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La sociedad capitalista, eminentemente urbana


     

    Al inicio de la Revolución Industrial, cuando la ciudad pasa de ser un depósito de mercancías y sede comercial a ser también centro productivo, tan sólo Londres era una gran ciudad con 1 millón de habitantes y era a la vez capital de un extenso imperio. Nueva York,  por ejemplo, hacia 1825 tenía unos 60.000 habitantes y Chicago no llegaba a los 5.000. Al iniciarse el siglo XX, sólo 11 ciudades en el mundo superaban la cifra de 1 millón de habitantes: Londres, París, Berlín, Viena, Moscú, S. Petersburgo, NY, Chicago y Filadelfia, en Europa y América;  y en Asia; Tokio y Calcuta, y quizás Shangai. Veinte años más tarde su número era de 20. En 1940, su cantidad se eleva a 51. En 1961, se cuentan unas 80. Esta tendencia ha ido en aumento de manera vertiginosa: en 1980 la cifra era de 226 y, en 1997, 284 ciudades superan el millón de habitantes. De estas más de 40 superan una población de más de 5 millones y como mínimo 10 de ellas superan los 10 millones. La propensión a la aglomeración de la población en grandes Metrópolis se ha extendido por todos los continentes del Planeta: EUA, tiene 37; China, 45; Japón, 10; en la India hay al menos 12; en América Latina, 21 y en Africa, otras 21, etc. De los más de 6.000 millones en que se cifra actualmente la población mundial, más de la mitad vivimos en ciudades; y cada vez más los pueblos no son más que imitaciones de las formas de comportamiento y hacer de las ciudades

    La Industrialización dio lugar al desplazamiento de grandes masas de población y a su reubicación precaria en las ciudades ya formadas o en aquellas que se creaban a su ritmo. También actualmente, masas de gente siguen abandonando sus lugares de origen, sus saberes, sus formas de vida y siguen llegando a las zonas industrializadas o en vías de serlo con la calificación de no cualificados y eran y son considerados únicamente como «manos» dispuestas a realizar cualquier trabajo que se ofrezca y en cualquier condición económica y de salubridad. «Manos» dispuestas a construir el ferrocarril, a trabajar encerrados  en minas y fabricas, en cualquier cadena de montaje, o en la agricultura industrial, a limpiar centrales nucleares… Dispuestas a morir en el camino, para una vez llegadas y establecidas en la ilegalidad propiciada por el poder, realizar los trabajos más duros por un cualquier miserable sueldo.  Cada vez más sólo queda una certeza: el dinero es imprescindible para sobrevivir y tiene que conseguirse de cualquier manera.

    La frase de Shelley «El infierno es una ciudad exactamente como Londres», se pudo aplicar a todas las ciudades que han crecido al ritmo del capitalismo y aún hoy se puede aplicar a tantas metrópolis a cuyas zonas fronterizas llegan los pobres por millares para ubicarse en los anillos de chabolas que rodean los anteriores anillos de desvencijados bloques colmena de los suburbios obreros, que a su vez sustituyeron a las anteriores chabolas. Esto da lugar a que los límites de la ciudad estén en continua y precaria expansión y que el lugar de «esperanza» pueda convertirse en tumba por cualquier fenómeno meteorológico o por el derrumbe de un inmenso basurero.

     

    La ciudad

    De la multiplicidad de realidades que muestra y esconde la ciudad podemos destacar algunas que nos puedan ayudar a entender el mundo en el que estamos.

    Ante todo, la ciudad como lugar de aluvión, donde la llegada de otros – bárbaros, en el sentido etimológico de la palabra: que balbuceaban el idioma allí impuesto -  conforma su ser y la llena de contenido.

    Por otra parte, la ciudad, como símbolo de la modernización y centro de aplicación de los últimos avances de la técnica, tanto a nivel colectivo como individual. El uso planificado de esta técnica desde el punto de vista urbanístico, determina un tipo de ciudad y educa a los ciudadanos, impone una disciplina y un control, conforma un hábitat determinado que obliga a vivir de una única manera posible, con la exclusión de otras; teniendo en cuenta de que este urbanismo, aunque es uno de los múltiples posibles, se ha impuesto -a la fuerza cuando se ha creído conveniente- como el único posible, pues es la expresión de la civilización existente. Y a nivel individual, cada casa, cada piso,  son un acopio de objetos técnicos: TV, radio y teléfonos, diversos aparatos electrodomésticos y también los automóviles y las motos son un cúmulo de tecnología.

     También, la ciudad, como vanguardia y centro impulsor de la cultura  dominante. Este, como forma dominante y única que detenta el poder económica y políticamente, genera su cultura totalitariamente, estableciendo sus modelos de conducta, jerarquías y sus prioridades, produciendo necesidades, conformando una manera y una forma de ser, estar y tratar al mundo, a la naturaleza (y ahí estamos incluidos todos).Y si bien creemos con Wittgenstein, «Que el pensamiento contiene la posibilidad de la situación que piensa» y «Que lo que es pensable también es posible», constatamos que para pensar otra forma de ser, tratar y estar con el mundo se necesita la complicidad de muchos y esto sólo es posible mediante la comunicación de unos y otros. Pero precisamente también constatamos que este mundo esta organizado para fomentar el aislamiento entre las personas y el urbanismo, que es la ordenación del espacio y el tiempo de la ciudad contribuye, y con todas sus fuerzas, a que esto sea posible.

    Y también, la ciudad como especulación del suelo y de los bienes naturales.

     

    El suelo y la ciudad

     La propiedad del suelo  (bien inmueble, esto es, no trasladable, a diferencia del bien mueble) no es consecuencia de ningún medio de producción, y sin embargo, pocas mercancías producen tanto beneficio en su transacción y sin un trabajo aplicado como el suelo urbano: éste, entre otras características, es irreproductible, limitado, lo que posibilita un incremento ilimitado de su valor.

    Cuando los señores feudales, desde principios del siglo XI, concedían tenencias a sus súbditos, un beneficium, a cambio de fidelidad, trabajo y servicio, asentaban los pilares  del concepto moderno de la propiedad privada de la tierra en forma de parcelas, ya sean  grandes o pequeñas. La posesión de un Feudum, normalmente un terreno, suponía  para el súbdito el medio, generalmente ajustado, para subsistir. Para el feudal, la manera de incrementar su poder, seguridad o beneficio. Otros Feudos consistían en la concesión del cobro de un peaje, la cesión al vasallo de una cantidad fija de dinero por año, o a otros que todavía no lo eran. Estos debían incrementar la cantidad recibida como fuera y devolver parte del excedente al señor. A menudo, no pudiendo pagar, se incrementaba el número de siervos. Los que ya lo eran, pasaban a mayor grado de servitud.

     La Revolución francesa  dejó claro que era posible aunar la posesión de los medios de producción con la del suelo. Antes de que lo hiciera el capital financiero, la burguesía se había dado cuenta  que con menos riesgo, y a medio y corto plazo podía conseguir fuertes rentabilidades con la especulación de este bien.

    Tomando como ejemplo Barcelona, esta ciudad recibió entre 1900 y 1950,  677.500 inmigrantes, y entre 1950 y 1962, a 285.000 más. Evidentemente, este crecimiento demográfico, consecuencia de los desiguales crecimientos económicos del país, y más aún por la desolación de la postguerra, abrió un frente especulativo de dimensiones insospechadas.

     En 1927, en vigilias de la Exposición Internacional, se contaban 100.000 realquilados en la ciudad, llegando la densidad de población a 1.025 habitantes por hectárea en algun distrito.  En 1950, el déficit de viviendas era de 110.000. En 1972, 85.000. Hoy, aunque no se concede el acceso a la vivienda a todo aquél que la necesita sabemos que físicamente se han cubierto los déficits: hay viviendas para todos, pero por el momento, toda esperanza de cualquier vestigio de «colectivización», se ha desvanecido. Sabemos las luchas diarias del movimiento okupa por lograr algunas de las 70.000 viviendas o locales vacíos, sin uso alguno, cerrados en Barcelona.

    Un bien tan elemental, básico, el suelo, está hoy en los límites económicos que lo hacen inalcanzable para una gran parte de la población: el trabajo de una vida; la plusvalía generada por este trabajo, es justamente  el precio de la vivienda que, encastillada la una encima de la otra, compartiendo verticalmente un mismo suelo, que puede ser arrebatado por algun impago en cualquier momento, este trabajo y dependencia de los nuevos señores de la tierra, mantiene como base un pacto de corte feudal: fidelidad, trabajo fiel  con lo que conlleva de servidumbre de por vida, a cambio de un precario disfrute de la vivienda.

    A la par que el suelo urbano se convierte en el objeto de especulación por excelencia, la conquista del espacio multiplica obviamente la tasa de ganancias. La verticalidad, llevada a cabo en extremo con edificios singulares y rascacielos, posibilita  hasta límites insospechados la conquista del suelo con todas sus consecuencias. También la conversión de terreno marítimo en suelo urbano (Barcelona, frente litoral de la llamada Diagonal Mar, por ejemplo), camina en este sentido.

      La ciudad moderna presenta la máxima abundancia de productos que antes escaseaban (ropa, alimentos, productos para la salud y el ocio, etc.), a la vez que muestra los síntomas de escasez, de agotamiento, de aquellos otros que por su orígen natural, sobraban: energías y suelo. Sometidos a las leyes de la oferta y la demanda, estos bienes naturales han sido «apresados», «secuestrados» por círculos de personas estructuradas jurídica y económicamente en número cada vez menor, pero mayor en concentración de poder. Hace ya tiempo, el uso del agua fue codiciado para su transformación en energía eléctrica, pero nos hubiera sido difícil  imaginar el embotellamiento comercial, litro a litro, para su consumo, una vez que esta materia ha sido ya anteriormente canalizada, transportada y vendida en cada punto de consumo. La misma agua que ya se ha pagado en forma de electricidad, pagada (según los contadores domésticos), también como bebida, será al fín también y otra vez sufragada para su saneamiento como residuo contaminado. No es difícil imaginar en un futuro próximo la mercantilización masiva del aire; mejor aun, ésta ya se ha iniciado: tenemos el «aire acondicionado», combinación de otros bienes naturales (electricidad-agua), que podemos prever se hará extensiva a las concentraciones urbanas.

     

    Jerarquizar el espacio

    Una de las tareas del urbanismo es la jerarquización de los espacios urbanos; otra,  es frenar y evitar el control ciudadano sobre la ciudad. Los proyectos urbanísticos se hacen de espaldas a las personas que viven y responden a planes de especulación. El urbanismo que se aplica, siempre responde a una ideología que ordena un determinado espacio – territorio -, y se encarga de crear zonas reservadas sólo para los que tienen dinero, y mucho dinero, para cuya exclusividad y tranquilidad se aplica toda la tecnología necesaria. Paralelamente, se produce la masificada aglomeración de los suburbios obreros con pisos colmena, de rápida obsolescencia. Su construcción. con los peores materiales que se deterioran rápidamente, sin condiciones, ni equipamientos; pensados para que no durar, a ser posible, ni la vida laboral de quien lo compra. Verdaderos guetos, tan amogollonados como aislados y fácilmente controlables. Aquí, la técnica también juega y se aplica, pero en contra. Los urbanistas ya no pueden imaginar proyectos que tengan como finalidad al ser humano.

    A finales del S. XIX y principios del XX se construye la Ciudad de las vías de circunvalación. El ferrocarril, el tranvía y el metro permitieron la ampliación de la ciudad y la posibilidad de especular con unos terrenos comprados baratos que, automáticamente, encarecían la llegada de los transportes. En estos primeros barrios suburbanos se instalaron trabajadores de «cuello blanco» y especializados, la futura clase media. Pero a medida que aumentaban las líneas de transportes la calificada Ciudad Lineal fue sustituida por la Ciudad Satélite; la zonificación urbanística había sido plenamente aceptada por los arquitectos y jugaría un papel decisivo y miserable a muy corto plazo.

    Le Courbusier vislumbró el futuro mapa de la Europa Urbana como una serie de ciudades Satélite a base de bloques de alta densidad en las afueras de las ciudades, de una uniformidad seriada y cuartelera; unidades de habitación o celdas destinadas a albergar obreros. La zonificación estaba institucionalizada, incluso en la URSS, cuando sus ideas fueron aceptadas y se adaptaron sus teorías a la construcción «para una sociedad sin clases». Además, su idea de que el urbanismo sólo debía ser conducido por expertos y que la gente (las masas) únicamente podían elegir al experto, coincidía, en calidad autoritaria, con el Centralismo Democrático. Con el fin de tener un centro más descongestionado, el bloque de alta densidad ha sido universalmente reproducido en los suburbios, bien es verdad que fuera del contexto para el que Le Courbusier lo ideó, pero quizás en su origen era ya perverso. La zonificación entraba de lleno en la planificación urbanística y en el gran negocio inmobiliario.

    En la ciudad de la 1ª Revolución Industrial, en Europa, los ricos ocupaban el centro histórico y antiguo, y los más pobres se veían arrojados fuera de las puertas de la ciudad. La retirada de los ricos buscando lugares más tranquilos, menos polucionados y más agradables, dejó este territorio para los pobres. Pero a partir de los años 60, nuevamente se quieren recuperar los centros históricos para el negocio del turismo, del ocio, para residencia de los jóvenes burgueses, para los estudiantes, es decir, para la especulación de un gran trozo de territorio. La misma secuencia se ha repetido en todas las capitales europeas en estos últimos 30 años: los cascos antiguos primero se dejan degradar para luego desalojar a los pobres, lanzándolos al «libre» ordenamiento del mercado inmobiliario que, con la ayuda del hacer de los urbanistas – los arquitectos son los amigos más fieles de los grandes constructores -, son quienes los «reubican». Estos centros se remodelan para servir a nuevos intereses, dejando a algunos inmensos beneficios: en estas «jugadas», el Estado, invierte dinero público en grandes equipamientos e infraestructuras para beneficio de los constructores e inmobiliarios.

    Pero sobre todo la ciudad se ordena en función del automóvil. Tanto el automóvil como la TV han sido dos de las creaciones técnicas que más han condicionado el comportamiento de los humanos y que se han impuesto en el acontecer diario desarrollando, en torno suyo, toda una conducta. La TV, al estar constantemente lanzando mensajes en cada una de las casas e incluso en cada una de sus habitaciones, crea opinión y dicta los temas de qué hablar y sobre los que interesarnos. El automóvil es también un instrumento perfecto para el aprendizaje de la sumisión y la servidumbre voluntaria. La conducción es una disciplina totalmente conductista, siempre hay que estar obedeciendo y cumpliendo normas, sin poder desviarse lo más mínimo de ellas: parar a una señal convenida de la luz roja, si está verde circulas, siempre por la la derecha, si stop, te paras, etc. En definitiva, conducir es ser conducido. El automóvil tiene una gran carga  simbólica, es la apariencia del poder que tiene uno ante los demás. La realidad, para la mayoría, sean letras a pagar, atascos, estrés, cabreos y muerte. El coche ha provocado más muertos que las dos últimas guerras mundiales. En España mueren 8.000 personas anualmente, a parte de todos los heridos que en su mayor parte quedan gravemente lesionados. En el coche, que estorba más que sirve, y que además es una máquina muy peligrosa, lo simbólico se impone sobre la realidad y lo convierte en un bien de los más preciados y deseados totalmente sumiso a los intereses de la industria automovilística  y a la del petróleo. En esta forma de organizar el espacio de la ciudad el automóvil ha ocupado el espacio que dejaban libre los edificios y entre los dos se lo han robado a la gente. Los arquitectos han contribuido gustosos a este ninguneo.

    En Inglaterra se desarrolló un pasillo de ciudades entre Londres y Liverpool, vía Birmingham, a lo largo de la carretera y de la vía férrea. Esto derivó hacia la Ciudad en la Autopista que se desarrolló como tal en EUA,  una en California y otra en la zona de Boston a Washington, pasando por Nueva York y Filadelfia, -700 km. con una amplia densidad de población (más de 35 millones) y una amplia red tecnológica de comunicaciones y enlaces: aviones, trenes, autopistas, cable telefónico, TV, radio etc. Igual pasa en el Tokaido japonés, en lo que llaman ciudad parecida a un cinturón: 500 km. entre Tokio, Kioto y Osaka, con casi 40 millones de habitantes. La Ciudad en la Autopista es cada vez más reconocible y su protagonista principal es el coche y los sistemas de trafico: la estrella de la planificación urbana.

    El movimiento de mercancías  – y personas mercancía – en la ciudad constituye su circulación. Para este trafico, se ha optado exclusivamente por los vehículos con motor movido por los derivados del petróleo y, concretamente para las personas, se apuesta por el automóvil, dejando en un segundo plano los transportes colectivos. No importa que cada día el trafico esté más congestionado, que sea más el tiempo que se pierde que el que se aprovecha, que la polución sea mayor y haga la  ciudad irrespirable, etc.  El aumento del tráfico que provoca el cada vez mayor movimiento de mercancías, agrava progresivamente el colapso circulatorio en las calles de las ciudades. Lo evidente se niega y se gastan ingentes sumas en aplicar las más avanzadas tecnologías cuyo fin logra, sin embargo, lo contrario que anuncia a gritos su propaganda, que vivamos atascados es su verdadera finalidad. Pero si a pesar de los políticos, de los burócratas, de los urbanistas y de la tecnología,, la ciudad no se colapsa es por el hacer de cada uno de nosotros en su monótono transcurrir diario, sumiso y obediente, aceptando sin rechistar señales y órdenes y resignados a «aguantar lo que nos echen». Es nuestra colaboración lo que posibilita la circulación en la ciudad.

     

    Burocracia y Supermercado

    A partir de la 2ª Guerra Mundial el trabajo de producción de mercancías se traslada fuera de las áreas de centralidad de las ciudades. Las actividades terciarias y principalmente todas las que tienen que ver con la Información: su acumulación, su transmisión y distribución ocupan la mayoría del trabajo dominante en la ciudad, lo que se refleja en el tejido urbano, que es el soporte físico de la vida en ella. Las oficinas han ocupado el centro de la ciudad: enormes y modernos bloques de despachos ocupan las zonas céntricas, a pesar de los altos precios del suelo o precisamente por ello.

    La posibilidad de hacer circular la información al momento ha permitido que las actividades financieras y económicas puedan abarcar todo el mundo al instante, haciendo que la distancia y el tiempo disminuyan a medida que aumenta la rapidez de la técnica de la comunicación. Esto posibilita que la mayor parte de los negocios estén en manos de unas pocas compañías transnacionales, haciendo que el dominio de la política económica sea total y totalitario y el sentido de la información única. Y que las metrópolis formen los nudos de una red permanentemente conectada entre sí.

    Aunque no deberíamos olvidar que no hay casi nada o nada nuevo en el comportamiento último de las redes de actividades económicas en esta sociedad: el funcionamiento del mercado se rige por la misma lógica, máximos beneficios al mínimo coste, sin que importe las consecuencias que esto acarree para la mayor parte de la humanidad; y el poder se preocupa de defender a esos pocos que obtienen mucho, frente a los muchos que obtienen poco o nada, y esto lo hace aplicando la fuerza de la ley. Lo nuevo es que el circuito para la obtención de beneficios es ahora el mundo entero y en tiempo real las oficinas que toda multinacional tienen en cualquier ciudad están conectadas entre si y coordinan sus actividades y decisiones en el mismo momento, a pesar de las distancias. Paradójicamente este «tiempo real» entre las diversas sucursales de una misma multinacional no ha contemplado la posibilidad de descentralizar decisiones, al contrario, ha posibilitado la máxima centralización de la información en un pequeño núcleo y que sus decisiones sean órdenes transmitidas a «tiempo real». Es decir el desarrollo de las técnicas de la comunicación ha permitido al sistema capitalista cumplir su sueño totalitario y centralista respecto al mundo. (Paradójicamente, tras el fin de los regímenes stalinistas, esta sociedad sí que representa el verdadero Centralismo Democrático ).

    Después del descubrimiento ideológico de lo que llaman «nuevas áreas de centralidad», cada vez más, grandes espacios de la ciudad se configuran con una orientación exclusiva hacia el consumo masificado. Gigantescos centros comerciales en los que están integradas las ofertas de los lugares denominados de multi – ocio. La ciudad como un gran supermercado, esta es cada vez más la primera imagen que tenemos de la ciudad: «el lugar donde se puede comprar de todo», pero «ese todo» sólo gira en torno a un consumo inducido y dirigido que genera prácticas colectivas de carácter determinista.

    Otra de las actividades que ha ido en aumento, y que también se desarrolla en los centros de las ciudades, es la explotación de la industria turística, para la cual el turista es tan sólo dinero ambulante: mercancía a la que exprimir. El turismo es la banalización del viaje, su miserabilización. Y en paralelo la celebración de grandes Ferias donde se exponen al público todas las mercancías habidas y por haber; así como congresos de cualquier asunto y para toda clase de expertos y la celebración de eventos deportivos. (El deporte como espectáculo cada vez está adquiriendo una mayor trascendencia e importancia en esta cultura).

    Cada vez más cada ciudad es la misma ciudad. Esta uniformidad hace que en cada ciudad  espere el mismo aeropuerto o la misma estación de tren, donde se puede alquilar el mismo coche que  lleva  a los mismos atascos, dormir en la misma habitación de hotel y entenderse en el mismo idioma: el inglés, los mismos móviles, las mismas zonas de entretenimiento y las mismas patologías entre los individuos: el estrés, el aíslamiento.

    Las formas de vivir de la ciudad se trasladan a los pueblos. La misma uniformidad de hábitos y comportamientos: la misma dependencia del coche, de los grandes supermercados y centros comerciales y ahora ya de los locales multi – ocio. Los particularismos culturales han sido borrados. Los media difunden e imponen la cultura urbana de manera que hoy se vive, trabaja, consume y se esta ocioso de igual modo en las zonas rurales que en las urbanas, cuyas diferencias se borran dando lugar a comportamientos uniformemente homologables. En su ansia totalizadora esta cultura no puede admitir singularidades.

     

    Aislar a las personas (Aislar al individuo)

    La ciudad hace que el encierro sea prioritario en las conductas que desarrolla la cultura capitalista: encerrados en los pisos, frente a una pantalla, las guarderías y las escuelas son centros de encierro, lo mismo las oficinas, almacenes o fabricas y demás lugares de trabajo. Los lugares especializados para la diversión y el consumo hacen que estos se practiquen en lugares cerrados: discotecas que son antiguas naves de almacenes, edificios multi – ocio, centros comerciales, grandes áreas comerciales, diversos campos de deporte que rápidamente son reutilizados como campos de internamiento (cárceles) cuando el poder lo considera necesario… El cuartel, con su jerarquía, su disciplina, su uniformidad y el sistema panóptico de la cárcel con su centro desde el que se puede controlar todo, representan el modelo según el cual se organiza la vida en esta sociedad y  en su máxima expresión en las ciudades. En estas, que a causa de las técnicas de control, instaladas en los edificios (con la excusa de la seguridad y el terrorismo), puentes, túneles y calles (con la excusa del tráfico) estamos permanentemente vigilados y grabados, y, a partir de ahora, todos aquellos que vayan a ver uno de esos masificados eventos deportivos, además de pagar una cara entrada,  podrán, tener la seguridad de ser también filmados.

    Las aceras no son lugar de encuentro, ni de paseo, son un lugar de tránsito para ir lo más rápido posible de un sitio a otro. No son lugares para parar o entretenerse en la contemplación; pronto se choca con alguien; son lugar de marcha continua. Y para parar están los locales especializados : bares, locales de multi-ocio, centros comerciales.

    La manera como los urbanistas han organizado la circulación por la ciudad, priorizando ante todo la circulación de los coches, es la causa y fomenta la atomización de las personas, el estar aislado donde la soledad no es un encuentro individual con uno mismo, un conocimiento, sino al contrario un desconocimiento de uno mismo y de los otros, que deviene patología.

    Esta organización de la ciudad es la causa de patologías para las personas que en ellas se aglutinan: el estrés, la depresión, la tensión por la falta de tiempo, el aislamiento… ¡Cuántos miedos, cuántos temores nos ocupan en la ciudad: miedo al otro, al extraño, al extranjero, al conocido que, por ejemplo compite con nosotros en el trabajo o en el paro! Miedo a que nos estafen, a que nos engañen, a que nos roben, a que nos agredan…. Miedos reales, miedos imaginarios, miedos potenciados… Estos temores son los mensajeros de los grandes silencios que se quieren conservar y a la vez la causa de los gritos histéricos (patológicos) y estridentes para pedir más policías que nos protejan de los pobres como nosotros, de estos otros que jamás podremos ver como iguales, sino como extraños o como competidores…

    La secuela señalada por Mumford metrópolis – megalópolis – necrópolis se vislumbra en muchas ocasiones ante nosotros. Así, en la mayoria de ocasiones, la ciudad, se nos presenta tal como en 1916 la vio y representó  (la Postdamer Platz de Berlín) George Grosz, en su cuadro «Metrópolis», una ciudad aglomerada, donde los personajes aunque se superponen no se conocen, ni miran a nadie sino es con recelo y desconfianza que pronto puede ser odio, llena de mensajes: anuncios comerciales o de establecimientos, con el tranvía y el automóvil en sus calles y siendo el color dominante el rojo estridente…

    La cultura capitalista ha generado un determinado urbanismo, una forma ideologizada de organizar y distribuir sus espacios, de cuáles son las utilidades y prioridades a desarrollar, y en función de esto cómo han de ubicarse las personas,  cómo han de moverse y cuales han de ser sus actividades en la red urbana. Todas las demás propuestas urbanísticas que no se adaptan a sus necesidades son rechazadas y olvidadas o aprovechadas según sus conveniencias, que no tienen nada que ver con los objetivos de los que en su momento las pensaron El mejor ejemplo lo tenemos en el movimiento de la Ciudad Jardín iniciado por el arquitecto E. Howard, pero cuyos proyectos fragmentados tan solo obedecieron al afán especulativo de los propietarios de terrenos de las zonas de campo cercanas a la ciudad yde los constructores y el resultado final nada tuvo que ver con un nuevo planteamiento urbanístico. También P. Geddes continuó esta obra y mediante su Ciencia Cívica y la idea que en ella desarrolló de la «Conurbación» pretendía la planificación regional, la descentralización de la industria y la población asentada en Ciudades Jardín, pero finalmente se divulgaron sus ideas vaciándolas de contenido y se utilizaron los métodos de planificación, no para descentralizar sino para conseguir una mayor centralización. Esta ordenación que crea este urbanismo sobre el espacio y el tiempo, sobre los objetos y los individuos, se impone unilateral y totalitariamente, de tal manera que sólo este posible es contemplado. Al fin parece ser que  la única Ciudad que puede ser, es esta ciudad real: la Ciudad del Dinero.

     

    Otra ciudad

    Y, sin embargo, la ciudad se nos puede mostrar aún como un laberinto por descubrir y recorrer, lugar de conocimientos y de sorpresas, pero cada vez es más difícil rescatar esta imagen de lugar de aprendizaje, tal como la vio Berlín W. Benjamin en «Crónica de Berlín».

    No podemos olvidar que la ciudad también ha sido y es un lugar ideal para motines, luchas y revueltas que en estos dos últimos siglos se han repetido espaciosamente por diversas ciudades, primero en Europa, pero en este siglo en el mundo entero. Es precisamente contra estas revueltas en el interior de las ciudades que surge el moderno urbanismo, las distintas formas de organizar la ciudad, sus conflictos y sus instituciones. Así por ejemplo. la estructura radial de la ordenación urbana del ingeniero militar Haussmann en el París posterior a la Comuna, permitirá mayor movilidad de los carros de combate contra revueltas y algaradas. O bien, la rotulación en lápida de mármol con las letras y números incrustados de las calles de Barcelona impedirá que pueda repetirse la jugada que los barceloneses hicieron a las tropas de Espartero en 1843, borrando nombres y números pintados de las calles impidiendo así la localización de los destinatarios a quienes iban dirigidos los impuestos de guerra. Y así se podría continuar con otros ejemplos. 

    De cualquier forma, si una ciudad más apta para la represión de conflictos, revueltas y algaradas callejeras fue el objetivo de un primer urbanismo, hoy éste tiene otros: el lugar de la represión más burda, lo ocuparán otras instancias y otras formas de domesticar la ciudad, en el actual estadio democrático, en que se acepta como propio, como algo decidido por uno mismo, aquello que es impuesto. Conviene entonces, a este urbanismo, ocultar la memoria del pasado a través de una memoria oficial que recupera lo acontecido sólo en su interés museístico y publicitario, y urbanizar en un presente sin memoria y sin futuro, precisamente sin las dos cosas que hacen posible y creíble otra forma de ciudad. Un presente continuo que se disuelve en lo efímero, en lo evanescente, en lo virtual; un presente que se eterniza al substraerle la temporalidad, al sustraerle su dimensión histórica, la dimensión  de un antes y de un después, posibles.

    Contra este urbanismo en Barcelona será conveniente recordar la ciudad que nos ha precedido, las calles, las piedras, los edificios que materializan otra Barcelona, no utópica sino real, pues ha existido, como la Barcelona Rosa de Fuego tal como fue llamada en los años 20 por sus continuos enfrentamientos, atentados, motines; la Barcelona revolucionaria de julio de 1936; la Barcelona testigo de las primeras revueltas ludditas en la primera mitad del siglo XIX; y tantas Barcelonas reales que atentan contra nuestra incapacidad de imaginar -de realizar- otra distinta a la de este hoy sin tiempo.

    Se trataría de confeccionar una cartografía, situar acontecimientos y lugares hoy ocultados, desaparecidos o suplantados. A título de ejemplo citemos la fábrica del vapor Bonaplata, quemada el 1835 durante el primer acto luddita en Barcelona, y el último acto luddita con la destrucción de las máquinas de hilar (llamadas selfactinas), en 1854. El desaparecido Teatro Circo Barcelonés, sede en 1870 del primer Congreso Obrero Español, adherido enseguida a la AIT, en la calle Montserrat. La Barcelona cubierta de barricadas en 1909, contra las tropas enviadas a Marruecos y las quemas de iglesias (San Agustín Abad, Sant Pau del Camp, Santa Madrona, Santa Mónica). El Raval de los años 20 con sus calles testigos de tanta libertad y tanto orgullo, contra los pistoleros de la patronal: calle Cadena, donde estaba Tierra y Libertad; calle San Rafael, que ve el asesinato del Noi del Sucre. Las calles sedes de ateneos, círculos, grupos de afinidad, efervescencia cultural en los años 30. Julio de 1936, la Barcelona revolucionaria de los primeros meses después de julio. Las Ramblas y la Plaza Cataluña de las jornadas de Mayo del 37. Las plazas y calles escenario de una actividad autónoma en los años 60 y 70. Los espacios ocupados y liberados hoy.

    No se trata de un ejercicio de nostalgia, ni de querer ahorrarnos plantear los problemas que tenemos para hacer otra ciudad hoy. Se trata de una mirada para tomar aliento y continuar nuestra actividad, marcando el espacio a nuestra manera. Difícil por cuanto hoy la ciudad -la megápolis- es precisamente la disolución de la socialidad. Necesario, si no queremos  resignarnos a arrastrar el carrito de la compra por el supermercado y a ordenar nuestra vida según las pautas ya establecidas.

     

    Revista Etcétera

     

    (*)  Es interesante a este respecto, como ejercicio de borrar la memoria, recordar  la construcción del Guggenheim en Bilbao en los terrenos de Euskalduna, tal como hace Manuel Rodríguez en su artículo «Ciudades modernas: espacios para el olvido» , del que extraemos este pasaje:

     

    Naturalmente sobran buenos ejemplos, ilustrativos de estas transformaciones inducidas, de estos desplazamientos obligados. Por citar alguno, lo que más sorprende de los comentaristas críticos del Guggenheim de Bilbao no es que hayan incidido en los rasgos estéticos aberrantes de la construcción, que no lo son tanto en un mundo en el que es posible toda licencia formal, o en el despilfarro de recursos, o en el carácter no vasco del museo, sino que casi ninguno haya descubierto lo que era más evidente en el proyecto: olvidar, borrar, eliminar definitivamente la dimensión conflictiva y abroncada de la historia de la ciudad. El solar del museo es el mismo que ocupó Euskalduna, punto negro de la geografía industrial del Estado y símbolo de la iluminación práctica de la resistencia obrera frente las necesidades que periódicamente exige la renovación de los ciclos de acumulación de capital. Euskalduna fue y es, para los que se dedican a «una actividad tan subversiva como la memoria», uno de los mejores ejemplos de la lucha obrera en los tiempos difíciles de la reconversión. La cirugía estética cumple aquí una voluntad de desplazamiento simbólico: del Bilbao industrial y combativo, a la imagen más tranquilizadora de centro turístico, de ciudad-imagen digna de ser contemplada por su calidad de depósito de mercancías de prestigio. Tal como señalaban los miembros del Colectivo Autónomo de Trabajadores que mantuvieron y radicalizaron la huelga que en el otoño de 1984 mantuvo a la fábrica en pie de guerra: «A  fuerza de realizar manifestaciones, actos públicos y asambleas, los trabajadores de Euskalduna hemos acabado por convertirnos en parte esencial del paisaje urbano de Bilbao» (Colectivo Autónomo de Trabajadores, «La batalla de Euskalduna. Ejemplo de resistencia obrera», Madrid, 1985, Ed. Revolución, p. 199). Con esto no se expresaba el carácter folklórico, contemplativo, de la pseudorevuelta moderna, en el que tras varios días de lucha uno puede reincorporarse a la vida normal sin que nada haya sucedido, ni en el campo de las relaciones objetivas, ni en la emergencia de una conciencia más lúcida de las mismas. La lucha  de Euskalduna fue una lucha feroz y violenta, manejada en todo momento por la actividad y decisión de los trabajadores, en una  ciudad donde todavía era  posible que un colectivo supiese contaminar, con sus miserias y esperanzas, la voluntad de sus habitantes. Ningún otro objetivo, tenían las acciones de los obreros, que hoy, en los espacios de la atomización, habrían quedado condenados al fracaso más inmediato: las asambleas en la Universidad de Deusto a las que se sumaban los estudiantes, los apoyos solidarios a otras empresas en reconversión, la presencia permanente en la calle que generaba la solidaridad espontánea y a la vez consciente de la mayor parte de la población… La neo-ciudad como la neo-lengua de Orwell hace tabula rasa de los viejos usos de los espacios, transforma en una ilusión ingenua la celebración sincera del pasado a la vez que  aniquila su posible reactualización en la vida cotidiana de nuestra época.

    Por tanto, el resultado de este retorno a la historia, de esta necesidad de romper el marco urbano estrictamente funcional y de devolver a la ciudad algunos elementos concretos, en los que hubiera sido posible cierto reconocimiento, parece opuesto, en todo, a lo que se proclamaba explícitamente. La búsqueda de diferencias cualitativas, de lugares-referencia se ha resuelto en la acumulación de fragmentos arquitectónicos que a modo de citas de origen heterogéneo producen un texto ilegible por la falta de argumento común; el reencuentro con el pasado ha promovido las conocidas ciudades-museo, conglomerados monumentales maquillados hasta el punto de que ya no es posible reconocer en sus piedras el paso del tiempo; las nuevas catedrales del consumo, aunque han succionado los tiempos de ocio de las poblaciones, las han dejado impávidas ante su extraordinario ritmo de tranformación.

    ¿Pero esta  fragmentación de la ciudad  no señala, acaso, la expoliación de la experiencia compartida: la historia, el vocabulario de sus hábitos, la memoria objetivada en los nombres de sus calles y las piedras de sus casas? Expropiación de lo común, que obedece sin duda a tendencias globales de la sociedad, señalando la ruina de los viejos proyectos ciudadanos que durante siglos habían caracterizado la trayectoria de las urbes occidentales. El eclecticismo estético, el pastiche, los grandes centros de ocio que crecen de espaldas a su entorno, son, de hecho, las materializaciones más evidentes de un movimiento más general, que penetra intensamente el mundo sensible y el imaginario de los individuos.