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FILOSOFÍA MORAL Y CIENCIA POLÍTICA (página 2)

Enviado por latiniando


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5. El Estado democrático para Spinoza

En el capítulo XVI (titulado "De los fundamentos del Estado; del derecho natural y civil del individuo y del derecho de las supremas potestades") de su Tratado teológico-político, el filósofo racionalista holandés Baruch Spinoza analizó los que él consideraba fundamentos del Estado democrático. A continuación se puede leer un fragmento de dicho capítulo.

Fragmento de Tratado teológico-político. De Baruch Spinoza. Capítulo XVI. Así, pues, se puede formar una sociedad y lograr que todo pacto sea siempre observado con máxima fidelidad sin que ello contradiga al derecho natural, a condición que cada uno transfiera a la sociedad todo el derecho que él posee, de suerte que ella sola mantenga el supremo derecho de la naturaleza a todo, es decir, la potestad suprema, a la que todo el mundo tiene que obedecer, ya por propia iniciativa, ya por miedo al máximo suplicio. El derecho de dicha sociedad se llama democracia; ésta se define, pues, la asociación general de los hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede. De donde se sigue que la potestad suprema no está sometida a ninguna ley, sino que todos deben obedecerla en todo. Todos, en efecto, tuvieron que hacer, tácita o expresamente, este pacto, cuando le transfirieron a ella todo su poder de defenderse, esto es, todo su derecho. Porque, si quisieran conservar algo para sí, debieran haber previsto cómo podrían defenderlo con seguridad, pero, como no lo hicieron ni podían haberlo hecho sin dividir y, por tanto, destruir la potestad suprema, se sometieron totalmente, ipso facto al arbitrio de la suprema autoridad. Puesto que lo han hecho incondicionalmente (ya fuera, como hemos dicho porque la necesidad les obligó o porque la razón se lo aconsejó), se sigue que estamos obligados a cumplir absolutamente todas las órdenes de la potestad suprema, por más absurdas que sean, a menos que queramos ser enemigos del Estado y obrar contra la razón, que nos aconseja defenderlo con todas las fuerzas. Porque la razón nos manda cumplir dichas órdenes, a fin de que elijamos de dos males el menor. Adviértase, además, que cualquiera podía asumir fácilmente este peligro, a saber, de someterse incondicionalmente al poder y al arbitrio de otro. Ya que, según hemos demostrado, las supremas potestades sólo poseen este derecho de mandar cuanto quieran, en tanto en cuanto tienen realmente la suprema potestad; pues, si la pierden, pierden, al mismo tiempo, el derecho de mandarlo todo, el cual pasa a aquel o aquellos que lo han adquirido y pueden mantenerlo. Por eso, muy rara vez puede acontecer que las supremas potestades manden cosas muy absurdas, puesto que les interesa muchísimo velar por el bien común y dirigirlo todo conforme al dictamen de la razón, a fin de velar por sí mismas y conservar el mando. Pues, como dice Séneca, nadie mantuvo largo tiempo gobiernos violentos. Añádase a lo anterior que tales absurdos son menos de temer en un Estado democrático; es casi imposible, en efecto, que la mayor parte de una asamblea, si ésta es numerosa, se ponga de acuerdo en un absurdo. Lo impide, además, su mismo fundamento y su fin, el cual no es otro, según hemos visto, que evitar los absurdos del apetito y mantener a los hombres, en la medida de lo posible, dentro de los límites de la razón, a fin de que vivan en paz y concordia; si ese fundamento se suprime, se derrumbará fácilmente todo el edificio. Ocuparse de todo esto incumbe, pues, solamente a la suprema potestad; a los súbditos, en cambio, incumbe, como hemos dicho, cumplir sus órdenes y no reconocer otro derecho que el proclamado por la suprema autoridad.

Quizá alguien piense, sin embargo, que de este modo convertimos a los súbditos en esclavos, por creer que es esclavo quien obra por una orden, y libre quien vive a su antojo. Pero esto está muy lejos de ser verdad, ya que, en realidad, quien es llevado por sus apetitos y es incapaz de ver ni hacer nada que le sea útil, es esclavo al máximo; y sólo es libre aquel que vive con sinceridad bajo la sola guía de la razón. La acción realizada por un mandato, es decir; la obediencia suprime de algún modo la libertad; pero no es la obediencia, sino el fin de la acción, lo que hace a uno esclavo. Si el fin de la acción no es la utilidad del mismo agente, sino del que manda, entonces el agente es esclavo e inútil para sí. Ahora bien, en el Estado y en el gobierno, donde la suprema ley es la salvación del pueblo y no del que manda, quien obedece en todo a la suprema potestad, no debe ser considerado como esclavo inútil para sí mismo, sino como súbdito. De ahí que el Estado más libre será aquel cuyas leyes están fundadas en la sana razón, ya que en él todo el mundo puede ser libre, es decir, vivir sinceramente según la guía de la razón, donde quiera. Y así también, aunque los hijos tienen que obedecer en todo a sus padres, no por eso son esclavos: porque los preceptos paternos buscan, ante todo, la utilidad de los hijos. Admitimos, pues, una gran diferencia entre el esclavo, el hijo y el súbdito. Los definimos así: esclavo es quien está obligado a obedecer las órdenes del señor, que sólo buscan la utilidad del que manda; hijo, en cambio, es aquel que hace, por mandato de los padres, lo que le es útil; súbdito, finalmente, es aquel que hace, por mandato de la autoridad suprema, lo que es útil a la comunidad y, por tanto, también a él. Con esto pienso haber mostrado, con suficiente claridad, los fundamentos del Estado democrático. He tratado de él, con preferencia a todos los demás, porque me parecía el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo. Pues en este Estado, nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad, de la que él es una parte. En este sentido, siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural. Por otra parte, sólo he querido tratar expresamente de este Estado, porque responde al máximo al objetivo que me he propuesto, de tratar de las ventajas de la libertad en el Estado. Prescindo, pues, de los fundamentos de los demás Estados, ya que, para conocer sus derechos, tampoco es necesario que sepamos en dónde tuvieron su origen y en dónde lo tienen con frecuencia; esto lo sabemos ya con creces por cuanto hemos dicho. Efectivamente, a quien ostenta la suprema potestad, ya sea uno, ya varios, ya todos, le compete, sin duda alguna, el derecho supremo de mandar cuanto quiera. Por otra parte, quien ha transferido a otro, espontáneamente o por la fuerza, su poder de defenderse, le cedió completamente su derecho natural y decidió, por tanto, obedecerle plenamente en todo, y está obligado a hacerlo sin reservas, mientras el rey o los nobles o el pueblo conserven la potestad suprema que recibieron y que fue la razón de que los individuos les transfirieran su derecho. Y no es necesario añadir más a esto. Fuente: Spinoza, Baruch. Tratado teológico-político. Traducción, introducción, notas e índices de Atilano Domínguez. Madrid. Alianza Editorial, 1986.

Interpretación de Hobbes por E. Tierno Galván En el texto que se puede leer a continuación, el pensador y político socialista español Enrique Tierno Galván interpretó el pensamiento del teórico político inglés Thomas Hobbes, especialmente su concepción de los principios de Estado y poder. Estudio preliminar a Del ciudadano y Leviatán (de Thomas Hobbes). De Enrique Tierno Galván. Escribir un prólogo sencillo e informativo sobre Hobbes es difícil. Más difícil, a mi juicio, que escribir un ensayo con una interpretación nueva o renovada de Hobbes. Me parece que es un criterio que se podía generalizar diciendo que cuanto más original es un escritor, más fácil es ser original interpretando sus opiniones. Tendremos, pues, que hacer un esfuerzo para intentar la exposición sencilla y tradicional que conviene a una antología. Thomas Hobbes era hijo de clérigo. Los pueblos anglosajones han tenido en este sentido una evidente ventaja sobre los pueblos latinos, en los cuales la cultura renacentista no ha podido transmitirse, desde el plano teológico, en un medio familiar a la vez mundanal y ascético. La cultura latina moderna es en gran parte obra de sacerdotes; la cultura alemana y anglosajona, obra de hijos de sacerdotes. Los hijos de los clérigos pertenecían por derecho propio al Establishement inglés en el siglo XVII, y Hobbes estuvo cinco años en Oxford estudiando literatura clásica y aprendiendo los modales y costumbres de las clases superiores. En 1608, es decir, a los veinte años, fue preceptor, y más tarde secretario del hijo del primer conde de Devonshire. Conoció en este empleo a los nobles e intelectuales de más importancia en Inglaterra y Europa, y durante los años más receptivos oyó y leyó sobre las materias más dispares. El germen de sus doctrinas está en la experiencia de estos primeros años. Experiencia que sobrellevó como un pesado fardo toda su vida y que se puede reducir a esto: el hombre es un animal esencialmente egoísta, y la fórmula primera y fundamental del egoísmo es la supervivencia. La naturaleza en su plenitud y complejidad tiende a sobrevivir. En el animal hombre, la tendencia a sobrevivir se llama egoísmo.

La estancia de Hobbes en Europa está vinculada al miedo político, en particular; al miedo al poder, en general. La conexión que se puede descubrir entre su actitud vital y su pensamiento político descansa sobre todo en el miedo. Aunque es posible abstraer la noción de miedo, como Hobbes con tanta frecuencia hace, cada período cultural parece definido por una clase de miedo; miedo bíblico, miedo religioso, miedo moral, miedo político. En el siglo XVII predominó en Inglaterra, y en general en Europa, el miedo político. El Estado se había convertido en un instrumento de poder absoluto que absorbía los demás temores. Los castigos procedían del Estado, que asumía las funciones del poder máximo e incontrolado. De hecho el Estado, es decir, el complejo de poder organizado como gobierno, dirimía cualquier litigio. A ojos de los súbditos inspiraba miedo; el miedo político, que es en intensidad el más embargante y limitador de los miedos posibles. Para quien vive el miedo político nada conserva su sitio ni cualidad. El mundo se transforma en ojos y cadenas; unos vigilan, otras atan. Es, al mismo tiempo, miedo mental, en cuanto nace de la previsión del futuro; miedo psíquico, en cuanto tememos incurrir aquí y ahora en la ira de quien posee el poder, y miedo moral, en cuanto hace que nos temamos a nosotros mismos, pues nuestra propia valoración está disminuida y manchada por la conciencia de que tenemos miedo. Ante el miedo político, miedo al poder instituido como Estado, el miedo religioso es un miedo menor en cuanto atañe menos a nuestra convivencia. Temer el castigo del cielo puede ser, en muchos casos, incluso consolador. Para el hombre común el miedo político se pierde en el quehacer cotidiano y no tiene la vivencia aislada de él salvo en contadas ocasiones, pero el hombre culto superior teme de continuo al Estado cuando el Estado es una amenaza permanente en función de un poder que está a su vez condicionado por el miedo. El problema fundamental para Hobbes, que vivió bajo el signo del miedo político, fue, por consiguiente, el de encontrar una fórmula que pusiese al poder del Estado, concretamente al Soberano, más allá de cualquier posible temor, pues un poder que no teme no engendra miedo, sino sumisión y respeto. Por otra parte, no incurre en la arbitrariedad, pues el odio, el mal, etc., son consecuencia del miedo al daño que podemos sufrir de otro.

Una teoría que justificase un poder absoluto, que por ser absoluto en el orden político salvase del miedo, es una de las preocupaciones constantes de Hobbes. El miedo hobbesiano es muy concreto, es el miedo a la revolución, a «… return to the confusion of a desunite multitude»; pero la solución al problema debía encontrarla, pues así lo exigían las condiciones ideológicas de su tiempo, en un sistema completo del cual la política y la teoría del poder fuesen una parte.

El raciocinio de Hobbes es sumamente claro en sus líneas esenciales, aunque algo hay que advertir, después lo advertiremos, sobre la claridad hobbesiana. La ley natural básica es la ley de la supervivencia: todo lo que tiene vida tiende a supervivir, es decir, a permanecer viviendo. El miedo a que se interrumpa la supervivencia es consecuencia de la condición humana, que hace que cada hombre tienda a supervivir a costa de los demás. Si, partiendo de estos supuestos, los hombres actúan sin condicionar sus impulsos naturales, se destruirán los unos a los otros y el miedo aumentará constantemente, pues el más fuerte abusará del débil, pero temerá siempre a otro más fuerte que él. La violencia es progresiva e imparable en la medida en que el miedo lo es también. Hay, pues, algo parecido a un círculo vicioso del que sólo se puede salir constituyendo un poder político absoluto que vaya contra la naturaleza para garantizar la supervivencia destruyendo el miedo. En su esencia, pues, el poder político es un artificio que contradice la naturaleza, aunque es imprescindible para que la especie viva en el orden y elimine la constante destrucción o guerra de todos contra todos. En el seno del gran artificio político, es decir, la institución que hace posible las demás instituciones, el Estado o Leviatán, nada que vaya contra el poder político es lícito. La libertad del ciudadano está determinada por los términos del acuerdo en virtud del cual nació el Estado. Como Hobbes dice: «liberty of subjects cansisteth in liberty from convenants». En este sentido la religión es un hecho político y no se pueden mantener las libertades; la lealtad política es preferente e indivisible. Nadie puede oponerse al Estado ni servir a otro señor: en este sentido el Estado es un monstruo que nunca está satisfecho, y devora a quien se le opone. Pero entiéndase bien que la cláusula «en este sentido» es restrictiva y quiere decir que toda actividad del súbdito que no ponga en peligro el acuerdo que hizo nacer al Estado es lícita, permisible y buena. En el capítulo XXXI del Leviatán, en el párrafo primero, Hobbes lo dice con su acostumbrada exactitud y concisión: «That the condition of mere nature, that is to say, of absolute liberty such as is theirs, that neither are sovereigns, nor subjects is anarchy, and the condition of war: that the precepts by which men are guided to avoid that condition, are de laws of nature: that a commonwealth, without sovereign power, is but a word without substance, and cannot stand: that subject owe to sovereigns, simple obedience in all things wherein their obedience is not repugnant to the laws of God, I have sufficiently proved, in that which I have already written».

El problema consiste, por consiguiente, en determinar hasta qué limite las leyes de la naturaleza, que son las leyes de Dios, autorizan o desautorizan las órdenes de la República o Estado nacido del pacto o acuerdo entre los hombres. Pero Dios o naturaleza se muestran de diverso modo a los hombres, a saber, por razón, revelación o profecía: el medio más común y propio es la razón, es decir, la facultad de utilizar los nombres de mayor comprensión según las condiciones y significado de nuestro pensamiento. Siguiendo este criterio, el razonamiento dice que la única manera de que la naturaleza cumpla el principio de supervivencia, de acuerdo con el significado propio de las palabras más generales y las condiciones de nuestro pensamiento, es la formación del Estado; luego todo cuanto el Estado haga para garantizar nuestra supervivencia, según la razón, es propio de su absoluto poder. Desde este punto de vista, el poder del Estado es un poder razonable y divino. Pero el poder del Estado deja de ser natural, y, por consiguiente, divino, y, por consiguiente, razonable en dos casos: a) si en lugar de evitar el miedo lo produce y ocasiona la destrucción de la República o Estado; b) si traspone los límites de lo necesario y se constituye en un poder superfluo. Conviene tener presente que para Hobbes el miedo total, el terror, el terror pánico (panic terror), es el miedo que entrevé, pero no acaba de comprender su causa y objeto. Por otra parte, esta pasión se da en un conjunto o multitud de hombres. No es miedo personal; es miedo colectivo. El Estado tiene que cuidar de sus súbditos, no producir en ellos un terror pánico que retrotraería las cosas al estado de naturaleza, es decir, al estado previo al acuerdo o pacto y a la guerra de todos contra todos.

Por otra parte, no tiene, por ejemplo, por qué entrar en la religión o culto privado, ni perseguir a nadie por sus creencias religiosas o políticas, siempre que no atenten a la seguridad del pacto garantizado por el Estado. Como el lector ve por el anterior breve resumen, es muy difícil asimilar a Hobbes a la tradición absolutista. Parece que este criterio nació de la historiogragía política romántica. Sin embargo, los seguidores más inmediatos, Spinoza y Locke, llegaron a conclusiones democráticas partiendo de fórmulas semejantes a las de Hobbes.

Parece, ciertamente, que Hobbes buscaba el medio de fortalecer el poder político superando el miedo político, para lo cual imaginó un Estado en que el poder estuviese en manos del Soberano absolutamente, pero que se ejerciese democráticamente, es decir, con el consentimiento explícito de la mayoría. Críticos e historiadores han confundido la posesión absoluta del poder con el ejercicio absoluto del poder. En uno u otro contexto el valor de la expresión «absoluto» cambia. En el primer caso posee connotaciones metafísicas y quiere decir que no tiene superior en su orden; en el segundo posee connotaciones específicamente políticas y administrativas y quiere decir que impide, arbitrariamente, la participación de los ciudadanos en la formación y aplicación de las leyes. Esto último depende de la forma de gobernarse de cada República o Estado, pero lo primero es un atributo esencial de la soberanía admitido así desde Bodino, a quien Hobbes se limita en este caso a comentar. Pudiera citar muchos textos en ayuda de mi tesis, pero creo que el más significativo y aclarador es el párrafo 6 del capítulo XXVI, que se refiere a las «locas opiniones de algunos juristas relativas a la formación de las leyes». Es patente dice Hobbes, que todas las leyes, escritas y no escritas toman su autoridad y fuerza de la comunidad constituida por el pacto, es decir, del pueblo o de quien le representa («that is to say, from the will of the representantive»): si es una monarquía, un monarca; si es una democracia, una asamblea. Pero es absurdo pensar que quienes no son soberanos hagan la ley. Hacer las leyes es atributo específico del soberano. «Así, por ejemplo —dice—, que la ley común sólo puede controlarse por el Parlamento es verdad sólo cuando un Parlamento tiene el poder soberano y no puede reunirse o disolverse sino por su propia voluntad… Pero si no tiene tal derecho, quien controla la ley no es el Parlamento (Parliamentum), sino el rey en el Parlamento, rex in Parliamento.»

Desde luego Hobbes defendía la monarquía absoluta y estaba convencido de que era la mejor forma de Gobierno, pero la monarquía absoluta no es una consecuencia de los principios lógicos del pacto político fundamental ni implica un ejercicio arbitrario y por completo personal del poder. De los principios lógicos del pacto se deriva cualquier forma de gobierno, y el proceso histórico del pensamiento político posterior demuestra que en la teoría hobbesiana del pacto estaba incoada la moderna teoría democrática.

Por otra parte, quizás sea conveniente corregir la simplificación implícita en cualquier resumen de una teoría complicada. El pensamiento de Hobbes es siempre un poco ajeno. El lector piensa que queda algo detrás que no se dice, bien por temor, bien porque no se ha encontrado fórmula adecuada para decirlo. La pretensión de coherencia formal completa, es decir, construir un sistema poderoso y resistente, de Hobbes, cae principalmente por motivos psicológicos. Desde joven daba vueltas a los mismos temas, hasta el punto de repetirse con cambios muy ligeros en las diferentes obras y haber podido incluir una obra intelectual abundante en un solo libro, el Leviatán. Esta obsesión por muy pocos temas, enlazados entre sí inextricablemente, da una especial opacidad a su pensamiento, pues de un modo u otro todo lo que los demás han dicho quiere decirlo él de nuevo y a su modo. Es cierto que trató de casi todas las cosas que despertaban la curiosidad intelectual de su tiempo, pero pensando siempre desde estos temas fundamentales: el lenguaje, la sensibilidad, la guerra y el poder. En el conjunto de su obra hay una lógica formal que procede de un análisis semántico, una teoría del conocimiento que procede del análisis de la sensación, una teoría de la convivencia que nace del análisis de la guerra como condición primordial de la naturaleza gregaria del hombre y una teoría del poder político que nace de la necesidad de vivir sin miedo. Es más que probable que la gloria de la originalidad le viniera a Hobbes de Bacon. Pero el orgullo intelectual de Hobbes le impide testimoniar algo tan evidente como la dependencia estilística e intelectual con el autor del Novum Organon. Entre millones de diferencias les une algo irrompible, la natural y cultivada condición de rechazar los prejuicios.

Ningún otro pensador de su tiempo, Spinoza incluido, conexionó como elementos básicos de un sistema sectores del conocimiento tan lejanos entre sí como el lenguaje y la guerra. Hobbes lo hace y rompe, pudiéramos decir, la dignidad metafísica de la abstracción. En el método hobbesiano hay una especie de igualdad en el tratamiento y atención respecto de las cosas, que no sólo corresponde a un criterio pragmático, sino a una clara aversión al mecanismo intelectual de la escolástica y una gran vitalidad que en el fondo le hacía enemigo de conceder nada sin haber puesto su sello primero. No deja al lector que induzca y complete; a Hobbes hay que leerle interpretándole.

Esta peculiaridad mental, que es muy propia de la cultura británica, oscurece los sistemas, y el lector continental encuentra un escritor huidizo y de un modo u otro siempre un poco ajeno. Sin embargo, siempre que la inteligencia piensa desde los intereses más inmediatos, Hobbes tiene, por su inmediaticidad vital, un interés moderno. No es tan sólo un clásico. Parece cierto lo que dice M. Oakeshott en la introducción a su edición (Blackwell's Political Tests, Oxford), del Leviatán: que en Hobbes no hay ningún hiatus entre su personalidad y su filosofía. Por último, advertiremos que esta antología no pretende otra cosa más que aproximar, al lector interesado por los temas y autores clásicos que aún tienen vigencia, a los textos directos de la obra de Hobbes en las partes más expresivas. Fuente: Hobbes, Thomas. Del ciudadano y Leviatán. Estudio preliminar y antología de Enrique Tierno Galván. Traducción de Enrique Tierno Galván y M. Sánchez Sarto. Madrid. Editorial Tecnos, 1987.

6. Bibliografía

Blas, Andrés y Pastor, Jaime (coordinadores). Fundamentos de Ciencia Política. Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1997. Interesante manual de referencia, con abundantes datos bibliográficos. Caminal, M. (coord.). Manual de Ciencia Política. Madrid: Editorial Tecnos, 1996. Texto introductorio, con carácter de manual, realizado por diversos especialistas. Duverger, Maurice. Introducción a la política. Barcelona: Editorial Ariel, 8ª ed., 1983. Clásico e interesante estudio, con una estructura de gran claridad. García Cotarelo, Ramón. Introducción a la ciencia política. Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia, 6ª ed., 1994. Obra de referencia, con carácter de manual, sobre los aspectos fundamentales de la ciencia política. Mars, D. y Stocker, G. Teoría y métodos en Ciencia Política. Madrid: Alianza Editorial, 1997. Competente análisis de los métodos de investigación fundamentales en el estudio de la teoría política. Pastor, Manuel. Fundamentos de la ciencia política. Madrid: McGraw-Hill – Interamericana de España, 1994. Válida descripción de algunos aspectos centrales de la teoría política. Adam Smith Blaug, Mark. Teoría económica en retrospección. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1985. Completo y sintético análisis del entramado teórico de Adam Smith. Napoleoni, Claudio. Fisiocracia, Smith, Ricardo, Marx. Barcelona: Oikos-Tau Ediciones, 5ª ed., 1983. Análisis comparativo de gran interés. O'Brien, D. P. Los economistas clásicos. Madrid: Alianza Editorial, 1989. Revisión de los economistas clásicos como comunidad científica, subrayando las aportaciones específicas de cada uno. Rae, John. Life of Adam Smith. Nueva York, 1965. La mejor de todas las biografías escritas sobre Smith. Schumpeter, Joseph A. Historia del Análisis Económico. Barcelona: Editorial Ariel, 1971. El punto de vista es sorprendente, puesto que Schumpeter parte de la idea de que Smith no aportó nada original a la economía.

 

 

Autor:

Lic. José Luis Dell'Ordine Buenos Aires – Argentina http://fundaciontm.ecomundo.com.ar

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