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El lugar de las devociones (página 2)

Enviado por Gabriel Cocimano


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De la tierra al altar

El proceso de canonización oficial –que culmina con la elevación a los altares de un hombre o mujer declarados santos– incluye complejísimos mecanismos de selección y verificación y, en la mayoría de los casos, un largo período de tiempo de confirmación del o de los milagros, sumado a una inevitable gestión burocrática.

En el Vaticano, una comisión es la encargada de dirimir las pruebas de veracidad de los milagros de cada candidato, en su forma histórica, jurídica y científica: es la Congregación para la Causa de los Santos, que está integrada por 23 miembros (entre cardenales, arzobispos y obispos), un promotor de la Fe (prelado teólogo), 6 relatores y 71 consultores (médicos de distintas especialidades, historiadores y teólogos). Si los dos tercios de la Congregación lo avalan, el Papa convierte al candidato en venerable. Si llegara a comprobarse un milagro, el nominado se transforma en beato, y si se demuestran dos milagros, el mismo es declarado santo.

Esto, puertas adentro del Vaticano. Pero, ¿cómo llegan las postulaciones a la Santa Sede, y qué requerimientos se necesitan para candidatear a un potencial santo?

En principio, se exige –en la diócesis donde murió el candidato- la formación de un tribunal, que designará a un vice-postulador o colaborador: este tribunal será el encargado de recopilar los testimonios de todos los que conocieron al candidato. Por otra parte, hay que buscar un postulador oficial que resida en el Vaticano, y reciba la información obtenida en el país de origen. Una vez concluido el extenso informe, se presenta en el Vaticano y, de esta forma, el candidato se convierte en Siervo de Dios.

En esta etapa, el factor tiempo es necesario y comprensible: ante el presunto milagro de algún candidato (que haya actuado, por ejemplo, en la desaparición de una enfermedad maligna), el Vaticano debe esperar un tiempo prudencial hasta confirmar fehacientemente que la cura es definitiva, y el mal no reaparezca.

En suma, el título de Siervo de Dios es sólo la primera –y más sencilla- etapa en este largo proceso; los demás peldaños son cada vez más rigurosos y exhaustivos. La Congregación construye lo que se llama la Positio, es decir, el caso. Algunos años más y el Siervo de Dios deviene venerable.

El paso siguiente es la beatificación. Para ser beato, debe comprobarse la existencia de un milagro, la mayoría de las veces una curación ‘imposible’. Aunque también existe una vía más expeditiva: la determinación que el candidato haya muerto martirizado. Este fue el fundamento de la beatificación de quien, a la postre, se convertiría en el primer santo argentino: el hermano Héctor Valdivielso Sáez.

El religioso, nacido en el barrio de Boedo, en la capital argentina, realizó su labor cristiana en España, hacia donde se dirigió con su familia siendo aún muy pequeño. Recibió el hábito en la Congregación de los Hermanos de La Salle, y el nombre Benito de Jesús. En 1934, en Turón, Asturias, fue fusilado en las revueltas previas a la guerra civil española, junto a otros siete miembros de la comunidad, españoles todos ellos. La Iglesia lo considera un mártir porque prefirió morir antes que renegar de su fe: "Si Dios me lo pide, estoy dispuesto a sufrir prisión, el destierro y la misma muerte", le había escrito Valdivielso en una carta a su madre. Aquella madrugada del 4 de octubre de 1934, un grupo de mineros marxistas del pueblo de Turón secuestró al religioso y sus compañeros y algunos días más tarde, al pie de una fosa en el cementerio del pueblo, los acribillaron a balazos. Tenían entre 22 y 47 años.9

Valdivielso fue beatificado junto a los otros siete mártires en 1990 por el Papa, durante una visita a España. Pero aún faltaba un peldaño más: se comenzó a estudiar un posible milagro que Dios había obrado a través de ellos, precisamente el mismo día en que fueron beatificados. Ese mismo día, en un hospital de Nicaragua, en el cuerpo de una joven de 24 años, Rafaela Bravo Jirón, se esfumaba el mal que la consumía: un cáncer de útero. Su marido, un ex alumno lasallano, siguiendo el consejo de un religioso de esa congregación, rezó entre el 9 y el 29 de abril de 1990 –día de la beatificación de los religiosos- dos novenas a los mártires pidiendo que intercedieran para que Dios curara a su mujer. En la noche del 29 de abril, Rafaela sintió unos dolores fortísimos. Luego expulsó una masa visceral extraña y, al día siguiente, se dijo que estaba totalmente curada. La Junta Médica del Vaticano dictaminó que esa curación no tenía explicación científica.10

Como los religiosos invocados ya eran beatos, el Vaticano –al reconocer este último hecho como milagro– declaró santos al hermano Héctor y al resto de los mártires de Turón.

La Argentina no contaba hasta entonces con ningún santo nacido en el país. En cambio, registra una beata, la hermana Nazaria Ignacia March Mesa, que vivió un tiempo y murió en Buenos Aires, pero que había nacido en España; y otra beata, Laura Vicuña, que vivió en el país, aunque había nacido en Chile. Cuenta, sí, con varios venerables, a los que deberá probárseles un milagro: la más reciente es la Madre Tránsito Cabanillas; también figuran en la nómina la Madre Superiora Camila Rolón y las religiosas Catalina de María Rodríguez y Leonor López de Maturana de San Aloisio. La lista de venerables se completa con los salesianos Ceferino Namuncurá y Artémides Zatti, el fraile cordobés José León Torres y el sacerdote –también cordobés- José Gabriel Brochero.

Ahora, ¿quiénes y cómo recopilan los testimonios y la información de cada candidato para ser enviada al Vaticano para su análisis? Por ejemplo, la causa de canonización del cura Brochero se abrió en 1957, casi medio siglo después de su muerte. El cardenal Primatesta fue el primero en presentarla, el 6 de abril de 1967; más tarde, la puso en manos del padre Carlos Heredia, experto en canonización del Obispado de Córdoba. Heredia conserva testimonios de quienes recordaban al cura cordobés, cartas de puño y letra de Brochero, y afirma tener tres milagros casi confirmados del sacerdote de Traslasierra. Falta la aceptación de la Congregación y el decreto del Papa. El padre Héctor D’Angelo es el postulante de Ceferino Namuncurá, el ‘Santito Gaucho’, el indiecito de Fortín Mercedes, el venerable más popular de la Argentina. La Junta de expertos del Vaticano le rechazó dos milagros, y se aferra a un tercero: el caso de una mujer que habría sido curada de un quiste. La hermana María Hilda Arévalo posee archivadas en su computadora crónicas de la vida y obra de su postulante a santa: la Madre Superiora Camila Rolón, técnicamente una de las candidatas más firmes a ser canonizadas por el Vaticano.11

Si bien "es Dios el que, a través del Papa, confirma la santidad de una persona", la Iglesia reconoce que el seguimiento de las causas –en manos de los hombres- tiene, cuanto menos, alcances dispares. En esto incide en forma notable la escasez de expertos en legislación eclesiástica en la Argentina, y la intensidad en la dedicación de quienes impulsan las causas de los beatos y santos potenciales. Para paliar estas falencias, la Iglesia argentina ha dado signos concretos: en 1991 creó la primera Facultad de Derecho Canónico del país, en la Universidad Católica Argentina, donde se podrá estudiar el complicadísimo proceso de canonización.

Pero, además, hay una cuestión de índole política que influye a la hora de una canonización: la diferencia de peso específico de los poderosos e influyentes en el Vaticano. Veamos un claro ejemplo: el Opus Dei (Obra de Dios) fue fundado por el sacerdote español Josemaría Escrivá de Balaguer hacia 1928, y su poder e influencia se han expandido por decenas de países de los cinco continentes. "La Obra" –como la llaman sus seguidores a esta orden- tuvo y tiene como objetivo brindar formación y asistencia religiosa, y ayudar a los creyentes a llegar a ser santos mediante el ejercicio del trabajo cotidiano, según los estatutos que estableció su propio fundador.

Influyente y poderosa, esta organización laica pero siempre dirigida por sacerdotes cuenta entre sus filas con funcionarios de distintos gobiernos (en los diferentes países donde tiene representación), e incidió en la formación de Juan Pablo II. Hasta se sostiene que su peso será decisivo en la elección del sucesor de Karol Wojtyla.

Lo cierto es que con el Papa Juan Pablo II, "La Obra" llegó lejos. Luego de un estudio de varios años, el Pontífice le confirió en 1982 el singular rango de Prelatura Personal. Se trata de un status creado por el Concilio Vaticano II y hasta ahora sólo otorgado al Opus Dei, gracias al cual éste depende directamente del Papa.

En 1992, Juan Pablo II "beatificó a Escrivá de Balaguer, en un trámite inusualmente rápido (…), durante una ceremonia en la Plaza de San Pedro, colmada de miembros del Opus Dei de todo el mundo que viajaron especialmente".12

El acceso directo que muchos de los encumbrados miembros de "La Obra" tienen en el Vaticano, contrasta notablemente con la de otros postuladores locales en el proceso de canonización.

Vale decir que, inevitablemente, el tráfico de influencias en el Vaticano –un hecho terrenal– tiene decisiva incidencia a la hora de elevar a los altares a figuras de culto, una práctica asociada al mundo de lo divino.

Un dato que no es en absoluto anecdótico es la sanción, en 1983, del nuevo Código de Derecho Canónico, a través del cual se simplificó notablemente la consagración de los santos. No es casual que el Papa Juan Pablo II haya consagrado –desde su inicio del pontificado, en 1978- más santos y beatos que todos los Papas anteriores. Es más, la Santa Sede ha dado muestras de priorizar y acelerar los trámites de las causas originadas en países que aún no tienen ni beatos ni santos.

Cerca de un millar de beatos y más de trescientos santos consagrados en poco más de veinte años de papado es un verdadero récord para la Iglesia. El celo con el que se trataban las causas, apenas unos años antes, no habría permitido semejante proliferación. ¿Qué lectura podemos extraer de esto? El inquietante escepticismo en materia espiritual en que ha caído el hombre en el último siglo y su contrapartida, la exaltación de la materia física, la multiplicación de cultos y religiones alternativas, surgidas allí donde existen necesidades que el catolicismo tradicional ya no logra satisfacer, la desacralización del orden socio-cultural occidental, la exacerbación del hedonismo y la mediatización de las culturas, ha generado en la Iglesia la necesidad de producir santos a una mayor escala, con el fin de acercarlos masivamente a los fieles.

"El fin del comunismo europeo y la agonía de la Teología de la Liberación, junto con el nacimiento y el triunfo de la globalización de los mercados, hicieron descubrir un nuevo enemigo que para la Iglesia se está demostrando un peligro mortal. La Iglesia y el Papa, ante todo, temen no el odio sino la indiferencia de las sociedades ricas a los valores que Juan Pablo II reivindica como fundamentales del cristianismo".13

Canonizaciones populares

"…el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua

con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria

colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el

olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria…"

Leopoldo Marechal

Dijimos que la religiosidad popular –muchas veces ajena a la ortodoxia romana- suele generar canonizaciones de hombres y mujeres a quienes se adjudican la realización de verdaderos milagros. Desatendiendo a la autoridad oficial en materia religiosa, que siempre reprobó estos hechos, a menudo con dureza, la religiosidad popular prescinde del sinuoso y complejo camino de la ortodoxia en la elección de sus figuras de culto.

La Iglesia tilda de supersticiones a estas prácticas de culto erigidas por la voluntad popular. "Pero el problema es complejo –apunta Félix Coluccio14– pues lo que con frecuencia se designa como superstición es una auténtica manifestación religiosa de las clases bajas, la proyección de esquemas lógicos diferentes a los occidentales, problema ya conocido por los cristianos que propugnan la adaptación del culto romano a los valores culturales de cada país". Agregaríamos que no es sólo una manifestación de las clases bajas, y que otros sectores de la población –más acomodados socioeconómicamente- suelen también adscribir a algunos de estos cultos. Más adelante nos detendremos un instante en este tema.

Muchas de estas canonizaciones populares tienen una vida efímera, y están circunscriptas en una determinada área; en cambio, hay otras que no sólo perduran en una región, sino que, con el paso del tiempo, se expanden, incrementando su área de difusión, y ganando incluso más devotos que en su lugar de origen. Pero estos cultos tan heterodoxos no se constituyen en oposición a la Iglesia; por el contrario, "los devotos son en su casi totalidad cristianos practicantes: asisten a misa, bautizan a sus hijos, contraen matrimonio religioso, se confiesan sus faltas, comulgan y hasta honran a sus sospechosos ‘santos’ con exvotos ‘intachables’, como imágenes de Cristo, la Virgen y los santos conocidos".15

Si el proceso de canonización oficial posee rasgos complejos es por la propia naturaleza de la Institución: la Iglesia contempla la existencia de normas a las que hay que someterse, de jerarquías a las que hay que asirse, y de límites y restricciones a los que hay ineludiblemente que ajustarse. Representa y genera poder: es un poder en sí mismo, una estructura con representatividad y representación.

La religiosidad popular carece de estructuras y de normas, prescinde de concilios y de derechos canónicos, de juristas y teólogos; traspasa la idea de sistema y no ancla en lo institucional; en tanto construcción, no soporta estructuras, y se nutre en la espontaneidad, en lo disperso y flexible, lo fragmentado y heterogéneo.

Esta religiosidad expresada por el pueblo utiliza sus propios mecanismos y criterios de valor en la elección de quienes siente deben formar parte de esa constelación extraña de venerables. Muchas veces lo hace utilizando los gestos exteriores y las formas institucionalizadas de la religión: esto es, los conceptos, los símbolos y los ritos de aquella aunque, en muchos casos, estas formas son resignificadas o reinterpretadas. Otras veces, en cambio, refuncionaliza resabios de paganismo, creencias y prácticas supérstites, en un curioso y particular sincretismo.

¿Qué papel cumplen las devociones populares en el imaginario colectivo? ¿por qué, en muchos ambientes, ocupan un lugar tan importante como la Virgen o el Señor en su expresión de culto y en la interiorización valorativa?

"El Hacedor –dice Jorge Gallardo16– está allá arriba (…) demasiado lejos: la distancia lo vuelve impersonal. Por ello no cabe siquiera que se le rinda culto, o en todo caso un culto abstractamente propiciatorio, porque como destinatarios de las impetraciones concretas aquí están, mucho más próximos, los mensajeros divinos".

Estos mensajeros, intermediarios entre Dios y nosotros, son objeto de temor y devoción a veces simultáneos –recordemos el ‘misterio tremendo y fascinante’- y constituyen esa singular constelación en la que caben:

"los iluminados del santoral cristiano, las potencias etónicas, las acuáticas, aéreas y del fuego, los ángeles del cielo, las almas de los antepasados, las que ambulan ‘en pena’, las que se institucionalizan como cultos locales a raíz de muertes accidentales y de otros tránsitos y resurrecciones más o menos anónimos, históricos o legendarios".17

En el siguiente párrafo –citado por una catequista en el NE argentino- queda consignado el carácter de intermediación que ejercen estas devociones, en cuanto permiten a los fieles tener a su alcance a determinado santo, alguien que participó en vida de similares experiencias terrenales, alguien que fue como ellos:

"Un tema muy especial es el de los santos. En este campo nuestra gente se siente más segura. Muchas veces el culto a los santos es exagerado. Pero el santo es algo más cercano a ellos que la teoría y la práctica de los sacramentos. Con qué fervor rezan ante la estatua de un santo, aunque no les interese la Eucaristía (…) Donde hay instrucción, la influencia del culto en las familias humildes tiene aún más peso. El ‘Santito’ vale mucho más, y ellos a la pregunta: ‘¿por qué le tributan tanto culto?’, responden: ‘Por fe en ellos’ (…) Creen en su existencia, su ayuda y su presencia. La catequesis actual toca muy poco el tema de los santos. Razón por la cual algunos dudan de la enseñanza del sacerdote o catequista".18

Este tema de la terrenalidad de la deidad queda claro en ciertas devociones de alcances locales o nacionales, sobre todo en aquellos cultos tributados a ciertos muertos desaparecidos en forma trágica o heroica, como así también a aquellos que, asumiendo el rol de milagreros, iluminados y guías espirituales, quedaron en la memoria popular investidos con un halo de veneración.

Y tiene estrecha vinculación con el tema de la pertenencia, de la identificación de los fieles respecto de la devoción: un determinado ‘santo’ –Ceferino, por ejemplo, o la devoción a la Difunta Correa- irradia una motivación particular hacia quienes lo consideran suyo, por nacionalidad, costumbres, y por haber transitado –geográfica y experimentalmente- la propia problemática. Lo mismo ocurre, por supuesto, en el caso de las canonizaciones oficiales. "Tener un santo nuestro significa haber logrado una meta como Iglesia Nacional –dice el hermano lasallano Telmo Meirone, a propósito de la canonización de Héctor V. Saez-. Ante el desamparo colectivo, tener un santo que caminó los mismos adoquines que nosotros y que es capaz de darnos protección espiritual es una llamita de esperanza".19

Otro mecanismo influye a la hora de elevar santos a los altares populares es el de conmiseración o piedad, en especial en aquellos casos de muertes trágicas y horrorosas (como en las devociones a la Difunta Correa –en la provincia de San Juan- o la Telesita –en Santiago del Estero-), en aquellos seres cuyas vidas han estado signadas por el sufrimiento (debido a imposibilidades, como es el caso del ciego Carballito, en Santiago del Estero o del recién nacido Pedrito Hallado, en Tucumán), o por trágicos conflictos pasionales (Juana Figueroa, en Salta). En algunos de estos casos, si bien puede existir algún otro mecanismo –el de identificación, como por ejemplo en la devoción a la Difunta Correa- consideramos que la compasión y la piedad que estas figuras provocaron en el imaginario popular resultan el mecanismo predominante.

Hay, además, un mecanismo de admiración hacia muchas de las figuras santificadas por la espontaneidad popular. Es el típico caso de las devociones a los gauchos justicieros, que el pueblo ha entronizado y elevado a la categoría de verdaderos santos: su coraje y valor hasta el punto de jugarse la vida por favorecer a los pobres quitándoles a los ricos, han hecho objetos de devoción al Gaucho Cubillos, a Juan Bautista Bairoletto, al Gaucho Gil, a Isidoro Velázquez, y a tantos otros personajes míticos del ámbito rural que pueblan el colectivo social a lo largo de todo el país. Admiración que también sostiene la devoción de figuras conocidas, tan disímiles como, por ejemplo, la Madre María, Pancho Sierra y la cantante de música tropical Gilda, entre otros.

Es evidente que se da en estos seres una proyección de los deseos del pueblo: esto es claro en el ejemplo de los gauchos milagrosos, muchos de ellos delincuentes tenidos por héroes justicieros, por haber ayudado a los necesitados. El pueblo los ha canonizado, proyectando en ellos sus deseos de justicia social, suerte de vengadores de los sufrimientos de la gente ante un sistema que los oprime y margina.

Ninguno de estos mecanismos mencionados son excluyentes, como en algún lugar hemos ejemplificado. Sólo que, de acuerdo a cada devoción, hay siempre uno que predomina por sobre el resto.

Un elemento característico de las canonizaciones populares es la espontaneidad con que se generan las devociones; se las crea con celeridad, según la trascendencia e impacto de la muerte, o de la envergadura personal del ‘santo’, y muchas veces arraigan en el imaginario social, aunque tantas otras caen rápidamente en el olvido. Algunas de ellas perduran, pero siempre circunscriptas a un determinado lugar, y no son siquiera conocidas fuera de su zona de influencia. Para el colectivo popular, cada uno de estos seres elevados a los altares sin la bendición de la Iglesia posee un rasgo distintivo sin el cual no hubiera podido constituirse en objeto de culto y devoción. Un elemento que lo acredita a ser pasibles de devoción popular es su condición de seres diferentes, condición que se manifiesta en una marca o huella divinas, y que el imaginario popular interpreta como signos de intermediación entre ellos y Dios.

Culto de los muertos

El culto de difuntos es uno de los elementos típicos de nuestro mundo social, cultural y religioso, y demuestra que ese acontecimiento doloroso e irreversible que significa la muerte no permanece indiferente en ninguna cultura, ni primitiva ni actual, más allá de los ritos o prácticas que cada una de ellas asuma sobre el particular.

Pero, ¿dónde y cómo se origina ese culto? Según las teorías animistas, se supone que todo lo inanimado y, por lo tanto, también los muertos, tienen alma y son capaces de acción. Todo aquello que rodeaba al primitivo –el agua, el aire, las piedras, los animales– poseía para aquel un espíritu, un alma, un fluido, de origen desconocido, y que se manifestaba algunas veces en forma negativa (terremotos, huracanes, desprendimientos) otras en forma benéfica (a través de alimentos, cobijo y protección). La inseguridad que le provocaba el destino inexorable de la muerte, debió generar las primeras creencias en un espíritu o espíritus que hacían vivir a la materia inerte, en una serie de entes o fuerzas misteriosas que rodeaban al hombre y que vivían en los elementos naturales que le circundaban. De acuerdo a estas teorías, cada ser humano posee un alma que sobrevive a la muerte del cuerpo: de allí que muchos rituales funerarios celebrados a la muerte del individuo, tengan la finalidad de facilitar la separación de alma y cuerpo, y ayudar al alma en el viaje hacia la ‘otra vida’.

Sin embargo, Rudolf Otto descarta que el culto de los muertos proceda de la teoría animista: "el muerto se hace importante para el ánimo cuando se convierte en algo espantoso y fantasmal". Para éste autor,

"los reflejos sentimentales que se dan naturalmente ante el muerto son de dos clases: de un lado, asco hacia lo hediondo, corrupto, repugnante; de otro lado, la turbación, inhibición de la propia voluntad vital, el temor a la muerte, el horror que se experimenta inmediatamente a la vista de un muerto, sobre todo si es de la propia especie (…) Pero ninguno de esos dos matices sentimentales constituyen todavía el arte del estremecimiento (…) Esto no existe, dado de antemano, por sí mismo, en los sentimientos naturales de asco o de horror (…) Es un pavor de una calidad peculiar y propia".20

Esta conmoción, este estremecimiento, produce un poder fascinante. Para Otto, son puros productos del sentimiento religioso, y no preexisten en la psique general como algo natural al hombre, sino que son "intuiciones de ciertos individuos dotados de naturaleza profética", que despertaron en los demás semejantes sentimientos.

Más allá de éstas teorías, el hombre -en la noche de los tiempos- se ocupó de que sus difuntos estuviesen cuidados, alimentados, y hasta acompañados de sus familiares. "Será en estos ritos de enterramiento donde se encuentren las huellas de una primera creencia en la inmortalidad".21

En ellos, colocó junto a los cadáveres, de forma ritual, objetos y utensilios de la vida diaria: vasos, recipientes, collares, armas; a veces, añadió a los enterramientos de bebés sus primeras vestimentas y sus juguetes. "Se aseguraba así a los difuntos un más allá más confortable pero, sobre todo, otra vida con elementos ya conocidos y cotidianos que harían un mundo más llevadero. Todas estas preocupaciones por el ajuar y los ritos de enterramiento debieron de producirse no sólo con el loable propósito de su confortabilidad o felicidad en la otra vida sino también, y sobre todo, para que los difuntos no volviesen a molestar a los vivos. Efectivamente, la creencia en el retorno de las almas de los difuntos (…) debió de ocasionar el surgimiento de numerosas prácticas mágico-religiosas, dado el temor que las almas de los difuntos han suscitado y suscitan en todas las civilizaciones".22

El hallazgo de cadáveres fuertemente atados, en posturas extrañas o enterrados boca abajo para que no puedan lograr salir a la superficie, son algunos ejemplos de esas prácticas; cadáveres con piernas y brazos plegados contra el pecho y otras veces en cuclillas demuestran que fueron inhumados con ligaduras, aunque éstas no hayan resistido el paso del tiempo. Esa posición encogida de los cadáveres –posición fetal- puede ser interpretada como una esperanza en su renacimiento.

De ayer a hoy, todas las culturas –como quedó dicho- ofrecen mecanismos y rituales a través de los cuales los hombres intentan adaptarse a esa realidad dolorosa que es la muerte. Algunos de los gestos más característicos en las sociedades occidentales, como los velatorios, las exequias de entierro, el recuerdo periódico y la visita a los cementerios, se repiten –en tanto formas supérstites– con matices propios de cada región y cada subcultura.

El velatorio es uno de los momentos de intensidad y significación en el culto de difuntos: allí se mezclan y se entrecruzan elementos religiosos, costumbristas, supersticiosos. Algunos testimonios corroboran esta característica:

"Los velatorios constituyen actos de culto de una gran significación. Los deudos sobrepasan los límites de la templanza en la comida y la bebida. Al difunto lo rodean de ritos supersticiosos, siembran ceniza bajo el ataúd. Si el difunto es un niño, se le provee de alas de papel (…) Se cree que le han crecido alitas y vuelan al cielo, por lo que no hay que llorar, pues se les mojarían aquellas; la madrina le pone un cordón en la cintura para que con él pueda sacarla del purgatorio".23

Respecto de esta yuxtaposición de elementos, Bruno Jacovella se refiere a la creencia según la cual ‘las almas de los muertos beben’: esto ha dado lugar al uso mortuorio, muy difundido en el norte argentino, de colocar un vaso de agua en la habitación "donde se ha velado el difunto y donde se rezan las nueve noches; al cabo de ellas, el agua ha acabado por desaparecer o poco menos; el muerto se la ha bebido, es decir, su alma".24

En esta creencia, el elemento supérstite, pagano, se presenta inconfundiblemente ligado a un gesto cristiano (religioso): el novenario. Es ésta una costumbre que permanece en ciertas zonas rurales, pero prácticamente ha desaparecido en las grandes ciudades. Rezar las nueve noches consecutivas a la muerte de un ser implica, además de una clara motivación religiosa, el gesto de acompañar a la familia del difunto. Los siguientes testimonios25 brindan ejemplos de las diferentes modalidades y usos de los novenarios:

"A partir del día de fallecimiento de una persona se inicia una novena por su eterno descanso. Adornan una cruz con flores y junto a ella se reúnen, en una hora determinada de la tarde, los allegados, amigos y vecinos del difunto. Rezan el santo rosario y otras preces. Es una cita a la que nadie quiere faltar"

"La novena no puede ser rezada por ningún pariente del difunto, pues lo llevaría muy pronto; debe iniciarse todos los días a la hora indicada y sin cambiar el guía, a la luz de tres velas: dos para el muerto y una para la cruz, de lo contrario trae mala suerte. El noveno día (al finalizar la novena) se levanta un altar que tiene varios escalones, en número impar, si el difunto es casado, y par si es soltero. Ese día se consumen totalmente las velas que se prendieron durante el novenario. Todo concluye a la medianoche, momento hasta el cual velan parientes y amigos con el fin de deshacer el altar".

De acuerdo a esto, muchos de los gestos populares en torno al hecho de la muerte son vehiculizados, con frecuencia, a través de los ritos religiosos institucionalizados.

En el caso de las canonizaciones populares, el culto de difuntos se convierte en práctica de devoción: fieles y promesantes acuden hasta las tumbas, altares y ermitas levantados en honor de aquellos que han sido erigidos santos por la sensibilidad popular. Algunos cultos tienen lugar en determinadas fechas: Semana Santa, Día de los Muertos, los días lunes –Día de Animas-, los aniversarios de sus respectivas muertes, etc.-

En muchos de los casos, los devotos de estos santos populares concurren a venerarlos hacia el mismo lugar donde acontecieron sus muertes, la inmensa mayoría trágicas. De modo que el objeto de culto está allí mismo, ‘in praesentia’, en el lugar de su vía crucis. En la provincia de Salta, una devoción popularizada es la de Juana Figueroa, hermosa mujer que fue asesinada por su esposo al ser sorprendida con otro hombre en un acto de infidelidad. El pueblo la ha canonizado, y se le rinde un culto habitual en toda la provincia; pero, en su domicilio, es un espectáculo común contemplar las largas filas de piadosas que acuden a venerar a esta mártir:

"El pueblo de Salta hizo de ella un mito. Le erigió un túmulo junto al cual acude, numeroso, a rezar. Los lunes, día –como se sabe- consagrado a las almas, la luz de muchísimas velas ilumina su nombre. Rinden estos tributos de fe gente de toda edad y condición: niñas que anhelan aprobar sus exámenes, desolados amantes, enfermos sin remedio".26

Este, como tantos otros ejemplos, configura un perfil sociocultural y socioreligioso típico de cada región o subcultura, con matices que le son propios. Pero, como ya indicáramos, muchos de sus gestos son vehiculizados a través de rituales de la liturgia católica: plegarias, rezos, ofrendas; incluso, muchas oraciones que se elevan en honor al santo son las mismas utilizadas en el oficio religioso católico. "Este esfuerzo por ajustarse en lo posible al catolicismo viene a atestiguar una carencia, un desamparo que la legalidad parece no poder remediar. Y esto es fácil de entender, porque la Iglesia no recoge los códigos culturales de esos pueblos. Los mismos no resultan violados, sino confirmados, cuando buscan acceder por la vía de la canonización a los que han dedicado su vida al bien y el amor al prójimo, como la Madre María; o hasta quien al morir sedienta hizo el primer milagro de continuar amamantando a su pequeño hijo (caso Difunta Correa); o hasta quienes ‘dieron la vida’ por favorecer a los pobres quitándoles a los ricos (caso Gaucho Cubillos)".27

Además de todos estos elementos, hay un matiz peculiar, que suma un ingrediente valioso a la hora de erigir una devoción: la martirización de estas figuras populares.

Tragedia y Martirización

La proliferación de devociones populares y las circunstancias por las que se las erige muestran que el fin trágico ha sido y es uno de los motivos constantes en la configuración de estas canonizaciones. El dolor –sobre todo por las penosas y crueles características de dichas muertes- agrega el elemento de la conmiseración o compasión: una muerte por asesinato, un trágico accidente, una inmolación, suman un elemento decisivo a favor de esa devoción. Bruno Jacovella, no sin prejuicio de clase, ensaya una interpretación de este hecho:

"Las comunidades iletradas, desprovistas de asistencia religiosa, propenden a creer que el individuo, muerto en circunstancias trágicas, después de pasar por el martirio, se purifica de sus faltas y llega a integrar las huestes celestiales".28

Los hechos acaecidos en torno a la muerte de la bella Deolinda Correa ejemplifican ese sentimiento popular: hija de un viejo guerrero de la independencia, la joven sanjuanina fue el blanco preferido de los enemigos políticos de su padre, quienes la acosaban y pretendían su amor. Casada con Baudillo Bustos, debió resistir a sus perseguidores cuando éstos secuestraron y asesinaron a su padre y a su esposo. Para librarse de aquellos, emprendió una madrugada con su hijo de meses la marcha hacia La Rioja:

"Anduvo por valles y quebradas, cruzó arenales ardientes que llagaban sus pies, se estremeció en la penumbra de sus montes, hasta que sus fuerzas la abandonaron. Sedienta y extenuada, se dejó caer en la cima de un pequeño cerro. Sintiéndose morir, pidió al cielo que diera vitalidad a sus pechos para que su hijo sobreviviera. Cuando unos arrieros se avecinaban al lugar orientados por el vuelo circular de los caranchos, hallaron al niño adormecido sobre el pecho de su madre muerta. Profundamente impresionados, dieron sepultura piadosa a la infortunada Deolinda y se llevaron al niño. Poco tardó en conocerse la desdichada suerte de la joven, y hasta su humilde tumba comenzaron a acudir hombres y mujeres del llano y de las sierras. Y con estas peregrinaciones comenzó la devoción a la Difunta Correa".29

Los casos de muertes trágicas se repiten en forma abundante en el devocionario popular argentino: la Telesita era una misteriosa mujer que deambulaba por el norte santiagueño, y que murió quemada en un rancho. La tradición popular cuenta que Telésfora Castillo solía frecuentar boliches donde cantaba y bailaba hasta el amanecer, desapareciendo luego en la espesura de los montes. Después de su muerte,

"se la reverenció como santa, ofreciéndosele bailes, responsos, velorios, a cambio de su buena voluntad para contribuir a sanar las dolencias humanas, a realizar acariciados proyectos o doradas esperanzas (…) Lo cierto es que la Telesita con su báquica celebridad es cantada en nuestra campaña y se cierne sobre las reuniones alegres de los paisanos en las largas noches invernales y en las alegres del estío. Las mandas a la Telesita son raras y difieren de las que se ofrecen a los santos de la Iglesia. Para la Telesita son: un número determinado de piezas acompañada de una o más copas de licor que tiene que beberse en pareja al comienzo o final de cada baile, quedando nula la manda si ocurriese omisión o descuido. La Telesita es implacable: no se compadece de sus neófitos. En su honor se forman bailes en la soledad agreste de los campos. Suena el bombo y el violín campesino original en su sonido intenso y enloquecedor (…) Y sobre todo esto, culmina la Telesita, extraña divinidad que auspicia tiernos idilios lo mismo que explosiones sanguinarias; que mira complacida la ofrenda inofensiva de la superstición ciega, lo mismo que los desbordes exagerados de la beodez".30

El 29 de junio de 1948, el hallazgo de un recién nacido abandonado en las puertas del Cementerio del Norte, en Tucumán, dio origen a un culto popular muy difundido en el NO argentino: el de Pedrito Hallado. El niño, de pocas horas de vida, fue encontrado por el sereno del cementerio, y agonizaba a causa del frío y de innumerables picaduras de hormigas. Fue bautizado en la capilla del cementerio, y al morir se lo enterró en el lugar. Algunos le adjudicaron indicios extraordinarios, que lo diferenciaron de otras criaturas abandonadas. Poco después del entierro, los vecinos de la zona comenzaron a visitar su tumba, iniciando una ceremonia espontánea que fue creciendo con el tiempo. Muy pronto surgió la leyenda de sus milagros y poderes sobrenaturales: las autoridades del cementerio le levantaron un monumento que es visitado por miles de personas, en su mayoría estudiantes, que piden su intercesión por el éxito de sus exámenes, y el lugar está colmado de juguetes, muletas, flores, velas y placas de agradecimiento que testimonian el culto popular.

Una creencia muy difundida en el NE argentino y sur de Brasil es la del Negrito del Pastoreo, un esclavo negro que murió azotado por sus amos, los que le atribuyeron erróneamente una falta. Esta creencia viene de los tiempos de esclavitud en el Brasil y ha perdurado en el tiempo y traspasado las fronteras. Por aquella época, las familias tenían negros a su servicio, que eran castigados con frecuencia por cualquier falta:

"En una estancia –refiere Juan Ramón Escalada31– un negrito esclavo era el encargado de cuidar una majada de ovejas, y por cualquier descuido en su trabajo era azotado por el patrón. En una oportunidad se vio en la necesidad de dar cuenta al patrón de la pérdida de tres ovejas; enfurecido el dueño lo hizo azotar en forma tal que determinó la muerte del negrito. Desde entonces, su alma vaga por los campos (…) Aún se conserva entre los niños y personas mayores la creencia de que cuando se pierde un objeto de uso común, hay que encomendarse al Negrito del Pastoreo. El Negrito es muy mascador de tabaco negro, y como no siempre tiene suficiente provisión de tabaco, en sus travesuras esconde a los niños una bolita, un trompo, una moneda, y a las personas mayores un cortaplumas, un cuchillo, unas tijeras, etc. (…) Si el objeto es encontrado, se deja un pedacito de tabaco negro en un rincón o un lugar poco frecuentado (…)".

Dos de los mitos convertidos en devociones populares en el Norte argentino están rodeados de un halo de misterio y leyenda que siguieron a sus muertes: Carballito era un ciego que ambulaba la campaña santiagueña en demanda de limosnas, y al que una patota lo llevó engañado a un lejano lugar, lo ató al tronco de un árbol y lo asesinó cruelmente; la versión que surgió a continuación de su trágica muerte dice que el cadáver intacto fue descubierto varios días después, próximo a un arroyo cristalino. Por otro lado, la Brasilera o Brasilerita era una curandera que ejercía su oficio en Tucumán, y que murió ardida al tomar contacto su vestimenta con la llama de una vela en el Cementerio del Norte; lo curioso es que allí donde quedó su cuerpo devorado por el fuego surgió una vertiente. Pero, además, su tumba ha sido permanentemente adornada con imágenes de santos mutilados, según lo refiere la siguiente crónica de "La Gaceta":

"La tumba de la Brasilera promueve una costumbre sacrílega: la de la mutilación de las santas imágenes, incluso de la de Jesús crucificado. Una anciana, de las tantas que merodean los lunes por las tumbas milagrosas en busca de algún alivio a los achaques de la edad, reveló (…) que los santos que no escuchan los pedidos que les hacen los creyentes son llevados mutilados como castigo ante la Brasilera. ¿Cuándo y cómo empezó esta bárbara costumbre? El mismo día que murió, si nos atenemos a la leyenda que la muestra como una curandera más, entre las muchas que por esa época había en las proximidades de los campos santos, capaz de desatar con sus sortilegios a las fuerzas del mal, a las huestes del maligno Lucifer. Angel o demonio, la Brasilera ocupa un lugar preeminente en el concierto de las tumbas milagrosas".32

Además de estos seres venerados por el imaginario social, existen en nuestro país otro tipo de devociones populares no ortodoxas, constituidas por una constelación de gauchos milagrosos que el pueblo –en especial, en las regiones rurales- ha elevado a la categoría de verdaderos santos.

Devocionario gaucho

Hombre de coraje, el paisano de la campaña argentina había heredado la gallardía y la individualidad castellana, por un lado, y la pasión del aborigen por defender su suelo y su cultura. Dominador del paisaje, con su altivez y generosidad se hizo peleador en defensa propia o de su divisa partidaria.

Muchos de esos gauchos encarnaron las reivindicaciones de los sectores populares, en especial aquellos que, haciendo gala de una destreza y valentía envidiables, saqueaban –como Robin Hood- a los pudientes para ayudar a los más pobres y desprotegidos.

Inevitablemente, estos bandoleros-justicieros debieron tener, tarde o temprano, conflictos con las autoridades policiales, contra quienes se habían alzado en mérito de alguna injusticia; a su vez, la autoridad se embarcaba en interminables persecuciones contra aquellos, para las que solían contar con medios muy precarios.

La tradición oral ha ido moldeando la legendaria imagen de estos seres de la campaña, hasta convertirlos en verdaderos mitos. Una extensa lista de gauchos, bandoleros o bandidos rurales ha ingresado al devocionario popular: Juan Bautista Bairoletto (La Pampa), el gaucho Cubillos (Mendoza), los gauchos Lega y Gil (Corrientes), Isidoro Velázquez (Chaco), entre muchos otros.

Alzados contra la autoridad, todos ellos se dedicaron a saquear o asaltar sólo a los poseedores de abultados bienes, grandes establecimientos ganaderos, bancos o empresas; los lugareños los recuerdan como benefactores de los pobres que no robaban a sus amigos ni a quienes prometían su solidaridad. De esta manera:

"la tradición oral permite corregir la versión de los delitos cometidos, mejorar sus actitudes pródigas para con los humildes y justificar los asesinatos como hechos inevitables y hasta como ajusticiamientos. En general, las muertes no se atribuyen al personaje principal sino a sus lugartenientes. En este punto coinciden las historias de todos los bandoleros en cualquier parte del globo en los últimos tres siglos: son evidentes los signos que tienden a transformarlos en héroes, en parte vengadores de una injusticia social y en parte dueños de una ética que se les atribuye y que no siempre puede demostrarse".33

¿Qué otras características comunes han tenido estos personajes entre sí? A cada uno de ellos, los sectores sociales más desposeídos los han protegido, encubriendo sus andanzas. Es interesante plantearse las razones de semejante mitificación, y las que llevaron al pueblo a auxiliarlos y no plegarse, en la gran mayoría de los casos, a la acción represora de las autoridades.

¿Qué elementos sostiene el imaginario popular en la generación de estas devociones? En primer lugar, sin dudas, la existencia de mecanismos de proyección: los desposeídos depositan en estos seres sus deseos de justicia y equidad social. De alguna manera, estos bandoleros-justicieros "se ven comprometidos por el medio social, que les exige una conducta arquetípica, y actúan en consecuencia".34 El pueblo, imposibilitado de luchar con sus propios medios, halló en ciertos gauchos al portavoz de sus reivindicaciones.

Tal es así, que algunas crónicas periodísticas se refirieron a Juan Bautista Bairoletto como un "famoso bandolero", y aludían a su inevitable comparación con Robin Hood. El diario "Crítica" del 13 de abril de 1941, en ocasión de publicar la noticia de un delito que la justicia le había endilgado a Bairoletto, lo llama "delincuente romántico y generoso". Tal era la percepción popular de estos singulares personajes de la campaña.

La admiración que por estos individuos sentían los lugareños contribuyó de pleno a su mitificación: el arrojo y la destreza –cualidades naturales en ellos- fueron multiplicadas hasta el paroxismo o la leyenda por las evocaciones de la tradición oral: asaltos, botines de guerra y hasta asesinatos iban cimentando el prestigio de estos gauchos como bandidos sociales, pero también como justicieros del pueblo.

Este mecanismo de admiración está íntimamente ligado a otro elemento distintivo de estos gauchos que han ingresado al santuario de las devociones populares: las características de sus muertes.

"El héroe crece y se hace imbatible no sólo por su sagacidad para escapar de los policías y milicianos, sino también porque los seres de este tipo no caen –en los relatos que los ensalzan- salvo por alguna traición".35

Ambos elementos, el de la traición –llevada a cabo generalmente por algún viejo compañero de andanzas, ya distanciado o enemistado- y el de la muerte violenta, acrecientan primero la conmiseración popular y, posteriormente, la devoción.

En el cementerio de General Alvear, en Mendoza, descansan los restos de Bairoletto, que permanecen en el interior de un pequeño mausoleo levantado con contribuciones voluntarias y públicas, y convertido en ‘santuario’. Hasta allí acuden hombres y mujeres desde todas partes a cumplir promesas con flores, crucifijos, placas y diversos objetos. Le piden al ‘gaucho milagroso’ que proteja a sus familias, que les conceda salud, trabajo y paz. Se le atribuyen numerosos milagros y no ha faltado quien propusiera la canonización oficial de Bairoletto, según apunta Coluccio.

Andrés "El Manco" Bazán Frías pasó de ser leyenda a devoción: todavía hoy, a más de 70 años de su trágica muerte, recibe ofrendas en su tumba del Cementerio del Norte, en Tucumán. Fugado de la cárcel, fue perseguido por una partida policial y asesinado de un balazo en el cuello, cuando intentaba saltar el muro de un cementerio: en ese preciso lugar donde murió, junto al paredón, se constituyó un verdadero sitio de culto, a pesar de que sus restos descansan en otro lugar. Una crónica periodística se refiere a la mitificación de Bazán Frías:

"Dicen que el alma de una víctima (el agente José Figueroa, a quien Bazán Frías mató tras cometer un robo) lo detuvo cuando intentaba brincar sobre las tumbas, impidiéndole saltar (…)(para escapar de la justicia)"

"Pero la superstición iba a endiosarlo de una manera increíble (…) En los bolsillos de "El Manco" se hallaron un crucifijo, medalla y escapulario, varias llaves ganzúas, 50 centavos y la orden del día con su orden de captura. Eso fue más que suficiente para consagrar la mitificación que vino después y que aún trae a centenares de personas hasta su mausoleo, recargado de ofrendas (…) Poco a poco, su biografía fue cambiando: para la gente sencilla, "El Manco" fue un pobre hombre vuelto malo por la policía brava de esa época. Nadie recuerda ya sus fechorías ni sus crímenes. Hasta su prontuario ha desaparecido de la jefatura. Un buen día ardió, junto con los de otros no menos célebres delincuentes (..) El tiempo y el fuego parecen haber purificado el ‘ánima’ de Andrés Bazán Frías. Es uno de los ídolos más impactantes del Tucumán misterioso".36

Otra santificación profana que cuenta con numerosos fieles es la de Antonio Gil, o Antonio Mamerto Gil Núñez, o "Curuzú" Gil, un gaucho que hacia mediados del siglo XIX actuó en los alrededores de Mercedes, en la provincia de Corrientes, y que fue también un perseguido de la justicia. Gozó de gran predicamento entre la gente del pueblo, que lo ayudaba en sus fugas, proporcionándole alimentos, etc.- Sorprendido por una partida policial, lo detienen para enviarlo a comparecer ante la ley por su conducta (había desertado de las milicias). Pero no llegó a su destino, porque lo colgaron boca abajo de un algarrobo y lo degollaron:

"En los umbrales de la muerte –cuenta Emilio Noya37– alcanzó a advertir a su verdugo que de regreso iba a encontrarse con un hijo enfermo de gravedad y si invocaba su intercesión podían salvarlo. Su victimario, en señal de agradecimiento por el milagro concedido, llevó a pie una rústica cruz de espinillo que depositó en el lugar del sacrificio. El sucedido tuvo rápida difusión entre los vecinos, quienes empezaron a reunirse allí para encenderle velas y elevar preces, lo que movió al dueño del campo a retirar el símbolo sagrado, molesto por el continuo afluir de personas, y la posibilidad de que las candelas provocasen incendios. Enseguida el hacendado contrae una dolencia que lo tiene al borde de la locura. Desahuciado por los galenos, promete mandar hacer un monumento fúnebre a la memoria de Gil, si lograba recuperar su salud quebrantada. Sanado del extraño mal, aquel hombre edificó con piedras de la región el desmañado mausoleo (…) Desde esa remota fecha, profusión de plaquetas recordativas y banderas rojas enastadas a tacuaras, testimonian el arraigo en el seno del pueblo correntino".

Partes: 1, 2, 3
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