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El lugar de las devociones

Enviado por Gabriel Cocimano

Partes: 1, 2, 3

    1. Lo santo. Su manifestación
    2. De la tierra al altar
    3. Culto de los muertos
    4. Tragedia y Martirización
    5. Devocionario gaucho
    6. Taumaturgos
    7. Tolerados por la Iglesia: Ceferino
    8. Utilitarismo: manipular al venerable
    9. Tipos de ofrendas
    10. Sincretismos
    11. Personajes míticos en las sociedades modernas
    12. Bibliografía

    Para la Real Academia Española, canonizar significa declarar el Papa solemnemente santo a un siervo de Dios ya beatificado. Esta tarea, exclusiva del Vaticano, insume un proceso tan largo y complejo como muchos no imaginan, sin incluir el tiempo que demora la comprobación de los milagros necesarios para que el candidato a la santificación alcance la nominación máxima de la autoridad suprema de Roma.

    En efecto, un santo es un modelo que Dios ofrece a los hombres. Y, como tal, no es tarea fácil demostrar que un hombre o una mujer de carne y hueso contenga no sólo las mínimas falencias, sino también un atributo extraordinario al género humano: la realización de milagros. "Podríamos denominar santos –dice el prólogo a la legislación canónica, renovada en 19831– a aquellos que, habiendo abrazado la fe cristiana y recibido el bautismo, viven y mueren en gracia de Dios. Esto implicaría ausencia de pecados mortales, aunque no de pecados veniales e imperfecciones múltiples".

    Pensemos, por contrapartida, qué mecanismos actúan en el proceso de canonización de figuras –reales o hasta imaginarias- a las que la tradición oral, no siempre respetuosa de la ortodoxia romana, adjudica la realización de verdaderos milagros, y hacia las que multitudes rinden un culto esperanzado, militante, auténtico y fervoroso.

    El pueblo realiza canonizaciones y genera devociones con la esperanza de que nuevos y a veces efímeros santos oigan sus desamparados ruegos. "La religiosidad popular los crea con rapidez, a veces sobre la base de un solo y dudoso milagro, y con la misma facilidad suele librarlos al olvido, a menos que arraiguen en el imaginario social, convirtiéndose en mito, y consolidando un rito".2

    Hablar del intrincado proceso de canonización oficial y de su relación con el mucho más espontáneo y flexible proceso de canonización popular, implica apuntar nuevamente al ámbito de las creencias consideradas como oficiales respecto de aquellas –cuestionadas por la Institución oficial en materia religiosa, la Iglesia– que son excluidas o marginadas.

    Pero antes de aventurarnos en los mecanismos de elección de seres consagrados a los altares, intentaremos sondear algo más en torno a la condición superior a la que son elevados esos seres. En suma, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de lo santo?

    Lo santo. Su manifestación.

    "Dios está presente,

    calle todo en nosotros

    y humíllese íntimamente ante El"

    Tersteegens

    ¿Por qué la imagen de un santo provoca –al menos, en los creyentes- una sensación de misterio, de veneración, de adoración, de distancia inalcanzable, pero también de esperanza y de temor? ¿Por qué, ante la sola presencia de una estampa, foto o cuadro determinado de un venerable, muchos hombres y mujeres oran, imploran, suplican, con profunda emoción y llenos de fe, extasiados ante su imagen? ¿Cómo se explica ese fervor, esa manifestación de un sentimiento de adoración y asombro?

    Siguiendo a Rudolf Otto3, diremos que lo santo es una categoría que nace exclusivamente en la esfera religiosa, y que contiene un elemento singular que se sustrae a la razón, por lo que es completamente inaccesible a la comprensión por conceptos. Asimismo, cuando aplicamos el término santo en un sentido moral –significando, por ejemplo, la bondad perfecta- convengamos que ese sentido tampoco es el estricto: "Santo incluye, sin duda, todo eso; pero además contiene, aun para nuestro sentimiento, algo más: un excedente de significación –explica Otto-; (…) pero como nuestro sentimiento actual de la lengua incorpora sin duda lo moral a lo santo, será conveniente inventar una palabra destinada a designar lo santo menos su componente moral, y menos cualquier otro componente racional".

    Por eso propone el término numinoso –al que ya hemos hecho mención- como una categoría peculiar, explicativa y valorativa; término que no puede enseñarse, aunque sí "suscitarse, sugerirse, despertarse, como en definitiva ocurre con cuanto procede del espíritu". Otto acuña el concepto de mysterium tremendum para designar a ese objeto numinoso; cuando se refiere al adjetivo tremendo hace alusión al temor –tremor-, pero no en el sentido conocido de aterrorizarse; se trata de un terror de íntimo espanto, que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y prepotente, puede inspirar. "Ninguna de las especies del miedo natural puede convertirse, por simple incremento, en pavor numinoso".4

    Ahora, ese sentimiento numinoso, si bien se distancia del pavor y del espanto, conserva algo del primigenio carácter demoníaco. Aún cuando la creencia en demonios se ha elevado, desde mucho tiempo atrás, a la forma de creencia en dioses, siempre conservan los dioses –por cuanto son númenes– algo de su primer carácter fantasmal.

    En las religiones actuales, en las figuras de sus dioses, aquel componente pavoroso se apacigua y ennoblece. Es mas, otro elemento o propiedad del numen es la ira: en las religiones primigenias, esta cólera divina no implicaba precisamente aminoración de santidad, sino la expresión natural de ella, un elemento esencial de lo santo.

    En efecto, esta ira –que con error se acostumbra a llamar natural cuando, en realidad, es antinatural, es decir, numinosa– es un componente de la santidad, e implica lo tremendo, aunque interpretado mediante una ingenua analogía con un sentimiento humano ordinario.

    Hemos hablado de lo tremendo, pero ¿y el misterio? Ambos conceptos implican dos aspectos del numen; pero el misterio –de mirum, que equivale a asombrarse, sorprenderse– significa solamente lo extraño, lo que no se comprende y no se explica. El misterio religioso,

    "el auténtico mirum es lo heterogéneo en absoluto, lo thateron, alienum, lo extraño y chocante, lo que se sale resueltamente del círculo de lo consuetudinario, familiar, íntimo, oponiéndose a ello y, por lo tanto, colma el ánimo de intenso asombro (…) El objeto realmente misterioso es inaprehensible e incomprensible, no solo porque mi conocimiento tiene respecto a él límites infranqueables, sino además porque tropiezo con algo absolutamente heterogéneo, que por su género y su esencia es inconmensurable con mi esencia, y que por esta razón me hace retroceder espantado".5

    Pero, ¿de qué forma se manifiesta lo santo? Ante todo, digamos que no es lo mismo tener idea de ‘lo santo’ que percibirlo y descubrirlo como algo operante, que se presenta en fenómenos. Lo suprasensible puede aparecerse en ciertos acontecimientos, hechos y personas, pero ¿de qué manera se lo reconoce? Otto llama facultad divinatoria o de divinación a aquella capacidad de conocer y reconocer de hecho lo santo, cuando se presenta en fenómenos. "El santo no se enseña a sí mismo como tal, sino que es sentido de esa manera por los otros. Y de estas emociones, a menudo groseras y engañadoras, pero siempre intensas y profundas, nacen las comunidades religiosas".6

    El siguiente ejemplo es esclarecedor y se refiere al primer reconocimiento del Mesías (Jesús) por Pedro; éste le dijo: "Esto no te lo reveló carne ni sangre, mas mi padre que está en los cielos". El reconocimiento de Pedro acerca de que Jesús era el Mesías, es decir, el ser numinoso por excelencia, no había sido sugerido por ninguna autoridad, sino hallado por sí mismo. Es decir, que fue un verdadero descubrimiento nacido de la impresión producida por Jesús.

    A esto, Otto lo llama "predisposición necesaria para sentir la emoción de lo santo". A su vez, tener impresión ante alguien significa descubrir y reconocer en él una significación peculiar, sentirse presa de él, rendirse ante él. "¿Cómo en nosotros –prosigue el autor- tan distanciados de la acción viva de Cristo puede, ante ella, despertarse la intuición divinatoria, la intuición religiosa? ¿Cómo podemos todavía experimentar la emoción de ver en ella lo santo manifestándose? Evidentemente, no por modo demostrativo, por pruebas; no conforme a una regla ni según conceptos. No podemos indicar ningún carácter conceptual en esta forma: ‘Si concurren los elementos X e Y tiene lugar una revelación’. Precisamente por eso hablamos de divinación, de comprensión intuitiva. Pero sí podemos experimentar esa emoción de ver manifiesto lo santo por modo puramente contemplativo cuando el alma, frente al objeto, se abre de par en par y se entrega a la pura impresión".7

    Sin embargo, Rudolf Otto sostiene que esa facultad divinatoria sólo la poseen determinados hombres "a quienes les ha sido dado el espíritu con una forma y una vida más elevada"; sólo esos espíritus superiores tienen, según su afirmación, la capacidad de conocer y reconocer lo santo. Todas las intuiciones generadas en el hombre común –para éste autor- son exteriorizaciones, tentativas de expresión del sentimiento: "sólo ciertas naturalezas tienen in actu esta facultad divinatoria; sólo ellas reciben y sustentan la impresión de lo supracósmico".

    Interpretamos que esa capacidad, ese estado superior, puede –en potencia– poseerlo cualquier humano, pero que en algunos –los más dotados- se ha desarrollado la capacidad de creación y revelación de lo numinoso. Solamente espíritus como el apóstol Pedro –para proseguir con el ejemplo dado por Otto- poseerían el don divinatorio, esa facultad extraordinaria de captar una impresión reveladora.

    Más allá de todo esto, sin embargo, cualquiera de nosotros puede experimentar esa emoción que causa el manifestarse lo santo, a través de nuestra impresión de ello, es decir, del descubrir y reconocer esa significación peculiar, eso numinoso, ese excedente emocional que no tiene analogía con lo racional, sino que es una categoría a priori de aquel espíritu racional.

    Y esa emoción puede transmutarse en veneración y fervor religioso, es decir, en devoción o manifestación externa de esos sentimientos.

    Tanto la religión institucional como la religiosidad popular seleccionan modelos de personas, seres de virtudes ejemplares, como espejo para que el mundo los mire, los admire y los venere (Es que santo, en rigor, es aquello perfecto, puro y limpio de toda culpa. Vale decir que sólo debería aplicarse a Dios, a un Espíritu Supremo o una Energía Superior).

    Pero esos modelos –más cercanos al hombre que Dios, o cualquiera de las otras entidades supremas- por tratarse de seres que vivieron, sufrieron, gozaron y murieron al igual que el resto de las personas, tienen el valor agregado de tornarse vidas ejemplares para que el hombre común –a través de la identificación, la imitación de sus virtudes y actos- pueda tender un puente al Supremo.

    Por eso, hay ciertos rasgos característicos de la santidad que la proponen como modelo de contemplación y exaltación del amor y la fe: la sencillez, imperturbabilidad y paz, la humildad, la confianza en Dios (o la Suprema Potencia); "en el rostro del santo se lee la resignación, cuando está atribulado; la humildad, cuando es ensalzado; la dulzura, cuando ejercita el celo; la magnanimidad, cuando es odiado".8

    Hay muchos modelos de hombres y mujeres ejemplares; sólo algunos llegan a ser venerados (canonizados por la Iglesia o el pueblo). Por eso vale aquí, más que nunca, reiterar la cita de Rudolf Otto:

    "El santo no se enseña a sí mismo como tal, sino que es sentido de esa manera por los otros. Y de esas emociones a menudo groseras y engañadoras, pero siempre intensas y profundas, nacen las comunidades religiosas".

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