Indice1. Introducción 2. Ciencia política 3. El príncipe 4. La paz perpetua entre estados 5. El Estado democrático para Spinoza 6. Bibliografía
Adam Smith (1723-1790), economista y filósofo británico, cuyo famoso tratado Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, más conocida por su nombre abreviado de La riqueza de las naciones (1776), constituyó el primer intento de analizar los factores determinantes de la formación de capital y el desarrollo histórico de la industria y el comercio entre los países europeos, lo que permitió crear la base de la moderna ciencia de la economía. En su famoso tratado La riqueza de las naciones, Adam Smith sostenía que la competencia privada libre de regulaciones produce y distribuye mejor la riqueza que los mercados controlados por los gobiernos. Desde 1776, cuando Smith escribió su obra, su razonamiento ha sido utilizado para justificar el capitalismo y disuadir la intervención gubernamental en el comercio y cambio. En palabras de Smith, los empresarios privados que buscan su propio interés organizan la economía de modo más eficaz "como por una mano invisible".
Vida Nacido en Kirkcaldy (Escocia), tras completar su formación primaria en su localidad natal, en 1737 acudió a la Universidad de Glasgow para iniciar estudios de filosofía moral, que completaría en el Balliol College de la Universidad de Oxford. Desde 1748 hasta 1751 fue profesor ayudante de retórica y literatura en Edimburgo. Durante este periodo estableció una estrecha amistad con el también filósofo escocés David Hume que perduró hasta el fallecimiento de éste en 1776. Esta relación influyó poderosamente en la formulación del conjunto de las teorías económicas y éticas de Smith.
En 1751 accedió a la cátedra de Lógica de la Universidad de Glasgow y, un año más tarde, a la de Filosofía Moral del mismo centro académico. Muchas de sus enseñanzas fueron recogidas en una de sus obras más conocidas, Teoría de los sentimientos morales (1759). En 1763 renunció a su puesto docente en la universidad para convertirse en tutor de Henry Scott, tercer duque de Buccleuch, al cual acompañó durante 18 meses en un viaje por Europa. En el transcurso de éste conoció a Voltaire y a algunos de los principales economistas fisiócratas franceses, especialmente François Quesnay y Anne Robert Jacques Turgot, que defendían una doctrina económica y política basada en la primacía de la ley natural, la riqueza y el orden. Inspirándose en las ideas de los antes citados, Smith llegó a concebir su propia y original doctrina y teoría económica. Desde 1766 hasta 1776 residió en Kirkcaldy y Londres, dedicado a la redacción de La riqueza de las naciones, cuya publicación es señalada por muchos analistas como el momento en que la economía se convirtió en una ciencia independiente de la política. Nombrado comisario de aduanas para Escocia en 1777, marchó a vivir a Edimburgo y, en 1787, fue honrado con el nombramiento de rector honorífico de la Universidad de Glasgow. Falleció en Edimburgo el 17 de julio de 1790.
Pensamiento E Influencia En La riqueza de las naciones, Smith realizó un profundo análisis de los procesos de creación y distribución de la riqueza. Demostró que la fuente fundamental de todos los ingresos, así como la forma en que se distribuye la riqueza, radica en la diferenciación entre la renta, los salarios y los beneficios o ganancias. La tesis central de este escrito es que la mejor forma de emplear el capital en la producción y distribución de la riqueza es aquella en la que no interviene el gobierno, es decir, en condiciones de laissez-faire y de librecambio. Según Smith, la producción y el intercambio de bienes aumenta, y por lo tanto también se eleva el nivel de vida de la población, si el empresario privado, tanto industrial como comercial, puede actuar en libertad mediante una regulación y un control gubernamental mínimos. Para defender este concepto de un gobierno no intervencionista, Smith estableció el principio de la "mano invisible": al buscar satisfacer sus propios intereses, todos los individuos son conducidos por una "mano invisible" que permite alcanzar el mejor objetivo social posible. Por ello, cualquier interferencia en la competencia entre los individuos por parte del gobierno será perjudicial.
Aunque este planteamiento ha sido revisado por los economistas a lo largo de la historia, gran parte del contenido teórico de La riqueza de las naciones (de un modo particular en lo referente a la fuente de la riqueza y los factores determinantes de la formación de capital) sigue siendo la base del estudio teórico en el campo de la economía política. La riqueza de las naciones también constituye una guía para el diseño de la política económica de un gobierno.
Introducción Ciencia política o Politología, disciplina científica cuyo objetivo es el estudio sistemático del gobierno en su sentido más amplio. Sus análisis abarcan el origen y tipología de los regímenes políticos, sus estructuras, funciones e instituciones, las formas en que los gobiernos identifican y resuelven problemas socioeconómicos, y las interacciones entre grupos e individuos decisivos en el establecimiento, mantenimiento y cambio de los gobiernos.
Naturaleza De La Ciencia Política En general, se considera que la ciencia política forma parte de las denominadas ciencias sociales, también integradas, entre otras, por la antropología, la economía, la historia, la psicología y la sociología. Su relación con estas ciencias admite dos perspectivas. Algunos piensan que la ciencia política ocupa un lugar preponderante porque las cuestiones individuales y colectivas que estudian otras ciencias sociales siempre tienen lugar en el marco de la política como manifestación de una creencia personal, como actividad profesional y como ejercicio de autoridad. El punto de vista opuesto es el de que la ciencia política está al servicio de las restantes ciencias sociales porque depende de sus conceptos, métodos y análisis.
Los precursores de la ciencia política se ocupaban de la forma de alcanzar y mantener objetivos ideales. Cuestiones como cuál es la mejor forma de gobierno son consideradas en la actualidad completamente fuera del ámbito de la disciplina. Ésta se ocupa, en cambio, de lo que es en vez de lo que debería ser. Aunque la cuestión de la utopía se coloca generalmente en el campo de la filosofía política, algunos estudiosos afirman que, puesto que el problema de la idoneidad está implícito en cualquier investigación política, éste debe ser claramente abordado.
Hoy en día, la mayor parte de las investigaciones de la ciencia política tiene que ver con temas concretos, como las relaciones entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en el ámbito nacional; las relaciones internacionales entre estados en el marco internacional; las campañas electorales y las elecciones; las regulaciones administrativas; los impuestos; la política comparada; y las acciones e influencias de los grupos involucrados en las finanzas, el trabajo, la agricultura, la religión, la cultura o los medios de comunicación, por ejemplo.
Historia De La Ciencia Política Pese a que la existencia de la ciencia política como disciplina académica es relativamente reciente, sus orígenes como marco de análisis del Estado y del gobierno se remontan a tiempos lejanos.
Orígenes Ya en la antigua Grecia existía gran interés por conocer la naturaleza del Estado, sus órganos de control y las funciones de sus ciudadanos. Platón, quien en su obra La República presentó de forma utópica cómo debía ser la ciudad perfecta, fue uno de los primeros filósofos políticos. No obstante, la mayor parte de los estudiosos coincide en que Aristóteles fue el auténtico precursor de la ciencia política. Entre otras aportaciones, su tratado Política sobre los diferentes regímenes anticipó el gran esfuerzo que implica clasificar las formas del Estado y sigue ejerciendo una fuerte influencia sobre esta ciencia.
Desarrollo Posteriormente, y a lo largo de los siglos, fueron muchos los autores que dieron vida a la ciencia política: Marco Tulio Cicerón, san Agustín de Hipona, santo Tomás de Aquino, Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes, John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Charles-Louis de Montesquieu, Immanuel Kant, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Johann Gottlieb Fichte, Alexis de Tocqueville, Karl Marx, Friedrich Engels y Friedrich Nietzsche. De sus respectivas concepciones surgieron algunas de las obras claves en la paulatina configuración de la politología: El príncipe (1532, donde Maquiavelo reseñó las condiciones que debían caracterizar al estadista), Leviatán (1651, Hobbes expuso sus teorías acerca del surgimiento del Estado a partir del contrato social), Tratados sobre el gobierno civil (1690, defensa de Locke de los conceptos de propiedad y monarquía constitucional), El espíritu de las leyes (1748, Montesquieu defendió en sus páginas el principio de la separación de poderes), El contrato social (1762, Rousseau revisó la cuestión del contrato social argüida por Hobbes y Locke, y defendió la preeminencia de la libertad civil y la voluntad popular frente al derecho divino de los soberanos), La paz perpetua (1795, Kant concibió un sistema pacífico de relaciones internacionales basado en la constitución de una federación mundial de repúblicas), Discursos a la nación alemana (1808, Fichte inauguró en cierta medida el discurso del nacionalismo contemporáneo), La democracia en América (1835-1840, Tocqueville reflexionó acerca del modelo de democracia estadounidense) y el Manifiesto Comunista (1848, Marx y Engels abordaron el estudio de la historia a partir del materialismo). En las páginas de estos tratados, sus respectivos autores se ocuparon de la forma en que una sociedad puede generar las condiciones necesarias para el bienestar de sus ciudadanos. En mayor o menor medida, todos siguen vigentes, principalmente por ocuparse de valores como la justicia, la igualdad, la libertad y el desarrollo de las cualidades humanas.
Los éxitos que se habían conseguido en el campo de las ciencias naturales llevaron a muchos investigadores políticos a la creencia de que, con el tiempo, empleando el análisis sistemático y la metodología de la física, la química y la biología, podrían desarrollar teorías explicativas. Mediante su uso, el estudio del gobierno y de la política podría convertirse, según ellos, en una tarea tan científica como las realizadas en laboratorios. En sus intentos por conseguir credibilidad, estos estudiosos se unieron con investigadores en los campos de la sociología y la psicología. De los sociólogos tomaron el método estadístico para recoger y analizar el comportamiento colectivo. De los psicólogos tomaron las definiciones, propuestas y conceptos que les ayudaran a entender por qué los seres humanos actúan de ciertas maneras. La historia se utilizó como fuente de datos que podían ser analizados por el científico político. La economía fue relegada a una posición secundaria, aunque la capacidad del economista para obtener datos concretos era envidiada por muchos politólogos. Como resultado de estos "préstamos" de otras ciencias sociales, la ciencia política se convirtió en una disciplina independiente. No fue considerada ya un mero complemento a la filosofía moral, a la economía política o a la historia.
Ciencia política contemporánea A pesar de estos esfuerzos para conseguir una disciplina realista y concreta, basada en la objetividad y en la utilización de herramientas científicas, el tradicional estudio especulativo y normativo siguió siendo la nota común hasta mediados del siglo XX, momento en que el punto de vista científico empezó a dominar los análisis de la ciencia política. La experiencia de quienes retornaron a la docencia universitaria después de la II Guerra Mundial (1939-1945) tuvo profundas consecuencias sobre la totalidad de la disciplina. El trabajo en los organismos oficiales perfeccionó su capacidad al aplicar los métodos de las ciencias sociales, como las encuestas de opinión, análisis de contenidos, técnicas estadísticas y otras formas de obtener y analizar sistemáticamente datos políticos. Tras conocer de primera mano la realidad de la política, estos profesores volvieron a sus investigaciones y a sus clases deseosos de usar esas herramientas para averiguar quiénes poseen el poder político en la sociedad, cómo lo consiguen y para qué lo utilizan. Este movimiento fue llamado conductismo porque sus defensores sostenían que la medición y la observación objetivas se debían aplicar a todas las conductas humanas tal y como se manifiestan en el mundo real. Los adversarios del conductismo sostienen que no puede existir una verdadera ciencia política. Objetan, por ejemplo, que cualquier forma de experimentación en que todas las variables de una situación política estén controladas, no es ni ética, ni legal, ni posible con los seres humanos. A esta objeción, los conductistas responden que la pequeña cantidad de conocimiento obtenido de forma sistemática se irá sumando con el tiempo para dar lugar a una extensa serie de teorías que explicarán el comportamiento humano.
El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, es uno de los más influyentes tratados de ciencia política, publicado en 1532. El fragmento siguiente reproduce su capítulo XV, donde el autor italiano enuncia los comportamientos que debe seguir un gobernante, siempre conducentes al mantenimiento del poder sobre sus territorios.
Fragmento de El príncipe. De Nicolás Maquiavelo. Capítulo XV. De aquellas cosas por las que los hombres y especialmente los príncipes son alabados o vituperados Nos queda ahora por ver cuáles deben ser el comportamiento y gobierno de un príncipe con súbditos y amigos. Y como sé que muchos han escrito sobre esto, temo, al escribir yo también sobre ello, ser tenido por presuntuoso, máxime al alejarme, hablando de esta materia, de los métodos seguidos por los demás. Pero siendo mi intención escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente buscar la verdadera realidad de las cosas que la simple imaginación de las mismas. Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca se han visto ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debe vivir, que quien deja lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien su ruina que su salvación: porque un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son. De donde le es necesario al príncipe que quiera seguir siéndolo aprender a poder no ser bueno y utilizar o no este conocimiento según lo necesite. Dejando por lo tanto de lado todo lo imaginado acerca de un príncipe y razonando sobre lo que es la realidad, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos —y sobre todo los príncipes por su situación preeminente—, son juzgados por alguna de estas cualidades que les acarrean o censura o alabanza: y así, uno es tenido por liberal, otro por mezquino (usando un término toscano, ya que «avaro», en nuestra lengua es aquel que desea poseer por rapiña, mientras llamamos «mezquino» al que se abstiene en demasía de utilizar lo propio); uno es considerado generoso, otro rapaz; uno cruel, otro compasivo; uno desleal, otro fiel; uno afeminado y pusilánime, otro feroz y atrevido; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno recto, otro astuto, uno duro, otro flexible; uno ponderado, otro frívolo; uno religioso, otro incrédulo y así sucesivamente. Y yo sé que todos admitirán que sería muy encomiable que en un príncipe se reunieran, de todas las cualidades mencionadas, aquéllas que se consideran como buenas; pero puesto que no se pueden tener todas ni observarlas plenamente, ya que las cosas de este mundo no lo consienten, tiene que ser tan prudente que sepa evitar la infamia de aquellos vicios que le arrebatarían el estado y guardarse, si le es posible, de aquéllos que no se lo quiten; pero si no fuera así que incurra en ellos con pocos miramientos. Y aún más que no se preocupe de caer en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el estado, porque si consideramos todo cuidadosamente, encontraremos algo que parecerá virtud, pero que si lo siguiese sería su ruina y algo que parecerá vicio pero que, siguiéndolo, le proporcionará la seguridad y el bienestar propio. Fuente: Maquiavelo, Nicolás. El príncipe. Estudio preliminar de Ana Martínez Arancón, traducción y notas de Helena Puigdomenech. Madrid. Editorial Tecnos, 1988.
Formación del contrato social El contrato social o Principios de derecho político es una de las obras más representativas del pensamiento filosófico y político de Jean-Jacques Rousseau. En el siguiente fragmento, extraído de dicha obra, Rousseau justifica y explica la instauración del pacto o contrato social entre los hombres, a partir de la libre decisión de las voluntades humanas de someterse a tal acto.
Fragmento de El contrato social o Principios de derecho político. De Jean-Jacques Rousseau. Libro Primero: capítulo VI.Parto de considerar a los hombres llegados a un punto en el que los obstáculos que dañan a su conservación en el estado de naturaleza logran superar, mediante su resistencia, la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Desde ese momento tal estado originario no puede subsistir y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser. Ahora bien como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que constituir, por agregación, una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerla en marcha con miras a un único objetivo, y hacerla actuar de común acuerdo.
Esta suma de fuerzas sólo puede surgir de la cooperación de muchos, pero, al ser la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo puede comprometerles sin perjuicio y sin descuidar los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad en lo que respecta al tema que me ocupa puede enunciarse en los siguientes términos:
«Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes.» Este es el problema fundamental que resuelve el contrato social. Las cláusulas de este contrato se encuentran tan determinadas por la naturaleza del acto que la más mínima modificación las convertiría en vanas y de efecto nulo, de forma que, aunque posiblemente jamás hayan sido enunciadas de modo formal, son las mismas en todas partes, y en todos lados están admitidas y reconocidas tácitamente, hasta que, una vez violado el pacto social, cada uno recobra sus derechos originarios y recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la cual renunció a aquélla. Estas cláusulas bien entendidas se reducen todas a una sola, a saber: la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Porque, en primer lugar, al entregarse cada uno por entero, la condición es igual para todos y, al ser la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, al hacerse la enajenación sin ningún tipo de reserva, la unión es la más perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar; porque si los particulares conservasen algunos derechos, al no haber ningún superior común que pudiese dictaminar entre ellos y el público, y al ser cada uno su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, por lo que el estado de naturaleza subsistiría y la asociación se convertiría, necesariamente, en tiránica o vana. Es decir, dándose cada uno a todos, no se da a nadie, y, como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el derecho que se otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene. Por tanto, si eliminamos del pacto social lo que no es esencial, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo.» De inmediato este acto de asociación produce, en lugar de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe por este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública, que se constituye mediante la unión de todas las restantes, se llamaba en otro tiempo Ciudad-Estado, y toma ahora el nombre de república o de cuerpo político, que sus miembros denominan Estado, cuando es pasivo, soberano cuando es activo y poder, al compararlo a sus semejantes. En cuanto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman más en concreto ciudadanos, en tanto son partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden con frecuencia y se toman unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean con precisión. Fuente: Rousseau, Jean-Jacques. El contrato social o Principios de derecho político. Estudio preliminar y traducción de María José Villaverde. Madrid. Editorial Tecnos, 1988.
4. La paz perpetua entre estados
Pese a que pasó a la historia por su pensamiento puramente filosófico, Immanuel Kant escribió acerca de otras muchas disciplinas, entre ellas la ciencia política. En este sentido, su obra más importante es La paz perpetua. El siguiente texto reproduce la primera parte de dicho tratado, en el que Kant expone las condiciones necesarias para que las relaciones internacionales estén caracterizadas por el principio de paz permanente entre los estados.
Fragmento de La paz perpetua. De Immanuel Kant. Sección Primera Seccion Primera que contiene los artículos preliminares para la paz perpetua entre los Estados 1. «No debe considerarse válido ningún tratado de paz que se haya celebrado con la reserva secreta sobre alguna causa de guerra en el futuro.»
Se trataría, en ese caso, simplemente de un mero armisticio, un aplazamiento de las hostilidades, no de la paz, que significa el fin de todas las hostilidades. La añadidura del calificativo eterna es un pleonasmo sospechoso. Las causas existentes para una guerra en el futuro, aunque quizá ahora no conocidas ni siquiera para los negociadores, se destruyen en su conjunto por el tratado de paz, por mucho que pudieran aparecer en una penetrante investigación de los documentos de archivo. —La reserva (reservatio mentalis) sobre viejas pretensiones a las que, por el momento, ninguna de las partes hace mención porque están demasiado agotadas para proseguir la guerra, con la perversa intención de aprovechar la primera oportunidad en el futuro para este fin, pertenece a la casuística jesuítica y no se corresponde con la dignidad de los gobernantes así como tampoco se corresponde con la dignidad de un ministro la complacencia en semejantes cálculos, si se juzga el asunto tal como es en sí mismo. Si, en cambio, se sitúa el verdadero honor del Estado, como hace la concepción ilustrada de la prudencia política, en el continuo incremento del poder sin importar los medios, aquella valoración parecerá pedante y escolar. 2. «Ningún Estado independiente (grande o pequeño, lo mismo da) podrá ser adquirido por otro mediante herencia, permuta, compra o donación.» Un Estado no es un patrimonio (patrimonium) (como el suelo sobre el que tiene su sede). Es una sociedad de hombres sobre la que nadie más que ella misma tiene que mandar y disponer. Injertarlo en otro Estado, a él que como un tronco tiene sus propias raíces, significa eliminar su existencia como persona moral y convertirlo en una cosa, contradiciendo, por tanto, la idea del contrato originario sin el que no puede pensarse ningún derecho sobre un pueblo. Todo el mundo conoce a qué peligros ha conducido a Europa, hasta los tiempos más recientes, este prejuicio sobre el modo de adquisición, pues las otras partes del mundo no lo han conocido nunca, de poder, incluso, contraerse matrimonios entre Estados; este modo de adquisición es, en parte, un nuevo instrumento para aumentar la potencia sin gastos de fuerzas mediante pactos de familia, y, en parte, sirve para ampliar, por esta vía, las posesiones territoriales. —Hay que contar también el alquiler de tropas a otro Estado contra un enemigo no común, pues en este caso se usa y abusa de los súbditos a capricho, como si fueran cosas.
3. «Los ejércitos permanentes (miles perpetus) deben desaparecer totalmente con el tiempo.» Pues suponen una amenaza de guerra para otros Estados con su disposición a aparecer siempre preparados para ella. Estos Estados se estimulan mutuamente a superarse dentro de un conjunto que aumenta sin cesar y, al resultar finalmente más opresiva la paz que una guerra corta, por los gastos generados por el armamento, se convierten ellos mismos en la causa de guerras ofensivas, al objeto de liberarse de esta carga; añádese a esto que ser tomados a cambio de dinero para matar o ser muertos parece implicar un abuso de los hombres como meras máquinas e instrumentos en manos de otro (del Estado); este uso no se armoniza bien con el derecho de la humanidad en nuestra propia persona. Otra cosa muy distinta es defenderse y defender a la patria de los ataques del exterior con las prácticas militares voluntarias de los ciudadanos, realizadas periódicamente. —Lo mismo ocurriría con la formación de un tesoro, pues, considerado por los demás Estados como una amenaza de guerra, les forzaría a un ataque adelantado si no se opusiera a ello la dificultad de calcular su magnitud (porque de los tres poderes, el militar, el de alianzas y el del dinero, este último podría ser ciertamente el medio más seguro de guerra).
4. «No debe emitirse deuda pública en relación con los asuntos de política exterior Esta fuente de financiación no es sospechosa para buscar, dentro o fuera del Estado, un fomento de la economía (mejora de los caminos, nuevas colonizaciones creación de depósitos para los años malos, etc.). Pero un sistema de crédito, como instrumento en manos de las potencias para sus relaciones recíprocas, puede crecer indefinidamente y resulta siempre un poder financiero para exigir en el momento presente (pues seguramente no todos los acreedores lo harán a la vez) las deudas garantizadas (la ingeniosa invención de un pueblo de comerciantes en este siglo); es decir, es un tesoro para la guerra que supera a los tesoros de todos los demás Estados en conjunto y que sólo puede agotarse por la caída de los precios (que se mantendrán, sin embargo, largo tiempo gracias a la revitalización del comercio por los efectos que éste tiene sobre la industria y la riqueza). Esta facilidad para hacer la guerra unida a la tendencia de los detentadores del poder, que parece estar ínsita en la naturaleza humana, es, por tanto, un gran obstáculo para la paz perpetua; para prohibir esto debía existir, con mayor razón, un artículo preliminar, porque al final la inevitable bancarrota del Estado implicará a algunos otros Estados sin culpa, lo que constituiría una lesión pública de estos últimos. En ese caso, otros Estados, al menos, tienen derecho a aliarse contra semejante Estado y sus pretensiones.
5. «Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y gobierno de otro.» Pues, ¿qué le daría derecho a ello?, ¿quizá el escándalo que dé a los súbditos de otro Estado? Pero este escándalo puede servir más bien de advertencia, al mostrar la gran desgracia que un pueblo se ha atraído sobre por sí por vivir sin leyes; además el mal ejemplo que una persona libre da a otra no es en absoluto ninguna lesión (como scandalum acceptum). Sin embargo, no resulta aplicable al caso de que un Estado se divida en dos partes a consecuencia de disensiones internas y cada una de las partes represente un Estado particular con la pretensión de ser el todo; que un tercer Estado preste entonces ayuda a una de las partes no podría ser considerado como injerencia en la constitución de otro Estado (pues sólo existe anarquía). Sin embargo, mientras esta lucha interna no se haya decidido, la injerencia de potencias extranjeras sería una violación de los derechos de un pueblo independiente que combate una enfermedad interna; sería, incluso, un escándalo y pondría en peligro la autonomía de todos los Estados.
6. «Ningún Estado en guerra con otro debe permitirse tales hostilidades que hagan imposible la confianza mutua en la paz futura, como el empleo en el otro Estado de asesinos (percussores), envenenadores (venefici), el quebrantamiento de capitulaciones, la inducción a la traición (perduellio), etc.» Estas son estratagemas deshonrosas, pues aun en plena guerra ha de existir alguna confianza en la mentalidad del enemigo, ya que de lo contrario no se podría acordar nunca la paz y las hostilidades se desviarían hacia una guerra de exterminio (bellum internecinum); la guerra es, ciertamente, el medio tristemente necesario en el estado de naturaleza para afirmar el derecho por la fuerza (estado de naturaleza donde no existe ningún tribunal de justicia que pueda juzgar con la fuerza del derecho); en la guerra ninguna de las dos partes puede ser declarada enemigo injusto (porque esto presupone ya una sentencia judicial) sino que el resultado entre ambas partes decide de qué lado está el derecho (igual que ante los llamados juicios de Dios); no puede concebirse, por el contrario, una guerra de castigo entre Estados (bellum punitivum) (pues no se da entre ellos la relación de un superior a un inferior). De todo esto se sigue que una guerra de exterminio, en la que puede producirse la desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo el derecho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre el gran cementerio de la especie humana y por consiguiente no puede permitirse ni una guerra semejante ni el uso de los medios conducentes a ella. Que los citados medios conducen inevitablemente a ella se desprende de que esas artes infernales, por sí mismas viles, cuando se utilizan no se mantienen por mucho tiempo dentro de los límites de la guerra sino que se trasladan también a la situación de paz, como ocurre, por ejemplo, en el empleo de espías (uti exploratoribus), en donde se aprovecha la indignidad de otros (la cual no puede eliminarse de golpe); de esta manera se destruiría por completo la voluntad de paz. Aunque todas las leyes citadas son leyes prohibitivas (leges prohibitivae) objetivamente, es decir, en la intención de los que detentan el poder, hay algunas que tienen una eficacia rígida, sin consideración de las circunstancias, que obligan inmediatamente a un no hacer (leges strictae, como los números 1, 5, 6), mientras que otras (como los números 2, 3, 4), sin ser excepciones a la norma jurídica, pero tomando en cuenta las circunstancias al ser aplicadas, ampliando subjetivamente la capacidad, contienen una autorización para aplazar la ejecución de la norma sin perder de vista el fin, que permite, por ejemplo, la demora en la restitución de ciertos Estados después de perdida la libertad del número 2, no ad calendas graecas (como solía prometer Augusto), lo que supondría su no realización, sino sólo para que la restitución no se haga de manera apresurada y de manera contraria a la propia intención. La prohibición afecta, en este caso, sólo al modo de adquisición, que no debe valer en lo sucesivo, pero no afecta a la posesión que, si bien no tiene el título jurídico necesario, sí fue considerada como conforme a derecho por la opinión pública de todos los Estados en su tiempo (en el de la adquisición putativa). Fuente: Kant, Immanuel. La paz perpetua. Presentación de Antonio Truyol y Serra. Traducción de Joaquín Abellán. Madrid. Editorial Tecnos, 1985.
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