En esta monografía me refiero a algunas costumbres de los inmigrantes que llegaron a la Argentina entre 1870 y 1950, tomando como fuente conceptos vertidos por estudiosos, escritores, actores y descendientes de inmigrantes.
"La Capital Federal, en 1936, tenía el 88% de extranjeros o hijos de extranjeros –afirma la socióloga Susana Torrado. Es decir, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX era un pedazo de Europa en la Argentina" (1). Se encontraban inmigrantes procedentes de diversas latitudes. "’La creencia en que la Argentina era un crisol de razas nunca tuvo el ciento por ciento de adhesión, pero fue una creencia eficaz: sirvió para que los extranjeros se sintieran argentinos’, asegura el antropólogo Pablo Semán, especialista en el tema" (2).
La actriz Rita Cortese recuerda la presencia inmigrante en la sociedad: "Cuando yo era chica, los inmigrantes europeos eran algo vivo y cercano. Tanos y gallegos, como decíamos, estaban allí, al lado nuestro, en la calle, en el barrio. Pesaba su manera de ser y de hablar, sus costumbres, comidas, espectáculos. Formaban parte de nuestra vida cotidiana" (3).
De sus países de origen trajeron los inmigrantes sus costumbres, las que perduraron en la nueva tierra. La crianza de los hijos, la celebración de los acontecimientos familiares, la forma de llorar a sus muertos, diferenciaban a las colectividades y, aún hoy, se siguen observando los mismos lineamientos que hace décadas, aunque influenciados por el medio en que se desarrollan.
La ética era un valor fundamental para los inmigrantes. Lo afirma Eduardo Mignogna, autor de La fuga: "Nuestros padres, nuestros abuelos, amaban el apellido, la ética, la responsabilidad civil de tener un trabajo y de hacerse cargo de sus hijos y dejarles un apellido. Con su muerte se pierde un sentido de la ética y el país es testigo de esto. Los nietos saben que no tienen el primer referente a quien pedirle explicaciones y aparece la plata dulce, la financiera, esos hombres con apellidos en los diarios sin que les importen las manchas en una política macabra de robos e impunidad" (4).
La solidaridad era otro de los bienes espirituales de la inmigración. Nacido en Berisso, Esteban Peicovich recuerda la localidad como "una sociedad compuesta por treinta y siete etnias diversas que, en medio de la crisis, hacía de la vida vecinal un acto religioso. No piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que permitía preservar la costumbre traída: mantener lo genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad" (5). Esta condición de los inmigrantes es resaltada por la actriz María Rosa Fugazot: "la hija de la legendaria actriz de teatro, revista y cine María Esther Gamas y del músico Antonio Fugazot recordó: ‘De chica, mamá vivió en un conventillo; decía que era como la casa grande de una gran familia. Había un matrimonio siciliano y otro napolitano cuyas mujeres vivían peleando. El marido de una era motorman de tranvía y el de la otra, portuario. ¡Ah, Santa Madonna!, que al marido di questa lo strafuque il tranvia e que non quede niente di niente!, exclamaba la napolitana revolviendo su negra melena. E, que il tuo marito se caiga al aqua e se ahogue, contestaba la siciliana. Sin embargo, cuando llegaba un momento difícil, cuando un hijo se enfermaba o alguno se accidentaba, todos se unían para proteger al que lo necesitaba" (6).
La preocupación por los hijos está ligada a la inmigración. Es lógico, si pensamos que muchos de los inmigrantes no veían a sus hijos en años, como los padres de Jesús Amorín Varela: "Mis padres eran gallegos y fueron a Cuba. Ahí nací yo. A los dos años me llevaron a Galicia y me dejaron al cuidado de mis abuelos maternos. Estuve con ellos hasta los diecisiete y en 1929 me vine para la Argentina" (7). En Italia deja la madre a Syria Poletti y a su hermana mayor, quienes llegarán al país mucho después. Otros, no llegan a ver nunca a sus hijos, como la italiana de Santo Oficio de la Memoria, que tanto los echó de menos (8). Pensemos en las penurias que pasaron esas familias en sus países de origen, durante la travesía y hasta que lograron una mínima situación económica. Marcelo A. Moreno considera que "En nuestro país el amor hacia los chicos constituye una especie de culto nacional. Casi nada está tan bendecido en nuestra sociedad como hacer cosas –sacrificios incluidos- por nuestros hijos. Desde las historias de inmigración el amor a los chicos se erige en sentimiento supremo y hasta sirve no pocas veces de coartada" (9).
El papel de los hijos en la familia inmigrante es analizado por Guillermo Jaim Etcheverry, quien afirma que, en esa clase de familia, "los niños y los jóvenes adquieren un papel dominante. Lo hacen al convertirse en el lazo de unión que vincula a los mayores con el nuevo entorno que, a menudo, les resulta hostil". La función de los menores es la intermediación: "Los jóvenes, que se adaptan a gran velocidad, son los encargados de traducir la nueva cultura a sus padres". La familia así conformada, cambia su estructura original: "Cuando esa tarea de condescendiente intermediación se convierte en imprescindible, esos jóvenes terminan ejerciendo un poder real sobre sus mayores" (10).
El amor por los niños se evidencia en el interés por hacerles pequeños regalos, por cocinar para ellos, por brindarles expresiones de cariño en una comunidad que no recurre al dinero para los placeres. "Yo siempre había querido un cardenal –dice la protagonista de un cuento de Márgara Averbach. En ese entonces, había muchos en los árboles de la casa de las tías, como flores rojas más rápidas que las otras. Y el abuelo –que había nacido en una ciudad de Europa y después se había visto obligado a convertirse en gaucho judío, una conjunción inimaginable para él, supongo- me había prometido cazar uno para mí ese verano" (11).
En "Mi búho", Elena Guimil recuerda la oportunidad en que su padre, "un gallego fornido" le trajo un pichón. Cuando el padre volvía de cazar –dice la hija- "yo me sentaba en un banquito impaciente, mirando fijamente la bolsa cerrada que descansaba olvidada junto a la puerta. Adentro había algo que se movía, algo que era para mí. Mi padre sólo la abriría después de tomar su café caliente. Unicamente él podía hacerlo. Pero no parecía tener ningún apuro. Me miraba de hito en hito y sonreía detrás de su taza. Creo que disfrutaba con mi impaciencia. El contenido de la bolsa de arpillera era un misterio para mí, aquel que esperaba ansiosa todas las semanas. ¿Qué sería esta vez? ¿Un tero, un lechuzón o un zorrito? La criatura asomó sus gigantescos ojos amarillos y se posó en la mano de mi padre. Emitió una especie de silbido cuando me acerqué" (12).
El amor de los padres inmigrantes por sus hijos es homenajeado por quienes lo disfrutaron. En "Ochenta" Orlando Mario Punzi evoca a su madre: "A Dios, conmigo se le fue la mano.// Me dio todo: la mamma de primera,/ los amigos en tanda y un hermano,/ y ya de pibe le saqué temprano/ cien sonetos, o más de la galera" (13). También Oscar González, en "La anunciación", evoca a la madre italiana: "Y fue la mamma gringa,/ Querendona y bravía, que entregó sus/ cachorros./ A otra tierra y otra lengua" (14).
En "Regreso", Rubén Benítez canta a su madre española: "Pobre madre,/ portaba en su mirada/ distante y abatida/ la luz del desencanto/ triste flor de su tierra prometida" (15). También son españoles los padres de Fernando de Querejazu, quien manifiesta haber escrito en su honor El pequeño obispo, evocación de la infancia en el pueblo cordobés de Canals, fundado por un naviero valenciano (16). Y la madre de Jorge y Aída Luz, acerca de quien dice el hijo: "Mamá fue muy cobijadora con nosotros. Papá nos quería pero no era de hacernos caricias, nada. Entonces vos te vas adonde el sol más caliente" (17).
La abuela es una figura muy fuerte en la familia inmigrante. De su nona Francesca, dice la actriz Virginia Innocenti: "era perfecta. Estaba casada con el abuelo Francesco. Era la típica abuela italiana, de pelo blanco, que jamás se puso una gota de maquillaje; zurcía la ropa, preparaba dulce de uvas y cappelletti. Esa era la mamá de mi papá" (18). Otra abuela, la de Fernando de la Orden, nacida en Logroño, es homenajeada por medio de la muestra fotográfica "Pan y manteca" (19).
No todos los niños tenían quien los cuidara tan amorosamente. El Patronato de la Infancia surgió vinculado con la inmigración, para proteger a los pequeños de los que las familias no podían hacerse cargo. Con motivo de conmemorarse los 110 años de la fundación de esta institución, dice el diario Clarín: "El Patronato se fundó el 23 de mayo de 1892, en medio de la gran crisis económica y política que asolaba la Argentina, mientras miles de inmigrantes llegaban al puerto de Buenos Aires con poco más que sus esperanzas en la valija. Un grupo de personas quiso proteger a los niños desamparados que desbordaban los inquilinatos y deambulaban por las calles, y nació el Patronato para cumplir esa misión: desde su creación atendió a más de 1.750.000 niños en situación de riesgo" (20).
En los recuerdos de los inmigrantes se reitera la alusión al gusto que sus mayores sentían por la narración. De estos padres que narran sus historias de la tierra natal, nacen hijos que las relatan profesionalmente, o que las escriben en libros. La vocación se transmite; sólo cambian los medios de expresión.
Para Ana Padovani, narradora, "el momento de mayor auge de la narración oral tuvo lugar en el siglo pasado y a principios del presente". Recuerda algo que escuchó: "Mi abuelo me contaba que cuando vino en barco a la Argentina, los pasajeros de la primera clase bajaban a la bodega para oír los relatos de los inmigrantes de tercera clase" (21)
Cuando se le otorgó a Ernesto Sábato la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, expresó el escritor con respecto a sus padres: "Al igual que tantos hijos de inmigrantes, crecimos oyendo sus mitos, sus leyendas y sus cantos tradicionales, viendo casi sus montañas y sus ríos de los cuales mi padre me hablaba por las tardes, cuando yo era apenas un niño sentado en sus rodillas" (22).
La tradición oral es cara a los italianos. Lo relata Laura Pariani, lombarda nieta de un emigrante: "Mis estudios me alejaron de la cultura campesina; sin embargo, esa cultura quedó ligada al mundo de mi infancia, de los recuerdos, de los afectos, o más bien, de los cuentos. Cuando yo era chica, la única diversión era escuchar historias. Yo me crié rodeada de mujeres que contaban cuentos. Ellas eran las herederas de la tradición oral, las que transmitían el pasado. Como en todas las zonas pobres, los hombres jóvenes se iban solos para encontrar un trabajo mejor y luego nunca regresar. Nosotras permanecíamos apegadas a los hechos que nos llegaban de boca en boca. Mi pueblo estaba diezmado por la partida de los hombres, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres casadas eran las viudas blancas, abandonadas para siempre, como mi abuela, cuyo marido vino de joven a este país" (23). Ese gusto por la narración llegó a América.
Rodolfo Alonso dice que nunca olvidará el "legítimo entusiasmo" con que su padre gallego les relataba "anécdotas para él imborrables de su infancia. Anécdotas que no eran sólo de hombres y de hechos, como las inefables ocurrencias de Novás, el cantero de su pueblo, cachaciento y mordaz, sino también el reiterado recuerdo de ese ruiseñor cantando en lo alto de un pino o la nutria cazada a escondidas, de noche, sobre el lomo del río" (24).
Cuanto escuchó en su hogar sirvió a Gladys Onega para escribir Cuando el tiempo era otro, acerca de cuya génesis afirma: "Todo parte de un hecho real, pero hay ficción en cuanto hay una creación lingüística muy grande. Nunca junté papeles ni documentos, pero en mi casa todo el tiempo se estaban contando cosas. No había otra manera de conectarse con la gente de España; no los conocíamos. (…) los gallegos siempre contaban historias diferentes y muy amenas, y completamente extrañas sobre el viento, el frío, la nieve, y las contaban en todo el pueblo"(25). Responderían al chamado antergo al que aluden Manuel Castro Cambeiro y Eliseo Mauas Pinto, en el poema "Soy el llamado ancestral", en el que expresan: "Son a voz que pradica, incansabele/ antre os do meu pobo/ lonxe da terra,/ a qu’os exhorta/ a non anuzar de si mesmos" (26).
Guillermo Saccomanno, nieto de una gallega, también recuerda esa afición de la anciana, a la que se sumaba la de su parienta: "A mi abuela le gustaba mucho escuchar y contar historias, y me hablaba de una parienta de ella, que entonces vivía enfrente de mi casa. En su aldea en España, esa mujer había tenido un hijo con el cura, y el chico se le había ahorcado a los treinta y tres años. Cuando yo tenía siete u ocho años, a la tardecita me cruzaba a la casa de esta otra gallega, que me contaba la historia de San Jorge y el dragón mientras me daba pan mojado en vino con azúcar" (27).
Para Dal Masetto, ser hijo de inmigrantes fue un conflicto que tardó en resolver. Cuando lo logró, se abocó a escuchar historias: "La inmigración es un tema. Yo nunca había escrito nada sobre eso. Supongo que durante cuarenta años estuve tratando de pelear para que no me confundieran con un extranjero. Quizás un psicoanalista me hubiera resuelto este problema más rápidamente. Decidí entonces rendir un homenaje a toda esa gente que vino desde tan lejos, y también a mi madre. Un día llegué a Salto y le dije que me contara todo lo que sabía. Al sacar el grabador, la campesina se asustó. Lentamente fue desgranando recuerdos" (28).
Griselda Gambaro se basó en el pasado de sus mayores para escribir su novela de inmigración: "Desde hacía unos años experimentaba el impulso de escribir la historia de mi familia a partir de su origen, no porque en ella se hubieran producido hechos resonantes, sino porque esa familia guardaba para mí el secreto de sus sentimientos. (…) Develar el secreto, intentar comprender fue mi propósito". Lo logró, ya que al finalizar la escritura, se sentía más cercana a ellos: "Cuando concluí El mar que nos trajo percibí el peso y significado de esas raíces que todos tenemos y a las que no prestamos especial atención. En mi caso, los seres borrosos que estaban en mi origen se tornaron presentes y vivos, y pude comprenderlos en sus alegrías, desazones y sueños. Experimenté una especie de gratitud porque de algún modo sentí que me habían preparado el camino, alisado las piedras para que yo pudiera recorrerlo más fácilmente. Agradecí incluso la dura pobreza que marcó sus vidas porque esa pobreza, al cabo de años, me permitió identificarme, no sólo desde el razonamiento sino desde la sangre y su deseo de justicia, con los que en esta época sufren parecidos pesares" (29).
Así como les gusta contar, a los inmigrantes también les gusta cantar. Cantan en su tierra, en el barco, y cantarán también en la tierra nueva.
En el Martín Fierro aparece un italiano que hace música: "Allí un gringo con un órgano/ y una mona que bailaba/ haciéndonos reír estaba/" (30). También aparecerá en "El alma del suburbio", de Evaristo Carriego: "Soñoliento, con cara de taciturno,/ cruzando lentamente los arrabales,/ allá va el gringo… ¡Pobre Chopin nocturno/ de las costureritas sentimentales!" (31). No es muy amable la impresión que tenían Carlos Gardel sobre los inmigrantes acordeonistas, ya que le dijo a Astor Piazzolla que tocaba el fueye como un gallego (32).
Villoldo evoca al gringo que canta: "Sos para el canto, che, gringo/, como para el bofe el gato/ tomá una grapa d’Italia/ y descansemos un rato" (33). En el tango "La Violeta", de Nicolás Olivari, encontramos al inmigrante nostálgico que bebe y canta: "Canzoneta de pago lejano/ que idealiza la sucia taberna/ y que brilla en los ojos del tano/con la perla de algún lagrimón…" (34). En el poema "Antiguo Almacén ‘A la ciudad de Génova’", evoca al italiano Miquelín, quien "Mientras le duraba la plata cantaba,/ cantaba las lejanas canciones milanesas de su tierra/ y hombreaba recuerdos como hombreando cereal…/" (35).
Gustavo Riccio, en el poema "Elogio de los albañiles italianos", asocia el canto con la realidad social de los inmigrantes. Ellos cantan mientras trabajan, pues "en lo alto sienten ellos/ que una canción de Italia se les viene al encuentro" (…) Más líricos que el pájaro son estos que yo elogio:/ el nido que construyen no es para su reposo,/ el lecho que levantan no es para sus retoños…/ ¡Ellos cantan haciendo las casas de los otros!" (36).
Los Podestá, conocidos como actores, fueron también músicos. Lo destaca María Esther Podestá, en Desde ya y sin interrupciones, su libro de memorias, cuando escribe: "como la mayoría de los Podestá, mi padre era músico, además de autor de comedias" (37).
Además de cantar y tocar por gusto, algunos hijos de inmigrantes emprendían estudios formales. María Luisa Cuccetti recuerda su iniciación musical: "ya cuando estaba en el primario, una amiga mayor me empezó a enseñar piano", pero su papá, un clarinetista profesional genovés que se había instalado en La Boca, la anotó en el conservatorio: "Ibamos en tranvía, y como era en el centro, me ponían sombrero… ¡Bah, capotita! Los sombreros eran para las señoritas" (38).
Recordemos que también fue un inmigrante, el italiano Luigi Gusberti, quien tuvo una relevante actuación en la actividad musical del Chaco, provincia a la que emigró. Lo mismo sucedió en Tucumán con Antonino Malvagni, y en Buenos Aires, con el padre de los Discépolo.
Entre los gallegos emigrantes, la gaita era un instrumento muy difundido. El gaitero Carlos Núñez, de paso por nuestro país, dijo en un reportaje que "los mejores gaiteros no permanecieron en Galicia sino que la mayoría vino a Buenos Aires, muchas veces exiliada". En la Argentina y en Cuba, entraron en contacto con otros ritmos, al punto que "La música gallega se benefició de estas influencias, de estas tradiciones más abiertas" (39).
José Cameán Parcero cuenta que su padre" como buen gallego, era músico, tocaba la gaita y le enseñó a él a tocar la caja. Como esto resultó ser de su gusto tocó con Los Celtas de Vigo y con los Chavales de España. En estos conjuntos tocaba la tumbadora. Estos instrumentos todavía los conserva en su taller de autos antiguos" (40).
No sólo las ocasiones alegres se acompañan con música. Enrique Novick evoca, en "Balada para un padre ausente", el efecto que la música de su tierra tenía en el padre enfermo de Alzheimer: "Cuando le/ cantaba,/ próximo/ a su lecho,/ canciones/ antiguas/, sin nombre/ ni dueño,/ que hablan/ de una aldea/ con hornos/ de piedra,/ cerca de las/ casas,/ sus pisos/ de tierra,/ Marc Chagall/ brotando/ de acequias/ y techos;/ que él/ acompañaba/ con su voz/ pausada,/ rescatando/ estrofas/ tras un gesto/ austero,/ y un temblor/ extraño/ que escurría/ en su cuerpo,/ peces abismales/ y negros,/ hasta ser un eco/ más/ entre los ecos,/ que suelen/ merodear/ por mi cerebro" (41).
Cuando "Doña Conce", la gallega del cuento de Jorge Dietsch, ve que se acerca su fin, pide sus zapatos, "e incorporándose en la cama, comenzó a bailar. Bailaba para adentro, se veía en la mirada y la sonrisa, con una gracia joven y movimientos que debían ser de tal agilidad que en la habitación entró un viento fresco de montañas, con olores de campo y de menta. Tarareaba al mismo tiempo una música tan extraña y bella que quienes escuchaban, a pesar de la gravedad de las circunstancias, no pudieron evitar acompañarla con movimientos de pies. Luego, agotada de tanta danza, apoyó la cabeza en la almohada, respiró profundo varias veces, y cerró los ojos sin dejar la sonrisa, como soñando un buen sueño" (42).
Al fallecer su padre, el Chango Spasiuk lo despidió con lo que el hombre amaba: la música: ""Cuando todos se fueron, le pregunté a mamá qué le parecía y ella me dijo que si quería tocar, que tocara. Entonces le metí nomás. Le dí duro. Te imaginás –dice a Leila Guerriero-, a las tres de la mañana, tocando el acordeón en el velorio de mi papá, es una imagen loca y se puede interpretar mal, pero por qué no iba a tocar, si mi papá amaba la música" (43).
Otra canción es la que evoca, en "Celestes ojos italianos", el poeta Francisco de Madariaga, quien pregunta a su madre fallecida: "¿Estarás cantando la canción que cantaban/ tus celestes ojos italianos?/ ¿O estarás escuchando cómo canta mi corazón,/ que fue la única maravilla en tu terror a/ los viejos gauchos bandoleros y en tu/ fracaso?" (44).
En el cantar se advierte una espontánea vocación artística, y una memoria que no quiere fenecer.
Cumpleaños, onomásticos, casamientos, eran fiestas en las que se evidenciaban las costumbres que los inmigrantes traían de sus tierras.
Los cumpleaños se festejaban en la colectividad italiana con manjares caseros. Lo recuerda María Luisa Cuccetti. Cumplidos ya los cien años, relata: "La Boca era un lugar muy lindo a principios de siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate caliente" (45).
Mi abuelo paterno, de Lugo, y el materno, de La Coruña, festejaban con el mayor lujo posible sus onomásticos. El primero ponía tablas sobre caballetes e invitaba a comer puchero a todos sus inquilinos y a los vecinos. El segundo festejaba en familia; en esa fecha nunca podían faltar las castañas.
El casamiento es una de las formas en las que el inmigrante se integra a la nueva sociedad. En un texto de Fray Mocho vemos a dos argentinas intentando una alianza matrimonial con un inmigrante, mas la misma no se da porque el italiano declara estar casado ya en su país (46). Sabemos que muchos extranjeros regresaron a sus patrias, pero otros dejaron atrás su pasado y crearon familias con mujeres de nuestra tierra. Alrededor de esta situación gira la existencia del protagonista de El mar que nos trajo, de Griselda Gambaro, quien se ve obligado a regresar a su país de origen.
Haberse casado con alguien con una historia distinta, puede volver difícil la convivencia. En Cuando el tiempo era otro, escribe Gladys Onega: "otro dolor eran las peleas entre mis padres, y que además los chicos magnificábamos. Estaba el choque de culturas entre un gallego y una criolla que nunca pudo entender la cultura gallega" (47).
Para iniciar un noviazgo, había que respetar ciertos códigos, por ejemplo, la difícil relación entre los italianos del norte y los del sur. Acerca de la impresión que su pretendiente causó a su padre, dice esta hija de un genovés: "Era un siciliano, amigo de mi hermano. Al principio a papá no le hacía mucha gracia, porque él era de la alta Italia y decía que los del sur celaban mucho a sus mujeres" (48).
El noviazgo llega a su fin. Se celebra el casamiento. También de la colectividad italiana es el festejo que recuerda Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha casado Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con una fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta; de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo espumante enardecían los ánimos sin distinción de edad, sexo ni nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo meridional" (49).
También en los casamientos ucranios se tocaba el acordeón. Lo recuerda el Chango Spasiuk, quien tocó en ellos durante su infancia (50). El amor de María Arcuschín por su patria de origen se evidencia en De Ucrania a Basavilbaso también en el detalle con que recuerda festejos singulares de su cultura, como la celebración del matrimonio, el Pésaj o el Shabat. El recuerdo de Arcuschín, surgido desde la conciencia de su pueblo, ilumina y enseña (51).
La italiana María Cuda escribe: "Desde que vivo en la Argentina, mi Navidad es distinta, porque a pesar de ser gran parte de la población de Capital y Gran Buenos Aires de origen europeo, mantiene sus costumbres en forma muy variada. Tal vez por eso y más allá del respeto a los preceptos religiosos que la gente continúa observando, me resulta contradictorio encontrar el clásico pavo, las frutas secas y el pan dulce, en un clima netamente veraniego. Encuentro la justificación en la nostalgia, la tradición y el amor que el inmigrante siente por su tierra lejana, pero tan cercana aquí en el corazón. Por eso, las Fiestas mantienen, también en este país, el espíritu de unidad familiar y son motivo de intercambio de presentes. Algunas expresiones cambian y, en vez de ser la ‘Befana’ y medias, son los zapatos, el pasto, el agua para los camellos de los tres Reyes Magos. Finalizando, diría que el espíritu común es el deseo de buenos augurios y el sentimiento compartido de la creencia en Dios, Nuestro Señor" (52).
En La pradera de los asfódelos, Rubén Benítez evoca una Navidad de las de antes: "En Navidad la gente parecía distinta. No como ahora. Todos estaban alegres, salían a la calle y saludaban contentos. Había que pararse en todas las puertas. Hasta los turcos que vivían en la esquina festejaban la Navidad. Don José, el que hizo el aparador, abría una sidra… ‘No es como la de Asturias, pero tampoco está mal’ decía siempre después de probarla"(53) Una escena semejante narra Miriam Becker, quien recuerda cómo sus padres, judíos rumanos, agasajaban a sus vecinos de otras nacionalidades y creencias (54).
Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra desbordó todo orden institucional, la mascarita se independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de fenomenal creatividad individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa lucían su solvencia con el molde y la aguja".
Una vez disfrazado el niño, debía fotografiárselo, para enviar esa imagen al país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en Pascale, bajo el sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de la primera tarde los mejores contrastes en la vidriada galería de pose del estudio. ¿Cómo testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los chicos, engalanados y maquillados?"
El afianzamiento de la inmigración hizo que cambiaran los disfraces elegidos por las madres para sus hijos: "Viejas fotos. Sólo eso queda de aquella magnífica pasión por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los años 20 en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en más predominaron los baturros, toreros y gaiteros asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos pelotaris con sus paletas en miniatura, o su versión lechera con los tarros también a escala. Napolitanas, damas venecianas, y polichinelas certificaban el amor a Italia."
Fotos que se enviarían a los parientes que tanto se extraña: "Atrás unas líneas ya casi ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua cara figlia, Renza’. En la foto, un pequeño soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida mirada melancólica" (55).
No obstante su apellido, Victor Hugo Ghitta evoca el carnaval de la colectividad gallega. Recuerda "las largas mesas familiares del Centro Lucense, en una Buenos Aires cuyos esplendores y apego por las fiestas populares irían menguando con los años, en bulliciosas noches de carnaval en las que nos peleábamos por una falda con fervor e inocencia mientras nuestros padres batían palmas y meneaban caderas al ritmo del pasodoble o la muñeira, después de haberse atragantado con las sardinas españolas y las morcillas vascas y las batatas asadas al carbón y los jamones tan perfumados como las señoras que atiborraban la pista, atraídas por una estridencia de trompetas y por las toreras de luces y las fabulosas charreteras y los zapatos y los pantalones blancos de los Gavilanes de España, que era el conjunto musical que animaba las tertulias y las verbenas" (56).
Santó Efendi recuerda los carnavales en Villa Crespo: "En verano, el carnaval diurno servía para refrescarse un poco… a globazos, baldazos y mangueras" (57).
En su novela En la sangre, Eugenio Cambaceres describe con desprecio el funeral del tachero italiano. Dice que los amigos del finado "habiéndose pasado la voz para el velatorio, poco a poco fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros de panza de burro y botas negras recién lustradas". El comportamiento de los paisanos, afligidos, le merece un comentario despiadado: "Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían la cara" (58).
En "Buenos Aires 1910 – Memoria del Porvenir", vimos una foto de un funeral que nos llamó la atención. En medio de una familia, sentado en una silla está ¡el muerto!. Parece que se sacaban así la foto para mandarla a la tierra natal, para que vieran que efectivamente el fallecido ya no pertenecía al mundo de los vivos (59).
El funeral judío es evocado por María Inés Krimer en La hija de Singer, obra en la que -escribe Damián Tabarovsky- "cuenta una historia sencilla pero potente: la muerte del padre y el duelo de treinta días que según la tradición judía deben transcurrir hasta la despedida" (60). En "Villa Crespo de mi infancia", José Mantel recuerda un midrash, "encuentro para homenajear a un difunto" que se organiza al cumplirse un aniversario de la muerte de un judío. En esa oportunidad "el ‘arrecibido que le sea’ era la infaltable frase para que le llegasen al difunto las oraciones, al terminar. Y ‘cafés alegres’, el deseo de despedida" (61).
En la alegría, en la tristeza, siempre está presente la tradición ancestral, la misma que enlaza el pasado con el presente, y se proyecta hacia el futuro.
(1)Roffo, Analía: "La familia argentina se diseñó contra toda presión", en Clarín, 27 de febrero de 2000.
(2) Rocco-Cuzzi, Renata: "Mitos del granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.
(3) Gaffoglio, Loreley: "Me acordé de un viejo amor", en La Nación, Buenos Aires, 21 de julio de 2002.
(4) Boccanera, Jorge: "A dos puntas", en Clarín, 26 de septiembre de 1999.
(5) Peicovich, Esteban: "Volver a Berisso", en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de febrero de 2002.
(6) Cosentino, Olga: "Cosecharás tu siembra", en Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de 2000.
(7) S/F: "Pérez Millán", en Revista Mayores, Año II, N° 11, 1994.
(8) Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral,
(9) Moreno, Marcelo A.: "El país de los chicos felices", en Clarín, Buenos Aires, 2 de abril de 1997.
(10) Jaim Etcheverry, Guillermo: "Los nuevos emigrantes", en La Nación, Buenos Aires, 7 de abril de 2002.
(11) Averbach, Márgara: "El cardenal", en Aquí donde estoy parada. Alción, 2002.
(12) Guimil, Elena: "Mi búho", en El desafío. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
(13) Punzi, Orlando Mario: "Ochenta", en La Nación Revista, Buenos Aires, 26 de octubre de 1997.
(14) González, Oscar: "La anunciación", en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
(15) Benítez, Rubén: "Regreso", en La Nueva Provincia, Bahía Blanca, 3 de septiembre de 1998.
(16) Querejazu, Fernando de: El pequeño obispo. Buenos Aires, Editorial Lumen, 1986.
(17) Guerriero:
(18) Guerriero, Leila: " Virginia Innocenti. Melodía para actriz y piano", en La Nación Revista, 4 de noviembre de 2001.
(19) Guerriero, Leila: "Pan & Manteca", en La Nación Revista, 5 de mayo de 2002.
(20) S/F: "Más de un siglo por los chicos", en Clarín Viva, 23 de mayo de 2002.
(21) Itzcovich, Mabel: "De profesión, contadoras de cuentos", en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1997.
(22) Sábato, Ernesto: "La memoria de la tierra", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.
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Trabajo enviado por
Lic. María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista Profesional