El hombre es un gran misterio. Surgido de la nada, lanzado a la vida sin quererlo, está enfrentado a la existencia. Su destino irrevocable es la nada. Desde que nacemos estamos condenados a morir. Todos estamos esperando nuestra sentencia de muerte que sabemos que llegará, pero no cuando llegará. En tanto, debemos vivir, con nuestros anhelos nuestros amores y nuestras ilusiones. Hay un sentido trágico de la existencia humana que desde un punto de vista existencial ha hecho decir a Kierkegaard (1) que la vida es angustia, a Heidegger (2) que el hombre es un ser-para-la muerte (Sein zum Tode) y a Sartre(3), que la vida es una pasión inútil. Y ante la gran incógnita, el hombre se pregunta sin obtener respuesta ¿ por qué? ¿para qué?
Enfrentado a la tragedia de vivir el hombre siente su incompletud existencial, su precariedad. Pero a la vez el hombre vive de esperanzas y anhelos ilimitados. Destinado a vivir en sociedad siente un afán de necesitud. Quiere ser considerado como necesario por otros, pero quiere también ser objeto de necesidad. Sublima muchas de sus vivencias en el amor, la gran pasión que marca su vida de manera indeleble, dándole ilusiones de inmortalidad. Y debe ganar su vida en el trabajo dentro de una realidad social. El amor, el trabajo y la cultura forman la trama fundamental de su quehacer existencial.
El dolor y el sufrimiento impregnan de manera indeleble la existencia humana y plantean nuevas interrogantes a la gran incógnita del vivir. El dolor y el sufrimiento nos acompañan desde que nacemos hasta que morimos. Están siempre allí, a nuestro lado. Nos recuerdan nuestra precariedad humana, pero son fuente también de inspiración y de grandeza.
De allí que para entender su significado debamos recurrir a un enfoque humanístico. Es lo que intentaremos hacer como un simple ensayo en un tema de enorme amplitud y complejidad.
El haber experimentado personalmente y en forma significativa el dolor y el sufrimiento espero que me ayudará en la difícil tarea. No es nuestro propósito referirnos a los extensos y profundos trabajos sobre fisiopatología del dolor o psicología del sufrimiento, sino limitarnos a una visión de los aspectos preferentemente humanistas del tema.
Conviene, desde luego, precisar algunos conceptos básicos. Aunque el ser humano es una unidad indisoluble, frente al dolor se expresa como una dualidad. Como el dios Jano de la mitología griega, tiene dos caras, es bifronte.
Así, distinguimos el dolor del sufrimiento. El primero, el dolor, es una sensación aflictiva que afecta a nuestro cuerpo en forma localizada y definida. Es un desplacer corporal localizado. Es una sensopercepción material, que tiene un presente y que en sus características es similar a lo que le ocurre a otros individuos. Es en esencia, repetimos, una sensopercepción y por lo tanto, un fenómeno neurológico, en el cual intervienen receptores de estímulos, nervios sensoriales, con fibras especializadas en la conducción, neurotransmisores, neuromoduladores y centros ubicados en el tronco cerebral y en el encéfalo. La Asociación Internacional para el estudio del dolor lo ha definido como: "una experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada a un daño tisural existente o potencial, o descrita en términos de ese daño."(4)
Tenemos muy numerosos productos farmacológicos y procedimientos diversos para combatir el dolor físico. Por contraste, el sufrimiento, o dolor moral, es un fenómeno psíquico, un sentimiento sin localización somática definida. Es algo que nos afecta sentimentalmente y que no presupone daño tisular.
El dolor físico es siempre algo que nos embarga, que se apodera de nosotros, que nos invade nos conquista y nos domina y que queremos sacar de nuestro cuerpo. Es algo que se nos agrega limitándonos. Es una posesión. Paul Claudel (5) ha dicho que el dolor "es una presencia que exige la nuestra; es como una mano que nos ha atrapado". El dolor nos roba la atención, es demandante y desobediente. Algo se nos incorpora, se nos agrega penosamente.
Este sentido de posesión hizo que en culturas antiguas se interpretara el dolor como el resultado de la invasión del cuerpo por espíritus malignos, o demonios. Así en el antiguo Egipto, el médico luchaba contra la enfermedad y el dolor, entre otras cosas, por medio de exorcismos y encantamientos que consistían esencialmente en convencer a los invasores de la protección divina que correspondía a la parte del cuerpo.
Un rebelde dolor de cabeza era tratado con la siguiente invocación. "Vete maligno, la sien de este hombre es la sien de Horus, su cabeza es la de Isis. Su frente es del propio Ptha. Vete maldito, sal del cuerpo que pertenece a Osiris."(6)
Opuesto al carácter somático del dolor físico el sufrimiento o dolor moral es esencialmente espiritual y psicológico. No se expresa en forma corporal localizada, y definida sino que es global y difuso, aunque a veces se asocia a una vaga sensación opresiva precordial. A la inversa del dolor físico, el sufrimiento tiene un sentido de trascendencia y de profundidad psíquica. Mientras el dolor físico se traduce por un sentimiento de apropiación corporal, el sufrimiento se caracteriza por una sensación de carencia, de vacío o de ausencia. En una de sus formas más significativas, la angustia, existe como una vivencia de estrechez y de falta de algo: falta de amor, de comprensión y de afecto. Vivencialmente el sufrimiento es carencia, mientras el dolor es adición. Si el sufrimiento es ausencia, parece lógico que en la base de su tratamiento pueda existir el apoyo y soporte psiquiátrico, tratando de aportar aquello que le falta al sufriente. El sufrimiento es siempre estrictamente individual. Si hay dolores físicos que se asemejan en sus características de intensidad en distintos individuos, esto no ocurre en el sufrimiento moral. Este último es siempre propio, único e irrepetible. Forma parte de nuestra personalidad y asume un significado trascendente. El sufrimiento, es nuestro y exclusivamente nuestro. Yo tengo un dolor, pero yo soy mi sufrimiento.
El psiquiatra español Enrique Rojas, (7) autor de un notable libro titulado "Una teoría de la felicidad" dice: "El dolor tiene un sentido físico y el sufrimiento un sentido metafísico. El primero nos invita a reflexionar sobre el cuerpo; el segundo suscita preguntas más profundas y existenciales; solo el sufrimiento nos abre las puertas del conocimiento profundo de la vida".
Sin embargo, no obstante que es posible diferenciar claramente el dolor físico del sufrimiento moral, no debe olvidarse que existen amplias relaciones entre ambos. Así es corriente que el dolor, especialmente el dolor crónico, genere habitualmente sufrimiento, bajo la forma de angustia, ansiedad o depresión.
A su vez, el sufrimiento anímico suele asociarse con síndromes dolorosos en una combinación típicamente psicosomática. Dolor y sufrimiento son sólo facetas, matices, de una sola unidad.
El hombre es una trinidad de soma, mente y espíritu, pero encarnados en una unidad, en un solo ser.
El dolor tiene dos grandes tipos de factores causales. Unos son externos y de carácter físico, tales como traumatismos, heridas o quemaduras. Otros son internos, incluyendo en ellos las enfermedades de cualquier tipo. El dolor es el síntoma más común de la enfermedad. Es una forma de lenguaje, por medio del cual el cuerpo expresa de que hay algo en su naturaleza biológica que no está bien. Se ha insistido en que el dolor es un mecanismo de alarma que nos alerta sobre alguna enfermedad.
Cabe señalar, sin embargo, que existen enfermedades graves, como neoplasias o tuberculosis, por ejemplo, que pueden cursar por períodos relativamente largos sin dolor significativo y por otra parte, algunas patologías menos trascendentes, como podría ser alguna carie dental pueden manifestarse por intensos dolores. No obstante, en términos generales no puede desestimarse el alto valor del dolor como sistema de alarma y de orientación diagnóstica, cuando es adecuadamente interpretado.
Suele distinguirse dos tipos de dolor, a los cuales nosotros creemos conveniente agregar un tercero. Los dos primeros son el dolor agudo y el dolor crónico. El dolor agudo, por ejemplo el provocado por una herida, una quemadura, una cefalea, una apendicitis aguda etc. se caracteriza por su precisa localización corporal, por una intensidad inicial relativamente alta y por una duración limitada. Generalmente tiene un carácter episódico y es controlable eficazmente por terapia, sin generar necesariamente un marcado sufrimiento moral. Desde un punto de vista médico es un síntoma, habitualmente importante en el diagnóstico. No requiere de una implementación médica especial para su manejo, estando a cargo del médico general. Diferente es la situación del dolor crónico, es decir aquel que se prolonga o se repite en plazos prolongados de tiempo y que, por definición, es rebelde a los tratamientos habituales. Como ejemplo característico tenemos algunos dolores asociados a cánceres avanzados o a severos cuadros reumatológicos. A diferencia del dolor agudo, el dolor crónico es con frecuencia menos precisamente localizado, suele ser referido y se asocia a sufrimiento moral. Desde un punto de vista médico se le considera más que un síntoma, una enfermedad y, en la actualidad en la mayoría de los países, es tratado, en los casos rebeldes en centros o clínicas especializadas con terapéuticas sofisticadas. (8).
A estos dos cuadros, creemos que es conveniente agregar lo que podríamos llamar dolor catastrófico. Entendemos por tal un dolor agudo de una intensidad intolerable, acompañado de una acentuada crisis angustiosa. Como ejemplo podemos mencionar los dolores de infartos cardíacos o insuficiencia coronaria y, en otro orden de cosas, el dolor asociado a una de las más grandes perversiones humanas, y sólo propiamente humana, (no ocurre en los animales) como son los procedimientos de tortura.
Fenomenológicamente, el dolor se acompaña de al menos siete vivencias elementales limitantes que matizan y dan complejidad al fenómeno.
En primer lugar, existe una sensación de molestia, aflictiva que se traduce por una perturbación penosa del fluir de nuestra existencia. Se trata de una vivencia básica, siempre presente, de mayor o menor intensidad y que en cierto modo define al dolor como tal. El dolor es molestia.
En segundo lugar, el dolor se acompaña de una sensación de limitación, de invalidez. De algún modo el dolor nos reduce en nuestras posibilidades de acción. Hay algo posesivo que nos hace presente nuestra fragilidad y precariedad vital. El dolor es limitante de nuestra libertad. El dolor es limitación.
En tercer lugar, el dolor se nos presenta como algo amenazante. La experiencia nos ha enseñado que el dolor es el lenguaje de la enfermedad. Sentimos que nuestra salud está amenazada. Y aún más, que en el último término nos recuerda la posibilidad última del evento más trascendente de la vida: la muerte. Porque sabemos cuando el dolor comienza, pero no cual será su curso futuro, ni hasta que nivel traduce una grave alteración de nuestro organismo. La correspondencia psíquica de la vivencia de amenaza del dolor, es el miedo, esa emoción tan básica de reacción frente al peligro. El dolor es amenaza.
En cuarto lugar, el dolor nos vivencia nuestra corporalidad. En condiciones normales tenemos un cuerpo silencioso y obediente. Una de las realidades más extraordinarias del funcionamiento orgánico es el que no obstante las infinitas y complejas reacciones bioquímicas que tienen lugar permanentemente en nuestro organismo, no tenemos conciencia de ellas. Hay un silencio orgánico de la salud. En el dolor, una parte de nuestro cuerpo se nos hace presente, se corporaliza en forma demandante. El dolor afecta a nuestro componente somático, a nuestro cuerpo. En el dolor yo siento mi cuerpo. El dolor es corporal.
En quinto lugar, el dolor nos genera una sensación de anormalidad, de sentirnos distintos. Algo nos cambia. Mientras estamos con el dolor sentimos la realidad de otra manera y toda nuestra atención está polarizada a la sensación que nos oprime. El dolor nos desplaza momentáneamente de nuestro curso vital. Y tratamos de eliminarlo para en, cierto modo, volver a ser nosotros mismos. El dolor es alteridad, es anomalía.
El sexto lugar, el dolor genera una nota vivencial de soledad. El dolor nos retrae socialmente. Tendemos a aislarnos y rechazar convivencias. Salvo en aquellas acciones encaminadas a buscar ayuda médica, el dolor es fundamentalmente antisocial. El dolor no se convive. En este sentido, el dolor es en cierto modo un recurso que de alguna manera nos libera y nos excusa en ciertas obligaciones. Cuando sufrimos de dolor queremos ser comprendidos y justificados. Nuestra precariedad esencial se hace más presente, y sentimos una acentuada necesidad de ayuda. El dolor es soledad.
Finalmente, el dolor genera en nosotros una necesidad de interpretarlo, de darle algún significado. Es demandante de un sentido.
Resumiendo, desde un punto de vista descriptivo, podemos decir que el dolor es molestia limitante que involucra una amenaza corporal debida a una anomalía que nos aisla que reclama un significado.
Cuando la causa no es obvia, el dolor y la enfermedad que la genera nos obligan a interrogarnos sobre nosotros mismos, sobre nuestra realidad. El dolor es demandante de significado. Hay un esfuerzo de introyección, un mirar a nuestro interior y a conocernos mejor. Esta reflexión interna creemos que es la explicación del valor espiritual que el dolor y el sufrimiento tienen y de su proyección y connotaciones humanísticas. El dolor al ser analizado genera vivencias que antes no existían y del análisis profundo de nuestra realidad puede generar estímulos artísticos creativos. El dolor yace como un trasfondo de la creación de grandes artistas y, en este sentido, parece ser más productivo que el placer. Y ello se debe probablemente a la necesidad que crea de una búsqueda de las raíces más profundas de nuestra realidad vital. El dolor nos revela nuestros sentimientos más profundos. El dolor puede enriquecernos.
Aparte de su fuerza en remover nuestras vivencias más ocultas, el dolor puede ser generador de múltiples sentimientos que oscilan habitualmente entre la rebeldía, la ansiedad y la resignación. En el dolor crónico, incontrolado las etapas de rechazo y de aceptación aparecen generalmente bien demarcadas como ocurre magistralmente por ejemplo en la novela de Tolstoi titulada "La muerte de Iván Ylich".
Pero ¿qué es en esencia el dolor? ¿cuál es su significado profundo? ¿Cómo interpretarlo?
He aquí una gran pregunta sin respuesta. No basta decir superficialmente que es un proceso adaptativo de selección natural que nos avisa de un peligro vital. Es necesario buscar más profundamente su sentido más radical. Laín Entralgo (9) ha señalado cuatro situaciones que explican comprensivamente la naturaleza de la enfermedad y que son aplicables al problema del dolor. Ellas son la culpa y castigo, el azar, el desafío y la prueba. La noción de castigo es la más arcaica y aparece especialmente en la cultura asirio babilónica. También en la Biblia aparece en el Libro de Job,(10) donde asistimos a una desgarradora demanda del justo doliente, quien convencido de que el dolor es un castigo divino, reclama a Dios al ser castigado sin haber pecado.
Los griegos reemplazaron la noción de culpa y pecado, por el azar ("Tycké"). Son factores aleatorios de la armonía de los componentes de la naturaleza los que, al alterarse, pueden producir el dolor y la enfermedad. El hombre está expuesto a una necesidad azarosa. De acuerdo con esta concepción, en cierto modo el enfermar o tener dolor es un problema de mala suerte, que sucede por simple azar; el dolor es azaroso.
En la filosofía estoica (11) la enfermedad y el dolor son vistos como desafíos que nos plantea la naturaleza y que el hombre debe saber enfrentar con grandeza espiritual. La teología cristiana ha interpretado el dolor como una prueba y una expiación. El dolor material nos enriquece espiritualmente. Las flagelaciones, comunes en la Edad Media (12) eran formas de buscar una redención y un perdón de los pecados mediante el tormento físico. La vida de muchos Santos está asociada al dolor. La resistencia heroica al dolor engrandece y llega a santificar. San Sebastián por ejemplo, por defender su fe, sufrió el martirio de ser atravesado por múltiples flechas. Igual sentido tienen los dolores catastróficos de los mártires cristianos durante el Imperio romano y en todos los tiempos.
El sufrimiento, entendido como un dolor moral, es uno de los temas centrales de la comprensión de nuestra existencia.
Aparentemente es un problema estrictamente humano. Los animales experimentan indudablemente dolor, pero hay pocas evidencias que hagan pensar que tengan lo que nosotros entendemos por sufrimiento, o por lo menos con la riqueza espiritual con que se expresa en el hombre. Ante pérdidas o dificultades la respuesta del animal es, en general, más bien de indiferencia; está más regido por instintos. El hombre es un animal sufriente y antiinstintivo. Es el único animal que llora y ríe. Siendo esencialmente humano el sufrimiento es entendido como un sentimiento aflictivo, psicológico y espiritual, limitante y trascendente, generalmente rebelde a la terapéutica, que se traduce esencialmente por angustia, ansiedad y pena. Es una vivencia psíquica trascendente que genera una inquietud metafísica. Al interrogarse el hombre por su sufrimiento alcanza profundidades en la comprensión de su ser más íntimo. Ante el sufrimiento el hombre se interroga a sí mismo por su realidad radical. Porque el sufrimiento es algo que no queremos. Al presentarse altera nuestra vida y por lo tanto, plantea un interrogante. No así el placer, que lo deseamos y es nuestro. Lo aceptamos desaprensivamente, con naturalidad, no lo cuestionamos, por el contrario lo acogemos con gozo, sin preguntas. No al sufrimiento, que nos llena de inquietud inquisitiva. Así posiblemente se explique la fuerza creativa que nace del sufrimiento al obligarnos a buscar en la realidad más honda de nuestro ser. De allí que el sufrimiento no sea sólo un sentimiento negativo, sino que es un camino para nuestro conocimiento más profundo. En esencia yo soy mi sufrimiento. A través de él el hombre toma conciencia de su trascendencia y es un impulso para una sublimación espiritual y artística. Mientras el dolor es circunstancial, el sufrimiento es biográfico.
El hombre sufre por muchas causas. Se sufre por la pérdida de un ser querido. Se sufre por un amor perdido o no correspondido. Se sufre por celos y envidias. Se sufre por los fracasos, las desilusiones, los engaños y los desengaños, se sufre por frustraciones de nuestro proyecto vital. Se sufre por injusticias, por privaciones y pobreza. Se sufre por los errores que cometemos. Se sufre por stress, por enfermedades somáticas y psíquicas. Se sufre solidariamente por el sufrimiento de otros.
El sufrimiento tiene numerosas formas de expresión . Una de las más radicales es la angustia. Desde un punto de vista existencialista la angustia nace de la nada. Es el sentimiento de lo absurdo de la existencia que toma conciencia de la amenaza de la nada. La angustia suele llevar a un cierto grado de paralización vital. Paul Tillich (13) ha distinguido tres tipos de angustia desde un punto de vista existencial. Las tres implican una amenaza de la nada a nuestra existencia. La primera de ellas se denomina óntica y consiste en que la nada amenaza la existencia misma del hombre. Su destino, su realidad es la nada. Es una angustia de muerte. En segundo lugar, existe una amenaza espiritual. En este caso, la nada amenaza con un absurdo y una falta de sentido de la existencia humana. Es una angustia de vaciedad espiritual Finalmente, existe una amenaza moral. La nada amenaza con el castigo a la culpabilidad del hombre. Es una angustia de culpa y condenación.
Al igual que el dolor, el sufrimiento y la angustia creemos que puede distinguirse en formas agudas, derivadas, por ejemplo del fallecimiento de un ser querido, que suele diluirse con el tiempo; formas crónicas, especialmente por pobreza y enfermedades y lo que podríamos llamar formas catastróficas, surgidas a raíz de severas situaciones limites o enfermedades psiquiátricas y que pueden terminar en suicidio. La angustia existencial enfatiza la limitación y la precariedad de la vida humana, pero reclama al mismo tiempo una realización de la existencia. En la fugacidad que media entre la nada inicial y la definitiva, el hombre debe realizarse como hombre. Y de esta perentoriedad fugaz de la existencia surge el valor positivo de la angustia, que desde un punto de vista humanístico se traducirá en su capacidad creativa y trascendente. Un cierto grado de angustia existencial parecería formar parte esencial de nuestra vida. En ocasiones, sin embargo alcanza caracteres patológicos, bajo formas diversas tales como las crisis de angustia, la angustia generalizada o las fobias y es entonces del resorte de la psiquiatría.
Afin a la angustia existe el sentimiento de ansiedad. Para algunos autores la angustia y la ansiedad son sinónimos. De hecho en algunos idiomas, como el alemán, sólo existe un término para ambos sentimientos. Parecería, sin embargo, que existen diferencias fenomenológicas. Mientras la angustia tiene una inquietud del presente, la ansiedad en cierto modo se proyecta vagamente al futuro, a algo que amenazante acontecerá. Mientras la angustia tiene una tendencia paralizante, asténica, la ansiedad es más activa, esténica. La angustia inclina al recogimiento, mientras la ansiedad estimula la acción. La desesperanza de la angustia tiene su contrapartida en cierto dejo de esperanza de la ansiedad. La angustia conlleva, por lo tanto, una aceptación de algo difuso, global y sin objeto, mientras la ansiedad comporta expectación más definida y con objeto.
Otros sentimientos, por los cuales se traduce el sufrimiento, son los de tristeza, melancolía, soledad, pena, temor y depresión que pueden derivar hacia el aburrimiento existencial y la desesperación. La desesperación significa la angustia última y final, aquella sin salida. Kierkegaard (1) llamaba a la desesperación y desesperanza la "enfermedad moral" en el sentido que es la enfermedad propia de la persona humana que la hace incapaz de realizarse así misma. Todos estos sentimientos y otros más, atestiguan la extrema riqueza afectiva que caracteriza al ser humano. Combinándose en distintas proporciones, dichos sentimientos crean realidades situacionales distintas en cada persona en particular. De allí que anímicamente, cada persona sea una realidad afectiva diferente e individual. El hombre está siempre enfrentado a situaciones ante las cuales invariablemente responde con un componente afectivo. El carácter situacional de la humana existencia ha sido destacado, entre otros por Ortega y Gasset (14) y por Jaspers (15). El hombre no es una entidad aislada. Está inserto en su entorno, en su realidad ambiental física, biológica y social de la cual es dependiente y con la cual interactúa.
Estamos rodeados de circunstancias. De todas estas variables proyectadas en la dimensión del tiempo nacen las situaciones. Definida la situación como el conjunto de las realidades cósmicas, sociales e históricas en cuyo seno ha de ejecutar un hombre los actos de su existencia personal. La vida es una continua sucesión de situaciones siempre cambiantes y nunca estrictamente iguales. El hombre, es un devenir constante en dirección de sus anhelos e inserto en la dimensión del tiempo, en la temporalidad menguante que le recuerda el acercamiento a la muerte. El hombre vive en continuo cambio y con la angustia de saber que ha de morir. De allí surge la angustia y el sufrimiento radical de la condición humana. Las situaciones nos afectan con diversa intensidad y muchas de ellas podemos manejarlas en forma adecuada. Hay ciertas situaciones que pasan sin dejarnos una huella profunda. Algunas las olvidamos y las ocultamos en nuestro subconsciente. Otras son más retenidas, más redolentes y la memoria las atesora. Y hay más permanencia. Jaspers (15) ha llamado a últimas, "situaciones límites". De estas situaciones no podemos salir y quedamos atrapados de ellas por fuerzas poderosas. Como Jaspers ha dicho, las situaciones límites nos hacen frente con una necesidad ante la cual "nuestro poder es no poder".
Entre las más importantes situaciones límites encontramos además de la muerte, los grandes dolores y sufrimientos. Ante la encrucijada de estas situaciones, que significan resignación, el hombre se encuentra enfrentado a lo más profundo de su fuerza espiritual. No obstante lo trágico de su existencia, de saber que es mortal, el hombre tiene un ansia de infinitud. Desea alcanzar lo inalcanzable realizar lo irrealizable. El hombre anhela ser más y mejor de lo que es; quisiera ser inmortal. No le basta con existir, quiere siempre surgir, buscar horizontes infinitos. El hombre es un animal anhelante. En su búsqueda de la felicidad choca constantemente con el dolor y el sufrimiento. Pero el hombre ha aprendido a subliminar sus vivencias negativas. Ha aprendido que el dolor y el sufrimiento pertenecen a las experiencias humanas más radicales, que son nuestros compañeros inseparables y que nos hacen ser lo que somos. A través del dolor y el sufrimiento exploramos los resquicios más profundos de nuestro ser y nos creamos inquietudes no sólo negativas, sino aquellas que también nos obligan a pensar en nuestras más profundas posibilidades de acción y de creación. El dolor y el sufrimiento son creativos. Misteriosa y paradojalmente inspiran y han inspirado al poeta, al literato, al músico, al pintor, al escultor y, en otro orden de cosas, alimentan la fe y la esperanza del creyente. Antes que experiencias simplemente negativas, el dolor y el sufrimiento deben ser considerados como constitutivos básicos de la naturaleza humana. El hombre no se concibe sin dolor. El bienestar nos hace vivir en lo cotidiano, en lo rutinario. El dolor nos recuerda lo trascendente de nuestra condición mortal. El dolor y el sufrimiento nos espiritualizan y nos hacen ser mejores.
Como el amor, el dolor y el sufrimiento han acompañado al hombre a lo largo de toda su historia. Tenemos poca información directa del impacto del dolor y del sufrimiento en las antiguas culturas deistas. No cabe duda, sin embargo que se vieran afectadas por guerras, epidemias, por periodos de hambruna, por enfermedades y por catástrofes naturales. El sentido de castigo dominaba el significado del dolor . Y era necesario rogar y hacer sacrificios a los dioses benignos para evitar sus castigos o para impedir la intervención de dioses malignos. Los más desposeídos y los esclavos indudablemente soportaban el mayor peso del dolor. Los ritos funerarios revelan en dichas culturas el sufrimiento motivado por la pérdida de un ser querido con la misma o mayor intensidad que ha tenido en todos los tiempos. Se ha conservado del antiguo Egipto la prédica de una esposa ante la muerte de su marido. Se expresa así:
¡Oh esposo mio, oh mi hermano, oh amado mio!, quédate ami lado. Mi corazón estará para siempre solo ytriste. Mi vida estará sin vida. Porque sólo tú me dabas felicidad. Lloraré siempre tu partida. Mi llanto será infinito. Tu eras y serás la razón de mivida. Nunca tendré consuelo. Adiós amado mío." (6)
Es seguro que los desencantos amorosos, la enfermedad y la pobreza, entre otras, cosas producían manifestaciones de sufrimiento similares a las de nuestros días, sino más intensas, porque el lenguaje del dolor es eterno y ha sido un sino del hombre vivir siempre con la fiel compañía del dolor y el sufrimiento individual y social. Los cuatro jinetes del Apocalipsis han cabalgado a través de todas las edades.
Una característica antropológica interesante que surge con fuerza en civilizaciones antiguas es la imagen del héroe como paradigma del hombre capaz de realizar grandes hazañas y de vencer al dolor. En la Ilíada de Homero (16), los héroes griegos y troyanos, sufrían terribles heridas en combate, y morían sin una queja. Enfrentaban la muerte con enorme valentía.
Sin embargo, el mismo Homero hace sufrir a su héroe Ulises en su larga peregrinación para volver a su patria. (17)
La rica evidencia de dolores catastróficos aparece expresada una y otra vez, bajo diversos aspectos, en la Mitología griega (18). Uno de los episodios más significativos es el Mito de Sísifo. Los dioses condenen a Sísifo a empujar una gran roca hasta la cima de una montaña de la cual rodará obligando a Sísifo a emprender incesantemente la dura tarea.
Este mito fue retomado en nuestros días por Albert Camus (19) como ejemplarizador de lo absurdo e inútil, pero a la vez de lo grandioso de la existencia humana.
Las culturas asiriobabilónicas, egipcias y la griega arcaica estaban basadas, sin embargo, en el concepto de que la vida humana era un don de los dioses, que podía llevar al hombre a la felicidad. El dolor y el sufrimiento eran contingencias inherentes al proceso de existir.
Independientemente, pues, de las concepciones respecto a una vida extraterrena, la mayoría de las culturas antiguas pensaban que el placer y la felicidad eran alcanzables y posibles.
Curiosamente, en forma diametralmente opuesta, es la concepción de las culturas mayas y aztecas, y en este sentido constituyen, tal vez, un caso único en la historia. La íntima convicción de ellos era que la vida es un lugar de sufrimiento.Y esta creencia es desesperadamente trágica. Existe entre muchos, un dios profundamente maligno, Tezcatiploca, destructor por excelencia, que produce daño a su arbitrio. El pesimismo y la resignación inundan la concepción de la vida. Hay mucha amargura en el siguiente relato de un padre nahua a su hijo, que transcribo a continuación.
"Aquí en la tierra es lugar de mucho llantodonde es bien conocida la amargura y el abatimiento.No es lugar de bienestar; no hay alegríaNo hay felicidad.¡Ay! tu que has sido enviado a la tierradonde uno se cansa, donde se pena, donde hay dolor y angustia,donde aflicción y congoja reinan e imperan.Aquí hay molestia y fatiga, hay cansancio.Tormento y dolor te esperan.En verdad fuiste enviado aquí a la tierra, y no vienes a la alegría ni al descanso.En verdad tus huesos y tu carneSabrán de tormento, sufrirán dolor.Trabajarás como un esclavo.Te cansarás en esta tierraporque aquí fuiste enviado" (20)
Los mayas llamaban al niño recién nacido "prisionero de la vida". Fueron también, al parecer, los primeros y los únicos en adoptar regularmente sacrificios humanos para apaciguar a los dioses implacables. No obstante su visión negativa de la existencia, los mayas y los aztecas lograron una elevada civilización.
Y uno de los cantares aztecas dice así:
"Sólo venimos a dormirSólo venimos a soñarno es verdad, no es verdadque venimos a vivirSólo venimos a sufrir…"(20)
No ha existido, probablemente, otra cultura en la cual se haya expresado con tanta fuerza el sentido trágico de la existencia humana. Curiosamente, sin embargo, en la mayoría de los pueblos indígenas amerindios actuales, parece haberse heredado un componente de silencio y de una cierta melancolía secular. Hay un dejo, un trasfondo redolente de tristeza primordial que subsiste hasta nuestros días.
La cultura clásica greco-romana aportó dos grandes contribuciones a la comprensión del dolor y el sufrimiento. En primer lugar, negó el concepto de castigo como interpretación de ambos procesos sustituyéndolo por el azar o la contingencia frente a fenómenos naturales.
En segundo lugar, desarrolló una filosofía radicalmente contraria a la aceptación del dolor, en la forma de la Escuela estoica. Dicha doctrina destacó, por primera vez, el concepto de que la voluntad humana era capaz de resistir a las pasiones (entendidas como emociones desenfrenadas) y ser indiferentes a los dolores y sufrimientos. Es tal vez el mayor intento racional de la humanidad para anular el dolor, sin comprender que el dolor y sufrimiento no pueden jamás ser ignorados porque forman parte esencial de la naturaleza humana, de lo que el hombre es; de su esencia más radical.
El cristianismo rescata el dolor y sufrimiento como elementos de superación anímica. Para el cristiano ningún dolor es banal o carece de significado. Hay un sentido de prueba a que somos sometidos en esta tierra como preparación para la vida eterna. El dolor y el sufrimiento nos enriquecen espiritualmente recordándonos el martirio de Cristo por nuestra salvación. La Biblia está llena de episodios dolorosos, destacando en el antiguo Testamento el desgarrador libro de Job y en el Nuevo Testamento, los dramáticos relatos del martirio de Cristo en la cruz.
El cristianismo impregna profundamente el largo período de la Edad Media . (21) Es un etapa profundamente espiritual. El hombre se encierra y se retrae y vive obsesionado por el concepto de pecado que vuelve a renacer, con la amenaza de un próximo fin del mundo y con el consecuente juicio final. El demonio vive acechando las almas para arrastrarlas a los horrores del Infierno dantesco. Hay incesantes oraciones y penitencias. Los flagelantes salen a las calles y los caminos, y los señores feudales se lanzan a las cruzadas para luchar por la fe. Es ésta, la fe, por lo que el hombre lucha y se afana. Porque la fe es el arma fundamental para derrotar el dolor y el mal. San Juan de la Cruz destacará el valor del sufrimiento en los siguientes versos:
"Quién no sabe de penasen este valle de doloresno sabe de cosas buenasni a gustado se amores."
Y el Maestro Eckhart dirá que el camino que con más rapidez nos lleva a la perfección es el sufrimiento.
La Edad Media es, pues, un período de "profundo dolor y sufrimiento en que el hombre vive lleno de terrores e inseguro de su futuro. (21)
Con el renacimiento, el hombre se libera de muchos de los temores que lo acosaban. Sin embargo persisten las guerras, las grandes epidemias ( la muerte negra asola Europa) hay pobreza y hambruna.
En el siglo XV Jorge Manrique escribirá sus desgarradoras Coplas a la muerte de su padre, recordando entre otras cosas "Como se pasa la vida, como se viene la muerte, tan callando: cuán presto se va el placer como después de acordado el dolor; como a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor". En sus estrofas se expresa claramente la angustia de vivir y lo efímero de la existencia.
Fco. López de Villalobos escribe, a comienzos del siglo XVI, el siguiente desolador mensaje:
"Cuantas servidumbres y yugos tiene el hombre en este mundo; cada uno si quiere pensar en ello, lo verá por sí mismo. Porque desde que nacemos somos cautivos y sujetos a las necesidades del mundo. Conviene saber: el hambre, la sed, los grandes fríos y los calores; las enfermedades y dolores y a las veces, los tiranos y malos jueces; a las pasiones de la carne y a sus concupiscencias. Y finalmente ¿a quién servimos? Servimos a la tierra; servimos lo labrado en ella para procurarnos de comer; servimos a los animales que nos fueron dados por esclavos, y estamos sujetos a los peligros y destemplanzas de la misma tierra y del agua y del aire. Y a los terremotos y las tempestades del mar; a los truenos y rayos. Y somos sujetos a las guerras y tumultaciones y disensiones del linaje humano. Y sobre todo somos esclavos del pecado y de otras muchas penurias. De todas ellas nos libra la dulce muerte".
En el siglo XVII, Pedro Calderón de la Barca dirá que la vida es sueño "que es un frenesí , una ilusión, una sombra y una ficción". Y, anticipando una angustia existencial se expresa en los conocidos versos del monólogo de Seguismundo:
"¡Hay mísero de mí! ¡Hay infelice!Apurar cielos, pretendoya que me tratáis así, ¿qué delito cometí,contra vosotros naciendo?aunque si nací, ya entiendoque delito he cometido;bastante causa ha tenidovuestra justicia y rigor, pues el delito mayordel hombre es haber nacido."
La concepción básica que postulará después el existencialismo, del hombre lanzado a la existencia sin quererlo y sufriendo a causa de ello, aparece ya dramáticamente expresada en la poesía de Calderón.
A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, surge un poderoso movimiento cultural que estremece a Europa. Es el Romanticismo. El hombre romántico vuelve en parte a la riqueza espiritual de la Edad Media, al retraerse en soledad en las profundidades de sus sentimientos. Es apasionado, especialmente en el amor y en la belleza y tiene una languidez propia de una profunda melancolía. Su alma aspira al infinito en alas del amor que ensalza como la pasión primordial. El hombre romántico es todo sentimiento. Su anhelo constante es el amor, muchas veces desesperado. Sufre y muere por amores imposibles, por anhelos frustrados y toda su vida paradójicamente está impregnada de amor y de dolor. El movimiento romántico se expresó ampliamente en las artes y coincidió, en cierto modo, con la aparición de los filósofos existencialistas, el primero de los cuales fue Kierkegaard. Hasta algún grado, el, existencialismo incorporó del romanticismo un componente melancólico que lo distingue.
Al avanzar el siglo XIX la vida se va haciendo más materialista, se refuerza la revolución industrial y los resabios románticos se van extinguiendo gradualmente. Persistirán hasta nuestros días sólo en los sentimientos de los poetas, esos filósofos soñadores que llevan dentro de sí un enorme cúmulo de riqueza espiritual.
Los poetas hablan con el lenguaje del alma.
Las guerras, las revoluciones, los conflictos, las hambrunas y las epidemias abundan en el siglo XIX. Durante él, una cruel guerra civil en Estados Unidos elimina la crueldad de la esclavitud, aunque no termina totalmente con un cierto grado larvado de discriminación racial.
Y sobreviene el siglo XX, con un inmenso aporte de dolor y sufrimiento. En este sentido, ha sido, sin lugar a dudas, el peor período de la humanidad. Dos guerras mundiales devastadoras con millones de muertos en lucha fratricida. Pueblos enteros dominados y exterminados. Bombas atómicas cayendo sobre ciudades indefensas. Un holocausto de millones de seres humanos sacrificados con tortura en los campos de exterminio, con una crueldad sin parangón en la historia. Naciones enteras sin el consuelo de la religión… Si bien la Medicina ha logrado controlar en gran parte el dolor, éste continúa afectando a millones de personas. El dolor se ha hecho más crónico, más rebelde y el sufrimiento, traducido especialmente en depresión, aprisiona a gran parte de la población y constituye un serio problema de salud mental. Las epidemias clásicas, que asolaban Europa, han sido en gran parte controladas, pero la arrogancia de la Medicina ha sido humillada por nuevas enfermedades virales intratables y especialmente por el Sida, ese terrible mal que produce tanto sufrimiento y dolor y contra el cual la Medicina se revela hasta ahora impotente. En extensas áreas de África y Asia reina aún la extrema miseria y persisten enfermedades derivadas de carencias y de infecciones incontroladas con muy altas tasas de mortalidad infantil. Los recursos materiales, las comunicaciones y otros aspectos tecnológicos han experimentado constantes avances, pero su distribución dista mucho de ser equitativa persistiendo muchas injusticias sociales. El hombre ha conquistado el espacio cósmico pero ha sido incapaz de conquistar su propio espacio interior.
Se vive en codicia, en lujuria, en violencia, en rencor. Como ha dicho acertadamente Henri Nouwen (22):
"Mira, alma mía, como un ser humano intenta hacer daño a otro; mira como esos tratan de perjudicar a sus compañeros; mira a aquellos padres molestando a sus hijos; mira como el amo explota a sus trabajadores; mira a la mujer violada, al hombre maltratado, a los niños abandonados. Mira, alma mía, el mundo; los campos de concentración, las cárceles, los reformatorios, las clínicas, los hospitales y escucha los gritos de los pobres".
El hombre vive agobiadoramente . La vida en las grandes urbes ha agregado adelanto, pero ha creado una sensación de opresión de vértigo de acción. Es una vida gris cargada de un trasfondo de sufrimiento. Todo es agitación y apresuramiento.
Se dice que Pablo Neruda cuando visitó por primera vez Nueva York habría escrito los siguientes impresionantes versos:
"Casas de cincuenta pisosy multitud de colordiarios, revista avisosmillones de circuncisos,dolor, dolor, dolor,…" (23)
Frente al sufrimiento el hombre actual en la época post moderna busca desesperadamente el placer y se entrega a la drogadicción que lo lleva a su destrucción espiritual y material. La droga es la enorme amenaza del presente de una humanidad sin ideales, hundida en el sufrimiento y la depresión. La delincuencia desatada, la drogadicción, el desempleo, el alcoholismo, la mendicidad y la prostitución crecen a la par que las grandes urbes y las envuelven en un gris manto de dolor y sufrimiento. Es en el corazón de las grandes ciudades donde se refugia el verdadero dolor de una nación. Incluso en su afán material, el hombre contribuye insensatamente a contaminar y destruir sus riquezas naturales, exterminando muchas de sus reservas ecológicas. El hombre sufre hoy día personal y socialmente en grados altamente significativos. Abrumado por un consumismo materialista ha olvidado muchos valores espirituales. Como alguien ha dicho, vivimos una época de incesantes torrentes informativos, de imprevistos. El hombre actual está viviendo una era de angustia. El hombre de nuestros días se ha vuelto superficial; vive de hechos materiales, de dichos vulgares, de conceptos epidérmicos. Está más pendiente de todo lo exterior que de su realidad interior. Se vive en la inmediatez de lo práctico, de lo útil, de lo materialista. No es audaz decir que el pronóstico espiritual de la Humanidad en la actualidad, es por la menos reservado.
La rápida mirada que hemos dado a la historia, nos muestra en qué forma el dolor y el sufrimiento han sido fieles compañeros del hombre en su grandeza y en su miseria. El caudal de sufrimiento que ha tenido el hombre a lo largo de las edades es inmenso, oceánico y lleno de matices. La Historia nos ayuda a conocer mejor al hombre. Nos orienta y nos aconseja. Nos muestra el pasado en una proyección del futuro. Conocer la Historia es conocernos a nosotros mismos.
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