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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 6)


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Luego dirá al Juez: "Señor, yo nada he padecido por este reo; pero él os dejó a Vos, que disteis la vida por salvarle, y se hizo esclavo mío. A mí me pertenece…" Serán también acusadores los ángeles custodios, como dice Orígenes (Hom. 66), y "darán testimonio de los años en que procuraron la salvación del pecador, aunque éste despreció todas las inspiraciones y avisos". Entonces, "todos sus amigos le despreciarán" (Lm. 1, 2).

Hasta las paredes que vieron pecar al reo serán acusadoras (Hab. 2, 11); y acusadora será la misma conciencia (Ro. 2, 15-16). Los pecados -dice San Bernardo- clamarán diciendo: "Tú nos hiciste, tus obras somos, y no te abandonaremos".

Acusadoras, por último, serán, como escribe San Juan Crisóstomo (Hom. in Matth), las llagas del Señor: "Los clavos se quejarán de ti; las cicatrices contra ti hablarán; la cruz de Cristo clamará en contra tuya".

Después se hará el examen. Dice el Señor (Sof. 1, 12): "Con la luz en la mano escudriñaré a Jerusalén". La luz de la lámpara penetra todos los rincones de la casa, escribe Mendoza. Y Cornelio a Lápide, comentando la palabra in lucernis del texto, dice que Dios presentará ante el reo los ejemplos de los Santos, todas las luces e inspiraciones que le dio, todos los años de vida que le concedió para que practicase el bien. Hasta de las miradas tendrás que dar cuenta, exclama San Anselmo.

Y así como se purifica y aquilata el oro separándole de la escoria, así se aquilatarán y examinarán las confesiones, comuniones y otras buenas obras (Mal. 3, 3). "Cuando tomare el tiempo, juzgaré las justicias". En suma, dice San Pedro (1 P. 4, 18) que en juicio apenas si el justo se salvará.

Si se ha de dar cuenta de toda palabra ociosa, ¿qué cuenta no se dará de tanto mal pensamiento consentido, de tantas palabras impuras? Especialmente hablando de los escandalosos, que le roban innumerables almas, dice el Señor (Os. 13, 8): "Los asaltaré como la osa a quien han robado los cachorros". Y, finalmente, refiriéndose a las acciones del reo, dirá al Juez Supremo (Pr. 31, 31): "Dadle el fruto de sus manos"; es decir, pagadle según sus obras.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús mío! Si quisieras pagarme ahora según las obras que he hecho, el infierno sería mi recompensa… ¡Cuántas veces, oh Dios, escribí mi propia condena a esa cárcel de tormentos! Inmensa es mi gratitud por la paciencia con que me habéis sufrido.

¡Oh Señor!, si ahora tuviese que presentarme a vuestro Tribunal, ¿qué cuenta daría de mi vida? Esperadme, Dios mío, un poco más, no me juzguéis aún (Sal. 142, 2). ¿Qué sería de mí si en este momento me juzgaseis? Aguardad, Señor, y ya que habéis usado conmigo de tanta clemencia, sed todavía tan misericordioso que me deis gran dolor de mis pecados.

Me arrepiento, ¡oh Bien Sumo!, de haberos menospreciado tantas veces, y os amo sobre todas las cosas… Eterno Padre, perdonadme por amor de Jesucristo, y por sus méritos concededme la santa perseverancia…

Jesús mío, todo lo espero del infinito valer de vuestra Sangre. María Santísima, en Vos confío… Eia, ergo, advocata nostra, illos tuos misericordes óculos ad nos converte. Mirad mi gran miseria, y compadeceos de mí.

PUNTO 3

En suma: para que el alma consiga la salvación eterna, el juicio ha de patentizar que la vida de esa alma ha sido conforme a la vida de Cristo (Ro. 8, 29). Por este motivo temblaba Job y exclamaba (31, 14): "¿Qué haré cuando Dios se levante a juzgar? Y cuando me preguntare, ¿qué le responderé?". Reprendiendo Felipe II a uno de sus servidores, que había tratado de engañarle, le dijo severamente no más que estas palabras: ¿Y así me engañáis?… Aquel infeliz se marchó a su casa y murió de pena.

¿Qué hará, pues, qué responderá el pecador a Jesucristo Juez? Hará lo que aquel hombre de que hablan los Evangelios (Mt. 22, 12), que acudió al banquete sin traje de boda. No supo qué contestar, y enmudeció. Las mismas culpas le cerraban la boca (Sal. 106, 42). La vergüenza -dice San Basilio- dará al pecador mayor tormento que las mismas llamas infernales.

Por último, el Juez dictará la sentencia: "Apartaos de mío, malditos, al fuego eterno". ¡Oh! Cuán terriblemente resonará aquel trueno… -dice Dionisio el Cartujo-. "Quien no tiembla por ese horrendo tronar -exclama San Anselmo-, no está dormido, sino muerto"; y San Eusebio añade que será tan inmenso el terror de los pecadores al oír su sentencia, que si no fueran ya inmortales, al punto morirían.

Entonces, como escribe Santo Tomás de Villanueva, ya no será tiempo de suplicar, ya no habrá intercesores a quienes recurrir. ¿Y a quién acudirán?… ¿Tal vez a su Dios, que despreciaron? ¿Tal vez a los Santos, a la Virgen María?… ¡Ah, no! Porque entonces las estrellas (que son los santos abogados) caerán del Cielo, y la luna (que es María Santísima) no alumbrará (Mt. 24, 29. "María -dice San Agustín- huirá de las puertas de la gloria".

"¡Oh Dios! -exclama el ya citado Santo Tomás de Villanueva-, con qué indiferencia oímos hablar del juicio, como si no pudiésemos merecer la sentencia de condenación, o como si no hubiéramos de ser juzgados… ¡Qué locura estar tranquilos en medio de tal riesgo!" No digas, hermano mío -nos advierte San Agustín-: ¡Ah! ¿Querrá Dios enviarme al infierno? No lo digas jamás.

Tampoco los hebreos querían convencerse de que serían exterminados, y muchos réprobos blasonaban de que no recibirían las penas eternas. Pero al fin llegó el castigo: "El fin llega, llega el fin…; ahora enviaré mi furor sobre ti, y te juzgaré" (Ez. 7, 6-8).

Pues eso mismo te acaecerá a ti. "Llegará el día del juicio y verás lo ciertas que son las amenazas de Dios".

Ahora todavía nos es dado a nosotros escoger la sentencia que prefiramos. Y para ello debemos ajustar nuestras cuentas del alma antes que llegue el juicio (Ecl. 18, 19), porque, como dice San Buenaventura, los negociantes prudentes, para no errar, revisan y ajustan sus cuentas a menudo: "Antes del juicio podemos aplacar al Juez; mas en el juicio, no".

Digamos, pues, al Señor lo que San Bernardo decía: "Quiero presentarme a Vos juzgado ya y no por juzgar". Quiero, ¡oh Juez de mi alma!, que en esta vida me juzguéis y castiguéis, que ahora es tiempo de misericordia y de perdón; después de la muerte sólo será tiempo de justicia.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Si Ahora, Dios mío, no aplaco vuestro enojo, luego no será posible aplacaros. Mas ¿cómo lo conseguiré, habiendo tantas veces despreciado vuestra amistad por viles y míseros placeres? Con ingratitud pagué vuestro inmenso amor… ¿Qué satisfacción meritoria puede ofrecer la criatura por las ofensas que hizo a su Creador?…

¡Ah Señor mío! ¿Cómo daros dignamente gracias por esa vuestra misericordia, que me dispuso medios infalibles de satisfaceros y aplacaros?… Os ofrezco la Sangre y la muerte de Jesucristo, vuestro Hijo, y queda aplacada y superabundantemente satisfecha vuestra justicia. Necesario es, además, mi arrepentimiento…

Sí, Dios mío; me arrepiento de todo corazón de cuantas ofensas os hice. Juzgadme ahora, Redentor mío. Detesto mis culpas sobre todo mal, y os amo sobre todas las cosas con toda mi alma; propongo amaros siempre, y preferir la muerte a ofenderos otra vez. Habéis prometido perdonar al que se arrepiente. Juzgadme, pues, ahora, y perdonadme mis pecados. Acepto la pena que merezco; pero volvedme vuestra gracia, y conservadla en mí hasta la muerte…

¡Oh María, Madre nuestra! Gracias por tantos dones como para mí habéis alcanzado de la divina clemencia. Seguid protegiéndome hasta el fin de mi vida.

CONSIDERACIÓN 25

Del juicio universal

Conocido será el Señor que hace justiciaSal. 9, 17

PUNTO 1

No hay en el mundo, si bien se considera, persona más despreciada que nuestro Señor Jesucristo. Más se atiende a un pobre villano que al mismo Dios; porque se teme que ese villano, si se viere demasiado injuriado y oprimido, tome ruda venganza, movido de violento enojo. Pero a Dios se le ofende y ultraja sin reparo, como si no pudiera castigar cuando quisiere (Jb. 22, 17).

Por estas causas, el Redentor ha destinado el día del juicio universal (llamado con razón en la Escritura día del Señor), en el cual Jesucristo se hará reconocer por todos como universal y Soberano Señor de todas las cosas (Sal. 9, 17).

Ese día no se llama día de misericordia y perdón, sino "día de ira, de tribulación y de angustia; día de miseria y desventura" (Sof. 1, 15). Porque en él se resarcirá justamente el Señor de la honra y gloria que los pecadores quisieron arrebatarle en este mundo. Veamos cómo ha de suceder el juicio en ese gran día.

Antes que se presente el divino Juez le precederá maravilloso fuego del Cielo (Sal. 96, 3), que abrasará la tierra y cuanto en ella exista (2 P. 3, 10). De suerte que los palacios, templos, ciudades, pueblos y reinos, todo se convertirá en montón de cenizas.

Menester es purificar con fuego esta gran casa, contaminada de pecados. Tal es el fin que tendrán todas las riquezas, pompas y delicias de la tierra. Muertos los hombres, resonará la trompeta y todos resucitarán (1 Co. 15, 52).

Decía San Jerónimo: "Cuando considero el día del juicio, me estremezco. Paréceme siempre que oigo resonar aquella trompeta: Levantaos, muertos, y venid a mi juicio" (In Mt. c. 5). Al sonido pavoroso de esa voz descenderán las almas hermosísimas de los bienaventurados para unirse a sus cuerpos, con los cuales sirvieron a Dios en este mundo; y las almas infelices de los condenados saldrán del infierno y se unirán a sus cuerpos malditos, que fueron instrumentos para ofender a Dios.

¡Qué diferencia habrá entonces entre los cuerpos de justos y condenados! Los justos se mostrarán hermosos, cándidos, resplandecientes más que el sol (Mt. 13, 43). ¡Dichoso el que en esta vida supo mortificar su carne, negándole los placeres vedados; y aun para mejor enfrenarla, como hicieron los Santos, la maltrató y le rehusó también los placeres lícitos de los sentidos!…

¡Cuánto se regocijará por ello!, como se alegró un San Pedro de Alcántara, que poco después de su muerte se apareció a Santa Teresa de Jesús, y le dijo: "¡Oh feliz penitencia, que tanta gloria me ha alcanzado!…" Y, al contrario, los cuerpos de los réprobos se mostrarán deformes, negros y hediondos.

¡Ah, qué pena tendrá el condenado al unirse con su cuerpo!… "Cuerpo maldito -dirá el alma-, por contentarte me perdí". Y el cuerpo dirá: "Tú, alma maldecida, que estabas dotada de razón, ¿por qué me concediste aquellos deleites que a ti y a mí nos han perdido por toda la eternidad?".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús y Redentor mío, que un día habéis de ser mi Juez, perdonadme antes que llegue ese día temible! No apartes de mí tu rostro (Sal. 101, 3). Ahora sois mi Padre, y como tal, recibid en vuestra gracia a un hijo que vuelve a Vos arrepentido.

Padre mío, os pido perdón. Mal hice en ofenderos y en dejaros, que no merecíais mi detestable proceder. Duélome de ello y me arrepiento de todo corazón. Perdonadme, pues; no apartéis de mí vuestro rostro ni me despidáis como merezco. Acordaos de la Sangre que por mí derramasteis, y tened misericordia de mí.

Jesús mío, no quiero más Juez que Vos. Pues, como decía Santo Tomás de Villanueva, "gustoso me someto al juicio de Aquél que murió por mí y que para no condenarme, quiso ser Él condenado a la cruz". Ya San Pablo había dicho: "¿Quién es el que condena? Cristo Jesús, que murió por nosotros".

Os amo, Padre mío, y deseo no volver jamás a separarme de vuestras plantas. Olvidad las ofensas que os hice, y dadme gran amor a vuestra bondad. Quiero que este amor a Vos sea mayor que el desagradecimiento con que os ofendí. Mas si no me ayudáis, no podré amaros. Auxiliadme, Jesús mío. Haced que mi vida sea como quiere vuestro amor, a fin de que en el día postrero merezca ser contado en el número de vuestros escogidos…

¡Oh María, mi Reina y mi Abogada, ayudadme ahora, pues si me perdiere ya no podréis ayudarme en aquel día! Vos, Señora, por todos rogáis. Rogad también por mí, que me precio de ser vuestro devoto y que tanto confío en Vos.

PUNTO 2

Apenas hayan resucitado los muertos, dispondrán los ángeles que se reúnan todos en el valle de Josafat para ser juzgados (Jl. 3, 14), y separarán allí a los justos de los réprobos (Mt. 13, 49). Los primeros quedarán a la derecha; los condenados, a la izquierda… Profunda pena siente quien se ve separado de la sociedad o de la Iglesia. ¡Cuánto mayor no será la de verse despedido de la compañía de los Santos! ¡Qué confusión tendrán los impíos cuando, apartados de los justos, se hallen abandonados!

Dice San Juan Crisóstomo (In Mt., c. 24) que si los condenados no tuvieran otras penas, esa confusión bastaría par darles los tormentos del infierno. Habrá hijos separados de sus padres; esposos, de sus esposas; amos, de sus sirvientes… (Mt. 24, 40). Di, hermano mío, ¿en qué lugar crees que te hallarás entonces?… ¿Quieres estar a la derecha? Pues abandona el camino que a la izquierda conduce.

Se tiene en este mundo por afortunados a los príncipes y a los ricos, y se desprecia a los Santos, a los pobres y humildes… ¡Oh fieles que amáis a Dios!, no os aflijáis al veros tan atribulados y vilipendiados en la tierra. "Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn. 16, 20).

Entonces verdaderamente seréis llamados venturosos, y os honrarán admitiéndoos en la corte de Cristo. ¡Con qué celestial hermosura resplandecerán un San Pedro de Alcántara, que fue injuriado como si hubiese sido apóstata; un San Juan de Dios, escarnecido como loco; un San Pedro Celestino, que, renunciando al Pontificado, murió en una cárcel! ¡Qué gloria alcanzarán tantos mártires que fueron despedazados por los verdugos! (1 Co. 4, 5). Y, al contrario, ¡qué horribles aparecerán un Herodes, un Pilatos, un Nerón y otros poderosos de la tierra, condenados para siempre!…

¡Oh amadores del mundo! Para el valle, para aquel valle os emplazo. Allí, sin duda, mudaréis de parecer; allí lloraréis vuestra locura. ¡Infelices, que por representar un brevísimo papel en la escena del mundo representaréis luego el de réprobos en la tragedia del juicio universal!

Los elegidos se hallarán a la derecha, y para mayor gloria -como dice el Apóstol (1 Ts. 4, 16)- serán levantados en el aire, sobre las nubes, y esperarán con los ángeles a Jesucristo, que ha de bajar del Cielo. Los réprobos, a la izquierda, y como reses destinadas al matadero, aguardarán a su Juez, que ha de hacer pública la condenación de todos sus enemigos.

De improviso, ábrense los Cielos y surgen los ángeles para asistir al juicio, llevando los signos de la Pasión de Cristo, dice Santo Tomás (Opc. 2, 244). Singularmente resplandecerá la santa cruz. Y entonces aparecerá en el Cielo la señal de la Pasión del Hijo del Hombre, y plañirán todas las tribus de la tierra (Mt. 24, 30).

"¡Oh, y cómo al ver la cruz -exclama Cornelio a Lápide- gemirán los pecadores que despreciaron su salvación eterna, tan cara al Hijo de Dios!" "Entonces -dice San Juan Crisóstomo- los clavos se quejarán de ti; las cicatrices contra ti hablarán; la cruz de Cristo clamará en contra tuya".

Asesores serán de este juicio los Santos Apóstoles y todos los que los imitaron, y con Jesucristo juzgarán a los pueblos (Hom. 20, in Mt.). Allí estará también la Reina de los ángeles y de los hombres, María Santísima. Y, en fin, se presentará el eterno Juez en luminoso trono de majestad. "Y verán al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes del Cielo con gran poder y majestad" (Sb. 3, 7-8). "A su presencia serán atormentados los pueblos" (Mt. 24, 30).

La presencia de Cristo traerá a los elegidos inefable consuelo, y a los réprobos, penas mayores que las del mismo infierno, dice San Jerónimo. "Dadme, Jesús mío -decía santa Teresa-, dadme cualquier trabajo, pero no me mostréis vuestro rostro indignado en aquel día". Y San Basilio dice: "Esta confusión excede a toda pena". Acaecerá entonces lo predicho por San Juan (Ap. 6, 16): que los condenados pedirán a las montañas que caigan sobre ellos y los oculten a la vista del enojado Juez.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh carísimo Redentor mío, Cordero de Dios, que vinisteis al mundo no para castigar, sino a perdonar los pecados, perdonadme, Señor, antes que llegue el día en que habéis de juzgarme. Veros entonces, Cordero sin mancilla, que con tanta paciencia me habéis sufrido, y perderos para siempre, sería el infierno de mi infierno. Perdonadme, pues, vuelvo a deciros; sacadme con vuestras manos piadosísimas de este abismo en que me hundieron mis pecados. Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos ofendido tantas veces.

Os amo, Juez mío, que tanto me habéis amado. Por los merecimientos de vuestra muerte, dadme tan alta gracia que me convierta de pecador en santo. Prometisteis oír a quien os ruegue, pues yo no os pido bienes terrenos, sino vuestra gracia y vuestro amor; nada más deseo. Oídme, Jesús mío, por el amor que me tuvisteis al morir por mí en la cruz. Reo soy, ¡oh Juez amadísimo!, pero un reo que os ama más que a sí propio…

María, Madre nuestra, tened misericordia de mí ahora que aún hay tiempo de que me ayudéis. Jamás me habéis abandonado cuando yo huía de Dios y de Vos. Socorredme ahora que resuelvo amaros y serviros siempre y no más ofender a mi Señor… ¡Oh María, Vos sois mi esperanza!

PUNTO 3

Comenzará el juicio abriéndose los libros del proceso, es decir, las conciencias de todos (Dn. 7, 10). Los primeros testimonios contra los réprobos serán del demonio, que dirá, según San Agustín: "Justísimo Juez, sentencia que son míos los que no quisieron ser tuyos".

Acusará después la propia conciencia de los hombres (Ro. 2, 15) Darán luego testimonio, clamando venganza, los lugares en que los pecadores ofendieron a Dios (Hab. 2, 11); y testigo será, por último, el mismo Juez que estuvo presente en cuantas ofensas le hicieron.

Dice San Pablo (1 Co. 4, 5) que en aquel momento el Señor "esclarecerá aun las cosas escondidas en las tinieblas". Manifestará ante todos los hombres las culpas de los réprobos, hasta las más secretas y vergonzosas que en la vida ocultaron ellos a los mismos confesores (Nah. 3, 5).

Los pecados de los elegidos, en sentir del Maestro de las Sentencias y otros muchos teólogos, no serán descubiertos, sino continuarán ocultos, según lo que dice David (Sal. 31, 1): Bienaventurados aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido encubiertos.

Y, por el contrario -dice San Basilio (Lib. de Ver. Vir)-, las culpas de los réprobos serán vistas por todos de una sola ojeada, como si estuvieran en un cuadro representadas. Exclama Santo Tomás: "Si en el huerto de Getsemaní, al decir Jesús: Yo soy, cayeron en tierra todos los soldados que iban a prenderle, ¿qué sucederá cuando, en su trono de Juez, diga a los condenados: Yo soy Aquél que tanto despreciasteis?"

Llegada la hora de la sentencia, Jesucristo dirá a los elegidos aquellas dulces palabras (Mt. 25, 34): Venid benditos de mi Padre; poseed el reino que os está preparado desde el principio del mundo. Cuando San Francisco de Asís supo por revelación que estaba predestinado, sintió altísimo e inefable consuelo.

¿Qué consolación no sentirán los que oyeren que el Juez les dice: "Venid, hijos benditos, venid a mi reino. No más trabajos ni temor. Conmigo estáis y estaréis eternamente. Bendigo las lágrimas que por vuestros pecados derramasteis. Vamos a la gloria, donde unidos viviremos por toda la eternidad"?

La Virgen Santísima bendecirá a sus devotos y los invitará a entrar con Ella en el Cielo. Y así, los justos, entonando gozosos Aleluya, irán a la gloria celestial para poseer, alabar y amar a Dios eternamente.

Los réprobos, al contrario, dirán a Jesucristo: "Y nosotros, desventurados, ¿qué hemos de hacer?" Y el Eterno Juez les responderá: "Vosotros, ya que despreciasteis y rechazasteis mi gracia, apartaos de Mí, malditos; id al fuego eterno (Mt. 25, 41). Apartaos de Mí, que no quiero ni veros ni oíros. Huid, huid, malditos, que menospreciasteis mis bendiciones…" ¿Y adónde, Señor, irán estos desdichados?… Al fuego del infierno, para arder allí en cuerpo y alma… ¿Y por cuántos años o siglos?… Por toda la eternidad, mientras Dios sea Dios.

Después de la sentencia, dice San Efrén, los réprobos se despedirán de los ángeles, de los Santos y de la Santísima Virgen, Madre de Dios. "¡Adiós, justos; adiós, cruz; adiós, gloria; adiós, padres e hijos; ya no hemos de vernos jamás! ¡Adiós, Madre de Dios, María Santísima!"

Y en medio de la tierra se abrirá una inmensa fosa, por donde, juntos y mezclados, se hundirán demonios y réprobos. Los cuales verán cómo tras ellos se cierra aquella puerta que jamás ha de abrirse… ¡Nunca en la eternidad!… ¡Oh maldito pecado! ¡A qué desdichado fin llevarás un día a tantas pobres almas!… ¡Oh almas desventuradas a quienes aguarda tan espantoso fin!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios y Salvador mío! ¿Qué sentencia se me dará en el día del juicio? Si ahora me pidiereis, Señor, cuenta de mi vida, ¿qué podría responder, sino que merezco mil infiernos? Así es, Redentor mío; mil infiernos merezco; pero sabed que os amo más que a mí mismo, y que de las ofensas que os hice de tal modo me duelo, que preferiría haber padecido todos los males antes que haberos injuriado.

Vos, Jesús mío, condenáis a los pecadores obstinados, pero no a los que se arrepienten y os quieren amar. Aquí estoy, a vuestros pies, arrepentido… Decidme que me perdonáis… Mas ya me lo dijisteis por vuestro Profeta (Zc. 1, 3): Volveos a Mí, y Yo me volveré a vosotros. Todo lo dejo, renuncio a todos los deleites y bienes del mundo y e convierto y me abrazo a Vos, amado Redentor mío.

Recibidme en vuestro Corazón, e inflamadme allí en vuestro amor santísimo, de tal suerte, que no piense jamás en apartarme de Vos… Salvadme, Jesús mío, y sea mi salvación el amaros siempre y siempre alabar vuestras misericordias (Sal. 88).

María, esperanza, refugio y Madre mía, auxiliadme y alcanzadme la santa perseverancia. Nadie se ha perdido recurriendo a Vos… A Vos, pues, me encomiendo. Tened piedad de mí.

CONSIDERACIÓN 26

De las penas del infierno

E irán éstos al suplicio eterno.Mt. 25, 46

PUNTO 1

Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden contener las aguas (Jer. 2, 13). Y porque el pecador se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente será luego atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la maldad del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.

Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios.

¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lucas 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb. 11, 17; Ap. 18, 7). La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Jb. 10, 21).

Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Salmo 48, 20).

El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. "Voz del Señor, que corta llama de fuego" (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar. O como más brevemente dice San Alberto Magno: "Apartará del calor el resplandor". Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y del horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.

El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34, 3).

Dice San Buenaventura que si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo… Y aún dice algún insensato: "Si voy al infierno, no iré solo…" ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos.

"Allí -dice Santo Tomás- la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura". Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios (Ap. 19, 15).

Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.

Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb. 15, 21). Huye a menudo de nosotros el sueño cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladrido de algún perro… ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!…

La gula será castigada con el hambre devoradora… (Sal. 58, 15). Mas no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua nomás pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, Señor, postrado a vuestros pies al que tan poco tuvo en cuenta vuestros dones ni vuestros castigos… ¡Desdichado de mí! Si Vos, Jesús mío, no hubieseis tenido misericordia, muchos años ha que estaría yo en aquel horno pestilente, donde arderán tantos pecadores como yo.

¡Ah Redentor mío! ¿Cómo podría en lo sucesivo ofenderos otra vez? No suceda así, Jesús de mi vida; antes enviadme la muerte. Y ya que habéis comenzado, acabad la obra; ya que me habéis sacado del lodazal de mis culpas y tan amorosamente me invitáis a que os ame, haced ahora que el tiempo que me deis le invierta todo en serviros.

¡Cuánto desearían los condenados un día, una hora de ese tiempo que a mí me concedéis!… Y yo ¿qué haré? ¿Seguiré malgastándole en cosas que os desagraden?… No, Jesús mío, no lo permitáis, por los merecimientos de vuestra preciosísima Sangre, que hasta ahora me han librado del infierno. Os amo, Soberano Bien, y porque os amo me pesa de haberos ofendido, y propongo no ofenderos más, sino amaros siempre.

Reina y Madre nuestra, María Santísima, rogad a Jesús por mí, y alcanzadme los dones de la perseverancia y del divino amor.

PUNTO 2

La pena de sentido que más atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7, 19). El Señor le mencionará especialmente en el día del juicio: Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mateo 25, 41).

Aun en este mundo el suplicio del fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de la tierra y las del infierno, que, según dice San Agustín, en comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas; o como si fueran de hielo, añade San Vicente Ferrer. Y la razón de esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue formado. "Muy diferentes son -dice Tertuliano- el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que sirve para la justicia de Dios". La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías (4, 4) llama espíritu de ardor al fuego del infierno.

El réprobo estará dentro de las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y alrededor de sí. Cuanto vea, toque o respire, fuego ha de respirar, tocar y ver. Sumergido estará en fuego como el pez en el agua. Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para atormentarle.

El cuerpo será pura llama; arderá el corazón en el pecho, las vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Salmo 20, 10).

Hay personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, o estar junto a un brasero encendido, en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen aquel fuego que devora, como dice Isaías (33, 14). Así como una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán al condenado. Le devorarán sin darle muerte.

"Sigue, pues, insensato -dice San Pedro Damian hablando del voluptuoso-; sigue satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas y harán más intensa y abrasadora la llama infernal en que has de arder".

Y añade San Jerónimo que aquel fuego llevará consigo todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan; hasta el tormento del hielo se padecerá allí (Jb. 24, 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, los padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del infierno.

Las potencias del alma recibirán también su adecuado castigo. Tormento de la memoria será el vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y lo gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y fueron menospreciadas. El entendimiento padecerá considerando el gran bien que ha perdido perdiendo a Dios y el Cielo, y ponderando que esa pérdida es ya irremediable. La voluntad verá que se le niega todo cuanto desea (Sal. 140, 10).

El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, jamás hallará momento de reposo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vuestra Sangre y vuestra muerte son, Jesús mío, mi esperanza. Habéis muerto por librarme de la muerte eterna. ¿Y quién, Señor, alcanzó mayor parte en los méritos de vuestra Pasión que este miserable, tantas veces merecedor del infierno?… No permitáis que continúe siendo ingrato a tantas gracias como me habéis concedido.

Librándome del infierno, quisisteis que no ardiese yo en las llamas eternas, sino en el dulce fuego de vuestro amor. Ayudadme, pues, a fin de que cumpla vuestros deseos. Si estuviese en el infierno, no podría amaros. Pero ya que ahora puedo amar, amaros quiero…

Os amo, Bondad infinita; os amo, Redentor mío, que tanto me habéis amado. ¿Cómo he podido vivir tan largo tiempo olvidado de Vos? Mucho, Señor, os agradezco que Vos no me hayáis olvidado. De no haber sido así, hallaríame ahora en el infierno, o no tendría dolor de mis culpas.

Este dolor de corazón por haberos ofendido, este deseo que siento de amaros mucho, dones son de vuestra gracia, que me auxilia y vivifica… Gracias, Dios mío. Espero consagraros la vida que me resta. A todo renuncio, y quiero pensar únicamente en serviros y complaceros. Imprimid en mi alma el recuerdo del infierno que merecí y de la gracia que me disteis, y no permitáis que, apartándome otra vez de Vos, vuelva a condenarme yo mismo a los tormentos de aquella cárcel…

¡Oh Madre de Dios, rogad por este pecador arrepentido! Vuestra intercesión me libró del infierno. Libradme también del pecado, único motivo capaz de acarrearme nueva condenación.

PUNTO 3

Todas las penas referidas nada son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios.

Decía San Bruno: "Multiplíquense los tormentos, con tal que no se nos prive de Dios". Y San Juan Crisóstomo: "Si dijeres mil infiernos de fuego, nada dirás comparable al dolor aquél". Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de Dios, "no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso".

Para comprender algo de esta pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos.

En suma: cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el haberlo perdido… Y puesto que los réprobos pierden el bien infinito, que es Dios, sienten -como dice Santo Tomás- una pena en cierto modo infinita.

En este mundo solamente los justos temen esa pena, dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: "Señor, todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos". Los pecadores no sienten temor ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que han perdido.

El alma, al salir de este mundo -dice San Antonino-, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el Sumo Bien; mas si está en pecado, Dios la rechaza.

Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios. Pero el pecado la aparta y arroja lejos de Él (Is. 1, 2).

Todo el infierno, pues, se cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: Apartaos de Mí, malditos (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. "Ni aun imaginando mil infiernos podrá nadie concebir lo que es la pena de ser aborrecido de Cristo".

Cuando David impuso a Absalón el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte (2 Rg. 14, 32).

Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: "No volváis a presentaros ante mí"; y tal fue la confusión y dolor de aquel hombre, que al llegar a su casa murió… ¿Qué será cuando Dios despida al réprobo para siempre?… "Esconderé de él mi rostro, y hallarán todos los males y aflicciones" (Dt. 31, 17). No sois ya míos, ni Yo vuestro, dirá Cristo (Os. 1, 9) a los condenados en el día del juicio.

Aflige dolor inmenso a un hijo o a una esposa cuando piensan que nunca volverán a ver a su padre o esposo, que acaban de morir… Pues si al oír los lamentos del alma de un réprobo le preguntásemos la causa de tanto dolor, ¿qué sentiría ella cuando nos dijese: "Lloro porque he perdido a Dios, y ya no le veré jamás"? ¡Y si, a lo sumo, pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento: conocer que Dios es el Sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre. "Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios", así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.

El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y maldiciéndole maldecirá los beneficios que de Él recibió: la creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los ángeles y Santos, y con odio implacable a su ángel custodio, a sus santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Sois, pues, Dios mío, Sumo Bien, el bien infinito, ¿y yo, voluntariamente, tantas veces os he perdido?… Sabía yo que con mis culpas os enojaba y perdía vuestra gracia, ¡y, sin embargo, las cometí!… ¡Ah, Señor, si no supiese que clavado en la cruz moristeis por mí, no me atrevería a pedir y a esperar vuestro perdón!…

¡Oh Eterno Padre! No me miréis a mí, mirad a vuestro amado Hijo, que por mí ruega, y oídle y perdonadme. Muchos años ha que merecí verme en el infierno, sin esperanza de amaros ni recuperar la perdida gracia. Me pesa, Dios mío, de todo corazón, de las injurias que os hice renunciando a vuestra amistad, despreciando vuestro amor por los viles placeres del mundo… ¡Antes hubiera muerto mil veces!… ¿Cómo pude estar tan ciego y tan loco?…

Gracias, Señor, que me dais tiempo de remediar el mal que cometí. Ya que por vuestra misericordia no estoy en el infierno y puedo amaros todavía, deseo amaros, Dios mío. No he de dilatar más mi sincera y firme conversión…

Os amo, Bondad infinita; os amo, vida y tesoro mío, mi amor y mi todo… Acordaos siempre, Señor, del amor que me tuvisteis; y recordadme a mí el infierno en que debiera hallarme, a fin de que este pensamiento me encienda en vuestro amor y me mueva a repetir mil veces que de veras os amo…

¡Oh María, Reina, esperanza y Madre nuestra, si me viese en el infierno, tampoco podría amaros a Vos!… Mas ahora os amo, Madre mía, y espero que jamás dejaré de amar a Vos y a mi Dios. Ayudadme y rogad a Jesús por mí.

CONSIDERACIÓN 27

De la eternidad del infierno

E irán éstos al suplicio eterno.MT. 25, 46

PUNTO 1

Si el infierno tuviese fin no sería infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo se le saja un tumor o se le quema una llaga, no dejará de sentir vivísimo dolor; pero como este dolor se acaba en breve, no se le puede tener por tormento muy grave. Mas sería grandísima tribulación que al cortar o quemar continuara sin treguas semanas o meses. Cuando el dolor dura mucho, aunque sea muy leve, se hace insoportable. Y no ya los dolores, sino aun los placeres y diversiones duraderos en demasía, una comedia, un concierto continuado sin interrupción por muchas horas, nos ocasionarían insufrible tedio. ¿Y si durasen un mes, un año?

¿Qué sucederá, pues, en el infierno, donde no es música ni comedia lo que siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida o breve quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el conjunto de todos los males, de todos los dolores, no en tiempo limitado, sino por toda la eternidad? (Ap. 20, 10).

Esta duración eterna es de fe, no una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos lugares de la Escritura. "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mt. 25, 41). E irán éstos al suplicio eterno (Mt. 25, 46). Pagarán la pena de eterna perdición (2 Tes. 19). Todos serán con fuego asolados (Mc. 9, 48)". Así como la sal conserva los manjares, el fuego del infierno atormenta a los condenados y al mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida. "Allí el fuego consume de tal modo -dice San Bernardo (Med., c. 3)-, que conserva siempre".

¡Insensato sería el que, por disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego veinte o treinta años encerrado en una fosa! Si el infierno durase, no ya cien años, sino dos o tres nomás, todavía fuera locura incomprensible que por un instante de placer nos condenásemos a esos dos o tres años de tormento gravísimo. Pero no se trata de treinta, ni de ciento, ni de mil, ni de cien mil años; se trata de padecer para siempre terribles penas, dolores sin fin, males espantosos, sin alivio alguno.

Con razón, pues, aun los Santos gemían y temblaban mientras subsistía con la vida temporal el peligro de condenarse. El bienaventurado Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto, y se lamentaba, exclamando: "¡Ah infeliz de mí, que aún no estoy libre de las llamas infernales!".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Si me hubieses, Dios mío, enviado al infierno, que tantas veces merecí, y luego, por tu gran misericordia, me hubieses libertado de él, ¡cuán agradecido no hubiese quedado, y qué vida tan santa hubiese yo procurado tener!…

Pues ahora que con clemencia todavía mayor me has preservado de la condenación eterna, ¿qué haré, Señor? ¿Tornaré a ofenderte y a provocar tu ira para que me envíes a aquella cárcel de réprobos donde tantos se hallan por culpas menores que las mías? ¡Ah Redentor mío, así lo hice en la vida pasada! En vez de emplear el tiempo que me diste en llorar mis pecados, le invertí en ofenderte.

Gracias doy a tu Bondad infinita, que tanto me ha sufrido. Si no fuese infinita, ¿cómo hubiera podido tolerar mis delitos? Gracias, pues, por haberme con tanta paciencia esperado hasta ahora, gracias por las luces que me comunicas para que conozca mi locura y el mal que cometí ofendiéndote con mis culpas. Las detesto, Jesús mío, y me duelo de ellas con todo mi corazón.

Perdóname, por tu sagrada Pasión y muerte, y asísteme con tu gracia para que jamás vuelva a ofenderte. Con razón debo temer que por un nuevo pecado mortal desde luego me abandones. ¡Ah Señor, pon ante mi vista ese temor justísimo siempre que el demonio me provoque a ofenderte. Te amo, Dios mío, y no quiero perderte. Ayúdame con tu divina gracia.

Auxíliame también, Virgen Santísima; haz que siempre acuda a Ti en las tentaciones, a fin de que no pierda a Dios. Tú eres, María, mi esperanza.

PUNTO 2

El que entra en el infierno jamás saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el rey David cuando decía (Sal. 68, 16): Ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca. Apenas se hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se cerrará la entrada y no se abrirá nunca.

Puerta para entrar hay en el infierno, mas no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras del Salmista, escribe: "No cierra su boca el pozo, porque se cerrará en lo alto y se abrirá en lo profundo cuando recibe a los réprobos".

Mientras vive, el pecador puede conservar alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le sorprende en pecado, acabará para él toda esperanza (Pr. 11, 7). ¡Y si, a lo menos, pudiesen los condenados forjarse alguna engañosa ilusión que aliviara su desesperación horrenda!…

El pobre enfermo, llagado e impedido, postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez se ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún doctor o nuevo remedio que le cure. El infeliz criminal condenado a perpetua cadena busca también alivio a su pesar en la remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera el condenado engañarse así, pensando que algún día podría salir de su prisión!… Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni cierta ni engañosa; no hay allí un ¿quién sabe? consolador.

El desventurado verá siempre ante sí escrita su sentencia, que le obliga a estar perpetuamente lamentándose en aquella cárcel de dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio, para que lo vean siempre (Dn. 12, 2).

El réprobo no sólo padece lo que ha de padecer en cada instante, sino en todo momento, la pena de la eternidad. "Lo que ahora padezco -dirá- he de padecerlo siempre". "Sostienen -dice Tertuliano- el peso de la eternidad".

Roguemos, pues, al Señor, como rogaba San Agustín: "Quema y corta y no perdones aquí, para que perdones en la eternidad". Los castigos de esta vida, transitorios son: "Tus saetas pasan. La voz del trueno va en rueda por el aire" (Sal. 76, 19). Pero los castigos de la otra vida no acaban jamás.

Temámoslos, pues. Temamos la voz de trueno con que el supremo Juez pronunciará en el día del juicio su sentencia contra los réprobos: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno". Dice la Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo de la eternidad, que no tiene fin. Grande es el castigo del infierno, pero lo más terrible de él es ser irrevocable.

Mas ¿dónde?, dirá el incrédulo; ¿dónde está la justicia de Dios, al castigar con pena eterna un pecado que dura un instante?… ¿Y cómo, responderemos; cómo se atreve el pecador, por el placer de un instante, a ofender a un Dios de Majestad infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo Tomás, la pena se mide, no por la duración, sino por la calidad del delito. "No porque el homicidio de cometa en un momento ha de castigarse con pena momentánea" (1-2, q. 87, a. 4).

Para el pecado mortal, un infierno es poco. A la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito castigo, dice San Bernardino de Siena. Y como la criatura, escribe el Angélico Doctor, no es capaz de recibir pena infinita, justamente hace Dios que esa pena sea infinita en duración.

Además, la pena debe ser necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá jamás satisfacer por su culpa. En este mundo puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le aplican los méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de esos méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a Dios, siendo eterno el pecado, eterno también ha de ser el castigo (Sal. 48, 8-9).

"Allí, la culpa -dice el Belluacense- podrá ser castigada; pero expiada, jamás"; porque, como dice San Agustín, "allí, el pecador no podrá arrepentirse", y por eso el Señor estará siempre airado contra él (Mal. 1, 4). Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al réprobo, éste no querría el perdón, porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada en odio contra Dios.

Dice Inocencio III: "Los condenados no se humillarán; antes bien, la malignidad del odio crecerá en ellos". Y San Jerónimo afirma que "en los réprobos el deseo de pecar es insaciable". La herida de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos se niegan a sanar (Jer. 15, 18).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Si estuviese ahora condenado, como tantas veces he merecido, hallaríame obstinado en odio contra Ti, Redentor y Dios mío, que diste por mí la vida. ¡Oh Señor, qué infierno tan cruel sería aborrecerte a Ti, que tanto me has amado, que eres belleza infinita e infinita bondad, digna de infinito amor! ¡Y hallándome en el infierno, veríame en tan infeliz estado, que ni aun querría el perdón que ahora me ofrecéis!…

Gracias, Jesús mío, por la clemencia que conmigo tuviste, y pues que ahora aún puedo amarte y ser perdonado, tu amor y perdón deseo… Me los ofreces, y yo los pido y espero alcanzarlos por tus méritos infinitos. Me arrepiento, Bondad Suma, de cuantas ofensas os hice.

Perdonadme, Señor… ¿Qué mal me hiciste para que siempre te aborreciera como a enemigo mío?… ¿Qué amigo hay que haya hecho y padecido por mí lo que Tú, Jesús mío, hiciste y padeciste?… No permitas que incurra en tu enojo y pierda tu amor. ¡Antes morir mil veces que caer en tal desventura!…

¡Oh María, amparadme bajo tu manto, y no permitáis que de él me aparte para rebelarme contra Dios y contra Ti!

PUNTO 3

En la vida del infierno, la muerte es lo que más se desea. Buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán. Desearán morir, y la muerte huirá de ellos (Ap. 9, 6). Por lo cual exclama San Jerónimo: "¡Oh muerte, cuán grata serías a los mismos para quienes fuiste tan amarga!".

Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte se apacentará con los réprobos. Y lo explica San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la raíz, así la muerte devora a los condenados: los mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida para seguir atormentándolos con eterno castigo.

De suerte, dice San Gregorio, que el réprobo muere continuamente, sin morir jamás. Cuando a un hombre le mata el dolor, le compadecen las gentes. Mas el condenado no tendrá quién le compadezca. Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le compadecerá…

El emperador Zenón, sepultado vivo en una fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran de allí, mas no le oyó nadie, y le hallaron después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos él mismo, sin duda se había hecho, patentizaron la horrible desesperación que habría sentido…

Pues los condenados, exclama San Cirilo de Alejandría, gritan en la cárcel del infierno, pero nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece nunca.

¿Y cuánto durará tanta desdicha?… Siempre, siempre. Refiéranse en los Ejercicios Espirituales, del Padre Séñeri, publicados por Muratori, que en Roma se interrogó a un demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le preguntaron cuánto tiempo debía estar en el infierno…, y respondió, dando señales de rabiosa desesperación: ¡Siempre, siempre!…

Fue tal el terror de los circunstantes, que muchos jóvenes del Seminario Romano, allí presentes, hicieron confesión general, y sinceramente mudaron de vida, convertidos por aquel breve sermón de dos palabras solas…

¡Infeliz Judas!… ¡Más de mil novecientos años han pasado desde que está en el infierno, y, sin embargo, diríase que ahora acaba de empezar su castigo!… ¡Desdichado Caín!… ¡Cerca de seis mil años lleva en el suplicio infernal, y puede decirse que aún se halla en el principio de su pena!

Un demonio a quien fue preguntado cuánto tiempo hacía que estaba en el infierno, respondió: Desde ayer. Y como se le replicó que no podía ser así, porque habían transcurrido ya más de cinco mil años desde su condenación, exclamó: "Si supierais lo que es eternidad, comprenderíais que, en comparación de ella, cincuenta siglos no son ni un instante".

Si algún ángel dijese a un réprobo: "Saldrás del infierno cuando hayan pasado tantos siglos como gotas hay en las aguas de la tierra, hojas en los árboles y arena en el mar", el réprobo se regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva de que iba a ser rey. Porque pasarán todos esos millones de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el tiempo de duración del infierno estará comenzando…

Los réprobos desearían recabar de Dios que les acrecentaran en extremo la intensidad de sus penas, y que las dilatase cuanto quisiera, con tal que les pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y límite no existen ni existirán. La voz de la divina justicia sólo repite en el infierno las palabras siempre, jamás.

Por burla preguntarán a los réprobos los demonios: "¿Va muy avanzada la noche? (Is. 21, 11). ¿Cuándo amanecerá? ¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y el hedor, los tormentos y las llamas?…" Y los infelices responderán: ¡Nunca, jamás!… Pues ¿cuánto ha de durar?… ¡Siempre, siempre!…

¡Ah Señor! Ilumina a tantos ciegos que cuando se les insta para que no se condenen, responden: "Dejadnos. Si vamos al infierno, ¿qué le hemos de hacer? ¡Paciencia!…"

¡Oh Dios mío!, no tienen paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del frío, ni sufrir un leve golpe, ¿y la tendrán después para padecer las llamas de un mar de fuego, los tormentos diabólicos, el abandono absoluto de Dios y de todos, por toda la eternidad?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Padre de las misericordias! Vos nunca abandonáis a quien os busca. Si en la vida pasada tantas veces me aparté de Vos y no me abandonasteis, no me dejéis ahora, que a Vos acudo. Me pesa, ¡oh Sumo Bien!, de haber menospreciado vuestra gracia trocándola por cosas de tan poco valor. Mirad las sagradas llagas de vuestro Hijo, oíd su voz, que demanda perdón para ti, y perdóname, Señor… Y Tú, Redentor mío, recuérdame siempre los trabajos que por mí pasaste, el amor que me tienes y mi vil ingratitud, por la cual tan a menudo he merecido condenación eterna, a fin de que llore yo mis culpas y viva entregado a tu amor…

¡Ah Jesús mío!, ¿cómo no he de arder en tu amor al pensar que muchos años ha debiera verme ardiendo en las llamas infernales por toda la eternidad, y que Tú moriste por librarme de ellas, y con tan gran clemencia me libraste? Si estuviese en el infierno, te aborrecería eternamente. Pero ahora te amo y deseo seguir siempre amándote, y espero, por los méritos de tu preciosa Sangre, que así me lo concederás…

Vos, Señor, me amáis, y yo os amo también. Y me amaréis siempre si de Vos no me aparto. Libradme, Salvador mío, de esa gran desdicha de apartarme de Vos, y haced de mí lo que os agrade… Merecedor soy de todo castigo, y lo acepto gustoso, con tal de que no me privéis de vuestro amor…

¡Oh María Santísima, amparo y refugio mío, cuántas veces me he condenado yo mismo al infierno, y Vos me habéis librado de él!… Libradme desde ahora de todo pecado, causa única que me puede arrebatar la gracia de Dios y arrojarme al infierno.

CONSIDERACIÓN 28

Remordimientos del condenado

El gusano de aquéllos no muere.Mc. 9, 47.

PUNTO 1

Este gusano que no muere nunca significa, según Santo Tomás, el remordimiento de conciencia de los réprobos, que eternamente ha de atormentarlos en el infierno. Muchos serán los remordimientos con que la conciencia roerá el corazón de los condenados. Pero tres de ellos llevarán consigo más vehemente dolor: el considerar la nada de las cosas por que el réprobo se ha condenado, lo poco que tenía que hacer para salvarse y el gran bien que ha perdido.

Cuando Esaú hubo tomado aquel plato de lentejas por el cual vendió su derecho de primogenitura, apenóse tanto por haber consentido en tal pérdida, que, como dice la Escritura (Gn. 27, 34), se lamentó con grandes alaridos…

¡Oh, con qué gemidos y clamores se quejarán los réprobos al ponderar que por breves, momentáneos y envenenados placeres han perdido un reino eterno de felicidad y se ven por siempre condenados a continua e interminable muerte! Más amargamente llorarán que Jonatás, sentenciado a morir por orden de su padre, Saúl, sin otro delito que el haber probado un poco de miel (1 S. 14, 43).

¡Cuán honda pena traerá al condenado el recuerdo de la causa que le acarreó tanto mal!… Sueño de un instante nos parece nuestra vida pasada. ¿Qué le parecerán al réprobo los cincuenta o sesenta años de su vida terrena cuando se halle en la eternidad y pasen cien o mil millones de años, y vea que entonces aquella su eterna vida terrena está comenzando? Y, además, los cincuenta años de la vida en la tierra, ¿son acaso cincuenta años de placer?…

El pecador que vive sin Dios, ¿goza siempre en su pecado? Un momento dura el placer culpable; lo demás, para quien existe apartado de Dios, es tiempo de penas y aflicciones… ¿Qué le parecerán, pues, al réprobo infeliz esos breves momentos de deleite? ¿Qué le parecerá, sobre todo, el último pecado por el cual se condenó?… "¡Por un vil placer, que duró un instante, y que como el humo se disipó -exclamará-, he de arder en estas llamas, desesperado y abandonado, mientras Dios sea Dios, por toda la eternidad!".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Dadme luz, Señor, para conocer mi maldad en ofenderte, y la pena eterna que por ello merecí. Gran dolor siento, Dios mío, de haberos ofendido, y ese dolor me consuela y alivia. Porque si me hubierais enviado al infierno, que he merecido, el remordimiento sería allí mi castigo mayor, al considerar la miseria y vileza de las cosas que produjeron mi perdurable desventura. Mas ahora el dolor reanima y consuela y me infunde esperanza de alcanzar perdón, puesto que ofrecisteis perdonar al que se arrepiente.

Sí, Dios y Señor mío; me arrepiento de haberos ultrajado; abrazo con alegría esa pena dulcísima del dolor de mis culpas, y os ruego que me la acrecentéis y conservéis hasta la muerte, a fin de que no deje jamás de llorar mis pecados…

Perdonadme, Jesús y Redentor mío, que por tener misericordia de mí no la tuvisteis de Vos mismo, y os condenasteis a morir de dolor para librarme del infierno. ¡Tened piedad de mí! Haced, pues, que mi corazón se halle siempre contrito y a la vez, inflamado en vuestro amor, ya que tanto me habéis amado y sufrido con tanta paciencia, y en vez de castigarme me colmáis de luz y de gracia… Gracias te doy, Jesús mío, y te amo con todo mi corazón. Y puesto que no sabes despreciar a quien te ama, no apartes de mí tu divino rostro. Acógeme en tu gracia y no permitas que la vuelva a perder…

María, Madre y Señora nuestra, recíbeme por siervo tuyo, y úneme a tu Hijo Jesús. Ruégale que me perdone y que me conceda, con el don de su amor, el de la perseverancia final.

PUNTO 2

Dice Santo Tomás que ha de ser singular tormento de los condenados el considerar que se han perdido por verdaderas naderías, y que pudieran, si hubiesen querido, alcanzar fácilmente el premio de la gloria. El segundo remordimiento de su conciencia consistirá, pues, en pensar lo poco que debían haber hecho para salvarse.

Apareciose un condenado a San Humberto, y le reveló que su aflicción mayor en el infierno era el conocimiento del vil motivo que le había ocasionado la condenación, y de la facilidad con que hubiera podido evitarla.

Dirá, pues, el réprobo: "Si me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad, no me hubiese condenado… Si me hubiese confesado todas las semanas, y frecuentado las piadosas Congregaciones, y leído cada día en aquel libro espiritual, y me hubiera encomendado a Jesús y a María, no habría recaído en mis culpas… Propuse muchas veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a practicarlo, y lo dejaba luego. Por eso me perdí".

Aumentará la pena causada por tal remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos compañeros y amigos del condenado, los dones que Dios le concedió para que se salvara; unos, de naturaleza, como buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios quería, hubieran servido para procurar la santificación; otros, dones de gracia, luces, inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el mal que hizo.

Pero el réprobo verá que en el estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la voz del ángel del Señor que exclama y jura: Por el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá ya más tiempo… (Ap. 10, 5-6).

Como agudas espadas serán para el corazón del condenado los recuerdos de todas esas gracias que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la ruina perdurable. Exclamará con sus otros desesperados compañeros: Pasó la siega, acabó el estío, y nosotros no hemos sido libertados (Jer. 8, 20). ¡Oh si el trabajo y tiempo que empleé en condenarme los hubiese invertido en servicio de Dios, hubiera sido un santo!… ¿Y ahora qué hallo, sino remordimientos y penas sin fin?"

Sin duda el pensar que podría ser eternamente dichoso, y que será siempre desgraciado, atormentará más al réprobo que todos los demás castigos infernales.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Cómo pudiste, Jesús mío, sufrirme tanto? Mil veces me aparté de Ti, y otras tantas viniste a buscarme; te ofendí, y me perdonaste; volví a ofenderte, y todavía me concediste perdón… Haz, Señor, que participe de aquel vivo dolor que con sudores de sangre tuviste por mil pecados en el huerto de Getsemaní.

Duélome, carísimo Redentor mío, de haber tan indignamente despreciado tu amor… ¡Oh malditos deleites, os maldigo y detesto, porque me habéis privado de la gracia de Dios!…

Amado Redentor mío, os amo sobre todas las cosas; renuncio a todos los placeres ilícitos, y propongo morir mil veces antes que ofenderos más… Por aquel afecto con que en la cruz me amaste y ofreciste la vida por mí, concédeme luz y fuerza para resistir a la tentación y pedir tu auxilio poderoso…

¡Oh María, mi amparo y mi esperanza, que todo lo consigues de Dios, alcánzame que no me aparte nunca de su amor santísimo!

PUNTO 3

Considerar el alto bien que han perdido, será el tercer remordimiento de los condenados, cuya pena, como dice San Juan Crisóstomo, será más grave por la privación de la gloria que por los mismos dolores del infierno.

"Déme Dios cuarenta años de reinado, y renuncio gustosa al paraíso", decía la infeliz princesa Isabel de Inglaterra… Obtuvo los cuarenta años de reinado. Mas, ahora, su alma en la otra vida, ¿qué dirá? Seguramente no pensará lo mismo. ¡Cuán afligida y desesperada se hallará viendo que, por reinar cuarenta años entre angustias y temores, disfrutando un trono temporal, perdió para siempre el reino de los Cielos!

Mayor aflicción todavía ha de tener el réprobo al conocer que perdió la gloria y el Sumo Bien, que es Dios, no por azares de mala fortuna ni por malevolencia de otros, sino por su propia culpa. Verá que fue creado para el Cielo, y que Dios le permitió elegir libremente entre la vida y la muerte eternas. Verá que en su mano tuvo el ser para siempre dichoso, y que, a pesar de ello, quiso hundirse por sí propio en aquel abismo de males, de donde nunca podrá salir, y del cual nadie le librará.

Verá cómo se salvaron muchos de sus compañeros, que, aunque se hallaron entre idénticos o mayores peligros de pecar, supieron vencerlos encomendándose a Dios, o si cayeron, no tardaron en levantarse y se consagraron nuevamente al servicio del Señor. Mas él no quiso imitarlos, y fue desastrosamente a caer en el infierno, mar de dolores donde no existe la esperanza.

¡Oh hermano mío! Si hasta aquí has sido tan insensato que por no renunciar a un mísero deleite preferiste perder el reino de los Cielos, procura a tiempo remediar el daño. No permanezcas en tu locura, y teme ir a llorarla en el infierno.

Quizá estas consideraciones que lees son los postreros llamamientos de Dios. Tal vez, si no mudas de vida y cometes otro pecado mortal, te abandonará el Señor y te enviará a padecer eternamente entre aquellas muchedumbres de insensatos que ahora reconocen su error (Sb. 5, 6), aunque le confiesan desesperados, porque no ignoran que es irremediable.

Cuando el enemigo te induzca a pecar, piensa en el infierno y acude a Dios y a la Virgen Santísima. La idea del infierno podrá librarte del infierno mismo. Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás (Ecl. 7, 40), porque ese pensamiento te hará recurrir a Dios.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Soberano Bien! ¡Cuántas veces os perdí por nada, y cuántas merecía perderos para siempre! Pero me reaniman y consuelan aquellas palabras del profeta (Sal. 104, 3): Alégrese el corazón de los que buscan al Señor. No debo, pues, desconfiar de recuperar vuestra gracia y amistad, si de veras os busco.

Sí, Señor mío; ahora suspiro por vuestra gracia más que por ningún otro bien. Prefiero verme privado de todo, hasta de la vida, antes que perder vuestro amor. Os amo, Creador mío, sobre todas las cosas; y porque os amo, me pesa de haberos ofendido…

¡Oh Dios mío!, a quien menosprecié y perdí, perdonadme y haced que os halle, porque no quiero perderos más. Admitidme de nuevo en vuestra amistad y lo abandonaré todo para amar únicamente a Vos. Así lo espero de vuestra misericordia…

Eterno Padre, oídme: por amor de Jesucristo, perdonadme y concededme la gracia de que nunca me aparte de Vos, que si de nuevo y voluntariamente os ofendiese, con harta causa temería que me abandonaseis…

¡Oh María, esperanza de pecadores, reconciliadme con Dios y amparadme bajo vuestro manto, a fin de que jamás me separe de mi Redentor!

CONSIDERACIÓN 29

De la gloria

Vuestra tristeza se convertirá en alegríaJn. 16, 20.

PUNTO 1

Procuremos ahora sufrir con paciencia las tribulaciones de esta vida, ofreciéndolas a Dios, en unión de los dolores que Jesucristo sufrió por nuestro amor, y alentémonos con la esperanza de la gloria. Algún día acabarán estos trabajos, penas, angustias, persecuciones y temores, y si nos salvamos, se nos convertirá en gozo y alegría inefable en el reino de los bienaventurados.

Así nos alienta y reanima el Señor (Jn. 16, 20): "Vuestra tristeza se convertirá en alegría". Meditemos, pues, sobre la felicidad de la gloria… Mas, ¿qué diremos de esta felicidad, si ni aun los Santos más inspirados han acertado a expresar las delicias que Dios reserva a los que le aman?… David sólo supo decir (Sal. 83, 3) que la gloria es el bien infinitamente deseable…

¡Y tú, san pablo, insigne, que tuviste la dicha de ser arrebatado a los Cielos, dinos algo siquiera de lo que viste allí!… "No -responde el gran Apóstol (2 Co. 12, 4)-; lo que vi no es posible explicarlo. Tan altas son las delicias de la gloria, que no puede comprenderlas quien no las disfrute. Sólo diré que nadie en la tierra ha visto, ni oído, ni comprendido las bellezas y armonías y placeres que Dios tiene preparados para los que le aman" (1 Co. 2, 9).

No podemos acá imaginar los bienes del Cielo, porque sólo formamos idea de los que este mundo nos ofrece… Si, por maravilla, un ser irracional pudiese discurrir, y supiese que un rico señor iba a celebrar espléndido banquete, imaginaría que los manjares dispuestos habían de ser exquisitos y selectos, pero semejantes a los que él usara, porque no podría concebir nada mejor como alimento.

Así discurrimos nosotros, pensando en los bienes de la gloria… ¡Qué hermoso es contemplar en noche serena de estío la magnificencia del cielo cubierto de estrellas! ¡Cuán grato admirar las apacibles aguas de un lago transparente, en cuyo fondo se descubren peces que nadan y peñas vestidas de musgo! ¡Cuánta hermosura la de un jardín lleno de flores y frutos, circundado de fuentes y arroyuelos y poblado de lindos pajarillos que cruzan el aire y le alegran con su canto armonioso!… Diríase que tantas bellezas son el paraíso…

Mas no: muy otros son los bienes y hermosuras de la gloria. Para entender confusamente algo de ello, considérese que allí está Dios omnipotente, colmando, embriagando de gozo inenarrable a las almas que Él ama…

¿Queréis columbrar lo que es el Cielo? -decía San Bernardo-, pues sabed que allí no hay nada que nos desagrade, y existe todo bien que deleita.

¡Oh Dios! ¿Qué dirá el alma cuando llegue a aquel felicísimo reino?… Imaginemos que un joven o una virgen, consagrados toda su vida al amor y servicio de Cristo, acaban de morir y dejan ya este valle de lágrimas. Preséntase el alma al juicio; abrázala el Juez, y le asegura que está santificada. El ángel custodio le acompaña y felicita y ella le muestra su gratitud por la asistencia que le debe. "Ven, pues, alma hermosa -le dice el ángel-; regocíjate porque te has salvado; ven a contemplar a tu Señor".

Y el alma se eleva, traspone las nubes, pasa más allá de las estrellas y entra en el Cielo… ¡Oh Dios mío!, ¿Qué sentirá el alma al penetrar por vez primera en aquel venturoso reino y ver aquella ciudad de Dios, dechado insuperable de hermosura?…

Los ángeles y Santos la reciben gozosos y le dan amorosísima bienvenida… Allí verá con indecible júbilo a sus Santos protectores y a los deudos y amigos que la precedieron en la vida eterna. Querrá el alma venerarlos rendida, mas ellos lo impedirán, recordándole que son también siervos del Señor (Ap. 22, 9).

La llevarán después a que bese los pies de la Virgen María, Reina de los Cielos, y el alma sentirá inmenso deliquio de amor y de ternura viendo a la excelsa y divina Madre, que tanto la auxilió para que se salvase, y que ahora le tenderá sus amantes brazos y que le dejará conocer cuantas gracias le obtuvo.

Acompañada por esta soberana Señora, llegará el alma ante nuestro Rey Jesucristo, que la recibirá como a esposa amadísima, y le dirá (Cant. 4, 8): Ven del Líbano, esposa mía; ven y serás coronada; alégrate y consuélate, que ya acabaron tus lágrimas, penas y temores; recibe la corona inmarcesible que te conseguí con mi Sangre…".

Jesús mismo la presentará al Eterno Padre, que la bendecirá, diciendo (Mt. 25, 21): Entra en el gozo de tu Señor, y le comunicará bienaventuranzas sin fin, con felicidad semejante a la que Él disfruta.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Mirad, Señor, a vuestros pies a un ingrato que criasteis para la gloria, y que tantas veces por deleites vilísimos renunció a ella y prefirió ser condenado al infierno… Espero que me habréis perdonado cuantas ofensas os hice, de las cuales ahora y siempre me arrepiento y deseo dolerme de ellas hasta la muerte, así como que renovéis vuestro perdón…

Pero, ¡oh Dios mío! Aunque me hayáis perdonado no es menos cierto que tuve voluntad de ofenderos a Vos, Redentor mío, que para llevarme a vuestro reino disteis la vida. Sea siempre alabada y bendita vuestra misericordia, Jesús mío, que con tanta paciencia me habéis sufrido, y en vez de castigarme habéis multiplicado en mí las gracias, inspiraciones y llamamientos.

Bien conozco, amado Salvador mío, que deseáis mi salvación, que me llamáis a la patria celestial para que allí os ame eternamente; pero también queréis que antes en este mundo os consagre mi amor… Amaros quiero, Dios mío, y aunque no hubiese gloria, querría amaros mientras viviera con toda mi alma y con mis fuerzas todas. Básteme saber que Vos lo deseáis así…

Ayudadme, Jesús mío, con vuestra gracia y no me abandonéis… Inmortal es mi alma, y por serlo, he de amaros o aborreceros eternamente. ¿Qué he de preferir, sino amaros siempre, daros mi amor en esta vida, para que en la venidera ese amor viva sin término ni fin?… Disponed de mí como os plazca; castigadme como queráis; no me privéis de vuestro amor, y haced de mí lo que os agrade… Vuestros merecimientos, Jesús mío, son mi esperanza.

¡Oh María, en vuestra intercesión confío! Me librasteis del infierno cuando estuve en pecado; ahora que amo a Dios me salvaréis y santificaréis.

PUNTO 2

Apenas empiece el alma a gozar de la divina beatitud, ya no habrá nada que la aflija. Y enjugará Dios todas las lágrimas de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las cosas de antes pasaron. Y dijo el que estaba sentado en el trono (Ap. 21, 4-5): He aquí Yo hago nuevas todas las cosas.

No hay en el Cielo enfermedades, ni pobreza, ni mal ninguno. No existen allí la sucesión de días y noches, de calor y frío, sino un eterno día siempre sereno, continua primavera deleitosa y sin fin. No hay persecuciones ni envidias, que en aquel reino de amor todos se aman ternísimamente, y cada cual goza del bien de los demás como si fuera suyo.

No se conocen allí angustias ni temores, porque el alma confirmada en gracia no puede pecar no perder a Dios. Todas las cosas ostentan renovada y completa hermosura, y todas satisfacen y consuelan. La vista gozará admirando aquella ciudad de perfecta belleza (Lm. 2, 15).

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