-Óyeme, Aimée… he querido apartarte, he querido dejarte… en un momento he pensado que acaso tienes razón, que tu vida es tuya, que tuyos son también esos hombres que por amor se te han entregado… He querido renunciar a todo y apañarme de todo, hasta del derecho de defender a Renato contra tu maldad; he querido apartarme y alguien me ha su-plicado llorando que no lo haga. ¿Sabes quién? ¡Nuestra ma-dre! Nuestra pobre madre, a quien nada te has preocupado de ocultar, que vive en la zozobra horrible de lo que puedas hacer, de lo que pueda ocurrirte… Nuestra pobre madre cuyos últi-mos días amargarías con una infamia, cuyas canas quieres man-char con un escándalo, con una acción indigna… No sólo por mí, no sólo por Renato, por ella también te ruego, Aimée… -Mónica se interrumpe de pronto, y exclama sorprendida-:
¡Oh, Renato.. .!
-Sí, soy yo -confirma éste acercándose-. ¿Pero qué pasa, Mónica?
-Nada… hablábamos. ¿Cómo has vuelto tan pronto?
-Por una feliz casualidad. Acababan de ensillarme el caba-llo cuando vi a Juan. Se me ocurrió pedirle que tomara mi lugar y aceptó de buen grado. Encantado y sorprendido le di am-plios poderes y acaba de salir para su primera comisión como jefe general de los trabajadores de la hacienda. ¿No fue mag-nífico? ¿No te alegras que haya regresado casi inmediatamen-te, Aimée?
-¡Claro! Me alegro de todo:'de tu regreso, de la buena disposición de Juan, y no tengo que lamentar más que una cosa: la determinación que tiene Mónica de dejarnos…
-¿Dejarnos…? -se sorprende Renato.
-Por eso precisamente discutíamos.' Mónica se ha empe-ñado en volver a Saint-Pierre llevándose a mamá. Dice que para una luna de miel hay demasiada gente en esta casa, y se nos va, Renato, se nos va…
Con sonrisa diabólica, Aimée se ha vuelto hacia su herma-na que un instante queda desconcertada con la sorpresa de aquel cinismo, de aquella audacia inesperada. Va a protestar, va a alzar la voz con la violencia de quien no puede contenerse más, pero sus ojos tropiezan con los de Renato a los que asoma una expresión de disgusto y fastidio. Para él no es más que una in-trusa, impertinente y caprichosa; pero aquella expresión sólo dura un instante, cambia en seguida en el noble rostro varonil, encendiéndose con un cálido gesto de bondad humana que lle-ga hasta el fondo del corazón de Mónica cuando explica con suavidad:
-Ese punto lo hemos discutido ya varias veces. Pensé que estaba totalmente arreglado. Desde luego, no tengo derecho a retenerte por la fuerza si quieres marcharte, Mónica. Te he ro-gado, te he suplicado, con franqueza de hermanos te he dicho hasta los móviles egoístas que me impulsan a rogarte que nos acompañes. Si de todos modos quieres irte, ¿qué puedo ya ale-gar? Sólo puedo pedirte que me perdones… Viniste a descan-sar y te he cargado .de trabajo. Buscabas tranquilidad y arrojé sobre ti el fardo de mis preocupaciones más pesadas. Pero puedo jurarte que no pensaba seguir abusando… Ya ves que inme-diatamente he incorporado a Juan en mis proyectos, y…
-No sigas, Renato -interrumpe Mónica profundamente do-lorida. ,
-Haz lo que quieras, Mónica. Si consientes en quedarte unos días más, te prometo dejar que en verdad descanses. Y, de todas maneras, perdóname… ¿Vamos, Aimée? -¡Un momento, Renato! No puedo dejar que te retires con esa impresión… -empieza a decir Mónica; mas Aimée in-terviene con hipócrita ternura:
-Pero, querida…
-¡Es a Renato a quien hablo! -corta Mónica con deter-minación-. Aimée ha interpretado mal mis palabras. Me que-daré todo el tiempo que juzgue puedes necesitarme, Renato…
-Ahora soy yo quien dice: No es eso, Mónica. Tu ayuda es preciosa, pero…
-La pobre Mónica está rendida -continúa Aimée-. Tan nerviosa, tan cansada, que apenas sabe ni lo que dice. Yo sí creo que hemos abusado de su bondad.
-¿Quieres callarte, Aimée? -ordena Mónica sin poderse contener. Y con firmeza, asegura-: Me quedaré, Renato. ¡Me quedaré, aunque me echen!
-¿Pero quién te está echando? Esto es jugar a los despro-pósitos. .. Tú sola hablaste de marcharte, Mónica. Digo, me imagino que fuiste tú sola, por lo que dice tu hermana…
-Naturalmente -se apresura a confirmar Aimée-. ¿Qué más quiero yo que tenerlas aquí? Y digo tenerlas, porque has de saber que Mónica ha cambiado de idea. Ya no quiere volver al convento, sino a casa, llevándose a mamá. Parece ser que nuestra futura abadesa cuelga los hábitos y probablemente bus-ca con quién casarse… '
-¿Quieres callarte ya? -grita Mónica con irá incontenible.
-Perdóname -se disculpa Aimée con burlona y mala in-tención-. Puede que me haya equivocado… Me pareció entender algo así como que ahora te movías a impulsos de un amor humano…
-¡Cállate, Aimée! -repite Mónica fuera de si.
-Naturalmente.._. cállate -interviene Renato en dulce to-no suave-. ¿No ves que la disgustas? Y tú, Mónica, tampoco lo tomes de ese modo. No creo que el asunto tenga nada de par-ticular, pues nunca me pareció lógico que encerraras en un claustro tu juventud y tu belleza, a menos que una verdadera vocación te arrastrara a ello. Si comprendes a tiempo que te has equivocado, nada más lógico y humano que rectificar… pero sin disgustarte. No creo que haya en Aimée la menor in-tención de causarte un disgusto. Es sólo traviesa y burlona, como tú bien lo sabes. Si alguien podría sentirse resentido soy yo por tu falta de confianza. ¡Me hubiera gustado tanto que me hablaras de tus sentimientos y de tus dudas, como a un ver-dadero hermano. ¡ ¿O acaso no he sabido serlo para ti? -Le ha tomado la mano, aquella mano blanca que tiembla entre las suyas, y sonríe mirando al fondo de las pupilas que huyen de él como si temieran gritarle lo que con ansia el alma calla-. Las confidencias no se fuerzan, Mónica, pero quisiera que su-pieras, que tuvieras siempre presente, que soy tu mejor amigo, que en mí siempre puedes confiar…
-Así lo creo, Renato. Yo también soy y seré, para ti, la mejor amiga.
-Lo creo, lo creí siempre. Pero, ¿por qué lloras al afir-marlo? ¿Es sólo que estás nerviosa, como dice Aimée?
-Pues claro. Entre sus nervios y sus complicaciones sen-timentales. .. -se burla Aimée con mordacidad.
-No la molestes, Aimée. Y tú, Mónica, no le hagas caso. ¿Es cierto que estás enamorada? ¿No me puedes decir a mí el nombre del dichoso mortal? ¿Te advierto que tendrá que ser muy bueno para merecerte, para que yo lo juzgue digno de ti, y perdóname la petulancia de hermano mayor, para que yo le permita recibir el tesoro que tú representas. -La ha besado en la frente, aquella frente blanca como de mármol, bajo la que giran los pensamientos como un torbellino de locura, y de pron-to se alarma-: Estás helada, Mónica, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? -Aimée ha dado rienda suelta a una risita mordaz y bur-lona, y Renato, sereno pero disgustado, la reconviene-: ¿Qué pasa, Aimée?
-Perdóname… no pasa nada. Pero ustedes dos me hacen muchísima gracia, no puedo remediarlo. Son maravillosos, per-fectos. .. y graciosísimos, además…
-No veo el sainete; pero, después de todo, con reir no creo que le haga daño a nadie -acepta Renato resignado. Y afectuo-so y grave, saluda-: Buenas noches, Mónica, confío en que un buen sueño te hará sentirte mejor. Hasta mañana…
-Hasta mañana, -..corresponde Mónica con un hilo de voz, viendo alejarse a los esposos y enfureciéndose ante la risa otra vez burlona de Aimée.
-¿De qué te ríes Aimée? -pregunta Renato algo molesto.
-De nada… Más vale que me ría y no que lo tome por lo trágico.
-¿El qué vas a tomar por lo trágico?
-Bueno… todo lo que pasa: las actitudes gratuitamente agresivas de mi hermana, tu ataque de sentimentalismo frater-nal, tu afán de ocuparte de todo el mundo… y lo poquísimo que te ocupas de mí, al tener que ocuparte de todos los demás.
-¿Celosa? -sonríe Renato cariñoso y halagado.
-¡Oh, no! ¿Por qué? No hay motivo; es decir, creo yo que no hay motivo. Pero hay que ver lo que quieres a Mónica…
-Es nuestra hermana. Además, me preocupa… No está bien, la noto pálida, delgada, como atormentada por algo que guarda celosamente.
-Es natural… está enamorada. Se le ve a la legua.
-¿Pero de quién puede estarlo? Francamente, yo no acierto.
-De cualquiera -elude Aimée en tono impregnado de fri-volidad-. A lo mejor de Juan del Diablo,..
-¿Cómo? ¿Qué? -exclama Renato sorprendidísimo.
-Digo yo… Juan del Diablo es un hombre como los de-más. Es todo un buen mozo, y ahora, con el nuevo empleo que le has dado, hasta un buen partido. Mónica no es ambiciosa..
-¡Es absurdo, descabellado! Ni en broma debes…
-Has tomado en serio el papel de hermano mayor con ella' -ríe Aimée, divertida-. No te disgustes, hombre, que estoy ju-gando. Al fin y al cabo, no es un imposible, y tendría grada… Argumento para una novela por entregas: "La monja y el pirata"…
26
-YANINA, ¿QUE HACES?
-Nada, tío, tomo notas…
Una mueca amarga que quiere ser una sonrisa, ha sido la respuesta de Yanina, mientras ajusta mejor el pañuelo de colo-rines alrededor de su oscura cabeza de cabellos ensortijados. Sin el menor ruido ha surgido de la espesa sombra de los arcos del segundo patio, y los ojos duros e inquisidores de Bautista la miran imperiosos, mientras ella encoge los delgados hombros…
-¿De qué tomas nota, Yánina?
-De todo lo que pasa…
-No pasa nada, sino que me han aplastado y pisoteado -se queja Bautista en voz baja, pero con gran rencor-. Mas no van a quedarse así las cosas. Yo tengo que desquitarme, tengo que tomar venganza. Ya verán si hace falta o no Bautista el día que amanezcan incendiados los cañaverales, o si vuela un petardo la represa del río, o si…
-No hables necedades, tío Bautista. Esas cosas no se dicen. Si acaso, se hacen…
-¡No puedo aguantar lo que me pasa! ¡No puedo seguir aquí como el último sirviente, mientras ese pordiosero, mien-tras ese malnacido de Juan del Diablo.. .!
-Baja la voz, tío, que no te oigan. Renato y su digna espo-sa acaban de entrar en el cuarto. Ahora la tendrá entre sus brazos, la besará con ansia, ¡y le dará el corazón y el alma entera a esa malvada!
-¿Malvada? ¿Por qué es malvada? ¿Tuvo ella la culpa de algo? ¿Por qué no me hablas claro a mí? ¿Qué es lo que ocultas? ¿Qué es lo que sabes?
-Sé una cosa que va alegrarte mucho, tío Bautista. ¡Muy pronto va acabarse Juan del Diablo!
-¿Quieres hablarme claro? -apremia Bautista mirándola con sus duros ojos inquisidores-. ¿Por qué va a acabarse Juan del Diablo?
-Porque pica demasiado alto. En esta casa van a pasar muchas cosas. Si yo fuera tú, tío Bautista, mejor esperaba. Ya vendrá el rio revuelto, ..ya rio revuelto, ganancia de pes-cadores.
-¿De dónde sacas tú…?
-Ayer fui hasta allá arriba, hasta lo más alto del desfila-dero, y vi a la vieja Chala. Le di unas monedas para que mi-rara el porvenir de los D'Autremont…
-Tú nunca creíste en esas cosas, Yanina. Son patrañas, embustes para engañar a esos bestias que llevan la superstición en la masa de la sangre. No te crié yo para que creyeras esas cosas… Pero, ¿qué te dijo Chala?
-Abrió una gallina negra, le miró las entrañas y me dijo que hay. dos hombres con sangre D'Autremont en las venas: uno legítimo, otro bastardo.
-¡Calla, baja la voz! ¿Estás loca? -se alarma Bautista lle-no de estupor-. ¿Eso dijo Chala? ¡Deslenguada… atreverse a eso! ¿Tú ves? ¿Tú ves? Si yo aún mandara, la haría moler a palos por hablar sin respeto de los amos… del señor.., el se-ñor don Francisco D'Autremont… ¡Mentirosa!
-No te sofoques tanto. Hace quince años que está muerto, enterrado -explica Yanina destilando sutil ironía-. Estamos solos, tío Bautista, y ahora ya sé que es verdad, totalmente verdad. No fui a ver a Chala, no me dijo nada..,
-¿Eh? Pero, ¿qué te propones?
-Tener la seguridad de algo que siempre he sospechado: Juan del Diablo es hermano del amo Renato, pero ninguno de los dos lo sabe…
-El perro bastardo, no creo que lo ignore. Era bien cre-cido ya la noche en que murió Bertolozi, cuando él llevó aque-lla carta…
-¿Quiere contarme la historia completa, tío Bautista?
-¡No! Olvida lo que has oído. ¿Para qué me hiciste ha-blar? Perdí un momento los estribos, pero si repites una sola palabra de lo que has escuchado…
-Ya sé tu amenaza: me harás moler a palos -se burla Ya-nina-. ¿De qué te ha servido cuanto has hecho? ¿Qué has sa-cado con ser para ellos como un perro? Nada, ¿verdad? Los mi-raste como si fueran de otra pasta, como a dioses, como a hijos del sol… y no es verdad: son como los demás…Como los demás, se les puede odiar o amar. El amo Renato no es más que un hombre, y cualquier hombre puede sentirse- un día tan desdichado que acepte el consuelo donde lo encuentre… has-ta en brazos de la hija de una esclava.
-Yanina, ¿qué es lo que estás pensando? ¿Qué es lo que te atreves a desear? –
-Lo mismo que tú, pero de otra manera. Tú quieres man-dar en Campo Real, y yo también. ¿Por qué no?
-No quiero entenderte…
-Aunque quisieras no me entenderías, pero sí me entiendes cuando te digo: aguarda, aguarda, no tendrás que aguardar demasiado. Pronto vendrán las aguas revueltas. Ni tú ni yo seremos culpables, pero bien podemos recoger lo que la tor-menta eche a la playa.
El sonido estridente de una campanilla llega hasta ellos, y es Bautista quien comenta:
-Llama la señora… –
-Sí, y es a tí, pues han sido dos campanillazos. Anda, nun-ca te llamó de otra manera, ni cuando eras administrador de Campo Real. Por algo es el ama, tu ama…
-Y tuya también. No creo que a la señora te atrevas a negarla. Se lo debes todo, comiste desde niña el pan de su mano… Bueno, tenemos que seguir hablando, ¿eh, Yanina? Tie-nes que decirme las cosas más claras. No estoy dispuesto a… -Su explicación es interrumpida por otros dos fuertes y sono-ros campanillazos, y concluye-: ¡Esta misma noche tenemos que hablar!
Se ha ido con paso rápido tras mirarla con inquietud, y Yanina contempla sus manos morenas y finas, sus oscuros bra-zos de mestiza en los que apenas se marcan las venas azules, y con desprecio infinito vuelve la cabeza hacia el lugar por don-de Bautista se marchara, murmurando con rabia concentrada:
-No es la sangre.., ¡es el alma lo que se tiene esclava!
-Colibrí, ¿hasta cuándo vas a estar detrás de Santa Mónica?
-Ahora ella no está, patrón, pero me dejó cuidando. Cuan-do ella no está, yo soy el que manda…
Con fuerte mano ha contenido Juan al brioso caballo que monta en este instante, un soberbio animal blanco como la nieve, con preciosos arreos de cordobán, uno de aquellos dos caballos exactamente iguales que Sofía regalara a su hijo y a su nuera en los primeros días de su noviazgo. Inquieto, nervioso, acaso extrañando el mayor peso y la mayor rudeza del jinete que lo monta, parece dispuesto a encabritarse, cuando Juan ex-tiende la mano a Colibrí y ordena:
-¡Anda, ven conmigo! Dame la mano y salta. ¿Qué pasa? ¿No quieres venir?
-Si, mi amo. Espérese un momentito… un momentito na-da más. Voy a avisarle al negro Pancho, que es el que cuida aquí cuando ni la señorita Mónica ni yo estamos. Un momentito nada más… ¡ Pancho ¡ ¡Pancho!
Apretando los dientes, Juan ha dominado a la vez su im-paciencia y la inquietud nerviosa del caballo. Se encuentra a la entrada del valle chico, donde una vez tropezara con Mónica, muy cerca de dónde, á toda prisa, se han levantado los nuevos barracones para alojar a los enfermos. Ahora han cesado por completo la lluvia y el viento y está espléndida la noche tropi-cal bañada por la luna, tachonada de enormes luceros claros….
-Ya está. Hay cuatro enfermos que se encuentran mejor, y cuando la luna se ponga en la punta del cerro hay que darle a los demás la cucharada -explica Colibrí.
-Sube al anca del caballo y agarrate bien, no vayas a matarte.
-¿A dónde vamos, mi amo?
-Ya lo verás…
Juan ha fustigado los ijares del brioso corcel y éste arranca en un galope veloz. Durante un buen rato, el caballo va tra-gando leguas de camino sin que ninguno de los dos jinetes di-ga una sola palabra, hasta que, de pronto. Colibrí exclama sorprendido:
-¡El mar, patrón…!
-Si, Colibrí, el mar. Bájate, que el resto es a pie como hemos de andarlo -indica Juan apeándose-. Amarra el caballo a las ramas de ese árbol. No tengas miedo, no te hará nada.
-Hemos corrido, patrón, estamos en el Cabo del Diablo… El muchacho ha obedecido a Juan, echando pie a tierra, y luego le sigue por el estrecho camino abierto a pico entre los ásperos acantilados, hasta asomarse al negro peñón que le dio nombre. Es alto como un faro, sombrío como una cárcel, hú-medo y negro como una vieja fortaleza. En la cima, las ruinas desmanteladas de la pobre cabaña que viera nacer a Juan, que viera morir a Gina Bertolozi y arrastrar su miseria al esposo que le dio su nombre… Cuántos recuerdos parecen agolparse e repente en la mente de aquel hombre moreno y alto, que alza la frente como desafiando a los elementos, mientras el muchachuelo de oscura piel extiende la mano hada el mar y señala sin poder disimular su disgusto:
-Ahí está el Luzbel, patrón. ¿Volvemos a embarcarnos? ¿Nos vamos lejos? ¿No volvemos a Campo Real?
-Ya veo que lo sentirías mucho si no volviésemos.
-Sí, patrón, por… por… Bueno, usted dijo que no ha-bía más ama nueva…
-Lo dije porque así lo pensaba, pero si habrá ama nueva, Colibrí. No embarcaremos esta noche, pero todo tiene que es-tar preparado, porque será muy pronto. Y nos iremos lejos, hacia otras tierras, hacia otros mares… Mira todo esto, Colibrí, míralo para no olvidarlo, porque acaso no volvamos jamás.
Con repentina emoción, Juan ha apoyado la mano en el hombro de Colibrí, señalando después cuanto la vista abarca: la playuela desierta, las montañas lejanas, las enormes rocas os-curas amontonadas sobre la costa como cuerpos de gigantes venados, el Peñón del Diablo, y el mar, eternamente inquieto, que estrella contra él la furia de sus aguas. Todo aquel pano-rama bello y terrible, soberbio y sombrío, del que es como una síntesis su alma ardiente y apasionada, su corazón salvaje, su vida inquieta, que a si misma se consume como el leño que arde en la hoguera crepitante de aquella isla de pasiones, y vuelve a repetir:
-Acaso no volvamos más, o por lo menos en muchos años…
-¿Cuando usted sea viejo, patrón?
-No creo vivir para tanto, pues no envejecen las tormen-tas y yo, al fin y al cabo, no soy otra cosa más que eso: una tor-menta, un vendaval que pasa rompiendo y arrasando. Eso soy, eso quiso mi destino que fuese. Un día soñé otra cosa. Colibrí, pero que fue sólo un sueño. No se alzará una casa sobre estos peñascos, nadie hará un jardín en el Peñón del Diablo… Na-die podría hacerlo… Fue locura… Aquel es mi mundo… Ese barco, el Luzbel, la goleta pirata más audaz que cruzó los mares… Pero no te asustes, tonto, no pongas esa cara de es-panto. Siempre hay alguien para quienes los malos somos bue-nos. A ti no te haré ningún daño…
-A ella tampoco va a hacerle daño, ¿verdad, patrón? .
-¿A ella? ¿A qué ella?
-A la señorita Mónica, patrón…
-¡Ah, Santa Mónica! No creo que le guste mucho lo que vamos a hacer, pero es igual. Olvídala, Colibrí… Nadie le ha-ce más daño a los que somos desdichados, a los que nacimos para ser irremisiblemente desdichados, que los que pretenden volvemos buenos y blancos. Deja a tu Santa Mónica… El mundo es duro, cruel y malo… Tienes que hacerte fuerte, in-sensible, egoísta, capaz de luchar y de vencer pisoteando al que se atraviese en tu camino. Sólo así podrás sobrevivir; sólo así pude yo llegar a hombre… Pero, ¡caramba!, sé hace tarde. Vamos…
-Lo siento mucho, Mónica. Parece ser que Juan no se preocupó demasiado de cumplir mis encargos. De cualquier mo-do, todo salió correctamente. Tienes tan bien organizadas a las cuadrillas que te ayudan en el cuidado de los enfermos, que las cosas se hicieron en forma normal aun sin que nadie las vigilase.'
-¿Pero no le diste a ese hombre tu propio caballo? ¿No le dijiste…?
-Cuanto había que decirle, sí. Pero, ¿qué quieres? O no me entendió o no quiso entenderme. De momento no creo que podamos exigirle demasiado…
Renato D'Autremont ha fruncido levemente el ceno frente al único punto de la conducta de Juan que no logra disculpar en forma plena. Está muy cerca de las cuadras, bajo el sol de una mañana espléndida que contrasta con la pasada noche tormentosa. Pálida y recatada, con su eterno traje negro, habla Mónica sin mirarlo, como si temiese la luz investigadora de aquellos ojos tan caros para ella. Y hay en Renato un gesto comprensivo, indulgente y lleno de curiosidad a la vez, cuando observa:
-Te levantaste muy temprano, Mónica. Según me dijeron, casi al amanecer…
-En el convento adquirí la costumbre de ver salir el sol. Eso no significa para mí ningún sacrificio, al contrario.
-Y pusiste en orden todo lo que ayer no quedó correcto.
-No hice sino volver a hacerme cargo de mis obligaciones. Anoche las abandoné, pero….
-Las abandonaste en mis manos y yo fui lo bastante débil o lo bastante indolente para no cumplirlas personalmente. Con-fié en Juan más de lo que debía…
-Éso es lo que no me atreví a preguntarte. ¿No te parece que confías en Juan más de lo que debes?
-De momento las cosas parecen darte la razón, pero ya veremos. De cualquier modo, supongo que tú conoces mejor a Juan que nadie…
-¿Por qué he de conocerlo? -se extraña Mónica sin alcan-zar el sentido de las palabras de Renato.
-Bueno, he dicho: supongo. Si no es así no tomes a mal mi afirmación. ¿Vienes para casa? ¿No quieres que desayunemos en familia?
-Gracias, Renato, pero para mí es casi mediodía. Desayuné temprano y ahora tengo mucho que hacer. Voy a ver a mis en-fermos. Vete, Renato, seguramente doña Sofía y Aimée te esperan.
-No tendré tanta suerte. Con Aimée ya sabes que no se puede contar hasta más tarde, y mamá todavía se hace servir en sas habitaciones. La familia de que te hablaba son el bue-no dé Noel y nuestro terrible Juan del Diablo… Bueno, ya sé que tú le llamas Juan de Dios y que él se enfurece cuando le aplicas ese nombre. Es un verdadero gato montes, pero ya lo amansaremos. Confío en ti para eso.
-¿Por qué en mi? -se sorprende otra vez Mónica.
-Porque eres muy comprensiva y bondadosa, y eso es lo que necesita un hombre como él… Claro está, que siempre que tú quieras ayudarlo, pues yo no te lo impongo. ¡Oh, no me mires tan seria! Y no te alarmes, no quiero ser indiscreto. Respeto tu silencio. Hasta pronto, Mónica, te 'iré a buscar lue-go por allá;
-¿Cómo? ¿Levantada ya? ¡Qué buena sorpresa, Aimée!
-Como tú no te quedas conmigo, no tengo más remedio que seguirte. ¿Dónde están los demás?
Aimée ha recorrido el amplísimo comedor con su mirada impacienté, mientras Renato se inclina tomando su mano, sonriéndole muy cerca, agradecido y encantado de aquella apari-ción que, sin embargo, nada tiene que ver con él. ,
-¿Cómo cumplió tus encargos anoche Juan del Diablo?
-Desastrosamente… no se ocupó de ellos. ,
-¡Oh, por Dios! Entonces, habrán tenido ustedes una dis-cusión. ..
-No lo he visto a él, pero tampoco pienso tenerla. Sé que el, secreto de tener es no pedir demasiado… Pero, mira, ahí viene. Voy a dejarte con él mientras me acerco al despacho a rescatar a Noel. Puedes hacer que vayan sirviendo el desayuno, porque en seguida estaremos de vuelta.
Lentamente, clavados los ojos en ella, Juan va acercándose a Aimée. La ha visto desde lejos, ha retrasado el paso a propó-sito, dando tiempo a que se aleje Renato. Lo ha visto sonreir, inclinarse, estrechar su mano, besarla, irse después, y se aprie-tan, sus duras mandíbulas conteniendo la oleada amarga de ren-cor y de celos que sube hasta sus labios, que escapa por sus ojos en una llamarada oscura, cuando le dice a Aimée:
-Veo que saboreas la luna de miel. ¡Qué tiernamente te saluda tu galante marido! Parecéis hechos el uno para el otro. Todo es exactamente igual en ustedes: consideración, finura. educación, nombre ilustre…
-¡Basta, Juan! ¿Es que no comprendes…?
-Pero, a pesar de todo eso, vendrás conmigo. Dejarás esta casa de marcos dorados, de espejos, de cortinajes y alfombras, para encerrarte entre las cuatro tablas de mi cabina del Luzbel. Todo está dispuesto; esta noche escaparemos.
-¿Pero estás loco?
-No habrá peligro para ti, estarás absoluta y totalmente a salvo. No tienes ya el pretexto del miedo. Huiremos con todas las seguridades, nos iremos muy lejos… Vilmente, ruinmente, cobardemente le arrancaré a Renato su esposa, ¡que nunca debió ser suya! Ya sé que no es culpable… ¡Oh, si lo fuera… qué voluptuosidad, qué placer haberte arrancado de sus brazos, llevándome su vida también ¡ Te esperaré esta noche a las doce, detrás de la iglesia, con dos caballos ensillados.
-¡Es demasiado pronto, Juan! -protesta Aimée luchando asustada entre su deseo pasional y la preocupación de perder el bienestar tan astuta e hipócritamente conseguido.
-Ya hemos tardado más de la cuenta y no quiero volver a verte junto a él, ¿oiste? No quiero, porque no estoy seguro de poder contenerme. Estoy haciendo las cosas como tú quieres, estoy plegándome a tus caprichos como un esclavo. No intentes fallarme, Aimée, no vayas a fallarme, porque no te lo voy a perdonar, ¿entiendes?
-¡Calla, por Dios ¡ -suplica Aimée angustiada al ver que Renato se aproxima a ellos.
-No hubo forma -explica Renato con indiferencia-. Noel dice que ya desayunó y está totalmente hundido entre libros y papeles. En cuanto a Mónica, tomó también el camino de sus enfermos. Estaremos solos los tres. Ordena que sirvan que-rida. ..
Llegan dos sirvientes impecablemente vestidos de blanco, cubriendo de manjares deliciosos la suntuosa mesa. Todo en ella está preparado con el más exquisito esmero, todo en ella causa un placer estético sólo con mirarlo: la fina cristalería, las bandejas de plata, los fruteros que desbordan de los mejores ejemplares de frutas cultivadas en aquellas fértiles tierras, las tazas de porcelana, los bordados manteles…
Aimée ha hecho un esfuerzo para sonreír, ha aceptado el asiento que Renato le ofrece. A su derecha, Juan, sombrío y silencioso; a su izquierda, Renato, una falsa sonrisa mundana en los labios, una mirada inquisidora e inquieta en las claras pupilas…
-Doña Sofía… ¡Pero qué sorpresa! He querido hablar a solas con usted. Noel, sin llamar la atención haciéndole ir a mi habitación, sin enviar recados con los sirvientes… ¿Cómo se siente de nuevo en este despacho?
-¿Cómo he de sentirme? Muy bien, y muy agradecido…
-No tiene por qué; al contrario. Fui injusta al prescindir de sus excelentes servicios y quiero que sepa que muchas ve-ces pensé en usted con remordimiento y con pena. Pero la muer-te de Francisco me trastornó de tal manera, tuve tanto miedo por Renato, tal espanto por lo que el porvenir podía traerle, que no hubo medida que me pareciera – poca para defender a mi hijo.
-Yo hubiera deseado ayudarla siempre en esa tarea…
-Lo sé. Noel, ahora lo sé. Me ofusqué de momento… Sus simpatías de usted por… -Ha callado un momento, evi-tando el nombre que aborrece, pero al fin éste sale de sus la-bios-: Juan del Diablo…
-Juan… Vamos a llamarle Juan, simplemente. No hace mucho le propuse llamarse Juan Noel…
-¿Cómo? ¿Usted? ¿Es posible? ¿Sería usted capaz…? -se sorprende gratamente Sofía.
-Quise hacerlo, pero, él lo rechazó en forma rotunda. No creo que acepte ya nada de lo que se le ofrezca…
-Sin embargo, está en esta casa, junto a mi hijo… junto a mi hijo, empeñado en hacer de él un hermano, en la situación en que más temí verlo. Supongo que dispuesto a aprovecharse de la bondad de Renato, de su generosidad, de su nobleza, en una forma que no puede ser. Noel. ¡No puede ser!
-Creo que la estancia de Juan en esta casa será muy breve.
-Yo temo lo contrario, Noel. Renato no lo dejará irse. Ya sé que usted ha tratado de convencerlo, sé que, contra todo lo que temía, está usted de mi parte, pero sé también que sus buenos consejos no han sido escuchados por mi hijo.
-Juan había cambiado mucho últimamente, venía dispues-to a ser otro hombre, pero… -duda un instante, y prosigue-: i Pisó una mala hierba, le sopló un mal viento; hay seres a los que se diría que el destino arrastra, criaturas que nacen con mala suerte… Juan es de ésas…
-Las culpas de los padres caen sobre los hijos, Noel.
-Ya lo sé. Por desgracia, es algo que se cumple inexorablemente la mayor parte de las veces. Juan pagó las culpas de su madre.
-¡Las de su madre, que fue una ramera! -salta Sofía con rencor, pero calmándose repentinamente, continúa-: Y las de su padre también. Bien sé que usted lo sabe todo. Noel, y por estar segura de que lo sabía todo le guardé rencor injustamente, me volví contra usted en vez de buscar su amistad y su apoyo. Fue un grave error. Ahora lo comprendo, y busqué la ocasión de hablarle a solas para pedirle que me perdonara, que me ayu-dara, porque aquel peligro que quise destruir se alza ahora contra mi hijo, más terrible, más fuerte… Y ahora no tengo la autoridad ni el poder para defenderlo a pesar de sí mismo como la tuve cuando era un muchacho. Ahora no me queda sino ese triste recurso de las madres viejas, que son las lágri-mas y los consejos… Los consejos que ya no se escuchan. Sin embargo, tengo que hacer algo. Ayúdeme, Noel.
-Ojalá pudiera… -titubea Noel-. Considero que las co-sas marchan ya por caminos fuera de nuestro control y que se-ría tan difícil cambiarlas como reprimir los elementos. Debería tratar de tranquilizar sus temores, pero prefiero hablarle cor toda franqueza. Creo que Juan y Renato no han nacido para entenderse… al menos, ahora de, pronto. Tal vez si desde ni-ños se hubieran criado como como hermanos… Perdóneme que use una frase que bien comprendo que la "hiere, pero es la exacta. Entonces hubiera sido posible que las cosas fuesen de otro modo; mas ahora, ahora no está en nuestras manos el cam-biarlas. El choque surgirá de un modo o de otro…
-Y eso es lo que temo… El choque surgirá… y no es mi Renato el más fuerte. ¿Ve usted por que temblaba? ¿Por qué temía que ese muchacho, cual una sombra fatídica, se acerca-ra a él?
-La vida tiene emboscadas terribles. Acaso debieran saber que son hermanos… Es muy probable que Juan lo sepa… Se crió de otro modo, y además, es mayor…
-No es mayor. Tienen la misma edad, y esa es una de mis más grandes amarguras. Mi hijo y ese Juan nacieron al mismo tiempo. De mis amantes brazos de esposa enamorada iba Fran-cisco a los de esa mujer… ¡Traidor! ¡CanalIa! Y ella… ella… ¡ Maldita sea ella!
-Cálmese, doña Sofía, nada logra con remover tan amar-gos recuerdos. Hay cosas más graves… De momento, no tengo sino sospechas, temores imprecisos. -Duda Noel un instante, pero decidiéndose al fin, apunta-: ¿Confía usted en mí, doña Sofía? ¿Me autoriza para hacer cualquier cosa que estime con-veniente para conjurar el peligro que amenaza a esta casa?
-Amenaza, ¿verdad? ¡No es mi imaginación, no son mis nervios!
-Por desgracia, no. Yo creo, como usted, que es indispensa-ble alejar de aquí a Juan. Deme carta blanca para tratar de hacerlo por las buenas, concediendo generosamente cuanto pue-da dársele, que puede ser mucho ya que, según estoy compro-bando, la fortuna de los D'Autremont se ha duplicado en estos últimos quince años…
-¿Espera usted comprarlo? Hágalo, Noel, dele el dinero que quiera, el que pida. No importa que sea una fortuna… ¡Pero que se vaya, que se aleje de mi hijo para siempre!
-¡Colibrí… Colibrí… ¡
Mónica no ha tomado, como dijera, el camino de los ba-rracones de los enfermos. Ha guiado el cochecillo que ha de llevarla hasta ellos, dejándolo junto a una de las tapias late-rales de la casa y luego se ha asomado a la galería anexa a las habitaciones de los huéspedes, buscando ansiosamente, hasta que la grácil figurilla oscura asoma, acercándose a ella y ofreciéndose:
-Aquí estoy, señorita Mónica, ¿qué quiere usted?
-Ven conmigo…
Casi bruscamente lo ha tomado de la mano, llevándolo con ella. Con esfuerzo contiene su ansia de preguntar y, como siempre, mil sentimientos diversos luchan entrelazándose en su alma atormentada. Aquel muchachuelo puede serle precioso, puede delatar ingenuamente los sin duda tenebrosos planes de Juan del Diablo. ¿Pero no es al mismo tiempo su protegido, su pequeño amigo? ¿No sería horrendo si la ira de Juan se vol-viera contra el niño? Su mano blanca y nerviosa acaricia la rizada cabeza y baja la vista cuando los ojos llenos de gratitud del muchachuelo se vuelven a ella, y exclama:
-¡Qué buena es usted, señorita Mónica!
-¿Te parezco buena, Colibrí? ¿Crees tú que soy buena? Si yo te preguntara una cosa, ¿me contestarías francamente? ¿Me dirías la verdad? ¿Toda la Verdad de lo que supieras?
-No siendo lo que el patrón me mandó callar, yo se lo di-go todo a usted.
-Comprendo. No voy a preguntarte nada que no puedas contestarme, pero hay algo que sí puedes decirme. ¿Dónde fuis-te ayer, Colibrí?
-Es de lo que no puedo decirle, señorita, porque…
-Porque yo le mandé callar -interrumpe Juan acercándo-se sorpresivamente, y haciendo que Mónica, asustada lance un:
-¡Juan!
-¿Para esto ganó usted su confianza? ¿Para esto le demostró piedad y afecto? El mundo no cambia. Santa Mónica, es igual en las tabernas que en los palacios. ¡Hasta una sonrisa tiene su precio!
La voz se ha apagado en los labios de Mónica, violenta-mente sorprendida por la brusca presencia de Juan, que echa a un lado al muchacho para enfrentarse con ella, encendidas de cólera las pupilas, desafiante el gesto altanero… Al fin, con esfuerzo, Mónica logra responder:
-¿Qué es lo que usted cree? ¿Qué es lo que piensa? Inter-preta mal mis intenciones…
-Sus intenciones las conozco perfectamente… Ven con-migo, Colibrí, a nadie le importa dónde hayas ido, a nadie tie-nes que responderle… Vamos, ven…
-Un momento, Juan…
-¿Un momento-para- qué? ¡No tengo tiempo para escuchar sus ruegos! Ni los de usted ni los de nadie… Ahí viene otro de los que gustan, como usted, arreglar las vidas ajenas y pre-dicar en el desierto -apunta Juan, al observar que Noel se di-rige hacia donde ellos se encuentran. Y al tiempo que se aleja, afirma-: ¡ Tampoco tengo tiempo que perder con él!
-¡Juan… Juan…! -llama el viejo notario. Y al vislum-brar a Mónica, se disculpa-: ¡Ah!, señorita Molnar, dispénse-me … Creí que Juan estaba aquí…
-Estaba aquí hasta este momento. Huyó al oirlo a usted. Me dijo que no tenía tiempo que perder ni con usted ni con-migo.
-Pues sentiré en el alma molestarlo, si es que le molesto, pero tengo absoluta necesidad de hablarle y de verle… Con permiso de usted…
Mónica ha quedado sola, baja la cabeza, demasiado angus-tiada para poder pensar, demasiado inquieta para permanecer inmóvil. Siente como una ofensa las palabras de Juan, su mira-da de profundo desprecio, pero algo más fuerte que todo ello se alza en su pecho. Le importa demasiado lo que aquellos, dos hombres puedan hablar, es demasiado intenso su sufrimiento para que no lo olvide todo, y como una autómata marcha tras ellos…
-¡Juan…! Juan, ¿quieres oírme un momento?
Noel ha alcanzado a Juan muy cerca del apartado edificio donde se hallan las caballerizas y las cocheras; Y frente al noble rostro del viejo, a quien le ligan los únicos recuerdos buenos de su infancia, el patrón del Luzbel se detiene, y cruzando los brazos aguarda las palabras que salen de labios del notario, sorprendidas y trémulas:
-En verdad, Juan, no sé qué te propones. Tienes todo el aspecto de un demente; rehuyes cruzar una palabra y dar una explicación; ofendes a la señorita De Molnar que, según creo, nada te ha hecho, sin miramiento de ninguna especie… Si no fuera porque comprendo bien lo que estás sufriendo, sería cosa de volverte la espalda y de rogarle a Renato que te enviara a Saint-Pierre con la prohibición de volver a pisar sus tierras.
-Hágalo, si quiere… Si quiere y si puede… Aunque no creo que valga la pena que se moleste. Muy pronto estaré lejos de todo esto. ¿No es eso lo que todos quieren? Pues voy a com-placerlos… Me iré, me iré definitivamente…
-¿Puedo saber a qué se debe un cambio tan repentino de opinión?
-No creo que le interese ni poco ni mucho. Noel. Estorbo y me voy, eso es todo.
-Juan, contigo no sabe uno cómo hacerse entender -con-fiesa Noel en tono de suave amabilidad-. Te pedí que te fue-ras, es cierto. Te pedí en todos los tonos que volvieras a Saint-Pierre, pero no en esa forma ni, de esa manera. Tu lugar no está en esta casa…
-Ya lo sé -confirma Juan con sarcasmo-. Mi lugar está en el mar y a él me vuelvo.
-¿Es eso de veras? ¿Vas a volver a navegar? Si es para bien de todos…
-¿Qué importa el bien de todos? A usted, como a Mónica de Molnar, no hay más que un bien que le interesa: el de Re-nato -asegura Juan con despecho; y destilando una mala y oculta intención, prosigue-: No sé hasta qué punto mi viaje será para mal o para bien de ese hombre privilegiado. Por supuesto, él lo tomará a mal, pero es para bien… Natural-mente que es para bien…
-No entiendo una sola palabra…
-Ni quiero que entienda. Noel, basta con que se alegre. ¿Para qué corría usted detrás de mí? Seguramente para rogar-me una vez más que me fuera.
-No, Juan. Quería darte cuenta de una conversación muy importante que he tenido con doña Sofía hace apenas un par de horas. Una conversación sobre tu porvenir y tu persona. ..
Mi querido Juan, las gentes cometen errores, son intransigentes y crueles, pero a veces se arrepienten y lloran sus equivocacio-nes y tratan de enmendar sus yerros. Si quisieras oirme con calma te sorprendería saber que Dios ha tocado el corazón de doña Sofía.
-¿Sorprenderme? No, Noel, nada en el mundo puede ya sorprenderme. Sin oirle a usted, podría saber lo que le ha di-cho doña-Sofía, lo que viene usted a decirme como la noticia más grata y sorprendente de la tierra, y, sin embargo, es lo que estoy esperando desde que llegué. ¿Quiere ver cómo acierto? Se lo diré en una sola frase: la señora D'Autremont me ofrece dinero…
-¿Cómo? -se sobresalta Noel, en verdad estupefacto.
-Mucho dinero para que me aleje. Le estorba el fantasma que represento. Soy, junto a su hijo, como una sombra mala… Pagaría a precio de oro por verme desaparecer, ella que me ne-gó el último rincón de esta casa, ella a quien le dolía hasta el pedazo de pan que me arrojara el que quizá tenía el deber de dármelo todo, ella que no tuvo ni un adarme de piedad para el muchacho abandonado y huérfano… Seguramente, ella pon-drá ahora una fortuna en mis manos con tal de que me aleje, con tal de no tener que soportar mi presencia… Y usted es su mensajero…
-No son así las cosas. Juan. Óyeme…
-¿Para qué? ¿Para que las envuelva usted en palabras me-nos crudas? El resultado será el mismo. Y no me quejo, vale la pena haberme hecho odioso y temible para ver cambiar de ese modo a las gentes. He adivinado exactamente lo que venía usted a decirme, ¿verdad? Pues bien, dígale a doña Sofía que no se apene. Voy a irme muy pronto sin que ella ni nadie me tenga que pagar por eso. En la suntuosa morada de los D'-Autremont no hay más que una joya que me interesa, y ésa sí me la llevo.
-¡Juan.. .! ¿Qué estás diciendo? ¿Qué pretendes hacer?
-Nada más que irme. Tranquilice a doña Sofía y tran-quilice también a la señorita de Molnar. Despídame de Renato, dígale que le devuelvo su empleo… no me interesa. Si nota la falta de su caballo predilecto, que no sé preocupe, pues lo tomo sólo a modo de préstamo. Ya se lo enviaré o lo dejaré que vuelva solo… Hasta la vista. Noel…
Se ha alejado, hundiéndose en la cercana arboleda, pero el viejo Noel no le sigue esta vez. Queda plantado mirándolo alejarse, consternado por lo que presiente, confuso y dudoso como no lo estuvo jamás en su larga vida…
-Señor… Señor… ¿Pero qué es esto? -clama perturbado. Y de pronto, se sorprende-: Señorita Molnar…
-Lo he escuchado todo, Noel. Seguí detrás de usted. Dis-pénseme, pero me interesaba demasiado lo que Juan iba a de-cirle, lo que iba a responderle…
-Si lo oyó todo,- no tengo nada que añadir, excepto que, al fin y al cabo, más vale que Juan se embarque de nuevo. Después de todo, tiene razón en muchas cosas y adivinó total-mente lo que doña Sofía quería de él: que se fuera. Si he de serle franco, me apena muchísimo que se vaya así, que desaparezca como huyendo. Ya lo hizo una vez… -Hace una pausa e indaga-: ¿En qué piensa usted, hija mía? ¿Por qué no dice nada? ¿Por qué me mira de esa manera?
-Por nada. Noel -responde Mónica con un hilo de voz-. No me pregunte… Déjeme… Supongo que lo que pienso son locuras…
-A mí también se me pasan locuras por la cabeza. ¿Quiere decirme las suyas?
Los pálidos labios de Mónica han temblado como si fuesen a dejar escapar el terrible secreto que la atormenta. Hay algo en el noble rostro de Noel que le inspira confianza, algo que le impulsa a hablarle francamente, pero la expresión del nota-rio cambia de repente. Conteniendo de golpe la confesión, Mónica vuelve la cabeza para enfrentarse con el hombre que, sin ruido, acaba de llegar hasta ellos, y exclama:
-¡Renato.. .!
-¿Todavía aquí, Mónica? Pensé que ya estarías en el otro valle. Hace más de dos horas que me hablaste de ir junto a tus enfermos. ¿Qué pasó? ¿Tuviste algún inconveniente con el carruaje, o te llegó alguna mala noticia?
-Ninguna de las dos cosas, Renato, retrasé el viaje por-que no me encontraba bien. Ahora mismo se lo estaba dicien-do al señor Noel.
-En efecto, no tienes buena cara. Insisto en que te has fatigado más de la cuenta estos días. Aunque no quieras, tam-bién a ti va a verte el médico, y mientras viene aceptarás mi receta personal: descanso… Por las que llamas tus obliga-ciones, no te preocupes. Tomaré tu lugar, esta vez personal-mente. Pasaré el día en el otro valle… .
-¡No, Renato, por Dios, no te vayas! No te alejes de la casa, no te separes de Aimée… Te lo ruego, te lo suplico, Re-nato. Compláceme una vez…
Casi desesperadamente ha suplicado Mónica, mientras Re-nato la mira, primero con sorpresa, luego con una espede de preocupación honda y grave…
-¿Qué pasa, Mónica? ¿Qué es lo que temes?
-No es que tema nada. Es que no vale la pena. Yo me siento mejor, ya tengo el cochecito dispuesto para ir hasta el otro lado…
-Descansa hoy, Mónica, estás demasiado nerviosa. Creo que hasta tienes fiebre. -Ha tomado su mano, pero ella la retira bruscamente y retrocede palideciendo, por lo que Renato, ex-trañado, inquiere-: ¿Por qué es ese miedo? ¿Qué piensas que puede ocurrir en esta casa si yo me alejo?
-Nada, Renato, desde luego. Pero…
-Entonces, vete a descansar. Es un ruego, pero tendrá que ser una orden si no lo escuchas. Una orden de hermano ma-yor. .. Te enviaré al médico y atenderemos a tu salud, que es más preciosa que la de nadie. No protestes, porque es inútil. Haré que te atiendan aunque tú no quieras. -Y alzando algo la voz, llama-: Ana… Llegas a tiempo… Acompaña a la señorita Mónica hasta su alcoba y adviértele a doña Catalina que no se encuentra bien. Anda…
Pedro Noel ha hecho un esfuerzo para sonreir cuando los ojos de Renato, tras ver alejarse a Mónica acompañada por la doncella, se vuelve a él fijándose en su rostro pálido y tenso, y comenta:
-Me parece usted tan nervioso como mi cuñada Mónica. ¿Tanto les ha turbado a los dos la conversación con Juan?
-¿Cómo? -se sobresalta el notario.
-Fue larga y violenta. .. Desde lejos observé los adema-nes de ambos y vi que Mónica les escuchaba sin ser vista por ustedes. Una indiscreción bastante rara en una mujer como ella…
-Bueno… Hay ocasiones en la vida en que… en que to-dos hacemos cosas incorrectas…
-Generalmente, cuando las cosas importan demasiado, y salta a la vista que a Mónica le importa muchísimo todo lo que se refiere a Juan…
-Bueno, es natural -contesta Noel en forma evasiva-, la señorita Molnar forma parte de esta familia, de esta casa, y no puede ser indiferente a las cosas de alguien que, queramos o no, nos preocupa a todos…
-Nos preocupa a todos, aunque de manera diferente. Comprendo que le preocupe a usted, que tiene que compartir con él sus tareas; a mí, empeñado en el milagro de encauzarle… Pero, ¿qué motivo personal puede tener ella?
-No creo que sea nada personal -rehusa vivamente Noel.
-¿Pues de quién? Cuando me acerqué tuve la impresión de haber cortado una confidencia. Tanto usted como ella se turbaron al verme. Ella iba a hablarle a usted de algo im-portante, quizá íntimo…
-Bueno… tal vez… En último caso, es lógico que mis canas le inspiren más confianza que tus veintiséis años.
-Mónica y yo somos amigos desde niños, estamos ahora ligados por un parentesco que tendría que acercarnos más, y a usted acaba de conocerle. ¿O era amigo antes de ella? ¿Cono-cía a Mónica? ¿Conocía a las Molnar?
-A Mónica no la había visto nunca, pero… -se interrum-pe Noel dubitativo.
' -¿A Mónica no? ¿Conocía usted a Aimée? ¿Por qué vacila en responderme?
-No es que vacile, hijo, es que trataba de recordar. Yo fui un buen amigo del padre de ellas, conocía de vista a doña Catalina… A ellas, naturalmente, las vi de pequeñas. En Saint-Pierre nos conocemos todos. No sé lo que Aimée te habrá dicho.
-Y quiere saberlo para no dejarla mal, ¿verdad?,
-¡Hijo, por Dios, qué ideal. Me estás sometiendo a un ver-dadero interrogatorio y no te queda nada bien la actitud de juez…
-Cálmese, no estoy acusándolo. Estaba sólo tratando de comprender qué pasa. Aimée me ha contado que una vez estuvo en su casa para ver si usted le daba la razón de cierta goleta a cuyos tripulantes había encargado unos regalos para mí. ¿Es eso cierto?
-Bueno, sí… claro… Ella le había encargado a Juan…
-¿A Juan? ¿Fue la goleta de Juan? ¿Fue Juan el patrón de goleta que no cumplió el encargo de Aimée?
-Bueno… la verdad es que yo apenas recuerdo…
-Recuerda usted perfectamente, y si no recordara no ten-dría nada de particular. Pero sí hay algo muy extraño: que des-pués de todo eso, Aimée y Juan no se conocieran. Mónica dijo haberlo visto antes, y Aimée, no. ¿Por qué? -Bueno, hijo, me estás volviendo loco…
-Es cierto. Y no es a usted a quien tengo que hacer esas preguntas, ¿verdad?, sino a mi esposa. Ella es la que tiene que responderme.
-No, por Dios, no vayas a hacer un lío con todo esto. Mí cabeza anda mal, no sé ni lo que me digo algunas veces. Lo que Aimée te haya dicho, será la verdad. Yo, por mi parte…
-No tenga miedo. Por fortuna, no soy un hombre celoso. Quiero decir, que no entiendo el amor ni la confianza a medias. O creo rotundamente, o rotundamente no creo. Confío en mi esposa. Si no confiara en ella, mi resolución seria definitiva… Pero, ¿a qué hablar de eso? Además, no se trataba de Áimée, sino de Mónica. Trataba de comprenderla para ayudarla, pero es difícil comprender a las mujeres.
-Ahora sí has dicho una verdad como un templo. Las mu-jeres son como mariposas inquietas y hay que perdonarles sus caprichos y sus nervios en gracia a que son lo mejor del mundo, lo único que nos embellece la vida. ¿No lo crees?
-Hasta ahora lo he creído asi. Pero no tengo ese concepto frívolo de la mujer. No creo que sean en realidad tan diferentes a nosotros. En general, las estimo más que usted y también les exijo más. Creo que son vaso sagrado, ya que. Dios hizo de ellas el molde de lo humano. También creo que la mujer más her-mosa puede hacerse reo de muerte si comete una infamia. Creo que el hombre halla en ella su desgracia o su muerte, y en la que hace su esposa lo deposita todo: honor y nombre… con to-dos los deberes y con todos los derechos, especialmente el de pedirle cuentas muy estrechas por lo que hace. de ese honor y de ese nombre… Pero cambiemos el tema. Usted y yo tenemos demasiado que hacer…
-¿Tú y yo?
-Por supuesto. Vamos juntos un rato al despacho. Creo que ha llegado el momento de anudar el pasado con el presente. Me fui niño y vuelvo hombre. Para regular mi conducta futura hay cosas del pasado que necesito saber, y cosas del porvenir que quiero resolver desde ahora. Quiero que me refiera usted algunas viejas historias… Las de mi padre la primera… Venga…
(Esta obra continua en la Novela titulada "MÓNICA")
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®
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