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La democracia victoriosa a la democracia criminal

Enviado por ricardo peña


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    De la democracia victoriosa a la democracia criminal – Monografias.com

    De la democracia victoriosa a la democracia criminal

    «La democracia nace en Medio-Oriente»: bajo este título, un diario que porta la bandera del liberalismo económico celebraba, hace algunos meses, el suceso de la selecciones en Irak y las manifestaciones anti-sirias de Beirut

    1 Este elogio de la democracia victoriosa era acompañado solamente de comentarios que precisaban la naturaleza y los límites de esta democracia. Triunfaba, nos explicaba en primer lugar, pese a las protestas de los idealistas, para los que la democracia es el gobierno del pueblo por sí mismo y no puede, por tanto, ser inducida desde el exterior por la fuerza de las armas. Triunfaba, entonces, si se sabía considerarla desde un punto de vista realista, separando sus beneficios prácticos de la utopía del gobierno del pueblo por sí mismo. Pero la lección dada a los idealistas nos comprometía también a ser realistas hasta el fin. La democracia triunfaba, pero había que comprender todo lo que su triunfo significaba: dar la democracia a un pueblo no es sólo darle los beneficios del Estado constitucional, las elecciones y la prensa libre. Es, también, darle el desorden. Recordamos la declaración del ministro americano de la Defensa a propósito de los saqueos que se siguieron a la caída de Saddam Hussein. Hemos dado la libertad a los iraquianos, decía básicamente. Ahora, la libertad es también la libertad de decir mal. Esta declaración no es sólo una broma de circunstancia. Forma parte de una lógica que puede ser reconstituida a partir de sus miembros disjuntos: es porque la democracia no es el idilio del gobierno del pueblo por sí mismo, porque es el desorden de las pasiones ávidas de satisfacción, que puede e incluso debe ser dada desde el exterior, por las armas de una superpotencia, entendiendo por superpotencia no simplemente un Estado que dispone de una potencia militar desproporcionada, sino, más generalmente, el poder de controlar el desorden democrático. Los comentarios que acompañan las expediciones destinadas a propagar la democracia en el mundo nos recuerdan, así, argumentos más antiguos que evocaban igualmente la irresistible expansión de la democracia, aunque de un modo mucho menos triunfal. Parafrasean, en efecto, los análisis presentados treinta años antes, enla Conferencia Trilateral, para poner en evidencia lo que se llamaba entonces la crisis  de la democracia

    1 «Democracy stirs in the Middle East»,

    The Economist 

    , 5/11 de marzo de 2005

    2 .La democracia nace en la estela de las armadas americanas, pese a los idealistas que protestan en el nombre del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Ya hace treinta años, la relación acusaba el mismo género de idealistas, «value-oriented intellectuals » que se nutrían una cultura de oposición y cultivaban un exceso de actividad democrática, fatal para la autoridad de la cosa pública como para la acción pragmática de los « policy-oriented intellectuals ».

    La democracia nace, pero el desorden nace con ella: los saqueadores de Bagdad, que aprovechan la nueva libertad democrática para aumentar su bien en detrimento de la propiedad común, recuerdan, a su manera un poco primitiva, uno de los grandes argumentos que establecían, hace treinta años, la «crisis» de la democracia: la democracia, decían los periodistas,significa el aumento irresistible de las demandas que hacen presión sobre los gobiernos, entraña la decadencia de la autoridad, y torna a los individuos y a los grupos reacios a la disciplina y a los sacrificios requeridos por el interés común. Así, los argumentos que sostienen las campañas militares destinadas al desarrollo mundial de la democracia revelan la paradoja que encubre hoy el uso dominante de esta palabra. La democracia parece tener dos adversarios. Por un lado ,se opone a un enemigo claramente identificado, el gobierno de lo arbitrario, el gobierno sin límite que se llama según los tiempos tiranía, dictadura o totalitarismo. Pero esta oposición evidente recubre otra, más íntima. El buen gobierno democrático es el que es capaz de controlar un mal que se llama simplemente vida democrática.

    Es la demostración que era hecha a lo largo de The Crisis of Democracy  : lo que provoca la crisis del gobierno democrático no es otra cosa que la intensidad de la Vida democrática. Pero esta intensidad de la vida democrática se presentaba bajo un doble aspecto. Por un lado, la «vida democrática» se identificaba con el principio anárquico que afirma un poder del pueblo, del que los Estados Unidos como otros Estados occidentales habían conocido, en los años 1960 y 1970, las consecuencias más extremas: la permanencia de una contestación militante que interviene sobretodos los aspectos de la actividad de los Estados y desafía todos los principios del buen gobierno: la autoridad de los poderes públicos, el saber de los expertos y el saber-hacer de los pragmáticos. Sin duda, el remedio para este exceso de vitalidad democrática es conocido desde Pisístrato, si se cree en Aristóteles

    2 Michel Crozier, Samuel P. Huntington, Jôji Watanaki,

    The Crisis of Democracy: report on the governability of democracies to the Trilateral Commission 

    , New York University Press, 1975. La comisión trilateral, suerte de club de reflexión conjunta de hombres de Estado, expertos y hombres de asuntos de losEstados Unidos, Europa del Este y del Japón, había sido formada en 1972. Se cree a menudo que elaboró las ideas del futuro «nuevo orden mundial»

    3. Consiste en orientar hacia otros fines las energías febriles que aparecen sobre la escena pública, para desviarlas hacia la búsqueda de la prosperidad material, la felicidad privada y los lazos sociales. Desgraciadamente, la buena solución revelaba enseguida su reverso: disminuir las energías políticas excesivas, favorecer la búsqueda de la felicidad individual y las relaciones sociales, era favorecer la vitalidad de una vida privada y de formas de interacción social que entrañaban una multiplicación de las aspiraciones y las demandas. Y esto, seguramente, tenía un doble efecto: tornaba a los ciudadanos despreocupados del bien público y minaba la autoridad de los gobiernos encargados de responder a esta espiral de demandas que emanan de la sociedad. El enfrentamiento de la vitalidad democrática tomaba así la forma de un dilema simple de resumir: o bien la vida democrática significaba una larga participación popular en la discusión de los asuntos públicos, y era algo malo. Obien significaba una forma de vida social que dirigía las energías hacia lassatisfacciones individuales, y era también algo malo. La buena democracia debía ser entonces la forma de gobierno y de vida social apta para dominar el doble exceso de actividad colectiva o de retiro individual inherente a la vida democrática. Tal es la forma ordinaria bajo la cual los expertos enuncian la paradoja democrática: la democracia, como forma de vida política y social, es el reino del exceso. Este exceso significa la ruina del gobierno democrático y debe entonces ser reprimido por él. Esta cuadratura del círculo excitó ayer la ingeniosidad de los artistas en constituciones. Pero este género de arte, hoy, ya casi no es estimado. Los gobernantes se las arreglan bien sin él. Que las democracias sean «ingobernables» prueba sobradamente la necesidad que tienen de ser gobernadas, y es para ellos una legitimación suficiente del cuidado que se toman justamente en gobernarlas. Pero las virtudes del empirismo gubernamental prácticamente no pueden convencer más quea los que gobiernan. Los intelectuales tienen necesidad de otra moneda, sobre todode este lado del Atlántico y sobre todo en nuestro país, donde están a la vez muy próximos del poder y excluidos de su ejercicio. Una paradoja empírica, para ellos, no puede tratarse por las armas del bricolaje gubernamental. Ellos ven la consecuencia de un vicio original, de una perversión en el corazón mismo de la civilización, que tratan de capturar en su principio. Para ellos se trata, en efecto, de desatar el equívoco del nombre, de hacer de «democracia», no ya el nombre común de un mal, ni el del bien capaz de curarlo, sino el único nombre del mal que nos corrompe. Mientras que las armadas americanas trabajaban por la expansión democrática en Irak, un libro aparecía en Francia que exponía bajo otra luz la cuestión de la democracia en Medio-Oriente. Se llamaba

    Las inclinaciones criminales de la Europa democrática 

    . El autor, Jean-Claude Milner, desenvolvía, a través de un análisis sutil y apretado, una tesis tan simple como radical. El crimen presente de la democracia europea era pedir la paz a Medio-Oriente, es decir, una solución pacífica del conflicto israelo-palestiniano. Ahora, esta paz no podía significar más que una cosa, la destrucción de Israel. Las democracias europeas proponían su paz para resolver el problema israelita. Pero la paz democrática europea no era nada más que el resultado de la exterminación de los Judíos de Europa. La Europa unida en la paz y la democracia habían sido hechas posibles después de 1945 por una sola razón: porque el territorio europeo se había encontrado, por el suceso del genocidio nazi, despejado del único pueblo que era un obstáculo para la realización de su sueño, a Jean-Claude Milner: Filósofo francés nacido en 1941, estudió en Paris y en los Estados Unidos, es profesor de lingüística en la Universidad Paris VII. Entre sus obras se destacan:

    Les penchants criminels de l'Europe démocratique 

    (2003), Existe-t-il une vie intellectuelle en France? 

    (2002),Le Périple structural, Figures et paradigmes 

    (2002),Le Salaire de l"idéal 

    (1997), y De l"école (1984

    Saber, los Judíos. La Europa sin fronteras es, en efecto, la disolución de la política, que ha sido siempre asunto de totalidades limitadas. La democracia moderna significa la destrucción del límite político por la ley de ilimitación propia de la sociedad moderna. Esta voluntad de ir más allá de todo límite es a la vez servido y emblematizado por la invención moderna por excelencia, la técnica. Esta culmina hoy en la voluntad de deshacerse, por las técnicas de manipulación genética y de inseminación artificial, de las leyes mismas de la división sexual, de la reproducción sexuada y de la filiación. La democracia europea es el modo de sociedad que sostiene esta voluntad. Para llegar a sus fines, le hacía falta, según Milner, ser librada del pueblo cuyo principio mismo de existencia es el de la filiación y la transmisión, el pueblo portador del nombre que significa este principio, el pueblo portador del nombre judío. Es, decía, precisamente lo que ha aportado el genocidio de la sociedad democrática, la invención técnica de la cámara de gas. La Europa democrática, concluía, ha nacido del genocidio, y prosigue la tarea proponiéndose someter el Estado judío a las condiciones de su paz, que son las condiciones de la exterminación de los Judíos. Hay varias maneras de considerar esta argumentación. Se pueden oponer a su radicalidad las razones del sentido común y de la exactitud histórica, preguntando, por ejemplo, si el régimen nazi puede también ser considerado como un agente del triunfo europeo de la democracia; así como puede apelarse a alguna regla de la razón o la teleología providencial de la historia. O se puede, por el contrario, analizar la coherencia interna a partir del corazón del pensamiento de su autor, esto es, una teoría del nombre, articulada por la triplicidad lacaniana de lo simbólico, lo imaginario y lo real

    4 . Yo tomaría aquí una tercera vía: considerar el núcleo de la argumentación, no según su extravagancia a la mirada del sentido común o super tenencia al tejido conceptual del pensamiento del autor, sino desde el punto de vista del paisaje común que esta argumentación singular permite reconstituir, de lo que nos deja entrever del desplazamiento sufrido por la palabra democracia, en dos décadas, en la opinión intelectual dominante.

    4 Nos referiremos para esto al libro maestro de Jean-Claude Milner,

    Los nombres indistintos 

    Les noms indistincts , Le Seuil, 1983)

    Este desplazamiento se resume, en el libro de Milner, por la conjunción de dos tesis: la primera coloca en oposición radical el nombre de judío y el de democracia; la segunda hace de esta oposición una repartición entre dos humanidades: una humanidad fiel al principio de la filiación y de la transmisión, y una humanidad que descuida este principio, persiguiendo un ideal de autodestrucción. Judío y democrático están en oposición radical. Esta tesis marca la inversión de lo que estructuraba todavía, en el tiempo de la guerra de los Seis Días o la guerra del Sinaí,la percepción dominante de la democracia. Se glorificaba entonces a Israel por ser una democracia. Se entendía por esto una sociedad gobernada por un Estado que aseguraba a la vez la libertad de los individuos y la participación de la mayoría en la vida pública. Las declaraciones de los derechos del hombre representaban la constitución de esta relación de equilibrio entre la potencia reconocida de la colectividad y la libertad garantida de los individuos. Lo contrario de la democracia se llamaba entonces totalitarismo. El lenguaje dominante llamaba totalitarios a los Estados que negaban al mismo tiempo, en nombre de la potencia de la colectividad, los derechos de los individuos y las formas constitucionales de la expresión colectiva: elecciones libres, libertades de expresión y de asociación. El nombre de totalitarismo quería significar el principio mismo de esta doble negación. El Estado total era el Estado que suprimía la dualidad del Estado y de la sociedad, extendiendo su esfera de ejercicio a la totalidad de la vida de una colectividad. Nazismo y comunismo eran percibidos como los dos paradigmas de este totalitarismo, fundados sobre dos conceptos que pretendían trascender la separación entre Estado y sociedad, los de raza y clase. El Estado nazi era considerado según el punto de vista que él mismo había afirmado, el del Estado fundado sobre la raza. Se consideraba el genocidio judío, entonces, como la realización de la voluntad declarada por este Estado de suprimir una raza degenerada y portadora de  degeneración. El libro de Milner ofrece el exacto reverso de esta creencia antes dominante: la virtud de Israel es, en adelante, significar lo contrario del principio democrático; el concepto de totalitarismo ha perdido todo uso, el régimen nazi y su política racial toda especificidad. Hay en esto una razón muy simple: las prioridades que ayer eran atribuidas al totalitarismo, concebido como un Estado que devoraba a la sociedad, han devenido simplemente las propiedades de la democracia, concebida como una sociedad que devora al Estado. Si Hitler, cuya preocupación dominante no era la expansión de la democracia, puede ser visto como el agente providencial de esta expansión es porque los anti-demócratas de hoy llaman democracia a la misma cosa que los celadores de la «democracia liberal» de ayer llamaban totalitarismo: la misma cosa al revés. Lo que se denunciaba antes como principio estatal de la totalidad cerrada es denunciado ahora como principio social de ilimitación. Este principio llamado democracia deviene el principio englobante de la modernidad tomada como totalidad histórica y mundial, a la que se opone sólo el nombre judío como principio de la tradición humana mantenida. El pensador americano de la «crisis de la democracia» puede todavía oponer, a título de «choque de civilizaciones», la democracia occidental y cristiana a un Islam sinónimo de un Oriente despótico

    5. El pensador francés del crimen democrático propone una versión radicalizada de la guerra de civilizaciones, que opone democracia, cristianismo e Islam confundidos, ala sola excepción judía. Se puede entonces, en un primer análisis, delimitar el principio del nuevo discurso antidemocrático. El retrato que traza de la democracia está hecho de trazos que antes se atribuían al totalitarismo. Pasa entonces por un proceso de desfiguración: como si el concepto de totalitarismo, forjado por las necesidades de la guerra fría, luego de tornarse inútil, permitiese todavía que sus trazos pudiesen ser desmantelados y recompuestos para rehacer el retrato de lo que era su supuesta contrapartida, la democracia. Se pueden seguir las etapas de este proceso de desfiguración y de recomposición. Comenzó alrededor de los años ochenta por una primera operación que ponía en causa la oposición de los dos términos. El terreno era el de la reconsideración de la herencia revolucionaria de la democracia. Se ha señalado justamente el rol jugado por la obra de François Furet  Francesa , publicada en 1978. Pero casi no se ha reparado en el doble aspecto que teníade la operación. Remitir el Terror al corazón de la revolución democrática era, al nivel más visible, destruir la oposición que había estructurado la opinión dominante. Totalitarismo y democracia, enseñaba Furet, no son dos opuestos verdaderos. El reino del terror estalinista era anticipado en el reino del terror revolucionario. Ahora, este no era un desliz de la Revolución, era consustancial a su proyecto; era una necesidad inherente a la esencia misma de la revolución democrática. Deducir el terror estalinista del terror revolucionario francés no era en sí algo nuevo. Este análisis podía integrarse a la clásica oposición entre la democracia parlamentar y liberal, fundada sobre la restricción del Estado y la defensa de las libertades individuales, y la democracia radical e igualitaria, sacrificando los derechos de los individuos a la religión de lo colectivo y a la furia ciega de las muchedumbres. La renovada denuncia de la democracia terrorista parecía entonces conducir a la refundación de una democracia liberal y pragmática, finalmente liberada de los fantasmas revolucionarios del cuerpo colectivo Pero esta simple lectura olvida el doble aspecto de la operación. Porque lacrítica del Terror tiene doble fondo. La llamada crítica liberal, que llama rigores totalitarios de la igualdad a la sensata república de las libertades individuales y de la representación parlamentar, ha estado desde el origen subordinada a otra crítica, para la que el pecado de la revolución no es su colectivismo, sino, al contrario, su individualismo. Según esta perspectiva, la Revolución francesa ha sido terrorista, no por haber desconocido los derechos de los individuos, sino, al contrario, por haberlos consagrado. Iniciada por los teóricos de la contra-revolución al día siguiente de la Revolución francesa, retomada por los socialistas utópicos en la primera mitad del siglo XIX, consagrada al fin del mismo siglo por la joven ciencia sociológica, esta lectura predominante se enuncia así: la revolución es la consecuencia del pensamiento de las Luces y de su primer principio, la doctrina «protestante», que eleva el juicio de los individuos aislados al lugar de las estructuras y de las creencias colectivas. Rompiendo las viejas solidaridades que habían tejido

    *Pensar la Revolución 

    5 Samuel P. Huntington,

    Le choc des civilisations 

    , Paris, Odile Jacob, 1997.

    *François Furet (1927-1997): Historiador francés, emprende una investigación sobre la revolución francesa en el C.N.R.S. entre 1956 y 1960, de la cual resultarían sus obras:

    La Révolution française  (1965),

    Penser la Révolution française (1978),

    Dictionnaire critique de la Révolution Française (1992) y Le Siècl

    de l'avènement républicain (1993). También es conocido por su crítica del comunismo:

    Le Passé d'une illusion essai sur l'idée communiste au XXe siècle (1995)

     Lentamente monarquía, nobleza e Iglesia, la revolución protestante ha disuelto el lazo social y atomizado a los individuos. El Terror es la consecuencia rigurosa de esta disolución y de la voluntad de recrear, por el artificio de las leyes y de las instituciones, un lazo que sólo las solidaridades naturales e históricas pueden tejer. Esta es la doctrina que el libro de Furet apreciaba. El terror revolucionario ,mostraba, era consustancial a la Revolución misma, porque toda la dramaturgia revolucionaria estaba fundada sobre la ignorancia de las realidades históricas profundas que la hacían posible. Ignoraba que la verdadera revolución, la de las instituciones y las costumbres, ya estaba hecha en la profundidad de la sociedad y las ruedas de la máquina monárquica. La Revolución, desde entonces, no podía ser más que la ilusión de comenzar de nuevo, sobre el modo de la voluntad conciente, una revolución ya realizada. No podía ser más que el artificio del Terror, esforzándose por dar un cuerpo imaginario a una sociedad deshecha. El análisis de Furet se reclamaba de las tesis de Claude Lefort sobre la democracia como poder desincorporado

    6 Pero esta se fundaba todavía más sobre la obra que le proveía los materiales de su razonamiento, esto es, la tesis de Augustin Cochin que denunciaba el rol de las «sociedades de pensamiento» en el origen de la Revolución francesa

    7  Augustin Cochin señalaba Furet, no era solamente un realista partidario de la Acción francesa, era también un espíritu nutrido por la ciencia sociológica durkehimiana. Era, de hecho, el exacto legatario de esta crítica de la revolución«idividualista», transmitida por la contra-revolución al pensamiento «liberal» y a lasociología republicana, que es el fundamento real de las denuncias de «totalitarismo»

    revolucionario. El liberalismo fijado por la intelligentsia  francesa desde los añosochenta es una doctrina de doble fondo. Detrás de la reverencia a las Luces y a latradición anglo-americana de la democracia liberal y los derechos del individuo, sereconoce la denuncia muy francesa de la revolución individualista que desgarra elcuerpo social.Este doble aspecto de la crítica de la revolución permite comprender laformación antidemocrática contemporánea. Permite comprender la inversión deldiscurso sobre la democracia que sigue al hundimiento del imperio soviético. Por unlado, la caída de este imperio fue saludada, durante un período muy breve, comouna victoria de la democracia sobre el totalitarismo, la victoria de las libertadesindividuales sobre la opresión estatal, simbolizada por los derechos del hombre, delos que se reclamaban los disidentes soviéticos o los obreros polacos. Estosderechos «formales» habían sido el primer objetivo de la crítica marxista, y elhundimiento de los regimenes edificados sobre la pretensión de promover una«democracia real» parecía marcar su revancha. Pero detrás del saludo obligado a los victoriosos derechos del hombre y a la democracia recuperada, ocurría lo contrario.En tanto que el concepto de totalitarismo ya no tenía uso, la oposición de una buenademocracia de los derechos del hombre y de las libertades individuales, a la malademocracia igualitaria y colectivista, caía igualmente en desuso. La crítica de losderechos del hombre recuperaba inmediatamente todos sus derechos. Podíadeclinarse a la manera de Hannah Arendt: los derechos del hombre son una ilusión,porque son los derechos de este hombre desnudo que no tiene derechos. Son losderechos ilusorios de los hombres que los regimenes tiránicos han expulsado de suscasas, de sus países y de toda ciudadanía. Se conoce el favor que ha ganado esteanálisis recientemente. Por un lado, ha venido oportunamente a sostener lascampañas humanitarias y libertadoras de Estados, tomando, a cuenta de lademocracia militante y militar, la defensa de los derechos de estos sin-derechos. Porotro, ha inspirado el análisis de Giorgio Agamben, haciendo del «estado de excepción» el contenido real de nuestra democracia

    Claude Lefort: Nacido en Paris en 1924, es profesor de filosofía y doctor en ciencias humanas.Fue uno de los fundadores de Socialisme et Barbarie 

    (1948-1958). Especialista en Merleau-Ponty, sededicó a explorar la relación que los filósofos contemporáneos traban con la democracia moderna y el totalitarismo. Entre sus obras se destacan:

    Eléments d'une critique de la bureaucratie 

    (1971),

    Un homme en trop, essai sur l'archipel du goulag de Soljénitsyne 

    (1975),Les formes de l'histoire 

    (1978),L'Invention démocratique (1981),Écrire à l'épreuve du politique (1992) y La Complication (1999).

    6 Cf. Claude Lefort, L"Invention démocratique: les limites de la domination totalitaire , Paris, Fayard, 1981.

    7 Augustin Cochin,Les Sociétés de pensée et la démocratie moderne Paris, Copernic, 1978.

    Augustin Cochin (1876-1916): «Probablemente el más desconocido de los historiadores de larevolución francesa», según las palabras de François Furet, se destaca por el estudio que consagra alterror durante el gobierno revolucionario de 1793-1794. En 1909, en respuesta a las críticas de Alphonse Aulard a la obra de Taine, publica

    8. Pero la crítica podía tambiéndeclinarse a la manera de ese marxismo que la caída del imperio soviético y eldebilitamiento de los movimientos de emancipación en Occidente poníanuevamente a disposición para cualquier uso: los derechos del hombre son losderechos de los individuos egoístas de la sociedad burguesa. Todo está en saber quiénes son estos individuos egoístas. Marx entendía poresto los detentores de los medios de producción, esto es, la clase dominante, de laque el Estado de los derechos del hombre era, según él, el instrumento. La sabiduríacontemporánea entiende las cosas de otra manera. Y, de hecho, basta una serie deínfimos deslizamientos para dar a los individuos egoístas un rostro completamentediferente. Remplacemos, en primer lugar, lo que se nos acordará con gusto,«individuos egoístas» por «consumidores ávidos». Identifiquemos estosconsumidores ávidos a una especie social histórica, el «hombre democrático». Acordémonos, en fin, de que la democracia es el régimen de la igualdad y podremosconcluir: los individuos egoístas son los hombres democráticos. Y la generalizaciónde las relaciones mercantiles, de las que los derechos del hombre son el emblema,no es otra cosa que la realización de la exigencia febril de igualdad que trabaja losindividuos democráticos y arruina la búsqueda del bien común encarnada en elEstado.Escuchemos, por ejemplo, la música de las frases que nos describen el tristeestado en que nos pone el reino de lo que el autor llama la democracia providencial 

    : «Lasrelaciones entre el enfermo y el médico, el abogado y su cliente, el padre y elcreyente, el profesor y el estudiante, el trabajador y el asistido, se conforman cada vez más al modelo de las relaciones contractuales entre individuos iguales, sobre elmodelo de las relaciones fundamentalmente igualitarias que se establecen entre unprestatario de servicios y su cliente. El hombre democrático se impacienta ante todacompetencia, incluyendo la del médico o la del abogado, que ponga en causa supropia soberanía. Las relaciones que traba con los otros pierden su horizontepolítico o metafísico. Todas las prácticas profesionales tienden a banalizarse (…) el médico deviene progresivamente un asalariado de la Seguridad social; el padre untrabajador social y un distribuidor de sacramentos (…) La dimensión de lo sagrado – la de la creencia religiosa, la de la vida y la muerte, la de los valores humanistas opolíticos– se debilita. Las profesiones que instituían una forma, incluso indirecta omodesta, a los valores colectivos, son tocadas por el agotamiento de la trascendenciacolectiva, quiere que sea religiosa o política»

    .Esta larga lamentación pretende describirnos el estado de nuestro mundo talcomo lo ha forjado el hombre democrático en sus diversas figuras: consumidorindiferente de medicamentos o de sacramentos; sindicalista a la búsqueda de obtenersiempre más del Estado-providencia; representante de minoría étnica exigiendo elreconocimiento de su identidad; feminista militante por las cuotas; alumno queconsidera la Escuela como un supermercado donde el cliente es rey. Pero,evidentemente, la música de estas frases que dicen describir nuestro mundocotidiano en la época de los hipermercados y de la tele-realidad, viene de más lejos.Esta «descripción» de nuestro cotidiano del año 2002 ya ha sido hecha, tal cual, haceciento y cincuenta años, en las páginas del

     Manifiesto comunista : la burguesía «haahogado los temblores sagrados del éxtasis, del entusiasmo caballeresco, delsentimentalismo pequeño-burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hechode la dignidad personal un simple valor de cambio; ha substituido a las numerososlibertades tan caramente conquistadas la única e impiadosa libertad del comercio».Ha «despojado de su aureola todas las actividades que hasta aquí pasaban por venerables y que se consideraba con santo respeto. Del médico, del jurista, del padre,del poeta, del sabio, ha hecho asalariados a su servicio».La descripción de los fenómenos es la misma. Lo que el sociólogocontemporáneo aporta de propio no son nuevos hechos, es una interpretaciónnueva. El conjunto de los hechos tiene para él una sola causa: la impaciencia delhombre democrático, que trata toda relación según un solo y mismo modelo: «las relaciones  fundamentalmente igualitarias que se establecen entre un prestatario deservicios y su cliente»

    . El texto original nos decía: la burguesía «ha sustituido lasnumerosas libertades tan caramente adquiridas por la única  e impiadosa libertad delcomercio»: la única igualdad que conoce es la igualdad mercantil, la cual reposasobre la explotación brutal y desvergonzada, sobre la desigualdad fundamental de larelación entre el «prestatario» del servicio-trabajo y del «cliente» que compra sufuerza de trabajo. El texto modificado ha sustituido a «la burguesía» por otro sujeto,«el hombre democrático». A partir de ahí, es posible transformar el reino de laexplotación en reino de la igualdad, e identificar sin más cumplidos la igualdaddemocrática al «intercambio igual» de la prestación mercantil. El texto revisto y corregido de Marx nos dice brevemente: la igualdad de los derechos del hombretraduce la «igualdad» de la relación de explotación que es el ideal acabado de lossueños del hombre democrático.La ecuación democracia=ilimitación=sociedad, que sostiene la denuncia de los«crímenes» de la democracia, presupone entonces una triple operación: hace falta, enprimer lugar, volver a llevar la democracia a una forma de sociedad; en segundolugar, identificar esta forma de sociedad al reino del individuo igualitario,subsumiendo bajo este concepto toda suerte de propiedades discordantes, desde elgran consumo hasta las reivindicaciones de los derechos de la minorías, pasando porlas luchas sindicales; y, en fin, poner a cuenta de la «sociedad individualista demasas», así identificada a la democracia, la búsqueda de un crecimiento indefinido,inherente a la lógica de la economía capitalista.Este rebatimiento de lo político, lo sociológico y lo económico, sobre un soloplano, se reclama a menudo del análisis tocquevilleano de la democracia comoigualdad de condiciones. Pero esta referencia supone en sí misma unareinterpretación muy simplista de La Democracia en América 

    . Tocqueville entendía por«igualdad de condiciones» el fin de las antiguas sociedades, divididas en órdenes, y no el reino del individuo, ávido de consumir siempre más. Y la cuestión de lademocracia era antes que nada la de las formas institucionales propias para regla esta nueva configuración. Para hacer de Tocqueville el profeta del despotismodemocrático y el pensador de la sociedad de consumo, hace falta reducir sus dosgruesos libros a dos o tres párrafos de un solo capítulo del segundo libro, que evocael riesgo de un nuevo despotismo. Y hace falta todavía olvidar que Tocquevilletemía el poder absoluto de un amo, disponiendo de un Estado centralizado, sobreuna masa despolitizada, y no esta tiranía de la opinión democrática con la que se nosllena hoy la cabeza. La reducción de su análisis de la democracia a la crítica de lasociedad de consumo ha podido pasar por algunos momentos interpretativosprivilegiados

    . Pero es, sobre todo, el resultado de todo un proceso deeclipsamiento de la figura política de la democracia, que se opera a través de unintercambio reglado entre descripción sociológica y juicio filosófico.Las etapas de este proceso pueden ser muy claramente discernidas. Por unaparte, los años ochenta vieron desarrollarse en Francia una cierta literaturasociológica, hecha a menudo por los filósofos, saludando la alianza sellada por lasnuevas formas individuales de consumo y de comportamiento, entre la sociedaddemocrática y su Estado. Los libros y artículos de Gilles Lipovetsky resumen bien laintención. Era el tiempo en que comenzaban a propagarse en Francia los análisispesimistas venidos del otro lado del Atlántico: las de los autores relacionados a la Trilateral o las de sociólogos como Christopher Lasch o Daniel Bell

    . Este últimohabía puesto en causa el divorcio entre las esferas de la economía, la política y lacultura. Con el desarrollo del consumo de masa, este último se encontraba dominado por un valor supremo, la «realización de sí». Este hedonismo rompía conla tradición puritana que había sostenido conjuntamente el desarrollo de la industriacapitalista y la igualdad política. Los apetitos sin restricción nacidos de esta culturaentraban en conflicto directo con los sacrificios necesarios para el interés común dela nación democrática

    . Los análisis de Lipovetsky y de algunos otros entendíancontradecir este pesimismo. Ya no había que temer, decían, un divorcio entre lasformas de consumo de masa, fundadas sobre la búsqueda del placer individual, y lasinstituciones de la democracia fundadas sobre la regla común. Por el contrario, elaumento mismo del narcisismo consumista ponía en perfecta armonía la satisfacciónindividual y la regla colectiva. Producía una adhesión más estrecha, una adhesiónexistencial de los individuos a una democracia vivida, no ya solamente como unasunto de formas institucionales constrictivas, sino como «una segunda naturaleza,un entorno, un ambiente». «A medida que el narcisismo crece, escribía Lipovetsky, lalegitimidad democrática lo arrastra, incluso de un modo cool 

    . Los regímenesdemocráticos, con su pluralismo de partidos, sus elecciones, su derecho a lainformación, están emparentados cada vez más estrechamente con la sociedadpersonalizada del libre servicio, del test y de la libertad combinatoria (…) Los mismosque no se interesan más que por la dimensión privada de su vida siguen estandoatados por los lazos tejidos por los procesos de personalización en elfuncionamiento democrático de las sociedades.»

    Pero rehabilitar así el «individualismo democrático», contra las críticas venidasde América, era en realidad hacer una doble operación. Por un lado, era enterrar unacrítica anterior de la sociedad de consumo, la que se conducía en los años 1960-1970,cuando los análisis pesimistas o críticos de la «era de la opulencia», conducidos porFrank Galbraith o David Riesman eran radicalizados sobre un modo marxista por Jean Baudrillard. Este último denunciaba las ilusiones de una «personalización»enteramente sometida a las exigencias mercantiles y veía en las promesas delconsumo la falsa igualdad que enmascaraba «la democracia ausente  y la igualdadinalcanzable»

    . La nueva sociología del consumidor narcisista suprimía estaoposición de la igualdad representada y la igualdad ausente. Afirmaba la positividadde este «proceso de personalización» que Baudrillard había analizado como unengaño. Transformando al consumidor alienado de ayer en un narciso jugandolibremente con los objetos y los signos del universo mercantil, identificabapositivamente democracia y consumo. Al mismo tiempo, ofrecía complacientementeesta democracia «rehabilitada» a una crítica más radical. Refutar la discordancia entreindividualismo de masa y gobierno democrático era demostrar un mal mucho másprofundo. Era establecer positivamente que la democracia no era nada más que elreino del consumidor narcisista, que variaba sus preferencias electorales como susplaceres íntimos. A los alegres sociólogos postmodernos respondían entoncesgraves filósofos a la antigua. Los que recordaban que la política, tal como la habíandefinido los Antiguos, era el arte de vivir en conjunto y la búsqueda del bien común;que el principio mismo de esta búsqueda y de este arte era la clara distinción entre eldominio de los asuntos comunes y el reino egoísta y mezquino de la vida privada y de los intereses domésticos. El retrato «sociológico» de la alegre democraciapostmoderna señalaba entonces la ruina de la política, en adelante sometida a unaforma de sociedad gobernada por la sola ley del individualismo consumista. Contraesto, era necesario restaurar, con Aristóteles, Hannah Arendt y Leo Strauss, elsentido puro de una política liberada de las expectativas del consumidordemocrático. En la práctica, este individuo consumidor se identifica muy naturalmente en la figura del asalariado que defiende egoístamente sus privilegiosarcaicos. Sin duda recordamos el raudal de literatura que se desplegó, en el momento de las huelgas y de las manifestaciones del otoño de 1995, para remitirestos privilegiados a la conciencia de vivir en conjunto y a la gloria de la vida pública,que venían a mancillar sus intereses egoístas. Pero, más que estos usoscircunstanciales, lo que cuenta es la identificación, sólidamente fijada, entre elhombre democrático y el individuo consumista. El conflicto de los sociólogospostmodernos y los filósofos a la antigua era establecido con mucha más facilidad, en la medida en que los antagonistas no hacían más que presentar, en un dúo bienreglado por una revista irónicamente titulada

    Partes: 1, 2
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