Que la fe "salva" eventualmente; que la "salvación" no convierte una idea fija necesariamente en una idea cierta; que la fe no mueve montañas, pero supone montañas allí donde no hay ninguna, es algo de lo que cualquiera se convence realizando una breve recorrida por cualquier manicomio. No convence, por cierto, al sacerdote; pues éste niega por instinto que la enfermedad sea una enfermedad y el manicomio un manicomio. El cristianismo ha menester la enfermedad, más o menos del mismo modo que el helenismo ha menester un excedente de salud; enfermar es el propósito subyacente propiamente dicho de todo el sistema terapéutico de la Iglesia. Y la Iglesia misma ¿no es el manicomio católico como ideal último? ¿No aspira eila a convertir el globo entero en un manicomio? El hombre religioso, como lo quiere la Iglesia, es un típico décadent; todas las épocas en que un pueblo se debate en una crisis religiosa se caracterizan por epidemias nerviosas; el "mundo interior" del hombre religioso se parece en un todo al "mundo interior" de los sobreexcitados y agotados; los "estados supremos" que el cristianismo ha suspendido como valor de los sabres sobre la humanidad son formas epileptoides; la Iglesia ha canonizado exclusivamente a locos o grandes embusteros in majorem dei honorem… En una oportunidad me he permitido calificar todo el training cristiano de penitencia y redención (para cuyo estudio se presta hoy día en particular Inglaterra) de folio circulaire metódicamente provocada, por supuesto que en una tierra propicia, vale decir, totalmente morbosa. Nadie está en libertad de abrazar el credo cristiano; al cristianismo no se es "convertido"; hay que estar lo suficientemente enfermo para poder ser un cristiano… Nosotros, los otros, que tenemos valor suficiente para ser sanos, y también para despreciar, ¡cuán profundamente nos es dable despreciar una religión que ha enseñado a entender mal el cuerpo! , ¡que se aferra a la superchería referente al alma!, ¡que señala la alimentación insuficiente como un "mérito". ¡que combate la salud teniéndola por una especie de enemigo, diablo y tentación! , ¡que se ha imaginado que cabe un "alma perfecta" en un cuerpo hecho nn cadáver y para tal fin tenía que inventar un concepto nuevo de la "perfección", un ser anémico, enclenque, estúpidamente exaltado, la llamada "santidad"; ¡santidad: a su vez una sintomatología del cuerpo empobrecido, enervado, irremediablemente arruinado! … El movimiento cristiano, como movimiento europeo, es desde un principio un movimiento global de toda clase de escoria y desecho (que a través del cristianismo quiere adueñarse del poder). No expresa la decadencia de una raza, sino que es un conglomerado de formas de la décadence de variada procedencia, que se buscan y se concentran. Lo que hizo posible al cristianismo no fue la corrupción del mundo antigun mismo, de la antigüedad aristocríctica, como se cree comúnmente; nunca se condenará con suficiente rigor la idiotez erudita que sostiene todavía punto de vista semejante. Precisamente en los tiempos en que en todo el Imperio Romano se cristianizaron las masas enfermas y corruptas del bajo pueblo, el tipo opuesto, el aristocratismo, hallaba su expresión más plena y hermosa. Se impuso la compacta mayoría; triunfó el democratismo de los instintos cristianos… El cristianismo no era "nacional", no estaba racialmente determinado; se dirigía a todos los desheredados de la vida y tenía sus aliados en todas partes. La rancune básica de los enfermos, el instinto, ha sido vuelto por el cristianismo contra los santos, contra la salud. Todo lo bien nacido, orgulloso y soberbio, sobre todo la
belleza, lastima su vista y oídos. Llamo una vez más la atención sobre estas palabras inestimables de Pablo: "Dins ha escogido a los necias según el mundo, a los flacos del mundo y a las cosas viles y despreciables del mundo"; tal era la fórmula, bajo este signo triunfó la décadence. Dios clavada en la cruz; ¿todàvía no se comprende la pavorosa segunda intención de este símbolo?: todo lo que sufre, todo lo que está clavado en la Cruz, es divino… Todos nosotros estamos clavados en la cruz, por consiguiente, somos divinos…, únicamente nosotros somos divinos… El advenimiento del cristianismo fue un triunfo. El cristianismo es la mayor desgracia que se ha abatido jamás sobre la humanidad.
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El cristianismo es también incompatible con toda salud mental; sólo la razón enferma le sirve como razón cristiana; toma la defensa de toda imbecilidad, fulmina su anatema contra el "espíritu", contra la superbia del espíritu sano. Dado que la enfermedad forma pane de la esencia del cristianismo, también el estado típicamente cristiano, "la fe", no puede por menus que ser una modalidad patológica, y la Iglesia no puede por menor que denunciar todos los caminos derechos, honrados, científicos del conocimiento como caminos prohibidas. La misma duda es un pecado… La falta absoluta de limpieza sicológica del sacerdote, tal como se advierte en el mirar, es una consecuencia de la décadence; obsérvese en las mujeres histéricas y, por otra parte, en los niños raquíticos la regularidad con que la falsía por instinto, la propensión a la mentira, por el gusto de mentir, la incapacidad para el mirar y avanzar recto, es la expresión de décadence. La "fe" significa negarse a saber la verdad. El pietista, el sacerdote de ambos sexos, es falso porque es enfermo; su instinto exige que la verdad no prevalezca en punto alguno. "Lo que enferma es bueno; lo que proviene de la plenitud, de la superabundancia, del poder, es males", he aquí cómo siente el fiel. El no poder menos que mentir es el rasgo en que se me revela cualquier teólogo predestinado. Otra característica del teólogo es su incapacidad pcrra la filalogía. Por filología ha de entenderse aquí, en un sentido muy lato, el arte de bien leer, de poder leer los hechos sin falsearlos a través de la interpretación, sin perder, de tanto ansiar comprensión, la prudencia, la paciencia y la delicadeza. La filología como efexis en la interpretación, ya se trate de libros o de informaciones periodísticas, de destinos o de datos meteorológicos, para no decir nada de la "salvación del alma"… La forma como el teólogo, en Berlín o en Roma, interpreta la "palabra de la Escritura" o los acontecimientos, por ejemplo una victoria del ejército nacional, a la luz superior de los salmos de David, siempre es tan osada que el filólogo se vuelve loco. ¡Y no se diga los pietistas y otros burros de Suabia por el estilo que transforman la mísera estrechez y trivialidad de su existencia con ayuda del "dedo de Dios" en un milagro de "gracia", "providencia" y "bienaventuranzas"! Con un poquito de ingenio, para no decir de decencia, esos intérpretes debieran convencerse de lo absolutamente pueril a indigno de semejante abuso de la destreza divina. Con un poquito de piedad, un Dios que en el momento oportuno corta el resfrío o lo induce a uno a subir al coche en el instante preciso en que empieza a llover a cántaros debiera suponerse un Dios tan absurdo como para ser abolido, caso de que existiera. Un Dios como sirviente, como cartero, como guardián del calendario; en definitiva, una palabra que designa el más estúpido de los azares… La "divina Providencia", tal como todavía hoy la suponen en la "Alemania culta" de tres personajes uno, seria la objeción más terminante contra Dios que pueda imaginarse. ¡Y en todo caso es una objeción contra los alemanes! …
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Que los mártires demuestren la verdad de una causa es una creencia tan falsa que me inclino a creer que jamás mártir alguno ha tenido que ver con la verdad, El mismo acento con que el mártir arroja al mundo a la cabeza su credo fanático, expresa un grado tan bajo de probidad intelectual, un sentido tan pobre de la "verdad", que huelga refutarlo. La verdad no es algo que tenga tal o cual persona; piensan de tal manera a lo sumo los patanes, o los apóstoles de patanes al modo de Lutero. Cabe afirmar que en función del grado de escrupulosidad en las cosas del espíritu aumenta la modestia y moderación discreta en esta materia. Corresponde saber cinco cosas y desechar con mano delicada cualquier otro saber… La "verdad", tal como la entiende cualquier profeta, sectario, librepensador, socialista y teólogo, es una prueba terminante de que no se tiene ni pizca de esa disciplina del espíritu y autosuperación que se requieren para encontrar siquiera una pequeña, minúscula verdad. Los martirios, dicho sea de paso, han sido una gran desgracia en la historia, pues seducian… La conclusión de todos los imbéciles, las mujeres y el vulgo inclusive, en el sentido de que una causa en aras de la cual uno sacrifica su vida (y, sobre todo, una que, como el cristianismo primitivo, provoca epidemias de anhelo de la muerte) ha de ser verdadera; esta conclusión ha sido una poderosísima traba para la crítica, para el espíritu de la crítica y la cautela. Los mártires han hecho daño a la verdad… Todavía hoy, la persecución sañuda basta rara prestigiar cualquier movimiento sectario en sí indiferente. ¿Es posible que el sacrificio por una causa pruebe el valor de dicha causa? Todo error
prestigiado es un error que posee un poder de seducción más. Las causas se las refuta poniéndolas respetuosamente entre hielo; del mismo modo se refuta también al teólogo… La estupidez trascendental de todos los perseguidores ha sido precisamente aureolar la causa contraria de aparente prestigio, obsequiarla con la seducción del martirio… Todavía hoy la mujer se postra ante un error porque se le ha dicho que alguien murió crucificado por él. ¿Es la cruz por ventura un argumento? Mas acerca de todas estas cosas uno sólo ha dicho la palabra que desde hace miles de años debió decirse: Zaratustra.
"Con caracteres de sangre trazaban signos en su camino, y su insensatez enseñaba que por la sangre se demostraba la verdad.
"Sin embargo, la sangre es el peor testigo de la verdad; envenena la sangre aun la doctrina más pura, trocándola en obcecación y odio de los corazones.
"Y si uno se errojase a las llamas por su doctrina, ¡qué probaría! Más importante es, en verdad, que de la propia brasa surja la propia doctrina" (VI, 134).
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Digan lo que digan, los espíritus grandes son escépticos. Zaratustra es un escéptico. La fuerza, la libertad nacida en la fuerza y plenitud del espíritu, se prueba por el escepticismo. Los hombres de convicción no cuentan para las cuestiones fundamentales de valor. Las convicciones son cárceles. Esa gente no ve suficientemente a distancia, no ve debajo de sí; mas para tener derecho a opinar acerca del valor y desvalor es preciso ver quinientas convicciones debajo de sí, tras sí… Todo espíritu que persiga un fin grande y diga sí a los medios conducentes al logro del mismo es por fuerza escéptico. El no estar atado a ninguna convicción, el estar capacitado para el mirar soberano, es un atributo de la fuerza. La gran pasión, fondo y poder de su ser, aún más esclarecida y despótica que él mismo, acapara todo su intelecto; ahuyenta los escrúpulos y le infunde valor para apelar incluso a medios impíos; eventualmente le concede convicciones. La convicción como medio: muchas cosas se las logra únicamente mediante una convicción. La gran pasión necesita y consume convicciones; no se les somete, tiene conciencia de su soberanía. A la inversa, la necesidad de fe, de algún sí y no absoluto, el carlylismo (¡valga el término!), es una necesidad dictada por la debilidad. El hombre de la fe, el "fiel", de cualquier índole, es necesariamente un hombre de pendiente, uno que no es capaz de establecerse a sí mismo como fin, de establecer fin alguno por su cuen ta. El "fiel" no se pertenece a sí propio; sólo puede ser un medio, tiene que ser consumido, necesita de alguien que lo consuma. Su instinto exalta la moral de la alienación de sí mismo; a ella lo persuade todo: su cordura, su experiencia, su vanidad. Toda fe es de por sí una expresión de alienación de sí mismo, de abdicación del propio ser… Si se considera la necesidad que tienen los más de una norma que desde fuera los ate y sujete; que la coerción, en un sentido superior de esclavitud, es la condición única y última bajo la cual prospera el individuo de voluntad débil, sobre todo la mujer, se comprende también la convicción, is "fe". El hombre de la convicción tiene en ésta su apoyo y arrimo. No ver muchas cosas, no ser desprejuiciado en punto alguno, sino ser en un todo facción, aplicar a todas las cosas una óptica estricta y necesaria, he aquí las premisas sin las cuales tal tipo humano no podría existir. Ahora bien, esto sig nifica ser el antípoda, el antagonista del veraz, de la verdad… Al "fiel" ni le es permitido tener una con ciencia respecto a "verdadero" y "falso"; ser honesto en este punto significaría su ruina inmediata. Su óptica patológicamente condicionada hace del convencido un fanático -Sávonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, Saint-Simon-, el tipo contrario del espíritu fuerte, libertado. Mas la gran postura de estos espíritus enfermos, de estos epilépticos del concepto, sugestiona a las masas; los fanáticos son pintorescos, y los hombres prefieren ver posturas a escuchar argumentos…
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Demos un paso más hacia adelante en la sicología de la convicción, de la "fe". Hace mucho planteé la cuestión de si las convicciones no son enemigas más peligrosas de la verdad que las mentiras (Humano, de- masiado humano I, afs. 54 y 483). En este momento deseo formular esta pregunta decisiva: ¿existe en definitiva, un contraste entre la mentira y la convicción? Todo el mundo cree que sí; pero ¡qué no cree todo el mundo! Toda convicción tiene su historia, sus formas preliminares, sus tentativas y yerros; llega a ser una convicción después de mucho tiempo de no haberlo sido y tras un tiempo más largo aún en que lo ha sido a duras penas. ¿Cómo?, ¿no es posible que entre estas formas embrionarias de la convicción figure también la mentira? A veces todo es cuestión de un mero cambio de persona: en el hijo tórna se en convicción lo que en el padre ha sido aún mentira. Yo llamo mentira empeñarse en no ver lo que se ve, dando igual que la mentira se produzca ante testigos o sin testigos. La mentira más corriente es aquella con que uno se miente a sí mismo; mentir a otros es, relativamente, la excepción. Ahora bien, este empeñarse en no ver lo que se ve, este empeñarse en no ver tal cual se ve, cabe decir que es la premisa capital de todos
los que son facción, en cualquier sentido; el hombre partidario miente por fuerza. Los historiadores alemanes, por ejemplo, están convencidos de que Roma encarnaba el despotismo y que los germanos han obsequiado al mundo el espíritu de la libertad; ¿qué diferencia hay entre esta convicción y la mentira? ¿Es de extrañar que todo lo que es facción, el historiador alemán inclusive, baraje por instinto las palabras sonoras de la moral; que casi pueda decirse que la moral subsiste en virtud del hecho de que el hombre partidario, de cualquier índole, le ha menester en todo momento? "Tal es nuestra convicción; la proclamamos a los cuatro vientos, vivimos y morimos por ella; ¡respeto a todo el que tiene convicciones! " Palabras parecidas las he escuchado hasta de labios antisemitas. ¡Al contrario, señores! Un an tisemita, no por mentir por principio es más decente… Los sacerdotes, que en tales casos son más sutiles y se dan cuenta plena de la objeción que implica el concepto de la convicción, esto es, de la mendaci dad fundamental y metódicamente practicada, por conveniente, han hecho suya la habilidad judía de intercalar en este punto los conceptos "Dios", "voluntad de Dios" y "revelación de Dios". Kant adoptó el mismo temperamento, con su imperativo categórico; en esto, su razón se hizo práctica. Cuestiones hay donde no es permitido al hombre decidir sobre verdad y falsedad; todas las cuestiones supremas, todos los problemas supremos del valor se hallan más allá de la razón humana… Comprender los límites de la razón; he ahí la verdadera filosofía… ¿Para qué dio Dios al hombre la revelación? ¿Haría Dios algo superfluo? El hombre no es capaz de discernir por sí solo entre el bien y el mal, por esto Dios le enseñó su voluntad… Moraleja: el sacerdote no miente; en las cosas de que hablan los sacerdotes no se plantea la cuestión de lo "verdadero" y lo "falso"; estas cosas ni permiten mentir. Pues la mentira presupone la facultad de discernir lo verdadero; sin embargo, el hombre no posee esta facultad, de lo cual se infiere que el sacerdorte no es sino el portavoz de Dios. Tal silogismo sacerdotal no es en modo alguno específicamente judío o cristiano; el derecho a la mentira y el truco de la "revelación" son propios de todos los sacerdotes, de los de la décadence no menos que de los del paganismo (pues son paganos todos los que dicen sí a la vida, para los cuales "Dios" es la palabra que designa el magno sí a toda's las cosas). La "ley", la "voluntad de Dios", la "Sagrada Escritura", la "inspiración", palabras que expresan sin excepción las condiciones bajo las cuales el sacerdote llega a dominar y mediante las cuales asegura su dominio; estos conceptos constituyen la base de todas las organizaciones sacerdotales, de todos los señoríos sacerdotales o filosóficosacerdotales. La "santa mentira", que Confucio, el Código de Manú, Mahoma y la Iglesia cristiana tienen de común, no falta tampoco en Platón. "Es dada la verdad": significa esto, dondequiera que se afirme, que el sacerdote miente…
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En última instancia, todo depende del fin de la mentira. El que en el cristianismo falten los fines "santos" es mi objeción contra sus medios. No hay en él más que fines malos: el emponzoñamiento, de tracción y negación de la vida, el desprecio hacia el cuerpo, la degradación y autoviolación del hombre por el concepto del pecado; luego también sus medios son malos. Experimento el sentimiento contrario al leer el Código de Manú, una obra tan incomparablemente espiritual y superior, que mencianarla al mismo tiempo, que la Biblia sería un pecado contra el espíritu. Adivínase en seguida que tiene por fondo y esenciá una verdadera filosofía, no tan sólo una maloliente judaina compuesta de rabinismo y superchería; ni aun el más refinado sicólogo se queda aquí con las manos vacías. No se olvide lo principal, la discrepancia fun – damentar con cualquier tipo de Biblia: en este Código, las castas aristocráticas, los filósofos y los guerreros, dan la pauta a las masas; señorean en todos los ór denes valores aristocráticos, un sentimiento de perfección, un decir sí a la vida, un goce triunfante de sí mismo y de la vida; todo este libro está bañado en sol. Todas las cosas que el cristianismo hace víctimas de su inenarrable vileza, como la procreación, la mu – jer y el matrimonio, aquf son tratadas con seriedad y veneración, con amor y confianza. Como para poner en manos de niños y mujeres un libro que contiene esta frase infame: "por evitar la fornicación viva cada uno con su mujer, y cada una con su marido…; más vale casarse que abrasarse". ¿Y es permitido ser un cristiano mientras la génesis del hombre esté cristianizada, esto es, envilecida por el concepto de la in- maculata conceptia?… No conozco libro alguno donde se digan acerca de la mujer tantas cosas delicadas y bondadosas como en el Código de Manú; esos ancianos y santos saben tener con la mujer una gentileza jamás igualada. "La boca de la mujer", reza determinado pasaje, "el seno ' de la doncella, la oración del niño y el humo del holocausto siempre son puros". Y otro pasaje: "nada hay tan puro como la luz del sol, la sombra de la vaca, el aire, el agua, el fuego y el aliento de la doncella". Y he aquí un tercer pasaje, tal vez otra santa mentira: "todos los orificios del cuerpo del ombligo para arriba son puros, todos los del ombligo para abajo son impuros. Sólo el cuerpo de la doncella es puro en su totalidad".
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Se sorprende in flagranti la impiedad de los medios cristianos comparando el fin cristiano con el fin del Código de Manú; arrojando una luz cruda sobre este máximo contraste de fines. El crítico del cristianis mo se ve obligado, quiera o no, a denigrar al cristianismo. Un código como el de Manú se origina como todo código bueno: sintetiza la experiencia, sabiduría y moral experimental de muchas centurias; resume, ya no crea nada. La premisa de una codificación de esta índole es la comprensión de que los medios por los que se confiere autoridad a una verdad ardua y costosamente adquirida son radicalmente distintos de aquellos que servirían para demostrarla. Ningún código consigna la utilidad, las razones, la casuística con respecto a los antecedentes de tal ley; pues esto significaría perder el acento de imperativo, el "tú de bes", la premisa del acatarniento. El problema reside justamente en esto. En determinado punto de la evo lución de un pueblo, la capa más perspicaz del mismo, esto es, aquella cuya mirada se adentra más profun damente en el pasado y el futuro, declara cerrada la experiencia según la cual debe -vale decir puede- vivirse. Su propósito es recoger una cosecha lo más abundante a íntegra posible de los tiempos de experi mentación y de la mala experiencia; en adelante debe, pues, impedirse ante todo que continúe la experimen tación; que subsista el estado fluctuante de los valores, la indagación, selección y crítica de los valores in finitum,. Se pone a esto un doble dique: de un ladó, la revelación, o sea, la afirmación de que la razón inherente a esas leyes no es de origen humano, no ha sido buscada y encontrada poco a poco y tras una larga serie de yerros, sino que, siendo de origen divino, es cabal, perfecta, algo que no tiene historia, un regalo, un milagro, algo tan sólo comunicado…, y del otro, la tradición, o sea, la afirmación de que la ley existe desde antiguo y que ponerla en tela de juicio es una falta de piedad, un crimen contra los antepasados. La autoridad de la ley se asienta en esta tesis: Dios la ha instituida y los antepasados la han vivida. La razón superior de tal procedimiento reside en el propósito de alejar la conciencia paso a paso de la vida reconocida como justa (esto es, probada por una experiencia tremenda y rigurosamente tamizada) con objeto de conseguir el automatismo absoluto de los instintos, esa premisa de toda maestría, de toda perfección en el arte de vivir. Redactar un código como el de Manú significa brindar a un pueblo en lo sucesivo la oportunidad de llegar a ser maestro, de alcanzar la perfección, de aspirar al supremo arte de vivir. Para este fin, hay que volverla inconsciente; tal es el propósito subyacente a toda santa mentira. El régimen de castas, la ley suprema, dominante, no es sino la sanción de un régimen natural, una legalidad natural de primer orden con que no puede ningún antojo, ninguna "idea moderna". En toda sociedad sana se diferencian y se condicionan mutuamente tres tipos de distinta gravitación fisiológica, cada uno con su propia higiene, su propia esfera de trabajo, su propio sentimiento de perfección y su propia maestría. La Naturaleza, no Manú, diferencia el tipo de predominante intelectualidad, el tipo que prevalece la fuerza muscular y temperamental y aquel que no se distingue ni por lo uno ni por lo otro, o sea, el de los me diocres; este último tipo como vasta mayoría y aquéllos como tipos selectos. La casta más alta, la llamo las menos por ser la perfecta, posee también las prerrogativas de los menos, entre las cuales figura la de encarnar la ventura, la belleza y la bondad sobre la tierra. Sólo a los hombres más espirituales es permitida la belleza, lo bello; sólo en epos la bondad no es debilidad. Pulchrum est paucorum haminum: lo bueno es una prerrogativa. En cambio, nada es tan inadmisible en ellos como los modales groseros o la mirada pesimista, ojos que afean, cuando no una ac- titud de indignación ante el aspecto total de las cosas. La indignación es una prerrogativa de los tshandalas, como lo es también el pesimismo. "El mundo es perfecto",dice el instinto de los más espirituales, el decir si, "y la imperfección, el ser inferior a nosotros en cualquier sentido, la distancia jerárquica, el pathos de la distancia jerárquica, y sun el tshanderla, forman parte, de esta perfección". Los hombres más espirituales, por ser los más fuertes, hallan su ventura, en lo que para otros significaría la ruins: en el labe rinto, en la dureza consign mismo y Con los demás, en el ensayo; su goce es la victoria sobre sí mismo; en ellos, el ascetismo se torna en segunda naturaleza, necesidad íntimamente sentida a instinto. La tares di fícil se les antoja una prerrogativa y jugar con cargos bajo las cuales los demás se desplomarían, un solaz… El conocimiento es una modalidad del ascetismo. Los hombres más espirituales son el tipo hum ono más vulnerable, lo cual no obsta para que scan el más alegre y gentil. Señorean, no porque se lo propongan, sino porque son; les está vedado no ser los primeros. Los segundas son los guardianes del derecho, los que velan por el orden y la seguridad, los nobles guerreros ante todo el propio rey, como fórmula supremo de guerrero, juez y campeón de la ley. Los segundos son los órganos ejecutivos de los más espirituales, lo más afines a ellos, aquello que en el nombre de epos se hace cargo de todo lo pesado de las tareas de go bierno; su séquito, su brazo derecho, la flor de sus discípulos. En todo esto, repito, no hay ni pizca de arbitrariedad ni de artificio; lo que difiere es artificioso, supone una antinaturalidad… El régimen de castas, el orden jerárquico, simplemente formula la ley suprema de la vida misma; la diferenciación de los citados tres tipos es necesaria para el desenvolvimiento de la sociedad y et desarrollo de tipos superio res y supremos; la desigualdad de derechos, por otra parte, es la premisa de que haya derechos.
Un derecho es una prerrogativa. En su propio modo de ser cads cual posee su propia prerrogativa. No subestimemos las prerrogativas de los mediocres. Conforme aumenta la altura, la vida es coda vez más dura: va en aumento el frío, y la responsabilidad. Toda cultura elevada es una pirámide; necesita asen tarse
en una ancha base; su requisito primordial es una mediocridad fuerte y sanamente consolidada. El artesanado, el comercio, la agricultura, la ciencia, la mayor parte del arte, todo lo que se designs con la palabra "actividad profesional", exige un término medio en las aptitudes y los afanes; todo esto estaría fuera de lugar entre los hombres excepcionales, el correspondiente instinto sería incompatible tanto con el aristocratismo como con el anarquismo. El ser una utilidad pública, una rueda del engranaje, una función, es destino; no la sociedad, sino el tipo de felicidad accesible a los más hace de éstos máquinas inteligentes. Para el mediocre la mediocridad es una felicidad, y la maestría específica, la especialidad, un instinto natural. Sería absolutamente indigno del espíritu profundo considerar la mediocridad en sí como una ob- jeción. Ells es la premisa capital de que pueda haber excepciones; toda cultura elevada está condicionada por eila. Si el hombre excepcional da precisamente a los mediocres un trato más considerado que a sí mismo y a sus congéneres, obra no sólo por cortesía y gentileza, sino en cumplimiento de su deter… ¿Quién me es más odioso entre la chusma de ahora? La chusma socialista, los apóstoles de los tshandalas que
-socavan el instinto del trabajador, la satisfacción y conformidad del trabajador con su existencia estre cha; que inculcan en él la envidia y le predican la venganza… La injusticia nunca reside en la desigual dad de derechos, sino en la reivindicación de "igualdad" de derechos… ¿Qué es lo malo? Ya lo dije: todo lo que proviene de la debilidad, la envidia y la venganza. El anarquista y el cristiano tienen un mismo origen…
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En efecto, no es lo mismo mentir para conservar que mentir para destruir. Trazando un paralelo entre el cristiano y el anarquista, puede verse que su propósito, su instinto está orientado exclusivamente hacia la destrucción. La prueba de esta tesis no hay más que leerla en el libro de la historic, donde la misma se hace patente con una claridad pavorosa. Si acabamos de conocer una legislación religiosa cuya finalidad su – prema era perpetuar la premisa capital de la vida próspera, una gran organización de la sociedad, el cristia- nismo ha encontrado su misión en poner fin a tal organización porque en ella prosperaba la villa. Allí la cosecha de cordura, de larga experimentación a incertidumbre, debía ser recogida tan abundante a íntegra- mente como fuera posible y aprovechada al máximo; aquí, por el contrario, se envenenó la cosecha de la noche a la mañana… Lo que estaba aere perennius, el Imperio Romano, la más grandiosa organización que había existido jamás, en comparación con la cual todo lo anterior y todo lo posterior es chapucería y dile – tantismo, intentaron destruirla esos santos anarquistas con una empress "pía"; intentaron destruir "el mundo", esto es, el Imperio Romano, hasta que todo quedara deshecho; hasta que incluso germanos y otros patanes pudieron dar cuenta de él… El cristiano y el anarquista son décadents, incapaces de hacer otra cosa que disolver, emponzoñar, depauperar, desvitalizar; uno y otro personifican el instinto del odio mortal a todo lo que existe grande y perdurable, henchido de promesas de porvenir… El cristianismo fue el vampi ro del Imperio Romano; desbarató de la noche a la mañana la realización tremenda de los romanos: conquistar el terreno para una gran cultura que time tiempo. ¿No se comprende todavía lo que hay en todo esto? El Imperio Romano que conocemos; que la historic de 6a provincia romana nos enseña a cono cer cada vez mejor; esta obra de arte más admirable del gran estilo era un comienzo, su construcción debía justificarse en términos de milenios; ¡jamás se ha construido así, ni siquiera soñado con construir así, sub specie aeterni! Esta organización era lo suficientemente sólida para resistir los malos emperadores; el czar de las personas no debe intervenir en cosas semejantes: principio capital de todos los grandes ar quitectos. Pero no era lo suficientemente sólida para resistir la forma más carrupta de la corrupción, al cristiano. Estos furtivos gusanos que con sigilo y ambigüedad atacaban a todos los individuos y les chupaban la seriedad para las verdatieras cosas, el instinto de las realidades, estos seres cobardes, afeminados y dulzones enajenaron paso a paso las "almas" a esta construcción ingente; la enajenaron esos elementos valiosos, viriles y aristocráticos que en la causa de Roma sentían su propia causa, su propia seriedad y su propio orgullo. La gazmoñería beata, el sigilo de convento, conceptos sombríos como infierno, sacrificio del inocente, unia mystica en la ingestión de la sangre y, sobre todo, la brasa lentamente atizada de la venganza, de la venganza tshandala- esto fue lo que acabó con Roma-, el mismo tipo de religión que en su forma preexistente se había opuesto a Epicuro. Léase a Lucrecio para comprender qué era lo que combatió Epicuro: no al paganismo, sino al "cristianismo", es decir, la corrupción de las almas por los conceptos de culpa, castigo a inmortalidad. Combatió los cultos clandestinos, todo el cristianismo latente; negar la inmortalidad equivalía en aquel entonces a consumar una verdadera redención. Y Epicuro hubiera triunfado; todos los espíritus respetables del Imperio Romano eran epicúreos; entonces, de pronto, apareció Pablo… Pablo, el odio tshandala a Roma, al "mundo" hecho carne y genio; el judío; el judío eterno por excelencia… Adivinó que con ayuda del pequeño y sectario movimiento cristiano divorciado del judaísmo sería posible provocar una "conflagración"; que por el símbolo "Dios clavado en la Cruz" sería posible galvanizar todo lo subterráneo, furtivo y subversivo, todo el legado de manejos anar quistas dentro del Imperio, en un tremendo poder. "La salvación viene por los judíos". El cristianismo corno fórmula para
sobrepujar, y compendiar los cultos clandestinos de toda índole, los de Osiris, la Gran Madre, y de Mithras, por ejemplo: en esta comprensión radica el genio de Pablo. En esto la seguridad de su instinto era tal que haciendo implacable violencia' a la verdad puso los conceptos con los que fascinaban esas religio nes para tshandalas en boca, y no sólo en boca del "Salvador" de su propia invención; puesto que hizo de él algo que aun un sacerdote de Mithras era capaz de entender…
Tal fue su momento de Damasco: comprendió que necesitaba la creencia en la inmortalidad para desvalorizar "el mundo"; que el concepto. "infierno" daría cuenta de Roma; que con el "más allá" se mata
la vida… El nihilista y el cristiano marchan por el mismo camino…
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Toda la labor del mundo antiguo quedó así desbaratada; no encuentro palabras que expresen cabalmente el sentimiento que me embarga ante tan tremendo acontecimiento. ¡Y como esta labor había sido prelimi nar (sólo se habían echado con granítico orgullo los cimientos para una labor de milenios), quedó desbara tado todo el sentido, del mundo antiguo! … ¿Para qué los griegos?; ¿para qué los romanos? Ya se daban todas las premisas de una cultura erudita, todos los métodos científicos; ya estaba elaborado el sublime, el incomparable arte de bien leer; la premisa de una tradición de la cultura, de la unidad de la ciencia; las ciencias naturales, en alianza con las matemáticas y la mecánica, estaban óptimamente encaminadas; ¡el sentido de la realidad fáctica, este sentido último y más valioso, tenía sus escuelas y poseía una tradición multisecular! ¿Se comprende esto? Ya estaba encontrado todo lo esencial para ponerse a la tarea; los métodos -no me cansaré de recalcarlo-son lo esencial, también lo más arduo, asimismo lo que durante más tiempo tiene que enfrentar las costumbres a inercias. Lo que gracias a una penosísima victoria sobre nosotros mismos-que todos llevamos todavía en la sangre, de algún modo, los malos instintos, los cristianos-, hemos recuperado ahora; la mirada franca ante la realidad, la mano cautelosa, la paciencia y seriedad aun en el ínfimo pormenor, toda la probidad del conocimiento; ¡todo esto ya se dio!, ¡hace más de dos mil años ya! ¡Amén del tacto y gusto bueno, delicado! ¡No como adiestramiento cerebral! ¡No como ilustración "alemana" con modales de patán! Sino como cuerpo, ademán, instinto; en una palabra, como realidad… ¡Todo, en vano! ¡Reducido de la noche a la mañana a un mero recuerdo! ¡Los griegos! ¡Los romanos! El aristocratismo del instinto, el buen gusto, la investigación me tódica, el genio de la organización y la administración la fe en el porvenir humano y la voluntad de realizarlo el gran sí a todas las cows cosas; todo lo que era tangible para todos los sentidos, como Imperio Romano; el gran estilo ya no como mero arte, sino tornado en realidad verdad, vida… ¡Y no barrido de golpe por algún cataclismo! ¡No aplastado por germanos y otros "torpípedos" por el estilo! ¡Sino echado a perder por medrosos, furtivos e invisibles vampiros ávidos de sangre! ¡No vencido, sino tan sólo desangrado! … La venganza solapada, la envidia mezquina, erigida en ama! ¡Todo lo miserable, doliente y aquejado de malos sentimientos, todo el ghetto del alma, convertido de golpe en norma y pauta!… Basta leer a alguno de los agitadores cristianos, por ejemplo a San Agustín, para comprender, oler, qué suciedad se había logrado. Sería un craso error suponerles cortas luces a los jefes del movimiento cristiano; ¡oh, son muy inteligentes, dotados de una inteligencia que raya en santidad, esos padres de la Iglesia! Lo que les falta es otra cosa. La Naturaleza no ha sido generosa con ellos; les regateó un modesto acervo de instintos respetables, decentes limpios… Entre nosotros, ni siquiera son hombres… Si el islamismo desprecia al cristiano, tiene mil veces derecho a tal actitud; pues el islamismo se basa en hombres…
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El cristianismo desacreditó los frutos de la cultura antigua, y más tarde desacreditó también los frutos de la cultura islámica. La maravillosa cultura morisca en España, que en el fondo a nosotros nos es más afín, porque apela a nuestro espíritu y gusto en mayor grado que Roma y Grecia, fue aplastada (me callo por qué pies). ¿Por qué? ¡Porque reconocía como origen instintos aristocráticos, viriles; porque decía sí a la villa aun con todas las exquisiteces raras y refinadas de la villa moral … Los cruzados lucharon más tarde contra algo que debían haber adorado: contra una cultura frente a la cual hasta nuestro siglo xIx será una cosa muy pobre, muy "tardía". Claro que ansiaban botín; el Oriente era rico… ¡Seamos bastante sinceros para admitir que las cruzadas no fueron más que una piratería superior! La nobleza alemana, una nobleza viking, en definitiva, estaba entonces en su elemento; la Iglesia sabía muy bien en virtud de qué se time nobleza alemana… Los nobles alemanes siempre han sido los "suizos" de la Iglesia, siempre han estado al servicio de todos los malos instintos de la Iglesia, pero bien remunerados… ¡Por eso, con ayuda de espadas alemanas, sangre y valentía alemanas, la Iglesia ha librado su guerra sin cuartel a todo lo aristocrático de la tierra! He aquí un punto que plantea no pocos interrogantes dolorosos. La nobleza alemana está poco menos que ausente en la historia de la cultura superior; se adivina la razón de que sea así… El cristianismo
y el alcohol; los dos grandes medios de la corrupción… En sí no puede haber dudas sobre el partido que tomar, ni ante islamismo y cristianismo, ni menos ante árabe y judío. La cosa está decidida; nadie está aquí en libertad de elegir. O se es un tshandala o no se es un tshandala… " ¡Guerra sin cuartel a Roma! ¡Paz y amistad con el islamismo!" Así sintió y obró Federico II, ese gran librepensador, el genio de los empe- radores alemanes. ¿Cómo?, ¿es que un alemán ha de ser genio, librepensador, para sentir de una manera decente? No comprendo que jamás alemán alguno haya sido capaz de sentir de una manera cristiana…
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En este punto es preciso actualizar un recuerd cien veces aún más penoso para los alemanes. Lo alemanes han defraudado a Europa con la última grande cosecha cultural que se le brindaba, la del R nacimiento. ¿Se comprende, se está dispuesto a co prender, por fin, qué cosa fue el Renacimiento? Fue la transmutación de los valores cristianos, la tentativa, emprendida por todos los medios, apelando a todos los instintos, a todo el genio, de llevar a su plenitud los valores contrarios, los valores aristocráticos… No ha habido hasta ahora más que esta gran guerra; no ha habido planteo más decisivo que el del Renacimiento; mi cuestión es la de él. ¡No ha habido tampoco ataque más directo, lanzado más estrictamente en toda 6a línea y apuntado al mismo centro! Atacar en el punto decisivo, en la propia sede del cristianis mo, y entronizar en eila los valores aristocráticos, esto es, injertarlos en los instintos, en las más soterradas necesidades y apetencias de sus ocupantes… Percibo una posibilidad henchida de inefable encanto y sugestión: dijérase que rutila con todos los estremecimientos de refinada belleza; que opera en ella un arte tan divino, tan diabólicamente divino, que en vano se recorren milenios en busca de otra posibilidad semejante. Percibo un espectáculo tan pleno de significación a la vez que maravillosamente paradojal, que todas las divinidades del Olimpo hubieran tenido un motivo para prorrumpir en una risa inmortal: Cesare Borgia coma papa… ¿Se me comprende?… Pues éste hubiera sido el triunfo por mí ansiado: ¡así hubiera quedado abolido el cristianismo! ¿Qué ocurrió? Un monje alemán llamado Lutero vino a Roma. Este monje, aquejado de todos los instintos rencorosos del sacerdote fallido, se sublevó en Roma contra el Renacimiento… En lugar de comprender, embargado por la más profunda gratitud, lo tremendo que había ocurrido: la superación del cristianismo en su propia sede, sólo supo extraer de este espectáculo alimento para su odio, El hombre religioso sólo piensa en sí mismo. Lutero denunció la corrupción del papado, cuando era harto evidente lo contrario, o sea, que la antigua corrupción, el pecado original, el cristianismo, yà no ocupaba el solio pontificio. ¡Sino la vida!; ¡el triunfo de la vida!; ¡el magno sí a todas las cosas sublimes, hermosas y audaces! … Y Lutero restauró la Iglesia, atacándola… ¡El Renacimiento, un acontecimiento sin sentido, un esfuerzo fallido! ¡Lo que nos han costado esos alemanes en el transcurso de los siglos! En vano; puesto que tal ha sido siempre la obra de los alemanes. La Reforma, Leibniz, Kant y la llamada filosofía alemana, las guerras de "liberación", el Reich, coda vez más inútil para algo ya existente, para algo irrecuperable… Confieso que esos alemanes son mis enemigos; desprecio en epos la falta de limpieza conceptual y valorativa, la cobardía ante todo honesto sí y no. Desde hace casi un milenio han enredado y embrollado todo lo que tocaron; tienen sobre la conciencia todas las cosas a medio hacer. ¡Y ni a medio hacer!, de que está aquejada Europa; tienen sobre la conciencia también, la forma más sucia, más incurable, más irrefutable del cristianismo que existe: el protestantismo… Si no se logra acabar con el cris tianismo, los alemanes tendrán la culpa…
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He llegado al final y pronuncio mi veredicto. Declaro culpable al cristianismo, formulo contra la Iglesia cristiana la acusación más terrible que ha sido formulada jamás por acusador alguno. Se me aparece como la corrupcióil más grande que pueda concebirse; ha optado por la máxima corrupción posible. La Iglesia cristiana ha contagiado su corrupción a todas las cosas; ha hecho de todo valor un sinvalor, de toda verdad una mentira y de toda probidad una falsía de alma. ¡Como para hablarme de sus beneficios "humanitarios"! Abolir un apremio, cualquiera que fuese, era necesario a su más fundamental conveniencia; vivía ella de apremios; creaba eila apremios para perpetuarse… ¡Con el gusano roedor del pecado, por ejemplo, la Iglesia ha obsesionado a la humanidad! La "igualdad de las almas ante Dios", esa patraña, este pretexto para las rancunes de todos los hombres de mentalidad vil, este concepto -explosivo que por último se ha traducido en revolución, idea moderna y principio de decadencia de todo el orden social, es simplemente dinamita cristiana… ¡Beneficios "humanitarios" del cristianismo! ¡Se ha desarrollado de la humanitas una contradicción intrínseca, un arte de la autoviolación, una voluntad de mentira a cualquier precio, una aversión y desprecio hacia todos los instintos buenos y decentes! ¡Vaya unos beneficios del cristianismo!
El parasitismo es la práctica exclusiva de la Iglesia; con su ideal de anemia, de "santidad", chupa toda sangre, todo amor, toda esperanza en la vida; el más allá como voluntad de negación de toda reali dad; la
cruz como signo de la conspiración más solapada que se ha dado jamás, contra la salud, la belleza, la plenitud, la valentía, el espíritu y la bondad del alma; contra la misma vida…
Esta acusación eterna contra el cristianismo la quiero escribir en todas las paredes; yo tengo un alfabeto aun para los ciegos… Llamo al cristiano la gran maldición, la gran corrupción soterrada, el gran instinto de la venganza para el cual ningún medio es bastante pérfido, furtivo, subrepticio y mezquino; le llama, en resumen, el borrón inmortal de la humanidad.
¡Y eso que he tornado como punto de partida de la cronología el dies nefastus en que comenzó esta fa- talidad, el primer día del cristianismo! , como punto de partida el último, ¿el de hoy? ¡La transmutación de todos los valores! …
FIN DE "EL ANTICRISTO"
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