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Integrar y capturar. Ensayo sobre las éticas de la tolerancia, el reconocimiento, el pluralismo y el diálogo (página 2)


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Ellos son los que ponen en entredicho nuestras fronteras, los reconocemos, comprendemos su sentido de marginación cultural; pero cuidado, somos nosotros los que definimos los principios políticos. ¿Qué pasa entonces cuando lo que se pone en entredicho compromete esos principios políticos, o bien ese nosotros que se arroga el derecho de instaurarlos? ¿La marginación encuentra entonces su justificación repentina?

El límite es claro: sólo dentro del ámbito institucional de la democracia capitalista, toleraremos, reconoceremos y dialogaremos. "De esta manera es excluida y negada la legitimidad de todo movimiento que tenga otros horizontes (.) distintos respecto del consenso republicano"[3].

Así, en el inventario de los peligros que hay que ahuyentar para lograr este horizonte ético deseable de pluralismo y reconocimiento, se incluyen también los hombres y mujeres que luchan, sus potencias subversivas, sus sublevaciones acaloradas contra la dominación y sus organizaciones, sus armas, levantadas contra el orden hegemónico de las democracias capitalistas.

Se desnuda así el profundo cinismo que tiñe las suaves evocaciones éticas al consenso, el diálogo y la tolerancia, en nombre de los principios democráticos universales del liberalismo político: son esas mismas democracias las que legitiman silenciosamente la otra violencia, cotidiana y constante, de la explotación capitalista.

"Ley, poder y gobierno son la guerra: la guerra de unos contra otros.

La rebelión no será entonces la quiebra de un sistema pacífico de leyes por una causa cualquiera, sino la reversión de una guerra que el gobierno no deja de conducir."

Michel Foucault

Ciertos cambios históricos, dice Taylor, hicieron inevitable la moderna preocupación por el reconocimiento. El primero, la caída del antiguo régimen y, con él, el desplome de las jerarquías sociales que solían ser la base del honor. "Contra este concepto del honor tenemos el moderno concepto de dignidad, que hoy se emplea en un sentido universalista e igualitario cuando hablamos de la «dignidad de los seres humanos»" [4]El contenido efectivo de esta política fue la igualación de los derechos y de los títulos, plasmados paradigmáticamente en aquello que conocemos como los "derechos universales del hombre".

"Se supone que existe un sujeto humano por todos reconocible y que posee "derechos" de alguna manera naturales: derecho de supervivencia, de no ser maltratado, de disponer de libertades "fundamentales" (de opinión, de expresión, de designación democrática de los gobiernos, etc.). Estos derechos se los supone evidentes y son el objeto de un amplio consenso. La "ética" consiste en preocuparse por estos derechos, en hacerlos respetar".

En términos rigurosos, se trata de una "ética mínima"[5] que plantea, rememorando a Rousseau, ciertos principios de justicia que deben respetarse en cualquier situación, para evitar aquellos crímenes que constituyen en cualquier caso, un mal para la humanidad. "Los "derechos del hombre" son los derechos al no-Mal: no ser ofendido y maltratado ni en su vida (.), ni en su cuerpo (.), ni en su identidad cultural"[6].

Los derechos del hombre se presentan así como transhistóricos y trascendentes. Son trascendentes en la medida en que se definen a priori, y se postulan como inherentes a una suerte de esencia humana que sería común a todos los hombres y mujeres, más allá de las condiciones inmanentes de su existencia efectiva. Son transhistóricos en la medida en que, sin situarse en cada situación de hecho, se erigen como principios que habrán de ser respetados en todo tiempo y todo espacio. "Por su determinación negativa y a priori del Mal, esta ética se prohíbe pensar la singularidad de las situaciones, que es el comienzo obligado de toda acción propiamente humana"[7].

Así, lo que éste planteo ético-jurídico procura olvidar, en sus pretensiones de universalidad, es el modo en que este estado de derecho opera en las situaciones de hecho. Des-situados, estos principios básicos de justicia parecen garantizar el respeto a la vida del hombre, a su libertad e igualdad. Pero cuando nos posicionamos en el marco de las relaciones capitalistas, en la explotación del hombre por el hombre, donde una clase parasitaria vive de la apropiación sistemática de la riqueza producida por la fuerza de trabajo obrero, el respeto hacia los derechos universales del hombre nos deja perplejos.

La paradoja es clara. En nombre de la vida humana, de la libertad y la tolerancia, se reclama la resolución dialógica y argumentativa de los conflictos, y se plantea una ética mínima que expulsa a la violencia como medio de transformación del mundo. Frente a la muerte que distribuye día a día el capitalismo, se pretende sostener el consenso, el respeto y el diálogo como principios que coronan la vida como sagrada.

Las políticas del reconocimiento, las preocupaciones por el pluralismo y el respeto de los derechos del hombre, tienen, sin embargo, su condición de posibilidad en el funcionamiento mismo del capitalismo. El capitalismo invisibiliza sistemáticamente la violencia que ejerce. Su mayor logro es haber instaurado un orden en donde la coacción que garantiza la explotación de una clase por otra se da en el plano económico. En el plano político-jurídico, entonces, pueden plantearse consensos y tolerancias. A través de la institución de un mercado libre de trabajo, el capitalismo prescinde todo lo que puede de la violencia abierta. Y entonces, sólo cuando las luchas contra la explotación se vuelven lo suficientemente radicales como para poner en cuestionamiento el marco democrático del consenso republicano, despliega toda su violencia represiva – legitimada, estatal- en nombre de un marco jurídico creado históricamente (es decir, en el seno de un modo de producción y al amparo de éste), y se postula, entretanto, como ley universal humana que defiende la vida.

"Pero el derecho, la paz y las leyes han nacido en la sangre y el fango de batallas y rivalidades que no eran precisamente –como imaginaban filósofos y juristas- batallas y rivalidades ideales. La ley no nace de la naturaleza (.) La ley nace de conflictos reales: masacres, conquistas, victorias que tienen su fecha y sus horroríficos héroes; la ley nace de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; la ley nace con los inocentes que agonizan al amanecer (.) La ley no es pacificación (.) la paz, hasta en sus mecanismos más ínfimos, hace sordamente la guerra"[8].

Los principios de libertad, igualdad, y fraternidad nacidos al calor de la revolución francesa, que se constituyen hoy como fundamentos principales de los derechos del hombre, solo han podido tener su plasmación formal una vez garantizado el dominio real, económico y político, de la burguesía en una guerra real, brutal y violenta. Devolver a la legalidad burguesa de la democracia capitalista su carácter histórico, desnaturalizar su universalidad, es encontrar en los códigos la sangre de los obreros y campesinos que perdieron la lucha en la revolución francesa; sobre todo si pensamos que la revolución francesa no es un solo acto, una sola acción. Tiene sus tiempos y sus sujetos. En ella conviven el pueblo pobre de París y otras ciudades (los famosos sans culotes), los campesinos empobrecidos por la brutalidad real y los sectores de la pequeña y gran burguesía. Se trata, en efecto, de una alianza transitoria contra un régimen que en sus primeros momentos brindó una organización del pueblo profundamente democrática, en el sentido de una democracia real, ejercida y custodiada por el pueblo armado luego de la derrota de la resistencia regia.

La captura de este movimiento de actividad de las masas sublevadas a partir del triunfo de la burguesía es sólo la coronación de la revolución francesa. Allí se efectúa la formalización de la política que a lo largo del siglo XIX dará por constituida una democracia formal que favorezca la libre acción de la clase ascendente. En efecto, las olas revolucionarias de 1830, 1848 y 1871 muestran a las claras que el programa revolucionario de la Gloriosa fue no solo formalizado, sino que fue traicionado por la burguesía: ya entonces se cuestionaba el horizonte de la democracia capitalista como horizonte deseable, puesto que desde 1871 la revolución se debatiría como proletaria y socialista[9]

"Cuando los que sostienen la ideología «ética» contemporánea proclaman que el retorno al hombre y a sus derechos nos ha liberado de las «abstracciones mortales» engendradas por «las ideologías», se burlan del mundo"

Alain Badiou.

Esta ética mínima que sostiene como fundamento incuestionable la existencia de ciertos derechos inalienables del hombre, suele tener su relevo primordial en la noción de tolerancia. "¿Y cuales son los términos mínimos? Si vos tenés una escala de valores diferente a la mía… ¿cuáles son los términos mínimos? Que te tolere"[10].

La tolerancia, como concepto ético-político, se despliega originalmente en el marco de la ilustración, como una necesidad frente a las guerras religiosas. El primer argumento esgrimido por Voltaire a su favor es, manifiestamente, de orden económico: la expulsión de los calvinistas del suelo francés había dañado considerablemente al Estado, mientras los gobiernos más tolerantes habían sabido extraer grandes ventajas de la situación. "Mientras que la tolerancia trae consigo la paz interior y ventajas económicas, la intolerancia ha producido un baño de sangre tras otro en la tierra, y ha acarreado la ruina económica"[11]. Siguiendo las enseñanzas de Voltaire, las democracias capitalistas encuentran en la tolerancia el modo de garantizar un estado de relativa normalidad, cierta paz interior, que funciona como condición necesaria para la acumulación de capital. "Por eso, la tolerancia es un simple dictado de la prudencia"[12].

Pero a su vez, la tolerancia plasmada en un marco jurídico funciona como un mecanismo del cual es posible extraer legitimidad y hegemonía en términos estrictamente políticos, una vez garantizada la sujeción económica. "Cuantas más sectas haya, tanto menos peligrosa será cada una de ellas; su multiplicidad las debilita; una legislación justa les pondría límites y evitaría manifestaciones ruidosas, ofensas y levantamientos"[13]. El límite incuestionable será la propiedad privada de los medios de producción: pretender cuestionar este hecho dentro de los marcos instituidos, como por ejemplo el parlamento, puede ser una propuesta graciosa, pero es muy poco efectiva. La tolerancia parlamentaria produce de esta manera un horizonte organizativo que no puede hacerse cargo de lo negado por la separación entre sujeción política y sujeción económica. Se tolera la existencia de múltiples partidos políticos mientras el mismo Estado no sienta amenazado su monopolio legal de la violencia, y mientras las clases dominantes no sientan bajo peligro su derecho a disponer de los medios de producción. La historia argentina está plagada de proscripciones de partidos políticos que eran declarados ilegales por contener dentro suyo una fuerza política subversiva del orden. Los casos del peronismo revolucionario y del PRT-ERP resultan paradigmáticos. La tolerancia (que puede evitar manifestaciones ruidosas y levantamientos) tenía un límite claro: el no cuestionamiento de la acumulación privada de la producción social.

Ahora bien, la tolerancia planteada por esta ética mínima no alcanza, sostiene Taylor, para desarrollar una política del reconocimiento. Es cierto que garantiza la normalidad necesaria para el buen desarrollo de la acumulación capitalista, y legitima la política estatal parlamentaria. Pero para ser realmente éticos, verdaderamente inclusivos, es preciso ir más allá, y sobre los principios igualitarios de los derechos de ciudadanía plantear políticas de la diferencia que reconozcan las identidades culturales singulares, y dialoguen con ellas ampliando y fusionando sus propios horizontes.

"Las éticas densas están tratando de plantear que hay que ir mas allá de la tolerancia. Suponiendo la tolerancia, porque es la tolerancia es como el umbral mínimo. Una cosa es que te diga: pensás distinto, valorás distinto, te tolero. Pero me importa un comino. A que yo diga: ¿pensás distinto? Te tolero pero no solo te tolero: Quiero aprender de vos. ¿Porqué no me decís como son tus valores yo te digo como son los míos?"

Se habla, entonces, de multiculturalismo, o bien de interculturalidad, como la posibilidad del encuentro entre las diferentes culturas, "de un diálogo, en el sentido fuerte de salir de la interacción habiendo aprendido algo"[14]. Se evoca, en nuestro territorio, la posibilidad de reencontrarse desde este diálogo interactuante con las culturas aborígenes y su herencia.

Un siglo después de la conquista del desierto, y mientras se expropia a las comunidades indígenas de sus tierras, o bien se las somete mediante la explotación económica capitalista, los filósofos del multiculturalismo han decidido sentarse (en el suelo, para comprender en profundidad estos singulares modos de vida) con sus piernas y sus brazos cruzados; han decidido conocer profundamente el modo de ser diferente de las maravillosas culturas aborígenes, admirar sus obras, "reconocerlos en su identidad" y "aprender algo". Por supuesto, que el hecho de armas de la colonización haya instaurado la condición de posibilidad de este diálogo fluido, tolerante y pacífico, en la medida en que la relación de fuerzas no hace peligrar hoy la hegemonía política de quienes lo promueven, no es algo que entre dentro de los tópicos habituales de la placentera charla intercultural.

"No nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación,

íntima y radical, de lo que han hecho de nosotros"

Jean Paul Sartre.

Las éticas de la tolerancia, el pluralismo, el diálogo intercultural y el reconocimiento del otro, son, tal y como proclaman, éticas de la integración y la inclusión. Desde los fundamentos universales de la democracia, debaten en un territorio que no cuestiona éste horizonte deseable, que se presenta como un bien fundamental e indudable para la humanidad: sus discusiones pasan por "donde se debe buscar la base más fuerte para la integración social y la inserción (Einbeziehung) de los marginados"[15]. Así, lo que estas éticas clausuran, de manera más o menos explícita, son las posiciones antagonistas que no reconocen en la democracia parlamentaria y capitalista –y, por tanto, en la integración o inclusión en ella- un horizonte ético y político deseable.

"Ahora bien, esta sofistica es devastadora. Puesto que si se trata de hacer valer, contra un mal reconocido a priori, el compromiso ético, ¿de dónde procederá el proyecto de una transformación cualquiera de lo que es? (.) ¿Cuál será el destino del pensamiento, del que se sabe que, o bien es invención afirmativa o no es? En realidad el precio pagado por la ética es el de un espeso conservadorismo. La concepción ética del hombre, además de ser, al fin de cuentas, o bien biológica (imágenes de las víctimas) o bien "occidental" (satisfacción del benefactor armado), impide toda visión positiva amplia de los posibles"[16].

De este modo, los aparatos teóricos desarrollados por las éticas precedentes, constituyen un mecanismo de legitimación política de lo existente, que opera mediante un doble movimiento. Por un lado, como hemos dicho, invalida cualquier forma de lucha que no se encuadre dentro del marco de las democracias capitalistas, y sus modalidades de "consenso superpuesto a los disensos"[17], parlamentarias, dialógicas, basadas en la supuesta tolerancia de las disidencias.

"El derecho de una persona a quejarse porque lesionan sus derechos se limita a la violación de principios que ella misma reconoce. Una queja es un reproche formulado de buena fe. Se basa en un principio que ambos partidos reconocen"[18].

Así, se declara la invalidez de todo reclamo que presuponga un cuestionamiento radical a los supuestos mismos de la democracia capitalista. Sólo se reconoce la diferencia de aquello que ya se encuentra dentro de los propios principios políticos fundamentales. Esto funciona de manera implícita como una legitimación, claro está, de la represión estatal que habrá de ejercerse en caso de que las luchas sean lo suficientemente radicales – y no lo bastantemente dialógicas y tolerantes- como para poner en cuestionamiento el núcleo duro del sistema capitalista existente, incluidos sus marcos de lucha políticamente aceptables.

Pero sobre esto, opera simultáneamente un segundo movimiento. Desde las políticas del reconocimiento, se busca el modo de comprender aquellos reclamos que originalmente habían surgido con una potencia subversiva inaceptable, ampliando los propios horizontes hasta "encontrar" aquello que tienen de legítimos. Es decir, los planteos subalternos que generaban un antagonismo lo suficientemente radical como para desatar el aparato represivo del Estado, son reapropiados en términos de reconocimiento: es decir, integración de las minorías, respeto de los derechos humanos, no-discriminación, lucha contra la marginación o la exclusión social.

"A menudo los mismos protagonistas son los primeros en negar que sean tales consideraciones [acerca de la falta de reconocimiento] las que los impelen, y aducen que sus motivos radican en otro factores como la desigualdad, la explotación y la injusticia"[19].

De este modo, se produce una captura de aquellos postulados que originalmente tenían una verdadera potencia transformadora, y se plantean en términos de reconocimiento e integración propuestas de reformas que puedan contener –en el doble sentido de integrar y moderar- éstos antagonismos. Se trata, básicamente, de lo que ha sabido llamarse contrarrevolución.

¿Qué significa la palabra "contrarrevolución"?. Por ésta, no debe entenderse solamente una represión violenta (aunque, ciertamente, la represión nunca falte). No se trata de una simple restauración del ancien régime, es decir del restablecimiento del orden social resquebrajado por conflictos y revueltas. La "contrarrevolución" es, literalmente, una revolución a la inversa. Es decir: una innovación impetuosa de los modos de producir, de las formas de vida, de las relaciones sociales que, sin embargo, consolida y relanza el mando capitalista. (.) la "contrarrevolución" se sirve de los mismos presupuestos y de las mismas tendencias (económicas, sociales y culturales) sobre las que podría acoplarse la "revolución", ocupa y coloniza el territorio del adversario y da otras respuestas a las mismas preguntas. Reinterpreta a su modo (y las cárceles de máxima seguridad, a menudo, facilitan esta tarea hermenéutica) el conjunto de condiciones materiales que convertirían la abolición del trabajo asalariado en algo simplemente realista: reduce este conjunto a provechosas fuerzas productivas. Además, la "contrarrevolución" transforma en pasividad despolitizada o en consenso plebiscitario los mismos comportamientos que parecían implicar el deterioro del poder estatal"[20].

El modo de funcionamiento de está lógica puede verse, si nos situamos en el marco de nuestras relaciones sociales más inmediatas, en las posiciones que se han tomado acerca del movimiento piquetero.

Cuando el piquetero es pensado desde esta lógica de inclusión que borra los verdaderos antagonismos realizando una captura dentro de los principios de la democracia parlamentaria capitalista (que permanecen así inalterados), es caracterizado como un desocupado. Y un desocupado es, antes que nada y por definición, alguien que busca y desea trabajo. Su reclamo es legítimo, porque le falta algo para ser plenamente: el trabajo que le es negado. Y en la medida en que no se satisface uno de sus derechos esenciales en tanto ser humano, es un excluido. Su queja es transparente y legítima: no puede ingresar en el régimen laboral.

Así, se configura un significado para la lucha piquetera –el de la inclusión- que la valida en el mismo acto en que captura su potencia:

"La lucha es legítima porque no se exigen otros derechos que los que surgen del hecho de ser parte del todo –ciudadanos, trabajadores, seres humanos-. La lucha por la inclusión es lucha por el reconocimiento. Se trata de ser admitidos como una parte que pertenece legítima – y legalmente- al todo nacional-estatal. Esta forma de obtención de la legitimidad supone una premisa indiscutible: que el Estado nación conserva su capacidad integradora y que la lucha política consiste en el pasaje de la exclusión a la inclusión."[21].

La potencia subversiva de las prácticas antagonistas del movimiento piquetero son, entonces, reapropiadas en términos de "víctimas de la exclusión" que "lucha por el reconocimiento". Se define al piquete como un acto desesperado que es llevado a cabo por las victimas de la desocupación como un medio –último, límite- de supervivencia. Desde ese momento el piquetero, víctima excluida, quiere trabajar: y no cuestionar la sociedad salarial[22]

Desconociendo la experiencia misma de las organizaciones piqueteras, sus estrategias de lucha, sus prácticas antagonistas y su carácter de insubordinación, se los despolitiza, reapropiándose de algunos elementos de sus discursos para generar una respuesta integradora dentro de los mismos parámetros existentes. La tarea es lograr su inclusión social. Que no haya un "adentro" deseable es justamente lo que queda fuera de toda discusión.

Sin embargo, el piquete como acto también puede desbordar, precisamente, la identidad de desocupado y constituir – mediante una afirmación que se realiza con el cuerpo propio y con la organización de esos cuerpos- un nuevo tipo de subjetividad. El piquete aparece así no como un reclamo dentro de los marcos instituidos, ni como un acto de desesperación dentro de esos principios fundamentales, sino como una acción política que se insubordina contra lo dado. Rechaza la definición sociológico-estructural de su condición para intentar desde la cooperación y la organización, determinarse a sí mismo.

Este debate se puede plantear desde una perspectiva histórica mediante un recorrido mas o menos breve. Dentro del movimiento piquetero (que siempre fue un movimiento de movimientos) existen varias tendencias: una de ellas, encabezada por la CTA-CCC, es la que se posicionó en los parámetros de la exclusión-inclusión. Sus reclamos, poco a poco, fueron incorporados en términos de derechos de las personas, de los ciudadanos, en la misma medida en que ellos negociaban su propio acto de constitución. Básicamente: negociar los carriles del piquete a cambio de ser recibidos por un interlocutor estatal y así conseguir la demandada inclusión, que si bien no era trabajo, estaba dada por los famosos planes sociales de $150.

En el polo opuesto, la Coordinadora Aníbal Verón recibió la descarga represiva del Estado en el año 2002, cuando su "intransigencia" con el marco de consenso, diálogo, y respeto de los derechos ciudadanos postulado por la democracia argentina, pareció llegar al límite de lo tolerable. Cortar la totalidad de la ruta implicaba no respetar el derecho del otro a circular, y entonces su reclamo "no actuaba de buena fe". Que se estuvieran cuestionando los mismos marcos de lucha política planteados como válidos no era algo que pudiese comprenderse, ni pensarse: muchísimo menos tolerarse.

La respuesta del Estado argentino, el uso de la violencia legitima, dejó el saldo de dos muertos y mas de treinta heridos de balas de plomo. Fue así como se produjo paradojalmente el reconocimiento de lo diferente: sancionando, con la muerte real y efectiva de hombres concretos, la igualdad y los derechos trascendentales de la humanidad.

"La diferencia es que la moral se presenta como un conjunto de reglas coactivas de un tipo específico que consisten en juzgar las acciones e intenciones relacionándolas con valores trascendentes; la ética es un conjunto de reglas facultativas que evalúan lo que hacemos y decimos según el modo de existencia que implica"

Gilles Deleuze.

Si la caracterización es clara, la respuesta al ¿Qué hacer? es, naturalmente, muchísimo más compleja. Por lo pronto, podemos afirmar que aceptar el punto de vista de lo general – "el país", "el bien común", "la democracia" "los derechos humanos"- implica subordinar la propia lucha situada, y convertirla en un segmento incluido dentro de una totalidad siempre ya constituida. En este caso, la democracia parlamentaria y la propiedad privada de los medios de producción como umbral último de cualquier transformación.

De este modo nos vemos impelidos a derivar las razones de nuestras luchas a partir de los sentidos, los métodos y las identidades políticas ya disponibles en la totalidad de estas democracias, asumiendo una racionalidad política condicionada por las formas de legitimidad socialmente instituidas.

Si reconocemos la diferencia entre ética y moral que hemos planteado en nuestro último epígrafe, las éticas de la tolerancia, el reconocimiento, el pluralismo o el diálogo entre culturas, se nos aparecen entonces como morales que pretenden juzgar las situaciones concretas en función de ciertos parámetros universales: los derechos del hombre y las virtudes democráticas. Esto opera, en el marco de las sociedades capitalistas, como una legitimación de lo existente, una invalidación de cualquier antagonismo radical, y un intento de captura de las potencias transformadoras de toda lucha.

En este sentido, la propuesta de una ética situada en las condiciones materiales que determinan nuestra existencia –y nuestro campo de posibles- exige, a nuestro entender, el abandono y la denuncia de principios que se pretendan universales para esconder tras sus leyes el rastro histórico de las luchas que los han producido, y de la dominación que silenciosamente legitiman.

"No se trata de conmensurar la historia, los gobiernos injustos, los abusos y violencias, con el principio ideal de una razón o una ley. Por el contrario, busca[mos] despertar, tras la forma de las instituciones y de las legislaciones, el pasado olvidado de las luchas reales, de las victorias o de las derrotas enmascaradas, la sangre seca en los códigos."[23].

BIBLIOGRAFIA

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  • Hill, C., "El protestantismo y el desarrollo del capitalismo", en Landes, D. (ed), Estudios sobre el nacimiento y el desarrollo del capitalismo, Madrid, Ayuso, 1972

  • Taylor, Charles. El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2003.

  • Tiempos de Insurgencia, Experiencias Comunistas en la Revolución rusa, Edición Nosotros Mismos, Chacarita, 2006.

  • Virno, Paolo. "¿Do you remember counterrevolution?" En: Balestrini-Moroni. La horda de oro. La gran ola creativa y existencial, política y revolucionaria (1968-1977). Traficantes de Sueños, 2006.

 

 

 

Autor:

María Soledad Suárez

[1] Cfr. Deleuze, Gilles. Spinoza: filosofía práctica. Barcelona: Tusquets, 1984

[2] Taylor, Charles. El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2003. Pág. 94.

[3] Balestrini-Moroni. La horda de oro. La gran ola creativa y existencial, política y revolucionaria (1968-1977). Traficantes de Sueños, 2006. Pág. 619.

[4] Taylor, Charles. El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2003. Pág. 46.

[5] Cullen, Carlos. Conferencia dictada en la Universidad Católica de Córdoba, año 2002. Disponible en http://www.uccor.edu.ar/reduc/conferencias2002/Cullen.doc.

[6] Badiou, Alain. La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal. Ed. Herder. México, 2004. Pág. 4.

[7] Ibidem. Pág. 6.

[8] Foucault, Michel. Genealogía del racismo. Buenos Aires, Editorial Altamira, 1996. Pág. 47.

[9] Cf. Hill, C., "El protestantismo y el desarrollo del capitalismo", en Landes, D. (ed), Estudios sobre el nacimiento y el desarrollo del capitalismo, Madrid, Ayuso, 1972; y Tiempos de Insurgencia, Experiencias Comunistas en la Revolución rusa, Edición Nosotros Mismos, Chacarita, 2006.

[10] Cullen, Carlos. Conferencia dictada en la Universidad Católica de Córdoba, año 2002. Disponible en http://www.uccor.edu.ar/reduc/conferencias2002/Cullen.doc.

[11] Fetscher, Iring. La tolerancia. Una pequeña virtud imprescindible para la democracia. Panorama histórico y problemas actuales. Segunda Edición, Barcelona, octubre de 1995. Pág. 88.

[12] Ibidem. Pág. 99.

[13] Ibidem. Pág. 89.

[14] Cullen, Carlos. El diálogo de las culturas. Buenos Aires, 1999. Pág. 11.

[15] Ibidem. Pág. 15.

[16] Badiou, Alain. La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal. Ed. Herder. México, 2004. Pág. 6.

[17] Cullen, Carlos. Conferencia dictada en la Universidad Católica de Córdoba, año 2002. Disponible en http://www.uccor.edu.ar/reduc/conferencias2002/Cullen.doc.

[18] Badiou, Alain. La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal. Ed. Herder. México, 2004. Pág. 6. Fetscher, Iring. La tolerancia. Una pequeña virtud imprescindible para la democracia. Panorama histórico y problemas actuales. Segunda Edición, Barcelona, octubre de 1995. Pág. 89.

[19] Taylor, Charles. El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2003. Pág. 95.

[20] Virno, Paolo. "¿Do you remember counterrevolution?" En: Balestrini-Moroni. La horda de oro. La gran ola creativa y existencial, política y revolucionaria (1968-1977). Traficantes de Sueños, 2006. Pág. 641-642.

[21] Colectivo Situaciones. "Multiplicidad y contrapoder en la experiencia piquetera". En 19 y 20. Apuntes para el nuevo protagonismo social, Ediciones de Mano en mano, Buenos Aires, abril de 2002. Pag. 121.

[22] Ibidem.

[23] Foucault, Michel. Genealogía del racismo. Buenos Aires, Editorial Altamira, 1996. Pág. 218.

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