Está sola bajo la única nave del diminuto templo, casa de Dios de anchas paredes blanqueadas de cal, de toscos arcos co-loniales en los que clavan sus tallos prensátiles las frescas enre-daderas tropicales. Cerca del altar están los reclinatorios de ter-ciopelo de los D'Autremont: luego, los largos bancos de madera para los jornaleros y sirvientes. Pero ni amos ni servidores aso-man en este instante por sus altas puertas. Sólo la frágil mu-jer vestida de negro que reza y llora con las manos juntas, y, como una sombra, Renato D'Autremont que desde lejos la contempla…
-Señor, no permitas que mi lengua vuelva a moverse tor-pemente. Dame la fuerza de callar y la humildad de bajar la cabeza frente a la injusticia…
Sus lágrimas han corrido un instante, pero se secan al con-tacto de su piel ardiente. Algo como un presentimiento la es-tremece. Ha sentido que el calor de una mirada la envuelve. Alguien la observa, alguien está cerca de ella. Bruscamente, vuelve la cabeza y un escalofrío la sacude…
-¡Renato! ¡No… no…!
Mónica huye. Pretende huir, esquivar a Renato. No se sien-te con fuerzas de resistir ahora su mirada frente a frente, de escuchar sus palabras que adivina cargadas de reproches. Quiere escapar a ese tormento, pero no puede. El la ha seguido, ha cruzado también el pequeño templo y la detiene cerrándole el paso apenas pisa los cuadros del jardín que lo rodea, re-prochándole:
-Huyes como si hubieras visto al demonio. ¿Por qué?
-No te había visto. Terminé de rezar y…
-¡No mientas! -la interrumpe Renato-. Perdóname si te parezco brusco y rudo, pero tenemos confianza de hermanos. Te miré y te consideré siempre como la más fraterna de las ami-gas, y pronto seremos hermanos realmente.
-¡No se es hermanos sino por la sangre! -protesta Mónica, dolida por el reproche de Renato.
-Ya veo que de mí no quieres serlo, y es justamente por eso mi empeño en hablarte.
-No vale la pena. Molestaré poco. Creo que mañana mis-mo puedo regresar a Saint-Pierre y esperar en mi casa a ma-má y a Aimée.
-¿Tan mal te sientes en la mía? ¿Tan desagradable te re-sulta mi presencia? Porque supongo que no será la de mi pobre madre, que te ha colmado de atenciones, que hasta hoy estaba encantada contigo, lo que… -se interrumpe y, adoptando un tono afectuoso, pregunta-: Mónica, ¿qué tienes? Mientras re-zabas te vi llorar. Sería menester estar ciego para no darme cuenta que ahora mismo estás luchando con tus lágrimas. Su-fres. .. veo que sufres… Pero, ¿por qué? ¿Por quién?
Con qué terrible esfuerzo sujeta Mónica el corazón que se le desboca. Con qué alarde de voluntad suprema traga el nudo de lágrimas que se le enrosca en la garganta como una sierpe, y aprieta las manos clavándose las uñas en la piel, mien-tras el pálido rostro se serena, mientras halla milagrosamente la suficiente fuerza para responder fría y cortésmente.
-Eres muy amable preocupándote por mis lágrimas. Pero no le des más importancia que la que tiene: un poco de exci-tación nerviosa y un poco de nostalgia por la paz de mi conven-to. Te aseguro que no es más que eso.
-Es que antes te expresaste de una manera que… -re-chaza Renato.
-Que no podía ofender a nadie -se rebela Mónica, alte-rada pero conteniéndose mediante un supremo esfuerzo-. Me limité a preguntarle a mi hermana si estaba segura de su sen-timiento. Creo que en el matrimonio es preferible arrepentirse una hora antes que un minuto después.
-En efecto; pero, ¿por qué había Aimée de arrepentirse? ¿En qué puedes apoyarte para pensar que no soy digno de ella?
-[yo jamás he dicho eso! -niega Mónica vivamente.
-No es preciso decir lo que se da a entender con toda cla-ridad -se queja Renato con cierta amargura-. Hay algo en mi que no te-gusta para tu hermana. Cambiaste totalmente, dejaste de ser mi amiga desde que te diste cuenta de que la amaba… Es la verdad. Y hablemos claro de una vez: desde que saliste del convento, las pocas veces que nos hemos visto me has tratado con frialdad, con antipatía… casi podría decirte que con aborrecimiento. ¿Por qué? ¿Qué mal te he hecho? Ninguna, ¿verdad? ¿Qué puedes tener contra mí sino el miedo de que no haga feliz a tu hermana? ¿Qué fallas ves en mí? ¿Qué de-fectos me encuentras?
Otra vez Mónica le ha mirado en silencio, conteniendo sus emociones. Otra vez ha hecho el milagro" de permanecer fría y serena, ahogando aquella verdad que con el latir de su corazón parece golpearle las sienes. Otra vez ha logrado responder cortésmente, con algo parecido a una sonrisa:
-Lo que dices es pueril, Renato. ¿Quién puede encontrar en ti un defecto? Eres el hombre más rico de la isla, el más im-portante después del Gobernador, y aun antes que él para la mayor parte de las gentes. Tienes nombre, fortuna, juventud y talento. ¿Á qué cosa mejor que a ti puede aspirar una mujer?
-Te sobrepasas en el elogio, o eres cruel en tu burla. Si yo tengo todo eso, ¿qué tienes tú contra mí?
-Nada, Renato. ¿Qué puedo tener? Vivimos en ,mundos di-ferentes, y éste no es el mío; por eso resulto incomprensible a los ojos de muchos, de ti el primero. Olvídate de mí, que se olviden todos. Permítanme volver a Saint-Pierre, y tú sé feliz, tan inmensamente feliz como deseo que llegues a ser. Olvídate de mí, Renato. Es todo lo que tienes que hacer.
-¡Mónica… Mónica.. .! -llama Renato al ver que ésta se aleja con paso presuroso.
-Renato mío, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? -pregunta Aimée, acercándose solícita a su novio-. Estás alterado, muy pálido, y no creo que valga la pena. No debes hacer el menor caso de cuanto te ha dicho…
-Hablaba con Mónica…
-Ya lo sé. La vi pasar corriendo. Salí a buscarte, porque me imaginé que vendrías detrás de ella y no podía consentir que me calumniara…
-¿Calumniarte? -se sorprende Renato-. Nada dijo de ti. ¿Qué podía decirme? Yo soy quien, por lo visto, no satisfago su ideal para cufiado…
-¿Te dijo eso? -exclama Airnée en el colmo del asombro.
-Está demasiado claro para que no lo entienda. Creo que no me halla digno de tu amor y que le molesta ver cómo me quieres.
Aimée ha hecho un esfuerzo para contener una sonrisa bur-lona que juguetea ya en sus labios, y respira después profunda-mente, sintiéndose segura de sí misma, disfruta como nunca de la situación, con fuerza y poder para decidir tres vidas a su antojo y, condescendiente, le reprocha:
-Mi querido Renato, es increíble que confíes tan poco en tus propios méritos, que les des tanta importancia a las tonte-rías de Mónica..,
-Tú se la diste primero que yo. Si son tonterías, ¿por qué te alteraste de esa manera?
-Yo, no soy más que una débil mujer. Tú, en cambio, eres el hombre fuerte, sabio, inteligente… Lo mejor es que te ol-vides de los arrebatos de Mónica.
-Es precisamente lo que me ha pedido ella: que la olvide, que la deje volver mañana mismo a Saint-Pierre para esperar allí el regreso de ustedes.
-Me parece muy acertado, pero no que se vaya ella sola. Será mejor que regresemos las tres, que arreglemos allá las co-sas mientras tú las arreglas aquí, que mandes a reparar a toda prisa la casa de la capital, que es el lugar indicado para que pasemos nuestra luna de miel, y cuando hayan transcurrido esas cinco semanas indispensables para todo esto, nos casemos mientras Mónica vuelve a su convento, que es el lugar que le corresponde. Que tome al fin los hábitos, que profese. -Y con una jovialidad que más bien es ironía, declara-: Y que rece por nosotros, que rece por nuestros pecados, ya que ha elegido ese camino para llegar al .cielo.
-¿Irte tú también? ¿Dejarme?
-Por unos días solamente, mi tonto querido. Es indispen-sable. Si hemos de casarnos, hay mil cosas qué disponer. Si estamos oficialmente comprometidos para casarnos, no es muy correcto que viva yo en tu casa, que durmamos bajo el mismo techo. ¿No te parece?
Lo ha besado con un largo beso ardiente, cerrando los ojos, acaso soñando que es otra boca la que besa, y un instan-te arrastrado por aquel torbellino, responde Renato a su beso de fuego, susurrando:
-¡Aimée… mi vida…!
-Y ahora, formalidad -aconseja Aimée, reaccionando-. Ve a disponer las cosas para que mañana temprano nos lleven a Saint-Pierre. Yo voy a decírselo ai mamá y… -Se interrumpe al ver a unos pasos de ellos a Yanina, y no puede menos que lanzar una exclamación de sorpresa- ¡Ah…!
-La señora Sofía aguarda al señor Renato en sus habita-ciones -avisa la mestiza, adoptando un tono humilde-. Le rue-ga que vaya inmediatamente.
-Con usted no gana uno para sustos, Yanina -bromea Aimée con intención aviesa-. ¿Qué es lo que se pone en los pies para pisar como los gatos?
-Mi deseo de servir a los D'Autremont, señorita. Como hasta ahora no ha habido en esta casa nada qué sorprender ni ocultar…
-Ni lo hay tampoco ahora, Yanina -reprende rudamente Renato-. Puede usted omitir las reticencias.
-Perdón, señor. Yo sólo dije…
-Oí perfectamente lo que dijo. No quiero seguir hablando del asunto, ya que aclaré el punto total y absolutamente. No hay misterios, pero no todo puede hablarse delante de la ser-vidumbre.
-¿Qué? -se sorprende ahora Yanina.
-Será muy saludable que lo recuerde -recalca Renato. Lue-go, cambiando la expresión, se dirige a Aimée–: Con tu per-miso, voy a ver qué quiere mamá.
-Y yo también voy a prevenir a mi gente. Hasta ahora mismo, ¿verdad?
-Hasta siempre, mi vida…
. Se ha inclinado, llevándose a los labios la mano de Aimée y besándola con tierno respeto. Después se alejan ambos por distintos rumbos, mientras, inclinada la frente, ardiendo las mejillas como bajo la ofensa de una bofetada, Yanina perma-nece inmóvil, tensa, hasta que la mirada hosca y serena del hombre que se acerca, se fija en ella y observa:
-Yanina, ¿qué haces aqui?
-Nada, tío… -soslaya la mestiza haciendo un verdadero esfuerzo.
-A eso se aplican todos en esta casa: a no hacer nada. Y lo que es en el campo, si no estuviera yo siempre atento, con la fusta en la mano, no habría tampoco ^quién se moviera. ¡La vida voy a dejarme en las nuevas plantaciones de caña que es-tamos haciendo! Se han roturado cuatro parcelas en escalón, ca-si hasta lo alto del monte. Me gustaría que el señor Renato lo viera. Deberían darse una vuelta por allá. ¿Me oyes? -re-zonga Bautista. Y al observar atentamente la extraña expresión de su sobrina, indaga-: ¿Pero qué es lo que tienes? A lo que parece, vas a llorar. ¿Qué te ha pasado?
-Nada. El señor Renato se ha dignado recordarme que no soy aquí más que una sirvienta. Le molestó que al acercarme lo viera besando a esa Molnar… a esa Aimée que no es más que una cualquiera…
-¿Pero cómo te atreves…?
-Cualquiera puede verlo. Basta con mirarla. Pero el señor Renato es sordo y ciego, porque no quiere ni oir ni ver. Bueno, más vale que yo me calle, tío.
-De acuerdo. Creo que más vale que te calles si vas a decir disparates. La señorita del Moiriar será nuestra dueña dentro de cinco semanas según me dijiste.
-En Campo Real no habrá nunca más que una dueña: la señora Sofía. La otra, que no venga… ¡Qué no venga, porque le irá demasiado mal si viene!
-¿Pero qué dice»? ¿Demasiado mal?
-¡Y yo seré la que me ocupe de eso!
-¿Qué haces, Mónica? Veo que apresuras las cosas… La voz de Aimée ha llegado hasta Mónica golpeando sus nervios en tensión, deteniéndola, para dejarla inmóvil frente a la pequeña maleta que está poniendo en orden. Se hallan en la amplísima alcoba que le han destinado en aquella especie de palacio campestre, la más sencilla de las tres, no obstante los ricos cortinajes, los pulidos pisos, los lujosos y bien cuidados muebles…
-¿Puedes dejarme un rato en paz, Aimée?
-No te preocupes. No vengo a discutir ni a hacerte repro-ches. Al contrario. No tendrían razón de ser. Estoy encantada1 por tu magnífica iniciativa de volver cuanto antes a Siant-Pierre. La idea es, desde luego, de mi más absoluto gusto.
-Me lo imagino. Sé cuánto deseas perderme de vista.
-En este caso, perder de vista a mi futuro palacio, a mi futura familia y a mi futuro reino…
-¿A qué viene todo eso?
-Comprenderás que mamá y yo nos vamos también. Ya se lo he dicho a ella y se ha quedado poco más o menos que con un ataque de nervios. Sería conveniente que la calmaras, tú que sabes hacerlo. La pobre mamá tiene un santo horror a que se nos escape Renato, pero yo no. Sé que lo tengo bien seguro y aunque te duela oírlo quiero afirmártelo una vez más.
-No me duele. Lamento muchísimo haber dicho lo que dije. Por eso quiero regresar a Saint-Pierre; pero regresar yo sola. De ningún modo que por mí se interrumpa la visita de ustedes.
-Por ti no se interrumpe nada, hermana. Cálmate. Yo soy la que quiero irme, yo soy la que estoy harta de todo esto.
-Y, sin embargo, pretendes casarte con Renato -refuta Mónica sin poder suavizar el tono violento de su voz-. ¿Por qué no eres leal con él? ¿Por qué me obligas a hacer lo que no quiero hacer? Si sigues como estás», me obligarás a hablarle claramente.
-No creo que te atrevas. Hoy perdiste una ocasión estupenda. Hubieras podido sincerarte, hablarle de tu amor, pero ) único que se te ocurrió fue darle a entender que no te gus-taba para cuñado. Porque, desde luego, me lo dijo. El me lo cuenta todo. Hasta sus más recónditos pensamientos me per-tenecen. Y es un niño, ¿sabes? Es un niño tonto… y supongo que lo bastante bueno para seguir siendo tonto hasta el fin de sus días.
-¡Si supieras cómo me repugnas cuando hablas asi! ¡Có-mo te odio cuando…!
-lQué' lio de sentimientos te haces, hermana! -la interrum-pe Aimée con una risita suave-. Me odias porque estás celosa, y estás celosa porque lo quieres.
-¿Quieres callarte de una vez? ¿Qué es "lo que pretendes? ¿Volverme loca? ./
-Cálmate, Mónica, y no grites. Acertaste al decir que no estoy segura de mis sentimientos y, naturalmente, quiero estarlo antes de casarme.
-¿Qué dices, Aimée? -se esperanza la novicia.
-Buscar mi verdad en unos días de reposo y de aislamiento. Quiero volver a Saint-Pierre para eso: para estar sola. Para darme cuenta de cómo son las cosas realmente; para decidir si me caso con Renato, o si no me caso. Voy a hacer lo que tú llamarías examen de conciencia. Puede que me case. Son dema-siadas las ventajas que Renato me ofrece.' Puede que no me case, que prefiera la libertad a la riqueza. En el segundo caso… -Su voz no puede disfrazar la ironía que la invade-: En el segundo caso, mi querida hermana, te daré una prueba de esa generosidad mía que tanto has puesto en duda. ¡Te lo devolveré!
Cómo un relámpago de esperanza ha cruzado sobre el al-ma de Mónica, aunque las últimas palabras de su hermana la hieren y la ofenden. Duda, lucha, vacila, se retuerce en aquella dura batalla empeñada contra sí misma, mientras casi afable, casi sonriente, goza Aimée del desquite de verla temblar. Tal vez un momento cruza la compasión por los ojos oscuros de Aimée, pero se apaga al grito de su egoísmo, al benévolo placer de manejar otras almas a su antojo, mientras la palabra violenta estalla en los labios de Mónica:
-¡No tienes nada qué devolverme! ¡Pero no creas que vas a seguir divirtiéndote, jugando con él!
-¿Por qué no? Cuando se entrega el corazón sin condicio-nes, no podemos quejarnos demasiado de lo que sucede. Y él me entregó su corazón. Me quiere más que a sí mismo y sin ambages me lo confiesa.
-Porque está ciego, porque no sabe quién eres. Si te cono-ciera realmente, si yo le dijera de ti… -advierte sordamente Ménica-, Y demasiado bien sabes lo que podría decirle.
-Tú eres quien no lo sabes -se enfurece Aimée-. No pue-des acusarme sino de tonterías, de chiquilladas, de simplezas. No tienes una prueba contra mí, y te desafío a que me acu-ses sin pruebas. Ya verás si te cree, ya verás contra quién se vuelve…
-Contra mí, por desgracia -acepta Mónica con profundo dolor.
-Me alegro mucho que lo comprendas. Pero aunque fuera verdad, aunque lograras demostrarle que soy indigna, ¿sabes lo que conseguirías con eso? ¡Que. te odiase! ¡Porque matar su fe en mí es condenarle a sentirse el más desdichado de los hombres! .
-De eso te aprovechas…
-No hago sino defenderme. Buena eres tú para no hacerlo. Si desde niña no hubiera estado yo alerta… Conmigo no te hagas la buena. Querrías verme muerta…
-¡Con cuánta injusticia hablas, Aimée! Yo querría verte feliz, pero haciéndole feliz a él también. Saber que eras capaz de ser honrada, digna, recta, de serle leal, totalmente leal…
-¿De veras? ¿Sólo con estar segura de eso te considerarías dichosa? Que sea leal, '¿verdad? Que sea sincera… Pues bien, voy a serlo. Es justamente lo que te prometo: no me casaré con Renato sin estar segura de poder brindarle esa felicidad que tú quieres para él y que yo deseo para mí misma. Pero cuando me case, si me decido a hacerlo, me harás el favor de dejarme tranquila. Es todo un pacto. ¿Aceptas? ¿Sellamos con un beso?
-Acepto… pero no es necesario el beso.
-Rencorosa, ¿eh? -ríe burlona Aimée-. Yo soy la que de-biera estar enojada. Buena puñalada trapera quisiste darme. Pe-ro a mí no me importa. Eres la oveja blanca de las dos herma-nas: la aplicada, la noble, la prudente, la buena… Yo tengo algunas manchas, pero soy la más fuerte y no te guardo rencor de ninguna especie. -Y diciendo y haciendo, besa a su hermana.
-Hijitas… vaya, menos mal. -Es Catalina, que llega junto a ellas-. Temí que siguieran discutiendo. Es tan doloroso para mí verlas de esa manera, una contra la otra… Duelen tan-to en el corazón de una madre esas desavenencias… ¡Ay, si los hijos supieran… I -Un suspiro llena el corazón de la madre.
-Mamá, por Dios, no te pongas romántica -rechaza Aimée con alegre jovialidad-. Ya pasó todo; fue una nubecilla de verano. ¿Verdad, Mónica?, Pero ya verás cómo no vuelve a su-ceder. De ahora en adelante, mi hermana y yo vamos a llevar-nos maravillosamente: yo en mi casa y ella en su convento. La situación ideal para no disgustarnos. Y si andando los años me sale a mí una hija casquivana y coqueta, se la envío a su tía la abadesa para que la sermonee y…
-¡Aimée! -la interrumpe la voz de Renato que la llama desde el pasillo.
-Creo que me llama Renato -comenta Aimée; y luego, alzando la voz, responde-: Aquí estoy, querido. Entra.
-Perdónenme ustedes -se disculpa Renato desde el um-bral-. Sin duda, interrumpo una conversación familiar, pero es el caso que mamá quiere hablarte en seguida, Aimée. A la po-bre le ha caído bastante mal la noticia del viaje de ustedes.
-En dos minutos lo arreglo yo todo y la convenzo' de nues-tras magníficas razones -asegura Aimée-. ¿No vienes conmigo; Renato?
Este se ha quedado mirando a Mónica, inmóvil frente a la pequeña maleta abierta, tan pálida, tan frágil, con una expre-sión tan dolorosa en los labios, que un irresistible sentimiento de amistosa compasión lo acerca a ella, y suplica:
-No quisiera que te fueras disgustada conmigo, Mónica.
-No lo estoy, Renato, ni habría razón para ello. Eres el mejor de los hombres…
-No lo soy, pero deseo serlo, para brindarle a tu hermana toda la felicidad que merece, para que un día puedas mirarme como hermano, aunque no tengamos la misma sangre…
Con rápido gesto ha tomado la mano de ella, llevándosela a los labios, y luego marcha tras Aimée…
– Qué buen muchacho. Señor -exclama Catalina-. No lo hay mejor en el mundo entero. Yo también roe voy a preparar las maletas.
Mónica ha quedado sola, inmóvil, sintiendo sobre la piel de su mano derecha la dulce y ardiente sensación de aquel be-so, el cálido deleite de aquella caricia que enciende de rubor sus mejillas… y furiosamente se clava las uñas, borrando con sangre la huella de aquel beso…
17
-ES UN GRAN honor su visita para mi, señorita, pero francamente no recuerdo…
-No fatigue su imaginación, doctor Noel. Es la primera vez que nos vemos… de cerca. De vista le conozco bastante. En Saint-Pierre, más o menos, todos nos conocemos, ¿verdad?
-Yo no creo haber tenido el gusto hasta ahora.
-Mi nombre es Aimée… Aimée de Molnar…
-Ahora sí. ¡Acabáramos! Después de todo, no le falta a usted razón. De vista, más o menos, todos nos conocemos. Co-nozco a su señora madre, y su señor padre, que en paz descan-se, fue amigo mío también. Pero, ¿en qué puedo servirla? En primer lugar, siéntese… Siéntese…
-No hace falta; mi visita será muy corta… Dominando sus nervios, mirando furtivamente a las venta-nas y a las puertas de aquel viejo y destartalado despacho, Ai-mée parece decidirse-, a jugar la peligrosa carta de su empeño. Lleva ya varios días en Saint-Pierre inquiriendo inútilmente, preguntando en vano, deslizándose al borde de los ambientes en que podría recoger alguna información, y al fin se ha deci-dido a visitar al viejo notario que ahora, al contemplarla entre curioso y complacido, afirma:
-La vi a usted algunas veces de niña, pero se ha trans-formado maravillosamente. ¿En qué puedo servirla, hija mía? La veo nerviosa…
-¡Oh, no! En lo absoluto… Mi visita es una tontería… Quiero decir que no es para nada serio. Pasé cerca y pensé: Puede que el señor Noel sepa algo dermis encargos. No me entiende, claro. Perdóneme. Es un enredo… Resulta que yo le había dado unas monedas al patrón de cierta goleta para que me trajese de Jamaica perfumes ingleses.
-¿Perfumes ingleses? ¿No nos envía Francia los mejores perfumes del mundo? -Se escandaliza el buen Noel.
-Sí, sí… Claro… Pero no se trata de eso. Era un perfu-me especial el que yo quería… Un perfume para caballeros… Y algunas camisas. Algunas de esas admirables camisas inglesas que no se parecen a ningunas. Se trata de un regalo que quiero hacer. Un regalo para mi prometido. Estoy de novia, doctor Noel. Me casaré muy pronto…
-Pues felicito a su futuro. Pero siga su cuento: Usted dio unas monedas al patrón de un goleta…
-Para que me trajera perfumes de Jamaica. Pero el hom-bre no ha vuelto…
-Y quiere usted demandarlo. ¿Tiene recibo?
-¡Oh, no! Absolutamente. Creo que se trata de una per-sona de confianza. Me lo recomendaron como' tal. Pero nadie me da razón de él, y como alguien me informó que era amigo de usted…
-¿Amigo mio un patrón de goleta? ¿Cómo se llama?
-El apellido no lo sé. Su barco se llama el Luzbel
-¡Juan del Diablo! Pero es fantástico lo que usted me cuenta. ¡Juan del Diablo, comisionista de perfumes!
-Bueno… Era un favor particular el que iba a hacerme. Se lo rogué, accedió le di el dinero, me dijo que pronto es-taría de vuelta, pero nadie sabe nada de él.
-En efecto, señorita Molnar. Nadie sabe nada de él, ni creo que sabrá en mucho tiempo. Me veo en la obligación de ser sincero, porque conozco a su prometido: conozco y quiero al joven caballero Renato D'Autremont.
-Doctor Noel… -se atraganta Aimée con el nerviosismo de la sorpresa reflejada en su lindo rostro.
-Y no sé por qué me imagino que es él quien la envía.
-¿Qué dice? -apremia Aimée ya en el colmo del asombro.
-Renato pertenece a la rara casta de hombres demasiado generosos, demasiado buenos. A él le preocupa extraordinaria-mente la suerte de Juan del Diablo, y no le ha bastado con sacarlo de un apuro recibiendo su ingratitud en pago. Ahora se empeña en saber qué ha sido de él, ¿verdad? Y como teme un sermón de mi parte la manda a usted…
-¿Yo… yo… ? -balbucea Aimée, sin acertar a comprender.
-Mi linda señorita Molnar, mucho me temo que Juan, por el que confieso que siento afecto a pesar de todo, esté metido en un asunto bastante feo. No oye consejos. Se ha empeñado en hacer fortuna de repente. Con seguridad no sé lo que está ha-ciendo, pero me temo que las autoridades se hallen ya sobre aviso con respecto a él. No creo que pueda regresar, no creo que volvamos a verle por Saint-Pierre en muchos años. Porque si volviera, es casi seguro que iría a parar al fondo de un cala-bozo, ¡y Juan del Diablo no es tan tonto para eso!
Pedro Noel ha hablado dejándose llevar por sus sentimien-tos sin reparar apenas en el efecto que sus palabras hacen en la linda muchacha que le escucha consternada, juntas las manos, agrandadas las pupilas, conteniendo milagrosamente la olea-da de desesperación que la envuelve. Al fin, Aimée de Molnar se pone de pie y, más que hablar, sus labios balbucean:
-¿Está usted seguro de eso?
-Naturalmente. Dígale a Renato que no se preocupe más de él, que lo deje correr su suerte. Bien dichosos podemos estar con que no lo ahorquen un día de éstos o le partan el corazón, de una puñalada, en una riña de taberna. Que si hasta ahora ha salido bien de todos los enredos, no quiere decir que esa suerte va a durarle siempre. Un día se le acaba, y ¡zas! un lo-co menos… .
-¿Cree usted que está loco?
-Creo que fue muy desgraciado de niño y que esas cosas siempre dejan huella. Nació con una estrella negra… Es una historia larga y confusa… Más vale que no hable de ella. ¿Para qué?
-Es que yo quisiera saber… Si usted me lo dice, le doy mi palabra de no repetirlo a nadie… ni a Renato siquiera. Bueno, la verdad es que él no sabe que he venido. Yo vine por mi cuenta, inquieta al verle preocupado. Y también lo de los perfumes es cierto. El me prometió volver… volver en cin-co semanas.
-Espérelo cinco años… y acaso vuelva. ¿Sus encargos eran regalo para Renato?
-Sí, pero no quiero que él lo sepa.
-Mi consejo es de que se olvide de todo eso usted también.
-¿Se olvidará también usted de mi visita?
-Bueno… Si usted lo desea…
-Se lo ruego. Me ha hecho usted un gran favor… un enorme favor…
-Sí, Renato, ve a buscarlas. Me parece muy buena idea. Ve a buscarlas y apresura las cosas. Guíate siempre por tu ra-zón, por tu criterio, que es el que debe prevalecer en el ma-trimonio. Malo es que un hombre acceda en todo a los capri-chos de una mujer. Ya sé lo que piensas: que cómo te hablo de este modo, siendo yo mujer. Pues, porque eres mi hijo, Re-nato, y te sé blando, complaciente, tierno, demasiado generoso, acaso demasiado enamorado…
-Pero, mamá… -Hay una repulsa en la voz de Renato por los conceptos de su madre.
-Nadie nos oye. Creo que puedo serte absolutamente -sin-cera. Tú sabes que nadie te quiere más que yo. ¡Nadie!
-Aimée me quiere…
-Desde luego, hijo. En eso confío. Te quiere, no tiene por qué no quererte. Bien contenta puede estar con su suerte. Te quiere, pero, además de quererte, debe respetarte, entender que su destino es estar sujeta a ti, que su primer deber es compla-certe. Aimée, que es deliciosa, me parece, sin embargo, un poco inquieta, consentida y mimada en extremo. Una madre muy blanda, un padre ausente primero y luego muerto… Su hermana mayor parece muy descontenta con ella. Y Mónica, a pesar de sus arrebatos, me parece una persona excelente, só-lida y recta.
-Siempre la tuve como tal, pero ahora, sus nervios…
-¿Cuál es el origen de esa enfermedad nerviosa?
-No lo sé, mamá. A veces me parece que tal enfermedad no existe, que es una forma de disculpar, de explicar un estado de ánimo hosco y hostil con todo el mundo, o al menos conmigo. No quería decírtelo, pero ya que llevas las cosas por ese cami-no, más vale que lo sepas: Mónica no es mi amiga desde que emprendí las relaciones con Aimée.
-¿Tiraba ya para monja cuando eso?
-No; su vocación religiosa apareció después. ¿Por qué me lo preguntas?
-Por nada. A veces la imaginación va muy lejos y más vale no dejarla volar. En definitiva, Renato, mañana sales para Saint-Pierre y las traes. Puedes quedarte allí dos o tres días, lo necesario para activar los papeles de ella, que seguramente no te tomará más tiempo. Cuando vuelvas, todo estará dispuesto. Quiero que te cases aquí, en nuestra vieja iglesia, donde te bau-tizaron, donde velamos a tu padre, donde un día me velarás a mí también… Es nuestra tradición. Nunca amé demasiado a esta tierra. Ahora creo que hice mal. Aquí está mi vida, puesto que está la tuya y estará la de tus hijos. ¡Quiero que me des muchos nietos! Quiero verlos crecer sanos y alegres en tu Campo Real, y que la linda mariposa, que es hoy tu novia, se convier-ta en la mujer fuerte y serena que yo soñé a tu lado. Quiérela, pero no la abandones a su antojo. Guíala, sostenía, hazla a tu modo, modélale el alma para que sea tu mujer, no la linda tiranuela en que amenaza convertirse. Que sea digna de tu amor, y estará en Campo Real como una reina.
-¿En Campo Real… ?
-Claro. ¿En qué piensas?
-Aimée soñaba con vivir en Saint-Pierre, y yo le había prometido mandar reparar nuestra vieja casa… Es tan joven, tan alegre… Me temo que se aburre demasiado en el valle.
-¿Qué locura es esa? Poca confianza tienes en ti mismo sí piensas que puede aburrirse tu mujer estando a tu lado. Bueno, ni una palabra más de esa tontería. Las obras que he mandado hacer en el ala izquierda de la casa estarán a tiempo para que paséis allí una deliciosa luna de miel. A Saint-Pierre podrá ir cuando tú la lleves de paseo. Este es el hogar de los D'Autremont, éstas son tus tierras y es aquí donde ha de vivir la mujer que se case contigo.
~-Yo pienso como tú, mamá, naturalmente. Pero es duro comenzar por discutir con ella. No creas que me falta carácter. Todo cuanto dices era también mi propósito. ¡Pero la quiero tanto! ¡Tengo tal anhelo de verla feliz!
-Ya lo sé. Y es contra la debilidad de tu gran amor contra la que te prevengo. Cólmala de amor, pero exígele que te co-rresponda plenamente. Y si no estás seguro de poder hacerlo, no te cases con ella.
-Sí, madre. Me casaré y será tal como tú lo deseas: mi es-posa, mi compañera en todo. Lo haré, madre. Tengo que ha-cerlo, porque yo no podría vivir sin ella, porque la quiero más que a mi vida, y como a mi propia vida defenderé el derecho de que sea mía totalmente.
-¡Juan Juan!
El nombre ha escapado, como un sollozo, de la garganta trémula de Aimée. Está sola en la playa. Sola frente al mar siempre inquieto que baña las costas martiniqueñas. Sola fren-te a la tormenta de su alma, frente a la marejada brutal de los recuerdos, y murmura:
"No volverás; no volverás nunca tal vez, y yo… yo…
Ha retrocedido hasta llegar a la entrada de la cueva, aque-lla gruta profunda, de piso de arena, que huele a yodo ya sali-tre… aquella gruta, tálamo de su amor tempestuoso, que brin-dó a sus horas de locura el verde terciopelo de sus algas y la frágil cortina de sus heléchos. Ha entrado con paso tambalean-te. Sus rodillas se doblan, su cuerpo se inclina hasta que las ma-nos trémulas cubren el rostro y tocan otra sal: la de sus lágri-mas. Es como una despedida dolorosa y cruel…
El nombre de Aimée suena a lo lejos, como la llamada de otros mundos, como el grito de la razón que llega hasta la ena-morada de Juan, despertando su instinto de combate, su egoismo, su soberbia, su anhelo de triunfar, su ansia de lujo, su sed de placeres:
-¡Aimée… ¡ ¡Aimée… ¡
Al solo recuerdo de su hermana,-se alza la cabeza de Ai-mée, se yergue su torso con brusco ademán altanero. No quiere que la encuentre así: humillada, vencida, llorando frente al amor que se fue. No ha- respondido a su llamada, pero ya Mónica se acerca. Ha visto el camino labrado a pico desde el acan-tilado de piedra y ha bajado por él hasta la playa, buscando con sus grandes ojos anhelantes hasta descubrir la entrada de la cueva, y corre a ella como impulsada por un presentimiento…
-Aimée, ¿qué te pasa? ¿No me oías? ¿Por qué no me con-testas? ¿Qué tienes?
-Nada. ¡Estoy harta de que me persigas siempre!
-Merecías qué no lo hiciera… Levántate, ven… Renato te espera en la casa. Lo que hayas decidido, se lo dirás a él…
Aimée se ha levantado de un salto, trémula de sorpresa. Ha sentido como si el propio Renato la sorprendiera allí, en aquel santuario de su amor por Juan, como si aquella mujer, celosa rival aun cuando corra la misma sangre por sus venas, fuera capaz de adivinar su pensamiento… No, no perderá a Renato. No lo perderá" todo, tras el golpe cruel de haber per-dido a Juan, y allí está Mónica dispuesta a arrebatárselo, de-cidida a luchar quién sabe con qué armas… Mónica, en cuyos ojos arde la enorme fuerza de su amor y de su voluntad. Pero Aimée está bien decidida, será más astuta, más rápida, aun cuando la sorpresa. la sacuda en este momento, y serenándose tras un esfuerzo supremo, inquiere:
-¿Que Renato está en casa…?
-Vino a resolverlo todo para la boda, pero si como me prometiste has hecho examen de conciencia…
-¡Oh, déjame!
Aimée ha cruzado ya la playuela, trepa por el sendero abier-to entre los riscos, mientras Mónica la mira alejarse como si una fuerza extraña la detuviera bajo el tosco arco natural que da entrada a la cueva. Sus ojos recorren ésta con sorpresa. Con paso tambaleante se interna en ella. Jamás pensó que la natu-raleza pudiera brindar al hombre una estancia natural como aquélla, y cual un torbellino cruza una imagen por su mente: la de Juan del Diablo… Recuerda su rostro curtido, su sonri-sa desdeñosa, sus ojos altaneros, su aire a la vez atractivo, na-tural y salvaje como el de aquella cueva. Ha presentido, «ha adivinado casi, pero rechaza aquella idea punzante, como quien rechaza un mal pensamiento, y haciendo la señal de la cruz so-bre su frente, sale siguiendo los pasos de Aimée…
-¿Entonces, mi vida; no hay ningún inconveniente?
-Nunca hubo ningún inconveniente, Renato mío. Hoy mismo pensaba escribirte, buscar un propio con quien enviarte unas líneas diciéndote que por mí todo estaba dispuesto.
Suave, tierna, sonriente, con aquella coquetería mimosa un tanto pueril con que suele dirigirse a él, Aimée ha cortado las posibles preguntas de Renato diciendo que sí a cada palabra, a cada petición.. .
-Mamá desea verlas en Campo Real cuanto antes…
-Iremos cuando quieras, querido. Ya te dije que todo lo tenemos dispuesto, al memos mamá y yo. De Mónica no sé y más vale que sea mamá la que le pregunte. Está tan nerviosa y tan rara en estos días… No me extrañaría que no quisiera asistir a nuestra boda, que se empeñara en volver a su conven-to… -Aimée se interrumpe al ver a su hermana que ha lle-gado Junto a ellos y, con voz casi melosa, exclama-: ¡Ah, Mó-nica! De ti hablábamos precisamente…
-Ya te oí -asiente Mónica con serenidad-. Oí todo cuanto dijiste.
-No quisiera que interpretaras mal… -empieza a discul-parse Aimée, pero Mónica la interrumpe y puntualiza con toda claridad:
-No creo que lo que has dicho se preste a ser interpretado. Está más claro que la luz del día: esperas que vuelva al convento y que no asista a vuestra boda…
-No espero; temo.. .
-Iba a hacer la modificación, Mónica -interviene Rena-to-. Te aseguro que me darías un gran disgusto negándote a estar junto a nosotros en un día que tanto significa, y no creo que las reglas de ninguna orden, por severas que sean, te nie-guen el permiso de asistir a la boda de tu hermana.
-Por el momento estoy fuera de todas Jas órdenes y de to-das las reglas del convento. Tengo licencia por tiempo in-definido. . .
-Pero, Mónica querida -comenta Aimée-, eso es algo com-pletamente nuevo. Al menos, nunca lo habías dicho.
-No hubo ocasión. Solemos hablar tan pocas veces… Pe-ro sí, hermana, estoy libre. Puedo ir a donde me plazca y hacer lo que desee, inclusive decidir no volver al convento. Por algo se da tiempo a las gentes antes de que hagan los votos definitivos. Hay cosas que requieren ser pensadas y meditadas muy seriamente antes de decidirse a ellas. Sobre todo, el matrimonio y las órdenes religiosas, pues es irreparable el daño qu'e se hace a los demás, y a sí mismo, yendo a ellos indebidamente, sin una absoluta seguridad de nuestros sentimientos.
Aimée ha apretado los labios, sintiendo que la sangre en-ciende sus mejillas, pero es demasiado astuta para dejar escapar una palabra imprudente, para no desconfiar frente a la helada serenidad de Mónica, que se dispone a salir del vetusto salón con una disculpa:
-Con tu permiso, Renato. Tengo aún algunas cosas qué disponer. Quedas, naturalmente, en la mejor compañía.
-Menos mal. Tu hermana parece sentirse mejor -comenta Renato sintiendo cierto alivio.
-No sé qué decida -soslaya Aimée con ira contenida-. De las gentes lunáticas no es posible fiarse. Siempre salen por donde menos se las espera. ¿Me permites también a mí un mo-mento? Te dejaré solo un minuto nada más…
Ha salido con paso rápido, ha visto a Mónica que se aleja hacia el jardín, con paso mesurado, y corre .tras ella, llamándola:
-¡Mónica.. .! Mónica, quiero que hablemos en seguida.
-Te estaba esperando precisamente para eso. Iba a llegar hasta un lugar del jardín donde pudiéramos hacerlo a solas sin que nadie nos oyera.
-Aquí nadie nos oye y necesito saber, inmediatamente, qué es lo que te propones.
-Nunca me he propuesto más que una sola cosa: impedir que hagas desdichado a Renato, salirte al paso en cuanto ha-gas contra él qué no sea claro, leal y diáfano. Puedo apartarme de tu camino, cederte el campo, pisotear mi corazón, ahogar mis sentimientos, anularlos hasta que desaparezcan, pero no en-tregarte a Renato para que lo conviertas en un guiñapo con tus mentiras y tus astucias.
-No soy mentirosa ni astuta como supones. Yo lo quiero también.
-.Eso juraste y eso creí un día: que le amabas; que, a tu manera, le querías, pero que había verdadero amor en ti y que eras capaz de vivir por él y para él. Y decidí apartarme. Pensé que mi única misión era ésa, que tenía el derecho de vivir sólo para mí misma, de buscar, en el convento, la paz que me faltaba. Mas ahora las cosas han cambiado. No perdamos el tiempo en repetir lo que las desbabemos. Renato te quiere con locura y, amándote como te ama, está en tus manos des-amparado y ciego…
-Bueno, lo único que quiero saber es lo que te has pro-puesto. No creas que vas a hacerme vivir bajo la amenaza de soltar la lengua diciendo tonterías.
-Pues así has de vivir, aunque no quieras. Y no serán ton-terías las que yo- cuente… De ti sola dependerá mi actitud, Aimée. Me prometiste reflexionar, ser sincera, hacer examen de conciencia, pesar las cosas en la balanza de tu corazón…
-Te prometí resolver, y he resuelto… He resuelto casarme con Renato, dedicarle mi vida entera, ser dueña absoluta de mi familia, de mi casa, de mi vida y la suya, y no permitir que ni tú ni nadie intervenga en lo que no le concierne. Te prometí tomar una determinación y es ésa. ¿Está claro? ¡Pues vete ya a tu convento y déjame en paz de una vez!
-Me iré cuando esté segura de que cumplirás tu promesa, pero no antes, Aimée. Es mi último derecho, y no lo entrego, no renuncio a él. Hay demasiadas cosas oscuras en tu vida… pero puedes estar tranquila, porque el pasado no voy a te-nértelo en cuenta.
-¿Qué sabes tú de mi pasado?
-A ti no voy a decírtelo, Aimée. Sería tanto como quedar indefensa y eres una enemiga demasiado peligrosa. No haré na-da, no diré nada mientras te portes correctamente con Renato. Y en último caso, tomo para mí el papel más ingrato: el de recogida, el de agregada. Quieras o no, seré junto a ti como la imagen viva de tu conciencia.
-Si piensas que voy a soportarlo…
-Lo soportarás. Y además, no será por toda la vida.
-Menos mal que le pones plazo a tu espionaje -comenta Aünée con rabiosa ironía.
-Precisamente. Cuando le hayas dado un hijo a Renato, me apartaré para siempre de ustedes. Confío en que tu concien-cia de madre te baste a partir de ese momento. Confío…
.-Perdónenme -interrumpe Renato, que se ha acercado silenciosamente-. Presentí que estaban disputando y no pude quedarme en la sala. Tus últimas palabras me parecieron muy interesantes, Ménica. Son las únicas que escuché y me gustaría saber a qué se refieren. Dijiste algo así como: "Confío en que tu conciencia de madre te baste a partir de ese momento". ¿A qué conciencia te refieres? ¿Eran dirigidas directamente a Aimée tus palabras?
Un gesto grave invade el rostro de Renato, dándole una expresión diferente a la que nunca tuviera frente a Aimée. A pesar de su astucia, a pesar de su cinismo, ella ha temblado. Pero Mónica sonríe… sonríe con perfecta sonrisa cordial, mien-tras apoya suavemente su blanca mano en el brazo de su her-mana para soslayar con tranquilidad:
-Sí; pero no te pongas tan serio, hombre. Se trataba sólo de unos cuantos consejos de hermana mayor, acaso un poco demasiado monjiles. Aimée es muy joven para casarse, y ésa ha sido la única razón de mis temores hasta este momento. Com-prendo que has interpretado mal las cosas por culpa mía, pero ella me ha jurado una vez más que te adora y que vivirá para ti. Yo creo en sus palabras, creo en ella… Es la mayor garan-tía de felicidad para los dos. Nada en el mundo me importa tanto como 4a felicidad de ustedes, y acabo de prometerle a Aimée velar por ella…
-¿Qué dices a esto, Aimée? -interroga Renato volviéndose hacia ésta y contemplándola con ternura.
-¿Qué puedo decir? Absolutamente nada… Me iré a dis-poner las maletas…
18
-¡ COLIBRÍ ¡ ¡COLIBRÍ!
-Aquí estoy, mi amo. ¿Qué me manda a hacer?
-Ven a ensayar las gracias con que vas a lucirte en Saint-Pierre.
En la puerta de la cabina del capitán, ágil como una ardi-lla, negro como el betún, alegre como un cascabel, el nuevo tripulante del Luzbel se contorsiona en la más graciosa de sus muecas. Puede tener doce años, y los grandes ojos brillan como luceros sobre la piel oscura y lustrosa. La redonda cabeza, en la que el negrísimo pelo finge granitos de pimienta, gira como pudiera hacerlo la de un muñeco, y el flexible talle se dobla en una burlesca reverencia de corte, que acompaña el más pi-caresco de los gestos.
-Perfecto -aprueba Juan, riendo-. Así tienes que saludar a tu nueva dueña, y como para entonces te habrás puesto tu traje nuevo, todo de terciopelo rojo…
-¿De veras, mi amo? -se entusiasma el llamado Colibrí-. ¿Me va a regalar un traje nuevo? ¿Un traje colorado, con cas-cabeles?
-Claro que si. ¿Cuándo te he dicho yo mentiras?
-Nunca, mi amo. Me dijo que me iba a traer a su barco, y a su barco me trajo. Que aquí todos los días iba a comer, y todos los días estoy comiendo. Que ya no iba a tener que cargar más leña, y ni una astilla cargo. Pero también me dijo que me iba a dar un ramo de uvas, grande, grandote… y eso sí que…
-¡Bandolero…! Estás aprendiendo a pedir demasiado pron-to, y eso no me gusta. Pero el ramo de uvas, aquí lo tienes. Tómalo y lárgate.
Riendo, Juan del Diablo ha lanzado al aire el más hermo-so racimo de uvas de cuantos hay en una bandeja sobre la tosca mesa, y el muchachuelo lo atrapa con uno de sus rápidos mo-vimientos, huyendo después alegremente, como pudiera hacerlo un pequeño colibrí.
-Está usted embobado con ese muchachuelo, patrón -co-menta el segundo de a bordo-. No sirve par'a nada en el bar-co, más que para distraer a la gente. Es fuerte y ágil. Pudiera ser un buen grumete…
-No quiero grumetes. No hacen falta en mi barco. Recluto hombres a quienes romperles el pescuezo si nq cumplen. no niños a quienes maltratar cuando a cada cual le venga en gana hacerlo. ' '
Está bien -acepta el segundo; y en seguida, cambiando de tono, solicita-: ¿Puedo echarme un trago, patrón?
-¿Para qué? ¿No crees que bebiste suficiente?
-Ya ni beber se puede en este barco.
-Muy pronto beberás hasta caerte, cuando seas tú el patrón.
-¿Pero es de veras que va usted a quedarse en Saint-Pierre? ¿Es en serio?
-¿Cuándo te dije yo algo que no fuera de veras? Lentamente, Juan se ha puesto de pie tras de rellenar su pipa de tabaco rubio y la enciende, aspirando pensativo el hu-mo azul .y espeso. Lleva siete semanas en el mar, "su piel parece aun más curtida que antes de emprender aquel viaje definitivo, sus cabellos rizados y oscuros se encrespan rebeldes sobre la an-cha frente, su mentón es cuadrado, firme, voluntarioso… Pero hay una expresión diferente en sus grandes ojos italianos, y los carnosos labios ardientes y sensuales sonríen levemente a la ima-gen lejana de una mujer.
-Hay que ver cómo ha cambiado usted, patrón.
-¿Cambiar yo? ¿En qué?
-En todo. Como si fe hubieran dado a beber una de esas pócimas que preparan en Haití, quién sabe con qué yerbas.. Esas pócimas con que le roban a uno el alma… De ellos se dice que son muertos…
-Y yo estoy muy vivo, segundo. Además, soy rico. ¿No te das cuenta?
-¡Humm! Creo que usted confía demasiado en ese poco de dinero que tiene.
-No es poco. Basta y sobra para lo que quiero hacer.
-Dejar el Luzbel, meterse tierra adentro -refunfuña el se-gundo-, ¿Quién ha visto eso?
-Nunca hablé de meterme tierra adentro. Sobre las rocas del Cabo del Diablo haré mi casa, recia como una fortaleza. Compraré las diez leguas de tierra que quedan detrás, un ca-rruaje con dos caballos, cuatro barcas para la pesca… Com-praré después todas esas cosas bonitas que les gustan a las mu-jeres: espejos, vestidos, perfumes…
-Sólo piensa en eso. Lo que puede cambiar un hombre, Señor.
-¿Y qué? La quiero y será mía para siempre. Nadie va a mirarla cuando sea mía. Nadie pondrá los ojos en ella. Yo le daré todo Ip que quiera, todo te que pida, todo lo que sueñe…
–Con una mina de oro no basta para tener contenta a una mujer, si es de las que les gusta el iujo.
-Y yo tengo una mina: ésta… el Luzbel. El Luzbel se-guirá en el mar, contigo de patrón. Ya sabes el camino de las buenas, cosechas….
-Pero a veces las cosas se ponen muy malas. No se fíe de este viaje en que todo ha salido bien. Ha tenido usted mucha suerte, patrón.
-De ahora en adelante la tendré siempre. La estrella de Juan del Diablo no va a apagarse.
-Pero puede ponerse roja de repente….
-¿Para qué haces el papel de agorero? -reprocha Juan francamente enfurecido.
-Quisiera que pensara un poco más, patrón. No seria bue-no volver por la Martinica en algunos meses. A veces la policía se pone muy curiosa, y teniendo usted enemigos como los que tiene… .
-¿Lo dices por mano cortada? Ese perro ladra, pero no muerde. A .ése se le tapa la boca con unas monedas. En Saint-Pierre, lo único que quedó fue una deuda… Una deuda con el ilustre Renato D'Autremont… Se la pagaré hasta el último centavo y quedaré en paz con el hijo de doña Sofía.
Ha mordido la pipa mientras se cierra su recio puño. Tal vez un quemante recuerdo de la infancia roza su alma, (rayén-dole la amargura a sus labios, pero otro más reciente vuelve de nuevo, suavizándolo todo, y exclama:
-¡Qué sorpresa va a llevarse ella! Se imaginará que vuelvo, pero no cómo voy a volver: llevándoselo todo… todo… y un regalo especial… Colibrí -llama imperioso.
-¿Qué me manda, mi amo? Aquí me tiene.
-¿Cómo vas a saludar a tu nueva dueña? A ver, haz la reverencia. -Juan no puede contener las carcajadas-, iMagnífico! ¡ Perfecto! ¿Te comiste las uvas? Toma otro racimo, y lárgate. '
El segundo ha bajado la cabeza. Juan deja atrás la única cabina de su nave, cruza la cubierta, se apoya en la borda y su mirada de águila distingue, en la linea imprecisa del horizonte, la alta cima de aquella montaña de laderas inaccesibles que hunde en las nubes su pico de fuego. Luego, su mano cae su-jetando al muchachuelo negro, enseñándole con extraña emo-ción la sombra de aquella cima que se ve a lo lejos, y explica:
-El Mont Pelee. Esta noche estaremos en Saint-Pierre…
-¡Pero qué preciosidad, qué cosa más linda! ¡Qué sedas, qué bordados, qué encajes…! -exclama Catalina con inconte-nible entusiasmo.
-Sí, mamá, todo está precioso -conviene Aimée con cier-ta frialdad.
-¿Te gusta de veras tu ajuar? -pregunta Sofía.
-Claro, doña Sofía, tiene que gustarme, puesto que se tomó usted la molestia de hacerlo traer de Francia para mí…
-No, hija, no por eso…
-Por eso también, aparte de que .todo es lindísimo. Mi hija agradece en todo lo que vale su interés y su cariño por ella Sofía.
Empeñada como siempre en demostrar hasta el límite mi satisfacción y su gratitud, la bondadosa y asustadiza señora de Molnar se deshace en elogios frente a aquella canastilla de bo-da verdaderamente magnífica, que extienden sobre el ancho le-cho de la futura pareja, las blancas manos de Sofía D'Autremont.
Todo está listo, ya para aquella suntuosa boda, aconteci-miento máximo en las tierras de los D'Autremont en toda la isla de la Martinica. Durante la última semana, los sirvientes no se han dado reposo. Hasta los trabajos del campo se han sus-pendido para atender a los de arreglo y embellecimiento de la enorme finca, que luce ahora como nunca: pintada y decorada de nuevo, resembrados los jardines, renovados adornos, colga-duras, cortinajes, brillantes como espejo los pisos pulidos. Has-ta los caminos que conducen allí han sido reparados. Todo el que es alguien en la Martinica asistirá a esa boda: desde el Gobernador, con fueros de padrino, hasta el Obispo, que será el encargado de bendecir la unión.
-¿No sería bueno ir guardando todo esto en el armario? -propone Catalina.
-Supongo que la doncella nueva puede hacerlo -observa Aimée.
-Claro que sí -corrobora Sofía-, Te he cedido a Ana, por-que es magnífica: la mejor auxiliar que'puedes tener para el cuidado de tu persona.
-Ha sido muy amable de su parte, doña Sofía, pero no era preciso. Ana era su doncella…
-Yo tengo a Yanina y con ella me basta. Ana te será más útil a ti. Quiero cuidar personalmente de todos los detalles de tu comodidad, quiero que seas feliz en esta casa, hija.
Aimée ha respondido sonriendo con vaga sonrisa. Cada día, cada hora que se acerca a aquella boda suntuosa, se va sintiendo más intranquila, con un sordo presentimiento de an-gustia, con una especie de violencia contenida para cuantos le rodean. Odia la actitud de su madre, la generosidad de Sofía, la solicitud de los sirvientes, el rostro pálido y helado de Mónica, cuyas manos se mueven en actitud febril tomando por ellas todas las iniciativas.
-Dejen ahí la ropa. Yo la pondré en el armario.
-No, Mónica, la arreglaré yo misma.
-Tú tienes que arreglarte para esperar a Renato. Ya va a ser la hora en que suele venir.
-Yo creo que tu hermana tiene razón, hijita -interviene suavemente Sofía-. Nosotras arreglaremos el armario. Ve a tu cuarto y ponte muy linda para cuando regrese mi hijo.
Aimée ha obedecido por rio replicar violentamente a Sofía. Como una autómata abandona la alcoba que arreglan para ella, sale a la amplísima galería y. se detiene frente a la balaustrada para mirar a lo lejos aquellos tres picos del Cabet que dividen en dos la isla, encerrando a Campo Real en aquel valle que es como una poza profunda y florida. Y un ansia repentina de huir, de cruzar la barrerá de aquellos montes y asomarse al mar abierto y limpio que se ve desde arriba, la sacude con un anhelo de libertad, con un deseo violento de rebelarse contra la nueva vida que parece imponerle su destino. Y es el recuer-do, como saeta de fuego traspasando su alma…
-¡Aimée, mi vida! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?
-¿Eh? ¿Qué? Renato… tú…
-¿No me esperabas? ¿Te asusté?
-No te esperaba. Pero, ¿por qué había de asustarme? -re-plica Aimée, dominándose. .
-Por nada, mi vida, pero pusiste una cara extraña. Por eso te lo pregunté. ¿En qué pensabas? Parecías angustiada y, por la expresión de tus ojos, hubiera podido jurar que tu pen-samiento iba muy lejos. ¿Y sabes lo que sentí de repente? Celos…
-¡Pero qué loco eres, Renato! ¿Celos de quién? -refuta Aimée, pretendiendo aparecer alegre.
-No lo sé y espero no llegar nunca a concretar mis celos contigo,. Creo que sería un tormento superior a mis fuerzas. Jun-to a ti, viviendo el uno para el otro como ya vivimos, me basta verte como ahora, la mirada perdida, fruncido el ceño, para tener la absoluta necesidad de saber en seguida a dónde voló tu pensamiento.
-¿A dónde ha de volar, tirano mío? Se me hacen eternas las horas en que me dejas sola. ¿Dónde estabas? ¿Por qué te pasas tanto tiempo por ahí. Dios sabe dónde?
-Dios… y tú lo sabes también. Hoy crucé el desfiladero para ir a las tierras del otro lado, donde están las plantaciones de caña y el ingenio.
-Sí. Le oí hablar de eso a doña Sofía. Parece que es una obra de mucho mérito que ha emprendido Bautista. ¿No se llama Bautista el administrador de ustedes?
-Sí, desde luego. Bautista se llama. Pero no estoy de acuer-do con la forma en que se han hecho las cosas.
-Tu madre dijo que eso estaba dejando dinero.
-Tal vez. Pero las condiciones de vida de esos infelices no son adecuadas. Duermen hacinados en unos barracones sin luz y sin aire, trabajan de seis a seis, con sólo media hora para co-mer, en este clima agotador. ¿Comprendes? Hay algunos en-fermos, verdaderamente enfermos, y ni siquiera están aislados de los demás. Es preciso hacer viviendas nuevas, canalizar un arroyo… Pero te estoy aburriendo, ¿verdad?
-No -responde Aimée en tono indiferente-. Pero pensé que en estos días, tú no estarías ocupándote de nada de eso, sino de cumplir cuanto me has prometido. ¿Comenzaron ya las re-paraciones en la casa de Saint-Pierre?
-No ha habido tiempo, pero la casa de Saint-Pierre será reparada.
-¿Cuándo? No estará a tiempo para que pasemos allí la luna de miel.
-No será sólo una luna de miel lo que tú y yo vivamos, Aimée, sino muchos años de felicidad. Ya verás. De momento, no podíamos desairar a mamá que mandó arreglar, especial-mente para nosotros, el ala izquierda del edificio. ¿No te gus-ta nuestro departamento?
-Sí, desde luego. Al fin y al cabo, para veranear está bien. Porque, según me prometiste, donde viviremos es en Saint-Pie-rre. ¿O es que no-te acuerdas?
-Me acuerdo de todo, Aimée, y habrá tiempo para hablar de ello. Por el momento, si me lo permites, voy a saludar a mamá. Después he de hablar con Bautista. Es urgente, hay que resolver algo con esos enfermos. Hubiera querido hablarte de ellos, Aimée…
-No, por Dios. Era lo único que me faltaba. Pero ahí tienes a Mónica; por ahi viene… A ella puedes describirle to-das las dolencias de tus cortadores de caña. Tiene la paciencia que se necesita para el caso. Yo te confieso que no la tengo. Cuando hayas agotado el tema, tomaremos juntos una taza de té.
-Aimée… -reprocha Renato, extrañado de la actitud des-preocupada de su novia.
-Hasta luego -saluda Aimée, alejándose. Y a su hermana, que va llegando, le advierte-: Mónica, te habla Renato.
-¿Querías algo de mí, Renato? -pregunta Mónica.
-Según tu hermana, abusar de tu paciencia. Trataba de hablarle de una especie de epidemia que se ha presentado en el valle chico, donde están las plantaciones nuevas y el ingenio, pero no quiso escucharme. Le molestan los enfermos, y es na-tural. Entonces, esa linda muñeca traviesa, burlándose un poco de nosotros, me envió a molestarte a ti al ver que te acercabas.
-Pues si puedo servirte en algo, Renato, habla. A mí no me molesta. Al contrario. ..
-Sé que eres lo bastante bondadosa para escucharme: pero si Aimée no quiso hacerlo… '
-Somos diferentes. Además, ella sólo piensa en su próxima boda, lo cual es natural, ¿no te parece?
-Si; naturalísimo. He sido inoportuno tratando de tocar con ella ese tema, pero te confieso que en estos asuntos me en-cuentro un poco solo. Mi madre no comparte mis ideas, está ciega con respecto a Bautista, cree cuanto él dice y aprueba cuanto él hace.'..
-Pero tú eres aquí el verdadero dueño, el amo, el que ha de disponer.
-Y así lo haré, aunque de momento prefiero hacerlo sin violencias para no disgustar a mi madre. He pensado en otro administrador para la hacienda; Mejor dicho, en repartir entre dos el trabajo de uno. Para hacer cuentas y calcular gastos y fletes, lo mismo que para los asuntos legales, he pensado en el doctor Noel: un hombre honrado a carta cabal, inteligente y bondadoso. Para estar en el campo, luchando con los trabaja-dores, necesito otro tipo de hombre: joven, enérgico, decidido, pero con ideas liberales, con generosidad para los que trabajan, con comprensión para los que sufren…
-¿Y tienes también candidato para ese puesto?
-Hay uno que pudiera serlo si quisiera, pero habría que conquistarlo. Se trata de un amigo de la infancia que creció áspero, díscolo como un gato montes. Además, es muy poco probable que acepte. Pienso ocuparme de eso más adelante.
-Pero antes dijiste que tenías un problema urgente.
-Si. Los enfermos. Sospecho que las condiciones sanitarias en que viven y trabajan son peor que malas. Hay una especie de epidemia entre los cortadores de caña y los trabajadores del ingenio. Quisiera, por lo menos, separarlos de los demás, pres-tarles un poco de asistencia médica. En fin, no sé, no sé. Pensé dejarlo todo para después de la boda, mas temo que el mal sé extienda demasiado.
-¿Quieres que me ocupe yo de eso? ¿Dónde es el asunto?
-Me parece excesivamente duro para ti, pues el lugar se halla a más de tres leguas y los caminos están endiablados por las últimas lluvias. No creo que un coche pueda pasar hasta allí. Yo he tenido que ir a caballo.
-Pues a caballo puedo ir yo también. ¿Quieres disponer uno para mí?
-Dispondré un caballo, un sirviente para que te acompañe y una orden escrita para que te obedezcan en todo cuanto or-denes -apoya Renato alegremente-. ¡Qué buena eres, Mónica! ¡Cómo te lo agradezco!
Ha estrechado sus manos, se ha alejado después con paso rápido y alegre, mientras Mónica sonríe,' saboreando la hiél de su martirio, clavándose más hondo la espina, que le hiere, como si apretase a su corazón las cuerdas de un silicio cruel, y susurra:
-Pasará todo el día junto a ella. Le dará, a todas horas, su amor y sus besos. Así será. ¡Así lo quiero… ¡
19
MONICA SE HA detenido, pálida de angustia, frente al hueco, que es la puerta de aquel barracón enorme y fétido, cu-yo vaho insoportable la obliga a detenerse. Apenas puede creer lo que sus ojos ven, tan rudo es el contraste que ofrecen el pai-saje magnífico y el fondo sórdido de aquella vivienda miserable. Tal vez aquel que llaman pequeño valle sea más lindo y risue-ño que el hondo y perfumado que es centro de Campo Real. A un lado se agrupan los bosques de áloes, caobos y cedros; al otro, el pañuelo verde de la cana se pierde hasta donde la costa, cortada de repente, se rompe bruscamente para hundirse en el mar azul. Al frente, con sus paredes de ladrillos, su ac-tividad febril y sus humeantes chimeneas, el pequeño ingenio primitivo que hace tintinear las monedas de oro en las repletas arcas de los D'Autremont.
Mónica ha hecho un esfuerzo para cruzar sobre aquel um-bral, y apenas puede creer lo que sus ojos ven: el techo y las paredes son de palmas mal unidas; el suelo, de tierra; no hay más muebles que algunos cajones y banquetas rústicas; cuelgan de algunos postes hamacas destrozadas y mugrientas, y tirados sobre sucias esteras, peor que bestias, las largas filas de los tra-bajadores enfermos, sin luz, sin aire, sin un cántaro de agua fresca al alcance de su mano, sin una sombra de piedad huma-na que sea capaz de penetrar en aquel infierno…
-Señorita,. ¿pero adonde va usted? Salga… salga, que se va a sofoca. Esto no lo aguanta toa la gente.
Un anciano de piel color carbón y encrespados cabellos casi blancos se ha acercado a ella, entre tímido y asustado. Se apo-ya en una especie de muleta rústica y arrastra con dificultad las hinchadas piernas, pero en su mirada tristísima, de humillado de siglos, hay una chispa de bondad ingenua que se ilumina contemplando la frágil belleza de aquella mujer que no retrocede.
-No vaya más pa dentro, señorita. Estas cosas no son pa ver esto. Aquí no puede entrar. Yo le contaré lo que pasa, allá afuera…
-¿Quién es usted?
-¿Quién he de ser? Saúl, el curandero.. Me llamaron para que los curara con mis yerbas, pero el mal no hay quién lo pare. Ayer había como cuarenta hombres enfermos, y hoy pasan de ochenta.
-Naturalmente, puesto que están junto con los sanos. Es-to no puede ser, necesitan médico, medicinas, gente que los atienda, aire, espacio… Pero, ¿por qué están en este abando-no? ¿No tienen familia? ¿No hay una mujer que lo ayude a usted?
-A Vallecito vinieron los hombres "solos; las mujeres y los, muchachos están recogiendo Café en el otro lado. El señor ad-ministrador ha prohibido que vengan,, dice que hacen mucha falta por allá, y… "
-¿Qué es esto? -interrumpe Bautista, acercándose.
-¡El señor administrador! -se asusta el negro Saúl. Un silencio profundo se ha hecho repentinamente en el ancho barracón. Hasta los más enfermos han callado, conte-niendo el aliento. Algunos' se han incorporado, otros han vuelto con esfuerzo la cabeza para mirar el duro rostro del capataz, que los recorre con una mirada de desprecio y de ira, para vol-verse luego impaciente a la importuna visitante y ordenar:
-¿Quiere hacerme el favor de salir de aquí, señorita De Molnar?
-No, Bautista. Vine para ver esto… y para tratar de re-mediarlo. Ya veo que es infinitamente peor de lo que pensé.
-¿Y cómo quiere usted que sea, si a estos haraganes les ha dado por fingirse enfermos? -masculla Bautista con ira. Después, alzando la voz, amenaza-: ¡Se les descontará el jornal a los que no trabajen! ¡Arriba, holgazanes!
Mónica ha palidecido aún más, ha recorrido con la mirada las largas filas de desdichados que apenas se agitan un momen-to bajo la ominosa voz del capataz. Algunos han hecho el ade-mán de incorporarse, para volver a caer. Cerca de la puerta hay uno inmóvil, con las manos cruzadas con los ojos abiertos, y en él se detiene con espanto la mirada de Ménica, para volver relampagueante de ira hacia Bautista, espetándole:
-¿Pretende usted que se levanten también los muertos? ¡Usted no tiene corazón ni conciencia!
-¡Me está usted insultando! ¡Basta, señorita! Salga usted de aquí… Aquí soy yo el que manda. No tiene usted derecho…
-¡Mire usted si esta orden, escrita por mano de Renato, sirve de algo! Aquí manda qué se me obedezca y no voy a quedarme con las manos cruzadas. ¡Lo que voy a ordenar es en nombre suyo!
-¡A mí no tiene nada que ordenarme!
-¡Pues a quien aca! Esta orden abarca a todo el personal del ingenio.
-¿Por qué no llama usted a los caporales, señorita? -insi-núa el viejo negro.
-¿Quieres callarte, imbécil? -ordena Bautista, furibundo-. ¡Si vuelves a abrir la boca, te… ¡
-¡Haga el favor de reportarse, Bautista! -ataja Mónica con gesto severo.
-Haré algo más, señorita Molnar. Daré cuenta de esto al ama inmediatamente. Y-si ella sostiene las locuras de su hijo, no estaré ni una hora más en Campo Real.
-Si las cosas son de esa manera, creo que no le falta razón a Mónica.
-¿Pero es posible que la señora diga eso? -se encrespa Bautista, dominado por la sorpresa y la ira.
-¡Algún día tenía la señora que darse cuenta de los pro-cedimientos de usted! -estalla Renato en un arrebato de furia.
-¡Pues en ese caso, estoy de más en Campo Real!
-¡Naturalmente! -acepta Renato.
-Cálmate, Bautista, y tú también, Renato. Te lo ruego…
-interviene Sofía en tono conciliador.
-¡La señorita Molnar me ha insultado, me ha desautori-zado delante de más de cien hombres! -se queja Bautista-. ¡Tendré que hacerles apalear a todos si .quiero, que, de hoy en adelante, me respeten!
-Tendrás que callarte, y es lo mejor que puedes hacer
-aconseja Sofía con gesto severo-. Eres magnífico para nos-otros, Bautista, ya lo sé… pero acaso extremas la dureza con los trabajadores, y a eso es a lo que mi hijo se refiere.
-A lo que yo me refiero… -empieza a decir Renato; pe-ro su madre le interrumpe, para suplicar:
^ -Te ruego que me dejes acabar sin enfurecerte, Renato. Estamos solamente a horas de tu boda… ¿Por qué no aplazar esta discusión para más adelante?
-Desde el día que llegué estoy aplazándola -protesta Re-nato.
-Si el señor Renato quiere que yo me vaya inmediata-mente. .. -indica Bautista con hipócrita humildad.
-De ninguna manera-rechaza Sofía-. Te estimo demasia-do para perderte, Bautista. Creo que muy bien podemos com-paginar las cosas.
-¿No te das cuenta, mamá, de que Mónica ha sido demasiado buena, demasiado abnegada, aceptando realizar lo'que yo debí hacer por mí mismo? ,
-Es cierto. Ha tenido un rasgo hermoso, que le agradezco profundamente. Me hubiera encantado que ese rasgo fuera de tu Aimée; pero, al fin y al cabo, es igual -acepta Sofía; y diri-giéndose a su sirviente, suplica-: Bautista, te ruego que obedez-cas en todo a Mónica, en lo que se refiere a los enfermos.
-¡Pero ha ordenado una serie de locuras… ¡ Quiere que se fabrique para ellos un barracón aparte, con ventanas a lo largo de las paredes, camas con sábanas, mesitas de noche dón-de poner el agua y las frutas dé que, según ella, deben ali-mentarse esos holgazanes, y también ha mandado a buscar un médico a Saint-Pierre y pretende que lo tengamos para siempre en Campo Real. –
-Es una idea que tengo yo desde hace tiempo -asegura Sofía.
-También pretende quitarme media docena de las muje-res que trabajan en las plantaciones para que cuiden de ellos, y ha hecho'una lista de diez pliegos con las medicinas y las cosas que dice necesarias.
-Todo cuanto ha ordenado Mónica se cumplirá al pie de la letra. ¿No te parece bien, Renato?
Renato no responde. Cruzados los brazos, frío y duro el rostro, parece contenerse para no estallar con demasiada violen-cia. Sin aguardar la reapuesta, la señora D'Autremont se vuelve a Bautista:
-Hazme el favor de hacer cuanto he dicho, Bautista. ¡Ah! Y no olvides de presentar tus excusas a la señorita Molnar por haber sido descortés con ella. Es una orden y, además, un ruego.
-Como la señora ordene -accede Bautista deteniendo el freno y alejándose.
' -Bueno… -suspira Sofía-. Solucionado el lamentable in-cidente. ¿No te parece, hijo?
-No, madre. El mal está mucho más adentro, y más aden-tro he de llegar para curarlo. Sin embargo, tú misma lo dijiste antes: estamos sólo a horas de mi boda. Creo que, efectivamente, es preferible aceptar ese último plazo.
-Como tú quieras. No pienso interrumpir tu camino. Quie-ro sentirte y verte como amo y señor de Campo Real.
-Lo seré, madre. Ten la absoluta seguridad de que lo seré.
-En este momento iba a salir para las plantaciones, Mónica.
-¿De veras? Supongo que ya llegó por aquí Bautista.
-Sí. Llegó, habló con mi madre y perdió la primera es-caramuza.
-¿Es posible, Renato? ¿Lograste… ?
-Mi madre te da la razón y te agradece infinitamente lo que has hecho. Como cuando éramos adolescentes, me has dado la inspiración, la norma, me has marcado el camino de lo que hay que hacer. Ya sabía yo que, con tu ayuda, todo podría lo-grarse. Y lograremos la transformación absoluta, total… Sí, Mónica. Gracias a ti, el paraíso de los D'Autremont no tendrá ya rincones de infierno.
Sin que ella pueda evitarlo, Renato ha llevado a los labios las manos de Mónica, besándolas con gratitud, con ternura, con un entusiasmo juvenil e ingenuo que la estremece toda, hacien-do retroceder vertiginosamente 'el tiempo hasta los días ya le-janos de la adolescencia en los que ella fuera, para él, herma-na, amiga, guía y consejera… En- los que él fuera para ella el sueño sublime de un amor ideal. Sin embargo, bruscamente aparta las manos cuando la linda figura de Aimée aparece tras ellos, y acercándose comenta en son de broma algo picante:
-¿Qué es esto? Mi señor prometido parece sentir verdadero entusiasmo por mi hermana la abadesa…
-Ni siquiera soy monja, hermana. Todavía no… Desde luego, las dos seguiremos el camino que nos hemos trazado…
-Le daba las gracias a Mónica con todo el entusiasmo de mi corazón, Aimée -explica Renato-. Gracias a ella va a ser realidad la primera obra de humanidad y de justicia de cuan-tas deseo introducir en Campo Real. Pero no tenemos tiempo qué perder. He de vigilar que se cumplan en seguida todas las cosas que .has mandado, Mónica. Tú debes estar rendida y es conveniente que te tomes unas horas de reposo.
-No estoy rendida. Sería el colmo que tan pronto me can-sara. En efecto, hay mucho qué hacer y no pienso darme un punto de reposo hasta que la mayor parte, al menos, se haya realizado. Quiero hablar con doña Sofía y volver inmediata-mente a las plantaciones.
-Como quieras, Mónica. Y ahora, perdónenme las dos, pe-ro tengo que irme. Hasta luego…
-Apenas has estado conmigo, Renato -se queja Aimée.
-Hay tiempo, Aimée. Hay mucho tiempo -asegura Re-nato, al tiempo que se aleja dejando solas a las dos hermanas.
-¡Imbécil! -masculla Aimée entre dientes.
-¡No! -reprueba Mónica como en un lamento.
-¡Si! Es un imbécil. Claro que tú estás bañándote en agua de rosas.
-En agua de espinas en todo caso, hermana. Quisiera pen-sar que eres sincera, que le amas lo bastante como para sentir celos. .
-¿Celos de ti? -rechaza Aimée con fingido desdén.
-Sería absurdo, desde luego. No te preocupes. Sólo tomo la parte que tú no quieres: fatigas, desvelos…
-Y toda la gratitud de Renato, claro está.
-Tú tienes todo su amor. No te quejes…
-No soy de las que se quejan, sino de las que se defienden. Mañana, cuando se haya casado conmigo, ya verás como todo es diferente.
-Es lo único que espero, lo único que deseo. Y ahora, con tu permiso… Vete a tus perfumes, a tus encajes y a tus sedas. Yo vuelvo a mis desdichas, a mis llagas y a mis enfermos. No vamos a tropezar más, hermana. Tenemos caminos bien diferentes.
-¡.Pasamos el banco! -exclama Juan del Diablo, alboroza-do. Y acto seguido, ordena-: ¡Arríen la vela del palo de mesanat ¡dos hombres a babor, listos para achicar el agua… ¡
-¿Qué va a hacer, patrón? -se alarma el segundo de a bordo.
-¿No lo estás viendo? Virar a la izquierda.
-¡Pero nos vamos contra las piedras! ¡no aguantamos, hay mucho viento… ¡
-¡Arriba la vela del trinquete! -grita Juan, haciendo caso omiso de la observación de su segundo-. ¡Arriba la mayor!
Un golpe de mar violentísimo ha azotado sobre el costado de babor, barriendo la cubierta, haciendo rodar, a su bárbaro empuje, a dos de los mojados marineros que como autómatas obedecen a la, voz de su capitán. En seguida, otro golpe sacude el barco, haciéndole tomar la posición que perdiera, y como un potro fogoso, a quien se le clavaran las espuelas, salta el Luzbel dejando a un lado los arrecifes para entrar triunfante e ileso en el abrigo que le prestan los farallones de la costa.
-Si no lo veo hacerlo, patrón, no lo creo.
-Pues ya lo has visto -observa Juan sin dar mayor impor-tancia al asunto. Luego, alzando la voz, ordena-: ¡A tu puesto, timonel! ¡Arríen el foque! ¡Listos para lanzar el ancla! ¡Un bote preparado para tomar tierra!
-¿Ahora mismo? No puede ser:.. -refuta el segundo.
-¿Cuándo te olvidarás de decir eso? ¡Un bote para saltar a tierra!
-¿Con cuántos hombres para el remo, patrón?
-Conmigo basta…
20
-¡que LINDA ESTAS, hija… pero qué linda! Mírate un momento en el espejo… ,
Las blancas manos de Sofía acaban de prender la corona y el velo sobre los brillantes cabellos de azabache de Aimée de Molnar, mientras Catalina sonríe emocionada y las tres don-cellas arreglan cuidadosamente los pliegues sobre la larguísima cola del traje de desposada.
-Ya puede sentirse feliz mi Renato… y orgullo el padrino que va a llevarte del brazo al altar.
-Aquí está tu rosario y tu pañuelo. Que Dios te bendiga, hija mía. ¡Qué linda estás… qué linda eres! -se entusiasma Catalina de Molnar.
El último alfiler de la cuidadosa toilette ha sido prendido, y las mujeres, que llenan la amplia alcoba, rodean a la novia entre comentarios y cuchicheos. No hay duda que Aimée está más, linda que nunca en estos momentos. Por rareza están pá-lidas sus mejillas siempre sonrosadas, y en el rostro color dé ámbar brillan, más ardientes y profundos, los grandes ojos ne-gros. Tiembla la boca roja, trémula como un botón de rosa encarnada, y hay, a pesar suyo, un fulgor de profunda satisfac-ción en las pupilas cuando al mirarse en la luna de Venecia, que le devuelve su imagen, se halla a sí misma codiciable y bella. Saliendo de su momentánea abstracción, pregunta:
-¿Ya es la hora?
-Hace rato… pero déjalos que esperen -aconseja Sofía-. Hoy, aquí, la única persona verdaderamente importante eres tú, Aimée.
Esta ha sonreído, escuchando el murmullo elegante que lle-ga hasta ella. Jamás la casa D'Autremont, ni en sus mejores tiempos, pareció más brillante que aquella noche. Como un as-cua relucen sus mármoles, sus bronces, sus espejos, sus ador-nos de Sévres, sus vajillas de plata… Las flores desbordan en todos los floreros y forman un camino perfumado desde la escalinata de piedra hasta la pequeña iglesia blanca, a cuyos flancos se agrupan los trabajadores de Campo Real y de las fin-cas vecinas, los cocheros y lacayos de los caballeros que llegaron de Saint-Pierre, los campesinos de muchas leguas a la redon-da… Dos filas de criados, sosteniendo en alto antorchas, iluminan el trecho», que una noche nublada hace profundamente oscuro. De pronto, Aimée se vuelve a la señora Molnar e indaga:
-¿Dónde está Mónica? –
-¿Mónica…? -balbucea Catalina-. Pues… pues no sé. Supongo que…
-Aquí la tienes -señala Sofía.
En efecto, Mónica se acerca, y es la única que no ha cam-biado de aspecto: con su eterno traje negro de mangas largas y alto cuello, con sus rubios cabellos peinados con la misma sencillez de siempre, con el pálido y exquisito rostro sin afeites donde el cansancio dejó su huella, con sus grandes ojos a la vez puros y profundos, altivos y sinceros. Y dirigiéndose a Sofía, expilca:
-El padrino está en la puerta esperando a Aimée. Y Re-nato le ruega a usted que ponga en sus manos esto.
-Ponió tú misma, hija mía, no faltaba más. Sofía ha sonreído afectuosamente, observando, tal vez con el deseo de adivinar sus pensamientos, aquel bello rostro enig-mático. Pero Mónica, sin vacilar, pone el blanco y perfumado ramo de novia en la mano de Aimée, al tiempo que indica:
-El último detalle, hermana. Ya no te queda sino ir hasta el altar.
-¿No me deseas buena suerte? -pregunta Aimée con un rumor de sorna en la voz. '
-Con toda el alma, hermana -afirma Mónica con la ma-yor sinceridad.
Lentamente se acerca al altar la bellísima novia, apoyada la mano en el brazo del viejo Gobernador, que parece impo-nente bajo la bordada casaca de su uniforme de gran gala. La flor y nata de Saint-Pierre, de la isla entera, está en estos mo-mentos bajo el techo de la iglesia de Campo Real, que brilla como una llamarada de oro bajo la luz de millares de velas. Junto a Renato, lánguida, y pálida bajo el severo traje negro, Sofía D'Autremont vive el minuto de emoción intensa que le da aquella boda, mientras los ojos de Renato, fijos en Aimée, la miran como si con ella se acercase toda la dicha del mundo.
-Aimée de Molnar y Bixet-Villiers, ¿quieres por esposo a Renato D'Autremont y Valois?
-Si quiero…
La mano del sacerdote se ha alzado para bendecir aquellas dos frentes -que. se inclinan junto al altar, y en el silencio de las respiraciones contenidas vibra la emoción de aquel minuto, tan distinta en los diversos corazones… Hay lágrimas en los ojos de Sofía y en los de Catalina; hay una sonrisa bondadosa, indulgente, de madurez, en los labios del hombre que represen-ta la autoridad de Francia en la lejana isla tropical; hay una plenitud de dicha pura en las claras pupilas dé Renato; hay un extraño fulgor enigmático en los ojos de Aimée… y un poco apartada de los demás, junto a la puerta lateral del templo, las manos sobre el pecho, como si quisieran contener el latido desorbitado de aquel corazón que ahoga su dolor en silencio, Mónica asiste a la ceremonia, casi como ausente. Sus labios es-tán resecos y febriles; sus ojos, envidriados de tristeza, no saben ya de llanto; sus rodillas se doblan suavemente, como si fuera mucho para ellas el frágil peso de su cuerpo; y el pensamiento; que se quema en sí mismo, que arde alumbrando y consumién-dose como las velas del altar, se reconcentra en dos palabras que son una oración:
-¡Dame fuerzas. Dios mío… dame valor y dame fuerzas… ¡ Ya brilla el aro de desposada en el dedo de Aimée, ya caye-ron sobre la bandeja de plata las trece arras de-oro, ya la mano del sacerdote se alza de nuevo,, y sus labios van susurrando:
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