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El anticristo de Friedrich Nietzche (página 2)

Enviado por luis medina


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desmentir, ninguna consumación pueda privar de su base: una esperanza que se cumplirá en un más allá.

(Precisamente por este poder de entretener al desgraciado, los griegos tenían la esperanza por el mal de los males, por el mal propiamente pérfido, que se quedaba en el fondo de la caja de Pandora.)

Para que sea factible el amor, Dios debe ser una persona; para que puedan hacerse valer los instintos más soterrados, Dios debe ser joven. Ha de llevarse a primer plano un hermoso santo para el ardor de las mujeres, y una Virgen para el de los hombres. Esto en el supuesto de que el cristianismo quiera imponerse en un terreno donde ya cultos afrodisíacos o de Adonis han determinado el concepto del culto. El concepto de la castidad acentúa la vehemencia y profundidad del instinto religioso; presta al culto un carácter más cálido, más exaltado, más fervoroso.

El amor es el, estado en que el hombre ve las cosas, mas que en ningún otro, tal como no son. En él se manifiesta cabalmente el poder de ilusión, lo mismo que el de transfiguración. Quien ama soporta más que de ordinario; aguanta todo. Había que inventar una religión en la que se pudiera amar; pues donde se cumple este requisito ya se ha vencido lo peor de la vida. Esto por lo que se refiere a las tres virtudes cris – tianas de la fe, el amor y la esperanza; yo las llamo las tres corduras cristianas.

El budismo es demasiado tardío y positivista como para ser aún cuerdo de semejante manera.

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Me limito aquí a rozar el problema de la génesis del cristianismo. La primera tesis para la solución del mismo reza: el cristianismo sólo puede ser comprendido como producto del suelo en que ha nacido; no es una reacción al instinto judío, sino la consecuencia del mismo, su lógica terrible llevada a una conclusión ulterior. Dicho en la fórmula del Redentor: "la salvación proviene de los judíos".

La segunda tesis reza: el tipo sicológico del Galileo es todavía reconocible; pero sólo en su degeneración total (que es mutilación a incorporación de multitud de rasgos extraños a un tiempo) ha podido servir para el uso que se ha hecho de él: el de ser el tipo de redentor de la humanidad.

Los judíos son el pueblo más singular de la historia mundial, puesto que puestos en el dilema de ser o no ser, prefirieron, con una determinación francamente escalofriante, ser a cualquier precio; este precio era el

falseamiento radical de toda la Naturaleza, de toda naturalidad, de toda realidad, de todo el mundo inte rior

no menos que del exterior. Repudiaron todas las condiciones bajo las cuales habían podido vivir, habían tenido derecho a vivir hasta entonces los pueblos; hicieron de sí mismos una antítesis de las condiciones naturales. Invirtieron la religión, el culto, la moral, la historia y la sicología, de un modo fatal, en lo con- trario de los valores naturales de las mismas. El mismo fenómeno se da, y en una escala infinitamente mayor, pero, no obstante, como mera copia, en la Igle sia cristiana; en comparación con el "pueblo de los santos", ella no puede pretender originalidad. Los judíos son, así, el pueblo más fatal de la historia; como resultado de su gravitación, la humanidad se ha vuelto tan falsa que, todavía hoy, el cristianismo es capaz de sentirse antijudío, sin tener conciencia de que es la idiosincrasia judía llevada a su consecuencia última. En mi Genealogía de la moral he dado por vez primera una dilucidación sicológica del contraste entre la moral aristocrática y la moral del resentimiento, esta última derivada del no pronunciado frente a aquélla. Mas queda definida así la esencia de la moral judeocristiana. Para poder decir no a todo cuanto representa la curva ascendente de la vida (la armonía plena, la hermosura, la autoafirmación), el instinto del resen – timiento, hecho genio, tuvo que inventarse otro mundo con respecto al cual esa afirmación de la vida supuso lo malo, lo reprobable, en sí. Sicológicamente hablando, el pueblo judío es un pueblo de vitalidad extrema que, confrontado con condiciones de existencia imposibles, tomó deliberadamente, guiado por la cordura suprema del instinto de conservación, la defensa de todos los instintos de la décadence; y no tanto por estar dominado por ellos como porque adivinó en los mismos una potencia mediante la cual le sería dable hacerse valer frente "al mundo". Los judíos son los antípodas de todo lo décadent; mas tenían que representar el papel de décadents, hasta el extremo de engañar a todo el mundo; con un non plus ultra del genio histriónico sabían ponerse al frente de todos los movimientos de la décadence (como cristianismo paulino), para hacer de ellos algo que fuera más fuerte que cualquier facción dispuesta a decir sí a la vida. Para el tipo humano que en el judaísmo y el cristianismo llega a dominar: el sacerdotal, la décadence no es sino un medio; este tipo humano está vitalmente interesado en enfermar a la humanidad, en invertir los conceptos "bien" y "mal", "verdadero" y "falso", en un sentido que entraña un peligro mortal para la vida y

significa el repudio del mundo.

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La historia de Israel es inestimable como historia típica de una desnaturalización total de los valores na- turales. Voy a esbozar cinco hechos de este proceso. Originariamente, sobre todo en los tiempos de los re- yes judíos, también Israel se hallaba en la proporción justa, vale decir, natural con todas las cosas. Su Jahveh era la expresión de la conciencia de poder, del goce mismo, de la esperanza depositada en sí mismo; en él se esperaba victoria y ventura, con él se confiaba en que la Naturaleza había de dar al pueblo lo que le hacía falta; sobre todo, lluvia. Jahveh es el dios de Israel, y, por ende, el dios de la justicia; lógica de todo pueblo que tiene poder y goza de él con la conciencia tranquila. En el culto de las fiestas se expresan estos dos aspectos de la autoafirmación de todo pueblo: gratitud por los grandes destinos gracias a los cuales llegó al poder, y gratitud en relación con el ciclo de las estaciones y toda fortuna en la ganadería y la agricultura. Este estado de cosas siguió siendo el ideal durante mucho tiempo, incluso cuando hacía mucho había acabado de una manera lamentable a causa de la anarquía interior y la intervención de los asirios. El pueblo continuó alimentando como aspiración suprema esa visión de un rey en el que el buen soldado se aunaba con el juez severo; sobre todo Isaías, ese profeta típico (esto es, crítico y satírico de la hora). Sin embargo, todas las esperanzas se desvanecieron. El antiguo Dios ya no estaba en condiciones de hacer nada de lo que en un tiempo había sido capaz de hacer. Lo que correspondía era desecharlo. ¿Qué ocurrió? Se modificó su concepción; se desnaturalizó su concepción; a este precio se lo retuvo. Jahveh, el dios de la "justicia", ya no se consideraba identificado con Israel, expresión del orgullo de su pueblo, sino un dios condicionado… Su concepción pasa a ser un instrumento en manos de agitadores sacerdotales, que en adelante interpretan toda ventura como premio y toda desventura como castigo por desobediencia a Dios, como "pecado": esa interpretación más mendaz en base a un presunto "orden moral", con la que se invierte de una vez por todas el concepto natural "causa y efecto". Una vez que con premio y castigo se haya

abolido la causalidad natural, hace falta una causalidad antinatural, de la que se sigue entonces toda la demás antinaturalidad. Así, al dios que ayuda y que resuelve todas las dificultades; que en el fondo encarna toda inspiración feliz de la valentía y la confianza en sí mismo, se sustituye por un dios que exige… La moral ya no es la expresión de las condiciones de existencia y prosperi dad de un pueblo, su más soterrado instinto vital, sino que se vuelve abstracta y antivital: la moral como imaginación mal pensada, como "mal de ojo" a todas las cosas. ¿Qué es, en definitiva, la moral judeo-cristiana? El azar despojado de su inocencia; la desgracia envilecida por el concepto "pecado"; el bienestar denunciado como peligro, como "tentación"; el malestar fisiológico Infectado del gusano roedor de la conciencia…

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Los sacerdotes judíos no se detuvieron en el falseamiento de la concepción de Dios y la moral. Toda la historia de Israel era contraria a sus fines; había, por tanto, que abolirla. Estos sacerdotes realizaron ese prodigio de falseamiento cuyo testimonio es buena parte de la Biblia; con un desprecio inaudito hacia toda tradición, hacia toda realidad histórica, pospusieron el pasado de su propio pueblo a la religión; es decir, que hicieron de él un estúpido mecanismo de salvación basado en el castigo que lahveh da a los que contra él pecan, y en el premio con que conforta a los que le obedecen. Este vergonzoso falseamiento de la verdad histórica nos causaría una impresión mucho más penosa si milenios de interpretación eclesiástica de la historia no nos hubiesen hecho casi indiferentes a las exigencias de la probidad in historicis. Y la Iglesia ha sido secundada en esto por los filósofos; por toda la evolución de la filosofía, hasta la más reciente, corre la mentira del "orden moral". ¿Qué significa "orden moral"? Significa que hay de una vez por to das una voluntad de Dios respecto a lo que el hombre debe hacer y debe no hacer; que el grado de obedien cia a la voluntad de Dios determina el valor de los individuos y los pueblos; que en los destinos de los individuos y los pueblos manda la voluntad de Dios, castigando y premiando, según el grado de obediencia. La realidad subyacente a tan lamentable mentira es ésta: un tipo humano parásito que sólo prospera a expensas de todas las cosas sanas de la vida, el sacerdote, abusa del nombre de Dios: al estado de cosas donde él, el sacerdote, fija el valor de las cosas, le llama "el reino de Dios", y a los medios por los cua les se logra y mantiene tal estado de cosas, "la voluntad de Dios"; con frío cinismo juzga a los pueblos, tiempos a individuos por la utilidad que reportaron al imperio de los sacerdotes o la resistencia que le opusieron. No hay más que observarlo: bajo las manos de los sacerdotes judîos la época grande de la historia de Israel se trocó en una época de decadencia; él destierro, esa larga desventura, se convirtió en una pena eterna en castigo de la época grande, aquella en que los sacerdotes aún no tuvieron influencia alguna. De los personajes portentosos y libérrimos de la historia de Israel hicieron, según las conveniencias, unos pobres mamarrachos o unos "impíos" y redujeron todo acontecimiento grande a la fórmula estúpida: "obediencia o desobediencia a Dios". Un paso más por este camino y se postula que la "voluntad de Dios", esto es, las condiciones bajo las cuales se perpetúa el poder de los sacerdotes, debe ser conocida. Para tal fin, se requiere una "revelación". Quiere decir, que se requiere un fraude literario en gran escala; se descubre una "sagrada escritura" y se la publica con gran pompa hierática, con días de penitencia y lamentaciones por el largo "pecado". Pretendíase que la "voluntad de Dios" actuaba desde hacía mucho tiempo; que toda la calamidad estribaba en que los hombres se habfan divorciado de la "sagrada escritura"… Ya a Moisés se había revelado la "voluntad de Dios"… ¿Qué había pasado? Con rigor y con una pedantería que ni se detenía ante los impuestos, grandes y pequeños, a pagar (sin olvidar, por supuesto, lo más sabroso de la carne, puesto que el sacerdote es un carnívoro), el sacerdote había formulado de una vez por todas lo que complacía a "la voluntad de Dios"… A partir de entonces, todas las cosas están dispuestas en forma que el sacerdote es imprescindible en todas partes; con motivo de todos los acontecimientos naturales de la vida; nacimiento, casamiento, enfermedad y muerte, para no hablar de la ofrenda (de la "comida"), se presenta el santo parásito para desnaturalizarlos; en su propia terminología: para "santificarlos"… Pues hay que comprender esto: toda costumbre natural, toda institución natural (el Estado, la administración de justicia, el matrimonio, la asistencia a los enfermos y el socorro a los pobres), todo imperativo dictado por el instinto de la vida, en una palabra, todo cuanto tiene valor en sí, lo convierte el parasitismo del sacerdote en principio en una cosa sin valor a incompatible con cualquier valor; requiere ella una sanción a posteriors; hace falta una potencia valorizadora que niegue la Naturaleza inherente a todo esto y crear así su valor… El sacerdote desvaloriza, desantifica la Naturaleza; a este precio existe. La desobediencia a Dios, vale decir, a los sacerdotes, a la ley, es bautizada entonces con el nombre de "pecado"; los medios por los cuales es dable "reconciliarse con Dios" son desde luego medios que aseguran una sumisión aún más completa al sacerdote: únicamente el sacerdote "redime"… Sicológicamente hablando, en toda sociedad organizada sobre la base de un régimen sacerdotal los "pecados" son imprescindibles: son las palancas propiamente dichas del poder; el sacerdote vive de los pecados, tiene necesidad de que se "peque"… Tesis capital: Dios perdona al que hace penitencia"; al que se somete al sacerdote.

En un suelo de tal modo falso donde toda naturalidad, todo valor natural, toda realidad tenía que hacer frente a los más soterrados instintos de la clase dominante, creció el cristianismo, forma de la enemistad mortal a la, realidad que hasta ahora no ha sido superada. El "pueblo santo" que para todas las cosas se había quedado exclusivamente con valores de sacerdotes, palabras de sacerdotes, repudiando con una consecuencia pasmosa cualquier otro poder establecido sobre la tierra como "sacrílego" y el mundo como "pecado"; este pueblo produjo para su instinto una fórmula última, lógica hasta la autonegación: como cristianismo negó aun la forma última de la realidad, la misma realidad judía, al "pueblo santo", al "pueblo de los elegidos". El suceso es de primer orden: el pequeño movimiento insurgente, bautizado con el nombre de jesús de Nazaret, es el instinto judío otra vez. O dicho de otro modo: el instinto de sacerdote que ya no soporta al sacerdote como realidad, la invención de una forma de existencia aún más abstracta, de una visión aún más irreal del mundo que la que implica la organización de una iglesia. El cristianismo niega a la Iglesia…

Yo no sé contra qué se dirigió la sublevación cuyo autor ha sido considerado o mal considerado Jesús, sino contra la iglesia judía, tomada la palabra "iglesia" exactamente en el sentido en que la tomamos hoy

día. Fue una sublevación contra "los buenos y justos", contra los "santos de Israel", la jerarquía de la

sociedad, pero no contra la corrupción de la misma, sino contra la casta, el privilegio, el orden y la fórmula; fue un no creer en los "hombres superiores", un decir no a todos los sacerdotes y teólogos. Mas la jerarquía que así quedó puesta en tela de juicio, bien que tan sólo por un breve instante, era la "construcción lacustre", sobre la cual el pueblo judío sustituía en plena "agua", la posibilidad última, arduamente conquistada, de sobrevivir, el residium de su autonomía política; todo ataque dirigido a ella era un ataque al más soterrado instinto popular, a la más denotada voluntad de vida de un pueblo que se ha dado jamás. Ese santo anarquista que incitó al bajo pueblo, a los parias y los "pecadores", a los tshandala en el seno del pueblo judío, a rebelarse contra el orden imperante-gastando un lenguaje, siempre que uno pudiera fiarse de los Evangelios, que también en nuestros tiempos significaría la deportación a Siberia fue un delincuente político, en la medida en que cabían delincuentes políticos en tal comunidad absurdamente política. A causa de esta actitud fue a parar a la cruz; la prueba de ello es el letrero colocado en lo alto de la cruz. Murió por su propia culpa. Falta todo motivo para creer, como tantas veces se ha afirmado, que murió por culpa ajena.

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Una cuestión muy distinta es la de si él realmente tuvo conciencia de tal oposición o fue tan sólo sentido como esta oposición. Y sólo aquí toco el problema de la sicología del Redentor. Confieso que pocos libros he leído con tantas dificultades como los Evangelios. Estas dificultades son de otra índole que aquellas en cuya comprobación la curiosidad erudita del espíritu alemán consiguió uno de sus más inolvidables triunfos. Han pasado muchos días en que también yo, como todos los jóvenes eruditos, saboreé con sabia despaciosidad de refinado filólogo la obra del incomparable Strauss. Tenía yo entonces veinte años; ahora soy un hombre demasiado serio para eso. ¿Qué me importan las contradicciones de la "tradición"? ¡Como para llamar "tradición" a las leyendas de los santos! Las historias de santos son la literatura más ambigua que existe; aplicarles, en ausencia de cualesquiera otros documentos, el método científico, se me antoja una empresa de antemano condenada al fracaso, mero pasatiempo erudito…

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Lo que a mí me importa es el tipo sicológico del Redentor. Este tipo podría aparecer en los Evangelios, pese a los Evangelios, por más mutilados o desfigurados por aditamentos extraños que aquéllos estuviesen, del mismo modo que el de Francisco de Assis aparece en sus leyendas, pese a sus leyendas. No me interesa la verdad de lo que jesús hizo, lo que dijo y cómo murió, sino saber si su tipo es todavía reconocible; si está "transmitido por la tradición". Las tentativas que conozco encaminadas a extraer de los Evangelios hasta la historia de un "alma" se me antojan pruebas de una abominable ligereza sicológica. El señor Renan, ese payaso in psichologicis, ha aportado a su explicación del tipo de Jesús los dos conceptos más inadecuados que se conciben en este caso: el del genio y el del héroe ("héros"). ¡Pero si el concepto "héroe" es lo más antievangélico que pueda darse! Precisamente la antítesis de toda lucha, de toda idiosincrasia militante se ha hecho aquí instinto; la incapacidad para la resistencia ("no te resistas al mal" es la palabra más profunda de los Evangelios, en cierto sentido su clave), la dicha inefable en la paz, la mansedumbre, el no ser capaz de experimentar sentimientos hostiles, se torna aquí en moral. ¿Qué significa "buena nueva"? Que está

encontrada la verdadera vida, la vida eterna; que está ahí, dentro del hombre: como vida en el amor, en el amor sin reservas, sin condiciones, sin distanciamiento. Cada cual es hijo de Dios-Jesús no reivindica en absoluto para sí esta condición-; como hijos de Dios, todos son iguales… ¡Como para hacer de Jesús un héroe! ¡Y qué grave malentendido es sobre todo la palabra "genio"! Todo nuestro concepto del "espíritu" carece de sentido en el mundo dentro del que se desenvuelve Jesús. El rigor del fisiólogo sugeriría aquí más bien una palabra muy diferente… Conocemos un estado de irritabilidad morbosa del tacto, que en tales condiciones retrocede ante la idea de asir un objeto sólido. Tradúzcase tal hábito fisiológico en su lógica última, como odio instintivo a cualquier realidad; como evasión a lo "inasible", a lo "inconcebible"; como aversión a cualquier fórmula, a cualquier noción de tiempo y espacio, a todo cuanto es fijo, costumbre, institución, iglesia; como desenvolvimiento en un mundo ajeno a toda realidad, exclusivamente "interior", un mundo "verdadero", un mundo "eterno"… "El reino de Dios está dentro de vosotros"…

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El odio instintivo a la realidad: consecuencia de una extraña irritabilidad y sensibilidad al sufrimiento que ya no quiere ser "tocada" porque todo contacto provoca en ella una reacción excesiva.

El repudio instintivo de toda antipatía, de toda hostilidad, de todos los límites y distancias del sentir: consecuencia de una extrema irritabilidad y sensibilidad al sufrimiento que siente ya toda resistencia, toda obligación de resistir como, un desplacer insoportable (esto es, como perjudicial, como contrario al instinto de conservación y concibe la dicha inefable (el placer) únicamente como un no resistir más, un no resistir a nadie, ni al mal ni al maligno. El amor como única, última, posibilidad de vivir…).

Éstas son las dos realidades fisiológicas en las cuales, de las cuales, ha surgido la doctrina de la redención. La llamo una evolución sublime del hedonismo sobre una base completamente morbosa.

íntimamente afín con ella, bien que con un nutrido aditamento de vitalidad y energía nerviosa helenas, es el

epicureísmo, la doctrina pagana de la redención. Epicuro, un tipo décadent; desenmascarado como tal por mí. El miedo al dolor, incluso al mínimo dolor, por fuerza desemboca en una religión del amor…

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He anticipado mi respuesta a este problema, basada en el hecho de que la figura del Redentor ha llegado hasta nosotros muy desfigurada. Esta desfiguración es en sí muy plausible; por varias razones tal figura no pudo conservarse pura, íntegra y libre de deformaciones. Tanto el medio ambiente en que se desenvolvió esta figura extraña corno, sobre todo, la histeria, las vicisitudes de la primitiva comunidad cristiana, dejaron en ella por fuerza sus huellas; ella enriqueció la figura, retroactivamente, con rasgos que sólo son comprensibles a la luz de la guerra y los fines de propaganda. Ese mundo singular y enfermo en que nos introducen los Evangelios, un mundo como salido de una novela rusa, donde parecen darse cita la escoria de la sociedad, enfermedades nerviosas a idiotismo "infantil", forzosamente vulgarizó la figura; en particular los primeros discípulos tradujeron un Ser que flotaba en un todo en símbolos a intangibilidades en su propia idiosincrasia, torpe para comprender algo de ella; para los mismos existió la figura posteriormente a su adaptación a formas más conocidas. El profeta, el Mesías, el juez futuro, el moralista, el taumaturgo, Juan Bautista; otras tantas ocasiones para entender mal la figura… No subestimemos, por último, el proprium de toda gran veneración, sobre todo de la sectaria: borra ella en el ser venerado los rasgos-y características originales, con frecuencia penosamente extraños; no los advierte siquiera. Es una lástima que en contacto con el más interesante de todos los décadents no haya vivido un Dostoyevski, quiero decir, alguien que supiera percibir precisamente el encanto conmovedor que fluía de tal mezcla de sublimidad, enfermedad a infantilidad. Un último punto de vista: la figura, como figura de la décadence, bien puede haberse caracterizado en efecto por una singular multiplicidad y contradicción; no cabe descartar rotundamente esta posibilidad. Sin embargo, todo induce a desechar tal conjetura; precisamente la tradición debiera ser en este caso singularmente fiel y objetiva, cuando tenemos razones para suponer justamente lo contrario. Por lo pronto, hay una contradicción entre el predicador simple, dulce y manso cuya figura sugiere a un Buda en un mundo nada indio y ese fanático de la agresión, el enemigo mortal de los teólogos y los sacerdotes que la malicia de Renan ha exaltado como "le grand maitre en ironie". Personalmente, no dudo de que la agitación de la propaganda cristiana ha incorporado a la figura del maestro la crecida dosis de hiel (y aun de esprit); es harto sabida la falta de escrúpulo con que todos los espíritus sectarios hacen en su maestro su propia apolagía. Cuando la comunidad primitiva tuvo necesidad de un teólogo riguroso, enconado, iracundo y maliciosamente sutil para hacer frente a otros teólogos, se creó su "dios" de acuerdo con sus necesidades, del mismo modo que le atribuyó sin vacilar conceptos nada evangélicos de los que ya no podía prescindir: "resurrección", "juicio final" y toda clase de esperanzas y promesas temporales.

Me opongo, repito, a que se incorpore a la figura del Redentor el fanático; la palabra impérieux usada por Renan basta por sí sola para anular esta figura. La "buena nueva" consiste precisamente en que ya no hay antagonismos y contrastes; que el reino de los cielos es de los niños. La fe que aquí se manifiesta no es una fe conquistada en lucha, sino que está ahí, desde un principio; es, como si dijéramos, una infantifidad replegada sobre la esfera de lo espiritual. Los fisiólogos, por lo menos, están familiarizados con el caso de la pubertad retardada y no desarrollada en el organismo, como consecuencia de la degeneración. Tal fe no odia, no censura, no se resiste; no trae "la espada"; le es totalmente ajena la idea de que pueda llegar a separar. No se prueba a sí misma, ni por milagros ni por premio y promesa, ni menos "por la sagrada escritura"; ella misma es en todo momento su propio milagro, su propio premio, su propia prueba, su propio "reino de Dios". Esta fe tampoco se formula; vive, se opone a las fórmulas. Por cierto que las contingencias del medio, de la lengua y de los antecedentes intelectuales condicionan determinado círculo de conceptos; el primitivo cristianismo maneja exclusivamente conceptos judeo-semíticos (por ejemplo, el comer y beber en el caso de la comunión; ese concepto del que la Iglesia, como de todo lo judío, ha hecho un grave abuso). Pero cuidado con ver en ellos más que un lenguaje simbólico, una semiótica, una ocasión para expresarse a través de alegorías. Precisamente el que ninguna palabra suya sea tomada al pie de la letra es la condición previa para que ese antirrealista pueda hablar. Entre los indios se hubiera servido de los conceptos del Sankhyam; entre los chinos, de los de Laotse, sin notar la diferencia. Con cierta tolerancia en la expresión se pudiera llamar a jesús un "espíritu libre". No le importan las fiestas: la palabra mata, todo lo fijo mata. En él, el concepto, la experiencia, la "vida", como él los conoce, son contrarios a todas las palabras, fórmulas, leyes, credos y dogmas. Él sólo habla de lo más íntimo; emplea los términos "vida", "verdad" o "luz" para expresar lo más íntimo; todo lo demás, toda la realidad, toda la Naturaleza, hasta el lenguaje, tiene para él tan sólo un valor de signo, de alegoría. Hay que cuidarse de no caer en error en este punto, por grande que sea la seducción inherente al prejuicio cristiano, es decir, eclesiástico: tal simbolismo por excelencia está al margen de todos los conceptos de culto, de toda su historia, de toda ciencia natural, de toda empiria, de todos los conocimientos, de toda política, de toda sicología, de todos los libros, de todo arte. El "saber" de jesús es precisamente la locura pura ajena a que hay efectivamente cosas así. No conoce la cultura ni por referencia, no tiene por qué luchar contra ella, no is niega… Lo mismo se aplica al Estado, a todo el orden civil y social, al trabajo, a la guerra: jamás tuvo motivo alguno para negar "el mundo"; nunca tuvo la menor idea del concepto eclesiástico "mundo"… La negación es precisamente lo de todo punto imposible para él. Falta asimismo la dialéctica; falta la noción de que una fe, una "verdad", pueda ser demostrada con argumentos (las pruebas de él son "luces" interiores, íntimos sentimientos de placer y autoafirmaciones; exclusivamente "pruebas de la fuerza"). Doctrina semejante tampoco puede contradecir, no concibe que haya, pueda haber, doctrinas diferentes; no sabe imaginar un juicio contrario al suyo propio… Donde lo encuentre, se lamentará por íntima simpatía de "ceguera", pues ella percibe la "luz" pero no formulará objeción alguna…

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En toda la sicología del Evangelio está ausente la idea de la culpa y del castigo, como también la del premio. Está abolido el "pecado" cualquier relación de distancia jerárquica entre Dios y el hombre; tal es precisamente la "buena nueva"… No se promete ni se condiciona la bienaventuranza; es ésta la única realidad. Todo lo demás es signo que sirve para hablar de ella…

La consecuencia de tal estado se proyecta en una práctica nueva, en la práctica propiamente evangélica. Lo que distingue al cristiano no es una "fe"; el cristiano obra y se diferencia por el hecho de que obra de un

modo diferente. Por el hecho de que no se resiste ni de palabra ni en el corazón al que le hace mal. Por el

hecho de que no hace distingos entre forasteros y raturales, entre judíos y no judíos ("el prójimo" es propiamente el correligionario, el judío). Por el hecho de que no guarda rencor a nadie, no desprecia a nadie. Por el hecho de que no recurre a los tribunales ni se pone a disposición de ellos ("no juréis"). Por el hecho de que bajo ninguna circunstancia, ni aun en caso de infidelidad probada de la cónyuge, se separa de su mujer. Todo se reduce, en el fondo, a un solo principio; todo es consecuencia de un solo instinto.

La vida del Redentor no fue sino esta práctica; su muerte tampoco fue otra cosa… Ya no tenía necesidad de fórmulas, de ritos para la relación con Dios, ni siquiera de oración. Había desechado toda la doctrina

judía de expiación y reconciliación; sabía cuál era la única práctica de la vida con la que uno se siente

"divino", "bienaventurado", "evangélico", en todo momento "hijo de Dios". Ni la "expiación", ni el "ruego por perdón" son caminos de Dios -enseña-; únicamente la práctica evangélica conduce a Dios, ella es

"Dios". El Evangelio significaba el repudio del judaísmo de los conceptos "pecado", "absolución", "fe" y

"redención por la fe"; toda la doctrina eclesiástica judía quedaba negada en la "buena nueva".

El profundo instinto de cómo hay que vivir para sentirse "en la gloria", para sentirse "eterno", en tanto que con cualquier conducta diferente uno se siente en absoluto "en la gloria". Únicamente este instinto es la realidad sicológica de la "redención". Una conducta nueva, no una fe nueva…

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Si yo entiendo algo de ese gran simbolista, es que tomó exclusivamente realidades interiores como realidades, como "verdades"; que entendió todo lo demás, todo lo natural, temporal, espacial a histórico, sólo como signo, como oportunidad para expresar por vía de la alegoría. El concepto "hijo del hombre" no es ninguna persona concreta que pertenece a la historia, ningún hecho individual y único, sino una facticidad "eterna", un símbolo sicológico, emancipado de la noción del tiempo. Lo mismo reza, y en el sentido más elevado, para el Dios de este típico simbolista; para el "reino de Dios", el "reino de los cielos". Nada hay tan anticristiano como los burdos conceptos eclesiásticos de un Dios como persona, de un "reino de Dios" que vendrá, de un "reino de los cielos" más allá, de un "hijo de Dios", segunda persona de la Trinidad. Todo esto es absolutamente incompatible con el Evangelio, un cinismo histórico mundial en la burla del símbolo… Aunque es evidente lo que sugiere el signo "padre" a "hijo", no resulta igual para todo el mundo: con la palabra "hijo" está expresado el ingreso en el sentimiento total de transfiguración de todas las cosas (la bienaventuranza), y con la palabra "padre", este sentimiento mismo, el sentimiento de eternidad, de consumación. Me da vergüenza recordar lo que la Iglesia ha hecho de este simbolismo. ¿No ha situado en el umbral del "credo" cristiano una historia de anfitrión? ¿Y un dogma de la "concepción inmaculada", por añadidura?… Con esto ha mancillado la cancepción.

El "reino de los cielos" es un estado del corazón, no algo que viene del "más allá" o de una "vida de ultratumba". Todo el concepto de la muerte natural falta en el Evangelio; la muerte no es un puente, un

tránsito; falta porque forma parte de un mundo totalmente diferente, tan sólo aparencial, útil tan sólo para

proporcionar signos. La "hora postrera" no es un concepto cristiano; la "hora", el tiempo, la vida física y sus crisis, ni existen para el portador de 6a "buena nueva"… El "reino de Dios" no es algo que se espera; no tiene un ayer ni un pasado mañana, no vendrá en "mil años"; es una experiencia íntima; está en todas partes y no está en parte alguna…

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Este portador de una "buena nueva" murió como había vivido y predicado: no para "redimir a los hombres", sino para enseñar cómo hay que vivir. La práctica es el legado que dejó a la humanidad: su conducta ante los jueces, ante los soldados, ante los acusadores y toda clase de difamación y escarnio; su conducta es la cruz. No se resiste, no defiende su derecho, no da ningún paso susceptible de conjurar el trance extremo, aún más, lo provoca… Y ruega, sufre y ama a la par de los que le hacen mal, en los que le hacen mal… No, resistir, no, odiar, no responsabilizar… No resistir tampoco al malo, sino amarlo…

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Sólo nosotros, los espíritus emancipados, estamos en condiciones de entender algo que ha sido mal entendido por espacio de diecinueve centurias: esa probidad hecha instinto y pasión que combate la "mentira santa" aun más que cualquier otra mentira… Se ha estado infinitamente lejos de nuestra neutralidad cordial y cautelosa, de esa disciplina del espíritu sin la cual no es posible adivinar cosas tan extrañas y delicadas; en todos los tiempos se ha buscado en ellas, movidos por un egoísmo insolente, tan sólo la propia ventaja; se ha levantado sobre lo contrario del Evangelio el edificio de la iglesia…

Quien buscase indicios de que tras el magno juego cósmico opera una divinidad irónica encontraría un asidero por demás sólido en el interrogante tremendo que se llama cristianismo. El que la humanidad se postre ante lo contrario dé lo que fue el origen, sentido y derecho del Evangelio; el que en el concepto "iglesia" haya santificado precisamente lo que el portador de la "buena nueva" sentía como debajo de sí, como detrás de sí. En vano puede encontrarse una expresión más grande de ironía histórica mundial.

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Nuestra época se enorgullece de su sentido histórico; ¿cómo puede creer el absurdo de que en el principio del cristianismo está la burda fábula del taumaturgo y redentor, y que todo lo espiritual y simbólico es sólo una evolución posterior? Por el contrario, la historia del cristianismo, a partir de la muerte

en la cruz, es la historia de un malentendido cada vez más burdo sobre un simbolismo original. Conforme el cristianismo se propagaba entre masas más vastas y más rudas, carentes para comprender las condiciones en que se había originado, era necesario vulgarizarlo y barbarizarla. Ha absorbido doctrinas y ritos de todos los cultos clandestinos del Imperio Romano, el absurdo de toda clase de razón enferma. La fatalidad del cristianismo reside en el hecho de que su credo tenía que volverse tan enfermo, bajo y vulgar como las necesidades que estaba llamado a satisfacer. La Iglesia es la barbarie enferma hecha potencia; la Iglesia, esta forma de la enemistad mortal a toda probidad, a toda altura del alma, a toda disciplina dej espíritu, a toda humanidad generosa y cordial. Los valores cristianos y los valores aristocráticos: ¡sólo nosotros, los espínitus emancipados, hemos restablecido esta oposición de valores más grandes que existe!

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A estas alturas, no puedo evitar un suspiro. Días hay en que me domina un sentimiento más negro que la más negra melancolía: el desprecio hacia los hombres. Y para no dejar lugar a dudas acerca de qué es lo que desprecio, quién es el que desprecio, aclaro: es el hombre de ahora, el hombre del que de un modo fatal resulto contemporáneo. El hombre de ahora; me asfixia su aliento impuro… Hacia lo pasado, como toda criatura consciente, practico una gran tolerancia, esto es, un generoso dominio de mí mismo; recorro con una cautela sombría el manicomio de milenios enteros, ya se llame "cristianismo", "credo cristiano" o "iglesia cristiana", cuidándome muy mucho de hacer responsable a la humanidad por sus locuras. Pero mi sentimiento experimenta un vuelo y estalla en cuanto me asomo a los tiempos modernos, a nuestros tiempos. Nuestra época está esclarecida… Lo que antes era tan sólo una enfermedad, es ahora una indecencia; ahora es indecente ser cristiano. Y éste es el punto de partida de mi asco. Miro en torno: no ha quedado una sola palabra de lo que en un tiempo se llamara "verdad"; ya no soportamos ni que un sacerdote pronuncie la palabra "verdad". Por muy modesta que sea la probidad exigida, hoy día no se puede menos que saber que con cada frase que pronuncia un teólogo, un sacerdote, un papa, no yerra, miente; que ya no es posible mentir "con todo candor", "por ignorancia". También el sacerdote sabe como todo el mundo que ya no hay ningún "Dios", ningún "pecador" ni ningún "Redentor"; que el "fibre albedrío" y el "orden moral" son mentiras; la seriedad, la profunda autosuperación del espíritu ya no permite a nadie ignorar todo esto. Todos los conceptos de la Iglesia están desenmascarados como lo que son: como la más maligna sofisticación que existe, con miras a desvalorizar la Naturaleza, los valores naturales; el sacerdote mismo está desenmascarado como lo que es: como el tipo más peligroso de parásito, la araña venenosa propiamente dicha de la vida… Sabemos, nuestra conciencia sabe hoy, qué valen, para qué han servido, en definitiva, esas invenciones inquietantes y siniestras de los sacerdotes y de la Iglesia con las que ha sido alcanzado ese estado de autoviolación de la humanidad que ha hecho de ella un espectáculo repugnante. Los conceptos "más allá", "juicio final", "inmortalidad del alma", "alma"; se trata de instrumentos de tortura, de sistemas de crueldades mediante los cuales el sacerte llegó al poder y se ha mantenido en él… Todo el mundo sabe esto; y sin embargo, todo sigue igual que antes. ¿Dónde ha ido a parar el último resto de decencia, de respeto propio, ya que hasta nuestros estadistas, por lo demás hombres nada escrupulosos y anticristos de la acción cien por cien, se llaman todavía cristianos y comulgan?… ¡Un príncipe al frente de sus regimientos, magnífica expresión de la autoafírmación y soberbia de su pueblo, pero haciendo sin pizca de vergüenza profesión de fe cristiana! … ¿A quién niega el cristianismo? ¿Qué es lo que llama "mundo"? El ser soldado, juez, patriota; el resistir; el ser un hombre de pundonor; el buscar su propia ventaja; el ser orgulloso… Cada práctica de cada instante,, cada instinto, cada valoración traducida en acción, es hoy día de carácter anticristiano; ¡qué engendro de falsía ha de ser el hombre moderno, ya que a pesar de todo no le da vergüenza llamarse todavía un cristiano!

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Voy a costar ahora la verdadera historia del cristianismo. La misma palabra "cristianismo" es un malentendido; en el fondo, no hubo más que un solo cristiano que murió crucificado. El Evangelio murió crucificado. Lo que a partir de entonces se llamaba Evangelio era ya lo contrario de aquella vida: una "mala nueva", un disangelia. Es absurdamente falso considerar como rasgo distintivo del cristiano una "fe", acaso la fe en la redención de Cristo; sólo es cristiana la práctica cristiana, una vida como la que vivió el que murió crucificado… Tal vida es todavía hoy factible, y para determinadas personas hasta necesaria: el cristianismo verdadero, genuino, será factible en todos los tiempos… No una fe, sino un hacer, sobre todo un no hacer muchas cosas, un ser diferente… Los estados de conciencia, cualquier fe, por ejemplo, el creer cierta tal o cual cosa, todos los sicólogos lo saben, son totalmente indiferentes y de quinto orden frente al valor de los instintos; más estrictamente: todo el concepto de la causalidad mental es falso. Reducir el ser cristiano, la esencia cristiana, a un creer cierta tal o cual cosa, a un mero fenomenalismo de la conciencia,

significa negar la esencia cristiana. No ha habido cristianos, en efecto. El "cristiano", lo que desde hace dos milenios se viene llamando cristiano, no es sino un malentendido sicológico sobre sí mismo. Bien mirado, dominaban en él, pese a toda "fe", exclusivamente los instintos- ¡y qué instintos!-. En todos los tiempos, por ejemplo en el caso de Lutero, la fe no ha sido más que un manto un, pretexto, una cortina detrás de la cual los instintcos hacían de las suyas; una prudente ceguera para el imperio de determinados instintos… Ya en otro lugar he llamado fe a la cordura cristiana propiamente dicha; siempre se ha hablado de la "fe", siempre se ha obrado guiado por el instinto… En el mundo de las nociones cristianas no sé de nada que siquiera roce la realidad; en cambio hemos descubierto en el odio instintivo a toda realidad el impulso motor, el único impulsor motor del cristianismo. ¿Qué se inhere de esto? Que también in psychalogicis el error es aquí radical, esto es, esencial, esto es, sustancia. ¡Basta sustituir un solo concepto por una realidad para que todo el cristianismo quede en la nada! Visto desde lo alto, es el más singular de todos los hechos: una religión no ya condicionada por errores, sino creadora, y aun genial, únicamente en errores perjudiciales que envenenan la vida y el corazón es un espectáculo digno de dioses; de esas divinidades que son al mismo tiempo filósofos y a las cuales he encontrado por ejemplo en relación con aquellos famosos diálogos en Naxos. En cuanto se desprenda de ellos (¡y de nosotros!) el asco, agradecerán el espectáculo que les ofrece el cristiano; sólo por este caso curioso el minúsculo astro denominado Tierra acaso se haga acreedor a la mirada, al interés, de un dios… Pues no hay que subestimar al cristiano: éste, falso hasta el extremo del candor, se halla muy por encima del mono: con respecto a los cristianos, cierta teoría bien conocida de la descendencia es una mera gentileza…

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La fatalidad del Evangelio se decidió con la muerte; pendió de la "cruz"… Sólo la muerte, esta muerte inesperada a ignominiosa; sólo la cruz, reservada en general a la canaille, sólo esta pavorosa paradoja planteó a los discípulos el interrogante propiamente dicho: "¿quién fue ese hombre?"; "¿qué significó este acontecimiento?" Es harto comprensible el sentimiento de estupor y de profundo agravio, el recelo de que tal muerte significara la refutación de su causa, el terrible interrogante: "¿por qué precisamente así?" Aquí todo debía ser necesario, tener sentido, razón, razón suprema; el amor de discípulo no sabe de contingencias. Sólo entonces se abrió el abismo: "¿quién le dio muerte?; ¿quién fue su enemigo natural?" Brotaron cual relámpagos estas preguntas. Y la respuesta fue: el judaísmo gobernante; su close más alta. Desde ese momento se le suponía frente al orden imperante, se entendía a Jesús a posteriori sublevado contra el orden imperante. Hasta entonces había faltado en la estampa de jesús este rasgo bullicioso del decir no, de hacer no; más aún, había sido la antítesis de jesús. Evidentemente la pequeña comunidad no comprendió lo principal, lo ejemplar de ese modo de morir, la libertad, la superioridad sobre todo resentimiento: ¡indicio de lo poco que en un plano general comprendió de él! Con su muerte jesús evidentemente no se propuso otra cosa que dar en público la prueba más convincente de su doctrina… Pero sus discípulos no estuvieron dispuestos a perdonar esta muerte, como hubiera sido evangélico en el sentido más elevado, y menos a ofrecerse con dulce calma serena para sufrir idéntica muerte… Volvió a privar precisamente el sentimiento más antievangélico, la venganza. No se concebía que la cosa terminara con esta muerte; se necesitaba "represalia", "castigo" (y sin embargo, ¡qué hay tan antievangélico como la "represalia", el "castigo", el "juicio"!). Una vez más pasó a primer plano la esperanza popular en el advenimiento de su Mesías; se consideró un momento histórico: el "reino de Dios" juzgando a sus enemigos… Pero de este modo todo quedaba tergiversado: ¡el "reino de Dios" como acto final, como promesa! El Evangelio había sido precisamente la existencia, consumación, realidad de este "reino". Justamente tal muerte era este "reino de Dios". Sólo entonces se incorporó a la figura del maestro todo el desprecio y encono hacia los fariseos y los teólogos; ¡en esta forma se hizo de él un fariseo y teólogo! Por otra parte, la veneración exacerbada de esas almas desquiciadas ya no soportaba esa igualdad evangélica de todos como hijos de Dios que había enseñado Jesús; su venganza consistía en elevar de una manera extravagante a Jesús, del mismo modo que en un tiempo los judíos, ansiosos de vengarse de sus enemigos, habfan desprendido de ellos y elevado a su dios. El solo Dios y el solo hijo de Dios son por igual un producto del resentimiento…

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A partir de entonces, quedaba planteado un problema absurdo: "¡cómo pudo Dios permitir esto!" A este interrogante hallaba la razón perturbada de la pequeña comunidad una respuesta terriblemente absurda: Dios inmoló a su hijo para perdón de los pecados, como víctima propiciatoria. ¡Cómo acabó de golpe el Evangelio! ¡La víctima propiciatoria, y aun en su forma más repugnante y bárbara, el sacrificio del inocente por los pecados de los culpables! ¡Qué paganismo tan pavoroso! Jesús había abolido el mismo

concepto de "culpa"; había negado toda distancia entre Dios y el hombre; había vivido esta unidad de Dios y el hombre como su "buena nueva"… ¡Y no como prerrogativa! A partir de entonces, se iba incorporando gradualmente al tipo de Redentor la doctrina del juicio y de la resurrección, la doctrina de la muerte como muerte sufrida para reparar la culpa de los hombres y la doctrina de la resurrección, con la cual estaba escamoteado todo el concepto "bienaventuranza", toda única realidad del Evangelio, ¡en favor de un estado de ultratumba! … Pablo dio a esta concepción, a este ultraje de concepción, con ese descaro de sutilizante que lo caracteriza, esta fundamentación: "si Cristo no ha resucitado de entre los muertos, nuestra fe es vana". Y de pronto el Evangelio quedó convertido en la más despreciable de todás las promesas imposibles de cumplir: la doctrina insolente de la inmortalidad de la persona… ¡El propio Pablo la enseñó aun como premio!

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Como se ve, la muerte en la cruz puso fin a un nuevo y desde todo punto original conato de movimiento pacifista búdico, de felicidad terrenal efectiva, no solamente prometida. Pues, como ya subrayé, tal es la diferencia principal de estas dos religiones de la décadence: el budismo no promete, sino cumple, en tanto que el cristianismo promete todo, pero no cumple nada. A la "buena nueva" la sustituyó la peor, la de Pablo. En Pablo encarna la antfpoda del portador de la "buena nueva", el genio en el odio, en la visión del odio. ¡Hay que ver lo que este disangelista sacrificó al odio! Sobre todo, al propio Redentor; lo clavó en su cruz. La vida, el ejemplo, la doctrina, la muerte, el sentido y el derecho de todo el Evangelio; nada de esto quedó al comprender este falsario por odio lo que le convenía para sus fines: ¡no la realidad; no la verdad histórica! … Y una vez más el instinto sacerdotal del judío cometió el mismo grave crimen contra la historia (hasta aquí regleta vieja, desde aquí regleta nueva); borró sin más ni más el ayer, el anteayer, del cristianismo y se inventó una historia del primitivo cristianismo. Todavía más, falseó otra vez la historia de Israel, presentándola como antecedente de su propio acto, como si todos los profetas hubiesen hablado de su "Redentor"… Más tarde, la Iglesia hasta falseó la historia de la humanidad en el sentido de una prehistoria del cristianismo… El tipo del Redentor, la doctrina, la práctica, la muerte, el sentido de la muerte, hasta el epílogo de la muerte…, nada permaneció intacto, ni siquiera conservó una semejanza con la realidad. Pablo simplemente situó el centro de gravedad de toda aquella existencia detrás de dicha existencia, en la mentira del Jesús "resucitado". En el fondo, no le servía la vida del Redentor; precisaba la muerte en la cruz, amén de algo más… Creer en la sinceridad de Pablo, oriundo de la sede principal del esclarecimiento estoico, al tomar una alucinación por la prueba de que el Redentor vivía todavía, o dar siquiera crédito a su afirmación de que tuvo esta alucinación sería de parte de un sicólogo una verdadera niaiserie. Pablo buscaba su fin y, por ende, también los medios conducentes al logro del mismo… Lo que él no creía, lo creían los idiotas entre los cuales propagaba su doctrina. Su necesidad era el poder; con Pablo, el sacerdote trató una vez más de erigirse en amo; sólo le convenían conceptos, doctrinas y símbolos que sirvieran para tiranizar masas y organizar una grey. ¿Qué fue lo único que más tarde Mahoma tomó prestado del cristianismo? La invención de Pablo, su medio para establecer una tiranía de los sacerdotes y organizar una grey: la fe en la inmortalidad, vale decir, la doctrina del "juicio"

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Si se sitúa el centro de gravedad de la vida no en la vida, sino en el "más allá"- en la nada-, se despoja la vida de gravedad. La gran mentira de la inmortalidad de la persona destruye toda razón, toda naturalidad, en el instinto; todo lo que hay de benéfico, de vital, de grávido, de porvenir en los instintos despierta entonces la suspicacia. Vivir en forma que ya no tenga sentido vivir: he aquí lo que llega a ser entonces el sentido de la vida… ¿Pare qué inspirarse en un espíritu de solidaridad, sentir gratitud hacia los antepasados?

¿Pare qué cooperar, confiar, promover cualquier bien común?… Se trata de otras tantas "tentaciones", de otras tantas desviaciones del "justo camino". "Una sola cosa hace falta"… Que cada cual, como "alma

inmortal", sea igual a cada cual; que dentro de la totalidad de los seres la "salvación" de cada cual pretenda

a título legítimo atribuirse una importancia eterna; que pequeños mojigatos y medio locos tengan derecho a imaginarse que por ellos dejan constantemente de regir las leyes de la Naturaleza; no hay desprecio suficiente para estigmatizar tal exacerbación de toda clase de egoísmos hasta el infinito, hasta la insolencia. Y, sin embargo, a tan deplorable halago a la vanidad de la persona debe el cristianismo su triunfo,- de este modo ha atraído precisamente a todos los malogrados, díscolos y desheredados, toda la hez y escoria de la humanidad. La "salvación del alma" quiere decir: "el mundo gira alrededor de "… El veneno de la igualdad de derechos por nadie ha sido esparcido tan sistemáticamente como por el cristianismo. Desde los más recónditos rincones de los malos instintos el cristianismo ha librado una guerre sin cuartel a todo sentimiento de veneración y distancia jerárquica entre los hombres, esto es, a la premisa de toda elevación

y expansión de la cultura; del resentimiento de las mesas se ha forjado su arma principal blandida contra nosotros, contra todo lo aristocrático, gallardo y generoso sobre la tierra, contra nuestra felicidad sobre la tierra… La "inmortalidad", acordada a fulano y zutano, ha sido hasta ahora el atentado más grave contra la humanidad aristocrática. ¡Y no subestimamos la fatalidad que partiendo del cristianismo ha penetrado hasta en la política! Ya nadie trata de reivindicar prerrogativas y derechos de señoría, experimentar un sentimiento de veneración ante sí mismo y ante los que le son afines, proclamar un pathos de la distancia jerárquica… ¡Nuestra política se resiente de esta falta de coraje! El aristocratismo de la idiosincrasia ha sido socavado del modo más subrepticio por la mentira de la igualdad de las almas, y si la creencia en la "prerrogativa de los más" hacé, y hará, revoluciones, ¡no se dude de que es el cristianismo, el imperio de los juicios de valores cristianos, lo que toda revolución traduce en sangre y crimen! El cristianismo es una sublevación de todo lo vil y rastrero contra lo que tiene "altura"; el evangelio de los "humildes" rebaja…

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Los Evangelios son inestimables, como testimonio de la corrupción, ya irremediable, prevaleciente en el seno de la comunidad primitive. Lo que más tarde Pablo remató con el cinismo sutilizante propio del rabino, era el proceso de decadencia iniciado con la muerte del Redentor. Todo cuidado que se ponga en la lecture de los Evangelios es poco; cede palabra entraña muchas dificultades. Admito, no se me tomará a mal que lo diga, que por esta misma razón son para el sicólogo una fuente de placer de primer orden: como antítesis de toda corrupción ingenua, como el refinamiento por excelencia, como arte y maestría en la corrupción sicológica, los Evangelios ocupan un lugar aparte. Toda la Biblia constituye algo único que no admite comparación. Se está entre judíos: primer punto de vista a considerar para no perder por completo el hilo. Este fingimiento hecho genio en el sentido de la "santificación", no igualado ni remotamente en parte alguna entre los libros y los hombres, esta sofisticación de las palabras y los ademanes como arte, no obedece al azar de algún talento individual, de algún modo de ser excepcional. Requiere esto: raza. En el cristianismo, como arte de mentir santamente, todo el judaísmo, una rigurosísima práctica y técnica judía multisecular, alcanza su plena maestría. El cristiano, esta última ratio de la mentira, es el judío dos veces y aun tres… La voluntad fundamental de usar exclusivamente conceptos, símbolos y actitudes probados por la práctica del sacerdote, el rechazo instintivo de cualquier otra práctica, de cualquier otra perspectiva de calor y utilidad, no supone mera tradición, sino herencia; sólo como herencia obra cual segunda naturaleza. La humanidad toda, sin exceptuar los mejores espíritus de los mejores tiempos (excepción hecha de uno, que tal vez no sea más que un monstruo), ha sido víctima del engaño, Se ha leído el Evangelio como si fuese el Libro de la Inocencia…, hecho éste que prueba de un modo concluyente la maestría con que se ha fingido. Claro que si pudiésemos ver, siquiera de paso, a todos esos curiosos mojigatos y santos habilidosos se acabaría la farsa, y precisamente porque yo no leo palabras sin ver ademanes, acabo con ellos… Yo no soporto en ellos cierta manera de alzar los ojos.

Por fortuna, los libros son para los más mera literatura. No hay que dejarse confundir: dicen "¡no juzguéis!"; sin embargo, mandan al infierno a cuanto los estorba. Haciendo juzgar a Dios, juzgan ellos mismos; glorificando a Dios, se glorifican a sí mismos; postulando las virtudes que ellos son capaces de practicar, aún más, que ellos necesitan para mantenerse en su posición dominante, dan la magna apariencia de que luchan por la virtud, bregan por el imperio de la virtud. "Vivimos, morimos, nos sacrificamos por el bien" (por "la verdad" "la luz" el "reino de Dios"); en realidad hacen lo que no pueden menos que hacer. Pretenden presentar como un deber su propio modo de ser que los condena a una vida rástrera, a estar sentados en el rincón, a vivir cual sombras a la sombra; en virtud de la noción del deber su vida aparece como humildad, y como humildad es una prueba más de la piedad… ¡Oh, qué mendacidad tan humilde, casta y misericordiosa! "La virtual misma ha de dar fe de nosotros." Hay que leer los Evangelios como libros de seducción por la moral; esa pequeña gente monopoliza la moral: ¡bien sabe ella lo que hay con la morall ¡Es la moral el medio más eficaz para engañar a la humanidad!

La verdad es que aquí la más consciente soberbia de quienes se creen elegidos finge modestia; se ha situado a sí misma, a la "comunidad", a los "buenos y justos" de una vez por todas en un lado: el de "la verdad", y el resto, "el mundo", en el otro… Tal ha sido la forma más fatal de megalomanía que se ha dado jamás sobre la tierra: pequeñas gentes mojigatas y mentirosas se pusieron a usurpar los conceptos "Dios", "verdad", "luz", "espíritu", "amor" "sabiduría" y vida", casi como sinónimos de sí mismas, para distanciarse así del "mundo"; pequeños judíos superlativos, maduros para alojarse en toda clase de manicomios, invirtieron los valores con arreglo a su propia persona como si sólo el cristiano fuese el sentido, la sal, la medida y también el juicio final de todo el resto… Toda esa fatalidad sólo fue posible por la circunstancia de que ya existía en el mundo un tipo afín, racialmente afín, de megalomania: el judío; una vez abierto el abismo entre los judíos y los cristianos de origen judío, éstos no tenían más remedio que emplear los mismos procedimientos de conservación que aconsejaba el instinto judío contra los judíos

mismos, en tanto que éstos los habían empleado únicamente contra todo el mundo no judío. El cristiano no es más que un judío de confesión "libre".

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Ofrezco a continuación algunas pruebas de lo que esa pequeña gente se ha metido en la cabeza; de lo que ha puesto en boca de su maestro: sin excepción confesiones de "almas sublimes".

"Y dondequiera que os desecharen, no queriendo escucharos, retiraos de allí, sacudid el polvo de

vuestros pies en testimonio contra ellos. En verdad os digo que Sodoma y Gomorra serán tratadas con menor rigor en el día del juicio, que la tal ciudad" (San Marcos, 6, 11). ¡Qué evangélico!…

"Al que escandalizare a alguno de estos pequeños que creen en mí, mucho mejor le fuera que le ataran al cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le echaran al mar" (San Marcos, 9, 41). ¡Qué evangélico!…

"Si tu ojo te sirve de tropiezo, arráncalo: más lo vale entrar tuerto en el reino de Dios, que tener dos ojos y ser arrojado al fuego del infierno; donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga"

(San Marcos, 9, 46-47). Estas palabras no se refieren precisamente al ojo…

"En verdad os digo, que algunos de los que aquí están no han de morir antes de ver el advenimiento de

Dios y su potestad" (San Marcos, 8, 39). ¡Qué bien mentido!…

"Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, y cargue con su cruz, y sígame. Pues…" (comentario de un sicólogo. La moral cristiana es refutada por sus "pues": sus "razones" refutan; cuadra todo esto con la esencia cristiana) (San Marcos, 8, 34).

"No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el mismo juicio con que juzgareis, habéis de ser juzgados, y con la misma medida con que midiereis, seréis medidos vosotros" (San Mateo, 7, 1-2). ¡Vaya

un concepto de la justicia, del juez "justo"! …

"Que si no amáis sino a los que os aman, ¿qué premio habéis de tener? No lo hacen así también los publicanos? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis además? ¿Por ventura no hacen también esto los paganos?" (San Mateo, 5, 46-47). Principio del "amor cristiano": pretende, en definitiva, una buena remuneración…

"Pero si vosotros no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados" (San

Mateo, 6, 15). ¡No arroja esto una luz muy favorable que digamos sobre el susodicho "Padre"! …

"Así que buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se os darán por añadidura" (San Mateo, 6, 33). Todas estas cosas: quiero decir, alimento, ropa, todo cuanto se necesita para vivir. Un error, para decir poco… Algunas líneas más arriba, Dios aparece como sastre; en determinados casos, por lo menos…

"Alegraos en aquel día y saltad de gozo, pues os está reservada en el cielo una gran recompensa; tal era el trato que daban sus padres a los profetas" (San Lucas, 6, 23). ¡Qué gente tan insolente! ¡Hasta le da por compararse con los Profetas! …

"¿No sabéis vosotros que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Pues si alguno profanare el templo de Dios, Dios le perderá a él. Porque el templo de Dios, que sois vosotros,

santo es" (Epístola I a los Corintios, 3, 16-17). Tales conceptos merecen el más profundo desprecio…

"¿No sabéis que los santos han de juzgar este mundo? Pues si el mundo ha de ser juzgado por vosotros,

¿no seréis dignos de juzgar estas menudencias?" (Epístola I a los Corintios, 6, 2). Desgraciadamente, éstas no son meras palabras de un demente… Este terrible embustero prosigue literalmente: "¿No sabéis que hemos de ser jueces hasta de los ángeles? ¿Cuánto más de las cosas mundanas?"…

"¿No es verdad que Dios ha considerado como fatua la sabiduría de este mundo? Porque ya que el mundo a vista de la sabiduría divina no conoció a Dios por medio de la ciencia, plugo a Dios salvar a los que creyesen en él por medio de la locura de la predicación… Considerar, si no, hermanos, quiénes son los que han sido llamados de entre vosotros, cómo no sois muchos los sabios según la carne, ni muchos los poderosos ni muchos los nobles. Sino que Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los fuertes, y a las cosas viles, y despreciables del mundo, y a aquellas que no valían nada, para destruir las que valen: a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento" (Epístola 1 a los Corintios, I, 20 y siguientes). Para comprender este pasaje, testimonio capital de la sicología de toda moral tshandala, léase la primera disertación de mi Genealogía de la moral, donde se destaca por vez primera el contraste entre la moral aristocrática y la moral tshandala, basada esta última en el resentimiento y el odio impotente. Pablo fue el más grande de todos los apóstoles de la venganza…

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¿Qué se infiere de esto? Que es necesario ponerse guantes cuando se lee el Nuevo Testamento. La proximidad de tanta impureza impone casi esta medida. No aceptaríamos la compañía de "primitivos cristianos", como no buscamos la de judíos polacos; no hace falta siquiera esgrimir argumentos para refutarlos… ¡Unos y otros no huelen bien! En vano he buscado en el Nuevo Testamento un solo rasgo simpático; no hay en él nada que sea liberal, bondadoso, franco, decente. Aquí la humanidad ni ha comenzado; faltan los instintos de la limpieza… No hay en el Nuevo Testamento más que malos instintos; no hay en él ni siquiera la valentía de afirmar estos malos instintos. Todo es cobardía, prurito de cerrar los ojos y engaño de sí mismo. Cualquier libro parece limpio cuando se lo lee después del Nuevo Testamento; por ejemplo, inmediatamente después de Pablo leí con íntimo deleite a Petronio, ese ironista más donoso, más travieso, del que pudiera decirse lo que Domenico Boccaccio escribió al duque de Parma sobre Cesare Borgia: "è tutto festo"; inmortalmente sano, inmortalmente alegre y bien nacido… Pues esos pequeños mojigatos desaciertan en la cosa principal. Atacan, pero todo lo que es atacado por ellos queda así distinguido. Es un honor provocar la ira de los "primitivos cristianos". No se lee el Nuevo Testamento sin sentirse atraído por lo que maltrata; para no hablar de la "sabiduría de este mundo", que un alborotador insolente trató en vano de desacreditar "por medio de la locura de la predicación"… Mas incluso los fariseos y los escribas se benefician con tal enemistad; al go valdrían, ya que fueron odiados de una manera tan indecente. Hipocresía, ¡vaya un reproche en boca de "primitivos cristianos"! En último análisis, los fariseos y los escribas eran los privilegiados; con esto basta para que se desate el odio tshandala. El "primitivo cristiano", me temo que también el último cristiano, que yo viviré tal vez para verlo, empujado por su más soterrado instinto se subleva contra todo lo privilegiado; ¡vive y lucha siempre por la "igualdad de derechos"! … Bien mirado, no tiene más remedio. Si uno pretende ser personalmente un "elegido de Dios", o un "templo de Dios", o un "juez de los ángeles"; cualquier principio selectivo diferente, basado, por ejemplo, en la honradez, en el espíritu, en la virilidad y el orgullo, en la belleza y libertad del corazón, es simplemente "mundo"; el mal en sí… Moraleja; palabra que pronuncia un "primitivo cristiano" es una mentira, y acto que lleva a cabo, una falsía instintiva; todos sus valores, todos sus objetivos, son perjudiciales, mas todo objeto de su odio, ya sea persona o cosa, tiene valor… El cristiano, el sacerdote cristiano señaladamente, es un criterio de los valores. ¿Será necesario agregar que en todo el Nuevo Testamento hay una sola figura que se hace acreedora a nuestra narración? Es Pilato, el lugarteniente romano. Él no se aviene a tomar en serio un pleito de judíos, ¿Qué le importa, judfo más, judío menos?… La burla aristocrática de un romano ante el cual se hace un abuso insolente de la palabra "verdad" ha enriquecido el Nuevo Testamento con las únicas palabras que en él tienen valor, y que implican su crítica, y aun su destrucción: "¡qué es verdad! …"

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Lo que nos diferencia a nosotros no es el hecho de que ya no encontramos un dios ni en la historia ni en la Naturaleza, ni tampoco tras la Naturaleza, sino que lo que ha sido venerado como Dios se nos antoja, no "divino", sino lamentable, absurdo y perjudicial; no ya un error, sino un crimen contra la vida… Negamos a Dios como Dios… Y si se nos probase a este dios de los cristianos, aún menos sabríamos creer en él. Expresado en una fórmula: deus qualem Paulus creavit, dei negatio. Una religión como el cristianismo, que en ningún punto toca a la realidad y se viene abajo en cuanto la realidad se impone siquiera en un solo punto, no puede por menos de ser la enemiga mortal de la "sabiduría de este mundo", vale decir, de la ciencia; aprobará todos los medios por los cuales sea posible emponzoñar, difamar y desprestigiar la disciplina del espíritu, la estrictez austera en las cuestiones de conciencia del espíritu, la reserva y libertad aristocráticas del espíritu. La "fe" como imperativo es el veto a la ciencia, y en la práctica la mentira a cualquier precio… Pablo comprendió que hacía falta la mentira, "la fe"; la Iglesia, a su vez, comprendió más tarde a Pablo. Ese "Dios" inventado por Pablo, un dios que "confunde" la "sabiduría de este mundo" (en sentido estricto, las dos grandes contrincantes de toda superstición: la filología y la medicina), no es en realidad sino la firme resolución de Pablo en este sentido; llamar a su propia voluntad "Dios", thora, es típicamente judío. Pablo está decidido a "confundir la sabiduría de este mundo"; sus enemigos son los buenos filólogos y médicos formados en Alejandría: a ellos plantea la guerra. En efecto, no se es filólogo y médico sin ser al mismo tiempo anticristiano. Pues como filólogo se mira detrás de los "libros sagrados", y como médico, detrás de la degeneración fisiológica del tipo cristiano. El médico dictamina: "incurable", y el filólogo: "mentira"…

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¿Se ha comprendido la famosa historia que encabeza el relato de la Biblia, la del miedo terrible de Dios a la ciencia?… No se la ha comprendido. Este libro sacerdotal por excelencia empieza, como es natural, por

la gran dificultad interior del sacerdote; éste no conoce más que un grave peligro, luego "Dios" no conoce más que un grave peligro.

El viejo Dios, todo "espíritu", todo pontífice, todo perfección, se pasea por su jardín, y se aburre. Ni los dioses pueden evitar el aburrimiento. ¿Qué hace Dios para remediarlo? Inventa al hombre, puesto que el hombre es entretenido… Pero he aquí que también el hombre se aburre. Reacciona Dios con una simpatía sin límites contra la única desventura propia de todos los paraísos y crea otros animales. Primer desacierto de Dios: el hombre no encontró entretenidos a los animales; se erigió en amo de ellos, no quiso ser' ni siquiera "animal". En consecuencia, Dios creó la mujer. Y entonces se acabó, en efecto, el aburrimiento;

¡pero también se acabaron otras cosas! La mujer fue el segundo desacierto de Dios. "La mujer es por su esencia serpiente, Heva", como lo saben todos los sacerdotes; "la mujer es la raíz de todos los males en el mundo"; esto también lo saben todos los sacerdotes. "Luego, ella es también la raíz de la ciencia"… Sólo a causa de la mujer el hombre aprendió a comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. ¿Qué había pasado? El viejo Dios se sintió preso de un miedo terrible. El hombre resultaba ser su mayor desacierto; con él se había creado a sí mismo un rival: la ciencia hace semejante a Dios; ¡los sacerdotes y los dioses están perdidos si el hombre se vuelve científico! Moraleja: la ciencia es lo prohibido en sí; únicamente ella es prohibida. La ciencia es el pecado primordial, el germen de todo pecado, el pecado original. Sólo esto es la moral. "No conocerás": todo lo demás se sigue de este mandamiento. Su miedo terrible no impidió a Dios ser listo a inteligente. ¿Cómo se combate la ciencia? Tal fue durante largo tiempo su problema capital. Respuesta: ¡hay que expulsar al hombre del paraíso! La felicidad, el ocio, lleva a pensar, todos los pensamientos son malos pensamientos… El hombre no debe pensar. Y el "sacerdote en sí" inventa el apremio, la muerte, el peligro moral del embarazo, toda clase de miseria, vejez y desventura, sobre todo la enfermedad; ¡en su totalidad medios para combatir a la ciencia! El apremio no permite al hombre pensar… ¡Y, sin embargo!, ¡horror!, la obra del conocimiento se va agigantando, asaltando el cielo, amenazando con la ruina la divinidad. ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra, desune a los pueblos y hace que los hombres se destruyan unos a otros (los sacerdotes siempre han tenido necesidad de la guerra …). La guerra es, ¡entre otras cosas, una grande perturbadora de la ciencia! ¡Increíble! El conocimiento, la emancipación de los hombres del sacerdote, progresa aun a pesar de las guerras. Entonces, el viejo Dios llega a esta conclusion última: "el hombre se ha vuelto científico; ¡no hay más remedio que ahogarlo!"…

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Se me ha comprendido. El comienzo de la Biblia contiene toda la sicología del sacerdote. El sacerdote no conoce más que un grave peligro: la ciencia; el concepto sano de causa y efecto. Mas en su conjunto, la ciencia sólo prospera bajo condiciones propicias; hay que tener tiempo, espíritu, de sobra para "conocer"… "En consecuencia, hay que provocar la desgracia del hombre", tal ha sido en todos los tiempos la lógica del sacerdote. Ya se adivina lo que sólo a raíz de esta lógica se ha incorporado al mundo: el "pecado"… El concepto de culpa y castigo, todo el "orden moral", está inventado para combatir la ciencia; para combatir la emancipación de los hombres del sacerdote… El hombre no debe mirar más allá, sino adentro de sí mismo; no debe mirar, inteligente y prudentemente, aprendiendo adentro de las cosas; no debe mirar, en fin, sino sufrir… Y debe sufrir de manera que tenga en todo tiempo necesidad del sacerdote. ¡Fuera los médicos; Lo que hace falta es un Salvador. La noción de culpa y castigo, así como la doctrina de la "gracia", de la "redención" y del "perdón", mentiras cien por cien, desprovistas de toda realidad sicológica, están inventadas para destruir el sentido causal del hombre; ¡representan el atentado contra el concepto "causa y efecto"! ¡Y no un atentado llevado a cabo a puñetazo limpio, a punta de cuchillo, con la sinceridad en el odio y el amor!, ¡sino uno dictado por los instintos más bajos, cobardes y pérfidos! ¡Un atentado de sacerdotes! ¡Un atentado de parásitos! ¡Un vampirismo de pálidos y furtivos chupadores de sangre! … Si las consecuencias naturales de los actos dejan de ser "naturales"; si se las concibe determinadas por fantasmas conceptuales de la superstición, por "Dios", "espíritus", "almas", como consecuencias exclusivamente "morales", como premio, castigo, advertencia, recurso educativo, queda destruida la premisa del conocimiento; queda cometido el crimen más grave contra la humanidad. El pecado, esta forma de autoviolación del hombre por excelencia, como queda dicho, está inventado para imposibilitar la ciencia, la cultura, toda elevación y aristocrratismo del hombre. El sacerdote señorea en virtud de la invención del pecado.

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Insisto en este lugar en un análisis sicológico de la "fe", de los "fieles"; en beneficio, como es natural, precisamente de los "fieles". Si hoy no faltan quienes no saben que ser un "creyente" es indecente, o bien

un síntoma de décadence, de impulso vital quebrado, mañana ya lo sabrán. Mi voz llega también a los oídos duros. Parece, si no he oído mal, que entre los cristianos hay un afán de la verdad que llaman "la prueba de la fuerza". "La fe salva; luego ella es cierta." Cabe objetar a esto, por lo pronto, que precisamente eso de que la fe salva no está demostrado, sino tan sólo prometido: la bienaventuranza está supeditada a la "fe", los fieles han de alcanzar la bienaventuranza en virtud de su fe… Pero ¿cómo puede demostrarse que efectivamente se cumple lo que el sacerdote promete a los fieles respecto al "más allá", sustraído a toda verificación? De suerte que la presunta "prueba de la fuerza" no es, a su vez, sino la fe en que no dejará de producirse el efecto que se atribuye a la fe. La fórmula correspondiente reza "creo que la fe salva; luego ella es cierta". Pero este "luego" significa erigir el absurdum mismo en criterio verdadero. Mas suponiendo, con cierta indulgencia, que esté demostrado eso de que la fe salva (no sólo deseado, no sólo prometido por la boca un tanto dudosa del sacerdote): ¿sería la bienaventuranza-más técnicamente hablando, el placer-una prueba de la verdad? No lo es, hasta el punto de que cuando intervengan sentimientos de placer en la dilucidación de la cuestión: "¿qué es verdadero?", esto casi significa la refutación de la "verdad" y en todo caso autoriza a considerarla con máximo recelo. La prueba del "placer" es una prueba de "placer", nada más; ¿de dónde se saca que los juicios ciertos causan más placer que los falsos y de acuerdo con una armonía preestablecida necesariamente traen consigo sentimientos gratos? La experiencia de todos los espíritus austeros y profundos enseña lo contrario. Se ha tenido que arrancar en duro forcejeo cada palmo de verdad; se ha tenido que sacrificar por él casi todo lo que es grato al corazón humano y nutre la confianza del hombre en la vida. Se requiere grandeza del alma; servir a la verdad es el servicio más duro.

¿Qué significa la probidad en las cosas del espíritu? ¡Significa ser riguroso con su corazón, despreciar los

"sentimientos sublimes", hacer de cada sí y no un caso de conciencia. La fe salva; luego miente…

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Partes: 1, 2, 3
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