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Corazón Salvaje, de Adams Caridad Bravo (página 6)


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-Las casadas están sujetas a sus maridos como al Señor, por cuanto el hombre es cabeza de la mujer, asi como Cristo es ca-beza de la Iglesia. Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó por ella, porque está escrito en el Segundo Libro del Génesis, Versículo 24: ''De-jará el hombre a su padre y a su. madre, y se juntará con su mujer y serán los dos una misma carne". Cada uno de vos-otros, pues, ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer obe-dezca y respete a su marido… Unidos para siempre quedáis, hijos míos, con el santo y fuerte lazo del matrimonio, más fuer-te aún en los que, como vosotros, tenéis el deber de dar ejem-plo. Que sea vuestro hogar el modelo para los que menos saben y menos tienen. Que sea vuestra vida espejo y norma de virtu-des cristianas, de bondad y prudencia, y sean la paz y la felicidad en este mundo, y la salvación eterna en el otro, los pre-mios que el Señor os otorgue. Amén.

Sin fuerzas para acercarse, Mónica ha escuchado los salu-dos, los parabienes; ha visto los abrazos, las manos que se es-trechan, y ahora, transida de un dolor sin nombre, ve cruzar a Aimée, del brazo de Renato, por la estrecha senda de flores que lleva a las puertas de la iglesia, y les mira alejarse y per-derse, como si toda la luz del mundo se apagara de un golpe, como si se abriese la tierra para tragarse toda la belleza de la vida, como si perdiera en un instante toda su razón de existir, y en voz baja, reza: –

-Hágase, Señor, Tu voluntad, así en la tierra como en los cielos…

La luz deslumbradora y violenta del rayo cercano es lo único que alumbra la playuela desierta, los altos acantilados de rocas, el mar enfurecido, todo aquel imponente concierto de naturaleza salvaje y desencadenado, que hace sonreír a Juan del Diablo, como si con todo ello escuchase la vieja música terrible que envolvió su infancia: El Cabo del Diablo, el pedazo de costa más áspera de -todo el litoral, y aquella anónima playuela escondida, desconocida, casi inaccesible, que es para él entrada exclusiva y secreta a la cercana ciudad de Saint-Pierre.

A una sola flexión de sus brazos de Hércules, ha metido el bote playa adentro, librándole de la posible furia del mar. Va a echar dentro los remos cuando algo se mueve bajo el ban-co, e indaga airado:

-¿Qué, es eso? ¿Quién está ahí?

-Soy yo, patrón…

-¡Rayo del infierno! ¿Y qué demonios viniste -a hacer? ¿Có-mo te metiste ahí? ¿Por qué hiciste eso? ¡ Contesta!

-Yo quería venir con usted, patrón… quería conocer a la ama nueva…

-Entrometido -pretende regañar Juan, pero su voz desdi-ce su gesto-. ¿Quién te dio permiso de desobedecerme? ¿Y si se hubiera volcado el bote antes de llegar a tierra?

-Con usted no se vuelca. Y si se vuelca, yo sé nadar tam-bién. Me sé tirar desde lo más alto y llegar hasta el fondo bus-cando una moneda.

-Ya… Supongo que has tenido que buscar monedas hasta en el fondo del, infierno -acepta Juan. Y adoptando un gesto severo, rezonga-: Pero cuando yo doy una orden es para que se cumpla. Dije que bajaría solo y tú fuiste a esconderte en el bote. .

-Yo ya estaba aquí, patrón. Desde por la tarde me había metido para que me trajera. Yo quería venir con usted. Si ne-cesita algo en tierra, ¿quién va a servirle, mi amo?

-Bueno, está bien. Colibrí. Ven, trepa por aquí… Vas a conocer la buena tierra de la Martinica, y vas a ver a la ama nueva…

Juan ha empezado a subir los acantilados con paso firme y rápido, y el pequeño Colibrí le sigue ton gran esfuerzo, has-ta que de pronto advierte con entusiasmo:

-¡Allá hay luces, patrón!

-¡Quieto! No es allí donde vamos. Es más cerca… por este lado. La casa está a oscuras…

-¿Eso es una casa?

-Si, Colibrí. Esa es la casa de tu ama.

-Pero está durmiendo… -se desilusiona el muchacho.

-Tal vez duerme… y sueña con Juan del Diablo. ¡Pobre de ella si soñara con otro! '

-¿Pobre de ella?

-Todavía no sabes de eso, Colibrí. Pero cuando un hom-bre quiere a una mujer, la quiere para él soló o no es un hombre. ¿Comprendes?

La mano ancha y recia se ha apoyado en la espalda del muchachuelo, zarandeándole en ruda caricia. Luego pasa sobre la redonda cabeza de cortísimos cabellos rizados, y le explica, orgulloso:

-Tu ama es la mujer más linda que has visto nunca, Colibrí. –

-Usted me dijo un día que tenía los ojos como luceros…

-Como luceros sobre el mar le brillan los ojazos negros, y es toda ella… como una flor. Si, Colibrí: como una flor. de fuego….

-¿Ella no sabe que usted llegó? Usted dijo que le manda-ba cartas con el pensamiento

-¡Qué tonto eres! -ríe Juan verdaderamente divertido-. Pero ya te avispará ella. Son las mujeres las que, al fin y al cabo, lo avispan a uno, y las que le enseñan buenas maneras.., ¿No me ves a mí? Nunca pensé que una mujer me hiciera es-perar al raso, hasta que amaneciera… pero quiero llegar co-mo un caballero. ¿Tú sabes lo qué es un caballero. Colibrí?

-Sí, sé, patrón… Es un hombre que va a caballo…

-También es eso -ríe Juan a carcajadas-, y me has dado una idea. Si yo comprara un buen caballo, si nos presentáramos vestidos de otra manera, no con estos harapos mojados. .. Va-mos a comprar ropa. Colibrí. -Una ráfaga huracanada, de viento y lluvia, hace maldecir .a Juan-: ¡Rayo del infierno! Vuelve a llover, y tú estás temblando. ¿Tienes frío?

-No, patrón. .

-¿Cómo que no, si das diente con diente? Vamos a la ta-berna del Sordo. No nos vendría mal algo qué mascar y algo qué beber. -Vacila un momento y exclama-: ¡Claro que no sé cómo me aguanto para no tocar esa puerta… 1

Ha dado un paso hacia la casa oscura y cerrada, se ha acercado a la ancha puerta del frente… Saltando como un picaflor. Colibrí va tras él, y advierte:

-La puerta está cerrada por fuera, patrón. Mire: un can-dado. ..

-Pues es cierto. Una argolla y una cadena con otra cerra-dura. .. Esto quiere decir que no hay nadie en la casa.

Con violenta ira repentina, ha sacudido aquella cadena que cruza entre argollas reforzando la vieja puerta, pero al vio-lento tirón cede la podrida madera y la mano audaz empuja decidida. Juan del Diablo ha penetrado sin vacilar. Una amar-ga desilusión, una impaciencia irresistible, que es terrible sos-pecha, le impulsa. No se ha detenido para entrar como una tromba a través de las desiertas habitaciones, donde todo deno-ta que aquella casa ha sido abandonada para un largo tiempo: las ventanas sin cortinas, las camas deshechas, las paredes sin cuadros ni imágenes… Como por instinto, se detiene en el centro de la que fuera alcoba de Aimée. Una fuerza extraña parece envolverlo, como si aún flotara en el ambiente algo de ella, como si la delatase el sutilísimo perfume que aún parece persistir, como si el espejo de luna verdosa guardase en su fon-do, misteriosamente, aquella imagen que le obsesiona. Y, sin poderse contener, murmura:

-Aimée… Aimée… ¿Dónde estás, Aimée? :

Sin ella es como si, de repente, el mundo estuviese vacío: todo ha perdido su razón y su objeto. Le parece moverse en un mundo irreal, hasta, que la oscura figurilla de Colibrí se agita tras él, haciéndole volver a la realidad:

-¿No está aquí el ama, patrón? ¿Se fue de viaje?

-¿De viaje? ¿De viaje has dicho? -se alarma Juan, dominado por repentina ira-. ¿Adonde y por qué? ¿Por qué?

-¿Por qué no le pregunta a algún amigo, patrón? -insinúa tímidamente Colibrí-. ¿No tenía amigos el ama nueva?

-Mucho me temo que demasiados, pero no los conozco -ni sé nada de ellos.

-¿Y usted, patrón? ¿No tiene amigos?

-¿Yo? ¿Amigos yo? No, Colibrí, creo que no los tengo. Me temen o me atacan, me odian o me respetan, pero nadie es amigo de Juan del Diablo.

-Yo sí, patrón -afirma Colibrí, en un arranque infantil.

-¿Tú sí? Puede ser… Bueno, ven… Vamonos de aquí…

-¿Y qué va a hacer patrón?

-Buscarla,.. Buscarla y dar con ella donde quiera que esté.

-¡Aimée, mi vida… ¡

Aimée se ha estremecido, volviendo la cabeza vivamente. Está sola junto a la balaustrada de aquel ancho portal que ro-dea la casa, frente al departamento preparado especialmente pa-ra ellos en el ala izquierda. Ha llegado escapando del bullicio, todavía con el blanco traje de desposada, y aspira con ansia el aire fresco y húmedo de la noche lluviosa, mientras mira co-rrer las nubes negras, despejando a trozos el transparente cielo tachonado de estrellas.

-No sabía dónde estabas -explica Renato-. Te he busca-do por toda la casa…

-Escapé porque no soportaba ya tanto bullido y tanta gente.

-Pronto estaremos solos, mi vida.

-¿Pronto? ¡Quién sabe! Eso no depende de tu deseo. Si hubieras hecho las cosas como yo quería, habríamos tomado el caminó de Saint-Pierre inmediatamente después de la boda, y que se quedaran aquí de tiesta hasta el amanecer si querían. Pero con este sistema del tiempo de nuestros abuelos…

-Son sólo unas horas de paciencia, y han sido meses de adelanto en nuestra boda. Si hubiéramos hecho las cosas como tú querías, aún estaríamos esperando que acabasen de reparar la "casa de Saint-Pierre. No estaría yo a tu lado como estoy en estos momentos: con el dulce derecho de llamarte mía…

Ha querido besarla, pero ella esquiva el beso. Ahora que la boda se ha realizado, siente una angustia extraña, algo muy parecido al miedo. Acaso teme la necesidad de dar a Renato una explicación desagradable. Acaso es más punzante el dis-gusto que desde hace días crece en ella. Acaso el hecho de sen-tirle cerca con todos los derechos de esposo, provoca en ella frialdad y despego; pero comprende que no puede menos, que disculparse:

-Me siento mal, Renato. Me duele la cabeza…' -Es natural, mi vida. Los nervios, el ruido, la obligación de saludar continuamente, de responder a todos, de sonreír a todos… Sin embargo, yo aun puedo decir, como decían nues-tros abuelos: ¡Hoy es el día más feliz de mi vida! ¿No sientes tú lo mismo. Aimée? ¿No me respondes?

-Contestaré cuando se haya ido el último invitado.

-Algunos van a pasar aquí la noche. Por fortuna, los menos. Como amainó la lluvia, muchos se disponen a regresar, y si el Gobernador entre ellos. ¿Sabes que aproveché la ocasión de hablarle de alguien que me interesa mucho?

-¿A ti? ¿Quién?

-Un amigo a quien no conoces, pero en el que pienso como candidato á la administración de Campo Real. Tengo muchos proyectos y necesito tener a mi lado colaboradores capaces, que compartan mis ideas plenamente… -Vacila un momento al observar que Aimée no le presta atención, y casi se discul-pa-: ¿No te interesa lo que digo?

-No es el tema del que desea oir hablar una mujer unas horas después de casarse. Pero como en ti los asuntos de la fin-ca son una obsesión…

-Perdóname, pero -es algo tan ligado a nuestra vida… Campo Real, tú y yo, somos la misma cosa, para mí al menos. De nuestros sentimientos depende el bienestar de mucha gente, y nosotros también, en cierta forma, dependemos de ellos. Es la cadena de la vida, ahora más fuerte que nunca, porque tenién-dote a mi lado, en mi Campo Real, el mundo para mí .se en-cierra en este valle… Aunque, no te asuste… Escaparemos de él siempre que quieras.

-Por mí gusto estaríamos bien lejos ahora y siempre.

-¿Siempre? ¿No te gusta la finca? ¿No sientes, como yo, que nuestro hogar está en ella?

-Mi hogar todavía no sé dónde está…

-¿De veras? ¿Es posible?

-Si te empeñas en obligarme a hablar…

-Pues sí. En cualquier caso, prefiero que seas sincera. ¿Qué te pasa, mi Aimée? No pensé encontrarte así en estos momentos. Hay en ti algo extraño, desconcertante… ¿Por qué, mi vida? |Te quiero tanto!

Se ha acercado más a ella, la ha tomado por el fino talle, atrayéndola a sí, y ella siente el impulso de rechazarlo, pero se contiene. Piensa que en el cercano salón dorado, lo mejor de Saint-Pierre celebra sus bodas. Piensa que es la señora D'-Autremont, envidiada por todas las muchachas casaderas de la sociedad en que habita. Piensa que es de oro su cadena, y son-ríe… sonríe ahogando la protesta de su alma y de su cuerpo:

-No me hagas mucho caso, Renato. Estoy cansada y ner-viosa. .. Me gustaría tomar un poco de champaña…

-Desde luego… Aquí lo tiene.. Mira… ven…

La tía hecho cruzar el umbral del gabinete que precede a la alcoba. Sobre el bordado mantel de una pequeña mesa, hay golosinas en bandejas de plata: dulces, frutas, y un cubo de hielo del que emergen dos botellas de champaña. El propio Renato llena las copas, pone la de él en los labios de ella y murmura apasionado:

-Aimée… mi amor… mi esposa…

Han bebido, y las copas se llenan de nuevo una y otra vez, siendo vaciadas entre sonrisas y besos… Un último relámpago pone su pincelada lívida sobre el cristal de los espejos; luego, la luna asoma, pálida y fría, y Aimée comenta:

-Ya se fue la tormenta… .

-¡Te adoro, Aimée! -Renato ha vuelto a besarla, la ha alzado en brazos suavemente, y cruza con ella la cortina de raso de la dorada alcoba, mientras murmura sin poder dominar su pasión-: ¡Te quiero! ¡Te quiero!

-Pero tomemos más champaña, Renato -intenta eludir Aimée-. Mucho más champaña. Trae la otra botella.

-Colibrí, ¿dónde estabas?

-Ni me mire tan serio, patrón que le traigo buenas noti-cias. Fui hasta la casa del ama nueva…

-¿Y qué? ¿Qué? -Juan se ha puesto de pie empujando vio-lentamente la banqueta que cae detrás de él. Es ya mediodía y pocos parroquianos quedan en la destartalada taberna del Sor-do, muy cerca de los muelles y no demasiado lejana de la colina donde se alza la vieja casa de las Molnar-. ¿Acabarás de hablar?

-Ya va, mi amo, déjeme que respire, porque fui y vine corre que te corre… -Colibrí parece muy dichoso de poderle llevar a Juan del Diablo una buena nueva, tras la noche pa-sada junto a él en la sórdida taberna oyéndolo maldecir y vién-dolo beber-. En la casa de enfrente había una muchacha ba-rriendo la escalera y me dijo que la ama nueva… Bueno, ella no dijo así, dijo que la señora y las señoritas que vivían enfren-te se habían ido a pasear al campo, y que ella no sabe cuándo van a volver, pero que seguro, seguro que vuelven…

-¿Dijo eso? Al campo por unos días… ¡Claro está! ¿Cómo no se me había ocurrido eso? Fueron al campo, sólo al campo.; Y yo que pensé… -se detiene un momento y pregunta-: ¿No sabe ella el lugar al que han ido?

-No, patrón. Dice que a nadie se lo dijeron, pero que ya otra vez se han ido y han vuelto.

Juan se ha acercado hasta la puerta de la taberna y el claro sol le baña por entero. Todo le parece ahora diferente: el cielo, las calles, las montañas cuyos picos se alzan allá lejos… Una bocanada de alegría le llena el pecho, una sacudida de alborozo le recorre de pies a cabeza, y afirma con resolución:

-Iremos a buscarla. Colibrí. No habrá palmo de tierra don-de yo no la busque. Pero antes, me vestiré de caballero.

-¡Juan del Diablo! ¿Pero qué es esto? -se sorprende Pe-dro Noel.

-Me encuentra cambiado, ¿eh? -sonríe Juan.

-¡Caramba! Pareces otro… Pero, ¿qué haces aquí? ¿No te llegó mi recado? ¿No te dijeron de mi parte… ?

-Llegó el recado y justamente vine a agradecérselo. El Luzbel se cruzó con la goleta Esperanza, ya a la vista de estas costas, y el patrón se tomó la molestia de venir hasta mí en un bote para decirme lo que pasaba. Gracias por el aviso.

-Ya veo el mucho caso que has hecho de él. Por lo visto, no te importa parar en la cárcel. A menos que…

El viejo ha interrumpido sus palabras para mirar más de-tenidamente a Juan del Diablo, examinándole de pies a cabe-za. Tanto le diferencia el cambio de indumentaria, que apenas da crédito a lo que ven sus ojos. Recién rasurado, bien cortado el pelo, la gallarda figura bajo un traje comprado al mejor sas-tre de Saint-Pierre, Juan del Diablo parece realmente un caba-llero. Sus anchas espaldas, su elevada estatura, su porte des-envuelto, traen a la mente del notario un recuerdo punzante: el de otro cuerpo robusto, el de otra figura altanera, el de otro paso altivo y firme. Porque vestido de esa manera, el rudo pa-trón del Luzbel se parece demasiado a Francisco D'Autremont. Tanto se parece que las piernas del buen viejo f laquean, obli-gándole a tomar asiento, mientras un sudor frío, le baña las sienes, y murmura:

-¡Es asombroso! ¡Igual, idéntico…!

-¿Idéntico a quién?

-A nadie -elude el notario-, A un fantasma…

-¡Caramba! -exclama Juan con jovialidad-. No me hala-ga demasiado el parecido, y tampoco me atrevo a creer que toda su emoción sea por miedo a que me metan preso. Le ase-guro que no hay ningún motivo legal para hacerlo. He rozado la ley, pero no he ido abiertamente contra ella. Tengo argu-mentos con qué defenderme de cualquier acusación grave que se me haga. He tenido suerte, mucha suerte, en el último viaje. Y ahora, mi buen Noel, estoy decidido a cambiar de vida. ¿Le sorprende? Sigue mirándome como a un fantasma…

-¡Vas a cambiar de vida, Juan del Diablo!-se entusiasma Pedro Noel-¡ Si, vas a cambiar de vida totalmente. Alguien va a ayudarte… Alguien que puede y debe hacerlo.! ¡Y yo me en-cargaré de que lo haga inmediatamente!

El viejo notario ha hablado con voz emocionada, conmovi-do y trémulo, sintiendo que un noble anhelo de justicia se levanta en su pecho. Siente que es necesario, que no puede ser de otra manera, frente al porte gallardo de aquel Juan del Diablo que tanto se parece a Francisco D'Autremont. Sí, pare-ce otro hombre el rudo patrón del Luzbel bajo sus ropas de caballero… Parece el que realmente es: el hijo a quien Fran-cisco D'Autremont no pudo dar su ayuda, su amparo, su apoyo a través de la vida; el que fue desposeído de todo y empujado al abismo para que pereciera; demasiado fuerte para ser des-truido, demasiado altanero para esperar nada de nadie en este momento en el que sonríe con burlona indulgencia al asegurar:

-Nadie tendrá que ayudarme, Noel. Pedir ayuda no entra en mis costumbres. No necesito de nadie. Cambiaré de vida a mis expensas. A decir verdad, he. comenzado a cambiar ya. ¿Quiere asomarse a la ventana un momento? ¡Mire.. .!

El mismo ha abierto de par en par la cerrada ventana del despacho. En la estrecha callejuela aguarda un coche de dos asientos, nuevo, lustroso, reluciente, como también brillan los arneses del soberbio tronco que tira de él, fielmente guardado en este momento por la graciosa figura de aquel Colibrí de oscura piel y ojos refulgentes, ahora también vestido de pies a cabeza como un pequeño caballero.

' -¿Qué-es eso? -indaga Noel francamente extrañado. ,

-Mi carruaje y mi secretario particular -proclama Juan alegre y risueño-. No se asuste, que esto no es más que el comienzo. Vine a darle las gracias y algo más también. Mientras aguardo a mi novia que está ausente, he dado vueltas arriba y abajo por Saint-Pierre. Ya sé de lo que me acusan y por qué tenia usted miedo de que me prendieran. He hecho correr al-gunas monedas y creo que no me molestarán si alguien no pone especial empeño en revolver las cosas contra mí. Desembarqué en mi Cabo del Diablo, y por allí dejé escondida mi goleta. Me pareció más saludable que no vieran al Luzbel en la rada de Saint-Pierre…

-Es lo único razonable que has hecho.

-Todo cuanto he hecho es razonable. En lo alto de la peña existe una cabana en ruinas. Nadie ha puesto la mano en ella.

Supongo que los vecinos de la aldea la consideran de mi pro-piedad.

-Mejor supon que a nadie le interesa ese maldito peñasco.

-¡Magnífico! Quiero tenerlo legalmente y comprar el poco de tierra que está tras él. Edificaré allí una casa sólida. Desde luego, para todo eso hacen falta papeles…

-¡Papeles y dinero!

-Yo traigo el dinero, pone usted los papeles, y en paz.

-Pero, Juan, entonces es cierto que has hecho fortuna…

-No en la fortuna de los D'Autremont -contesta Juan en tono burlón-: pero, vamos… traigo dinero para darle a una mujer cuanto ella quiera.

-Una mujer… y antes dijiste: "mi novia"… ¿Qué tratas de decirme?

-Quiero a la mujer más hermosa del mundo. Noel -ma-nifiesta Juan con repentina pasión-. La quiero para mi solo. Usted verá cómo se arregla eso…

-No conozco más que una forma: el matrimonio. ¿No quieres casarte?

-¿Por qué no? Lo que sea. También hacen falta papeles, ¿verdad?

-Bueno… sí… Pero ya lo arreglaremos. En último caso, ¡qué demonios!, cualquier cosa se hace… -El viejo notario vacila un momento, y con cierta timidez insinúa-: ¿Te moles-taría llamarte Noel?

-Muchas gracias… Es demasiado… -responde Juan com-prendiendo el ofrecimiento del buen Noel. Y profundamente conmovido, rehusa-: Agradezco, pero no acepto. ¿No puede arreglar esos papeles con mi nombre nada más? Me llaman Juan…

-Juan del Diablo… No creo que a tu esposa le agrade… Bueno, ya buscaremos la fórmula legal. El nombre casi es lo de menos, lo importante es que de veras has cambiado y ahora sí veo clara la razón de ello. Quieres a una mujer, vas a hacer-la tu esposa… Me arrodillaría para darle gracias a Dios, y hay otro que va a alegrarse muchísimo, pero muchísimo también. Otro a quien vamos a mandarle un aviso en seguida, porque se interesa por ti más de lo que tú piensas. Me refiero a Renato D'Autremont.

-Sí, ya sé -responde Juan, indiferente-. A él también quiero verlo. Tengo una cuenta pendiente y le quiero pagar hasta el último centavo.

-¿Estás loco? ¡Vas a ofenderle si lo intentas!

-¿Por qué? Me hizo un favor; se lo agradezco. Me dio un dinero, o lo gastó por mí; se lo devuelvo. Todo eso es correcto en el nuevo mundo en que voy a vivir.

-Bueno, bueno… de eso también hablaremos más tarde. Por el momento, voy a tomar nota de todo lo que quieres, y a ver por dónde empezamos. ¿Dices que tu novia está ausente?" ¿Dónde?

-Eso lo tengo que averiguar. Según los vecinos, fue al cam-po unos días. El rumbo no lo saben, pero buscaré hasta dar con ella. Tal vez en eso pueda usted también ayudarme…

-Desde luego. En todo lo que quieras; pero espérame un momento…

Se ha "alejado unos pasos, rebusca en el armario repleto de papeles, mientras Juan, impaciente, da vueltas al viejo escrito-rio. Sobre él, sujeta con un pisapapeles, hay una cartulina por donde sus ojos resbalan, primero descuidadamente, se fijan des-pués con interés, y empieza a leer:

"Sofía Valois de D'Autremont tiene el honor de participar a usted el matrimonio de su hijo Renato…"

-¡Ah, si! Es cierto -exclama Noel, acercándose-. Iba a hablarte de eso. Por unos días, más vale que dejemos en paz a Renato, pero luego.:.

"… con la señorita Aimée de Molnar" -termina de leer Juan, sin prestar atención a las palabras del notario. Y de pron-to, un ronco grito brota de su pecho-:

-¡Aimée! ¡Aimée!

-¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? -se alarma Noel.

-Aimée de Molnar! ¡Aquí dice Aimée de Molnar! -esta-lla Juan ya fuera de sí-. ¡No puede ser! ¡Aimée de Molnar es la prometida de.. .!

-No su prometida; su esposa. Se casaron ayer -rectifica Noel completamente desconcertado.

Mentira! -se enfurece Juan-. ¡Mentira! ¡Aimée casada con Renato! ¡Ella su esposa, su mujer… ¡ ¿Dónde? ¿Dónde están?

-¿Te has vuelto loco? -reprocha el notario, francamente espantado-. ¿Dónde han de estar más que en Campo Real? Pero, ¿qué es esto?

Juan ha zarandeado entre sus duras manos al notario, blan-co de espanto, que apenas acierta a comprender. Le ha apreta-do como si fuera a estrangularle, soltándole después con vio-lencia, mientras exclama:

-¡Canalla! ¡Maldito! ¡Y ella… ella…!

-Juan ¿qué pasa?

-¡Con su vida y su sangre pagará ella también! . Inútilmente, el notario ha corrido tras él. Juan marcha ya como un ciclón, como una tromba a quien nada detiene. De un salto está sobre su coche, tomando las riendas, empuñando con ademán feroz el látigo, mientras el espantado Colibrí apenas acierta a saltar tras él…

21

-¿COMO? ¿VAS A dejarme, Renato?

-Sólo por una hora, mi vida. Mónica no puede hacerlo todo ella sola. Es justo que yo llegue hasta allá para prestarle un poco de ayuda.

-¿Qué? ¿Vas a ir hasta el otro valle? ¿Y a eso le llamas estar una hora fuera? Sólo para llegar allí gástalas una hora, y otra para volver.

-Y unos minutos en echar un vistazo.

-Ya será, por lo menos, otra hora también. Total: tres ho-ras sin verte, tres horas aquí abandonada.

-Abandonada… ¡qué terrible palabral -se burla Renato •con ternura-. Abandonada en una casa en donde están tu ma-má y la mía, donde hay un verdadero ejército de criados espe-rando tus órdenes para satisfacer tus menores caprichos.

-No me interesan… no me interesa, nadie más que tú.

-Entonces, vida mía, aguárdame. Te prometo tardar lo me-nos posible. Mira, en la biblioteca hay libros excelentes, además de las últimas revistas de Francia. También puedes practicar un poco tu piano o dormir un rato. Es una dulce hora para la siesta. Además, hay unas labores dé aguja…

-No quiero hacer nada. Te aguardaré furiosa y aburrida, ya lo Sabes. Vete… vete ya que no tiene remedio, pero no tardes demasiado. ,

Aimée ha echado los brazos al cuello de Renato, besándolo mientras él sonríe. El juego del amor no es difícil para su alma flexible y astuta. Lo jugaba a diario entre petrimetres que for-maban su corte en Saint-Pierre… tiene un íntimo y femenino goce al comprobar el efecto de sus mimos, de sus sonrisas, de sus besos, de aquellos gestos largamente estudiados que le han dado el fácil dominio sobre los sentidos del hombre. Renato le ha besado las manos antes de cruzar con paso rápido la ancha galería. Cuando su figura ha desaparecido, Aimée se deja caer, con gesto de fastidio, en el diván de raso, se hunde en los al-mohadones y entrecierra los párpados…

Con esfuerzo, brutalmente hostigados por el látigo que im-placable empuña Juan, los robustos caballos que arrastran el liviano coche de dos asientos galopan cuesta arriba salvando el camino escarpado que deja atrás la costa. Con firme mano guía los dos caballos que, en lo alto ya de la primera loma, le dejan divisar aquel pequeño valle donde se extienden los cañaverales, donde se alza el primitivo ingenio de ladrillo, donde, amazona en el corcel que Sofía obsequiara a Aimée como uno de los regalos de boda, Mónica de Molnar aparece de pronto, atrave-sándose en el camino.

-Cuidado, mi amo -advierte Colibrí.

-¡Malhaya.. .! -maldice Juan frenando bruscamente a los poderosos caballos que relinchan y patalean sudorosos,

-¡La mató… la mató, mi amo! -exclama espantado el negro muchachuelo.

De un salto, Juan está junto a la mujer que ha rodado sobre el polvo del camino, pero que ya se alza sin esperar su ayuda para enfrentársele con más cólera que susto:

-¡Salvaje! ¡Es usted un salvaje!

-¡Santa Mónica.. .1

-¡Juan del Diablo…!

Ella ha retrocedido al reconocerle, mientras las pupilas de él se agrandan de sorpresa. Un momento quedan los dos des-concertados, como si no pudiesen dar crédito a sus sentidos, como si la mutua transformación les maravillara al mismo tiempo…

-¡Usted… Usted…! ¿Pero es usted? -exclama Mónica realmente asombrada.

-Yo, sí… Yo…

Juan ha dado un paso hacia ella, mirándola intensamente, mientras en su corazón aletea un rayo de esperanza… Aquella espléndida mujer, ahora vestida con ropas civiles; aquella in-esperada presencia, en las tierras de los D'Autremont, de la que él no puede imaginar más que en su lejano convento; aquella aparición atravesándose en su camino, ¿no puede acaso signifi-car que las cosas no son de la manera que él piensa?

-Molnar… Molnar… Usted es Molnar también! ¿O es la señora D'Autremont?

-¿Yo? ¿Está loco?

-¿No es usted la que se ha casado con Renato D'Autre-mont?-¿No es usted? Entonces, es Aimée, ¡ Aimée… ¡

Ha ido hacia Mónica, pero ella retrocede más, y hay en sus ojos una expresión de espanto. Comprende, adivina más que comprender; es demasiado elocuente la expresión de aquel rostro viril, de aquellos labios que tiemblan, de aquellos ojos que relampaguean, de aquellas duras manos que se alzan to-mándola por los brazos bruscamente, y de las que ella se des-prende altiva y violenta, ordenando: . •

-¡Suélteme! ¿Cómo se atreve?

-¿Y cómo se ha atrevido ella a hacerme esto? ¡A mi! ¡A mí!

-¿Y quién es usted? No entiendo nada…

-Sí entiende. En sus ojos veo que sí entiende… ¡Ella no podía casarse con otro, y usted lo sabe perfectamente! ¡No po-día, y le costará la vida haberlo hecho!

-¡Quieto.! ¿Es que ha perdido la razón?

Ahora es ella quien le sujeta, quien audazmente se inter-pone, deteniéndolo cuando él va ya hacia el coche cuyas riendas sujetan las oscuras y temblorosas manos de Colibrí. Ella es quien lo ha visto todo en un momento, como si el resplandor vivísimo de un rayo hiriese sus pupilas, deslumhrándola al mis-mo tiempo que le muestra un impensado panorama de horror…

-¿Dónde va?

-¿Dónde he de ir sino a buscarla? ¡Donde esté, donde se halle, tengo que dar con ella!

-¡Está junto a su esposo!

-¿Y qué? ¿Piensa que voy a detenerme porque ese imbécil, ese monigote, ese mequetrefe… ?

-¡Cállese, o soy capaz de abofetearlo! ¡Usted es el imbécil, el monigote, el mequetrefe!

-¿Quiere que empiece por apretarle a usted el pescuezo? -se enfurece Juan.

-¡Hágalo si se atreve a tanto!

-¿Que si me atrevo…? ¿Pero de veras quiere hacerme co-meter un disparate? ¡Suélteme, quítese de en medio!

-¡No voy a soltarlo hasta que me oiga! ¿Con qué derecho va usted a llegar hasta Aimée?

-¿Cómo? ¿Con qué derecho? ¿Es que no sabe quién soy, quién he sido para ella? ¿Es que no sabe lo que he hecho para poder venir a cumplirle la palabra empeñada? ¿Es que no le contó ella que era conmigo, con Juan del Diablo, con quien tenía que unirse para siempre? "

-¡Con Juan del Diablo…!

-¡Juan del Diablo, sí, Juan del Diablo! ¡Ese soy yol Y si le molesta mi nombre, lo siento, pero Juan del Diablo soy y he de ser, y Juan del Diablo va a pedirle a su hermana de us-ted cuentas muy estrechas.. . tan estrechas como su cuello cuan-do estas manos dejen de apretarlo y lo suelten para que Renato recoja lo único que voy a dejar de ella: ¡el maldito cadáver!

-¡No! ¡Imposible!

Mónica ha estado a punto de caer desfallecida bajo la olea-da'de horror que le producen la mirada y el gesto de aquel hombre fiero, pero se repone bruscamente cuando las manazas de él la aprietan, a la vez zarandeándola y sosteniéndola.

-No se desmaye todavía. Santa Mónica -¡Espere a verlo! -aconseja Juan con feroz sarcasmo.

-Usted no lo hará, porque a Renato D'Autremont…

-¡A ése lo parto en cuatro, por traidor, por imbécil!

-¡Renato no sabe nada! Ni siquiera sabe que usted existe…

-¿Que no sabe que existo?

-Nadie sabe que usted existe en la vida de Aimée. ¡Yo misma lo ignoraba!

-¡Mentira! Usted y yo ya nos habíamos visto las caras…

-¿Y qué? ¿Podía yo suponer que un sucio marinero era-el amante de mi hermana?

-¡Pues debía suponerlo!

-Efectivamente. Ahora tiene usted razón -acepta Mónica con amargura-. Conociéndola, debí suponerlo. ¡Qué baja y qué despreciable!

-¿Por quererme… ?

-¡Sí! Por todo cuanto ha hecho, y también por eso. ¡Por querer a un bárbaro como usted!

Mónica ha retrocedido, tambaleante, al borde del camino, hasta que el tronco de un árbol la detiene y ahí queda inmóvil, Jadeante, como sin fuerzas, mientras sin aprovechar el instante de seguir su camino, Juan da unos pasos para acercarse a ella, un tanto mitigada su cólera, como si un sentimiento nuevo le bullera dentro con punzante fuerza niveladora, y murmura:

Entonces, Aimée nos ha engañado a todos…

-Exactamente -confirma Mónica con voz ahogada-. Nos ha engañado a todos, se ha burlado de todos, ha pisotea-do nuestros sentimientos. Todos tendremos derecho de pedirle cuentas de la misma manera que usted quiere hacerlo, y Renato D'Autremont más que usted, ¡cien veces' más que usted!

Juan ha apretado los puños, ha alzado la cabeza altanera, ha mirado a uno y otro lado toda la tierra que Sus ojos abar-can: a la derecha, cerca, el valle pequeño que termina en el mar, los cañaverales, el ingenio, los acantilados, el mar bravio; a la izquierda, lejano, ya envuelto entre la bruma 'azul de la tarde, Campo Real, el valle florido, dulce y fértil, en cuyo fondo se levanta el palacio anacrónico que es reino de los D'Au-tremont. Y como en un lamento, se rebela:

-Renato D'Autremont… Todo lo tuvo, todo lo tiene desde niño, todo está en sus manos… Pero no era bastante, no era suficiente… Tenía también que quitármela, tenía que arrebatármela a ella, lo primero mío que yo quise tener. ¡Mal-dito sea!

Largo rato ha permanecido inmóvil Juan del Diablo, cerra-dos los puños, apretados los dientes, tan amarga la expresión, tan doloroso el gesto, que Mónica de Molnar le contempla des-concertada. Sólo ahora nota la gran transformación habida en él; sólo ahora le mira de pies a cabeza, desde las altas botas de charol brillante hasta la bien cortada chaqueta que ciñe impe-cable su cuerpo airoso y recio. Ahora es cuando nota con extrañeza la blanca camisa de hilo bordado, la botonadura de oro que la cierra, los cabellos cortados de otro modo, las mejillas pulcramente afeitadas, y aquella expresión desconcertante, de dolor noble y hondo, que borra un momento la fiereza de sus ardientes ojos italianos. Le ve distinto, joven y atractivo, fuerte y hermoso, y la voz sale para él como para un ser humano:

-Juan, ¿quiere usted que hablemos?

-¿De qué? No vine para hablar… vine para proceder… vine para vengarme. Es lo único que me queda ya por hacer:

vengarme, y vengarme con estas manos. ¡Matarla a golpes, co-mo una ramera! ¡Y matarlo también a él!

-¿Está loco? ¿Qué mal le ha hecho él? ¿Qué mal conscien-te, voluntario, le ha hecho Renato D'Autremont?

-¿Consciente y voluntario? No sé…. tal vez ninguno… ¡Con vivir, con nacer, ya me hizo todo el daño!

-¿Con vivir? ¿Con nacer? Ahora sí no lo entiendo -se sor-prende Mónica.

-Naturalmente. ¡Qué va usted a entenderme! Acaso tam-poco él pueda entenderme…

-¿Por qué le odia entonces? ¿Por qué le maldice?

-¿Y usted por qué le defiende con tanto empeño? Usted es hermana de ella; pero él, su cuñado, ¿qué puede importarle?

-No es sólo él .-esquiva Mónica angustiada-; Es todo, son todos… Mi pobre madre, una anciana tímida, buena, dé-bil… Cuanto haga usted contra Aimée, será contra ella, porque una madre… una madre… ¿Recuerda usted a su madre, Juan del Diablo?

-No, Mónica -niega Juan con amargo sarcasmo en la voz-. No la recuerdo. Y si la recordara, sería para odiar más el nombre D'Autremont, para maldecirlo, para aborrecerlo, pa-ra querer borrarlo con sangre. Sí… ¡Para borrarlo con sangre de la faz de la tierra!

Con amargura inmensa ha hablado Juan del Diablo; con infinito asombro, Mónica le escucha y le contempla. Es alguien muy distinto, sí, es otro" totalmente: un hombre que en nada se parece al insolente marinero que discutiera, con ella en los alrededores de su casa de Saint-Pierre. Hay algo noble y digno en su 'dolor y en su cólera; algo recto, limpio y certero aun en su odio, aun en sus maldiciones, como si tuviese demasiada razón para odiar y maldecir, como si fuese 'demasiado justo aquel duro y amargo gesto rebelde con que se enfrente al mun-do entero. Y a pesar de sí misma, Mónica de Molnar le admi-ra… y le teme. El enigma que encierra se le clava en una in-terrogación que es casi una disculpa:

-En realidad, no sé nada de usted…

-Ni usted ni nadie; pero es igual, puesto que a nadie le interesa. ¡A nadie! Pensé que le' importaba a una mujer, pensé que una mujer me amaba, ¡y no era cierto! Fui sólo su mofa, su juguete, alguien de quien reirse mientras llegaba la hora de la boda. Pues bien, ahora no reirá ella sola, ahora reiremos to-dos y yo seré el último en reir, ¡y el que ría con más gusto!

.-¿Pero es que no puede pensar más que en ella? La se-ñora D'Autremont está enferma…

-¡La señora D'Autremont! -estalla Juan rabioso-. ¡Oh, santa señora D'Autremont! ¿Todavía enferma? ¿Aun no se mue-re? ¿Piensa vivir cien años, mientras revientan los demás en tomo de ella?

-¡Juan… Juan! -reprocha Mónica.

-¡Basta ya. Santa Mónica, hemos hablado de más!

-No; porque no me ha escuchado usted. No conozco su vida, no sé su historia, ignoro qué motivos de rencor pueda us-ted guardar para los D'Autremont, pero, fuere lo que fuere, sé que Renato es inocente…

-Inocente, inocente… ¿y qué? ¿Acaso sólo carga uno con sus culpas? ¿No basta un nombre para ser bien o mal nacido? ¿No se heredan con él honores y riquezas? ¿No se heredan bal-dones y dolores? Pero no es eso, no es eso… ¿qué importa el pasado, después de todo?

-¿Y qué puede ganar con dar un escándalo como el que pretende?

-No pretendo ganar hada: me conformo con que todos pierdan, con pisotearlo todo con mancharlo todo…

-¿No ha pensado jamás en vengarse con más nobleza? Al fin y al cabo, ¿cuáles son los agravios de usted? Una mujer fue suya… lo fue porque quiso, sin condición, sin cálculo… Supongo que fue sin cálculo…

-Claro… el cálculo lo hizo después, el negocio lo hizo con la boda…

-Pero de eso no es usted el que tiene derecho a vengarse. Es él, es Renato D'Autremont. Lo único que usted puede .ha-cer es decírselo, delatarla, jactarse de algo que un hombre de-be callar siempre… Echar a los cuatro vientos la lista de los favores que una mujer le otorgó, pensando que, por lo menos, era usted lo bastante hombre para callar…

-¡Basta, basta… no me enrede!

-No estoy diciendo más que la verdad. Y usted sería el último de los canallas, delatándola públicamente.

-Calle, calle, logrará trastornarme por completo…

-Lograré llegar a su corazón, lograré hacerle comprender. 'No es usted el vejado ni el ofendido.

-Soy el burlado porque había puesto la vida en ella. Fui un loco, un imbécil; pero ahora, ¡cómo la desprecio!

-¡Eso es lo único que debe usted hacer! -aconseja Mónica tomándole la palabra-. ¿Qué mejor venganza que su despre-cio, su gran desprecio? Si ella le engañó, si le mintió, si fue con usted desleal y embustera, piense que, al menos, tuvo la suerte de conocerla a tiempo. El mundo es grande, hay en él millones de mujeres… ¿por qué destrozar su vida por ella, si usted sabe ya que no vale la pena? ¿Por qué hacer tanto mal a los que son inocentes, "y hacérselo a usted mismo? ¿Qué le espera después de vengarse? La venganza no es más que un mi-nuto y, ¿qué va a quedarle después de ella?

Juan del Diablo ha quedado inmóvil y pensativo. Una a una, cual flechas certeras, las palabras de Mónica se le han clavado corazón adentro. De pronto, la mira como si la viese por vez primera, vacila como bajo el hechizo de una sugestión, y murmura lentamente:

-En efecto… hay muchas mujeres. Supongo que todas son como ella: embusteras e hipócritas. Aunque, a decir verdad, us-ted no lo parece. Pero…

-¡Jesús! -le interrumpe Mónica, azorada al oír el galope de un caballo que se acerca-. Es Renato… es Renato el que llega. Por piedad, no le hable, no le diga… Le ruego, le su-plico, le imploro por Dios que está en los cielos…

-No creo en nada ni en nadie. Santa Mónica.

-Por usted mismo, Juan, por su propia conciencia -ruega Mónica en voz baja-. Llorando le suplico…

Juan ha clavado en Mónica una mirada intensa, mirada interrogadora y extraña. Un me ciento parecen suavizarse sus ojos soberbios. Luego sonríe con amargo sarcasmo y, también en voz baja, murmura:

-Ahí está el hombre más dichoso de la tierra…

-Mónica, ¿que ha pasado? Me crucé en el camino con tu caballo suelto… -empieza a decir Renato, que se acerca alar-mado. Mas de pronto, se sorprende al reconocer al acompañante de Mónica y, con sincera alegría, exclama-: Juan… Juan.. . Esto sí que es fantástico. Creo que te envía el cielo, Juan…

Ha ido hacia él con los brazos abiertos, le ha estrechado con gesto tan espontáneo, tan fraternal, tan sincero y abierto, que Juan del Diablo no acierta a rechazarle. Se ha dejado abra-zar correspondiendo con un torpe gesto, volviendo luego la cabeza para mirar de frente, pleno de amargo sarcasmo, el pá-lido rostro de Mónica, y habla al fin, totalmente sereno:

-¿Tú crees que es el cielo? Pues Santa Mónica no compar-te tu opinión. Por poco tenemos un accidente. La atropello cuando atravesaba el camino, y es un milagro que no haya sufrido ningún daño. Por supuesto, ni a ella ni al animal les ha ocurrido nada. Le estaba -presentando mis excusas en este momento. . -¿Santa Mónica dijiste? -se extraña Renato.

-Es una broma… una broma de mal gusto, naturalmen-te, como todo lo mío. Pero la señorita Molnar me perdona. Más pesada broma fue echarle encima el coche, pero no lo hice de intento.

-¿Se conocían ustedes?

-Poca cosa, pero algo. ¿Verdad, señorita Molnar?

-Efectivamente -corrobora Mónica, vacilando-. Nuestra casa en Saint-Pierre está muy cerca de la playa. El señor Juan…

-Del Diablo -completa Juan.

-El señor Juan… de Dios… -rectifica Mónica- des-embarcaba con frecuencia junto a los farallones de la costa y pasaba por casa. Alguna vez hablamos… De eso nos conocemos.

-Una forma bastante rara y sorprendente -comenta Re-nato.

-En la vida hay muchas sorpresas -indica Mónica-. Tambien lo ha sido para mí comprobar que ustedes se conocen de antes, que son amigos… '

-Amigos de la infancia -recalca Renato con satisfacción-. Pero tienes mala cara, Mónica, estás muy pálida. ¿Te asustaste mucho con el choque? ¿No te sientes bien?

-Claro está que no se siente bien -interviene Juan do-minando la situación-. Pero, por fortuna, la casa está cerca. Si me lo permite, la llevaré hasta allí en el coche. Vamos, su-ba usted.

La ha alzado en brazos bruscamente, colocándola en el asiento. Ha empuñado el látigo y las riendas, y mientras Re-nato va hacia su caballo, la observa de nuevo con una mirada intensa.

-¡Gracias… gracias! -susurra Mónica en un hilo de voz.

-Todavía no me las dé. Tal vez he hallado, como usted me sugirió, una forma distinta de vengarme, un modo más fi-no, ¡y más cruel!

-Renato, hijo, ¿qué ha pasado? -interroga Sofía-. El ca-ballo que montaba Mónica llegó suelto…

-Mi caballo, Renato… mi precioso caballo llegó todo es-tropeado, arañado, lleno de tierra, con un estribo roto.. . -se queja Aimée.

, -Ya lo sé. Me crucé con él en el camino, y apuré alarma-do yo también;, pero, por fortuna, Mónica no ha sufrido nin-gún daño. Estará aquí dentro de un momento. Viene en aquel coche al que yo me adelanté justamente para tranquilizarlas si se habían alarmado.

-¿En aquel coche? -pregunta Aimée.

-Que la atropello al cruzar el camino -concluye Renato-. Por suerte, a Mónica no le ha ocurrido nada; y el culpable del accidente solicitó el honor de traerla él mismo.

-¿El culpable del accidente… ? -se extraña Sofía.

-Para el que, desde luego, te pido indulgencia, mamá.

-Si atropello a Mónica por torpeza…

-No sólo por el atropello, mamá, sino por otras cosas. En una palabra, también me adelanté para eso. Sé que no es santo de tu devoción, pero te suplico, te ruego que le trates con indulgencia, que lo soportes, que ya después hablaremos de él…

-¿Pero quién es? -se alarma vivamente Sofía.

-Un réprobo que confío pueda arrepentirse. Un loco a quien sueño con hacer sentar la cabeza. Un pecador a quién anhelo redimir desde hace mucho tiempo…

-¿Acabarás de decir el nombre, hijo? -apremia Sofía, ya alarmada en grado sumo.

-Yo también estoy en ascuas, Renato -asegura Aimée-. ¿Quién puede ser todo eso?

-Juan… del Diablo… Justamente, aquí lo tienen us-tedes, ..

Renato ha ido hacia la escalinata de piedra, frente a la que ya se detiene el cochecillo de dos asientos donde Juan lle-ga trayendo a Mónica. Colibrí, acurrucado en el estribo, salta a tierra para dejar espacio, mientras trémula de ira y descon-cierto da Sofía unos pasos detrás de su hijo. Por fortuna para ella, nadie ha mirado a Aimée, que se agarra al respaldo del sillón para no caer, para no desplomarse, aunque se doblan sus rodillas, aunque su vista se nubla… Un instante ve que todo gira a su alrededor: rostros y paisajes… y ahogando el grito que va a escapar de sus labios, cae, hundiéndose en la inconsciencia…

-¡Aimée… Aimée… ¡ ¿Qué es esto? -se alarma Renato.

-Un desmayo… estaba muy nerviosa -explica Sofía-. Lla-ma, hijo, llama a las doncellas.

Juan ha bajado del coche lentamente. Desde lejos ha visto a Aimée; la ha visto tambalearse y caer; ha visto que todos corren acudiendo a ella; ha dejado pasar a Mónica, que se dirige hada su hermana…

-¡Pronto! ¡Que corran por el médico! -ordena Sofía con autoridad-. Ha perdido el pulso; está helada…

-Ella padece estos accidentes -explica Mónica-, Pero no es nada. Necesita reposo y silencio. Por favor, Renato, llévala a su alcoba…

-La mía está más cerca… Vamos..', pronto… -ofrece Sofía, alejándose junto con Renato, que carga el cuerpo in-animado de su esposa.

-Juan, vayase ahora.;. Aléjese en este momento -suplica Mónica transida de angustia.

-No se preocupe… Esperaré. Vaya con ellos… Esperare-mos. -Ha vuelto la cabeza para mirar al muchachuelo negro, de. pie junto a él, los grandes ojos espantados, y le sonríe con sonrisa de hiél-. Vaya tranquila. Santa Mónica, mi secretario y yo esperaremos…

Bajo el dintel de la puerta que da a la galería, Sofía D'Autremont se ha detenido, apoyándose en el brazo de su hijo, y ambos contemplan un momento la figura arrogante que ha permanecido inmóvil junto a la escalinata de piedra. Un mo-mento, Sofía D'Autremont ha sacudido la cabeza como espan-tando una idea horrible. También ella, como el viejo notario, ha sentido que un escalofrío la recorre, que un sudor helado humedece sus sienes, porque el mozo que aguarda de pie, frun-cido el ceño y alta la cabeza, se parece demasiado a aquel Fran-cisco D'Autremont que, faltando a todas las leyes humanas y divinas, le diera el ser. Es, corno él, a la vez esbelto y recio, fuerte y ágil; tiene, como él, los ademanes anchos y el gesto desdeñoso, alza con la misma altivez ,1a cabeza. Sólo su piel más oscura le diferencia; sólo sus cabellos, más rizados y ne-gros; sólo sus grandes ojos italianos, aquello ojos iguales a los de Gina Bertolozi, que son para Sofía D'Autremont la más in-tolerable de las ofensas…

-Con el desmayo de Aimée, lo dejamos plantado -mur-mura Renato-. Pero tú oíste mi ruego, ¿verdad, madre?

-Renato, yo soy quien te ruego… -,

-¿Por qué ese rencor, madre? -reprocha con suavidad Re-nato-. Al fin y al cabo, ¿qué mal nos ha hecho?

-¡Es un ladrón! -se defiende Sofía en voz baja y renco-rosa-. ¡Todo el mundo lo dice!

-Todo el mundo se engaña con respecto a él. Yo creo comprenderlo. Déjame hacer una prueba, madre, déjame darle una oportunidad en la vida. Yo te prometo que si no responde a ella, le volveré definitivamente la espalda…

-Perdónenme que les interrumpa -se disculpa Juan, acer-cándose a los D'Autremónt-; pero tengo prisa en regresar al pueblo. Vine sólo para saldar una cuenta con Renato, señora D'Autremont, y les ahorraré en seguida la molestia de verme. Aquí está lo que debo. ..

-¿Qué dices, Juan?

-Toma… Lo que pagaste por mí cuando me detuvieron, lo que le diste al manco para que retirara la demanda, lo que costó el embargo del Luzbel.'.. y esta cuenta más vieja: el pa-ñuelo de monedas que te quité cuando éramos niños… dos monedas de oro y veintiséis reales de plata. Los robé para poder escapar de aquí, para no morir de hambre como un perro a las puertas de tu opulencia, pero ya está pagado todo, ¡hasta el último centavo!

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-¡Juan… Juan…! -llama Renato al ver que Juan se aleja con paso rápido.

glfía corrido detrás de Juan y le detiene apoyando en su sso robusto la .bien cuidada mano de caballero. Es grave su presión, tanto como la de Juan es tempestuosa; es noble y sencillo su porte, tanto como el de Juan es altanero; y hay una luz profunda de comprensión y afecto en sus ojos azules, mientras en los negrísimos y fieros ojos de Juan del Diablo bri-lla la chispa de aquel rencor amargo, de aquel odio ancestral con que nutrieron su infancia miserable, su horrible adolescen-cia, su dura y rebelde juventud

-Juan, ¿por qué te portas de esta manera?

-¿De qué manera me porto? ¿Pagar mis deudas? No es sólo patrimonio de bien nacidos el hacerlo… Déjame, Renato. ¿Por qué no me dejas?

-Porque soy más terco que tú, Juan del Diablo -afirma Renato en tono cordial-. Porque tengo empeño en ser amigo tuyo, aunque me hayas rechazado siempre con los peores modales.

-¿Qué quieres? Yo no soy un caballero. ¡Déjame, Renato! Será mejor para ti que me dejes -..

-Vamos, basta de hacerte el reprobo. Ni aun de niño lograste espantarme con tus bufidos de fiera. Juan, yo sé que eres bueno…

-¿Bueno yo? -ríe Juan con amarga rabia.

-Ríete cuanto quieras. Juan, te comprendo como tal vez nadie en el mundo te comprenda. Hay algo en ti que me atrae, que me hace sentirme hermano tuyo… Y la verdad es que no sé a qué atribuirlo.,. Acaso porque te vi llegar a esta casa de la mano de mi padre a quien siempre admiré; acaso, y esto es casi un secreto, porque con ser tan breve nuestra amistad de niños, tú eres el único amigo que tuve en la infancia.

-¿Qué estás diciendo?

-Comprendo que te extrañe. Es raro, pero así fue. Yo no tuve amigos de niño. Mi madre no me dejó tenerlos. Su gran amor me envolvía en mimos y cuidados. No fui nunca a la escuela… los maestros no eran para mí sino sirvientes más o menos considerados, empleados a sueldo que se deshacían en elogios y halagos para el alumno único, cuyos padres pagaban espléndidamente. Claro que en Campo Real sobraban niños y muchachos, pero jamás se permitió que se acercaran a mí, ni yo a ellos. Tú fuiste algo nuevo, diferente… Me parece que te estoy viendo cuando te trajeron: áspero, hosco, salvaje como un gato montes. Pero había en ti algo de fuerte y de libre que me cautivó, que me hizo envidiarte… sí, envidiarte, Juan. Me consideraba dichoso con que me dejaras ir detrás de ti por los campos tratando de imitar tus proezas, y te hubiera seguido sin vacilar si tú, naturalmente, no hubieras preferido irte solo. Ya veo que te sorprendes. ..

-En efecto. A mí me parecías un rey. Yo, a tu lado, era menos que un perro.

-Acaso los demás vieran así las cosas, pero yo no. Para mi, tú eras el rey y yo el mendigo de los ásperos goces de tu infancia libre. Poco has cambiado, Juan. Entonces me mirabas . como ahora: hosco y ceñudo, pero te apresurabas a ayudarme y a defenderme si me veías en el menor peligro. ¿Te acuerdas?

Juan ha bajado la cabeza. Sus anchos puños, recios como mazas, se cierran. Es como si bajara al fondo de sí mismo, como si descendiera al abismo interno de sus más íntimos sentimien-tos… al mundo de amargura, de rabia y de celos, en el que se debate como perdido. Y suena la voz de Renato más afec-tuosa, más fraterna, más profundamente cordial y sincera:

-Quiero que te quedes a mi lado, Juan; que cambies para siempre tus gorras y tus camisetas de marino por esa ropa que tan bien te sienta; que emplees para el bien, no para el mal, tu valor y tu fuerza; que seas, a mi lado, lo que soñé que fueras? amigo, colaborador, hermano… sí, hermano. Mi padre lo dijo así una vez y no he olvidado sus palabras. Te nombro adminis-trador de Campo Real. Tendrás autoridad y dinero, honra y provecho, y a nadie más que a mí tendrás que rendir cuentas.

-¿Yo administrador de Campo Real? -Totalmente descon-certado, Juan ha alzado la cabeza, ha buscado la verdad en el fondo de aquellas pupilas azules, fraternas y leales para él, y ha sentido el golpe brusco de su propio corazón, que late apre-suradamente-. ¿De veras has pensado eso? ¿Tú solo? ¿Por ti mismo? Doña Sofía me odia…

-No exageremos. No puedo negar que no le eres simpá-tico, que nunca se lo fuiste. En realidad, creo que ni siquiera es eso, sino su amor maternal, su, gran amor por mí, que le hace verme siempre pequeño, indefenso… Y no te ofendas, Juan.,. También materia propicia para que prendas en mí tu mal ejemplo. Mi pobre madre no comprende ciertas cosas, y es lógico que no las comprenda. Es otro su mundo, pero estoy seguro que todo eso pasará en cuanto te trate un poco. Es de-masiado sensible y demasiado buena… Ya la irás conociendo…

-No lo creo, Renato. Porque aun agradeciendo con toda el alma lo que acabas de decirme, no estoy dispuesto a…

-No me des tu negativa de pronto. Espera un poco y piénsalo. Te hice mi proposición de repente, para rogarte, al mismo tiempo, que te quedes unos días..,, unos días solamen-te, que a nada te comprometerán. En realidad, no debes decir que sí sin enterarte de lo que se trata. Es un trabajo duro y arduo: quiero transformar el régimen interno de Campo Real totalmente, desterrar los viejos procedimientos y arrancarle para siempre los colmillos a un viejo zorro: Bautista, ¿lo recuerdas? En otros tiempos, mayordomo de la casa; luego, administrador general; actualmente, un tiranuelo ridículo y despreciable con-tra el que Mónica y yo hemos comenzado la ofensiva. , -¿Mónica? -se extraña Juan.

-Sí… Mónica, mi cuñada, que fue, después de ti, mi única y verdadera amiga en la infancia y en la adolescencia, la musa inspiradora de mis quince años…

-¿Y por qué no te casaste con ella?

-¿Con Mónica? -se sorprende Renato– Bueno… En rea-lidad, no sé cómo no acabé por enamorarme de ella. Era en-cantadora, lo sigue siendo… Me llevaba mucho mejor con ella que con Aimée, pero el corazón es así… Un día cambió de rumbo y me cautivó esa criatura que tiene todas las gracias, todos los encantos. -Renato ha sonreído a su propio pensa-miento, ciego en su ensueño, sin mirar el rostro de Juan, a quien el solo nombre de Aimée transforma, endureciéndolo, encendiéndolo de cólera violenta, que milagrosamente contiene-. Supongo que la conoces de vista, como a Mónica. Lamen-to muchísimo el malestar que me impidió presentarte a ella, pero será dentro de un rato… Soy muy feliz, Juan, inmensa-mente feliz. Y cuando se es feliz, es fácil ser generoso. Quiero que esta dicha mía llegué hasta el último rincón de mi hacien-da; quiero que los más humildes bendigan el nombre de Aimée, pensando que el bienestar les llegó por ella, porque su amor supo hacerme más humano, más bueno… ¿Te sorprende?

Ahora sí mira a Juan, y es él el sorprendido por la terri-ble expresión de aquel semblante. Sobre el rostro trigueño que la palidez hace blanco, son dos llamaradas de rencor los gran-des ojos negros, y se aprietan los labios, de los que por un ver-dadero milagro no escapa su secreto.

-¿En qué piensas, Juan? Estás lejos…- Lejos, y en un lu-gar nada grato. Me doy cuenta… Te he propuesto quedarte aquí sin preguntarte nada. Acaso tú tengas tu amor también… Acaso una mujer…

-¡Malditas sean todas!

-¡Juan! -reprocha Renato; pero, comprensivo, indaga-:

¿Te ha herido alguna? ¿Has tenido la desgracia de tropezar con alguna mala mujer?

-¿Y cuál no es mala?

-Vamos… No hables de esa manera. No es digno de un hombre cabal maldecir asi, a bulto, de todas las mujeres. Al-gunas son lo peor del mundo, estoy de acuerdo; otras, lo más alto, lo más noble, lo más limpio y puro que podamos hallar sobre la tierra…

-¿Lo dices por tu Aimée…?

-¡Naturalmente!

Renato ha contestado con brusquedad, ha fruncido el ceño, ha cía vado en Juan una mirada dura y penetrante, ha erguido más la fina cabeza… pero la frase que tiembla en los labios de Juan del Diablo no llega a brotar. Hay una desconocida fuerza interna que le detiene. Al volver la cabeza, ve que Mónica de Molnar se acerca, y comenta indiferente…

-Tu cuñada…

-Aimée ha vuelto en sí, Renato -explica Mónica-, Pre-guntó por tí inmediatamente. Le sorprendió mucho que no es-tuvieras junto a ella.

-Sí, claro… Voy corriendo. Salí sólo para detener a Juan. Que te cuente él lo que acabo de decirle… ¡Ah! Y tráelo pa-ra la casa. Mandaré que le preparen una habitación de hués-pedes. ..

Renato ha cruzado con ágil paso el trozo de jardín que le separa de las escalinatas y rápidamente penetra en la mansión. Los ojos de Juan le han seguido hasta verle perderse, mientras Mónica, tensa de emoción, le observa…

-No me mire así… Todavía no he dicho una palabra;

todavía no he hecho nada -la tranquiliza Juan-, Me he dejado llevar y traer al gusto de todos ustedes…

-Que Dios se lo pague ¿Pero qué es lo que Renato le ha dicho? ¿Qué es lo que se propone usted hacer?

-Renato pretende que me quede en Campo Real. Que me quede indefinidamente. Me ofrece el jugoso puesto de adminis-trador de su hacienda…

-Pero usted no ha aceptado eso, Juan. ¿Verdad? No puede aceptarlo. ¡Usted tiene que irse de aquí inmediatamente! Ya ha visto usted el efecto que su presencia hizo en Aimée.

-Un desmayo muy socorrido. [Qué cómodo, qué oportuno! El mundo es para las mujeres…

-No fue fingido. Su aparición la hirió como un rayo. Ahora está desesperada, enloquecida, sufre como en el fondo del infierno… Ella no sabía que usted iba a volver…

-¿Y para no saberlo me lo hizo jurar tantas veces? ¡Que no mienta! ¡Ella estaba segura de que me tenía bien sujeto, loco y enamorado como un imbécil, capaz de todo por ella…! ¡De todo, sí, de todo! ¿Usted sabe lo que yo he hecho? ¡Me he jugado la vida cien veces cada día! Y todo, ¿por qué? ¿Para qué? Para cumplir mi palabra; para poder acercarme a ella con ropas de caballero; para poder darle lo que yo sabía que am-bicionaba; para llevármela del brazo a la luz del sol, cum-pliendo con todo eso que ustedes llaman religión, familia, con-veniencias …

-Juan, por piedad. .. Ha callado hasta ahora. Siga callan-do, aléjese. Yo le aseguro que, en este momento, Aimée llora con lágrimas de sangre…

-Entre los brazos de Renato -concluye Juan con infinita amargura.

-No piense en eso. Yo le ruego.. .

-¡Basta de ruegos! -corta Juan con aspereza-. No crea que va a seguir manejándome con súplicas y lágrimas. No soy un sentimental como Renato, no soy lo bastante feliz como para querer ser generoso. Al contrario, soy lo bastante desdi-chado para odiar hasta la luz del cielo, hasta el aire que respiro, hasta la tierra que me sostiene… ¡Y no he renunciado a ven-garme!

22

-AIMEE, MI VIDA, ¿qué es esto? ¿Por qué estás llorando? ¿Te sientes muy mal?

-¡Oh, déjame!

-Perdóname, pero no comprendo, Mónica dijo que estabas mejor y que me llamabas…

-¿Qué sabe esa imbécil… ?

-¿Imbécil tu hermana? -se sorprende Renato, profunda-mente estupefacto ante el exabrupto de su esposa.

-¡Imbécil, estúpida y entrometida! ¿Cuándo va a irse a su convento y dejarnos en paz?

-Pero, Aimée, yo creo que estás trastornada, fuera de ti… ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha pasado?

-¿Qué es lo que te ha contado ella?

-Nada me ha contado ni nada tenía que contarme. Tú eres la que me desconciertas. ¿Por qué hablas asi de tu herma-na? Es absurdo que reacciones contra ella de ese modo, cuando no puede ser más generosa, más solicita, más tierna contigo…

-¡Pobre Mónica! -suspira hipócritamente Aimée, algo tran-quilizada ante las palabras de Renato.

-¿Ahora la compadeces?

-Es que no sé ni lo que digo…

Ha secado sus lágrimas, ha hecho un esfuerzo para reaccio-nar. Odia a Mónica. .. sí, la odia, y el rencor le sube a los la-bios como una espuma amarga. Pero en el rostro de Renato ha visto una expresión dura, severa, grave, y astutamente recoge velas mientras le observa, mientras, como un relámpago de es-peranza, cruza por su mente la idea de un plan disparatado, e interroga de nuevo:

-¿No dijo nada Mónica de mi desmayo?

-Sí, mi vida, dijo que los padecías, cosa que yo ignoraba. ¿Te ha molestado que lo dijera? No tiene nada de particular. Además, tenía que decirlo para tranquilizarnos. Comprendo lo que sientes: te molesta, te humilla la idea de padecer algo. Pero, mi amor, ¡qué tonta eres! Eso no tiene nada de particular… todos padecemos de algo. Tú eres maravillosa y perfecta. Ese pequeño mal vamos a curarlo, y si no se cura, es igual. Mi amor es para siempre y para todo, Aimée, en dicha y en dolor, en salud o en enfermedad. Te quiero para siempre, y como dice el rito protestante: ¡Hasta que la muerte nos separe!

Dulcemente, Renato ha estrechado a Aimée entre sus bra-zos. Poco a poco ha ido cambiando su expresión y su gesto, mientras, mejor que puede hacerlo nadie, halla en sí mismo la disculpa perfecta, que borra .la dolorosa impresión de ingrati-tud, de dureza y violencia que por un momento le causaran las palabras de Aimée. Y mientras su amor salva generosamente la distancia, Aimée caza la intención al vuelo, demasiado astuta para no aprovecharse de cualquier ventaja que se le ofrezca, demasiado calculadora para no querer guardarse contra todo riesgo… aun con el escudo de una lágrima falsa.

-Aimée, mi vida, pero, ¿qué es esto? ¿Lloras otra vez?

-Perdóname-.. Ahora es de pena por haber hablado mal de Mónica. Ella es muy buena, Renato.

-Sí, Aimée, inmensamente buena. Está haciendo una gran obra en el cuidado de los enfermos…

-Ya sé que estás encantado con ella; pero, de cualquier modo, su puesto no está aquí sino en su convento. Ella no es feliz con nosotros y es un egoísmo muy grande de nuestra parte empeñarnos en retenerla.

-Todavía no me he empeñado.

-Pero lo harás, te conozca muy bien. Y es un verdadero error de tu parte. El casado casa quiere. Tú y yo debíamos vi-vir solos, amor mío.. . solos en nuestra linda casa de Saint-Pierre. ¿No me respondes?

-Ahora no -evade Renato-, pero ya hablaremos de todo. Por el momento hay mucho que hacer en Campo Real, y como la suerte me pone a mano los colaboradores que soñaba…

-¿Colaboradores? ¿Quiénes?

-En primer lugar Mónica, y después… Supongo que no pudiste verlo, te sentiste mal. El hombre que guiaba el ca-rruaje …

-Lo vi perfectamente.

-Le conocías, ¿verdad?

-Bueno… -acepta Aimée sin negar ni afirmar.

-Mónica sí; Mónica le conoce perfectamente. Y él, de vista al menos, afirmó conocerte. Mónica me recordó que la casa de ustedes, en Saint-Pierre, está muy cerca de la playa. Parece ser que Juan acostumbraba tomar tierra por una playuela que queda justamente detrás del jardín de ustedes. Lo curioso' es que tú no lo conozcas más que ella, puesto que llevas más tiem-po viviendo en esa casa…

-Ya te dije que sí lo Conocía, pero no simpatizo nada con él, y no me preguntes por qué, pues no sabría decírtelo; pero no me es nada, nada simpático. ¿Se fue ya?

-No, Aimée, no se ha ido. Le he comprometido a que pase unos días con nosotros. Durante ellos trataré de convencerlo para que acepte un puesto en Campo Real.

-¿Estás loco? -reprocha Aimée con vivacidad-. El no sa-be nada de fincas, es un hombre de mar… y con bastante mala fama por cierto. Lo acusan de contrabandista y de "pirata.

-En efecto. Pero yo tengo mucho interés en que cambie de vida para que no le acusen más de nada de eso. Somos ami-gos de la infancia, mi padre le prometió al suyo velar por él. Por desgracia, murió sin poder hacer lo que se proponía, y yo considero un deber moral hacer por Juan lo que mi padre hu-biera hecho.

-¿Y él está conforme en trabajar para ti?

-Todavía no. Mas ya te lo dije antes: espero convencerlo. El ha tenido suerte en su último viaje y trae algún dinero. Tal vez no quiera trabajar conmigo, sino establecerse por su cuenta, y en ese caso también lo ayudaré; pero, de un modo o de otro, quiero lograr su amistad. Por eso siento que no simpatices con. él y que no seas tú la única, pues tampoco mamá quiere nada con Juan del Diablo, como le llaman. Sin embargo, confío en ir limando asperezas…

Aimée ha inclinado la frente hasta ocultar el rostro a las miradas de Renato. Teme delatarse con un gesto y tiembla co-mo si tuviera fiebre, mientras él acaricia sus manos con ter-nura, e indaga solícito:

-¿Te sientes mejor? ¿Crees que puedes acompañarnos a la mesa?

-¡Oh, no, Renato! Me siento muy mal. Me duele horrible-mente la cabeza y no creo poder ponerme de pie siquiera. No me obligues a levantarme…

-Claro que no te obligo, ¡qué ocurrencia! Yo mismo voy a llevarte a nuestro departamento..,

-¿Le molestaría mucho a doña Sofía que yo pasara la no-che en este diván? Por lo menos, déjame aquí unas horas, dé-jame sola, totalmente sola y a / oscuras para reponerme. Con eso acabaré de sentirme bien. Te lo ruego, Renato, tienes mil cosas en que ocuparte.

-Está bien. Si es tu gusto, te dejo sola; pero, de todos mo-dos, prevendré a tu doncella para que esté atenta.

Ha salido, y Aimée hace tras él un gesto de impaciencia.

No puede más; se siente enloquecer de desesperación, y aflo-ja al fin los contenidos nervios. Ha resbalado del diván hasta caer al suelo, mordiéndose las manos, mesándose los negros cabellos, retorciéndose como bajo la agonía del más cruel tormento, .. La sangre le hierve en las venas, el corazón le late hasta aho-garla y, al fin, se alza como aferrándose a una determinación y murmura en voz alta:

-¡Juan… Juan…! Tengo que hablarle a solas. ¡Pase lo que pase, tengo que hablar a solas con él! -De pronto, oye unos pasos suaves que se deslizan sigilosos, y alarmada, indaga-:

¿Quién anda ahí? ¡Oh, eres tú, Ana! ¿Qué hacías detrás de esas cortinas?

-Pues nada,. mi ama., ¿qué quiere usted que haga? El se-ñor Renato me dijo que estuviera cerca y que esperara…

-Ven acá,…

Dócil a la voz de Aimée, la oscura doncella que Sofía ha cedido a su nuera se acerca a ella, sentándose muy cerca, a sus pies, en la alfombra, y ladea la cabeza mirándola con solicitud de animalejo doméstico. Nada parece haber cambiado en ella durante aquellos quince años: es como si hubieran resbalado so-bre su alma infantil, como si eternamente tuviera aquella ado-lescencia ingenua que- hace brillar sus ojos como dos azabaches y aparecer los dientes blanquísimos como carne de coco sobre la piel color tabaco.

-Ya se estaban poniendo feas las cosas en esta casa, ¿ver-dad, señora Aimée? Igualitico que la otra vez que vino el niño Juan…

-¿Qué otra vez?

-Bueno… la otra..'. Cuando se mató el amo viejo, que fue el que trajo a Juan. Entonces, el niño Renato tenía este alto, y ni Yanina ni Bautista mandaban en la casa… –

-¿Es que los D'Autremont conocían ya a Juan?

-Pues, claro. Y mire usted que se dijeron cosas… ¿Quiere que le traiga una taza de caldo?

-No. Dime dónde están los demás… ¿Qué hacen?

-Cada uno, una cosa distinta. La señora Sofía, encerrada, furiosa como la otra vez… Dicen que le dijo al niñito Renato que ella no iba a comer en la mesa mientras estuviera aquí Juan. Seguro que «lo hace para que el señor Renato lo eche. Pero qué va, ahí está Juan en el comedor, tan alto y tan buen mozo como el amo don Francisco hace veinte años. Se le parece, ¿sa-be, señora Aimée? Cuando lo vi de pronto, hasta me di un susto. Era entre dos luces y me pareció que se trataba del áni-ma del amo…

-Dices muchas tonterías, Ana, y no responded a lo que te he preguntado. ¿Dónde están todos? ¿En el comedor acaso? ¿Es-tán comiendo ya? ¿Y Mónica? ¿Qué hace Mónica?

-Ahora no sé. ¿Quiere que vaya a verlo y vuelva a avisarle?

-Sí, Ana, porque necesito hacer algo grave, importante… algo en que tú sola vas a ayudarme, y que será un secreto entre las dos. Si sabes guardarlo, te regalaré un traje nuevo, de seda, y unos zapatos, y un collar, y todo lo que quieras. Pero tienes que aprender a hacer las cosas como yo te las mando, y a ca-llarte, Ana, a callarte como una tumba. ¿Sabrás hacerlo? ¿Me lo juras?

-Pues claro. No voy a decir ni una palabra a nadie. Yo sé hacerlo muy bien… ¡La de cosas que yo me callo! Si yo ha-blara, señora Aimée… si yo hablara…

La doncella nativa ha hecho un gesto expresivo, mostrando al sonreír la doble sarta de sus dientes blanquísimas, dichosa y encantada de haber llegado a aquel punto de la confidencia en el que su joven ama nueva va a abrirle las puertas de su intimidad. Diáfana y simple, incapaz de pensar, es quizás la cómplice menos adecuada; pero es demasiado violento el torbe-llino de pasiones que arrebata el alma de Aimée. Necesita de alguien, y no es capaz de ser prudente…

-¿No quieres que hablemos un momento, Mónica?

-Claro… Si lo deseas, con el mayor gusto, Renato. Están en uno de los saloncillos contiguos al amplio come-dor. Mónica y Renato apenas han probado el café y el coñac servidos después de la cena. Juan acaba de retirarse, y Mónica parece respirar con un poco más de confianza. Aún la presen-cia de Renato es para ella preciosa… Aún saborea como una golosina, inquietante y amarga, el sentirlo a su lado, hasta en aquellos momentos de tensión y de angustia, sintiendo palpitar en torno suyo el peligro de una catástrofe.

-En primer lugar, quiero darte las gracias: eres la única que no ha desertado, la única que ha venido a acompañarme a compartir la mesa con Juan.

-Aimée está enferma, y mamá…

-Sí, ya sé: sufre de jaqueca. También mi madre, oficial-mente al menos, tendrá jaqueca durante los días que Juan pase en esta casa. Y en cuanto a la enfermedad de Aimée, pienso que ella ha exagerado, pues tampoco le es simpático el pobre Juan.

-¿Te lo dijo ella…?

-Me lo dijo con toda franqueza. Como siempre le he pedi-do que sea absolutamente sincera conmigo, se lo agradezco. ¡Pe-ro me hubiera gustado tanto encontrarla, como a ti, compren-siva y amable con Juan.. .!

-No creo que Juan encaje en el ambiente de esta casa. Tú mismo lo estás viendo, Renato. El no parece contento aquí. ¿Por qué no lo dejas alejarse?

-Lo dejaré, ¡qué remedio me queda! Pero es absurda. la mala voluntad que todos tienen contra Juan. Es hosco y áspe-ro, porque ha sufrido mucho..'. Su historia es larga. Otro día te la contaré, aunque la verdad es que aun para mí mismo guarda muchos puntos oscuros. Mi padre tenía en él un empeño tan grande… pero dejemos a papá, aunque está ligado con lo que quería decirte. Quiero hacer una modificación completa del régimen de trabajo en Campo Real. Hemos empezado por lo más perentorio, que eran los enfermos; pero en todo hay que poner la mano. Claro que para eso necesito tener aquí al viejo Noel, y mira qué casualidad… pensaba mandar a buscar-lo la próxima semana, y hace poco. vinieron a traerme el aviso de que estaba detenido en mitad del camino, por una rueda rota del coche de alquiler en que viene. Y, como es natural, man-dé un coche a buscarlo… ¿Pero qué te pasa? Estás inquieta…

-No me pasa nada. Son tantas cosas, que…

-Una a una las iremos solventando. Si no estás muy can-sada, saldremos a la galería a ver si llega Noel. Mucho me te-mo que su presencia tampoco va a ser del agrado de mamá.

-¿Entonces…?

-No le gusta nada que sea contra Bautista, pero yo estoy resuelto a terminar con él y con todos sus abusos. Su presencia aquí es el mal que hay que extirpar y para eso no valen paños tibios: es preciso cortar por lo sano… ¿Oyes? Me parece que llega un carruaje… ¡Vamos…!

-El señor Renato y la señorita Mónica salieron al jardín porque oyeron llegar un coche, pero no era la visita que espe-raban… Era el coche grande, con los encargos de la señorita Mónica para esos enfermos que está cuidando. De modo que el; señor y la señorita se quedaron muy entretenidos con tantos paquetes -informa Ana a Aimée, de acuerdo con el encargo que ésta le hiciera. . •

-¿Y Juan? ¿Fue con ellos Juan?

-¡Qué va! El Juan se fue del comedor acabando de co-mer, diciendo que a acostarse. Pero qué va… Se fue a. buscar a ése muchacho que trajo con él, a averiguar qué le habían dado de cenar. Y le dijo a Esteban que no lo pusiera en nin-gún cuarto de sirvientes, porque Colibrí, que así se llama él condenado negrito, tenía que dormir con el en el mismo cuarto.

-¿Y dónde está ahora?

-Paseando con el muchachito por el segundo patio, y sin hablar.

-Óyeme, Ana. Es preciso que llames a ese niño, que te lo lleves a cualquier parte, que dejes sólo a Juan…

-¿Para qué, mi ama? -se sorprende la sirvienta.

-No preguntes y haz lo que te mando. Mira, ¿te gusta esta sortija? Tómala… Es tuya… Para ti… Pero haz in-mediatamente lo que te mando. Anda

-Mi amo…

-¿Qué quieres. Colibrí?

Juan se ha detenido en uno de aquellos lentos paseos de los que ha dado muchos ya de uno a otro extremo del según. do patio. Ha llegado hasta allí llevando consigo al muchachuelo, pero no le mira ni le habla. Está demasiado absorto en sus amargos pensamientos, y su mirada, al oirle hablar, es casi de sorpresa, como si despertara de un sueño poblado de siniestras imágenes, como si el pequeño y oscuro rostro amigo le conso-lara un tanto…

-¿Nos vamos a quedar en esta casa, mi amo? En la cocina dijeron que nos íbamos a quedar para siempre, y que usted iba a mandar, y que iban a echar a un hombre muy malo que es el que ahora está mandando. Pero cuando él llegó, todos se callaron. ¡Es un viejo más feo, patrón.. .1 Llegó regañando, y a un gato que estaba bebiendo leche, le dio una patada. De verdad que es muy malo, pues el gato no le hacía daño a nadie. ¿Es cierto lo que dijeron, mi amo?

-No, Colibrí, no es verdad. Mañana mismo nos iremos de esta casa…

-¿Sin ver al ama nueva? ¿Sin buscarla?

-No hay tal ama nueva. Colibrí -se lamenta Juan con amarga tristeza-. Nos iremos otra vez al Luzbel. Pondremos proa al centro del mar, y no volveremos nunca más a la Martinica.

-¿Y la casa grande que iba a hacer allá, en aquellas pie-dras? ¿Y todas las cosas lindas que usted pensaba, mi amo?

-Todas se acabaron. Colibrí. ¡Nos iremos para no volver más!

-¡Chist… chist.. .! -llama Ana, la sirvienta mestiza.

-¿Qué es eso? ¿Qué pasa? -se violenta Juan.

-Llamaba al muchacho, señor Juan. Lo llamaba para lle-vármelo. Van a hablarle a solas a usted -murmura Ana en voz baja y tono misterioso-. Quieren hablarle sin que nadie se entere.

-¿Quién quiere hablarme?

-No grite. Tiene que ser sin que lo sepa nadie. Vayase a aquel rincón que está bien oscuro, y no grite. No hable alto. Es un secreto. El ama no quiere que lo sepa nadie…

-¿El ama? ¿Qué ama? -pregunta Juan; pero, de pronto, comprende y exclama-: ¡Aimée!

-Chist… No grite… No grite… -suplica Ana. Y ale-jándose, ordena-: Vamonos, muchacho.

Un momento, Juan ha quedado inmóvil, sacudido por un sentimiento que es sorpresa y es cólera, y también una especie de alegría salvaje. Aimée está allí, frente-a él, a pocos pasos… Más que verla la adivina en el rincón oscuro; distingue su fi-gura y, al acercarse, ve su rostro pálido, sus labios trémulos, sus manos-que se extienden hacia él, suplicantes. Sin propo-nérselo, baja la voz… Acaso le ahoga el golpe del corazón que se desboca, o el inexplicable escalofrío que recorre su es-palda, y murmura:

-¡tú! ¡tú!

-¡Mátame, Juan! Me acerco a ti, para que seas tú el que me mates…

-A matarte vine, Aimée… Pero, al fin y al cabo, no creo tener ningún derecho…

-¿No crees tener derecho? ¿Y cuándo has necesitado tú te-ner derecho para extender las manos y arrancarle a la vida cuanto la vida quiso negarte? ¿Cuándo, Juan?

Aimée, ha dado un paso fuera de la penumbra para mi-rarle con sorpresa, casi con rabia. Aquel rostro frío, impasible, hermético, no es el que esperaba ver en Juan. Para salirle al paso, esquivando su violencia, se ha jugado el todo por el todo en una frase, y ahora se siente como defraudada en su "anhelo morboso: Juan, su Juan del Diablo parece otro bajo aquellas ropas de caballero. Parece otro, como está ahora: enigmático, con un fulgor satánico en las pupilas…

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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