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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 5)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Padre mío (que así me enseñó a llamaros vuestro divino Hijo), reinad en mí con vuestra gracia, y haced que sólo a Vos sirva, sólo a Vos ame y por Vos viva. Et ne nos inducas in tentationem. No permitas que me venzan los enemigos que me combatan. Sed libera nos a malo. Libradme del infierno y antes libradme del pecado, único mal que puede condenarme.

¡Oh María, rogad por mí y libradme del mal horrible de verme en pecado sin la gracia de nuestro Dios!

PUNTO 2

Dice Santo Tomás de Aquino que el don de la gracia excede a todos los dones que una criatura puede recibir, puesto que la gracia es participación de la misma naturaleza divina. Y antes había dicho San Pedro: "Para que por ella seáis participantes de la divina naturaleza". ¡Tanto es lo que por su Pasión mereció nuestro Señor Jesucristo Él nos comunicó en cierto modo el esplendor que de Dios había recibido (Jn. 17, 22); de manera que el alma que está en gracia se une con Dios íntimamente (1 Co, 6, 17), y como dijo el redentor (Jn. 14, 33), en ella viene a habitar la Trinidad Santísima.

Tan hermosa es un alma en estado de gracia, que el Señor se complace en ella y la elogia amorosamente (Cant. 4, 1): "¡Qué hermosa eres, amiga mía; qué hermosa!". Diríase que el Señor no sabe apartar sus ojos de un alma que le ama ni dejar de oír cuanto le pida (Sal. 33, 16). Decía Santa Brígida que nadie podría ver la hermosura de un alma en gracia sin que muriese de gozo. Y Santa Catalina de Siena, al contemplar un alma en tal feliz estado, dijo que preferiría dar su vida a que aquella alma hubiese de perder tanta belleza. Por eso la Santa besaba la tierra por donde pasaban los sacerdotes, considerando que por medio de ellos recuperaban las almas la gracia de Dios.

¡Y qué tesoro de merecimientos puede adquirir un alma en estado de gracia! En cada instante le es dado merecer la gloria; pues, como dice Santo Tomás, cada acto de amor hecho por tales almas merece la vida eterna. ¿Por qué envidiar, pues, a los poderosos de la tierra? Si estamos en gracia de Dios podemos continuamente conquistar harto mayores grandezas celestiales.

Un hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, según refiere el P. Patrignani en su Menologio, aparecióse después de su muerte y reveló que se había salvado, así como Felipe II rey de España y que ambos gozaban ya de la gloria eterna; pero que cuanto menor había él sido en el mundo comparado con el rey, tanto más alto era su lugar en el Cielo.

Sólo el que la disfruta puede entender cuán suave es la paz de que goza, aún en este mundo, un alma que está en gracia (Sal. 33, 9). Así lo confirman las palabras del Señor (Sal. 118, 165): "Mucha paz para los que aman tu ley". La paz que nace de esa unión con Dios excede a cuantos placeres pueden dar los sentidos en el mundo (Fil. 4, 7).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús mío! Vos sois el Buen Pastor que se dejó crucificar por dar la vida a sus ovejas. Cuando yo huía de Vos me buscabais con amorosa diligencia. Acogedme ahora que os busco y vuelvo arrepentido a vuestros pies. Concededme de nuevo lustra gracia, que míseramente perdí por mi culpa. Al considerar que tantas veces me he apartado de Vos, quisiera morir de dolor, y de todo corazón me arrepiento.

Perdonadme, por la muerte dolorosísima que para mi bien sufristeis en la cruz. Prendedme con las suaves cadenas de vuestro amor, y no consintáis que otra vez huya de Vos. Dadme ánimo para sufrir con paciencia cuantas cruces me enviéis, ya que merecí las penas eternas del infierno, y haced que abrace con amor los desprecios que reciba de los hombres, puesto que he merecido ser eternamente hollado por los demonios. Haced, en suma, que obedezca en todo a vuestras inspiraciones, y venza todos los humanos respetos por amor a Vos. Resuelto estoy a no servir más que a Vos.

Pidan los otros lo que quisieren, yo solamente quiero amaros a Vos, Dios mío amabilísimo. Sólo a Vos deseo complacer. Ayudadme, Señor, que sin Vos nada puedo. Os amo, Jesús mío, con todo mi corazón, y confío en vuestra Sangre preciosa…

María, mi esperanza, auxiliadme con vuestra intercesión. Y puesto que os gloriáis de salvar a los pobres pecadores que recurren a Vos, y yo de ser vuestro humilde siervo, socorredme y salvadme.

PUNTO 3

Consideremos ahora el infeliz estado de un alma que se halla en desgracia de Dios. Está apartada de su Bien Sumo, que es Dios (Is. 59, 2): de suerte que ella ya no es de Dios, ni Dios es ya suyo (Os. 1, 9). Y no solamente no la mira como suya, sino que la aborrece y condena al infierno.

No detesta el Señor a ninguna de sus criaturas, ni a las fieras, ni a los reptiles, ni al más vil insecto (Sb. 11, 25). Mas no puede dejar de aborrecer al pecador (Sal. 5, 7); porque siendo imposible que no odie al pecado, enemigo en absoluto contrario a la divina voluntad, debe necesariamente aborrecer al pecador unido con la voluntad al pecado (Sb. 14, 9).

¡Oh Dios mío! Si alguno tiene por enemigo a un príncipe del mundo, apenas puede reposar tranquilo, temiendo a cada instante la muerte. Y el que sea enemigo de Dios, ¿cómo puede tener paz? De la ira de un rey se puede huir ocultándose o emigrando a algún otro lejano reino; pero ¿quién puede sustraerse de las manos de Dios? "Señor -decía David (Sal. 138, 8-10)-, si subiere al Cielo, allí estás; si descendiere al infierno, estás allí presente… Dondequiera que vaya, tu mano llegará hasta mí".

¡Desventurados pecadores! Malditos son de Dios, malditos de los ángeles, malditos de los Santos, aun en la tierra malditos cada día por los sacerdotes y religiosos que, al recitar el Oficio divino, publican la maldición (Sal. 118, 21). Además, estar en desgracia de Dios lleva consigo la pérdida de todos los méritos.

Aunque hubiese merecido un hombre tanto como un San Pablo Eremita, que vivió noventa y ocho años en una cueva; tanto como un San Francisco Javier, que conquistó para Dios diez millones de almas; tanto como san Pablo, que alcanzó por sí solo, como dice San Jerónimo, más merecimientos que todos los demás Apóstoles, si aquél cometiera un solo pecado mortal, lo perdería todo (Ez. 18, 24); ¡tan grande es la ruina que produce el incurrir en desgracia del Señor!

De hijo de Dios, conviértese el pecador en esclavo de Satanás; de amigo predilecto se trueca en odioso enemigo; de heredero de la gloria, en condenado al infierno. Decía San Francisco de Sales que si los ángeles pudieran llorar, al ver la desdicha de un alma que cometiendo un pecado mortal pierde la divina gracia, los ángeles llorarían, compadecidos.

Pero la mayor desventura consiste en que, aunque los ángeles llorarían, si pudieran llorar, el pecador no llora. El que pierde un corcel, una oveja -dice San Agustín-, no come, no descansa, gime y se lamenta. ¡Perderá acaso la gracia de Dios, y come y duerme y no se queja!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ved. Redentor mío, el lamentable estado a que yo me reduje! Vos, para hacerme digno de vuestra gracia, pasasteis treinta y tres años de trabajos y dolores, y yo, en un instante, por un momento de envenenado placer, la he despreciado y perdido sin reparo. Gracias mil os doy por vuestra misericordia, porque me da tiempo de recuperar la gracia si de veras lo deseo.

Sí, Señor mío; quiero hacer cuanto pueda para reconquistarla. Decidme qué debo poner por obra para alcanzar el perdón. ¿Queréis que me arrepienta? Pues sí, Jesús mío, me arrepiento de todo corazón de haber ofendido a vuestra infinita bondad… ¿Queréis que os ame? Os amo sobre todas las cosas. Mal empleé en la vida pasada mi corazón, amando las criaturas, la vanidad del mundo.

De ahora en adelante viviré sólo para Vos, y a Vos no más amaré Dios mío, mi tesoro, mi esperanza y mi fortaleza (Sal. 17, 2). Vuestros méritos, vuestras sacratísimas llagas, serán mi esperanza. De Vos espero la fuerza necesaria para seros fiel. Acogedme, pues, en vuestra gracia, ¡oh Salvador mío!, y no permitáis que os abandone más otra vez. Desasidme de los afectos mundanos e inflamad mi corazón en vuestro santo amor.

María, Madre nuestra, haced que mi alma arda en amor de Dios, como arde la vuestra eternamente.

CONSIDERACIÓN 20

Locura del pecador

La sabiduría de este mundo,locura es delante de Dios.(1 Cor. 3, 19)

PUNTO 1

El Beato Maestro Juan de Ávila decía que en el mundo debiera haber dos grandes cárceles: una para los que no tienen fe, y otra para los que, teniéndola, viven en pecado y alejados de Dios. A éstos, añadía, les conviniera la casa de locos. Mas la mayor desdicha de estos miserables consiste en que, con ser los más ciegos e insensatos del mundo, se tienen por sabios y prudentes. Y lo peor es que su número es grandísimo (Ecl. 1, 15).

Hay quien enloquece por las honras; otros, por los placeres; no pocos, por las naderías de la tierra. Y luego se atreven a tener por locos a los Santos, que menospreciaron los vanos bienes del mundo para conquistar la salvación eterna y el Sumo Bien, que es Dios. Llaman locura el abrazar los desprecios y perdonar las ofensas; locura el privarse de los placeres sensuales y preferir la mortificación; locura renunciar las honras y riquezas y amar la soledad, la vida humilde y escondida. Pero no advierten que a esa su sabiduría mundana la llama Dios necedad (1 Co. 3, 19): "La sabiduría de este mundo locura es ante Dios".

¡Ah!… Algún día confesarán y reconocerán su demencia… ¿Cuándo? Cuando ya no haya remedio posible y tengan que exclamar, desesperados: "¡Infelices de nosotros, que reputábamos por locura la vida de los Santos! Ahora comprendemos que los locos fuimos nosotros. ¡Ellos se cuentan ya en el dichoso número de los hijos de Dios y comparten la suerte de los bienaventurados, que eternamente les durará y los hará por siempre felices…, mientras que nosotros somos esclavos del demonio y estamos condenados a arder en esta cárcel de tormentos por toda la eternidad!… ¡Nos engañamos, pues, por haber querido cerrar los ojos a la divina luz (Sb. 5, 6), y nuestra mayor desventura es que el error no tiene ni tendrá remedio mientras Dios sea Dios!"

¡Qué inmensa locura es, por tanto, perder la gracia de Dios a trueque de un poco de humo, de un breve deleite!… ¿Qué no hace un vasallo para alcanzar la gracia de su príncipe?…

Y, ¡oh Dios mío!, por una vil satisfacción perder el Sumo Bien, perder la gloria, perder también la paz de esta vida, haciendo que el pecado reine en el alma y la atormente con sus perdurables remordimientos… ¡Perderlo todo, y condenarse voluntariamente a interminable desventura!…

¿Te entregarías a aquel placer ilícito si supieras que luego habrían de quemarte una mano o encerrarte por un año en una tumba? ¿Cometerías tal pecado si, al cometerle, perdieras cien escudos? Y, con todo, tienes fe y crees que pecando perderás el Cielo, perderás a Dios y serás condenado al fuego eterno… ¿Cómo te atreves a pecar?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios de mi alma!… ¿Qué sería de mí ahora si no hubierais tenido tanta misericordia? Hallaríame en el infierno, donde están los insensatos cuyas huellas seguí. Gracias os doy, Señor, y os suplico no me abandonéis en mi ceguedad. Bien lo merecía, pero veo que aún vuestra gracia no me ha abandonado.

Oigo que amorosamente me llamáis y me invitáis a que os pida perdón y espere de Vos altísimos dones, a pesar de las graves ofensas que os hice. Sí, Salvador mío; espero que me acogeréis como a hijo vuestro. No soy digno de que me llaméis hijo, porque os ultrajé descaradamente (Lc. 15, 21). Mas bien sé que os complacéis en buscar la ovejuela perdida y en abrazar a los hijos extraviados.

¡Padre mío amadísimo, me arrepiento de haberos ofendido; a vuestros pies me postro y los abrazo, y no me levantaré si no me perdonáis y bendecís! (Gn. 32, 26). Bendecidme, Padre mío, y con vuestra bendición dadme gran dolor de mis pecados y ferviente amor a Vos. Os amo, Padre mío, con todo mi corazón. ¡No permitáis que vuelva a alejarme de Vos! Privadme de todas las cosas, mas no de vuestro amor.

¡Oh María, siendo Dios mi Padre, Madre mía sois Vos! Bendecidme también, y ya que no merezca ser hijo, recibidme por vuestro siervo; pero haced que sea un siervo tal, que os ame siempre con inmensa ternura y siempre confíe en vuestra protección.

PUNTO 2

¡Infortunados pecadores! Se afanan y aplican en adquirir la ciencia mundana y en procurarse los bienes de esta vida, que en breve plazo ha de acabarse, y olvidan los bienes de aquella otra vida que no ha de acabar jamás.

De tal manera pierden el juicio, que no solamente son locos, sino que se reducen a la condición de brutos; porque viviendo como irracionales, sin considerar lo que es el bien ni el mal, siguen solamente al instinto de las afecciones sensuales, se entregan a lo que inmediatamente agrada a la carne y no atienden a la pérdida y eterna ruina que se acarrean. Esto no es proceder como hombre, sino como bestia.

"Llamamos hombre -dice San Juan Crisóstomo- a aquél que conserva la imagen esencial del ser humano". Pero ¿cuál es tal imagen? El ser racional. Ser hombre es, por consiguiente, ser racional, o sea, obrar con arreglo a la razón, no según el apetito sensitivo. Si Dios diese a una bestia el uso de razón y ella conforme a la razón obrase, diríamos que procedía como hombre. Y, al contrario, cuando el hombre procede con arreglo a los sentidos, contra la razón, debe decirse que obra como bestia.

"¡Ah, si tuviesen sabiduría e inteligencia y previesen las postrimerías!" (Dt. 32, 29). El hombre que se guía en sus obras razonablemente prevé lo futuro, es decir, lo que ha de acaecerle al fin de la vida: la muerte, el juicio y, después, el infierno o la gloria. ¡Cuánto más sabio es un rústico que se salva que un monarca que se condena! "Mejor es un mozo pobre y sabio, que rey viejo y necio que no sabe prever lo venidero" (Ecl. 4, 13).

¡Oh Dios! ¿No tendríamos por loco al que para ganar un céntimo en seguida arriesgase el perder toda su hacienda? Pues el que a trueque de un breve placer pierde su alma y se pone en peligro de perderla para siempre, ¿no ha de ser tenido por loco? Tal es la causa de que se condenen muchísimas almas, atender no más que a los bienes y males presentes y no pensar en los eternos.

Dios no nos ha puesto en la tierra para que nos hagamos ricos ni para que busquemos honras o satisfagamos los sentidos, sino para que nos procuremos la vida eterna (Ro. 6, 22). Y el alcanzar tal fin sólo a nosotros interesa. Una sola cosa es necesaria (Lc. 10, 42).

Pero los pecadores desprecian este fin, y pensando no más que en lo presente, caminan hacia el término de la vida, se van acercando a la eternidad y no saben a dónde se dirigen. "¿Qué dirías de un piloto -dice San Agustín– a quien se preguntara a dónde va, y respondiese que no lo sabía? Todos dirían que lleva la nave a su perdición". "Tales son -añade el Santo- esos sabios del mundo que saben ganar haciendas, darse a los placeres, conseguir altos cargos, y no aciertan a salvar sus almas".

Sabio del mundo fue Alejandro Magno, que conquistó innumerables reinos; pero al poco tiempo murió, y se condenó para siempre. Sabio fue el Epulón, que supo enriquecerse; pero murió y fue sepultado en el infierno (Lc. 16, 22). Sabio de ese modo fue Enrique VIII, que acertó a mantenerse en el trono, a pesar de su rebelión contra la Iglesia. Pero al fin de sus días reconoció que había perdido su alma, y exclamó: ¡Todo lo hemos perdido! ¡Cuántos desventurados gimen ahora en el infierno! ¡Ved -dicen- cómo todos los bienes del mundo pasaron para nosotros como una sombra, y ya no nos quedan más que perdurable dolor y eterno llanto! (Sb. 5, 8).

"Ante el hombre, la vida y la muerte; lo que le pluguiere, le será dado" (Ecl. 15, 18). ¡Oh cristiano! Delante de ti se hallan la vida y la muerte, es decir, la voluntaria privación de las cosas ilícitas para ganar la vida eterna, o el entregarse a ellas y a la eterna muerte… ¿Qué dices? ¿Qué escoges?… Procede como hombre, no como bruto. Elige como cristiano que tiene fe y dice: "¿Qué aprovecha al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?" (Mt. 16, 26).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! Me disteis la razón, la luz de la fe, y con todo, he obrado como un irracional, trocando vuestra divina gracia por los viles placeres mundanos, que se disiparon como el humo, dejándome sólo remordimientos de conciencia y deudas con vuestra justicia.

¡Ah Señor, no me juzguéis según lo que merezco (Salmo 142, 2), sino según vuestra misericordia! Iluminadme, Dios mío; dadme dolor de mis pecados y perdonádmelos. Soy la oveja extraviada, y si no me buscáis, perdido quedaré (Sal. 118, 176).

Tened piedad de mí, por la Sangre preciosa que por mi amor derramasteis. Duélome, ¡oh Sumo Bien mío!, de haberos abandonado y de haber voluntariamente renunciado a vuestra gracia. Morir quisiera de dolor; aumentad Vos mi contrición profunda, y haced que vaya al Cielo y ensalce allí vuestra infinita misericordia…

Madre nuestra María, mi refugio y esperanza, rogad por mí a Jesús; pedidle que me perdone y me conceda la santa perseverancia.

PUNTO 3

Penetrémonos bien de que el verdadero sabio es el que sabe alcanzar la divina gracia y la gloria, y roguemos al Señor nos conceda la ciencia de los Santos, que Él la da a cuantos se la piden (Sb. 10, 10). ¡Qué hermosísima ciencia la de saber amar a Dios y salvar nuestra alma!, o sea, la de acertar a escoger el camino de la eterna salvación y los medios de conseguirla. El tratado de salvación es, sin duda, el más necesario de todos. Si lo supiéramos todo, menos salvarnos, de nada nos serviría nuestro saber; seríamos para siempre infelices.

Mas, al contrario, eternamente seremos venturosos si sabemos amar a Dios, aunque ignoremos todas las demás cosas, como decía San Agustín.

Cierto día, fray Gil decía a San Buenaventura: "Dichoso vos, Padre Buenaventura, que sabéis tantas cosas. Yo, pobre ignorante, nada sé. Sin duda podréis llegar a ser más santo que yo". "Persuadíos -respondió el Santo- de que si una pobre vieja ignorante sabe amar a Dios mejor que yo, será más santa que yo". Al oír esto, exclamó a voces el santo fray Gil: "¡Oh pobre viejecilla, sabe que si amas a Dios puedes ser más santa que el Padre Buenaventura!".

"¡Cuántos rústicos hay -dice San Agustín- que no saben leer, pero saben amar a Dios y se salvan, y cuántos doctos del mundo se condenan!…". ¡Oh, cuán sabios fueron un San Pascual, un San Félix, capuchinos; un San Juan de Dios, aunque ignorantes de las ciencias humanas! ¡Cuán sabios todos aquellos que, apartándose del mundo, se encerraron en los claustros o vivieron en desiertos, como un San Benito, un San Francisco de Asís, un San Luis de Tolosa, que renunció al trono! ¡Cuán sabios tantos mártires y vírgenes que renunciaron honores, placeres y riquezas por morir por Cristo!…

Aun los mismos mundanos conocen esta verdad, y alaban y llaman dichoso al que se entrega a Dios y entiende en el negocio de la salvación del alma. En suma: a los que abandonan los bienes del mundo para darse a Dios se les llama hombres desengañados; pues ¿cómo deberemos llamar a los que dejan a Dios por los bienes del mundo?… Hombres engañados.

¡Oh hermano mío! ¿De cuál número de ésos quisieras ser tú? Para elegir con acierto nos aconseja San Juan Crisóstomo que visitemos los cementerios. Gran escuela son los sepulcros para conocer la vanidad de los bienes de este mundo y para aprender la ciencia de los Santos. "Decidme -dice el Santo-: ¿Sabríais distinguir allí al príncipe del noble o del letrado?" "Yo nada veo -añade-, sino podredumbre, huesos y gusanos". Todas las clases del mundo pasarán en breve, se disiparán como fábula, sueños y sombras.

Mas si tú, cristiano, quieres adquirir la verdadera sabiduría, no basta que conozcas la importancia de tu fin, sino que es menester usar de los medios establecidos para conseguirlo. Todos querrían salvarse y santificarse, pero como no emplean los medios convenientes, no se santifican, y se condenan. Preciso es huir de las ocasiones de pecar, frecuentar los sacramentos, hacer oración y, sobre todo, grabar en el corazón estas y otras análogas máximas del Evangelio: "¿Qué aprovecha el hombre si ganare todo el mundo? (Mt. 16, 26). "Quien ama desordenadamente, su alma perderá" (Jn. 12, 25).

O sea, conviene hasta perder la vida, si fuere necesario, para salvar el alma. "Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo" (Mt. 16, 24). Para seguir a Cristo es menester negar al amor propio las satisfacciones que exige. Nuestra salvación se funda en el cumplimiento de la divina voluntad.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Padre de misericordia! Mirad mi gran miseria y compadeceos de mí. Iluminadme, Señor; haced que conozca mi pasada locura para que la llore y aprecie y ame vuestra bondad infinita.

¡Oh Jesús mío, que disteis vuestra Sangre para redimirme, no permitáis que vuelva yo a ser, como he sido, esclavo del mundo! (Sal. 73, 19). Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos abandonado. Maldigo todos los momentos en que mi voluntad consintió en el pecado, y me abrazo con vuestra voluntad santísima, que sólo me desea el bien.

Concededme, Eterno Padre, por los méritos de Jesucristo, fuerza para cumplir y poner por obra cuanto os agrade, y haced que muera antes que me oponga a vuestra voluntad. Ayudadme con vuestra gracia a cifrar en Vos solo todo mi amor, y desasirme de todo afecto que a Vos no se encamine. Os amo, ¡oh Dios de mi alma!, os amo sobre todas las cosas, y de Vos espero todos los bienes: el perdón, la perseverancia en vuestro amor y la gloria para amaros eternamente…

¡Oh María, pedid para mí estas gracias! Nada os niega vuestro divino Hijo. Esperanza mí, confío en Vos.

CONSIDERACIÓN 21

Vida infeliz de pecadores y vida dichosa del que ama a Dios

No hay paz para los impíos, dice el Señor.Is. 48, 22

Mucha paz para los que aman tu ley.Sal. 118, 165

PUNTO 1

Afánanse en esta vida todos los hombres para hallar la paz. Trabajan el mercader, el soldado, el litigante, porque piensan que con la hacienda, el lauro merecido o el pleito ganado obtendrán los favores de la fortuna y alcanzarán la paz. Mas, ¡ah, pobres mundanos, que buscáis en el mundo la paz que no puede daros! Dios sólo puede dárosla. Da a tus siervos -dice la Iglesia en sus preces- aquella paz que el mundo no puede dar.

No, no puede el mundo, con todos sus bienes, satisfacer el corazón del hombre, porque el hombre no fue creado para este linaje de bienes, sino únicamente para Dios; de suerte que sólo en Dios puede hallar ventura y reposo.

El ser irracional, creado para la vida de los sentidos, busca y encuentra la paz en los bienes de la tierra. Dad a un jumento un haz de hierba; dad a un perro un trozo de carne, y quedarán contentos, sin desear cosa alguna. Pero el alma, creada para amar a Dios y unirse a Él, no halla su paz en los deleites sensuales; Dios únicamente puede hacerla plenamente dichosa.

Aquel rico de que habla San Lucas (12, 19) había recogido de sus campos ubérrima cosecha, y se decía a sí propio: "Alma mía, ya tienes muchos bienes de repuesto para muchísimos años; descansa, come, bebe…". Mas este infeliz rico fue llamado loco, y con harta razón, dice San Basilio. "¡Desgraciado! -exclamó el santo-. ¿Acaso tienes el alma de un cerdo, o de otra bestia, y pretendes contentarla con beber y comer, con los deleites sensuales?".

El hombre, escribe San Bernardo, podrá hartarse, mas no satisfacerse con los bienes del mundo. El mismo Santo, comentando aquel texto del Evangelio (Mt. 19, 27): "Bien veis que lo abandonamos todo", dice que ha visto muchos locos con diversas locuras. Todos -añade- padecían hambre devoradora; pero unos se saciaban con tierra, emblema de los avaros; otros con aire, figura de los vanidosos; otros alrededor de la boca de un horno, atizaban las fugaces llamas, representación de los iracundos; aquéllos, por último, símbolo de los deshonestos, en la orilla de un fétido lago bebían sus corrompidas aguas. Y dirigiéndose después a todos, les dice el Santo: "¿No veis, insensatos, que todo eso antes os acrecienta que os extingue el hambre?".

Los bienes del mundo son bienes aparentes, y por eso no pueden satisfacer el corazón del hombre (Ag. 1, 6); así, el avaro, cuanto más atesora, más quiere atesorar, dice San Agustín. El deshonesto, cuanto más se hunde en el cieno de sus placeres, mayor amargura y, a la vez, más terribles deseos siente, ¿y cómo podrá aquietarse su corazón con la inmundicia sensual?

Lo propio sucede al ambicioso, que aspira a saciarse con el humo sutil de vanidades, poder y riquezas; porque el ambicioso más atiende a lo que le falta que a lo que posee. Alejandro Magno, después de haber conquistado tantos reinos, se lamentaba por no haber adquirido el dominio de otras naciones.

Si los bienes terrenos bastasen para satisfacer al hombre, los ricos y los monarcas serían plenamente venturosos; pero la experiencia demuestra lo contrario. Afírmalo Salomón (Ecl. 2, 10), que asegura no había negado nada a sus deseos, y, con todo, exclama (Ecl. 1, 2): "Vanidad de vanidades, y todo es vanidad"; es decir, cuanto hay en el mundo es mera vanidad, mentira, locura…

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Qué me han dejado, Dios mío, las ofensas que os hice, sino amarguras y penas y méritos para el infierno? No me abruma el dolor que por ello siento, antes bien, me consuela y alivia, porque es un don de vuestra gracia, que va unido a la esperanza de que me habéis de perdonar. Lo que me aflige es lo mucho que os he injuriado a Vos, Redentor mío, que tanto me amasteis. Merecía yo, Señor, que del todo me abandonaseis; pero, lejos de eso, veo que me ofrecéis perdón y que sois el primero en procurar la paz. Sí, Jesús mío, paz deseo con Vos y vuestra gracia más que todas las cosas.

Duélome, ¡oh Bondad infinita!, de haberos ofendido, y quisiera morir de pura contrición. Por el amor que me tuvisteis muriendo por mí en la cruz, perdonadme y acogedme en vuestro corazón, mudando el mío de tal modo, que cuando os ofendí en lo pasado, tanto os agrade en lo por venir. Renuncio por vuestro amor a todos los placeres que el mundo pudiera darme, y resuelvo perder antes la vida que vuestra gracia. Decidme qué queréis que haga para serviros, que yo deseo ponerlo por obra.

Nada de placeres, ni honras, ni riquezas; sólo a Vos amo, Dios mío, mi gozo, mi gloria, mi tesoro, mi vida, mi amor y mi todo. Dadme, Señor, auxilio para seros fiel, y el don de vuestro amor, y haced de mí lo que os agrade.

María, Madre y esperanza nuestra después de Nuestro Señor Jesucristo, acogedme bajo vuestra protección y haced que yo sea plenamente de Dios.

PUNTO 2

Además -dice Salomón (Ecl. 1, 14)-, que los bienes del mundo son, no solamente vanidades que no satisfacen el alma, sino penas que la afligen. Los desdichados pecadores pretenden ser felices con sus culpas, pero no consiguen más que amarguras y remordimientos (Sal. 13, 3). Nada de paz ni reposo. Dios nos dice (Is. 48, 22): "No hay paz para los impíos".

Primeramente, el pecado lleva consigo el temor profundo de la divina venganza; pues así como el que tiene un poderoso enemigo no descansa ni vive con quietud, ¿cómo podrá el enemigo de Dios reposar en paz? "Espanto para los que obran mal es el camino del Señor" (Pr. 10, 29).

Cuando la tierra tiembla o el trueno retumba, ¡cómo teme el que se halla en pecado! Hasta el suave movimiento de las umbrías frondas, a veces, la llena de pavor: "El sonido del terror amedrenta siempre sus oídos" (Jb. 15, 21). Huye sin ver quien le persigue (Pr. 28, 1). Porque su propio pecado corre en pos de él. Mató Caín a su hermano Abel, y exclamaba luego: "Cualquiera que me hallare me matará" (Gn. 4, 14). Y aunque el Señor le aseguró que nadie le dañaría (Gn. 4, 15), Caín -dice la Escritura (Gn. 4, 16)- anduvo siempre fugitivo y errante. ¿Quién perseguía a Caín, sino su pecado?

Va, además, siempre la culpa unida al remordimiento, ese gusano roedor que jamás reposa. Acude el pobre pecador a banquetes, saraos o comedias, mas la voz de la conciencia sigue diciéndole: Estás en desgracia de Dios; si murieses, ¿a dónde irás? Es pena tan angustiosa el remordimiento, aun en esta vida, que algunos desventurados, para librarse de él, se dan a sí mismos la muerte.

Tal fue Judas, que, como es sabido, se ahorcó, desesperado. Y se cuenta de otro criminal que, habiendo asesinado a un niño, tuvo tan horribles remordimientos, que para acallarlos se hizo religioso; pero ni aun en el claustro halló la paz, y corrió ante el juez a confesar su delito, por el cual fue condenado a muerte.

¿Qué es un alma privada de Dios?… Un mar tempestuoso, dice el Espíritu Santo (Is. 57, 20). Si alguno fuese llevado a un festín, baile o concierto, y le tuviesen allí atado de pies y manos con opresoras ligaduras, ¿podría disfrutar de aquella diversión? Pues tal es el hombre que vive entre los bienes del mundo sin poseer a Dios. Podrá beber, comer, danzar, ostentar ricas vestiduras, recibir honores, obtener altos cargos y dignidades, pero no tendrá paz. Porque la paz sólo de Dios se obtiene, y Dios la da a los que le aman, no a sus enemigos.

Los bienes de este mundo -dice San Vicente Ferrer- están por de fuera, no entran en el corazón. Llevará, tal vez, aquel pecador bordados vestidos y anillos de diamantes, tendrá espléndida mesa; pero su pobre corazón se mantendrá colmado de hiel y de espinas. Y así, veréis que entre tantas riquezas, placeres y recreos vive siempre inquieto, y que por el menor obstáculo se impacienta y enfurece como perro hidrófobo.

El que ama a Dios se resigna y conforma en las cosas adversas con la divina voluntad, y halla paz y consuelo. Mas esto no lo puede hacer el que es enemigo de la voluntad de Dios; y por eso no halla camino de aquietarse.

Sirve el desventurado al demonio, tirano cruel, que le paga con afanes y amarguras. Así se cumplen siempre las palabras del Señor, que dijo (Dt. 28, 47-48): "Por cuanto no serviste con gozo al Señor tu Dios, servirás a tu enemigo con hambre y con sed, y con desnudez, y con todo género de penuria". ¡Cuánto no padece aquel vengativo después de haberse vengado! ¡Cuánto aquel deshonesto apenas logra sus designios! ¡Cuánto los ambiciosos y los avaros!… ¡Oh si padecieran por Dios lo que por condenarse padecen, cuántos serían santos!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh tiempo que perdí!… Si hubiera, Señor, padecido por serviros los afanes y trabajos que padecí ofendiéndoos, ¡cuántos méritos para la gloria tendría ahora reunidos! ¡Ah Dios mío! ¿Por qué os abandoné y perdí vuestra gracia?…

Por breves y envenenados placeres, que, apenas disfrutados, desaparecieron y me dejaron el corazón lleno de heridas y de angustias… ¡Ah pecados míos!, os maldigo y detesto mil veces; así como bendigo vuestra misericordia, Señor, que con tanta paciencia me ha sufrido.

Os amo, Creador y Redentor mío, que disteis por mí la vida. Y porque os amo, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido… Dios mío, Dios mío, ¿por qué os perdí? ¿Por qué cosas os dejé? Ahora conozco cuán mal he obrado, y propongo antes perderlo todo, hasta la misma vida, que perder vuestro amor.

Iluminadme, Padre Eterno, por amor a Jesucristo. Dadme a conocer el bien infinito, que sois Vos, y la vileza de los bienes que me ofrece el demonio para lograr que yo pierda vuestra gracia. Os amo, y anhelo amaros más. Haced que Vos seáis mi único pensamiento, mi único deseo, mi único amor. Todo lo espero de vuestra bondad, por los méritos de vuestro Hijo…

María, Madre nuestra, por el amor que a Jesucristo profesáis, os ruego me alcancéis luz y fuerza para servirle y amarle hasta la muerte.

PUNTO 3

Puesto que todos los bienes y deleites del mundo no pueden satisfacer el corazón del hombre, ¿quién podrá contentarle?… Sólo Dios (Sal. 36, 4). El corazón humano va siempre buscando bienes que le satisfagan. Alcanza riquezas, honras o placeres, y no se satisface, porque tales bienes son finitos, y él ha sido creado para el infinito bien. Mas si halla y se une a Dios, se aquieta y consuela y no desea ninguna otra cosa.

San Agustín, mientras se atuvo a la vida sensual, jamás halló paz; pero cuando se entregó a Dios, confesaba y decía al Señor: "Ahora conozco, ¡oh Dios!, que todo es dolor y vanidad, y que en Vos sólo está la verdadera paz del alma". Y así, maestro por experiencia propia, escribía: "¿Qué buscas, hombrezuelo, buscando bienes?… Busca el único Bien, en el cual se encierran todos los demás" (Sal. 41, 3).

El rey David, después de haber pecado, iba a cazar a sus jardines y banquetes, y a todos los placeres de un monarca. Pero los festines y florestas y las demás criaturas de que disfrutaba decíanle a su modo: "David, ¿quieres hallar en nosotros paz y contento? Nosotros no podemos satisfacerte… Busca a tu Dios (Sal. 41, 3), que únicamente Él te puede satisfacer". Y por eso David gemía en medio de sus placeres, y exclamaba: "Mis lágrimas me han servido de pan día y noche, mientras se me dice cada día: ¿en dónde está tu Dios?"

Y, al contrario, ¡cómo sabe Dios contentar a las almas fieles que le aman! San Francisco de Asís, que todo lo había dejado por Dios, hallándose descalzo, medio muerto de frío y de hambre, cubierto de andrajos, mas con sólo decir: "Mi Dios y mi todo", sentía gozo inefable y celestial.

San Francisco de Borja, en sus viajes de religioso, tuvo que acostarse muchas veces en un montón de paja, y experimentaba consolación tan grande, que le privaba del sueño. De igual manera, San Felipe Neri, desasido y libre de todas las cosas, no lograba reposar por los consuelos que Dios le daba en tanto grado, que decía el Santo: "Jesús mío, dejadme descansar".

El Padre jesuita Carlos de Lorena, de la casa de los príncipes de Lorena, a veces danzaba de alegría al verse en su pobre celda. San Francisco Javier, en sus apostólicos trabajos de la India, descubríase el pecho, exclamando: "Basta, Señor, no más consuelo, que mi corazón no puede soportarle". Santa Teresa decía que da mayor contento una gota de celestial consolación que todos los placeres y esparcimientos del mundo.

Y en verdad, no pueden faltar las promesas del Señor, que ofreció dar, aun en esta vida, a los que dejen por su amor los bienes de la tierra, el céntuplo de paz y de alegría (Mt. 19, 29).

¿Qué vamos, pues, buscando? Busquemos a Jesucristo, que nos llama y dice (Mt. 11, 28: "Venid a Mí todos los que estás trabajados y abrumados, y Yo os aliviaré". El alma que ama a Dios encuentra esa paz que excede a todos los placeres y satisfacciones que el mundo y los sentidos pueden darnos (Fil. 4, 7).

Verdad es que en esta vida aun los Santos padecen; porque la tierra es lugar de merecer, y no se puede merecer sin sufrir; pero, como dice San Buenaventura, el amor divino es semejante a la miel, que hace dulces y amables las cosas más amargas. Quien ama a Dios, ama la divina voluntad, y por eso goza espiritualmente en las tribulaciones, porque abrazándolas sabe que agrada y complace al Señor…

¡Oh Dios mío! Los pecadores menosprecian la vida espiritual sin haberla probado. Consideran únicamente, dice San Bernardo, las mortificaciones que sufren los amantes de Dios y los deleites de que se privan; mas no ven las inefables delicias espirituales con que el Señor los regala y acaricia. ¡Oh, si los pecadores gustasen la paz de que disfruta el alma que sólo ama a Dios! Gustad y ved -dice David (Sal. 33, 9)- cuán suave es el Señor.

Comienza, pues, hermano mío, a hacer la diaria meditación, a comulgar con frecuencia, a visitar devotamente el Santísimo Sacramento; comienza a dejar el mundo y a entregarte a Dios, y verás cómo el Señor te da, en el poco tiempo que le consagres, consuelos mayores que los que el mundo te dio con todos sus placeres. Probad y veréis. El que no lo prueba no puede comprender cómo Dios contenta a un alma que le ama.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amadísimo Redentor mío, cuán ciego fui al apartarme de Vos, Sumo Bien y fuente de todo consuelo, y entregarme a los pobres y deleznables placeres del mundo! Mi ceguedad me asombra; pero aún más vuestra misericordia, que con toda bondad me ha sufrido.

Con todo mi corazón os agradezco que me hayáis hecho conocer mi demencia y el deber que tengo de amaros todavía más. Aumentad en mí el deseo y el amor. Haced, ¡oh Señor infinitamente amable!, que, enamorado yo de Vos, contemple cómo no habéis omitido nada para que yo os amase y para mostrar cuánto anheláis mi amor. Si quieres, puedes purificarme (Mt. 8, 2).

Purificad, pues, mi corazón, carísimo Redentor mío; purificadle de tanto desordenado afecto que impide os ame como quisiera amaros. No alcanzan mis fuerzas a conseguir que mi corazón se una solamente a Vos, y a Vos sólo ame. Don ha de ser éste de vuestra gracia, que logra cuanto quiere. Desasidme de todo; arrancad de mi alma todo lo que a Vos no se encamine, y hacedla vuestra enteramente.

Me arrepiento de cuentas ofensas os hice, y propongo consagrar a vuestro santo amor la vida que me reste. Mas Vos lo habéis de realizar. Hacedlo por la Sangre que derramasteis para mi bien con tanto amor y dolor. Sea gloria de vuestra omnipotencia hacer que mi corazón, antes cautivo de terrenales afectos, arda desde ahora en amor a Vos, ¡oh Bien infinito!…

¡Madre del Amor hermoso!, alcanzadme con vuestras súplicas que mi alma se abrase, como la vuestra, en caridad para con Dios.

CONSIDERACIÓN 22

Los malos hábitos

El impío, después de haber llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso.Pr. 18, 3.

PUNTO 1

Una de las mayores desventuras que nos acarreó la culpa de Adán es nuestra propensión al pecado. De ello se lamentaba el Apóstol, viéndose movido por la concupiscencia hacia el mismo mal que él aborrecía: "Veo otra ley en mis miembros que… me lleva cautivo a la ley del pecado" (Ro. 7, 23). De aquí procede que para nosotros, infectos de tal concupiscencia y rodeados de tantos enemigos que nos mueven al mal, sea difícil llegar sin culpa a la gloria.

Reconocida esta fragilidad que tenemos, pregunto yo ahora: ¿Qué diríais de un viajero que debiendo atravesar el mar durante una tempestad espantosa y en un barco medio deshecho, quisiera cargarle con tal peso, que, aun sin tempestades y aunque la nave fuese fortísima, bastaría para sumergirla?… ¿Qué pronóstico formarías sobre la vida de aquel viajero? Pues pensad eso mismo acerca del hombre de malos hábitos y costumbres, el cual ha de cruzar el mar tempestuoso de esta vida, en que tantos se pierden, y ha de usar de frágil y ruinosa nave, como es nuestro cuerpo, a quien el alma va unida.

¿Qué ha de suceder si la cargamos todavía con el peso irresistible de los pecados habituales? Difícil es que tales pecadores se salven, porque los malos hábitos ciegan el espíritu, endurecen el corazón y ocasionan probablemente la obstinación completa en la hora de la muerte.

Primeramente, el mal hábito nos ciega. ¿Por qué motivo los Santos pidieron siempre a Dios que los iluminara, y temían convertirse en los más abominables pecadores del mundo? Porque sabían que si llegaban a perder la divina luz podrían cometer horrendas culpas.

¿Y cómo tantos cristianos viven obstinadamente en pecado, hasta que sin remedio se condenan? Porque el pecado los ciega, y por eso se pierden (Sb. 2, 21). Toda la culpa lleva consigo ceguedad, y acrecentándose los pecados, se aumenta la ceguera del pecador. Dios es nuestra luz, y cuanto más se aleja el alma de Dios, tanto más ciega queda. Sus huesos se llenarán de vicios (Jb. 20, 11).

Así como en un vaso lleno de tierra no puede entrar la luz del sol, así no puede penetrar la luz divina en un corazón lleno de vicios. Por eso vemos con frecuencia que ciertos pecadores, sin luz que los guíe, andan de pecado en pecado, y no piensan siquiera en corregirse. Caídos esos infelices en oscura fosa, sólo saben cometer pecados y hablar de pecados; ni piensan más que en pecar, ni apenas conocen cuán grave mal es el pecado.

"La misma costumbre de pecar -dice San Agustín- no deja ver al pecador el mal que hace". De suerte que viven como si no creyesen que existen Dios, la gloria, el infierno y la eternidad.

Y acaece que aquel pecado que al principio causaba horror, por efecto del mal hábito no horroriza luego. "Ponlos como rueda y como paja delante del viento" (Sal. 82, 14). Ved, dijo san Juan, con qué facilidad se mueve una paja por cualquier suave brisa; pues también veremos a muchos que antes de caer resistían, a lo menos por algún tiempo, y combatían contra las tentaciones; mas luego, contraído el mal hábito, caen al instante en cualquier tentación, en toda ocasión de pecar que se les ofrece. ¿Y por qué? Porque el mal hábito los privó de la luz.

Dice San Anselmo que el demonio procede con ciertos pecadores como el que tiene un pajarillo aprisionado con una cinta. Le deja volar, pero cuando quiere lo derriba otra vez en tierra. Tales son, afirma el Santo, los que el mal hábito domina.

Y algunos, añade San Bernardino de Siena, pecan sin que la ocasión les solicite. Son, como dice este gran Santo (T. 4, serm. 15), semejantes a los molinos de viento, que cualquier aire los hace girar, y siguen volteando, aunque no haya grano que moler, y aun a veces cuando el molinero no quisiera que se moviesen. Estos pecadores -observa San Juan Crisóstomo- van forjando malos pensamientos sin ocasión, sin placer, casi contra su voluntad, tiranizados por la fuerza de la mala costumbre.

Porque, como dice San Agustín, el mal hábito se convierte luego en necesidad. La costumbre, según nota San Bernardo, se muda en naturaleza. De suerte que, así como al hombre le es necesario respirar, así a los que habitualmente pecan y se hacen esclavos del demonio, no parece sino que les es necesario el pecar.

He dicho esclavos, porque los sirvientes trabajan por su salario; mas los esclavos sirven a la fuerza, sin paga alguna. Y a esto llegan algunos desdichados: a pecar sin placer ni deseo.

"El impío, después de haber llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso" (Pr. 18, 3). San Juan Crisóstomo explica estas palabras refiriéndolas al pecador obstinado en los malos hábitos, que, hundido en aquella sima tenebrosa, desprecia la corrección, los sermones, las censuras, el infierno y hasta a Dios: lo menosprecia todo, y se hace semejante al buitre voraz, que por no dejar el cadáver en que se ceba, prefiere que los cazadores le maten.

Refiere el P. Recúpito que un condenado a muerte, yendo hacia la horca, alzó los ojos, y por haber mirado a una joven consintió en un mal pensamiento. Y el P. Gisolfo cuenta que un blasfemo, también condenado a muerte, profirió una blasfemia en el mismo instante en que el verdugo lo arrojaba de la escalera para ahorcarle.

Con razón, pues, nos dice San Bernardo que de nada suele servir el rogar por los pecadores de costumbre, sino que más bien es menester compadecerlos como a condenados. ¿Querrán salir del precipicio en que están, si no le miran ni le ven? Se necesitaría un milagro de la gracia. Abrirán los ojos en el infierno, cuando el conocimiento de su desdicha sólo ha de servirles para llorar más amargamente su locura.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Me habéis, Señor y Dios mío, agraciado con vuestros beneficios, favoreciéndome más que a otros, y yo, en cambio, os colmé de ofensas, injuriándoos más que todos… ¡Oh herido Corazón de mi Redentor!, que en la cruz tan afligido y atormentado fuiste por la perversión de mis culpas: concédeme, por tus méritos, profundo conocimiento y dolor de mis pecados…

¡Ah Jesús mío! Lleno estoy de vicios; mas Vos sois omnipotente y bien podéis llenar mi alma de vuestro santo amor. En Vos, pues, confío, porque sois de la misma bondad y misericordia infinitas.

Duélome, Soberano Bien, de haberos ofendido, y quisiera haber muerto antes de haber pecado. Olvidéme de Vos, pero Vos no me habéis olvidado; lo reconozco por la luz con que ilumináis ahora mi alma. Y ya que me dais esa divina luz, concededme también fuerza para serviros fielmente. Resuelvo preferir la muerte antes que apartarme de Vos, y pongo en vuestro auxilio todas mis esperanzas. In te Domine, speravi, non confundar in aeternum. En Vos espero, Jesús mío, que no he de verme otra vez en la confusión de la culpa y privado de vuestra gracia.

A Vos también me encomiendo, ¡oh María, Señora nuestra! In te, Domina, speravi, non confundar in aeternum. Por vuestra intercesión confío, ¡oh esperanza nuestra!, que no me veré más en la enemistad de vuestro divino Hijo. Rogadle que me envíe la muerte antes que permita esta suma desgracia.

PUNTO 2

Además, los malos hábitos endurecen el corazón, permitiéndolo Dios justamente como castigo de la resistencia que se opone a sus llamamientos. Dice el Apóstol (Ro. 9, 18) que el Señor "tiene misericordia de quien quiere, y al que quiere, endurece". San Agustín explica este texto, diciendo que Dios no endurece de un modo inmediato el corazón del que peca habitualmente, sino que le priva de la gracia como pena de la ingratitud y obstinación con que rechazó la que antes le había concedido; y en tal estado el corazón del pecador se endurece como si fuera de piedra.

"Su corazón se endurecerá como piedra, y se apretará como yunque de martillador" (Jb. 41, 15). De este modo sucede que mientras unos se enternecen y lloran al oír predicar el rigor del juicio divino, las penas de los condenados o la Pasión de Cristo, los pecadores de ese linaje ni siquiera se conmueven. Hablan y oyen hablar de ello con indiferencia, como si se tratara de cosas que no les importasen; y con este golpear de la mala costumbre, la conciencia se endurece cada vez más (Jb. 41, 15).

De suerte que ni las muertes repentinas, ni los terremotos, truenos y rayos, lograrán atemorizarlos y hacerles volver en sí; antes les conciliarán el sueño de la muerte, en que, perdidos, reposan. El mal hábito destruye poco a poco los remordimientos de conciencia, de tal modo, que, a los que habitualmente pecan, los más enormes pecados les parecen nada. Pierden, pecando, como dice San Jerónimo, hasta ese cierto rubor que el pecado lleva naturalmente consigo.

San Pedro los compara al cerdo que se revuelca en el fango (2 P. 2, 22), pues así como ese inmundo animal no percibe el hedor del cieno en que se revuelve, así aquellos pecadores son los únicos que no conocen la hediondez de sus culpas, que todos los demás hombres perciben y aborrecen. Y puesto que el fango les quitó hasta la facultad de ver, ¿qué maravilla es, dice San Bernardino, que no vuelvan en sí, ni aun cuando los azota la mano de Dios? De eso procede que, en vez de entristecerse por sus pecados, se regocijan, se ríen y alardean de ellos (Pr. 2, 14).

¿Qué significan estas señales de tan diabólica dureza?, pregunta Santo Tomás de Villanueva. Señales son todas de eterna condenación. Teme, pues, hermano mío, que no te acaezca lo propio. Si tienes alguna mala costumbre, procura librarte de ella ahora que Dios te llama. Y mientras te remuerda la conciencia, regocíjate, porque es indicio de que Dios no te ha abandonado todavía. Pero enmiéndate y sal presto de ese estado, porque si no lo haces, la llaga se gangrenará y te verás perdido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Cómo podré, Señor, agradeceros debidamente todas las gracias que me habéis concedido? ¡Cuántas veces me habéis llamado, y yo he resistido! Y en lugar de serviros y amaros por haberme librado del infierno y haberme buscado tan amorosamente, seguí provocando vuestra indignación y respondiendo con ofensas. No, Dios mío, no; harto os he ofendido, no quiero ultrajar más vuestra paciencia. Sólo Vos, que sois Bondad infinita, habéis podido sufrirme hasta ahora. Pero conozco que, con justa razón, no podréis sufrirme más.

Perdonadme, pues, Señor y Sumo Bien mío, todas las ofensas que os hice, de las cuales me arrepiento de todo corazón, proponiendo no volver a injuriaros… ¿He de seguir ofendiéndoos siempre?… Aplacaos, pues, Dios de mi alma, no por mis méritos, que sólo valen para eterno castigo, sino por los de vuestro Hijo y Redentor mío, en los cuales cifro mi esperanza.

Por amor de Jesucristo, recibidme en vuestra gracia y dadme la perseverancia en vuestro amor. Desasidme de los afectos impuros y atraedme por completo a Vos. Os amo, Soberano Señor, excelso amante de las almas, digno de infinito amor… ¡Oh, si os hubiese amado siempre!…

María, Madre nuestra, haced que no emplee la vida que me resta en ofender a vuestro divino Hijo, sino en amarle y en llorar los pecados que he cometido.

PUNTO 3

Perdida la luz que nos guía, y endurecido el corazón, ¿qué mucho que el pecador tenga mal fin y muera obstinado en sus culpas? (Ecl. 3, 27). Los justos andan por el camino recto (Is. 26, 7), y, al contrario, los que pecan habitualmente caminan siempre por extraviados senderos. Si se apartan del pecado por un poco de tiempo, vuelven presto a recaer; por lo cual San Bernardo les anuncia la condenación.

Querrá tal vez alguno de ellos enmendarse antes que le llegue la muerte. Pero en ese se cifra precisamente la dificultad: en que el habituado a pecar se enmiende aun cuando llegue a la vejez. "El mancebo, según tomó su camino -dice el Espíritu Santo (Pr. 22, 6)-, aun cuando se envejeciere, no se apartará de él". Y la razón de esto -dice Santo Tomás de Villanueva- consiste en que nuestras fuerzas son harto débiles, y, por tanto, el alma privada de la gracia puede permanecer sin cometer nuevos pecados.

Y, además, ¿no sería enorme locura que nos propusiéramos jugar y perder voluntariamente cuanto poseemos, esperando que nos desquitaríamos en la última partida? Pues no es menos necedad la de quien vive en pecado y espera que en el postrer instante de la vida lo remediará todo. ¿Puede el etíope mudar el color de su piel, o el leopardo sus manchas? Pues tampoco podrá llevar vida virtuosa el que tiene perversos e inveterados hábitos (Jer. 13, 23), sino que al fin se entregará a la desesperación y acabará desastrosamente sus días (Pr. 28, 14).

Comentando San Gregorio aquel texto del libro de Job (16, 15): "Me laceró con herida sobre herida; se arrojó sobre mí como gigante", dice: Si alguno se ve asaltado por enemigos, aunque reciba una herida, suele quedarle quizá aptitud para defenderse; pero si otra y más veces le hieren, va perdiendo las fuerzas, hasta que, finalmente, queda muerto. Así obra el pecado. En la primera, en la segunda vez, deja alguna fuerza al pecador (siempre por medio de la gracia que le asiste); pero si continúa pecando, el pecado se convierte en gigante; mientras que el pecador, al contrario, cada vez más débil y con tantas heridas, no puede evitar la muerte.

Compara Jeremías (Lm. 33, 53) el pecado con una gran piedra que oprime el espíritu; y tan difícil -añade San Bernardo- es convertirse a quien tiene hábito de pecar, como al hombre sepultado bajo rocas ingentes y falto de fuerzas para moverlas, el verse libre del peso que le abruma.

¿Estoy, pues, condenado y sin esperanza?…, preguntará tal vez alguno de estos infelices pecadores. No, todavía no, si de veras quieres enmendarte. Pero los males gravísimo requieren heroicos remedios. Hállase un enfermo en peligro de muerte, y si no quiere tomar medicamentos, porque ignora la gravedad del mal, el médico le dice que, de no usar el remedio que se le ordena, ha de morir indudablemente. ¿Qué replicará el enfermo? "Dispuesto me hallo a obedecer en todo… ¡Se trata de la vida!" Pues lo mismo, hermano mío, has de hacer tú. Si incurres habitualmente en cualquier pecado, enfermo estás, y de aquel mal que, como dice Santo Tomás de Villanueva, rara vez se cura. En gran peligro te hallas de condenarte.

Si quieres, sin embargo, sanar, he aquí el remedio. No has de esperar un milagro de la gracia. Debes resueltamente esforzarte en dejar las ocasiones peligrosas, huir de las malas compañías y resistir a las tentaciones, encomendándote a Dios.

Acude a los medios de confesarte a menudo, tener cada día lectura espiritual y entregarte a la devoción de la Virgen Santísima, rogándole continuamente que te alcance fuerzas para no recaer. Es necesario que te domines y violentes. De lo contrario, te comprenderá la amenaza del Señor: Moriréis en vuestro pecado (Jn. 8, 21). Y si no pones remedio ahora, cuando Dios te ilumina, difícilmente podrás remediarlo más tarde.

Escucha al Señor, que te dice como a Lázaro: Sal afuera. ¡Pobre pecador ya muerto! Sal del sepulcro de tu mala vida. Responde presto y entrégate a Dios, y teme que no sea éste su último llamamiento.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¿He de aguardar a que me abandonéis y enviéis al infierno? ¡Oh Señor! Esperadme, que me propongo mudar de vida y entregarme a Vos. Decidme qué debo hacer, pues quiero ponerlo por obra… ¡Sangre de Jesucristo, ayúdame! ¡Virgen María, abogada de pecadores, socórreme! ¡¡Y Vos, Eterno Padre, por los méritos de Jesús y María, tened misericordia de mí!

Me arrepiento, ¡oh Dios infinitamente bueno!, de haberos ofendido, y os amo sobre todas las cosas. Perdonadme por amor de Cristo, y concededme el don de vuestro amor, y también gran temor de mi condenación eterna, si volviese a ofenderos.

Dadme, Dios mío, luz y fuerzas, que todo lo espero de vuestra misericordia. Ya que tantas gracias me otorgasteis cuando viví alejado de Vos, muchas más espero ahora, cuando a Vos acudo resuelto a que seáis mi único amor. Os amo, Dios mío, mi vida y mi todo.

Os amo a Vos también, Madre nuestra María; en vuestras manos encomiendo mi alma para que con vuestra intercesión la preservéis de que vuelva a caer en desgracia de Dios.

CONSIDERACIÓN 23

Engaños que el enemigo sugiere al pecador

PUNTO 1

Imaginemos que un joven, reo de pecados graves, se ha confesado y recuperado la divina gracia. El demonio nuevamente le tienta para que reincida en sus pecados. Resiste aún el joven; mas pronto vacila por los engaños que el enemigo le sugiere. "¡Oh hermano mío! -le diré-, ¿qué quieres hacer? ¿Deseas perder por una vil satisfacción esa excelsa gracia de Dios, que has reconquistado, y cuyo valor excede al del mundo entero? ¿Vas a firmar tú mismo tu sentencia de muerte eterna, condenándote a padecer para siempre en el infierno?" "No -me responderá-, no quiero condenarme, sino salvar mi alma. Aunque hiciere ese pecado, le confesaré luego…" Ved el primer engaño del tentador. ¡Confesarse después! ¡Pero entre tanto se pierde el alma!

Dime: si tuvieses en la mano una hermosa joya de altísimo precio, ¿la arrojarías al río, diciendo: mañana la buscaré con cuidado y espero encontrarla? Pues en tu mano tienes esa joya riquísima de tu alma, que Jesucristo compró con su Sangre; la arrojas voluntariamente al infierno, pues al pecar quedas condenado, y dices que la recobrarás por la confesión.

Pero ¿y si no la recobras? Para recuperarla es menester verdadero arrepentimiento, que es un don de Dios, y Dios puede no concedértele. ¿Y si llega la muerte y te arrebata el tiempo de confesarte?

Aseguras que no dejarás pasar ni una semana sin confesar tus culpas. ¿Y quién ha ofrecido darte esa semana? Dices que te confesarás mañana. ¿Y quién te promete ese día? El día de mañana -dice San Agustín- no te ha prometido Dios; tal vez te le concederá, tal vez no, como acaeció a muchos, que fueron sanos de noche a dormir en sus camas y amanecieron muertos. ¡A cuántos, en el acto mismo de pecar, hizo morir el Señor, y los mandó al infierno! Y si hiciese lo propio contigo, ¿cómo podrías remediar tu eterna perdición?

Persuádete, pues, de que con ese engaño de decir "después me confesaré", el demonio ha llevado al infierno millares y millares de almas. Porque difícilmente se hallará pecador tan desesperado que quiera condenarse a sí mismo. Todos, al pecar, pecan con esperanza de reconciliarse después con Dios. Por eso tantos infelices se han condenado y hecho imposible su remedio.

Quizá digas que no podrás resistir a la tentación que se te ofrece. Este es el segundo engaño que te sugiere el enemigo, haciéndote creer que no tienes fuerza para combatir y vencer tus pasiones. En primer lugar, menester es que sepas que, como dice el Apóstol (2 Co. 10, 13): Dios es fiel y no permite que seamos tentados con violencia superior a nuestro poder.

Además, si ahora no confías en resistir, ¿cómo tienes esperanza de lograrlo después, cuando el enemigo no cese de inducirte a nuevos pecados y sea para ti más fuerte que antes y tú más débil? Si piensas que no puedes ahora extinguir esa llama, ¿cómo crees que la apagarás luego, cuando sea mucho más violenta?… Afirmas que Dios te ayudará. Mas su auxilio poderoso te le da ya ahora; ¿por qué no quieres valerte de él para resistir? ¿Esperas, acaso, que Dios ha de aumentarte su auxilio y su gracia cuando tú hayas acrecentado tus culpas?

Y si deseas mayor socorro y fuerzas, ¿por qué no se los pides a Dios? ¿Dudas, tal vez, de la fidelidad del Señor, que prometió conceder lo que se le pidiere? (Mt. 7, 7). Dios no olvida sus promesas. Acude a Él y te dará la fuerza que necesitas para resistir a la tentación. Dios, como nos dice el Concilio de Trento, no manda cosas imposibles.

Al dar el precepto, quiere que hagamos lo que pudiéremos, con el auxilio actual que nos comunica; y si este auxilio no nos bastare para resistir, nos exhorta a que se lo pidamos mayor, que pidiéndole como se debe, nos le concederá (Ses. 6, c. 13).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Y por haber sido Vos, ¡oh Dios mío!, tan benévolo para conmigo, he sido yo tan ingrato con Vos? Como a porfía, Señor, apartábame yo de Vos, y Vos me buscabais. Me colmabais de bienes, y yo os ofendía.

¡Oh Señor mío! Aunque sólo fuese por la bondad con que me habéis tratado, debiera yo estar enamorado de Vos, porque a medida que yo acrecentaba las culpas, me aumentabais Vos la gracia para que me enmendase. ¿Acaso he merecido yo la luz con que ilumináis mi alma?

Gracias os doy, Dios mío, con todo mi corazón, y espero que os las daré eternamente en el Cielo, pues los méritos de vuestra preciosísima Sangre me infunden consoladora esperanza de salvación, fundada en la inmensa misericordia que habéis conmigo usado.

Espero, entre tanto, que me daréis fuerzas para no haceros traición, y propongo que con el auxilio de vuestra gracia preferiré mil veces la muerte a ofenderos más. Basta con lo mucho que os ofendí. En la vida que me resta quiero entregarme a vuestro amor. ¿Cómo no amar a un Dios que murió por mí, y me ha sufrido con tanta paciencia, a pesar de las ofensas que le hice?…

Arrepiéntome de todo corazón, Dios de mi alma, y quisiera morir de dolor… Y si en la vida pasada me aparté de Vos, ahora os amo sobre todas las cosas, más que a mí mismo… Eterno Padre, por los merecimientos de Jesucristo, socorred a un miserable pecador que desea amaros…

María, mi esperanza, ayudadme Vos, y alcanzadme la gracia de que acuda siempre a vuestro divino Hijo y a Vos, no bien el enemigo me induzca a cometer nuevos pecados.

PUNTO 2

Dices que el Señor es Dios de misericordia. Aquí se oculta el tercer engaño, comunísimo entre los pecadores, y por el cual no pocos se condenan. Escribe un sabio autor que más almas envía al infierno la misericordia que la justicia de Dios, porque los pecadores, confiando temerariamente en aquélla, no dejan de pecar, y se pierden.

El Señor es Dios de misericordia, ¿quién lo niega? Y sin embargo, ¡a cuántas almas manda Dios cada día a penas eternas! Es, en verdad, misericordioso, pero también es justo; y por ello se ve obligado a castigar a quien le ofende. Usa de misericordia con los que le temen (Sal. 102, 11-13).

Pero en los que le desprecian y abusan de la clemencia divina para más ofenderle, tiene que responder sólo la justicia de Dios. Y con grave motivo, porque el Señor perdona el pecado, mas no puede perdonar la voluntad de pecar.

El que peca -dice San Agustín- pensando en que se arrepentirá después de haber pecado, no es penitente, sino que hace burla y menosprecio de Dios. Además, el Apóstol nos advierte (Ga. 6, 7) que de Dios nadie se burla; ¿y qué irrisión mayor habría que ofenderle cómo y cuándo quisiéramos, y luego aspirar a la gloria?

"Pero así como Dios fue tan misericordioso conmigo en mi vida pasada, espero que lo será también en lo venidero". Este es el cuarto engaño. De modo que porque el Señor se ha compadecido de ti hasta ahora, ¿habrá de ser siempre clemente y no te castigará jamás?… Antes bien, cuanto mayor haya sido su clemencia, tanto más debes temer que no vuelva a perdonarte, y que te castigue con rigor apenas le ofendas de nuevo. "No digáis -exclama el Eclesiástico (5, 4)- he pecado, y no he recibido castigo, porque el Altísimo, aunque es paciente, nos da lo que merecemos".

Cuando llega su misericordia al límite que para cada pecador tiene determinado, entonces le castiga por todas las culpas que el ingrato cometió. Y la pena será tanto más dura cuanto más largo hubiere sido el tiempo en que Dios esperó al culpado, dice san Gregorio.

Si vieras, pues, hermano mío, que, a pesar de tus frecuentes ofensas a Dios, aún no has sido castigado, debes decir: "Señor, grande es mi gratitud, porque me habéis librado del infierno, que tantas veces merecí". Considera que muchos pecadores, por culpas harto menos graves que las tuyas, se han condenado irremisiblemente, y trata además de satisfacer por tus pecados con el ejercicio de la paciencia y de otras buenas obras.

La benevolencia con que Dios te ha tratado debe animarte no sólo a dejar de ofenderle, sino a servirle y amarle siempre, ya que contigo mostró inmensa misericordia, a otros muchos negada.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Jesús mío crucificado, mi Redentor y mi Dios: a vuestras plantas se postra este traidor infame, avergonzándose de comparecer ante vuestra presencia. ¡Cuántas veces os he menospreciado! ¡Cuántas veces prometí no ofenderos más! Pero mis promesas fueron otras tantas traiciones, pues no bien se me ofreció ocasión de pecar, olvidéme de Vos y os abandoné nuevamente. Os doy mil gracias porque me habéis librado del infierno y me pemitís estar a vuestros pies, e ilumináis mi alma y me atraéis a vuestro amor.

¡Quiero amaros, salvador mío, y no despreciaros más, que bastante me habéis esperado! ¡Infeliz de mí si, a pesar de tantas gracias, volviese a ofenderos! Deseo, Señor, mudar de vida y amaros tanto como os he ofendido, y me llena de consuelo el considerar que sois bondad infinita.

Duélome de todo corazón de haberos despreciado, y os ofrezco todo mi amor en lo sucesivo. Perdonadme por los merecimientos de vuestra sagrada Pasión; olvidad los pecados con que os injurié, y dadme fuerzas para seros fiel siempre. Os amo, Sumo Bien mío; espero amaros eternamente, y no quiero volver a abandonaros…

¡Oh María, Madre de Dios, unidme a mi Señor Jesucristo, y alcanzadme la gracia de que yo no me aparte jamás de sus benditos pies!… En Vos confío.

PUNTO 3

"Aún soy joven… Dios se compadece de la juventud, y más tarde me entregaré a Él". Consideremos este quinto engaño. Eres joven: ¿mas no sabes que Dios no cuenta los años, sino los pecados de cada hombre?… ¿Cuántos has cometido?… Muchos ancianos habrá que no hayan hecho ni la décima parte de los que tú hiciste. ¿Ignoras que el Señor tiene determinados el número y medida de las culpas que a cada pecador ha de perdonar?

"El Señor -dice la Escritura (2 Mac. 6, 14)- sufre con paciencia para castigar a las naciones en el colmo de sus pecados cuando viniere el día del juicio". Lo cual significa que el Señor es paciente y sufre y espera hasta cierto límite; mas no bien se colma la medida de los pecados que a cada hombre quiere perdonar, cesa el perdón y se ejecuta el castigo, enviando de improviso la muerte al pecador en el estado de condenación en que éste se halle, o abandonándole a su pecado, que es pena peor que la misma muerte (Is., 5).

Si tenéis una tierra de labor y la cercáis con setos, y a pesar de haberla cultivado muchos años y de haber hecho en ella gastos considerables, veis que, con todo eso, no os da fruto alguno, ¿qué haréis?… Le arrancaréis el cercado y la dejaréis abandonada.

Temed que Dios no haga eso mismo con vosotros. Si seguís pecando, iréis perdiendo el remordimiento de conciencia; no pensaréis en la eternidad ni en vuestra alma; perderéis casi del todo la luz que nos guía, acabaréis por perder todo temor… Pues ya con eso quitada está la cerca que os defendía. Ya llegó el abandono de Dios.

Examinemos, en fin, el último engaño. Dices: "Verdad es que por ese pecado perderé la gracia de Dios y quedaré condenado al infierno. Puede, pues, suceder que me condeno; mas también puede acaecer que luego me confiese y me salve…". Concedo que así pudiera ser. Quizá te salves. No soy profeta, y no me es dado asegurar con certidumbre que después de ese nuevo pecado no habrá ya para ti perdón de Dios.

Mas no me negarás que si con tantas gracias como el Señor te ha concedido todavía vuelves a ofenderle, es sumamente fácil que para siempre te pierdas. Así lo patentiza la Sagrada Escritura (Ecl. 3, 27): "El corazón obstinado mal se hallará en sus postrimerías". "Los que proceden malignamente serán exterminados" (Sal. 36, 9). "El que siembra pecados, recogerá, al fin, penas y tormentos" (Gal. 6, 8). "Os llamé -dice Dios (Pr. 1, 24-26)- y me rechazasteis… Yo también me reiré en vuestra muerte". "Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su tiempo" (Dt. 32, 35).

Así habla de los pecadores obstinados la Sagrada Escritura, y así lo exigen la razón y la justicia. Y, sin embargo, dices que, a pesar de todo, quizá te salvarás. Repetiré que no es imposible; pero ¿no es tremenda locura confiar la eterna salvación a un quizá, y a un quizá tan poco probable? ¿Es negocio éste de tan corto valer, que podemos ponerle en tan grave riesgo?

AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísimo Redentor mío: Postrado a vuestros pies, os agradezco con toda mi alma que, a pesar de mis muchas culpas, no me hayáis abandonado. ¡Cuántos que os habrán ofendido menos que yo no habrán recibido las inspiraciones que ahora me dais! Bien veo que deseáis salvarme, y yo uno a los vuestros mis deseos. Quiero ensalzar en el Cielo eternamente vuestra misericordia.

Espero, Señor, que me habréis perdonado; pero si todavía no he recuperado vuestra gracia por no haber sabido arrepentirme de mis culpas, ahora me arrepiento de todo corazón, y las detesto sobre todos los males.

Perdonadme, por piedad, y aumentad en mí el dolor de haberos ofendido a Vos, Dios mío, Bondad Suma e inefable. Dadme dolor y amor, pues aunque os amo sobre todas las cosas, harto poco es; quiero amaros más, y a Vos pido y de Vos espero alcanzar ese amor. Oídme, Jesús mío, ya que prometisteis oír al que os suplica…

¡Oh Virgen María, Madre de Dios!, el mundo entero afirma que nunca dejáis desconsolado al que a Vos se encomienda. Y pues sois, después de Jesucristo, mi única esperanza, a Vos, Señora, acudo, y en Vos confío. Encomendadme a vuestro Hijo y salvadme.

CONSIDERACIÓN 24

Del juicio particular

Porque es necesario que todosnosotros seamos manifestadosante el tribunal de Cristo.2 Cor. 5, 10.

PUNTO 1

Consideremos la presentación del reo, acusación, examen y sentencia de este juicio. Primeramente, en cuanto a la presentación del alma ante el Juez, dicen comúnmente los teólogos que el juicio particular se verifica en el mismo instante en que el hombre expira, y que en el propio lugar donde el alma se separa del cuerpo es juzgada por nuestro Señor Jesucristo, el cual no delegará su poder, sino que por Sí mismo vendrá a juzgar esta causa. "A la hora que no penséis vendrá el Hijo del Hombre" (Lc. 12, 40). "Vendrá con amor para los buenos -dice San Agustín-, y con terror para los malos".

¡Oh, qué espantoso temor sentirá el que, al ver por vez primera al Redentor, vea también la indignación divina! "¿Quién podrá subsistir ante la faz de su indignación?" (Nah. 1, 6).

Meditando en esto, el P. Luis de la Puente temblaba de tal modo que la celda en que estaba se estremecía. El V. P. Juvenal Ancina se convirtió oyendo cantar el Dies irae, porque al considerar el terror que tendrá el alma cuando vaya al juicio, resolvió apartarse del mundo; y así, en efecto, le abandonó.

El enojo del Juez, nuncio será de eterna desventura (Pr. 16, 14); y hará padecer más a las almas que las mismas penas del infierno, dice San Bernardo.

Causa a veces el miedo sudor glacial en los criminales presentados ante los jueces de la tierra. Pisón, con traje de reo, comparece ante el Senado, y es tal su confusión y vergüenza, que allí mismo se da muerte. ¡Qué aflicción profunda siente un hijo o un buen vasallo cuando ve al padre o a su señor gravemente enojado!…

¡Pues mucha mayor pena sentirá el alma cuando vea indignado a Jesucristo, a quien despreció! (Jn. 19, 37). Airado e implacable, se le presentará entonces este Cordero divino, que fue en el mundo tan paciente y amoroso, y el alma, sin esperanza, clamará a los montes que caigan sobre ella y la oculten del enojo de Dios (Ap. 6, 16).

Hablando del juicio, dice San Lucas (21, 27): Entonces verán el Hijo del Hombre. Ver a su Juez en forma humana acrecentará el dolor de los pecadores; porque la presencia de aquel Hombre que murió por salvarlos les recordará vivamente la ingratitud con que le ofendieron.

Después de la gloriosa Ascensión del Señor, los ángeles dijeron a sus discípulos (Hch. 1, 11): "Este Jesús, que ante vuestra vista ha subido a la gloria, así vendrá como le habéis visto ir al Cielo". Vendrá, pues, el salvador a juzgarnos ostentando aquellas mismas sagradas llagas que tenía cuando dejó la tierra. "Grande gozo para los que le contemplen, temor grande para los que esperan", dice Ruperto. Esas benditas llagas consolarán a los justos e infundirán espanto a los pecadores.

Cuando José dijo a sus hermanos (Gn. 45, 3): Yo soy José, a quien vendisteis, quedaron ellos -dice la Escritura- mudos e inmóviles de terror. ¿Qué responderá el pecador a Jesucristo? ¿Podrá acaso pedirle misericordia cuando antes le habrá dado cuenta de lo mucho que despreció esa misma clemencia? ¿Qué hará, pues -dice San Agustín-, adónde huirá cuando vea al Juez enojado, debajo el infierno abierto, a un lado los pecados acusadores, al otro al demonio dispuesto a ejecutar la sentencia, y dentro de sí mismo la conciencia que remuerde y castiga?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús mío! Así quiero siempre llamaros, pues vuestro nombre me consuela y reanima, recordándome que fuisteis mi Salvador y que moristeis por redimirme.

A vuestras plantas me humillo, y reconozco que soy reo de tantos infiernos cuantas veces os ofendí con pecados mortales. No merezco perdón, ¡pero Vos habéis muerto para perdonarme!… Recordare, Jesu pie, quod sum causa tuae viae.

Perdóname, ¡oh Jesús!, ahora, antes que vengas a juzgarme. Entonces no me será dado pediros clemencia; ahora puedo implorarla y la espero. Entonces vuestras llagas me atemorizarán; ahora me infunden esperanza.

Amadísimo Redentor mío, me arrepiento sobre todo mal de haber injuriado a vuestra Bondad infinita. Propongo sufrir cualquier trabajo, cualquier tribulación, antes que perder vuestra gracia, porque os amo con todo mi corazón. Tened misericordia de mí. Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam…

¡Oh María, Madre de Misericordia y Abogada de pecadores!: alcanzadme gran dolor de mis culpas, el perdón de ellas y la perseverancia en el divino amor. Os amo, Reina mía, y en Vos confío.

PUNTO 2

Considera la acusación y examen: "Comenzó el juicio y los libros fueron abiertos" (Dn. 7, 10). Dos serán estos libros: el Evangelio y la conciencia. En aquél se leerá lo que el reo debió hacer; en ésta, lo que hizo. En el peso de la divina Justicia no entrarán las riquezas, dignidades y nobleza de los hombres, sino sus obras no más. "Has sido pesado en la balanza -dice Daniel (5, 27) al rey Baltasar-, y has sido hallado falto".

Es decir, según comentario del P. Álvarez, que "no fueron puestos en el peso el oro y las riquezas, sino sólo el rey".

Llegarán luego los acusadores, y el demonio ante todos. "Estará el enemigo ante el tribunal de Cristo -dice San Agustín-, y referirá las palabras de tu profesión". "Nos recordará cuanto hemos hecho, el día, la hora en que hemos pecado". Referir las palabras de nuestra profesión significa que presentará todas las promesas que hicimos, olvidadas y no cumplidas después, y aducirá nuestras culpas, designando los días y horas en que las hayamos cometido.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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