborada: En los tiempos pasados, cuando el mundo de Dios estaba todavía lleno de espíritus, brujas y ninfas, cuando todavía corrían ríos de leche, cuando las orillas de los arroyos estaban hechas de gachas y perdices asadas volando sobre los campos…
Según Bettelheim, la deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos simboliza el abandono del mundo concreto, de la realidad cotidiana. Mientras que el hace mucho tiempo supone que vamos a aprender cosas de tiempos remotos; son las oscuras cuevas, los viejos castillos, los bosques impenetrables o las habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, los que nos sugieren que algo oculto va a sernos revelado7. De acuerdo con este carácter irrealista, el cuento maravilloso carece de descripciones detalladas de ambientes y paisajes, pues, como afirma Tolkien, este tipo de cuentos se refieren a las aventuras de los hombres en un reino peligroso de límites sombríos.
Estas fórmulas iniciales, pues, son las fórmulas mágicas que nos permiten entrar en el cuento -ese otro mundo-, situándonos en «una vez», que es única, pues hace referencia a la época en que los animales hablaban, los árboles dialogaban y las hadas y las brujas existían.
El final de la historia se marca mediante algunas fórmulas finales que cierran y sellan el cauce narrativo y hacen volver al oyente al mundo real del que el cuento lo había arrancado. El narrador suele modificar en este momento su entonación y adopta un tono de juego o broma muy distinto al anterior: Y vivieron felices y comieron perdices y a mí me dieron con los huesos en las narices, Y colorín colorado este cuento se ha acabado. [A propósito de la deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos y de esta última fórmula final, el escritor venezolano José Antonio Martín recordaba el cuento que le había contado cierto día su hija Adriana, cansada de que siempre le estuviese pidiendo un cuento: Había una vez un colorín colorado. Se trata del cuento más breve y el más largo y caudaloso que se pueda imaginar, pues esas tres primeras palabras y las tres últimas encierran todos los cuentos del mundo]
Pero lo que realmente distingue a gran parte de los cuentos maravillosos de otras narraciones, es su organización, o sea, su composición interna, pues la sucesión de episodios y motivos presenta una estructura y otras características bastante estables a lo largo de los siglos y muy semejantes en todas las culturas en las que se pueden recoger, lo que no ha impedido su aclimatación a cada una de ellas en aspectos, por lo general, no estructurales, y aún con intenso sabor local8.
Sobre un corpus de cien cuentos populares maravillosos del rico folclores ruso, recogidos por Afanásiev, el ya citado estudioso ruso Vladimir Propp (1895-1970), en su conocido trabajo Morfología del cuento (1928), -uno de los libros de mayor influjo en los estudios sobre el cuento popular- fue el primero que descubrió, en la aparente diversidad de estos cuentos tradicionales, una estructura formal muy definida, demostrando que la elaboración de este tipo de narraciones era mucho menos espontánea o casual de lo que en principio se podría pensar. Los estudios de Propp han traspasado los límites del folclore de la Madre Rusia y han servido de fecundo modelo de análisis para otros muchos cuentos maravillosos de todo el mundo.
En síntesis, y según el citado autor, lo más importante del cuento maravilloso son las funciones o acciones diversas de cada tipo de personajes, definidas desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la trama y que, por tanto, son las partes constitutivas y fundamentales de la historia, que culminan con el desenlace final. Pues bien, el estudioso ruso redujo a treinta y una las funciones de los cuentos maravillosos estudiados por él. Aunque, naturalmente, no en todos los cuentos aparecen todas las funciones, lo verdaderamente sorprendente es que el orden de sucesión en que aparecen sí es siempre el mismo. Si las funciones son limitadas, los personajes -aunque es verdad que son siete fundamentales-, y los ambientes son muy numerosos. Esto explica, sigue diciendo Propp, el doble aspecto del cuento maravilloso: por una parte, su extraordinaria diversidad y su abigarrado pintoresquismo, pero, por otra, su uniformidad no menos extraordinaria, que llega incluso a la monotonía9.
Esta estructura de los cuentos maravillosos, tan detenida y exhaustivamente analizada por Propp, se pude reducir, de una manera elemental y para un número importante de tales cuentos, a la siguiente sucesión de acontecimientos:
El héroe padece una carencia o, alternativamente, sufre una agresión; se aleja del hogar familiar; en el camino encontrará a un donante que le hará entrega de un objeto maravilloso, o a un ayudante mágico que le auxiliará, o a un informante que le instruirá en el comportamiento correcto que deberá observar para poder triunfar y, gracias a alguna de estas ayudas, logrará superar las pruebas prematrimoniales y casarse con la princesa, con lo que la carencia inicial quedará solucionada; o también, alternativamente, vencer a un dragón, gigante o similar, y reparar la fechoría10.
En fin, dejando aparte las sugestivas teorías de Vladimir Propp, y ya para terminar, podemos completar lo anteriormente dicho, analizando someramente, la lengua empleada en los cuentos tradicionales. Lo que más destaca es su sencillez: una lengua directa, fluida y sin ningún tipo de artificios, aunque con frecuencia muy expresiva. Además, el uso de palabras y giros arcaizantes, el gusto por las
onomatopeyas y jitanjáforas11 como en el lenguaje infantil, los refranes y proverbios, las comparaciones y el estilo directo, son características estilísticas propias de las narraciones populares de transmisión oral, que los recopiladores de cuentos han conservado e, incluso, intensificado en sus retoques literarios; sin olvidar los diversos tipos de recurrencia fácilmente observables, como las fórmulas narrativas iniciales y finales a las que ya hemos aludido, las repeticiones triples (Hace muchos, muchísimos años), las mismas fórmulas para indicar situaciones semejantes o paralelas, una cancioncilla repetida a lo largo del relato, ciertos números mágicos -tres, siete, doce-, etc.
Las cosas se nombran sin describirlas y el relato progresa linealmente, a veces aparecen pluralidad de episodios, pero cada uno preparando el siguiente. Todo se subordina a la acción y esto explica la falta de descripciones y la esquematización de caracteres ya aludida.
Aunque los llamados cuentos maravillosos hunden sus raíces en la misma mitología clásica y en otras narraciones orientales de la antigüedad más lejana o en colecciones tan importante como Las mil y una noches, fue, superado el Renacimiento cuando cobraron particular fama en Francia con Mme. D" Aulnoy (1650-1705), Charles Perrault (1688-1703) y Mme. Le Prince de Beaumont (1711-1780); y, ya en el Romanticismo, en Alemania, donde reciben el nombre de Marchen, con los hermanos Grimm -Jacob Ludwign (1785-1863) y Wilhelm Karl (1786-1859)-; En Dinamarca, con Hans Cristian Andersen (1805-1875) y en Rusia, con el famoso recopilador Alexander Afanásiev (1826-1871). Algunos de los cuentos populares más famosos y perennes, patrimonio colectivo de toda la humanidad, son los que estos autores recogieron de la tradición popular y difundieron y perennizaron en acertadas versiones. Estos son los casos de «La Cenicienta», «La Bella Durmiente», «Caperucita Roja», «Blancanieves y los siete Enanitos», «El Gato con botas», «La Bella y la Bestia», «Hänsel Gretel», «El Patito feo», «Vasilisa la Bella», «La Princesa Durmiente y los siete Gigantes», etc.
Pero no podemos reducirnos a estos ejemplos tan conocidos de la vieja Europa porque se puede afirmar que todos los continentes, todas las regiones y todos los países poseen cuentos repetidos y enraizados en su tradición y, en ocasiones, conocidos allende sus fronteras. Téngase presente, por poner un ejemplo, el caso de Japón, con estos tres títulos tan significativos: «Momotaro», «Urashima» y «El espejo de Matsuyama».
También las clásicas colecciones de relatos han proporcionado cuentos que, difundidos aisladamente, a veces modificados o abreviados, se han extendido por todas partes y se han convertido en parte de ese patrimonio universal y colectivo al que nos hemos referido. Recordemos la historia de «El Cíclope Polifemo» de la Odisea (siglo VIII a. C.) o la de «Nala y Damayanti» de la epopeya nacional de la India, Mahabharata (compuesta en el siglo IV d. C., pero que recoge una tradición antiquísima). Sin olvidar algunos de los cuentos de Las mil y una noches como «Alí Babá y los cuarenta ladrones» o «Aladino y la lámpara maravillosa» -considerado uno de los cuentos maravillosos más célebre del mundo- o, en fin algunos de los relatos incluidos en El conde Lucanor (1335) de nuestro Don Juan Manuel, el Decamerón (1350-1365) del italiano Boccaccio o Los cuentos de Canterbury (h.1386) del inglés Chaucer.
Los cuentos se remontan hasta las primeras edades de la humanidad, hasta los tiempos fabulosos en que los hombres inventaban espontáneamente las ficciones y los símbolos, su única forma de expresión. A menudo si se eintenta trazar la ruta que pudo seguir una narración popular que parece nueva se descubrirá su antigüedad. Ya se contaba en el siglo XVIII o en el XVII, y más atrás, en el Renacimiento, en aquellas recopilaciones que pretendían recoger toda la materia del saber humano. El Renacimiento debía esa vieja historia a la Edad media puesto que aparece en algún fabliaux. Pero la Edad Media no la había inventado, sino que la recogió de la Antigüedad clásica, la cual, a su vez, la había tomado de Oriente.
Además, esa historia pulula por todos los países, bajo formas ligeramente distintas, y al oírla el hombre se hace afín con lo más remoto de la raza. Érase una vez Sí: una vez, en otros tiempos, en una época tan distante que ni se puede imaginar, hubo la misma historia12.
Los viejos cuentos son pues hitos dispersos del imaginario universal, de la memoria colectiva. Florecen en todas las lenguas, se revisten de distintas formas, se relacionan y engarzan misteriosamente e impregnan -sin que nos demos cuenta- el aire que respiramos, los sonidos que oímos, las imágenes que vemos y las vidas que vivimos. Mantener viva la memoria de esos viejos cuentos, conocerlos, leyéndolos o escuchándolos, son modos de integrarnos en la comunidad humana, de zambullirnos en las aguas profundas del mar del mundo y, sobre todo, un medio de vencer el tiempo, porque como dijo Ramón del Valle-Inclán, sólo la memoria alcanza a encender un cirio en las tinieblas del tiempo, especialmente cuando esa memoria es la de las fantasías más hermosas y maravillosas que la mente humana ha creado.
Como coda final, terminamos con el siguiente texto del escritor francés JeanClaude Carriére:
Una anécdota persa muy antigua muestra al narrador como un hombre aislado, de pie en una roca cara al océano. Cuenta sin descanso una historia tras otra, deteniéndose apenas un momento para beber, de vez en cuando, un vaso de agua.
El océano, fascinado, lo escucha en calma. Y el autor anónimo añade:
-Si un día el narrador callase, o si alguien lo hiciese callar, nadie puede decir lo que haría el océano13.
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Transcribimos a continuación, a modo de colofón y ejemplo, un cuento ruso maravilloso considerado como uno de los más importantes del mundo eslavo, una versión popular particularmente hermosa, que refunde, amplía y armoniza los famosos cuentos "La bella durmiente" de Perrault y "Blanca Nieves y los siete enanos" de los hermanos Grimm.
LA PRINCESA DURMIENTE Y LOS SIETE GIGANTES
El Zar había partido a la guerra y la Zarina, desconsolada, se sentaba al amanecer en la ventana de su palacio y allí permanecía hasta medianoche esperando a su señor. Pasaron las semanas y los meses, y la víspera de Navidad la Zarina dio a luz una niña. Precisamente aquel mismo día regresó el Zar de la guerra, pero los dolores del parto, los sufrimientos por la ausencia de su esposo y la emoción de verlo de nuevo acabaron con su vida, mientras las campanas repicaban en honor del Hijo de Dios.
La pena del Zar fue sincera y amarga, pero al cabo de un año se casó por segunda vez. La nueva Zarina era esbelta como un abedul y bella como un haz de trigo cuando el sol lo dora. Su alma, sin embargo, no era hermosa, sino orgullosa y llena de envidia. Poseía un espejo de plata que, bajo su apariencia corriente, tenía el don de la palabra y la Zarina hablaba frecuentemente con él y le preguntaba:
-Espejito, tesoro mío, sólo tú conoces la verdad. Dime cuál es la mujer más hermosa y la que posee los labios más rojos y la más blanca frente.
El espejo contestaba:
-Vos sois la más bella; nadie puede negarlo.
Y la coqueta Zarina reía de gozo ante la adulación del espejo. Así aumentaba su orgullo y su desprecio por todos los demás.
Mientras tanto la hija del Zar crecía en el palacio como una flor, y por su belleza y simpatía despertaba el afecto de todos los que la conocían.
Un día llegó a palacio un correo con este mensaje para el Zar:
–El príncipe Alexei os saluda y os pide la mano de vuestra hija.
El Zar, que conocía y apreciaba al príncipe, le otorgó la mano de su hija. La dote fueron siete ricas ciudades de su reino con un centenar de palacios. Ordenó también que se celebrasen fiestas por el noviazgo de la pequeña princesa y pidió a los súbditos, ricos y pobres, que participasen de su alegría.
Cuando las fiestas estaban a punto de celebrarse, la perversa Zarina se vistió con un traje espléndido y preguntó al espejo:
-Espejito, dime, ¿quién es la mujer más bella a los ojos de los hombres?
¿Cuál es la que posee los labios más rojos y la frente más blanca?
-Vos, graciosa Zarina, sois hermosa a los ojos de los hombres. Sin embargo, la joven princesa, la prometida de Alexei, es más bella que vos; sus labios son más rojos y su frente más blanca -contestó el espejo.
La Zarina, despechada y encendida en ira, exclamó:
-Espejo embustero, ¿qué broma es esta? ¿Cómo se puede atrever la princesa a compararse conmigo? Ciertamente que es más blanca que yo, porque desde el alba hasta la puesta del sol, su madre permanecía en la ventana con sus manos cruzadas sobre el pecho, mirando la nieve. Pero no es más hermosa. Me has dicho muchas veces que no hay en la tierra una mujer que pueda rivalizar conmigo.
El espejo, sin embargo, insistía:
-La amada de Alexis es más hermosa que vos; sus labios son más rojos y su frente más blanca.
Entonces la Zarina lanzó el espejo al rincón más lejano de su cuarto y encargó a Chernavka, su doncella, que llevara a la princesa a un bosque lejano y la atara a un pino corpulento para que los lobos la devorasen. Chernavka, aterrorizada por la ira de su señora, no se atrevió a contradecirla y condujo a la joven princesa a lo más profundo del bosque. Al verse alejada tan precipitadamente del palacio y, asustada por la actitud de la criada, la princesa le dijo:
-Mi buena Chernavka, ¿te he hecho algún mal sin saberlo? ¿Adónde me llevas con tanta prisa?
-No puedo volver contigo a palacio -contestó la doncella-, pues la Zarina quiere asesinarte. Sin embargo, tampoco quiero atarte a un árbol, como ella me ordenó, para que los lobos te devoren. No llores, mi bella niña; busca refugio donde puedas y que el Señor te libre de todo mal.
Cuando regresó la doncella a palacio, la Zarina preguntó:
-¿Cómo se encuentra ahora esa hermosa princesa con sus rojos labios y su blanca frente?
-La he atado a un pino corpulento; así la dejé en medio del bosque. No podrá defenderse de las bestias salvajes y morirá en seguida.
Tras la desaparición misteriosa y prolongada de la princesa, comenzó a circular por palacio el rumor de que había muerto. Los invitados se lamentaban consternados, el Zar se retiró para llorar por su hija perdida y el príncipe Alexei montó a caballo y salió en busca de su prometida.
Mientras, la princesa erraba durante la larga noche sin que nadie le hiciera daño. Si alguna fiera se acercaba, ella ponía las manos sobre el lomo del animal, le hablaba dulcemente y calmaba su fiereza.
Al amanecer oyó ladridos y pronto divisó una casa cuya puerta vigilaba un perro. Cuando este vio a la princesa, corrió a su lado, entre alegres saltos, como para darle la bienvenida. La princesita entró en la casa, donde había un cuarto con bancos de roble, una mesa y una estufa. En seguida comprendió que aquella era la vivienda de gentes que vivían en la paz del Señor y allí pensó descansar. Inmediatamente se puso a barrer y arreglar la estancia y a continuación encendió fuego en la estufa y una vela delante del icono del Señor. Luego entró en un cuarto y se quedó dormida.
Pasaron las horas y, cuando la primera estrella lució en el cielo azul, el piafar de unos caballos rompió el silencio del bosque. Al poco tiempo, siete gigantes con el rostro encendido por el ejercicio de la caza entraron en la casa. El mayor de los gigantes exclamó:
-¡Qué maravilla! La casa está barrida y arreglada, el fuego y el cirio están encendidos como si fuera una bienvenida.
Luego gritó:
-Quienquiera que seas, sal para que podamos conocerte y tenerte como amigo. Si eres viejo y de barba gris, te honraremos como nuestro señor; si eres joven, serás nuestro hermano en armas; si eres una dama, te llamaremos nuestra madre y cuidarás de nuestra casa, y si eres doncella, serás nuestra hermana querida.
La princesita apareció ruborosa y llena de confusión, se inclinó ante los gigantes y pidió perdón por haber entrado en la casa sin haber sido invitada. Los gigantes pensaron que la doncella no podía ser sino hija de un zar, tales eran su belleza y simpatía. La hicieron sentar a la cabecera de la mesa y pusieron ante ella un vaso de vino y una torta de pan. Bebió la princesa, partió la torta y comió con apetito; pero el cansancio pudo con ella y su cabeza se dobló pronto sobre el pecho. El mayor de los hermanos la cogió delicadamente en sus brazos y la llevó a una alcoba para que descansara allí tranquilamente.
Así fue como la joven princesa se quedó a vivir en el bosque con los siete gigantes. Los días seguían su curso y la muchacha no conocía ni la soledad ni la pena, pues sus manos estaban ocupadas en las tareas domésticas y su corazón estaba alegre, lejos del odio de la Zarina. Todas las mañanas, antes de que amaneciera, los siete hermanos, en amigable compañía, montaban sus corceles y cabalgaban por montes y llanos, adiestrando su brazo en la caza. Otras veces iban a pelear con los habitantes del Cáucaso, para expulsarlos del país.
La princesita se quedaba en casa para arreglar la casa, encender el fuego, preparar la cerveza, amasar el pan y dar la bienvenida a los gigantes cuando regresaban a la caída de la tarde. El perro Sakolka era el defensor de la princesa cuando quedaba sola.
Sucedió que los siete hermanos estaban enamorados de la joven princesa y, después de reunirse en consejo, decidieron hablarle. En efecto, una mañana entraron en su cuarto, antes de salir de caza, y el mayor de ellos tomó la palabra:
-Muchacha, tú eres nuestra hermana querida. Pero el amor ha prendido de tal manera en nuestros corazones que venimos ahora, como humildes pretendientes, a pedir tu mano. Como no puedes casarte con los siete, te rogamos que restablezcas la paz entre nosotros eligiendo a uno por marido, y los demás seguirán llamándote hermana. ¿Por qué niegas con la cabeza? ¿Es que no nos quieres a ninguno de nosotros o es que no te merecemos?
-¡Ay de mí, queridos hermanos! -exclamó la princesita-. ¡Que Dios me castigue si no digo la verdad! Os amo, sí, bravos guerreros y fieles caballeros; todos sois igualmente queridos por mí. Sin embargo, no puedo casarme con ninguno, pues estoy prometida al príncipe Alexei. Él es mi pretendiente y le amo más que al resto de los hombres.
Los siete hermanos comprendieron y aceptaron las palabras de la princesita, se inclinaron ante ella y salieron de su cuarto. Nunca volvieron a hablar de amor y siguieron viviendo como una familia en paz y tranquilidad.
En palacio, la perversa Zarina meditaba y seguía odiando a la que creía difunta princesa. Durante muchos días su espejito quedó abandonado en el rincón más apartado del cuarto, pero, pasado el tiempo y olvidado su rencor, sintió deseos de contemplar de nuevo su belleza. Cogió el espejo, se miró en él y dijo:
-Buenos días, espejito. ¿Cuál es la mujer más hermosa del mundo?
-Vos, graciosa Zarina, -contesto el espejo- sois hermosa, nadie puede negarlo. Pero en lo más profundo del bosque vive una doncella con siete gigantes. Es cien veces más hermosa que vos. Sus labios son rojos como una gota de sangre y su frente es blanca como la nieve recién caída.
La Zarina palideció de rabia, llamó a su doncella Chernavka y exclamó:
-¡Maldita seas, embustera! ¿Dónde has escondido a la princesa? La criada cayó de rodillas, llorando, y contestó:
– Señora, no la escondí. La dejé sola en el bosque, buscando un refugio para guarecerse.
La Zarina repuso:
-Ahora habita la casa de los siete gigantes. ¡Búscala y mátala! Si le salvas la vida por segunda vez, perderás la tuya.
La princesita, que hilaba en la ventana esperando el regreso de sus hermanos, oyó el furioso ladrido del perro Sakolka y, levantando la cabeza, vio una anciana mendiga que luchaba con su bastón para alejar al perro de su lado. La princesa exclamó:
-¡Esperad, pobre anciana! Enseguida iré y os daré una limosna.
-¡Daos prisa, hermosa joven! ¡El perro quiere morderme!
Cuando la princesita, con un pedazo de pan, quiso cruzar el umbral de la puerta, Sakolka se atravesó en el camino y le impidió el paso. Al acercarse la anciana, el perro enseñaba los dientes y se lanzaba sobre ella, como una de las fieras del bosque. Así que la mendiga huyó a toda prisa, mientras que la princesa volvió a llamarla:
-No sé qué puede pasarle al perro. Os echaré el pan desde aquí; juntad las manos para recibirlo.
Lanzó el pan a la anciana que lo recibió en sus manos diciendo:
-¡Qué recaiga una bendición sobre vuestra hermosa cabeza! ¡Tomad este regalo a cambio!
Y le arrojó una dorada manzana.
El perro Sakolka quiso coger la fruta en el aire, pero está cayó en manos de la princesita.
-Dios os recompensará por el pan que me habéis dado -dijo la anciana-. En cuanto a la manzana, podéis comerla cuando no tengáis nada mejor que hacer. Que sigáis bien.
La princesa acarició al perro y le dijo:
-¿Qué te pasa, Sakolka?
Y el perro seguía con la cabeza levantada y gruñía tristemente.
La doncella volvió a su rueca y puso delante de sí la manzana para que le alegrara la vista. La fruta tenía un aspecto delicioso. Era tan roja como una doncella ante su amado y tan dorada como una vasija llena de miel. La princesa quiso esperar la vuelta de sus hermanos para que también ellos pudieran probar aquella manzana deliciosa. Pero, a fuerza de mirarla, no pudo resistir y, llevándosela a los labios, hundió en ella sus dientecitos. En el mismo instante cayó hacia atrás, como una caña que dobla el viento; las blancas manos se deslizaron a los lados de su cuerpo y la manzana de oro rodó al rincón más alejado del cuarto. El perro se tendió al lado del cuerpo de la joven, con la cabeza entre las patas delanteras, y así permaneció inmóvil mucho tiempo.
Horas más tarde el piafar de los caballos rompió la tranquilidad del bosque y los siete gigantes llegaron, cabalgando alegremente. Habían derrotado a los ejércitos enemigos y el júbilo de la victoria resplandecía en los siete semblantes. Pero a la entrada del hogar nadie les dio la bienvenida, dentro todo era sombra y silencio.
-Algo grave ocurre –exclamaron los hermanos.
Encontraron a la princesita tendida en el suelo con el perro a su lado. Cuando este vio a los siete gigantes empezó a dar vueltas, ladrando como un loco. Al fin encontró la dorada manzana y, tragándola de un solo bocado, cayó muerto instantáneamente.
El gigante mayor colocó a la princesita en el banco y, puestos todos alrededor, rogaron para que descansara en paz su alma, mientras en sus corazones estallaba la pena. La vistieron con un traje blanco como la nieve y se dispusieron a enterrarla. Pero, de pronto, observaron que la princesa no parecía muerta, sino envuelta en el maleficio de un sueño. Sus labios seguían siendo rojos y su frente poseía la misma blancura.
Así pasaron tres días y la doncella permanecía inmóvil. Al fin, los hermanos colocaron a la princesa en un ataúd de cristal y la llevaron sobre sus poderosos hombros a un monte lejano, elevado en medio de un extenso valle. Atravesaron una puerta oscura en la falda del monte, y pronto llegaron a una caverna escondida, donde colgaron el ataúd de cristal, suspendiéndole en el aire por medio de gruesas cadenas para que cuando soplara el viento meciese el dulce sueño de la desgraciada hermana. En nombre de todos sus hermanos, el mayor de los gigantes se despidió con estas palabras:
-Duerme dulcemente, tú, cuya belleza ha provocado los celos de algún espíritu. Ahora que sólo eres la prometida de la muerte, ¡que los cielos reciban tu alma!
Dichas estas palabras, los siete hermanos dejaron allí a la princesa. Mientras tanto, la perversa Zarina consultó una vez más al espejito:
-Espejito, tesoro mío, ¿quién es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál es la que tiene los labios más rojos y la frente más blanca?
-Vos, graciosa Zarina; nadie puede negarlo. Vos sois la más bella a los ojos de los hombres. Vuestros labios son los más rojos: vuestra frente la más blanca.
Y así, al fin, quedó contenta la perversa Zarina.
Durante muchas noches y muchos días, Alexei había viajado por el reino, buscando a su prometida por todas partes. A los caminantes que encontraba les hacía la misma pregunta:
-¿Habéis oído hablar de la princesita? Yo soy su prometido.
Pero nadie sabía de ella y nunca pudo recibir la información que deseaba.
Al fin, como último recurso, Alexei elevó sus ojos al cielo y exclamó:
-Sol, tú que eres la luz y el señor de los cielos; tú que incansablemente unes la helada mano del invierno con el tibio abrazo de la primavera, ¿no sabes nada de la princesita? ¡Yo soy su prometido!
-No, hermano mío. Aunque mis ojos pueden ver toda la tierra y sus criaturas, no veo a la princesita. Puede que la luna, mi hermana de la noche, haya podido contemplar el rastro de sus pies. Pregúntale a ella.
Dicho esto, el sol siguió su curso. Alexei se sentó sobre una piedra y esperó la noche. Cuando llegó la oscuridad y se alzó la luna en el cielo, le rogó con alta voz:
-Luna, luna, tú que eres como una trompeta de oro en el cielo; tú, lámpara de la oscuridad, que brillas tanto como todas las estrellas, que se enamoran de tu luz radiante y salen sólo para mirarla, ¿has visto a la princesita? Yo soy su prometido.
-No, hermano mío. No la he visto. Mi vigilancia no dura más que unas horas durante la noche.
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