1
Mirémonos cara a cara. Somos hiperbóreos; sabemos perfectamente bien hasta qué punto vivimos aparte. "Ni por mar ni por tierra encontrarás un camino que conduzca a los hiperbóreos"; ya Píndaro supo esto, mucho antes que nosotros. Más allá del Norte, del hielo, de la muerte; nuestra vida, nuestra felicidad… Hemos descubierto la felicidad, conocemos el camino, hemos encoritrado la manera de superar mile nios enteros de laberinto. ¿Quién más la ha encontrado? ¿El hombre moderno acaso? "Estoy completamente desorientado, soy todo lo que está completamente desorientado", así se lamenta el hombre moderno… De este modernismo estábamos aquejados; de la paz ambigua, de la transacción cobarde, de toda la ambigüe- dad virtuosa del moderno sí y no. Esta tolerancia y largeur del corazón que todo lo "perdona" porque todo lo "comprende" se convierte en sirocco para nosotros. ¡Más vale vivir entre ventisqueros que entre las vir – tudes modernas y demás vientos del Sur!… Éramos demasiado valientes, no teníamos contemplaciones para nosotros ni para los demás; pero durante largo tiempo no sabíamos encauzar nuestra valentía. Nos volvimos sombríos y se nos llamó fatalistas. Nuestro fatum era la plenitud, la tensión, la acumulación de las energías. Ansiábamos el rayo y la acción; de lo que siempre más alejados nos manteníamos era de la felicidad de los débiles, de la "resignación"… Nuestro ambiente era tormentoso; la Naturaleza en que consistimos se oscurecía, pues no teníamos un camino. La fórmula de nuestra felicidad: un sí, un no, una recta, una meta…
2
¿Qué es bueno? Todo lo que acrecienta en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo.
¿Qué es malo? Todo lo que proviene de la debilidad.
¿Qué es felicidad? La conciencia de que se acrecienta el poder; que queda superada una resistencia.
No contento, sino aumento de poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino aptitud (virtud al estilo rena- centista, virtù, virtud carente de moralina).
Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se les debe ayudar a perecer.
¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La compasión activa con todos los débiles y malogrados; el cristianismo…
3
El problema que así planteo no es: qué ha de reem plazar a la humanidad en la sucesión de los seres (el hombre es un fin), sino qué tipo humano debe ser desarrollado, potenciado, entendido como tipo superior, más digno de vivir, más dueño de porvenir.
Este tipo humano superior se ha dado ya con harta frecuencia, pero como golpe de fortuna, excepción, nunca como algo pretendido. Antes al contrario, precisamente el ha sido el mas temido, era casi la encarna – ción de lo terrible; y como producto de este temor ha sido pretendido, desarrollado y alcanzado el tipo opuesto: el animal doméstico, el hombre-rebaño, el animal enfermo "hombre"; el cristiano…
4
La humanidad no supone una evolución hacia un tipo mejor, más fuerte o más elevado, en la forma como se lo cree hoy día. El "progreso" no es más que una noción moderna, vale decir, una noción errónea. El europeo de ahora es muy inferior al europeo del Renacimiento; la evolución no significa en modo alguno y necesariamente acrecentamiento, elevación, potenciación.
En un sentido distinto cuajan constantemente en los más diversos puntos del globo y en el seno de las más diversas culturas, casos particulares en los que se manifiesta en efecto un tipo superior: un ser que en
comparación con la humanidad en su conjunto viene a ser algo así como un superhombre. Tales casos
excepcionales siempre han sido posibles y acaso lo serán siempre. Y linajes, pueblos enteros pueden encarnar eventualmente tal golpe de fortuna.
5
No es posible adornar y engalanar al cristianismo; ha librado una guerra a muerte contra este tipo huma- no superior, ha execrado todos los instintos básicos del mismo y extraído de dichos instintos el mal, al Maligno: al hombre pletórico domo el hombre típicamente reprobable, como el "réprobo". El cristianismo ha encarnado, la defensa de todos los débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del repudio de los ins- tintos de conservación de la vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón inherente a los hombres inte – lectuales más potentes, enseñando a sentir los más altos valores de la espiritualidad como pecado, extravío y tentación. El ejemplo más deplorable es la ruina de Pascal; quien creía que su razón estaba corrompida por el pecado original, cuando en realidad estaba corrompida por el cristianismo.
6
¡Espectáculo doloroso, pavoroso, el que se me ha revelado! Descorrí el velo de la corrupción del hombre. Esta palabra, en mis labios, está por lo menos al abrigo de una sospecha: la de que comporte una acusación moral contra el hombre. Está entendida -insisto en este tema– carente de moralina; y esto hasta el punto que para mí esta corrupción se hace más patente precisamente allí donde en forma más consciente se ha aspirado a la "virtud" a la "divinidad". Como se ve, yo entiendo la corrupción como décadence; sostengo que todos los valores en los que la humanidad sintetiza ahora su aspiración suprema son valores de la dé- cadence.
Se me antoja corrupto el animal, la especie, el individuo que pierde sus instintos; que elige, prefiere, lo que no le conviene. La historia de los "sentimientos sublimes", de los "ideales de la humanidad" -y es posible que yo tenga que contarla- sería, casi, también la explicación del porqué de la corrupción del hombre. La vida se me aparece como instinto de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de fuerzas, de poder; donde falta la voluntad de poder, aparece la decaden cia. Afirmo que en todos los más altos valores de la humanidad falta esta voluntad; que bajo los nombres más sagrados imperan valores de la decadencia, valores nihilistas.
7
Se llama al cristianismo la religión de la compasión. La compasión es contraria a los efectos tónicos que acrecientan la energía del sentimiento vital; surte un efecto depresivo. Quien se compadece pierde fuerza. La compasión agrava y multiplica la pérdida de fuerza que el sufrimiento determina en la vida. El sufrimiento mismo se hace contagioso por obra de la compa sión; ésta es susceptible de causar una pérdida total en vida y energía vital absurdamente desproporcionada a la cantidad de la causa (el caso de la muerte del Nazareno). Tal es el primer punto de vista; mas hay otro aún más importante. Si se juzga la compasión por el valor de las reacciones que suele provocar, se hace más evidente su carácter antivital. Hablando en términos generales, la compasión atenta contra la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Preserva lo que debiera perecer; lucha en favor de los desheredados y condenados de la vida; por la multitud de lo malogrado de toda índole que retiene en la vida, da a la vida misma un aspecto sombrío y problemático. Se ha osado llamar a la compasión una virtud (en toda moral aritocrática se la tiene por una debilidad); se ha llegado hasta a hacer de ella la virtud, raíz y origen de toda virtud; claro que-y he aquí una circunstancia que siempre debe tenerse presente-desde el punto de vista de una filosofía que era nihilista, cuyo lema era la negación de la vida. Schopenhauer tuvo en esto razón: por la compasión de la vida se niega, se hace más digna de ser negada; la compasión es la práctica del nihilismo. Este instinto depresivo y contagioso, repito, es contrario a los instintos tendentes a la preservación y la potenciación de la vida; es como multiplicador de la miseria y preservador de todo lo miserable, un instrumento principal para el acrecentamiento de la décadence; ¡la compasión seduce a la nada!… Claro que no se dice "la nada", sino "más allá", o "Dios", o "la vida verdadera", o "nirvana, redención, bienaventuranza"… Esta retórica inocente del reino de la idiosincrasia religioso-moral aparece al momento mucho menos inocente si se comprende cuál es la ten- dencia que aquí se envuelve en el manto de las palabras sublimes: la tendencia antivital. Schopenhauer era un enemigo de la vida; por esto la compasión se le apareció como una virtud… Aristóteles, como es sa bido, definió la compasión como estado morboso y peligroso que convenía combatir de vez en cuando mediante una purga; entendió la tragedia como purgante. Desde el punto de vista del instinto vital, debiera buscarse, en efecto, un medio para punzar tal acumulación morbosa y peligrosa de la compasión como la re presenta el caso Schopenhauer (y, desgraciadamente, toda nuestra décadence literaria y artística, desde San Petersburgo hasta París, desde Tolstoi hasta Wagner); para que reviente… Nada hay tan malsano, en medio de nuestro modernismo malsano, como la compasión cristiana. Ser en este caso médico, mostrarse impla – cable, empuñar el bisturí, es propio de nosotros; ¡tal es nuestro amor a los hombres, con esto somos nos- otros filósofos, nosotros los hiperbóreos!
8
Es necesario decir a quién consideramos nuestro antípoda: a los teólogos y todo aquel por cuyas venas corre sangre de teólogo; a toda nuestra filosofía… Hay que haber visto de cerca la fatalidad, aún mejor, haberla experimentado en propia carne, haber estado en trance de sucumbir a ella, para dejarse de bromas en esta cuestión (el libre-pensamiento de nuestros señores naturalistas y fisiólogos es a mi entender una broma; les falta la pasión en estas cosas, no sufren por ellas). Ese emponzoñamiento va mucho más lejos de lo que se cree; he encontrado el instinto de teólogo de la "soberbia" en todas partes donde el hombre se siente hoy "idealista", donde en virtud de un presunto origen superior se arroga el derecho de adoptar ante la realidad una actitud de superioridad y distanciamiento… El idealista, como el sacerdote, tiene todos los grandes conceptos en la mano (¡y no solamente en la mano!) y con desprecio condescendiente los opo ne a la "razón", los "sentidos", los "honores", el "bienestar" y la "ciencia"; todo esto lo considera inferior, como fuerzas perjudiciales y seductoras sobre las cuales flota el "espíritu" en estricta autonomía; como si la humildad, la castidad, la pobreza, en una palabra: la santidad, no hubiese causado hasta ahora a la vida un daño infinitamente más grande que cualquier cataclismo y vicio… El espíritu puro es pura mentira… Mientras el sacerdote, este negador, detractor y envenenador profesional de la vida, sea tenido por un tipo humano superior, no hay respuesta a la pregunta ¿qué es verdad? Se ha puesto la verdad patas arriba si el abogado consciente de la nada y de la negación es tenido por el representante de la "verdad"…
9
Yo combato este instinto de teólogo; he encontrado su rastro en todas partes. Quien tiene en las venas sangre de teólogo adopta desde un principio una actitud torcida y mendaz ante todas las cosas. El pathos derivado de ella se llama fe: cerrar los ojos de una vez por todas ante sí mismo, para no sufrir el aspecto de la falsía incurable. Se hace una moral, una virtud, una santidad de esta óptica deficiente, relativa a todas las cosas; se vincula la conciencia tranquila con la perspectiva torcida; se exige que ninguna óptica diferente pueda tener ya valor, tras haber hecho sacrosanta la suya propia con los nombres de "Dios", "redención" y "eterna bienaventuranza". He sacado a luz por doquier el instinto de teólogo; es la modalidad más di – fundida, la propiamente solapada, de la falsía. Lo que un teólogo siente como verdadero no puede por menos de ser falso; casi pudiera decirse que se trata de un criterio de la verdad. Su más soterrado instinto de conservación prohíbe que la realidad sea verdadera, ni siquiera pueda manifestarse, en punto alguno. Hasta donde alcanza la influencia de los teólogos está puesto al revés el juicio de valor, están invertidos, por fuerza, los conceptos "verdadero" y "falso"; lo más perjudicial para la vida se llama aquí "verdadero" y lo que eleva, acrecienta, afirma, justifica y exalta la vida se llama "falso"… Dondequiera que veamos a teólogos extender la mano, a través de la "conciencia" de los príncipes (o de los pueblos), hacia el poder, no dudemos de que en definitiva es la voluntad antivital, la voluntad nihilista, la que aspira a dominar y la que se encuentra en juego…
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Entre alemanes se comprende en seguida si digo que la filosofía está corrompida por la sangre de teó- logo. El pastor protestante es el abuelo de la filosofía alemana y el protestantismo mismo es su pecado original. Definición del protestantismo: la hemiplejía del cristianismo y de la razón… Basta pronunciar la palabra "Seminario de Tubinga" para comprender qué cosa es, en definitiva, la filosofía alemana: una teología pérfida… El suabo es el mentiroso número uno en Alemania; miente con todo candor… ¿Cuál es la causa del regocijo que el advenimiento de Kant provocó en el mundo de los eruditos alemanes, cuyas tres cuartas partes se componen de hijos de pastores y maestros? ¿Cuál es la causa de la convicción alemana, que todavía halla eco, de que a partir de Kant las cosas andan mejor? El instinto de teólogo agazapado en el erudito alemán adivinó lo que volvía a ser posible… Estaba abierto un camino por donde retornar subrep – ticiamente al antiguo ideal; el concepto "mundo verdadero" y el concepto de la moral como esencia del mundo (¡los dos errores mas perniciosos que existen!), gracias a un escepticismo listo y ladino volvían a ser, ya que no demostrables, sí irrefutables… La razón, el derecho de la razón, había decretado Kant, no alcanza tan lejos… Se había hecho de la realidad una "apariencia"; se había hecho de un mundo enteramente ficticio, el del Ser, la realidad… El éxito de Kant no es más que el éxito de un teólogo; Kant, como Lutero, como Leibniz, fue una cortapisa más de la probidad alemana, demasiado floja de suyo.
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Diré aún dos palabras contra el moralista Kant. Toda virtud debe ser la propia invención de uno, la íntima defensa y necesidad de uno; en cualquier otro sentido sólo es un peligro. Lo que no está condicio – nado por nuestra vida, la perjudica; cualquier virtud practicada nada más que por respeto al concepto "virtud", como lo postulaba Kant, es perjudicial. La "virtud", el "deber", el "bien en sí", el bien impersonal y universal; todo esto son quimeras en las que se expresa la decadencia, la debilidad última de la vida, lo chinesco a la königsberguiana. Las más fundamentales leyes de conservación y crecimiento prescriben justamente lo contrario: que cada cual debe inventarse su propia virtud, su propio imperativo categórico. Un pueblo sucumbe si confunde su específico deber con el deber en sí. Nada arruina de manera tan pro – funda a íntima cualquier deber "impersonal", cualquier sacrificio en aras del Moloc de la abstracción.
¡Cómo no se sintió el imperativo categórico de Kant como un peligro mortal!… ¡El instinto de teólogo llevó a cabo su defensa! Un acto impuesto por el instinto de la vida tiene en el placer que genera la prueba
de que es un acto justo; sin embargo, ese nihilista de entrañas cristiano-dogmáticas entendía el placer como
objeción… ¿Qué arruina tan rápidamente como trabajar, pensar y sentir sin que medie una necesidad interior, una vocación hondamente personal, un placer?, ¿cómo autómata del "deber"? Tal cosa es nada menos que la receta para la décadence, hasta para la idiotez… Kant se convirtió en un idiota. ¡Y fue el contemporáneo de Goethe! ¡Esta araña fatal ha sido, y sigue siendo, considerada como el filósofo ale- mán!… Me cuido muy mucho de decir lo que pienso de los alemanes… ¿No interpretó Kant la Revolución francesa como el paso de la forma inorgánica del Estado a la forma orgánica? ¿No se preguntó él si había un acontecimiento que no podía explicarse más que por una predisposición moral de la humanidad, así que quedaba demostrada de una vez por todas la "tendencia de la humanidad al bien"?; ¿y no se dio esta res- puesta: "este acontecimiento es la Revolución"? El instinto equivocado en todas las cosas, la antinatura – lidad como instinto, la décadence alemana como filosofía; ¡he aquí Kant!
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Abstracción hecha de algunos escépticos, que representan el tipo decente de la filosofía, el resto desco- noce las exigencias elementales de la probidad intelectual. Todos esos grandes idealistas y portentosos se comportan como las mujeres: toman los "sentimientos sublimes" por argumentos, el "pecho expandido" por un fuelle de la divinidad y la convicción por el criterio de la verdad. Por último, Kant, con candor "alemán", trató de dar a esta forma de la corrupción, a esta falta de conciencia intelectual, un carácter cien – tífico mediante el concepto "razón práctica"; inventó expresamente una razón para el caso en que no se de – bía obedecer a la razón, o sea cuando ordenaba el precepto moral, el sublime imperativo del "tú debes". Considerando que en casi todos los pueblos el filósofo no es sino la evolución ulterior del tipo sacer dotal, no sorprende este legado del sacerdote, la sofisticación ante sí mismo: Quien tiene que cumplir santas tareas, por ejemplo la de perfeccionar, salvar, redimir a los hombres; quien lleva en sí la divinidad y es el portavoz de imperativos superiores, en virtud de tal misión se halla al margen de toda valoración exclusivamente racional; ¡él mismo está santificado por semejante tarea, él mismo es el exponente de un orden superior!… ¡Qué le importa al sacerdote la ciencia! ¡Él está por encima de esto! ¡Y hasta ahora ha dominado el sacerdote! ¡Él determinaba los conceptos "verdadero" y "falso"!
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Apreciemos cabalmente el hecho de que nosotros mismos, los espíritus libres, somos ya una "transmu- tación de todos los valores", una viviente y triunfante declaración de guerra a todos los antiguos conceptos de "verdadero" y "falso". Las conquistas más valiosas del espíritu son las últimas en lograrse; mas las conquistas más valiosas son los métodos. Durante milenios todos los métodos, todas las premisas de nues- tro actual cientifismo han chocado con el más profundo desprecio; con ellos se estaba excluido del trato con los "hombres de bien", se era considerado como un "enemigo de Dios", un detractor de la verdad, un "poseído". Como espíritu científico se era un tshandala… Hemos tenido que hacer frente a todo el pathos de la humanidad, a su noción de lo que debe ser la verdad, de lo que debe ser el culto de la verdad; hasta ahora, todo "tú debes" estaba dirigido contra nosotros… Nuestros objetos, nuestras prácticas, nuestro modo de proceder tranquilo, cauteloso y desconfiado; todo esto le parecía desde todo punto indigno y des – preciable. Pudiera preguntarse, en definitiva, y no sin fundamento, si no ha sido en el fondo un gusto esté- tico lo que durante tanto tiempo ofuscaba a la humanidad; ésta exigía a la verdad un efecto pintoresco, y asimismo al cognoscente que ejerciera un fuerte estímulo sobre los sentidos. Nuestra modestia ha sido lo que desde siempre era contrario a su gusto… ¡Oh, qué bien adivinaron esto esos pavos de Dios!
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Hemos rectificado conceptos. Nos hemos vuelto más modestos en toda la línea. Ya no derivamos al hombre del "espíritu", de la "divinidad"; lo hemos reintegrado en el mundo animal. Se nos antoja el ani mal más fuerte, porque es el más listo; una consecuencia de esto es su espiritualidad. Nos oponemos, por otra parte, a una vanidad que también en este punto pretende levantar la cabeza; como si el hombre hubiese sido el magno propósito subyacente a la evolución animal. No es en absoluto la cumbre de la creación; todo ser se halla, al la do de él, en idéntico peldaño de la perfección… Y afirmando esto aun afirmamos demasiado; el hombre es, relativamente, el animal más malogrado, más morboso, lo más peligro samente desviado de sus instintos, ¡claro que por eso mismo también el más interesante! En cuanto a los animales, Descartes fue el primero en definirlos con venerable audacia como machinas; toda nuestra fisiología está empeñada en probar esta tesis. Lógicamente, nosotros ya no exceptuamos al hombre, como lo hizo aun Descartes; se conoce hoy día al hombre exactamente en la medida en que está concebido como machina. En un tiempo se atribuía al hombre, como don proveniente de un orden superior, el "libre albedrío"; ahora le hemos quitado incluso la volición, en el sentido de que ya no debe ser interpretada como una facultad. El antiguo término "voluntad" sólo sirve para designar una resultante, una especie de reacción indi vidual que sigue necesariamente a una multitud de estímulos en parte encontrados, en parte concordantes; la voluntad ya no "actúa", ya no "acciona"… En tiempos pasados se consideraba la conciencia del hom bre, el "espíritu", como la prueba de su origen superior, de su divinidad; para perfeccionar al hombre, se le aconsejaba retraer los sentidos al modo de la tortuga, cortar relaciones con las cosas terrenas y des pojarse de lo que tiene de mortal, quedando entonces lo principal de él, el "espíritu puro". También en este rcspecto hemos rectificado conceptos; la conciencia, el "espíritu" se nos aparece precisamente como síntoma de una imperfección relativa del organismo, como tanteo, ensayo, y yerro, como esfuerzo en que se gasta innecesariamente mucha energía nerviosa; negamos que nada pueda ser perfeccionado mientras no se tenga conciencia de ello. El "espíritu puro" es pura estupidez; si descontamos el sistema nervioso y los sentidos, lo que tiene de mortal el hombre, nos equivocamos en nuestros cálculos; ¡nada más! …
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Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son causas imaginarias ("Dios", "alma", "yo", "espíritu, del libre albedrío", o bien "el determinismo"); todo son efectos imaginarios ("pecado", "redención", "gracia", "castigo", "perdón"). Todo son relaciones entre seres imaginarios ("Dios", "ánimas" "almas"); ciencias naturales imaginarias (antropocentricidad; ausencia total del concepto de las causas naturales); una sicología imaginaria (sin excepción, malentendidos sobre sí mismo, interpretaciones de sentimientos generales agradables o desagradables, por ejemplo de los estados del nervus sympathicus, con ayuda del lenguaje de la idiosincrasia religioso -moral, "arrepentimiento", "remordimiento", "tentación del Diablo", la proximidad de Dios"); una teleología imaginaria ("el reino de Dios", el "juicio Final", "la eterna bienaventuranza"). Este mundo de la ficción se distingue muy desventajosamente del mundo de los sueños, por cuanto éste refleja la realidad, en tanto que aquél falsea, desvaloriza y repudia la realidad. Una vez inventado el concepto "Naturaleza" en contraposición a "Dios", el término "natural" era por fuerza sinónimo de "execrable"; todo ese mundo ficticio tiene su raíz en el odio a lo natural (¡a la realidad!), es la expresión de una profunda aversión a lo real. Pero con esto queda explicado todo. Sólo quien sufre de la realidad tiene razones para sustraerse a ella por medio de la mentira. Mas sufrir de la realidad significa ser una realidad malograda… El predominio de los sentimientos de desplacer sobre los sentimientos de placer es la causa de esa moral y religión basadas en la ficción; mas tal predominio es la fórmula de la décadence…
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La misma conclusión se desprende de la crítica del concepto cristiano de Dios. Un pueblo que cree en sí tiene también su dios propio. En él venera las condi ciones gracias a las cuales prospera y domina, sus virtudes; proyecta su goce consigo mismo, su sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias por todo esto. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso tiene necesidad de un dios para ofrendar… En base a tales premisas, la religión es una forma de la gratitud. Se está agradecido por sí mismo; para esto se ha menester un dios. Tal dios debe poder beneficiar y perjudicar, estar en condiciones de ser amigo y enemigo; se lo admira por lo uno y por lo otro. La castración antinatural de la divinidad, en el sentido de convertirlo en un dios exclusivo del bien, sería de todo punto indeseable en este orden de ideas. Se necesita del dios malo en no menor grado que del bueno, como que no se debe la propia existencia a la tolerancia y la humanidad… ¿De qué serviría un dios que no conociera la ira, la venganza, la envidia, la burla, la astucia y la violencia?, ¿que a lo mejor hasta fuera ajeno a los ardeurs inefables del triunfo y de la destrucción? A un dios así no se lo comprendería; ¿para qué se lo tendría? Claro que si un pueblo se hunde; si siente
desvanacerse para siempre su fe en el porvenir, su esperanza de libertad; si la sumisión entra en su conciencia como conveniencia primordial y las virtudes de los sometidos como condiciones de existencia, por fuerza cambia también su dios. Éste se vuelve tímido, cobarde, medroso y modesto, acon seja la "paz del alma", la renuncia al odio, la indulgencia y aun el "amor" al amigo y al enemigo. Moraliza sin cesar, penetra en las cuevas de todas las virtudes privadas y se convierte en dios para todo el mundo, en particular, cosmopolita… Si en un tiempo representó a un pueblo, la fuerza de un pueblo, todo lo que había de agresivo y pletórico en el alma de un pueblo, ahora ya no es más que el buen Dios… En efecto, no existe para los dioses otra alternativa: o son la voluntad de poder, y mientras lo sean serán dioses de pueblos, o son la impotencia para el poder; y entonces se vuelven necesariamente buenos…
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Dondequiera que declina la vóluntad de poder se registra un decaimiento fisiológico, una décadence. La divinidad de la décadence, despojada de sus virtudes e impulsos más viriles, se convierte necesariamente en el dios de los fisiológicamente decadentes, de los dé biles. Éstos no se llaman los débiles, sino "los Bue- nos"… Se comprenderá, sin necesidad de ulterior sugestión, en qué momentos de la historia es factible la ficción dualista de un dios bueno y otro malo. Lleva dos por el mismo instinto con que degradan a su dios al "bueno en sí", los sometidos despojan de todas sus cualidades al dios de sus vencedores; se vengan de sus amos dando al dios de los mismos un carácter diabólico. Tanto el dios bueno como el diablo son engendros de la décadence. ¡Parece mentira que todavía hoy se ceda a la ingenuidad de los teólogos cristianos hasta el punto de decretar a la par de ellos que la evolución de la concepción de la divinidad del "dios de Israel", del dios de un pueblo, al dios cristiano, al dechado del bien, significa un progreso! Hasta Renan lo hace. ¡Co- mo si Renan tuviese derecho a la ingenuidad! ¡Pero si es evidente todo lo contrario! Si todas las premisas de la vida ascendente, toda fuerza, valentía, soberbia y altivez, quedan eliminadas de la concepción de dios; si éste se convierte paso a paso en símbolo de un bastón para cansados, de un salvavidas para todos los náufragos; si llega a ser el dios de los pobres, los pecadores y los enfermos por excelencia y el atributo "salvador", "redentor", queda, por así decirlo, como el atributo propiamente dicho de la divinidad, ¿qué in- dica transformación semejante?; ¿tal reducción de la divinidad? Claro que el "reino de Dios" queda así am- pliado. En un tiempo Dios no tuvo más que su pueblo, su pueblo "elegido". Luego, al igual de su pueblo, llevó una existencia trashumante y ya no se radicó en parte alguna, hasta que al fin, gran cosmopolita, se encontraba bien en todas partes y tenía de su parte el "gran número", a media humanidad. Mas no por ser el dios del "gran número", el demócrata entre los dioses, llegó a ser un orgulloso, dios pagano; seguía siendo judío, ¡el dios de todos los lugares y rincones oscuros, de todas las barriadas malsanas del mundo entero! … Su imperio es como antes un reino subterráneo, un hospital, un ghetto… Y él mismo, ¡cómo es de pálido, de débil, de décadentl Hasta los más anémicos de los anémicos, los señores metafísicos, los albinos de los conceptos, han dado cuenta de él. Éstos han tejido tanto tiempo su tela en torno a él que hipnotizado por sus movimientos terminó por convertirsé a su vez en araña, en metafísico. Entonces volvió a extraer de sí, tejiendo, el mundo, sub specie Spinozae; entonces se transfiguró en cada vez mayor abstracción y anemia, quedando hecho un "ideal", un "espíritu puro", "absolutum" y "cosa en sí"… Decadencia de un dios: Dios se convirtió en la "cosa en sí"…
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La concepción cristiana de Dios, Dios como dios de los enfermos, como araña, como espíritu, es una de las más corrompidas que existen sobre la tierra; tal vez hasta marque el punto más bajo de la curva des – cendente del tipo de la divinidad. ¡Dios, degenerado en objeción contra la vida, en vez de ser su transfi- gurador y eterno sí! ¡En Dios, declarada la guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida! ¡Dios, la fórmula para toda detracción de "este mundo", para toda mentira del "más allá"! ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de alcanzar la nada! …
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El hecho de que las vigorosas razas del Norte de Europa no hayan repudiado al dios cristiano ciertamente no habla en favor de su don religioso, para no decir nada de su gusto. Debieron haber dado cuenta de tan morboso y decrépito engendro de la décadence. Por no haberlo hecho, pesa sobre ellas un triste sino han absorbido en todos sus instintos la enfermedad, la decrepitud, la contradicción. ¡Desde entonces ya no han creado diosesl ¡En casi dos milenios ni un solo nuevo dios! ¡Impera todavía, y como a título legítimo, como ultimum y maximum del poder creador de dioses, del creator spiritus en el hombre, este lamentable
dios del monótono-teísmo cristiano! ¡Este ser híbrido hecho de cero, concepto y contradicción en el que están sancionados todos los instintos de décadence, todas las cobardías y cansancios del alma!
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Condenando al cristianismo, no quiero cometer una injusticia con una religión afín, que hasta cuenta con mayor número de fieles; me refiero al budismo. El cristianismo y el budismo están emparentados como religiones nihilistas, son religiones de la décadence; y sin embargo, están diferenciados entre sí del modo más singular. Por el hecho de que ahora sea posible compararlos, el crítico del cristianismo está profundamente agradecido a los eruditos indios. El budismo es cien veces más realista que el cristianismo; ha heredado el planteo objetivo y frío de los problemas, es posterior a un movimiento filosófico multisecular; al advenir él, ya estaba desechada la concepción de "Dios". Es el budismo la única religión propiamente positivista en la historia, aun en su teoría del conocimiento (un es tricto fenomenalismo); ya no proclama la "lucha contra el pecado" sino reconociendo plenamente los derechos de la realidad, la "lucha contra el sufrimiento". Lo que lo distingue radicalmente del cristianismo es el hecho de que está con el autoengaño de los conceptos morales tras si, hallándose, según mi terminología, más allá del bien y del mal. Los dos hechos fisiológicos en que descansa y que tiene presentes son, primero, una irritabilidad excesiva, que se traduce en una sensibilidad refinada al dolor, y segundo, una hiperespiritualización, un desenvolvimiento excesivamente prolongado en medio de conceptos y procedimientos lógicos, proceso en que el instinto de la persona ha sufrido menoscabo en favor de lo "impersonal" (dos estados que algunos de mis lectores, por lo menos los "objetivos", conocerán, como yo, por experiencia). Estas condicio nes fisiológicas han dado origen a una depresión; contra la que procede Buda valiéndose de medidas higié- nicas. Para combatirla receta la vida al aire libre, la existencia trashumante, una dieta frugal y seleccio nada, la prevención contra todas las bebidas espirituosas, asimismo contra todos los afectos que "hacen mala sangre"; también una vida sin preocupaciones, ya por sí mismo o por otros. Exige representaciones que so – sieguen o alegren, a inventa medios de ahuyentar las que no convienen. Entiende la bondad, la jovialidad, como factor que promueve la salud. Desecha la oración, lo mismo que el ascetismo; nada de imperativos categóricos, nada de obligaciones, ni aun dentro de la comunidad monástica (que puede abandonarse), pues todo esto serviría para aumentar esa irritabilidad excesiva. Por esto Buda se abstiene de predicar la lucha contra los que piensan de otra manera, su doctrina nada repudia tan categóricamente como el afán vindi – cativo, la antipatía, el resentimiento ("no es por la enemistad como se pone fin a la enemistad", tal es el conmovedor estribillo del budismo…). Y con razón; precisamente estos afectos serían de todo punto perju- diciales con respecto al propósito dietético primordial. El cansancio mental con que se encuentra Buda y que se traduce en una "objetividad" excesiva (esto es, en un debilitamiento del interés individual, en pérdida de gravedad, de "egoísmo") lo combate refiriendo aun los intereses más espirituales estrictamente a la persona. En la doctrina de Buda el egofsmo está estatuido como deber; el "cómo lo libras tú del sufrimiento" regula y limita toda la dieta mental (es permitido, acaso, trazar un paralelo con aquel ateniense que a su vez declaró la guerra al "espíritu científico" puro con Sócrates, que dio al egoísmo personal en el reino de los problemas igualmente categoría de moral).
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Las premisas del budismo son un clima muy suave, una marcada mansedumbre y liberalidad de las cos – tumbres, ausencia total de militarismo y la radicación del movimiento en las capas superiores y aun eruditas de la población. La paz serena, el sosiego, la extinción de todo deseo es la meta suprema; y se alcanza esta meta. El budismo no es una religión en que tan sólo se aspire a la perfección; lo perfecto es en él lo normal. En el cristianismo, pasan a primer plano los instintos de sometidos y oprimidos; son las clases sociales más bajas las que en él buscan su salvación. Aquí se practica como ocupación, como remedio contra el aburrimiento, la casuística del pecado, la autocrítica, la inquisición; aquí se mantiene el afecto constantemente referido a un poderoso, denominado "Dios" (mediante la oración); aquí se concibe lo supremo como algo inaccesible, como regalo, como "gracia". Aquí falta también el carácter público; el escondite, el rincón oscuro, es propio del cristianismo. Aquí se desprecia el cuerpo y se repudia la higiene como sensualidad; la Iglesia hasta se opone al aseo (la primera medida tomada por los cristianos luego de la expulsión de los moros fue clausurar los baños públicos, de los que solamente en Córdoba había 270). Lo cristiano supone un cierto sentido de la crueldad, consigo mismo y con los demás; el odio a los heterodoxos; el afán persecutorio. Privan representaciones sombrías y excitantes; los estados más apetecidos, designados con los nombres supremos, son de carácter epilepsoide; la dieta es seleccionada en forma que promueva fenómenos mórbidos y sobreexcite los nervios. Cristiano es el odio mortal a los amos de la tierra, a los "nobles", en conjunción con una competencia solapada (se les deja el "cuerpo", se
requiere solamente el "alma"…). Cristiana es la hostilidad enconada al espíritu, al orgullo, a la valentía, a la libertad y el libertinaje del espíritu; cristiana es la hostilidad enconada a los sentidos, a los placeres sensuales, a la alegría, en fin…
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Cuando el cristianismo abandonó su suelo primitivo las capas más bajas de la población, el submundo del mundo antiguo, y se lanzó a la conquista de pueblos bárbaros, ya no tenía que habérselas con hombres can – sados, sino con hombres embrutecidos y desgarrados por dentro, con los hombres fuertes, pero malogrados. En esta región, el descontento consigo mismo, el sufrimiento de sí propio, no es, como en la budista, una irritabilidad excesiva y una hipersensibilidad al dolor, sino, por el contrario, un ansia incontenible de hacer sufrir, de descargar la tensión interior en actos y re presentaciones hostiles. El cristianismo necesitaba con- ceptos y valores bárbaras para dar cuenta de bárbaros; tales son el sacrificio del primogénito, la ingestión de sangre en la comunión, el desprecio hacia el espíritu y la cultura; el tormento, en cualquier forma, físico y mental, y la gran pompa del culto. El budismo es una religión para hombres tardíos, para razas suaves, mansas a hiperespiritualizadas, excesivamente sensibles al dolor (Europa no está aún, ni con mucho, madura para él); las conduce de vuelta a paz y alegría serena, a la dieta en lo espiritual, a cierto endurecimiento en lo físico. El cristianismo, en cambio, quiere domar fieras, y para tal fin las enferma, hasta el punto que el debilitamiento es la receta cristiana para la domesticación, la "civilización". El budismo es una religión para el final y cansancio de la civilización; el cristianismo ni siquiera se encuentra con una civilización, y, eventualmente, la funda.
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El budismo, como queda dicho, es cien veces más frío, verdadero y objetivo. A él ya no le hace falta rehabilitar ante sí mismo su sufrimiento, su sensibilidad al dolor, por la interpretación del pecado; sólo dice lo que piensa: "yo sufro". Para el bárbaro, en cambio, el sufrimiento en sí no es decente; le hace falta una interpretación para admitir ante sí mismo que sufre (su instinto lo lleva más bien a negar el su frimiento, a sufrir con mansa resignación). Para él, la noción del "diablo" era un verdadero alivio; tenía un enemigo poderosísimo y terrible; no era una vergüenza sufrir de enemigo semejante.
Entraña el cristianismo algunas sutilezas propias de Oriente. Sabe, ante todo, que en el fondo da igual que tal cosa sea cierta, dado que lo importante es que se crea. La verdad y la creencia en la verdad de tal cosa son dos mundos de intereses diferentes, poco menos que dos mundos antagónicos; se llega a ellos por caminos radicalmente distintos, Saber esto casi es la esencia del sabio, tal como lo concibe el Oriente; así lo entienden los brahmanes, como también Platón y todo adepto a la sabiduría esotérica. Por ejemplo, si hay una ventura en eso de creerse redimido del pecado, no hace falta como premisa que el hombre sea pro- penso al pecado, sino que se sienta propenso al pecado. Mas si en un plano general lo que primordialmente hace falta es la fe, hay que desacredtar la razón, el conocimiento y la investigación; el camino de la verdad se convierte así en el camino prohibido.
La firme esperanza es un estimulante mucho más poderoso de la vida que cualquier ventura particular efectiva. A los que sufren hay que sostenerlos mediante una esperanza que ninguna realidad pueda
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