El Debate * , las dos caras de la misma moneda, la misma ecuación leída en dos sentidos diferentes. Así es operada, en un primer momento, la reducción de la democracia a un estado social. Resta comprender el segundo momento del proceso, el que hace de la democracia así definida, no ya solamente un estado social, sino una catástrofe antropológica, una autodestrucción de la humanidad. Este segundo paso es dado por otro juego reglado entre filosofía y sociología, menos pacífico en su desenvolvimiento, pero que acaba con el mismo resultado. El teatro fue el conflicto sobre la Escuela. El contexto inicial de este conflicto era el de la cuestión del fracaso escolar, es decir, del fracaso de la institución escolar para dar oportunidades iguales alos hijos que descendían de las clases más humildes. Se trataba entonces de saber cómo se debía entender la igualdad en la Escuela o por la Escuela. La llamada tesis sociológica se apoyaba sobre los trabajos de Bourdieu y Passeron, es decir, sobre la puesta en evidencia de las desigualdades sociales ocultas bajo las formas aparentemente neutras de la transmisión escolar del saber. Se proponía, entonces, tornar la Escuela más igualitaria, sacándola de la fortaleza donde se había encerrado al abrigo de la sociedad: cambiando las formas de la sociedad escolar, y adaptandolos contenidos de la enseñanza a los alumnos más desprovistos de herencia cultural. La llamada tesis republicana asumió exactamente lo contrario: tornar la Escuela más próxima de la sociedad, esto es, hacerla más homogénea a la desigualdad social. La Escuela trabajaría por la igualdad en la estricta medida en que pudiese consagrarse, al abrigo de los muros que la separaban de la sociedad, a su tarea propia: distribuir igualmente a todos, sin consideración de origen o destino social, lo universal de los saberes, utilizando para este fin igualitario la forma de la relación necesariamente no-igualitaria entre el que sabe y el que aprende. Hacía falta, entonces, reafirmar esta vocación, que era encarnada históricamente por la Escuela republicana de JulesFerry
El debate parecía entonces plantearse sobre las formas de desigualdad y los medios de igualdad. Que el libro emblemático de esta tendencia haya sido
De la Escuela , de Jean Claude Milner, testimonia esta ambigüedad. Porque el libro de Milner decía algo completamente distinto de lo que se quiso leer en la época. Se preocupaba muy poco en poner lo universal al servicio de la igualdad. Se preocupaba, antes, de la relación entre saberes, libertades y elites. Y, mucho más quede Jules Ferry, se inspiraba en Renan y en su visión de las elites eruditas, garantes delas libertades en los países amenazados por el despotismo inherente al catolicismo
La oposición de la doctrina republicana a la doctrina «sociológica» era, de hecho, la oposición de una sociología a otra. Pero el concepto de «elitismo republicano» permite cubrir el equívoco. El núcleo duro de la tesis fue recubierto bajo la simple diferencia entre el universal republicano y las particularidades y desigualdades sociales. El debate parecía versar sobre lo que la potencia pública podía y debía hacer para remediar, por sus propios medios, las desigualdades sociales. Rápidamente, sin embargo, se vio rectificarse la perspectiva y modificarse el paisaje. Al filo de las denuncias del inexorable aumento de la incultura, ligado a la explosión de la cultura del supermercado, la raíz del mal iba a ser identificada: era seguramente el individualismo democrático. El enemigo que la Escuela republicana afrontaba no era ya la sociedad desigual a la cual debía arrancar al alumno, era el alumno mismo,que devenía el representante por excelencia del hombre democrático, el ser inmaduro, el joven consumidor ebrio de igualdad, del que los derechos del hombre eran la constitución. La Escuela, se diría enseguida, sufría de un solo y único mal, la Igualdad, encarnada justamente en aquel al que tenía que enseñar. Y lo que era alcanzado a través de la autoridad del profesor no era ya lo universal del saber, sino la desigualdad misma, tomada como manifestación de una «trascendencia»: «Ya no hay lugar para ninguna forma de trascendencia, es el individuo que se ha erigido en valor absoluto, y si algo sagrado persiste todavía es la santificación del individuo, a través de los derechos del hombre y la democracia (…) Es por esto, entonces, que la autoridad del profesor está arruinada: por esta avanzada de la igualdad, ya no es más que un trabajador ordinario, que tiene frente a él usuarios y se encuentra conducido a discutir de igual a igual con el alumno, que acaba por instalarse como juez de su maestro»
.El maestro republicano, transmisor a las almas vírgenes del saber universal quehace igual, deviene entonces simplemente el representante de una humanidad adultaen vías de desaparición, en provecho del reino generalizado de la inmadurez, elúltimo testimonio de la civilización, oponiendo vanamente las «sutilidades» y las «complejidades» de su pensamiento a la «alta muralla» de un mundo consagrado alreino monstruoso de la adolescencia. Deviene el desengañado espectador de la grancatástrofe civilizacional, de la que los nombres sinónimos son consumo, igualdad, democracia e inmadurez. Frente a él, el «colegial que reclama contra Platón o Kantel derecho a su propia opinión» es el representante de la inexorable espiral de la democracia ebria de consumo, testimoniando el fin de la cultura, a menos que lo sea del devenir-cultura de todo, del «hipermercado de los estilos de vida», de la «club-mediterraneización del mundo» y de «la entrada de la existencia entera en la esfera del consumo»
Es inútil entrar en los detalles de la inagotable literatura que, desdehace algunos lustros ya, nos advierte, semana a semana, de las nuevas manifestaciones del «entusiasmo de la democracia» o del «veneno de la fraternidad»: ocurrencias de chicos, que testimonian los efectos destructores de la igualdad de los usuarios, o de las manifestaciones alter-mundistas de jóvenes iletrados, «ebrios de generosidad primaveral», emisiones de tele-realidad que presentan el testimonio espantoso de un totalitarismo que Hitler no hubiese soñado, o fabulación de una joven, inventando una agresión racista, en razón de un culto de las víctimas «inseparable del desarrollo del individualismo democrático»
. Estas denuncias incesantes del hundimiento democrático de todo pensamiento y de toda cultura no tienen sólo la ventaja de promover, a contrario , la inestimable altitud del pensamiento y la insondable profundidad de la cultura de los que las profieren –demostración que mal podría operarse a veces por la vía directa. Permiten, más profundamente, colocar todos los fenómenos sobre un solo y mismo plano, remitiéndolos a una sola y misma causa. En efecto, la fatal equivalencia «democrática» de todas las cosas es, en primer lugar, el producto de un método que, para todo fenómeno –movimiento social, conflicto religioso o racial, efecto de moda, campaña publicitaria o de otro tipo–, no conoce más que una sola explicación. Es así que la joven que, en nombre de la religión de sus padres, rechaza levantar su velo, el alumno que opone las razones del Corán a las de la ciencia, o el que agrede físicamente a sus profesores o alumnos judíos, verán su actitud atribuida al individuo democrático, desafiliado y separado de toda trascendencia. Y la figura del consumidor democrático ebrio de igualdad podrá identificarse, según el humor y las necesidades de la causa, al asalariado reivindicativo, al desocupado que ocupa los locales de la ANPE o al inmigrante ilegal rechazado en las salas de espera de los aeropuertos. No hay que sorprenderse de que los representantes de la pasión consumista, que excitan el mayor furor de nuestros ideólogos, sean en general aquellos cuya capacidad de consumir es la más limitada. La denuncia del «individualismo democrático» opera, en efecto, económicamente, el recubrimiento de las dos tesis: la tesis clásica de los propietarios (los pobres quieren siempre más) y las tesis de las elites refinadas: hay demasiados individuos, demasiada gente que pretende el privilegio de la individualidad. El discurso intelectual dominante reúne así el pensamiento de las elites censatarias y eruditas del siglo XIX: la individualidad, que es algo bueno para las elites, se torna un desastre de la civilización si todos tienen acceso a la misma. Es así que la política entera es puesta a cuenta de una antropología que no conoce más que una sola oposición: la de una humanidad adulta, fiel a la tradición que la instituye como tal, y de una humanidad pueril, cuyo sueño de engendrarse de nuevo conduce a la autodestrucción. Es este deslizamiento que registra, con más elegancia conceptual,
Las inclinaciones criminales de la Europa democrática
. El tema de la «sociedad ilimitada» resume sintéticamente la abundante literatura que engloba, en la figura de «el hombre democrático», al consumidor de hipermercado, el adolescente que rechaza levantar su velo y la pareja homosexual que quiere tener hijos. Resume, sobre todo, la doble metamorfosis que, al mismo tiempo, ha puesto a cuenta de la democracia la forma de homogeneidad social antes atribuida al totalitarismo y al movimiento ilimitado del crecimiento de sí propio de la lógica del Capital
Marca así el dilema democrático. La teoría del dilema oponía el buen gobierno democrático al doble exceso de la vida política democrática y del individualismo de masa. La relectura francesa suprime la tensión de los contrarios. La vida democrática deviene la vida apolítica del indiferenciado consumidor de mercaderías, de derechos de minorías, de industria cultural y de hijos producidos en laboratorio. Se identifica pura y simplemente a la «sociedad moderna», a la que, del mismo golpe, convierte en una configuración antropológica homogénea. Evidentemente, no es indiferente que el denunciante más radical del crimen democrático haya sido veinte años antes el abanderado de la Escuela republicana y laica. Es, de hecho, alrededor de la cuestión de la educación que el sentido de algunas palabras –república, democracia, igualdad, sociedad– ha basculado. Ayer era cuestión de la igualdad social. Hoy es sólo cuestión de procesos de transmisión, para salvar a la sociedad de la tendencia a la autodestrucción que comporta la sociedad democrática. Ayer se trataba de transmitirlo universal del saber y su potencia de igualdad. Lo que hoy se trata de transmitir, y lo que el nombre judío viene a resumir en Milner, es simplemente el principio del nacimiento, el principio de la división sexual y de la filiación. El padre de familia que compromete a sus hijos en el «estudio fariseo» puede entonces tomar el lugar del profesor republicano, sustrayendo al hijo a la reproducción familiar del orden social. Y el buen gobierno, que se opone a la corrupción democrática, ya no tiene necesidad de guardar, por equívoco, el nombre de democracia. Ayer se llamaba república. Pero república no es originalmente el nombre del gobierno de la ley, del pueblo o de sus representantes. República es, desde Platón, el nombre del gobierno que asegura la reproducción del rebaño humano protegiéndolo contra la exageración de sus apetitos de bienes individuales o de poder colectivo. Es por esto que puede adoptar otro nombre, que atraviesa furtiva pero decididamente la demostración del crimen democrático: hoy el buen gobierno redescubre el nombre que tenía antes de que se atravesara en el camino el nombre de democracia. Se llama gobierno pastoral. El crimen democrático encuentra entonces su origen en una escena primitiva, que es el olvido del pastor
Es lo que explicitaba, poco tiempo antes, un libro titulado El asesinato del pastor
Este libro tiene un merito incontestable: ilustrando la lógica de las unidades y las totalidades desenvolví da por el autor de Las inclinaciones criminales de la Europa democrática , da también una figura concreta de la «trascendencia» tan extrañamente reivindicada por los nuevos campeones de la Escuela republicana y laica. La destreza de los individuos democráticos, enseña, es la de los hombres que han perdido la medida por la cual lo Uno puede combinarse a lo múltiple y los unos unirse en un todos
. Esta medida no puede fundarse sobre ninguna convención humana, sino solamente sobre el cuidado del pastor divino que se ocupa de todas sus ovejas y decada una de ellas. Este se manifiesta por una potencia que faltará siempre a la palabra democrática, la potencia de la Voz, cuyo choque, en la noche de fuego, fue sentido por todos los Hebreos, al mismo tiempo que le era dado al pastor humano, Moisés, el oficio exclusivo de escuchar y explicitar las palabras, y de organizar a su pueblo según su enseñanza. Desde entonces todo puede explicarse simplemente, los males propios del «hombre democrático» y la repartición simple entre una humanidad fiel o infiel a la ley de la filiación. El ataque a las leyes de la filiación es, en primer lugar, un ataque al lazo de la oveja a su padre y pastor divino. En el lugar de la Voz, nos dice Benny Levy los Modernos han puesto al hombre-dios o al pueblo-rey, a este hombre indeterminado de los derechos del hombre, de quien Claude Lefort, el teórico de la democracia, ha hecho el ocupante de un lugar vacío. En lugar de «La Voz-hacia-Moisés», es un «hombre-dios-muerto» que nos gobierna. Y este no puede gobernar más que tornándose garante de las «pequeñas alegrías» que amonedan nuestro gran desamparo de huérfanos condenados a errar en el imperio del vacío, lo que significa indiferentemente el reino de la democracia, del individuo o del consumo
Autor:
Ricardo Peña
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