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Corazón Salvaje, de Adams Caridad Bravo (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

-¡Va la apuesta! -se decide por fin el rival de Juan.

-Entonces, echa la última carta. ¡Prontol

El contrincante de Juan del Diablo se ha puesto muy pá-lido. Sus manos hábiles, de largos dedos, sus manos de tahúr, de astuto jugador con ventaja, barajan muy de prisa el ancho mazo de naipes, pasándolos de una mano a otra con destreza inigualable. Se diría que los acaricia, que los embruja, que los domina, y al fin, rápidamente, va arrojándolos uno a uno, for-mando dos montones, mientras canturrea:

-Dos de trébol… Seis de corazón… Cuatro de diaman-tes… Cinco de espadas… Una dama… pero de trébol… ¡Rey de espadas! ¡Gané!

Mentira! [Has hecho trampa! -aulla Juan. Rápido como un rayo, el cuchillo de Juan ha caído, cla-vando en la mesa la mano del tramposo, que bufa ciego de dolor y de rabia… Uno de sus compañeros se ha lanzado sobre Juan, éste lo derriba de un golpe brutal… Se forma una ba-raúnda de golpes y de gritos:

-¡Tiene razón! ¡Es un tramposo! -afirma uno.

-¡Mentira… Mentira! ¡No hizo trampa! -rebate otro.

-¡La policía! ¡Pronto! ¡La policía! ¡Corre, Juan, viene la policía!

-¡Sujétenlo! ¡No lo dejen escapar! ¡Que no salga! La confusión es indescriptible, pero Juan no ha perdido un instante. A puñados mete en sus bolsillos el dinero que le per-tenece, derriba la mesa de un golpe, salta sobre el cuerpo caído de su rival, y gana la ventana del fondo, que da sobre el mar.

-¡Quieto! ¡Si da un paso más, lo clavo! ¡Quieto, polizonte! -amenaza Juan a un hombre que le ha seguido, interponién-dose en su fuga.

-¡Guarde ese cuchillo o disparo! -ordena Renato; pues no es otro el hombre que Juan tiene frente a él.

-¡Apunta bien, porque si yerras… habrá un gendarme menos! ¡Tira! ¿Por qué no tiras?

-Porque no vengo a detenerte, Juan. Vengo como amigo. La sorpresa ha hecho vacilar a Juan, pero la aguda punta de su cuchillo, manchado de sangre, se acerca más al pecho de Renato, que en gesto decisivo hunde en su bolsillo el revólver con que le amenazaba, y le mira a los ojos con mirada intensa, buscándole el alma.

-No soy tu enemigo, Juan, no estoy tratando de detenerte.

-No te acerques, porque…

-Ya no tengo el arma en la mano. Guarda tú la tuya y hablemos.

Están al borde-del farallón de rocas. Lejos, entre las casuchas del puerto, se confunden las luces y los gritos de la taberna que ambos acaban de abandonar. Cortada a pico, la costa acan-tilada cierra el paso a Juan, pero la luna baña totalmente con sus últimos rayos la noble figura de Renato, y, tras un instante de vacilación, el dueño del Luzbel abate el arma, al tiempo que indaga:

-¿Hablar? ¿No eres policía ni amigo de ese… tramposo?

-No, Juan del Diablo.

-¿Para qué corriste detrás de mí? ¿Quién demonios eres?

-Tienes mala memoria, Juan. No creo haber cambiado tanto. Cálmate y mírame bien. No tengas cuidado, porque no te persiguen. No era cierto que la policía llegara. No suele ser tan oportuna. Alguien quiso acabar la riña, y…

-¿No llegó la justicia? ¡Ese perro va a pagármelas!

-Ya te las ha pagado. Perdió la apuesta y el dinero, lo has dejado inútil de una mano, quién sabe por cuánto tiempo, ¿y todavía no te parece bastante?

-Ya veo que no eres policía, sino fraile. Pero guárdate tu sermón.

-¿No te interesa recordar quién soy, Juan?

-Por las trazas, uno que quiere despeñarme, pero…

-Soy Renato… Renato D'Autremont -le ataja éste, man-teniendo su serenidad-. ¿Tampoco mi nombre te dice nada? ¿No recuerdas? Una noche, un arroyo, un muchacho a quien le llevaste los ahorros y el pañuelo, y a quien bajaste soñando con hacer su primer viaje por mar… Sí… sí recuerdas… Vas recordando…

Sí, Juan recuerda. Por un instante le ha mirado de otro modo, como si no le mirase él sino aquel muchacho desgraciado y hosco que quince años antes escapara de Campo Real. Ha dado un paso hacia Renato, pero de repente parece reaccionar, otra vez cambian su ademán y su gesto, otra vez vuelve a ser el rudo capitán de un balandro pirata.

-No tengo tiempo para esas niñerías. Zarpo al amanecer y no me entretendrás para que me agarren. Otro día que juegue con más suerte, te devolveré tu puñado de reales…

Juan ha huido de Renato, esquivándole, saltando hacia el lado en que los farallones terminan en una estrecha playa, y desaparece tras aquel salto increíble…

Y como antes de niño, frente al arroyo hirviente, Renato D'Autremont lo ve hundirse en las sombras, como si la oscuri-dad se lo tragara…

-Mi querido Renato… ¿Usted otra vez? Yo le hacía cami-no de Campo Real -se extraña Pedro Noel.

-Efectivamente, debía haber emprendido anoche el cami-no, pero no lo hice y empleé unas horas en desobedecer su consejo.

-Buscó usted a Juan, ¿eh? Estaba seguro de que lo haría. Es muy raro que un D'Autremont atienda los consejos de nadie.

-Y lo encontré. Pude comprobar, por mí mismo, que sus informes eran exactos. Lo hallé en una inmunda tabernucha del puerto, presencié una de sus riñas, le vi defender sus dere-chos con la ley del más fuerte y abrirse paso entre enemigos… Lamentable, es cierto; pero le confieso que no pude evitar el admirarle.

-¿Usted a él?

-Paradójico, ¿verdad? Es curioso, pero hay en él algo raro, una fuerza extraña que arrastra irresistible simpatía…

-Sí… La vida tiene cosas extrañas y casualidades curiosas -afirma Noel, pensativo-. Yo creo que hay una fuerza misteriosa, ignorada, que nos gobierna sin que nos demos cuenta… Providencia, casualidad, fatalidad… ¿Habló usted con Juan?

-Traté de hablar y no quiso escucharme. Creo que guarda para mí el mismo sentimiento de absoluto desdén que cuando tenía doce años.

-Es probable, aunque debajo de ese desdén aparente haya, sin duda, algo más, mucho más. Pero volvamos a la casualidad. En este momento acabo de enterarme que nuestro turbulento Juan ha sido puesto a la disposición de las autoridades… De-tuvieron su barco a punto de zarpar. El hombre a quien hirió en una riña de taberna ha perdido mucha sangre y está grave. Hay muchos testigos de que Juan perdió una apuesta y no quiso pagarla. El deudor herido le acusa de intento de asesinato.

-¡Pero no fueron así las cosas! -asegura Renato con ve-hemencia.

-Cuando estos tipos escurridizos, que siempre salen bien librados, caen bajo el peso de la ley, los jueces suelen cobrar todas las viejas cuentas en una sola.

-¡Lo considero injusto! -protesta Renato, y en seguida, con gesto decidido, exclama-: Noel, usted es amigo de todos: jueces, autoridades, magistrados… Me ofreció su ayuda y voy a usarla inmediatamente. ¡Quiero, necesito ayudar a Juan!

Pedro Noel ha mirado a Renato con cierta sorpresa prime-ro, y luego con indisimulado agrado que destruye el gesto fal-samente severo con que hubiera querido contestarle. Parece co-mo si de repente estuviese a punto de estrecharle las manos, de darle las gracias. En seguida recoge velas, con la prudencia de los que han vivido demasiado, para salir del paso con una exclamación trivial:

-Impulsivo, ¿eh? No desmiente usted la casta. Pero mi con-sejo fue exactamente lo contrario..,

-Perdóneme que una vez más desoiga sus consejos. ¿Cuen-to con usted?

-Naturalmente, muchacho. Hasta donde alcancen mis po-bres 'fuerzas. Pero le advierto que no va a ser fácil ni barato.

-No me importa el dinero que cueste, Noel.

-Pues, en marcha.. -finaliza el notario, gratamente im-presionado.

-Aimée… ¿Te he asustado?

-Naturalmente.. . Andas sin hacer ruido… Con sordo rencor, Aimée ha mirado los pies de su herma-na, calzados de suaves y silenciosas zapatillas de fieltro, y mira después con expresión interrogadora el rostro bello y pálido que enmarcan las tocas blanquísimas. Están fuera de los límites el jardín de la casa, al borde de los farallones de rocas, desde donde por un abrupto y estrecho sendero se baja hasta la playa cercana. El sol de la mañana de mayo cae como un baño de oro y fuego sobre el paisaje realmente soberbio, que se divisa desde la pequeña eminencia. A un lado de la ciudad, el campo;

y cerrando el paisaje, los tres montes gigantescos. Al otro, la pequeña bahía redonda, las rocas abruptas contra las que eter-namente se estrella el mar, y alejándose de la ciudad, la costa bravia sembrada de salientes, grietas y hondonadas, playuelas diminutas y promontorios que se adentran o que surgen im-provisadamente, como un manojo de cuchillos negros, entre las aguas azules y espumosas. Como siempre que se hallan a solas, la mirada profunda, interrogadora y penetrante de Mónica pa-rece molestar a Aimée, y su suave palabra la estremece de mal humor.

-Me ha sorprendido que te levantes ahora tan temprano… Madrugar no entraba en tus costumbres, Aimée.

-Las costumbres cambian con frecuencia. Ahora madrugo y me gusta estar sola.

-Ya voy a dejarte, no te preocupes. Vine porque mamá me pidió que te llamara. Desea empezar a disponer el equipaje y… Pero, ¿qué te pasa?

-Absolutamente nada -se impacienta Aimée-. Miro el mar. ¿También vas a criticarme porque miro al mar?

-No. El mar es muy hermoso. Pero sigues sorprendiéndo-me. .. Nunca pensé que te interesaran los paisajes. ¿Qué buscas en el mar? De repente te has puesto muy pálida?

-Si te interesa tanto saberlo, te diré que la vela de un barco.

-¿Cuál? ¿La de aquel balandro? No está desplegada…

-Ya lo veo, no soy ciega. El Luzbel no ha zarpado ni tiene trazas de zarpar.

-¿El Luzbel? -se extraña Mónica-. ¿Se llama así ese barco?

-Sí, hermana, se llama el Luzbel, y puedes santiguarte si crees que por nombrarlo va a llevarte el diablo -contesta Ai-mée, desabrida y con cierto retintín.

-El Luzbel -repite Mónica, pensativa-. Es un bello nom-bre, al fin y al cabo. Además, guarda una gran enseñanza. Luz-bel era el más hermoso de los ángeles y perdió el cielo por un gesto de soberbia. Su caso es más frecuente de lo que parece. ¡Qué fácil es comprometer, por una ligereza, por un capricho, todo un paraíso de felicidad! ¿Has pensado en eso, Aimée?

-¿Sabes que es muy temprano para escuchar parábolas?

-No es una parábola, sino un consejo.

-También, es muy temprano para escuchar consejos o má-ximas morales.

-Lo siento. Ahora no tenia la menor intención de mora-lizarte. Pero, ¿qué te ocurre? ¿Qué te pasa? Tú no eres la misma que con los ojos llenos de lágrimas me juraste que Renato D-Áutremont era tu vida entera, que eras capaz de matar y de morir para conservarlo… Has cambiado… Has cambiado mu-cho. En este momento, aunque me lo niegues, estás fuera de ti.

-¡En este momento, te estoy aborreciendo! -salta Aimée, exasperada-. ¿Por qué tienes que perseguirme y hostigarme de la manera que lo haces? Eres como mi sombra. ¡Una sombra agorera que no sabe pronosticarme más que desgracias!

En este momento, una barca cargada de soldados acaba de arrimarse al costado del Luzbel, y Aimée da un paso hasta -el borde del acantilado, trémula de una emoción, de una angustia que no le es posible contener más. Pero la mano de la novicia se aferra a su brazo con fuerza insospechada, obligándola a prestarle atención, cuando vuelve a interrogarla:

-¿Qué te pasa? ¿Qué pasa en ese barco?

-Es lo que yo quisiera saber.

-¿Quisieras saber…? ¿Por qué? ¿Por qué te importa tanto?

-¡Si supieras cómo te odio en este momento…! ¡Déjame en paz!

Se ha soltado bruscamente de aquella mano que la detiene, alejándose rápida. Un instante vacila, mide la distancia que la separa de la playa, da unos pasos como si fuese a bajar por el sendero estrecho, labrado a pico entre las rocas, pero se detiene, vira en redondo y echa a correr hacia la casa cercana…

Mónica la ha visto alejarse, y vuelve luego la cabeza para mirar al mar… El Luzbel… A pesar de la distancia, ve hor-miguear a los soldados que llegan ya a cubierta, desparramán-dose como para librar un combate. Pero nada indica resistencia; ninguna forma humana, aparte de aquellas que visten unifor-mes azules, se agita sobre las lisas tablas. Recogidas las velas, echada el ancla, con su arboladura pintada de rojo y su casco de negro brillante, el Luzbel sólo puede asociarse, en la imagi-nación de Mónica, con aquel hombre de ancho pecho desnudo, mirada insolente y sonrisa audaz.

-El Luzbel…

Ha repetido el nombre para recordarlo, para grabarlo en su memoria, como grabado está para siempre aquel rostro sólo visto unos instante tras las rejas de una ventana. Luego, muy despacio, vuelve ella también a la casona de los Molnar.

-Espere aquí un momento, Renato. Déjame que sea yo el primero en hablarle. Aguarde un momento…

Renato D'Autremont se ha detenido, obedeciendo al viejo notario, bajo el macizo arco de piedra que da acceso al pasillo de las celdas. Es un lugar negro, sucio, sombrío, apenas venti-lado por las estrechísimas ventanas abiertas a modo de aspille-ras en los anchos muros que miran al mar. Entraña de un cas-tillo de' otros siglos, que es cuartel, fortaleza y cárcel… Desde la sombra que lo oculta, Renato mira a Juan, duro, erguido, arrogante, sin prisas por cruzar la puerta que se le franquea, con una leve sonrisa desdeñosa en los labios cuando Pedro Noel se acerca lo bastante para ser reconocido, mientras se aleja el carcelero.

-Puedes salir, Juan -invita Noel-. Has navegado con más suerte que Sebastián Elcano, que le dio la vuelta al mundo en redondo, en un barco de vela, y vivió para contarlo… ¿No entiendes? Estás libre…

-¿Por qué? ¿Por quién? -indaga Juan con visibles mues-tras de extrañeza.

-Por alguien que no ha reparado en molestias ni en gas-tos con tal de sacarte del aprieto. No, yo no. Ni tengo dinero ni creo que merezcas salir tan bien librado de una aventura semejante. Por mí, podías haberte podrido en este rincón y ha-berte quedado sin barco. Y muy cerca has estado de que te pase todo eso. Ya puedes agradecerle a tu buena estrella…

-A mi buena estrella no le agradezco nada, pero a usted sí. Noel. Usted es el único hombre sobre la tierra a quien yo tengo que agradecerle algo… Y el único que me dirigió una buena palabra cuando yo era un muchacho.

-¿Yo? ¿Yo? -rehuye Noel con falso malhumor-. Estás to-talmente equivocado…

-No me gusta regresar al pasado, pero voy a volver, por un instante, para recordar el último coche de una caravana donde, como una alimaña cazada en red, llevaban a un mucha-cho salvaje… un muchacho tan duramente tratado por los hom-bres y por. la vida, que casi no era un ser humano. Era casi insensible, los golpes rebotaban en su cuerpo como los insultos en su alma… No tenia más ley que su instinto. .. Sabía que comer era necesario y, para comer, trabajaba o robaba… Pero en aquel viaje, en aquel lejano y extraordinario viaje, el mu-chacho tenía miedo. Un miedo que era angustia y espanto por haber sentido la muerte muy cerca por primera vez, un miedo al mundo extraño al que era llevado poco menos que a la fuerza…

-Bueno… bueno… vamos a dejar eso, Juan -pretende atajar el notario, conmovido muy a pesar suyo.

-En una aldea se detuvo el coche -persiste Juan, haciendo caso omiso a la súplica del viejo Noel-. El cochero y los cria-dos fueron hasta un puesto vecino para satisfacer su sed y su hambre. Desde lejos, alguien llamó al notario. Nadie pensó en la fíerecilla humana, demasiado orgullosa para pedir, pero el notario bajó del coche, compró un gran cartucho de naranjas y lo puso en las pequeñas manos mugrientas, con una sonrisa. Era la primera vez que alguien le sonreía a ese muchacho, co-mo se sonríe a un niño. Era la primera vez que alguien ponía un regalo en sus manos. Era la primera vez que alguien com-praba para él un cartucho de naranjas. . .

Profundamente conmovido, luchando en vano por no de-jar ver su emoción, escucha Noel las palabras de Juan, tan in-creíblemente sinceras y tiernas, tan tristemente delatoras del dolor y el abandono de su infancia… Varias veces el notario ha intentado hacerle callar, con el rubor del hombre honrado que recibe un pago enorme por un favor insignificante; pero Juan sigue hablando, la ancha mano apoyada en la endeble es-palda del viejecillo, los duros ojos audaces extrañamente dulci-ficados, y desde la penumbra en que lo escucha, bajo el arco en tinieblas, Renato D'Autremont recoge cada una de aquellas palabras, como si los pecados de aquel mundo, en que él ha obtenido todos los privilegios, pesaran repentinamente sobre su alma. Y con brusquedad, pero en tono afectuoso, exclama, adelantándose:

-Juan… Juan…

El rostro de Juan se ha transformado, desvanecido la visión infantil, roto el encanto, y otras son su voz y su mirada al indagar:

-¿Qué es esto?

-El señor D'Autremont… a él le debes que se haya arre-glado todo -aclara el viejo notario-. Es el amigo que se ha molestado en ayudarte.

-Pues lo siento muchísimo -responde Juan con frialdad-. No era preciso que se tomara ese empeño. Mi prisión era in-justa, y yo…

-Tu prisión no era injusta, y te hubieras podrido aquí dentro -le ataja Pedro Noel.

-¿Quiere usted decirme que el señor D'Autremont ha so-bornado a las autoridades en honor mío? Tengo entendido que también eso es un delito. Si hemos de guiamos por esas leyes que usted pretende que yo respete, también el señor D'Autremont debe estar entre rejas. Desde luego, pueden justificarlo legalmente con media docena de palabras rimbombantes. Mi delito era dolo, estafa, incumplimiento de palabra, intento de asesinato. El de él puede llamarse complicidad por 'ayuda a un criminal, soborno a funcionarios públicos y abuso de autoridad moral. Si rebusca usted un poco en su código, notario Noel, le salen varios años de cárcel…

Sin despegar los labios, Renato le observa, acaso trata de descender, de llegar hasta el fondo de aquella alma, como Dante en su viaje a los infiernos, y resbala, sin ofenderle, todo el sar-casmo amargo que desborda en las palabras de Juan.

-Entonces, usted entra y yo salgo -proclama Juan en to-no irónico.

-Basta de bromas estúpidas -corta Noel con severidad-;

El señor D'Autremont pagó la indemnización que exigía el hombre a quien heriste, para retirar su acusación, y liberó tu barco de la orden de embargo que sobre él pesaba.

-¡Caramba! Pero todo eso debe haberle costado un dine-ral. Por lo menos, la sangre de diez esclavos -persiste Juan en su tono irónico.

-Yo no tengo esclavos, Juan -aclara Renato, conciliador-, y quisiera que habláramos como amigos, como hermanos, como mi padre me pidió que…

-¿Qué?

El gesto de Juan ha sido tan violento, su mirada ha brilla-do con tan atroz relámpago de viejo rencor, que la palabra queda trunca en los labios de Renato. Por un instante parece que fuera a prorrumpir en injurias, pero luego calla, calla, li-mitándose a sonreír con sonrisa de hiél. Y mordaz, deja esca-par el reproche:

-Su señor padre. Francisco D'Autremont y de la Motta-Valois… Sangre de reyes, ¿eh?

-No sé qué tratas de decirme con eso, Juan.

-Absolutamente nada -ríe desagradablemente Juan-. Pe-ro si mi barco está libre gracias a su generosidad, debo salir cuanto antes. Ahora tengo que trabajar más que nunca. Soy deudor de una cantidad importante. Un buen montón de on-zas de oro debió cobrar ese canalla tramposo por el adorno que le puse en la mano y por las gotas de su puerca sangre. Un buen puñado de onzas que, naturalmente, le devolveré en cuan-to pueda, señor D'Autremont. A la mayor brevedad, y unido a nuestra vieja deuda: el famoso pañuelo de reales que sirvió pa-ra mi primera campaña…

-Bueno, Juan, lo tuyo es… -interviene el viejo Noel.

-Déjelo hablar. Noel -le interrumpe Renato con sere-nidad-. Que diga lo que quiera. Después va a tener que es-cucharme.

-Lo siento, pero no me interesa lo que un señor como usted pueda contarme. No tengo tiempo para escuchar de Fran-cia. Excúsenme… y muy buenas tardes.

Juan se ha alejado con paso rápido por el largo pasillo en cuyo fondo se abre una puerta bajo la luz del día. Un momento se detiene deslumbrado cuando el sol le baña; luego se echa a la frente el gorro de marino y cruza altanero ante los centinelas que guardan la entrada.

-¿No es cómo para volver a pedir que lo encierren? -se sulfura el buen Noel-. ¿No merece esa cárcel dé la que se em-peñó usted en librarlo? Espero que comprenda ahora la razón de mis consejos. Y si con toda justicia está usted indignado o arrepentido de haberlo ayudado…

-No, Noel. ¿Lo está usted de haber comprado aquel car-tucho de naranjas?

-¿Cómo? ¿Oyó usted… ?

-Sí, Noel. Y pienso lo mismo que usted seguramente está pensando, a pesar de su indignación exterior: que no puede ser malo, esencialmente malo, el hombre capaz de recordar, co-mo él recuerda, la primera sonrisa y el primer regalo que le fue otorgado… En fin, todo salió a pedir de boca…

Han dejado atrás el sombrío pasillo de la cárcel y, como a Juan, les deslumbra un instante el torrente de sol que baña el ancho patio: A lo lejos, por la callejuela inclinada, alta la fren-te y firme el paso, se aleja Juan del Diablo..,

15

-AIMEE SE SIENTE mal… le duele la cabeza y ha teni-do que recostarse. Te ruega que la excuses.

La señora Molnar ha envuelto en una mirada de profunda gratitud a su hija mayor, de cuyos labios acaba de salir la men-tira que disculpa a su hermana, mientras conteniendo su gesto de disgusto, Renato pone en las manos de la madre el ramo de flores y la gran caja de bombones que acaba de tomar de las del sirviente que le acompaña, al que despide con un movi-miento de cabeza.

-Doña Catalina, ¿quiere darle usted esto en mi nombre a Aimée?

-Por supuesto, hijo, por supuesto. ¡Pero qué flores más lin-das! Son una preciosidad. ¿Quieres ponerlas en un florero, Mó-nica? Para eso tienes tú más gracia que nadie.

-Las pondré en agua y la dejaré a Aimée el gusto de colo-carlas ella misma en los floreros de su cuarto.

Un momento han temblado las manos de Mónica al tomar aquel ramo, acaso menos blanco que sus tocas de novicia, que sus pálidas mejillas, y lo oprime hasta sentir las espinas.

-Aguarda, Mónica -ruega Renato con cierta timidez-. Si Aimée estuviera un poco mejor y me dejara verla por un mi-nuto nada más… Si no le molestara mucho salir un momen-to… Digo, si no sufre mucho…

-Voy a preguntárselo. Estaba mal, pero voy a preguntár-selo -accede Mónica, alejándose.

Catalina y Renato quedan solos y silenciosos por unos ins-tantes en la vieja sala de la casa de los Molnar, abstraídos cada quien en sus propios pensamientos, hasta que la voz de Mónica, que regresa, les devuelve a la realidad:

-Aimée te ruega que la excuses. No se siente con ánimos de levantarse.

-¿Tan mala está? Si me lo permiten, en un momento va mi criado y le trae al doctor Duval.

-Por Dios, no es para tanto. ¿Verdad, Mónica? -explica doña Catalina con verdadera angustia.

-En efecto, Renato, no es para tanto -asegura Mónica-. Aimée estará bien pronto; si sigue mal, yo mandaré por el médico del convento. Pero no te preocupes, porque no tiene na-da… Al menos, espero que no sea nada.

Se ha vuelto hacia su madre con una mirada que pretende tranquilizarla, aprovechando un momento en que Renato, de-masiado impaciente, da unos pasos por la ancha sala para vol-ver después a insistir:

-No sabes cómo siento no verla, aunque sólo sea un mo-mento, antes de marcharme, Mónica.

-La 'ausencia será corta si vuelves por nosotras el sábado.

-Reconozco que es corta, pero se me hace eterna, y como nunca estuviste enamorada… En fin, despídeme de tu hermana, ¿quieres?

-¿Por qué no das una vuelta y vuelves, hijo? -interviene Catalina-. Acaso en este tiempo…

-Es lo que estaba pensando. Voy a ir hasta el centro por un último encargo de mamá y antes de salir volveré a pasar por aquí. La verdad es que no. estoy tranquilo marchándome mientras Aimée se queda mala. Si no ha mejorado, con permi-so de ustedes traeré al médico. Perdónenme que me tome esa libertad, pero la quiero demasiado. Ríete de mi si quieres, Mónica. Tú seguramente pensarás que llego a lo pueril en mi ternura…

-No pienso nada, y aunque lo pensara, ¿qué importa? El mundo, para ti, se llama Aimée, ¿verdad?

-Eso, desde luego, y no creo que puedas reprochármelo. Pero me dolería aparecerle risible a una hermana como tú, cu-yo criterio e inteligencia tengo en tanto.

-Debes tenerme por un critico muy severo, Renato.

-Tan severo como lo leo en tus ojos, Mónica. Y no sabes lo que me duele no ser santo de tu devoción. Pero, en fin, pa-ciencia. Ahora sí me despido… Hasta pronto…

Renato D'Autremont ha salido de la casa, donde quedan solas madre e hija. Catalina Molnar, con la angustia reflejada en el rostro, interroga a Ménica:

-¿La viste? ¿La encontraste? ¿Dónde estaba? ¿Pudiste avi-sarle? Estará aquí para cuando él vuelva?

-No sé absolutamente nada, mamá. No está en la casa. No sé dónde ha ido. Pero voy a buscarla… Voy a buscarla por todas panes y, como no la encuentre, le diré la verdad a Re-nato: ¡Que sale de casa a todas horas!… ¡Que tú nunca sa-bes dónde está!

-|Aimée… Aimée…! ¡0h…!

Mónica se ha detenido, retrocediendo luego un paso, sor-prendida. Por el sendero estrecho, abierto en roca viva, que es el camino de la cercana playa, ha surgido la figura de Juan, acaso más ruda y descuidada que nunca. Este no ha perdido más que unos minutos para llegar hasta su barco y ver desde lejos el movimientos de los soldados que vuelven al bote que los llevara. Apenas ha cruzado unas palabras con su segundo, mandándole reunir la dispersa tripulación, y ha corrido en busca de aquella mujer que le obsesiona, ha ido a buscarla, casi sorprendido del impulso que lo mueve así, pero se detiene y sonríe… sonríe enmascarando burlonamente su disgusto, acaso divertido al ver que las mejillas de la novicia se vuelven aun más pálidas, que toda ella se estremece a un viento de emoción, tensa y sensible bajo aquellos hábitos que en vano quieren ser una barrera contra el mundo, y pregunta con sorna:

-¿Qué le pasa. Santa Mónica? ¿Anda perdida por aquí?

-Estoy buscando a mi hermana. ¿Podría usted darme aÍgu-na razón de ella? ¿Sabe dónde está?

-¿Quiere decirme con eso que no está en su casa? -pre-gunta a su vez Juan.

-No quiero decir nada -contesta Mónica, impaciente-. Estoy preguntando…

-Y yo estoy respondiendo. No, no la he visto. Santa Mónica.

-¿Quiere no llamarme así? ¿A qué viene esa burla? ¡ Dé-jeme pasar!

-Dicen que es pecado tener mal genio, hermana. Tiene libre el camino… Bastante malo para tanta tela como usted usa -observa Juan, haciéndose a un lado.

-¡Ah…! ¡Jesús! -exclama Mónica, asustada.

-¿Ve usted? -sonríe burlón Juan, extendiendo sus manos para sujetarla.

Espantada, Mónica ha vuelto la cabeza para no mirar la profunda grieta a donde ha estado a punto de caer, al resbalar sobre el borde mismo del acantilado. Luego se separa brusca-mente, esquivando las manos de Juan que, al impedirle caer, apretaron sus brazos un instante más dé lo necesario, y le reprocha:

-¿Cómo se atreve… ?

-¿A impedir que se mate? La verdad es que yo mismo no lo sé. Hice mal en estirar la mano. Siga su camino y estréllese si ése es su gusto.

-¡Es usted todo un patán!

-Y usted tiene arrestos que no son de monja precisamente. Pero adelante. Santa Mónica.

-No soy santa, ni abadesa, ni siquiera hermana todavía. Puede ahorrarse las burlas -protesta Mónica visiblemente mo-lesta.

-No son burlas -responde Juan con ironía-. Soy un ig-norante, hablo por lo que salta a la vista. Usted tiene aires de abadesa mitrada. ¿No es así como se llaman? Conocí una en un convento de Trinidad. Hubo un incendio en el convento y las monjas escaparon por la playa. Tenían tanto miedo, que se metieron en mi barco. Cuando las gentes tienen miedo, se les acaba todo: la soberbia, el empaque, el aire de superioridad… y piden a gritos que alguien las salve, aun cuando sea el mismo diablo. Pero adelante… Siga su camino… No la detengo más…

Se ha quitado la gorra, saludándola con una reverencia bur-lona, y acaso espera verla de nuevo resbalar, pero Mónica reco-ge levemente sus largos hábitos y cruza rápida y segura sobre las rocas resbaladizas, mientras él sonríe a pesar suyo.

-¡Aimée! ¿De dónde vienes?

-¡Oh, Juan! De buscarte como una loca. ¿Qué es lo que te ha pasado? No zarpaste, había soldados en tu barco, alguien me dijo que estabas preso… ¿Por qué? ¿Qué hiciste?

-Todo se arregló ya. El retraso fue sólo de unas horas. Pero si no salgo en seguida, no llegaré a tiempo a donde tengo que llegar.

-¿En qué empresas andas, Juan?

-¿Qué más te da? No te metas en mis negocios

-Es que puede pasarte algo, y yo no quiero que te pase nada. Quiero que vuelvas, que vuelvas siempre… y mejor aún, que no te vayas, al menos tan pronto. Quédate hasta mañana, Juan. Esta noche hablaremos, ahora no puedo. He visto de le-jos a Mónica. Sé que me está buscando…

-¿Y qué? ¿Por qué le tienes tanto miedo a tu hermana? Dile que se vaya al convento y que nos deje en paz.

,-Es lo que yo quisiera: que volviera al convento, que pro-fesara, que no saliera más.

-A ti te está pasando algo extraño. Antes no eras así.

-Antes no la tenía metida en casa…

-¿Es sólo por tu hermana? -Hay un tono violento en la voz de Juan cuando ordena-: ¡Júralo!

;-¿Crees ya en juramentos? Cuando nos conocimos me dijis-te que no creías en nada… -responde Aimée, suave y astuta.

-A veces pienso que me estás engañando -afirma Juan en tono rencoroso-. Eres libre, puedes hacer lo que quieras, pero no me mientas, no me engañes.

-¿Conque puedo hacer lo que quiera? -coquetea Aimée, provocativa.

-Ahora quieres desesperarme, ¿eh?

-¡Ay, bruto! Suéltame esa mano… -Un fuerte silbido ha interrumpido su queja y, sobresaltada, indaga-: ¿Qué es eso, Juan?

-Nada… me llaman. Es mi segundo. Tengo que' zarpar esta tarde, aprovechando los vientos del Poniente.

-¿Y por qué no mañana al amanecer? ¿No puedes perder una noche? -Otro fuerte silbido se escucha ya más cercano, y Aimée le apremia-: Anda… Te llaman… Tu negocio pare-ce muy importante.

-Y el tuyo también, porque estás muerta de impaciencia. ¿Qué pasa?

-¡Oh.. .! -se sorprende Aimée, pero en seguida reacciona y, disimulando su turbación, contesta-: No sé… Llegó visita a casa.

-Ya vi cruzar la calle a dos jinetes: amo y criado. ¿Son esos los que esperas?

-Yo no espero a nadie, pero hay visita y tengo que ir. Y a ti también te están llamando. -En efecto, nuevos e insistentes silbidos se dejan escuchar, y Aimée casi ordena más que invi-ta-: Anda, que ese hombre está impaciente.

-¡No te vayas! Espérame dentro de diez minutos. Aguár-dame aquí mismo… ]Aguárdame o te arrepentirás! -sentencia Juan, alejándose con rapidez.

-¡0h, Juan! ¿Estabas aquí todavía?

-Has tardado casi una hora, Aimée.

-Perdóname, no pude salir antes. Mónica..

-¡No digas que fue por tu hermana! ]Fue por ese tipo que es,taba de visita en tu casa! -asegura Juan, encolerizado-. Fue por él… Te vi despedirlo en la ventana.

-¿Estás loco? Fue Mónica la que…

-Me acerqué lo bastante para ver que eras tú y para ver quién era él.

-Un amigo… Un buen amigo de mi familia, de mi casa. Desde niños, Juan… Te lo juro… Mira… Cuando mandaron a Renato a Francia, fue a cargo de mamá. Yo, como com-prenderás, era muy pequeñita. Después, naturalmente, visitaba la casa. Entraba y salía… Yo le miro como a un hermano Al volver a Saint-Pierre, es lógico que nos visite. Es amable, atento…

-Y millonario. El hombre más rico de Saint-Pierre. Supon-go que lo sabes… El hombre más rico de la isla.

-¿Tanto como eso? -finge sorprenderse Aimée.

-Y uno de los más ricos de Francia. ¿Te importa mucho eso? ¿Te agrada? Te gusta el dinero, ¿verdad?

-¿Y a quién no le gusta, Juan?

-Pero a ti más que a nadie. Vi cómo te brillaban los ojos. Sí, Renato R'Autremont es muy rico, puede darse el lujo de tirar sus onzas al mar, de arrojar una limosna cuantiosa, como se arroja una piltrafa, para sentirse superior frente a un pobre diablo, para humillarle con su esplendidez y con su generosidad.

-¿Por qué hablas de ese modo, Juan?

-Óyeme, Aimée. Si el dinero te gusta, yo pronto voy a tener mucho dinero. Volveré rico de este viaje -afirma Juan, vio-lento y apasionado-. No me mires así… No me estoy burlan-do… Te digo la verdad. Traeré dinero, mucho dinero, para comprar todo eso que a las mujeres les agrada: joyas, vestidos, perfumes, casas con cortinajes… Mucho dinero para satisfacer tus caprichos, ¡y para arrojárselo a Renato D'Autremont a la cara!

Brusco, exaltado, sacudido por una pasión violenta y re-pentina, Juan habla inclinándose casi al oído de Aimée. ¡Qué rojo relámpago de celos, qué violenta llamarada de rencor, de anhelo de desquite, ha provocado en él la presencia de Renato D'Autremont en la casa de las Molnar! No sabe na-da, pero presiente; no puede adivinar, pero intuye la verdad, la fea y áspera verdad desnuda, frente al alma de aquella mu-jer que para él no tiene secretos, porque se le entrega sin pu-dores, libre de recato y de farsa… Pero Aimée de Molnar no cree sus palabras, no recibe el halago a su belleza, que de ellas se desprende… Tiembla sólo temiendo la represalia del amante brutal, busca una disculpa, una forma para calmarlo, y susurra:

-Bero si yo no quiero nada… si yo no pido nada…

-Tú lo quieres todo. Pero soy yo, no él, quien tiene que dártelo. Se te iluminó el rostro de alegría cuando te dije que Renato D'Autremont era el hombre más rico de la isla. Te agradó… te agradó demasiado, te sentiste orgullosa de que rondara tu casa y…

-No la ronda por mí.

-¡Júra!

-Bueno… te lo Juro…

Vacilando, ha jurado' en falso, temblando más por supers-tición que por imperativo de su conciencia. Pero el duro rostro de Juan se suaviza y sus anchas manos crispadas se ablandan para acariciarla.

-¿No lo quieres a él? ¿No te importa que sea millonario?

-No, Juan. ¿Por qué ha de importarme? Y ahora que pien-so, ¿de dónde conoces tú a Renato? ¿Tienes algún negocio con él?

-¿Con D'Autremont? -ríe Juan-. ¿Por quién me tomas? Además, él no tiene negocios: hace recoger con sus capataces la sangre y el sudor de sus esclavos, y lo vende a peso de oro en forma de café, cacao, caña, tabaco… Son barcos completos los que salen de Saint-Pierre cargados de su mercancía, y cho-rros de monedas de oro que caen en sus arcas. ¿Es que no lo sabes? ¿No dices que eres su amiga desde niña?

-Amigo de la casa… mucho más amigo de Mónica que mío…

-No vas a hacerme creer que viene por la monja. Esa es una arpía vestida de blanco. Me mira como a un perro sarnoso. Hoy me dieron ganas de gritarle…

-¿Estás loco? ¿Qué hiciste?

-Tranquilízate. No le dije nada. Ella sí me insultó porque le di la mano cuando resbaló al borde de los farallones.

-¿Por qué no la dejaste caer?

-Se hubiera matado.

-¡y qué ¡ -salta Aimée con ira que no puede disimular.

-¿Quisieras verla muerta? ¿Por qué la odias tanto? -pre-gunta Juan desagradablemente sorprendido.

-No es que la odie… Es mi hermana, pero… a veces ha-blo sin saber lo que digo… Es que Mónica llega a desesperarme.

-¿Por qué quiere meterse a monja?

-¿Cómo quieres que yo lo sepa? Además, ¿qué puede im-portarte?

-¿A mí? Claro que nada. Tú sola me importas, y he de volver por ti y hacerte mía para siempre.

-¡Soy tuya para siempre, Juan!

-No de este modo: mía de verdad. Llevarte conmigo don-de yo quiera, que nadie tenga el derecho de mirarte, que no mires a nadie… Te daré todo lo que el más rico pueda darte:

tendrás casa, tierras, sirvientes…

-Apenas puedo creer lo que oigo… ¿Me estás ofreciendo matrimonio, Juan? -pregunta Aimée con burla sutilmente contenida.

-¿Matrimonio… ? -se sorprende Juan, desconcertado.

-Me quieres para ti solo, con todos los derechos legales… Volverás rico para ofrecerme una casa opulenta…

-¡Y anillos, y collares, y trajes como no los tiene la mujer del Gobernador, y una casa más grande que la de Renato! Y todo conseguido por mí, ganado por mí, arrancado al mundo por estas manos…

-¿Con qué negocio? -inquiere irónica Aimée-. No es gra-ta una luna de miel en la cárcel…

-¿Piensas que soy un imbécil? -se encrespa Juan.

-No, Juan -responde Aimée, ahora sincera de verdad-. Pienso que te gusto, que me quieres, que me deseas más que nada, que volverás por mí ya que tanto te importo. Y eso me hace feliz, muy feliz…

Apasionado, Juan la ha besado en los labios con uno de aquellos besos suyos con los que parece arrebatarla a la rea-lidad. .. recios besos de fuego que son como el batir del mar contra las rocas: imperiosos, apasionados, casi brutales.

-Para volver como quiero volver, tardaré algo más de seis semanas -indica Juan-. Tendré mucho que hacer en el mar, ¡y pobre de ti si no eres capaz de aguardarme!

-¡Cómo! ¿Pero es usted, hija mía?

-Sí, Padre, esperé que todos terminaran. ¡Tenia tanta necesidad de hablarle a solas… 1

-Le mandé decir que mañana la escucharía junto con las otras novicias…

-No pude esperar a mañana. Perdóneme, Padre, pero me sentí desesperada.

Los últimos rayos del sol de la tarde se filtran tras los vi-trales de colores del ancho ventanal que respalda el altar de la Virgen de los Desamparados, y el Padre Vivier, menudo, ner-vioso, de cabellos blancos, hace un gesto a la pálida novicia, se-ñalando la puerta de la sacristía e invitándola a entrar:

-Pase, hijita. Hablaremos ahora mismo, ya que lo desea tanto. Dígame…

-Necesito que se revoque la orden que me ha dado. Quiero volver al Convento, Padre. Que se abran para mí, otra vez, las puertas del noviciado… Quiero profesar cuanto antes.

-No creo que su salud haya mejorado lo bastante como pa-ra eso -murmura el Padre Vivier, lento y grave.

-Estoy perfectamente, Padre. Mi salud no tiene impor-tancia …

-Tal vez la de su cuerpo…, ¿pero la de su alma, hija mia?

-¡Quiero salvar mi alma! ¡Quiero olvidarme del mundo, borrarlo, hundirlo 1 Estoy desesperada… ¡tengo miedo de caer en la tentación!

-No es ése el estado de ánimo en que puede usted elegir su camino. ¿Aun lucha con su amor humano?

-Sí, pero lucho en vano y me siento venada. ¡Todo es in-útil … no puedo matarlo, vive, renace, me ahoga… 1 A veces tengo el anhelo de gritarlo, de proclamarlo. Me atormentan los celos, el odio…

-¿Puede usted, acaso, ofrecer a Dios un alma en semejan-te estado?

-¡Quiero morir para nacer de nuevo; quiero oir las cam-panas que doblen por la triste mujer apasionada que he sido hasta hoy, y las voces que digan: muerta para el mundo! Muerta, sí, muerta, y que sea ese convento como la tumba en que se hunda para siempre Mónica del Molnar…

-¡Cuánta pasión, cuánta soberbia hay aún en ese corazón! Ese corazón que necesita purificarse para ofrecerse al divino es-poso, ese- corazón que no ha sentido aún la llamada de la vo-cación verdadera, ese corazón tan apegado al mundo, a ese mun-do para el que pretende morir…

-¡Padre… Padre, no me abandone!

-Nadie la ha abandonado. Se le indicó la prueba necesaria y usted la rechaza.

-Es demasiado horrible, demasiado humillante estar junto a él, verlo… Su sonrisa, su mirada, su palabra, todo para la otra… ¡No, no. Padre, quiero quedarme aquí, profesar…!

-No es posible. No es el rencor humano, es el amor divino lo único que puede hacerla digna de vestir esos hábitos^ Y el único sendero que lleva hasta él es el que usted pretende aban-donar: el de la humildad.

-Quiere…

-No diga más esa palabra -le ataja el Padre Vivier, con severidad-. Se le ha pedido prueba de obediencia. Cúmplala. Si realmente quiere tomar el camino que dice, no puede re-chazarla. Dios le dará tuerza, si es que la ha elegido para per-tenecer a su rebaño. -Y suavizándose, ofrece-: Si necesita de mi ayuda espiritual, puede volver cada mañana.

-Veo que no sabe usted todo lo duro de mi prueba. Padre. Si continúo en mi casa, debo alejarme de Saint-Pierre mañana.

-Muy bien. Mientras más sola esté, más fuerzas hallará en si misma, más claro podrá ver en el fondo de su alma. Yo sigo creyendo que usted nació para el mundo, hija mía. Hay en su alma cosas que en la vida pueden ser cualidades, pero que el convento no perdona ni admite. ¿Por qué no esperar a que pase esa tempestad, sin comprometerse en un-camino del que regre-sar será mucho mis duro y más difícil? Además, su prueba tie-ne un término, un plazo. ¿Cómo puede haber resuelto todo en unos días? Necesita usted meses, tal vez un año…

-¿Y si dentro de un año vuelvo a llegar como hoy. Padre Vivier? -suplica Ménica con vehemencia-. Si hay lágrimas en mis ojos y desesperación en mi alma… si como ahora llego buscándolo porque me siento enloquecer, si como ahora caigo a sus pies de rodillas, junto las manos como frente a un altar, y llorando con lágrimas de sangre, le ruego: Padre, ayúdeme, quiero salvar mi alma… ¿Me ayudará usted. Padre? Necesito saberlo, necesito tener la seguridad… Dentro de un año, ¿pue-do regresar?

-Regrese cuando haya encontrado la paz, hija mía, cuando sepa que su vocación es verdadera -murmura el buen sacerdo-te hondamente conmovido-. Vuelva entonces, hija. Si dentro de un año sigue pensando igual que hoy, nada podré decirle:

ésta será su casa. Se abrirán para usted las puertas del convento, y se cerrarán para siempre después que haya entrado.

-Es todo lo que pido, 'Padre. ¡Gracias!

Mónica de Molnar ha caído de rodillas, inclinada la frente, juntas las manos. Por un instante parece que su alma se hun-diera más y más en aquella desesperación, sin nombre que la envuelve y la abrasa; luego alza la cabeza, y la mano del sacer-dote se extiende para ayudarla a levantarse:

-Levántese, hija mía, y vuelva a su casa. Vaya en paz… ¡Ah, un detalle! Deje los hábitos en su casa. Vuelva al mundo como si fuese a vivir en él. Y recuerde que todavía no ha pro-nunciado ningún voto que la obligue a cerrar su corazón. Amar, para usted, todavía no es pecado, como no lo seria encontrar otro camino. Todos pueden llevar a Dios…

-Yo volveré por éste. Padre. Que la misericordia de Dios me haga encontrarlo abierto…

Mundano, galante, Renato D'Autremont ha sonreído a la señora Molnar, disimulando la leve impaciencia que le sacude. Corren las primeras horas de la mañana de aquel sábado en que han de emprender el viaje a Campo Real. Desde hace una hora se ha colocado en el coche el equipaje y, en manos de sirvientes nativos, piafa impaciente el magnífico caballo de Renato.

-No tiene usted idea del gusto con que les espera mi ma-dre, Catalina.

-Es muy amable… mucho. Espero que no la molestemos demasiado. Nos esperaba a dos, y vamos tres…

-Se ha alegrado mucho de que Mónica pueda acompañar-les. Mi madre las conoce y las quiere como si las hubiera tra-tado. ¡Le he hablado tanto de ustedes en mis cartas! Y mire qué cosa: de Mónica más aún que de Aimée. Eramos tan bue-nos amigos durante aquellos inolvidables años de la adolescen-cia… Confío en volver a serlo en Campo Real. Al fin y al cabo, yo no tengo otra hermana…

-Aquí tienes a tu Aimée… -le ataja la señora Molnar al ver que su hija se aproxima a ellos.

-¿Te hice esperar mucho, Renato? -pregunta Aimée.

-Ahora ya no importa… -disculpa Renato. . -Saldremos inmediatamente -afirma Catalina.

-No creo que pueda ser, mamá, pues las dos puertas de la alcoba de Mónica están cerradas. Dos veces le habló la mu-chacha y contestó que la esperaran, y como a ella no hay mo-do de ayudarla…

-Bueno, por mí ya no hay prisa…

Renato ha envuelto a Aimée en una mirada ardiente, in-tensa, mirada de devoto y de enamorado, mientras ella sonríe con coquetería sutilísima. A pesar de su amor por Juan, le di-vierte Renato, halla un encanto, un incentivo especial probando en él la sugestión de su belleza… Sonrisas, mohines, miradas lánguidas, ademanes encantadores, todo su arsenal de mujer hermosa y mundana, tan hábilmente envuelto, para el joven D'Autremont, en perfiles de ingenua…

-¿Tomarías una tacita de café acabado de colar, hijo? Voy a traértela mientras aguardamos a Mónica -ofrece Catalina al tiempo que se aleja, dejando solos a los novios.

-Aimée, tienes un aire extraño y delicioso, completamente inusitado en tí. Juraría que has llorado -dice Renato, recrean-do en sus ojos la linda figura de Aimée.

-¿Llorar yo?

-No voy a reprochártelo. Tu sensibilidad de mujer te per-mite hacerlo, aún por una niñería, ya que espero que sólo niñerías puedan ocurrirte, y que sólo por capricho tengas que llorar.

-¿Tan seguro estás de hacerme dichosa?

-Ahora no, claro. Pero cuando estés al lado mío para siem-pre, todo será maravilloso. Presiento tanta felicidad para nos-otros dos…

-Ni que fueras tan bueno… -coquetea Aimée, mimosa-. La otra noche te despediste temprano, según tú para empren-der el regreso a Campo Real, pero no te fuiste hasta el otro día por la tarde. ¿Puedo saber en qué pasaste la noche y la mañana?

-¡Oh! Retrasé el viaje, pero vine a verte antes de marchar-me, por cierto dos veces.

• -Responde a lo que te he preguntado. ¿En qué pasaste la noche y la mañana de lunes a martes?

-Hice una pequeña diligencia para ayudar a un amigo en desgracia… Uno a quien no conoces, aunque no sé por qué confío en que algún día lo conocerás. Es un amigo extraño, un amigo que se empeña en no serlo mío, aunque yo lo soy de él con toda mi alma.

-¡Qué cosa más rara! ¿Y por qué tienes ese empeño? En la Martinica no hay nadie que sea más que tú. No tienes por qué buscar y forzar la amistad de nadie…

-En este caso, sí, y te aseguro que vale la pena. Se trata de un personaje extraordinario y, además, de un viejo empeño de mi padre.

-Hablas en forma misteriosa… No te entiendo…

-Para que me entendieras tendría que hablar demasiado.

-Es absurdo que nos haga esperar así -se queja Aimée con disgusto-. ¿Qué demonios estará haciendo para tardar tanto?

-Poniéndose el hábito, seguramente. Pero no te impacien-tes, ya no puede tardar. Y estando contigo, ¡qué más da cómo corra el tiempo! Soy el hombre más feliz de la tierra cuando es-toy a tu lado. [Que tarde cuanto quiera! ¡Qué más da.. .!

Catalina Molnar ha irrumpido en el comedor llevando en sus manos una humeante taza de café que ofrece a Renato. Es-te, tras paladear unos sorbos, afirma galante:

-Le diría que es el mejor café que he probado en mi vida, doña Catalina. Pero aun tiene usted que tomar el que cultiva-mos en Campo Real. No es vanidad de cosechero, palabra. Ya me imagino lo que será nuestro café, preparado por sus manos…

-¡Zalamero! Por buenas palabras no quedará.

-No son sólo buenas palabras, le hablo sinceramente…

-Ya lo sé, hijito, ya lo sé -asiente Catalina ante el halago. El viejo reloj del comedor deja oir siete pausadas campanadas y la señora Molnar se escandaliza-: ¡Jesús, las siete ya y nos proponíamos salir al amanecer! Voy a ver qué le pasa a Mónica…

-Creo que aquí viene ya ,mamá -la interrumpe Aimée; y con visible sorpresa exclama-: ¡Pero, caramba…!

-¡Te has quitado los hábitos, hija! -se sorprende también Catalina.

-Pensé que era más cómodo para el viaje -explica Mónica con cierta reserva.

Ha llegado hasta el centro del comedor, baja la frente, sin mirar a nadie. Lleva un traje negro de cuello alto, de mangas largas, de amplia falda que en todo recuerda el aire de las ro-pas monjiles, pero el cuello fino se alza desnudo sosteniendo la graciosa cabeza, los rubios cabellos peinados en dos trenzas, que se enrollan luego sobre la frente realzándola como una dia-dema de oro viejo. Con los zapatos de tacón Luis XV parece más esbelta, más alta, más flexible, más ágil…

-¡Que Dios te bendiga, hija de mi alma! No sabes la ale-gría que me das. Me parece como si te hubieras recuperado -ex-presa Catalina con emocionada alegría.

-¿Qué más da un traje u otro, mamá? Ni tiene importan-cia ni cambia en nada mi resolución.

-Estás muy linda -interviene Renato, que también se sien-te gratamente sorprendido-. Te queda muy bien ese peinado y ese traje…

-Son casi de monja las dos cosas. Creo que no valía la pena que cambiaras -reprueba Aimée, mordaz y despechada.

-Ese era mi deseo: no cambiar.

-Difiero de la' opinión de ustedes -opone Renato-. No te pareces en nada a "Sor Mónica", y menos aún a la linda y alegre muchacha que salió para el convento, allá en Marsella. Pero el cambio ha sido para mejorar.

-Gracias por la galantería, mas no la repitas. Ya lo dijo con razón tu novia: esto es casi un hábito. Y en nada varía mis ideas y mis sentimientos. Mírame siempre como lo que soy: una novicia que anhela profesar y que no gusta de halagos mundanos.

-Perdóname, pero no quise halagarte: fui sincero -se dis-culpa Renato, algo cortado por la actitud de Mónica-. Ya veo que, además, fui torpe. Bueno, como sólo esperábamos por ti, y el coche está dispuesto, si no disponen ustedes de otra cosa…

-En marcha, hijo, en marcha -ordena Catalina-. Vamos a conocer, por fin, tu Campo Real.

El ancho y cómodo coche cerrado, bien preparado para la jornada que le aguarda, va recibiendo a las viajeras: Catalina y Mónica… Aimée se ha detenido en la puerta de la casona como si el soplo espeso del aire que llega del mar, cargado de salitre y yodo, fuera una sacudida irresistible para sus nervios. Ancho y azul se divisa el océano, zafiro fulgurante cuya pre-sencia casi humana la estremece con el recuerdo de Juan el pi-rata … Asi le llama en su imaginación desde el momento en que le viera partir prometiéndole la riqueza… –

-¿No subes, Aimée? -apremia Renato.

-l0h, sí! Naturalmente. Pero miraba el mar… Hoy está muy inquieto…

-¿Y cuándo es tranquilo en nuestra costa?

-Nunca, claró está… De Campo Real no se ve el mar, ¿verdad?

-No. Desde la casa no, pues lo tapan las montañas. Pero está bastante cerca. Hay que salir por el desfiladero que cierra nuestro valle, porque la parte central de la hacienda, lo que fuera Campo Real primitivamente, es sólo un valle entre mon-tañas altísimas, una especie de mundo aislado de los demás. Por eso le llamo el paraíso. Está totalmente protegido de hura-canes y vientos fuertes, cruzado por más de cien arroyos que bajan de las montañas. Por ello no hay terreno más fértil… ¡Cuántas flores y qué frutas más deliciosas! En fin, creo que más vale que no hable ya de Campo Real, puesto que vas a verlo.

-Pero no se ve el mar desde allá -se queja Aimée, en un suspiro.

-Se ve la caña, que es un mar verde, dulce en lugar de amargo, y sin peligros de ninguna especie. ¿No crees que es preferible?

-Te diré… Tal vez el mar es bello por sus cosas malas también: su fuerza, su violencia… y su sal… ¿Nunca te has empalagado a fuerza de miel, Renato?

-Te confieso que no. Soy un goloso incorregible. Pero, por favor, vamos, pues ya Catalina se impacienta, y bastante la hi-zo esperar Mónica.

-Mónica… Mónica es un desastre sin los hábitos. Ya sé que tú la encuentras preciosa, y yo ridicula. No sé para oué tenía que dejar el convento.

-Tu mamá me explicó que su salud no andaba muy bien. pero en Campo Real va a reponerse. Estoy seguro…

-¡ Aimée…! -llama la voz de Catalina desde el interior del carruaje.

-Vamos. Estamos abusando de la paciencia de tu mamá, que es demasiado buena -dice Renato; y luego, alzando la voz, ordena a su sirviente-: Mi caballo. Bernardo.

Se ha separado unos pasos, dejando a Aimée, que aun vuel-ve la vista al mar, recorriéndolo con mirada inquieta, un ins-tante borrada su suave máscara de disimulo. Nada espera ver en él, bien sabe que la blanca vela del barco con que sueña está muy lejos. Un golpe de amargura le sube a la garganta, pero ya Renato, D'Autremont está otra vez frente a ella, y el gesto de amargura se transforma en una sonrisa, al aceptar:

-Vamos cuando tú quieras…

16

-¡mi RENATO!

-Mamá…

Ansiosamente, como si las pocas horas de ausencia hubieran sido largos años, Sofía D'Autremont estrecha. a su hijo contra el pecho, le separa después un poco para mirarle con aquella sonrisa de emoción y de orgullo que sube a sus labios cada vez .que le ve, y se interesa:

-¿Hicieron buen viaje? Tardaron mucho. Yo ya estaba in-quieta. ..

-Vinimos despacio para no fatigarlas más de la cuenta. Y, además, mirábamos el paisaje… Aquí están. No creo que sea preciso una presentación…

-De ninguna manera -niega Catalina acercándose-. Estoy encantada de volver a saludarla, Sofía.

-Bienvenida a esta casa, Catalina. Mejor dicho: Bienvenidas. ¿Cuál es Aimée?

Ha mirado con ansia a Mónica, como midiendo y valoran-do su casta belleza. ¡Qué linda y señoril parece bajo su traje negro! La frente pura bajo las trenzas rubias, profunda la mi-rada y el gesto dulce y grave. Sofía la contempla exquisita, perfecta, pero Mónica ha sonreído echándose suavemente a un lado, al aclarar:

-Soy Mónica, señora D'Autremont. Aquí tiene usted a Aimée.

-¡0h.. .! -reacciona Sofía, sorprendida-. También es muy bella, -luego, afectuosa, exclama-: Hija mía… creo que pue-do llamarla así, ¿verdad?

-Naturalmente, madre -interviene Renato en tono jovial-. Y mi único anhelo es que, cuanto antes, puedas hacerlo con todos los derechos. Cada día que pasa modifico el proyecto de apresurar la boda, dándole mayor brevedad a la espera.

-Es lo que yo digo. ¿Para qué esperar? -afirma Catalina.

-Mamá… -reprocha débilmente Aimée.

-No te ruborices, hijita -disculpa Sofía-. La señora Mol-nar ha dicho exactamente lo que yo pienso: ¿Para qué darle plazos a la felicidad? Mi hijo te quiere y, según sus informes, tú correspondes a sus sentimientos. No hay nada, pues, que se oponga a que esa boda, que todos deseamos, se celebre en seguida.

-¿En seguida? -casi se escandaliza Aimée.

-Bueno, es una forma de decir. Me refiero al tiempo indis-pensable para preparar las cosas, ya que el único inconvenien-te que suele haber en estos asuntos, que es el no conocerse bien, -es imposible en un caso como el de ustedes, pues son amigos desde niños. -Luego, dirigiéndose a la señora Molnar, afirma-:

Son muy bellas sus hijas. Catalina. Bellísimas ambas. Cada una en su tipo, me parece perfecta.

-Es usted muy amable, Sofía -agradece Catalina.

-Amable fue la naturaleza siendo tan pródiga con ellas. De Aimée ya tenia muchas noticias por Renato, pero Mónica me ha sorprendido extraordinariamente, y apenas concibo que quiera usted encerrar en un convento semejante encanto… jAh! Yanina… Acércate…

De la semipenumbra de la ancha galería, con suavidad de sombra, ha surgido Yanina, acercándose lentamente. Viste lo mismo que las otras doncellas que, de cerca o de lejos, miran a las viajeras: la falda amplísima, el corpiño ajustado, el redondo escote rematado por un ancho encaje y el típico pañuelo dé Madras cubriendo su cabeza, a la moda de las mujeres nativas. Pero son de oro macizo las argollas que penden de sus orejas, de filigrana coral y perla los collares que cubren su cuello. Usa medias de seda y va primorosamente calzada. También sus ma-nos, cuidadas con esmero, revelan su verdadero lugar en aque-lla. casa opulenta, y su presencia silenciosa hace que asome la curiosidad a los ojos de Catalina y de Aimée. Dándose cuenta de ello, Sofía explica:

-Yanina es mi ahijada. Mi hija adoptiva, como quien dice. Ella se ocupará de agasajarlas a ustedes más que yo misma, ya que, por desgracia, tengo tan poca salud que todo en la casa está en manos de ella. -Luego hace la presentación oficial-: Yanina, ésta es Aimée…

-Tanto gusto… -saluda Aimée en forma por demás fría.

-Es mio el gusto y el honor. ¿Cómo están ustedes? ¿Han hecho buen viaje?

-Excelente, hijita, excelente -agradece Catalina la deferen-cia de la mestiza-. Pero confieso que no puedo más… Son muchas horas en ese coche.

-Llévalas a sus habitaciones, Yanina -ordena Sofía-. Pe-ro, espera un momento. Creo que yo también puedo ir con ustedes.

-Apóyate pues en mi brazo, mamá -ofrece Renato.

-No es preciso que se moleste usted… -empieza a'disculparse Aimée.

-Al contrario, hijita -la interrumpe Sofía-. Es un placer del que no quiero privarme. Ojalá y esos cuartos sean del agra-do de ustedes. Hemos puesto el mayor empeño. ¿Vamos?

-Esto es lo que llamamos un plantador; y es, para mí, la mejor bebida de la tierra después del famoso ron-ponche -explica Renato con entusiasta jovialidad-. Y hasta todavía me parece mejor y más apropiada para el clima. Pero, sobre todo, es cosa del campo. En Saint-Pierre se bebe poco. Es jugo de pina con ron blanco, y el complemento ideal para algo que vamos a comer inmediatamente: los acres de la amistad. ¿Quiere usted hacer que los sirvan, Yanina?

Yanina ha respondido sólo con un movimiento de cabeza, desapareciendo tras la amplia puerta. Están en aquel lado de la ancha galería anexa al comedor, donde, según costumbre martiniqueña, se pasa largo rato tomando aperitivos o cocteles antes de pasar a la mesa. Criados color de ébano, vestidos de blanco, se mueven llevando y trayendo carritos cargados de li-cores y botellas. En grandes jarras de cristal se sirven las bebi-das frescas, jugos de frutas reforzados con ron, y en bandejas de plata, entre otras golosinas, las pequeñas frituras cargadas de especies, símbolo de amistad y bienvenida en las antillanas islas francesas de Guadalupe y la Martinica.

-Esto, supongo que sí lo han comido ya -advierte Renato.

-Naturalmente-replica Aimée-. Nos estás tratando como a extranjeras.

-Coreo a una soberana que pisa por primera vez su pe-queño reino quisiera yo tratarte, Aimée. Tengo la pretensión de que Campo Real es un mundo nuevo, un mundo en minia-tura, pero un mundo al fin, y ese mundo les está saludando, en este momento, con lo mejor que tiene. Aquí hay un nuevo coc-tel de mi invención.

-¿Qué es? -indaga curiosa Aimée.

-Una variedad del plantador: jugo de pina, pero con cham-paña en vez de ron. ¿Qué te parece?

-¡Fantástico! Lo mejor que he tomado en mi vida.

-En ese caso, le pondremos tu nombre, Aimée, y brinda-rán por ti nuestros nietos cada vez que lo beban. Hay un estallar de murmullos y risas de aprobación, mientras a una indicación de Sofía pasan todos al lujoso comedor de la mansión de Campo Real.

La suntuosa comida toca a su fin. Ya han pasado a un sa-lón próximo para tomar los licores y el café, y a compartir éstos, así como a conocer a las Molnar, han llegado propietarios » de fincas vecinas. Aprovechando el momento en que nadie la mira, Mónica ha escapado de todo eso, ha bajado las escalinatas de piedra, ha cruzado el jardín y se aleja de la casa, como si huyera. Parece que se asfixia, que se ahoga bajo los artesonados del techo, entre las lujosas paredes tapizadas como para otro clima, como para otro mundo. No puede más. A los vapores de aquellas cálidas bebidas traicioneras se encienden en su mente mil imágenes atormentadoras, y es fuego, en vez de sangre, lo que circula bajo su piel. No puede ya soportar la presencia de Renato. No puede verlo junto a Aimée,1 encendidos los ojos de amor y de pasión. No puede soportar la hipócrita sonrisa con que ella parece responder a aquel amor que él brinda apasio-nado y ciego.

Ha cruzado un bosque de cacao, un platanal espeso, y se detiene contemplando, entre los troncos flexibles de las palmas de coco, la enorme hoguera encendida frente a una barraca. También hay fiesta en aquel mundo bajo y lejano; también, como allá arriba, los aromáticos licores circulan aquí .de mano en mano, y los gruesos dedos negros tamborilean sobre los parches. Es una música salvaje, monótona y ardiente: música arrancada al corazón del África, música que en la tierra antilla-na tiene, sin embargo, un nuevo sentido, un vaho de naturale-za primitiva, de pasiones desatadas, a cuyo ritmo se agitan en danzas lúbricas los negros cuerpos. Y el alma torturada de la novicia, se estremece. Temblando, las blancas manos se juntan para la oración:

-Señor… Señor… Dame valor, dame fuerzas. Arráncame a todo esto. Vuélveme a mi convento. Vuélveme a mi convento, Señor…

-¡Mónica! -exclama Aimée acercándose sorprendidísima á su hermana.

-¡Aimée! ¿Qué haces aquí? ¿Qué busca's? -se alarma Móni-ca saliendo de su momentánea abstracción.

-Caramba… Es lo que iba a preguntarte yo precisamen-te: ¿Qué haces aquí? No es éste tu lugar. -Luego, con la ironía rebosando en sus palabras, comenta-: Sería fantástico que te gustara todo esto…

Ha vuelto la cabeza para mirar, a través de los árboles, la larga fila de mujeres negras, que se trenza y retuerce alrededor de la hoguera, como una enorme sierpe. Van semidesnudas. A la luz rojiza brilla el sudor sobre las carnes prietas. De pronto, entran los hombres. Llevan, también, los torsos desnudos, en alto los machetes de trabajo en cuyas hojas tiembla, como san-gre, el resplandor de la hoguera.,

-A mí esto me fascina y, al fin y al cabo, somos hermanas -recalca Aimée sin abandonar su tono irónico-. Tenemos pun-tos de contacto, algunos muy notables. Este puede ser uno de ésos.

-¿Para qué dejaste a Renato? ¿Dónde? ¿Por qué? -soslaya Ménica, haciendo caso omiso de la mordacidad de su hermana.

-No te preocupes por él. Está encantado de la vida bebien-do sus refrescos con champaña. |Qué infantil, qué ridículo me resulta Renato a veces! ¡0h!, pero no te molestes en indignarte. De todos modos, me casaré con El. No se desprecia un partido semejante. Es, efectivamente, el hombre más rico de la isla.

-¿Y sólo por eso… ?

-Por eso y por todo lo demás. Santa Ménica…

-¡No me llames así! -estalla Mónica, ahora indignada de verdad.

-Ya sé que no lo mereces. Te gusta este espectáculo salvaje, lo prefieres a la contemplación de Renato… tu Renato.

-¡Ni es mío ni tienes por qué llamarlo de esa manera!

-Claro que no es tuyo. Eso ya lo sé. Nunca fue tuyo. Te diste el lujo de cedérmelo, o de hacer que me lo cedías; pero, en realidad, nada me diste, porque no tenías nada que darme. El que eligió fue él, y me eligió a mí. ¿Qué quieres, hermana? Mala suene… Pero, vamos… mamá te echó de menos. Me preguntó dónde estabas y yo salí a buscarte. Por una vez me tocó a mí el papel de hacer volver al redil a la oveja descarria-da; pero si tardo demasiado, nos echarán de menos a las dos.

-¡Vuelve tú, que eres la que importa que estés allí!

-No lo creas. Aun hay dos vecinos de visita. Renato te agradecerá que los entretengas… Todo lo que le obligue a no ocuparse sólo de mi le molesta. Claro que a mí no me inte-resa, pues yo preferiría quedarme aquí. Es la primera cosa in-teresante que veo en Campo Real, porque lo que es la momia de mi suegra y el caserón pintado de purpurina, es como para morirse de aburrimiento. -Aimée ríe suavemente y objeta con soma-: No me mires con cara de espanto. Las cosas son tal como las pensé. Esto se puede soportar un mes al año… El res-to lo pasaremos en Saint-Pierre. Te aseguro que el arreglo de la casa de la capital va a empezarse de inmediato y completa-mente a mi gusto. Ya tengo la palabra de Renato. ¿Te sorprende?

-De tí no me sorprende nada. Pero óyeme, Aimée: no vas a hacer desdichado a Renato. ¡No lo consentiré!

-¡Haré lo que me dé la gana, y ni tú ni nadie.. .!

-¡Aimée… Aimée… ¡ -la interrumpe la voz de Renato que la llama desde lejos.

-Ahí está. Salió a buscarme -señala Aimée, plenamente sa-tisfecha-. No puede estar sin mí… No puede vivir sin mí. ¿Comprendes? El, y no tú, me da con eso todos los derechos.

-¡Aimée… Aimée.. .! -vuelve a llamar Renato, ahora ya más cerca del lugar donde se hallan las dos hermanas.

-Aquí estoy, Renato…

Solícitamente acude Aimée al encuentro de Renato, mien-tras, a favor de la oscuridad, Ménica retrocede, buscando pasar inadvertida bajo la sombra de los grandes árboles. No, no po-dría soportar en ese momento la presencia de él, esa presencia que ha llegado a ser como un martirio: martírio de los senti-dos, a los que atormenta su voz y sus palabras para otra mujer;

martirio de su alma, crucificada en cada palabra de ternura, en cada ademán de solicitud, en cada muestra de amor con que tanto soñara en vano…

-Aimée querida, ¿qué has venido a buscar aquí? -repro-cha Renato cariñosamente.

-Nada especial, querido. Salí sin rumbo a tomar un poco de aire, oí de lejos la música, vi el resplandor de las hogueras y me acerqué, pero no demasiado…

-No es para ti eso, Aimée. -Renato la ha tomado del bra-zo, dejando resbalar su mano de caballero sobre la fina piel, sintiendo en alma y carne la influencia de la noche, del ambien-te, de la tierra dulce y salvaje; la sugestión de aquéllos cuerpos brillantes y semidesnudos que se destacan a lo lejos, en la más lúbrica de las danzas, y propope-: Vamonos de aquí, Aimée.

-¿No te gusta verlos bailar? Espera un momento. ¿No sabes lo que significa esa danza? Yo sí. Tuve una nodriza negra. Desde muy niña me dormía arrullándome con canciones como ésa. Una canden primitiva y monótona con sabor a mundos lejanos, a naturaleza exuberante: una canden de amor y de muerte

Aimée ha pensado en Juan con un ansia que le enciende los labios, con un sacudimiento que es el resbalar de un esca-lofrío sobre su piel: Juan… salvaje como el mar bravió que abraza la isla ardiente, estrechándola, envolviéndola en sus fíeras caricias, como si quisiera sepultarla, hundirla, acabar con ella para siempre, para al fin destrozarse sobre sus farallones de rocas o besarla en sus breves playas rubias… Juan, el loco, el pirata, que se fue jurando volver con la riqueza, para pagar, con la moneda comprada en sangre, su rescate de un mundo a otro…

-Vamos, Aimée -ruega Renato con amorosa suavidad. El brazo de él oprime su talle dulcemente, sus labios la bus-can para un beso contenido y tierno, caricia vacía que ella está a punto de rechazar y que, al fin, acepta cerrando los ojos, como algo que resbala sin dejar huella.

Van muy juntos bajo los árboles y tras ellos marcha Mónica, tan leve el paso que ni siquiera crujen bajo sus pies las hojas secas, crucificada el alma en su tormento, mientras cada vez oye más tenues las roncas voces de la fiesta negra, las que ella también escuchara desde la cuna en una canción de amor y de muerte.

-¿Estás contenta, Aimée? -inquiere Renato con timidez.

-Pues claro, tonto, ¿no lo ves?

-Nos casaremos en seguida. Mi madre lo desea y la tuya también. No hay ninguna razón para esperar más tiempo… ¿O es que no estás segura de tu amor?

-¿Lo estás tú del tuyo, Renato? Mira, yo soy caprichosa, no siempre estoy de buen humor. Puede que algunas veces goce con hacerte rabiar un poquito. Es mi manera de querer a la gente…

-Entonces, ¿he de traducir por amor tus caprichos?

-Naturalmente. Cuanto más te exija y más te moleste, será porque te quiero más. Cuanto menos lógica le encuentres a mis razonamientos, será que estoy más y más enamorada. Pe-ro, claro está; tienes que quererme tú de la misma manera pa-ra soportar eso. Si no estás loco por mí…

-¡Estoy loco, Aimée ¡-asegura Renato con vehemencia.

-Y es por eso que yo te adoro…

Ahora es ella quien le echa los brazos al cuello, quien busca sus labios una y otra vez. Han dejado atrás la arboleda espesa, pisan ya las veredas de arena de los jardines, cuando una som-bra inquieta surge frente a ellos con unas palabras iniciales de disculpa:

-Perdón por interrumpir…

-¡Yanina…! -estalla Renato visiblemente disgustado.

-Dispénsenme. La señora me mandó que los buscara. Las visitas se van… Preguntan por ustedes… ¿Debo decir que no les encontré?

-No tiene por qué decir ninguna mentira -responde Rena-to conteniendo a duras penas su mal humor-. Vamos inmedia-tamente a despedirnos de ellos.

Con paso rápido se han dirigido hacia la casa. Yanina les mira un instante, vacila, alza la cabeza, y sus ojos oscuros dis-tinguen una forma entre las sombras. Es Mónica de Molnar, que da unos pasos hasta llegar al banco de piedra, desplomándose en él como sin fuerzas y cubriéndose el rostro con las manos. Sin el menor ruido, Yanina se acerca a ella, indagando con frialdad:

-¿Se siente mal? ¿No puede soportar el espectáculo?

-¿Eh? ¿Qué está diciendo?

-Usted venía detrás de ellos… No, no se moleste en ne-garlo, la vi perfectamente. Si no se siente demasiado mal, debe-ría ir al salón. También notaron su ausencia… y puede ha-ber comentarios…

-¿Y a usted qué le importa? -se encrespa Mónica, movida por una ira repentina.

-'-Personalmente, nada, por supuesto -responde Yanina con suave ironía-. Sólo cumplo con mi deber de velar por la tran-quilidad de la señora D'Autremont. El médico ha prohibido, para ella, las emociones fuertes. Necesita vivir en paz y sentirse feliz. En Campo Real puede arder la casa, con tal de qué ella no se entere. Todo cuanto yo hago es para, eso, y el señor Re-nato lo sabe. Aquí no importa nadie más que la señora D'Au-tremont. ¿Comprende?

Mónica se ha erguido, pálida y fiera, con un relámpago fulgurante en las pupilas. Pero frente a su cólera, a punto de estallar violentamente, la mestiza baja la cabeza en ademán sumiso, y ofrece sincera:

-Por lo demás, señorita Molnar, aunque supongo que no le interesa, quiero decirle que cuenta usted con todas mis sim-patías y con mi sincero deseo de ayudarla si alguna vez lo necesita.

-¡Jamás he contado sino conmigo misma, señorita…! -re-husa colérica Mónica.

-Yanina, simplemente -aclara la mestiza, suave y dócil-. No soy sino una criada de confianza, de'absoluta confianza y absoluta lealtad para los D'Autremont. Ahora, con el permiso de usted… Yo sí necesito estar junto a mi ama cuando las visitas se despidan.

Mónica arde de ira, pero se han secado sus lágrimas, se ha erguido su talle, se ha sentido, de repente, fuerte y altanera, y con paso firme va hacia la escalinata de piedra.

-Seis meses son una enormidad, querida -objeta Renato.

-¿Te parece… ? -titubea Aimée con astucia.

-Claro que sí, y apelo al criterio de nuestras madres. ¿Por qué no empezamos a prepararlo todo inmediatamente? Se co-rren las amonestaciones, se reúnen los papeles precisos y, cuando todo esté listo, nos casamos santamente.

-¿Cuánto tardará todo eso?

-No lo sé. Cuatro semanas, cinco, acaso seis…

-¿Nada más? Pues no es posible, Renato querido. En cinco o seis semanas no puede estar lista mi canastilla de novia. Aun-que nos volviéramos locas cosiendo, necesitaríamos poco más o menos los seis meses de que hablé antes…

-Por tu ajuar de novia no te preocupes -interviene So-fía-. Era una de mis sorpresas» pro ya que ha llegado el caso, más vale que se los diga de una vez. Tu canastilla de novia, la más linda que pueda soñarse, estará aquí justamente en ese tiempo: cuatro semanas, cinco, a lo sumo seis…

-Mamá querida, creo que te comprendo -exclama Renato profundamente contento.

-Desde luego, hijo-conviene Sofía. Luego, alzando la voz, llama-: ¡Yanina…!

-¿Me llamaba usted, madrina? -pregunta la mestiza, acer-cándose.

-Si; trae la libreta donde apuntamos los encargos hechos a Francia, ¿quieres?

-Sí, madrina, en seguida.

Silenciosa, rápida, diligente, con aquella eficiencia que es su característica y aquella discreción que tanto tiene de indis-creta, Yanina se ha apresurado a poner en manos de la señora D'Autremont la libreta pedida. Han pasado ya varios días des-de que las Molnar llegaran a Campo Real, y están juntos en grupo familiar: Renato, apasionado; Aimée, defendiéndose en-tre remilgos y coqueterías; la señora Molnar, humilde y sonrien-te, tratando de hacer el milagro de dar la razón a todo el mundo;

pálida, silenciosa, tensa, Mónica de Molnar, pendiente de cada palabra, de cada gestó, como espiando el latir de los pulsos de aquel pequeño mundo que Sofía D'Autremont presida con su lánguido gesto de enferma, con la falsa condescendencia de su educación exquisita…

-Exactamente. El pedido se hizo hace casi un mes -corro-bora Sofía, tras consultar la libreta-. El mismo dia que me hablaste de Aimee, de tu amor por ella.

-¿Es posible, mamá? -comenta Renato gratamente sorpren-dido-. ¡Es que me adivinaste el pensamiento! Eso era lo que yo quería.

-Ya es casi lo único que queda como madre amorosa de un hijo único: adivinarte el pensamiento -observa Sofía en un arrebato de ternura. Luego, dirigiéndose a su futura nuera, pre-gunta-: Y bien, Aimee, ¿te has quedado pensativa? Ya no hay problema para tu canastilla. ¿Era ésa tu única preocupación, el solo motivo para esperar seis meses el feliz día de tus bodas?

-Tal vez Aimee no esté segura de sus sentimientos -sugiere Mónica sin poder dominar este acto impulsivo.

-¿Qué dices, Mónica? -se extraña Sofía.

-Digo que bien puede ser eso lo que la haga dudar. A veces hace falta tiempo para damos cuenta de una equivoca-ción … -insinúa blandamente Mónica.

-¡tú eres quien se equivoca totalmente! -salta Aimee con gesto agresivo-. De mis sentimientos no hay duda ninguna. Ni la tengo yo, ni Renato puede tenerla. Y para que no sigas in-terpretando las cosas a tu antojo, me decido en este momento: Nos casaremos cuando quieras, Renato, ¡cuando tú quieras! ¿Dentro de cinco semanas? Pues bien, ¡dentro de cinco sema-nas seré tu esposa!

Relampagueantes las pupilas, como un felino' a punto de saltar para luchar con todas sus fuerzas, ha respondido Aimee a las palabras de Mónica, mientras un soplo tempestuoso cruza sobre la reunión familiar. Sofía D'Autremont la mira sorprendi-da, desconcertada; Yanina ha dado un paso colocándose detrás de ella, como si se dispusiera a respaldarla, mientras Renato, pálido de ira, contiene su expresión con esfuerzo, y Catalina de Molnar acierta por fin a balbucear las palabras que el espanto ahogó en su garganta:

-Mónica, Mónica, pero ¿has perdido la razón, hija? ¿Por qué dices eso?

-¿Por qué ha de decirlo si no porque me odia? -no puede contenerse Aimee-. ¡Me odia, me aborrece!

-En mi opinión, ninguna de las dos sabe lo que dice -in-terviene, conciliadora, Sofía-. Se han acalorado sin razón de ninguna especie. Seguramente Mónica ha cedido a un rapto in-voluntario de impaciencia.

-Creo que le debes una explicación a tu hermana, Mónica -aconseja Renato, categórico y severo.

Mónica no puede aguantar la tensión que la absorbe y domina, y sin decir palabra abandona el grupo, alejándose corriendo.

-¡ Mónica ¡ ¡Mónica! -1a llama Renato hondamente estu-pefacto.

-No vayas con ella, Renato. No la tomes en cuenta. ¿No es suficiente que esté yo dispuesta a complacerte? ¡Déjala… Déjala…!

-Tu novia tiene razón, hijo mío. Escúchala y atiéndele a ella, que bastante mortificada está por la intemperancia de su hermana.

-Quiero recordarles a todos que Mónica está enferma, y justamente de los nervios -intercede Catalina con el loable afán de restar importancia al acto tan desagradable-. Estoy segura que no quiso decir lo que dijo, ni molestar a nadie. Pe-ro la pobrecita está mala: no come, no duerme…

-Usted sí debería ir tras ella, Catalina, y decirle lo que hace al caso. Desde luego, sin ser demasiado severa -aconseja Sofía con benevolencia-. "En efecto, su linda hija mayor no se ve saludable, y nuestra adorable Aimée se estaba haciendo de rogar demasiado. ¿No te parece, hijita, que aparte de su rudeza, tu hermana ha hecho bien en ayudarte a que te decidas?

Aimée ha hecho un esfuerzo para contenerse, para sonreír, para recobrar la máscara angélica que un momento la hiciera abandonar la ira, y con falsa modestia responde:

-Yo estaba decidida ya, doña Sofía. No discutíamos sino una fecha. Yo soy tan feliz siendo novia de Renato, que no quiero ni necesito, nada más.

-Las flores son bellas, pero dar fruto es la función natural del árbol. El noviazgo es como la primavera. Eres aún muy niña para comprender ciertas cosas. Sin embargo, piensa que estoy enferma, que no soy joven, y que el último de mis sueños es dormir en mis brazos a un nieto. Que sea cuanto antes esa boda…

Renato ha tomado entre las suyas la mano de Aimée, pero no sonríe. La mira gravemente, con una mirada profunda, como si quisiera penetrar hasta lo más íntimo de sus pensamientos, como si por primera vez hallara un misterio en aquella alma de mujer, en la que cifra toda su esperanza de dicha. Mas no es una pregunta, sino una promesa, lo que por fin escapa de sus labios:

-Viviré para procurar tu dicha, para .hacerte feliz, Aimée.

Juntas las manos, inclinada la frente, de rodillas ante el altar del Crucificado que preside la pequeña iglesia de Campo Real, Mónica busca en vano palabras para su oración, y no las halla. Eleva sólo un pensamiento dolorido y rebelde:

-¡Perdón, Señor, perdón… ¡

Una espuma amarga, de rencor y de celos, se mezcla a la oración en sus labios y, como relámpagos, pasan sentimientos diversos iluminando el negro cielo de su mundo interior, mien-tras sigue su rezo:

-No fue por odio,.. Fue por amor… Pero mi amor es culpable también. ¡Mi amor es peor que el odio…!

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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