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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 8)


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Y tú, hermano mío, ¿qué has hecho hasta ahora por amor a Cristo?… Así como el Señor murió por los Santos, por San Lorenzo, Santa Lucía, Santa Inés…, también murió por ti… ¿Qué piensas hacer, siquiera en el resto de tus días que Dios te concede para que le ames? Mira a menudo y contempla la imagen de Jesús crucificado; recuerda lo mucho que Él te amó, y di en tu interior: "Dios mío, ¿con que Vos habéis muerto por mí?" Haz siquiera esto; hazlo con frecuencia, y así te sentirás dulcemente movido a amar a Dios, que te ama tanto.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡No os he amado como debiera, amantísimo Redentor mío, porque no he pensado en el amor que me tenéis! ¡Ah Jesús mío!, ¡cuán ingrato soy!… Vos disteis por mí la vida con la más amarga de las muertes, y yo, tan vil he sido, que ni he querido pensar en ello. Perdonadme, Señor, pues yo os prometo que desde ahora seréis, ¡oh amor mío crucificado!, el único objeto de mis afectos y pensamientos.

Cuando el demonio o el mundo me ofrezcan sus venenosos frutos, recordadme, amado Salvador, los trabajos que por mi amor sufristeis, y haced que os ame y no os ofenda… ¡Ah! Si un siervo mío hubiese hecho por mí lo que Vos hicisteis, no me atrevería a desecharle. ¡Y con todo, muchas veces osé apartarme de Vos, que moristeis por mí!…

¡Oh preciosa llama de amor, que obligaste a Dios a que diese por mí su vida; ven, inflama y llena todo mi corazón y destruye en él los afectos a las cosas creadas! ¿Es posible, amado Redentor, que quien considere cómo estuvisteis en el pesebre de Belén, en la cruz del Calvario, y ahora estáis en el Sacramento del Altar, no quede enamorado de Vos?…

Os amo, Jesús mío, con toda mi alma, y en el resto de mi vida seréis mi único bien, mi único amor. No más años desventurados como los que miserablemente viví olvidado de vuestra Pasión y de vuestros afectos. A Vos me entrego enteramente, y si no acierto a entregarme como debiera, acogedme Vos y reinad en todo mi corazón. Adveniat regnum tuum. No vuelva a ser esclavo más que de vuestro amor, ni hable, ni trate, ni piense, ni suspire más que para amaros y serviros. Asistidme con vuestra gracia, a fin de que os sea fiel, como lo espero por vuestros merecimientos, ¡oh Jesús mío!

¡Oh Madre del Amor hermoso, haced que ame mucho a vuestro divino Hijo, tan digno de ser amado y que tanto me amó!

CONSIDERACIÓN 34

De la Sagrada Comunión

Tomad y comed; éste es mi Cuerpo.Mt. 26, 26.

PUNTO 1

Consideremos la grandeza de este Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el amor inmenso que Jesucristo nos manifestó con tan precioso don y el vivo deseo que tiene de que le recibamos sacramentado.

Veamos, en primer lugar, la gran merced que nos hizo el Señor al darse a nosotros como alimento en la santa Comunión. Dice San Agustín que con ser Jesucristo Dios omnipotente, nada mejor pudo darnos, pues ¿qué mayor tesoro puede recibir o desear un alma que el sacrosanto Cuerpo de Cristo? Exclamaba el profeta Isaías (12, 4): Publicad las amorosas invenciones de Dios.

Y, en verdad, si nuestro Redentor no nos hubiese favorecido con tan alta dádiva, ¿quién hubiera podido pedírsela? ¿Quién se hubiera atrevido a decirle: "Señor, si deseáis demostrar vuestro amor, ocultaos bajo las especies de pan y permitid que por manjar os recibamos?…". El pensarlo nomás se hubiera reputado por locura. "¿No parece locura el decir: comed mi carne, bebed mi sangre?", exclamaba San Agustín.

Cuando Jesucristo anunció a los discípulos que este don del Santísimo Sacramento que pensaba dejarles, no podían creerle, y se apartaron del Señor, diciendo (Jn. 6, 61): "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?… Dura es esta doctrina; ¿y quién lo puede oír?" Mas lo que al hombre no le es dado ni imaginar, lo pensó y realizó el gran amor de Cristo.

San Bernardino dice que el Señor nos dejó este Sacramento en memoria del amor que nos manifestó en su Pasión, según lo que Él mismo nos dijo (Lc. 22, 19): "Haced esto en memoria mía". No satisfizo Cristo su divino amor -añade aquel Santo (t. 2, serm. 54)- con sacrificar la vida por nosotros, sino que ese mismo soberano amor le obligó a que antes de morir nos hiciera el don más grande de cuantos nos hizo, dándose Él mismo para manjar nuestro.

Así, en este Sacramento llevó a cabo el más generoso esfuerzo de amor, pues como dice con elocuentes palabras el Concilio de Trento (ses. 13, c. 2), Jesucristo en la Eucaristía prodigó todas las riquezas de su amor a los hombres.

¿No se estimaría por muy amorosa fineza -dice San Francisco de Sales- el que un príncipe regalase a un pobre algún exquisito manjar de su mesa? ¿Y si le enviase toda su comida? ¿Y, finalmente, si el obsequio consistiera en un trozo de la propia carne del príncipe, para que sirviese al pobre de alimento?… Pues Jesús en la sagrada Comunión nos alimenta, no ya con una parte de su comida ni un trozo de su Cuerpo, sino con todo Él: "Tomad y comed; éste es mi Cuerpo" (Mt. 26, 26); y con su Cuerpo nos da su Sangre, alma y divinidad.

De suerte que -como dice San Juan Crisóstomo-, dándosenos Jesucristo mismo en la Comunión, nos da todo lo que tiene y nada se reserva para Sí; o bien, según se expresa Santo Tomás: "Dios en la Eucaristía se entrega todo Él, cuanto es y cuanto tiene". Ved, pues, cómo ese Altísimo Señor, que no cabe en el mundo -exclama San Buenaventura-, se hace en la Eucaristía nuestro prisionero… Y dándose a nosotros real y verdaderamente en el Sacramento, ¿cómo podremos temer que nos niegue las gracias que le pidamos? (Ro. 8, 32).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús mío! ¿Qué es lo que os pudo mover a daros Vos mismo a nosotros para alimento nuestro? ¿Y qué más podéis concedernos después de este don para obligarnos a amaros? ¡Ah, Señor! Iluminadme y descubridme ese exceso de amor, por el cual os hacéis manjar divino a fin de uniros a estos pobres pecadores… Mas si os dais todo a nosotros, justo es que nos entreguemos a Vos enteramente…

¡Oh, Redentor mío! ¿Cómo he podido ofenderos a Vos, que tanto me amáis y que nada omitisteis para conquistar mi amor? ¡Por mí os hicisteis hombre; por mí habéis muerto; por amor a mí os habéis hecho alimento mío!… ¿Qué os queda por hacer? Os amo, Bondad infinita; os amo, infinito amor. Venid, Señor, con frecuencia a mi alma e inflamadla en vuestro amor santísimo, y haced que de todo me olvide y sólo piense en Vos y a Vos sólo ame…

¡María, Madre nuestra, orad por mí y hacedme digno por vuestra intercesión de recibir a menudo a vuestro Hijo Sacramentado!

PUNTO 2

Consideremos en segundo lugar el gran amor que nos mostró Jesucristo al otorgarnos este altísimo don… Hija solamente del amor es la preciosa dádiva del Santísimo Sacramento. Necesario fue para salvarnos, según el decreto de Dios, que el Redentor muriese.

Mas ¿qué necesidad vemos en Jesucristo, después de su muerte, permanezca con nosotros para ser manjar de nuestras almas?… Así lo quiso el amor.

No más que para manifestarnos el inmenso amor que nos tiene instituyó el Señor la Eucaristía, dice San Lorenzo Justiniano, expresando lo mismo que San Juan escribió en su Evangelio (Jn. 13, 1): "Sabiendo Jesús que era llegada su hora del tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en este mundo, los amó hasta el fin".

Es decir, cuando el Señor vio que llegaba el tiempo de apartarse de este mundo, quiso dejarnos maravillosa muestra de su amor, dándonos este Santísimo Sacramento, que no otra cosa significan las citadas palabras: "los amó hasta el fin", o sea, "los amó extremadamente, con sumo e ilimitado amor", según lo explican Teofilacto y San Juan Crisóstomo.

Y notemos, como observa el Apóstol (1 Co. 11, 23-24), que el tiempo escogido por el Señor para hacernos este inestimable beneficio fue el de su muerte. En aquella noche en que fue entregado, tomó el pan, y dando gracias, le partió y dijo: "Tomad y comed; éste es mi Cuerpo".

Cuando los hombres le preparaban azotes, espinas y la cruz para darle muerte cruelísima, entonces quiso nuestro amante Jesús regalarle la más excelsa prenda de amor.

¿Y por qué en aquella hora tan próxima a la de su muerte, y no antes, instituyó este Sacramento? Hízolo así, dice San Bernardino, porque las pruebas de amor dadas en el trance de la muerte por quien nos ama, más fácilmente duran en la memoria y las conservamos con más vivo afecto.

Jesucristo, dice el Santo, se había dado a nosotros de varias maneras; habíasenos dado por Maestro, Padre y compañero por luz, ejemplo y víctima. Faltábale el postrer grado de amor, que era darse por alimento nuestro, para unirse todo a nosotros, como se une e incorpora el manjar con quien le recibe, y esto lo llevó a cabo entregándose a nosotros en el Sacramento.

De suerte que no se satisfizo nuestro Redentor con haberse unido solamente a nuestra naturaleza humana, sino que además quiso, por medio de este Sacramento, unirse también a cada uno de nosotros particular e íntimamente.

"Es imposible -dice San Francisco de Sales- considerar a nuestro Salvador en acción más amorosa ni más tierna que ésta, en la cual, por decirlo así, se anonada y se hace alimento para penetrar en nuestras almas y unirse íntimamente con los corazones y cuerpos de sus fieles".

Así dice San Juan Crisóstomo a ese mismo Señor a quien los ángeles ni a mirar se atreven: "Nos unimos nosotros y nos convertimos con Él en un solo cuerpo y una sola carne". ¿Qué pastor -añade el Santo- alimenta con su propia sangre a las ovejas? Aun las madres, a veces, procuran que a sus hijos los alimenten las nodrizas. Mas Jesús en el Sacramento nos mantiene con su mismo Cuerpo y Sangre, y a nosotros se une (Hom. 60).

¿Y con qué fin se hace manjar nuestro? Porque ardentísimamente nos ama y desea ser con nosotros una misma cosa por medio de esa inefable unión (Hom. 51).

Hace, pues, Jesucristo en la Eucaristía el mayor de todos los milagros. "Dejó memoria de sus maravillas, dio sustento a los que le temen" (Sal. 110, 4), para satisfacer su deseo de permanecer con nosotros y unir con los nuestros su Sacratísimo Corazón.

"¡Oh admirable milagro de tu amor -exclama San Lorenzo Justiniano-, Señor mío Jesucristo, que quisiste de tal modo unirnos a tu Cuerpo, que tuviésemos un solo corazón y un alma sola inseparablemente unidos contigo!".

El B. P. de la Colombière, gran siervo de Dios, decía: "Si algo pudiese conmover mi fe en el misterio de la Eucaristía, nunca dudaría del poder, sino más bien del amor, manifestados por Dios en este soberano Sacramento. ¿Cómo el pan se convierte en Cuerpo de Cristo? ¿Cómo el Señor se halla en varios lugares a la vez? Respondo que Dios todo lo puede. Pero si me preguntan cómo Dios ama tanto a los hombres que se les da por manjar, no sé qué responder, digo que no lo entiendo, que ese amor de Jesús es para nosotros incomprensible".

Dirá alguno: Señor, ese exceso de amor por el cual os hacéis alimento nuestro, no conviene a vuestra majestad divina… Mas San Bernardo nos dice que por el amor se olvida el amante de la propia dignidad. Y San Juan Crisóstomo (Serm. 145) añade que el amor no busca razón de conveniencia cuando trata de manifestarse al ser amado; no va a donde es conveniente, sino a donde le guían sus deseos.

Muy acertadamente llamaba Santo Tomás (Op. 68) a la Eucaristía Sacramento de amor. Y San Bernardo, amor de los amores. Y con verdad Santa María Magdalena de Pazzi denominaba el día del Jueves Santo, en que el Sacramento fue instituido, el día del Amor.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amor infinito de Jesús, digno de infinito amor! ¿Cuándo, Señor, os amaré como Vos me amáis?… Nada más pudisteis hacer para que yo os amase, y yo me atreví a dejaros a Vos, sumo e infinito Bien, para entregarme a bienes viles y miserables…

Alumbrad, ¡oh Dios mío!, mis ignorancias; descubridme siempre más y más la grandeza de vuestra bondad, para que me enamore de Vos, amor mío y mi todo. A Vos, Señor, deseo unirme a menudo en este Sacramento, a fin de apartarme de todas las cosas, y a Vos sólo consagrar mi vida… Ayudadme, Redentor mío, por los merecimientos de vuestra Pasión.

Socorredme también, ¡oh Madre de Jesús y Madre mía! Rogadle que me inflame en su santo amor.

PUNTO 3

Consideremos, por último, el gran deseo que tiene Jesucristo de que le recibamos en la santa Comunión… Sabiendo Jesús que era llegada su hora… (Jn. 13, 1); mas, ¿por qué Jesucristo llama su hora a aquella noche en que había de comenzarse su dolorosa Pasión?… Llamábala así porque en aquella noche iba a dejarnos este divino Sacramento, con el fin de unirse al mismo Jesús con las almas amadísimas de sus fieles.

Ese excelso designio movible a decir entonces (Lc. 22, 15): "Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros"; palabras con que denota el Redentor el vehemente deseo que tenía de esa unión, con nosotros en la Eucaristía… Ardientemente he deseado… Así le hace hablar el amor inmenso que nos tiene, dice San Lorenzo Justiniano.

Quiso quedarse bajo las especies de pan, a fin de que cualquiera pudiese recibirle; porque si hubiese elegido para este portento algún manjar exquisito y costoso, los pobres no hubiesen podido recibirle a menudo. Otra clase de alimento, aunque no fuese selecto y precioso, acaso no se hallaría en todas partes. De suerte que el Señor prefirió quedarse bajo las especies de pan, porque el pan fácilmente se halla dondequiera y todos los hombres pueden procurársele.

El vivo deseo que el Redentor tiene de que con frecuencia le recibamos sacramentado movíale no sólo a exhortarnos muchas veces o invitarnos a que lo recibiésemos: "Venid, comed mi Pan, y bebed mi Vino que os he mezclado. Comed, amigos, y bebed; embriagaos los muy amados" (Pr. 9, 5; Cant. 5, 1); vino a imponérnoslo como precepto: "Tomad y comed; éste es mi Cuerpo" (Mt. 26, 26).

Y a fin de que acudamos a recibirle, nos estimula con la promesa de la vida eterna. "Quien come mi Carne, tiene vida eterna. Quien come este Pan, vivirá eternamente" (Jn. 6, 55-56). Y de no obedecerle, nos amenaza con excluirnos de la gloria: "Si no comiereis la Carne del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros" (Jn. 6, 54).

Tales invitaciones, promesas y amenazas nacen del deseo de Cristo de unirse a nosotros en la Eucaristía; y ese deseo procede del amor que Jesús nos profesa, porque -como dice San Francisco de Sales- el fin del amor no es otro que el de unirse al objeto amado, puesto que en este Sacramento Jesús mismo se une a nuestras almas (el que come mi Carne y bebe mi Sangre, en Mí mora y Yo en él) (Jn. 6, 57); por eso desea tanto que le recibamos. "El amoroso ímpetu con que la abeja acude a las flores para extraer la miel -dijo el Señor a Santa Matilde- no puede compararse al amor con que Yo me uno a las almas que me aman".

¡Oh, si los fieles comprendiesen el gran bien que trae a las almas la santa Comunión!… Cristo es el dueño de toda riqueza, y el Eterno Padre le hizo Señor de todas las cosas (Jn. 13, 3).

De suerte que, cuando Jesús penetra en el alma por la sagrada Eucaristía, lleva consigo riquísimo tesoro de gracias. "Vinieron a mí todos los bienes juntamente con ella" dice Salomón (Sb. 7, 11) hablando de la eterna Sabiduría.

Dice San Dionisio que el Santísimo Sacramento tiene suma virtud para santificar las almas. Y San Vicente Ferrer dejó escrito que más aprovecha a los fieles una comunión que ayunar a pan y agua una semana entera.

La Comunión, como enseña el Concilio de Trento (sec. 13, c. 2), es el gran remedio que nos libra de las culpas veniales y nos preserva de las mortales; por lo cual, San Ignacio, mártir, llama a la Eucaristía "medicina de la inmortalidad". Inocencio III dice que Jesucristo con su Pasión y muerte nos libró de la pena del pecado, y con la Eucaristía nos libra del pecado mismo.

Este Sacramento nos inflama en el amor de Dios. "Me introdujo en la cámara del vino; ordenó en mí la caridad. Sostenedme con flores, cercadme de manzanas, porque desfallezco de amor" (Cant. 2, 4-5). San Gregorio Niceno dice que esa cámara del vino es la santa Comunión, en la cual de tal modo se embriaga el alma en el amor divino, que olvida las cosas de la tierra y todo lo creado; desfallece, en fin, de caridad vivísima.

También el venerable Padre Francisco de Olimpio, teatino, decía que nada nos inflama tanto en el amor de Dios como la sagrada Eucaristía. Dios es caridad; es fuego consumidor (1 Jn. 4, 8; Dt. 4, 24). Y el Verbo Eterno vino a encender en la tierra ese fuego de amor (Lucas. 12, 49).

Y, en verdad, ¡qué ardentísimas llamas de amor divino enciende Jesucristo en el alma de quien con vivo deseo lo recibe Sacramentado!

Santa Catalina de Siena vio un día a Jesús Sacramentado en manos de un sacerdote, y la Sagrada Forma le parecía brillantísima hoguera de amor, quedando la Santa maravillada de cómo los corazones de los hombres no estaban del todo abrasados y reducidos a cenizas por tan grande incendio.

Santa Rosa de Lima aseguraba que, al comulgar, parecíale que recibía al sol. El rostro de la Santa resplandecía con tan clara luz, que deslumbraba a los que la veían, y la boca exhalaba vivísimo calor, de tal modo, que la persona que daba de beber a Santa Rosa después de la Comunión sentía que la mano se le quemaba como si la acercase a un horno.

El rey San Wenceslao solamente con ir a visitar al Santísimo Sacramento se inflamaba aun exteriormente de tan intenso ardor, que a un criado suyo, que le acompañaba, caminando una noche por la nieve detrás del rey, le bastó poner los pies en las huellas del Santo para no sentir frío alguno.

San Juan Crisóstomo decía que, siendo el Santísimo Sacramento fuego abrasador, debiéramos, al retirarnos del altar, sentir tales llamas de amor que el demonio no se atreviese a tentarnos.

Diréis, quizá, que nos os atrevéis a comulgar con frecuencia porque no sentís en vosotros ese fuego del divino amor. Pero esa excusa, como observa Gerson, sería lo mismo que decir que no queréis acercaros a las llamas porque tenéis frío. Cuanta mayor tibieza sintamos, tanto más a menudo debemos recibir el Santísimo Sacramento, con tal que tengamos deseos de amar a Dios.

"Si acaso te preguntan los mundanos -escribe San Francisco de Sales en su Introducción a la vida devota– por qué comulgas tan a menudo…, diles que dos clases de gente deben comulgar con frecuencia: los perfectos, porque, como están bien dispuestos, quedarían muy perjudicados en no llegar al manantial y fuente de la perfección, y los imperfectos, para tener justo derecho de aspirar a ella…".

Y San Buenaventura dice análogamente: "Aunque seas tibio, acércate, sin embargo, a la Eucaristía, confiando en la misericordia de Dios. Cuanto más enfermos estamos, tanto más necesitamos del médico". Y, finalmente, el mismo Cristo dijo a Santa Matilde: "Cuando vayas a comulgar, desea tener todo el amor que me haya tenido el más fervoroso corazón, y Yo acogeré tu deseo como si tuvieses ese amor a que aspiras".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amantísimo Señor de las almas! Jesús mío, no podéis ya darnos prueba mayor para demostrarnos el amor que nos tenéis. ¿Qué más pudierais inventar para que os amásemos?…

Haced, ¡oh Bondad infinita!, que yo os ame desde hoy viva y tiernamente. ¿A quién debe amar mi corazón con más profundo afecto que a Vos, Redentor mío, que después de haber dado la vida por mí os dais a mí Vos mismo en este Sacramento?… ¡Ah Señor! ¡Ojalá recuerde yo siempre vuestro excelso amor y me olvide de todo y os ame sin intermisión y sin reserva!…

Os amo, Dios mío, sobre todas las cosas, y a Vos sólo deseo amar. Desasid mi corazón de todo afecto que para Vos no sea… Gracias os doy por haberme concedido tiempo de amaros y de llorar las ofensas que os hice. Deseo, Jesús mío, que seáis único objeto de mis amores. Socorredme y salvadme, y sea mi salvación el amaros con toda mi alma en ésta y en la futura vida…

María, Madre nuestra, ayudadme a amar a Cristo y rogad por mí.

CONSIDERACIÓN 35

De la amorosa permanencia de Cristo en el Santísimo Sacramento del Altar

Venid a Mí todos los queestáis trabajados y abrumados,que Yo os aliviaré.(Mt. 11, 28)

PUNTO 1

Nuestro amantísimo Salvador, al partir de este mundo después de haber dado cima a la obra de nuestra redención, no quiso dejarnos solos en este valle de lágrimas. "No hay lengua que pueda declarar -decía San Pedro de Alcántara- la grandeza del amor que tiene Jesús a las almas; y así, queriendo este divino Esposo dejar esta vida para que su ausencia no les fuese ocasión de olvido, dióles en recuerdo este Sacramento Santísimo, en el cual Él mismo permanece; y no quiso que entre Él y nosotros hubiera otra prenda para mantener despierta la memoria".

Este precioso beneficio de nuestro Señor Jesucristo merece todo el amor de nuestros corazones, y por esa causa en estos últimos tiempos dispuso que se instituyese la fiesta de su Sagrado Corazón, como reveló a su sierva Santa Margarita de Alacoque, a fin de que le rindiésemos con nuestros obsequios de amor algún homenaje por su adorable presencia en el altar, y reparásemos, además, los desprecios e injurias que en este Sacramento de la Eucaristía ha recibido y recibe aún de los herejes y malos cristianos.

Quedóse Jesús en el Santísimo Sacramento: primero, para que todos le hallemos sin dificultad; segundo, para darnos audiencia, y tercero, para dispensarnos sus gracias. Y en primer lugar, permanece en tantos diversos altares con el fin de que le hallen siempre cuantos lo deseen.

En aquella noche en que el Redentor se despedía de sus discípulos para morir, lloraban éstos, transidos de dolor, porque les era forzoso separarse de su amado Maestro. Mas Jesús los consoló diciéndoles, no sólo a ellos, sino también a nosotros mismos: "Voy, hijos míos, a morir por vosotros para mostraros el amor que os tengo; pero ni aun después de mi muerte quiero privaros de mi presencia. Mientras estéis en este mundo, con vosotros estaré en el Santísimo Sacramento del Altar. Os dejo mi Cuerpo, mi Alma, mi Divinidad y, en suma, a Mí mismo. No me separaré de vuestro lado". Estad ciertos de que Yo mismo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt. 28, 20).

"Quería el Esposo -dice San Pedro de Alcántara- dejar a la Esposa compañía, para que en tan largo apartamiento no quedara sola, y por ello le dejó este Sacramento, en el cual Él mismo reside, que era la mejor compañía que podía darle".

Los gentiles, que se forjaban tantos dioses, no acertaron a imaginar ninguno tan amoroso como nuestro verdadero Dios, que está tan cerca de nosotros y con tanto amor nos asiste. "No hay otra nación tan grande que tenga a sus dioses tan cerca de ella como el Dios nuestro está presente a todos nosotros" (Dt. 4, 7). La santa Iglesia aplica con razón el anterior texto del Deuteronomio a la fiesta del Santísimo Sacramento.

Ved, pues, a Jesucristo que vive en los altares como encerrado en prisiones de amor. Le toman del Sagrario los sacerdotes pata exponerle ante los fieles o para la santa Comunión, y luego le guardan nuevamente. Y el Señor se complace en estar allí de día y de noche…

¿Y para qué, Redentor mío, queréis permanecer en tantas iglesias, aun cuando los hombres cierran las puertas del templo y os dejan solo? ¿No bastaba que habitaseis allí con nosotros en las horas del día?… ¡Ah, no! Quiere el Señor morar en el Sagrario aun en las tinieblas de la noche, y a pesar de que nadie entonces le acompaña, esperando paciente para que al rayar el alba le halle en seguida quien desee estar a su lado.

Iba la Esposa buscando a su Amado, y preguntaba a los que al paso veía (Cant. 3, 3): ¿Visteis por ventura al que ama mi alma? Y no hallándole, alzaba la voz diciendo (Cant. 1, 6): "Esposo mío, ¿dónde estás?… Muéstrame Tú… dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía". La Esposa no le hallaba porque aún no existía el Santísimo Sacramento; pero ahora, si un alma desea unirse a Jesucristo, en muchos templos está esperándola su Amado.

No hay aldea, por muy pobre que fuere; no hay convento de religiosos que no tenga el Sacramento Santísimo. En todos esos lugares el Rey del Cielo se regocija permaneciendo aprisionado en pobre morada de piedra o de madera, donde a menudo se ve sin tener quien le sirva y apenas iluminado por una lámpara de aceite

"¡Oh Señor! -exclama San Bernardo-, no conviene esto a vuestra infinita Majestad…" "Nada importa -responde Jesucristo-; si no a mi Majestad, conviene a mi amor".

¡Oh, con qué tiernos afectos visitan los peregrinos la santa iglesia de Loreto, o los lugares de Tierra Santa, el establo de Belén, el Calvario, el Santo Sepulcro, donde Cristo nació, murió y fue sepultado!… Pues ¡cuánto más grande debiera ser nuestro amor al vernos en el templo en presencia del mismo Jesucristo, que está en el Santísimo Sacramento! Decía el Beato P. Juan de Ávila que no había para él santuario de mayor devoción y consuelo que una iglesia en que estuviese Jesús Sacramentado.

Y el P. Baltasar Álvarez se lamentaba al ver llenos de gente los palacios reales, y los templos, donde Cristo mora, solos y abandonados… ¡Oh Dios mío! Si el Señor no estuviese más que en una iglesia, la de San Pedro de Roma, por ejemplo, y allí se dejase ver únicamente en un día del año, ¡cuántos peregrinos, cuántos nobles y monarcas procurarían tener la dicha de estar en aquel templo en ese día para reverenciar al Rey del Cielo, de nuevo descendido a la tierra! ¡Qué rico sagrario de oro y piedras preciosas se le tendría preparado! ¡Con cuánta luz se iluminaría la iglesia para solemnizar la presencia de Cristo!…

"Mas no -dice el Redentor-, no quiero morar en un solo templo, ni por un día solo, ni busco ostentación ni riquezas, sino que deseo vivir continua, diariamente, allí donde mis fieles estén, para que todos me encuentren fácilmente, siempre y a todas horas".

¡Ah! Si Jesucristo no hubiese pensado en este inefable obsequio de amor, ¿quién hubiera sido capaz de discurrirlo? Si al acercarse la hora de su ascensión al Cielo le hubiesen dicho: Señor, para mostrarnos vuestro afecto, quedaos con nosotros en los altares bajo las especies de pan, con el fin de que os hallemos cuando queramos, ¡cuán temeraria hubiera parecido tal petición!

Mas esto, que ningún hombre supiera imaginar, lo pensó e hizo nuestro Salvador amantísimo… ¿Y dónde está, Señor, nuestra gratitud por tan excelsa merced? … Si un poderoso príncipe llegase de lejana tierra con el único fin de que un villano le visitase, ¿no sería éste en extremo ingrato si no quisiera ver al príncipe, o sólo de paso le viera?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús, Redentor mío y amor de mi alma! ¡A cuán alto precio pagasteis vuestra morada en la Eucaristía! Sufristeis primero dolorosa muerte, antes de vivir en nuestros altares, y luego innumerables injurias en el sacramento por asistirnos y regalarnos con vuestra real presencia. Y, en cambio, nosotros nos descuidamos y olvidamos de ir a visitaros, aunque sabemos que os complace nuestra visita y que nos colmáis de bienes cuando ante Vos permanecemos. Perdonadme, Señor, que yo también me cuento en el número de esos ingratos…

Mas desde ahora, Jesús mío, os visitaré a menudo, me detendré cuanto pueda en vuestra presencia para daros gracias, amaros, y pediros mercedes, que tal es el fin que os movió a quedaros en la tierra, acogido a los sagrarios y prisionero nuestro por amor. Os amo, Bondad infinita; os amo, amantísimo Dios; os amo, Sumo Bien, más amable que los bienes todos.

Haced que me olvide de mí mismo y de todas las cosas, y que sólo de vuestro amor me acuerde, para vivir el resto de mis días únicamente ocupado en serviros. Haced que desde hoy sea mi delicia mayor permanecer postrado a vuestros pies, e inflamadme en vuestro santo amor…

¡María, Madre nuestra, alcanzadme gran amor al Santísimo Sacramento, y cuando veáis que me olvido, recordadme la promesa que ahora hago de visitarle diariamente!

PUNTO 2

Consideremos, en segundo lugar, cómo Jesucristo en la Eucaristía a todos nos da audiencia. Decía Santa Teresa que no a todos los hombres les es dado hablar con los reyes de este mundo. La gente pobre apenas si logra, cuando lo necesita, comunicarse con el soberano por medio de tercera persona. Pero el Rey de la gloria no ha menester de intermediarios.

Todos, nobles o plebeyos, pueden hablarle cara a cara en el Santísimo Sacramento. No en vano se llama Jesús a Sí mismo "flor de los campos" (Cant. 2, 1): Yo soy flor del campo y lirio de los valles; pues así como las flores de jardín están y viven reservadas y ocultas para muchos, las del campo se ofrecen generosas a la vista de todos. Soy flor del campo porque me dejo ver de cuantos me buscan, dice, comentando el texto, el cardenal Hugo.

Con Jesucristo en el Santísimo Sacramento podemos hablar todos en cualquier hora del día. San Pedro Crisólogo, tratando del nacimiento de Cristo en el portal de Belén, observa que no siempre los reyes dan audiencia a los súbditos; antes acaece a menudo que cuando alguno quiere hablar con el soberano, se le despide diciéndole que no es hora de audiencia y que vuelva después. Mas el Redentor quiso nacer en un establo abierto, sin puerta ni guardia, a fin de recibir en cualquier instante al que quiere verle. No hay sirvientes que digan: aún no es hora.

Lo mismo sucede con el Santísimo Sacramento. Abiertas están las puertas de la iglesia, y a todos nos es dado hablar con el Rey del Cielo siempre que nos plazca. Y Jesucristo se complace en que le hablemos allí con ilimitada confianza, para lo cual se oculta bajo las especies de pan, porque si Cristo apareciese sobre el altar en resplandeciente trono de gloria, como ha de presentársenos en el día del juicio final, ¿quién osaría acercarse a Él?

Mas porque el Señor -dice Santa Teresa- desea que le hablemos y pidamos mercedes con suma confianza y sin temor alguno, encubrió su Majestad divina con las especies de pan. Quiere, según dice Tomás de Kempis, que le tratemos como se trata a un fraternal amigo.

Cuando el alma tiene al pie del altar amorosos coloquios con Cristo, parece que el Señor le dice aquellas palabras del Cantar de los Cantares (2, 10): "Levántate, apresúrate, amiga mía, hermosa mía, y ven". Surge, levántate, alma, le dice, y nada temas. Própera, apresúrate, acércate a Mí. Amica mea, ya no eres mi enemiga, ni lo serás mientras me ames y te arrepientas de haberme ofendido. Formosa mea, no eres ya deforme, sino bella, porque mi gracia te ha hermoseado. Et veni, ven y pídeme lo que desees, que para oírte estoy en este altar…

Qué gozo tendrías, lector amado, si el rey te llamase a su alcázar y te dijese: ¿Qué deseas, qué necesitas? Te aprecio en mucho, y sólo deseo favorecerte… Pues eso mismo dice Cristo, Rey del Cielo, a todos los que le vistan (Mt. 11, 28): Venid a Mí todos los que estáis trabajados y abrumados, que Yo os aliviaré. Venid, pobres, enfermos, afligidos, que yo puedo y quiero enriqueceros, sanaros y consolaros, pues con este fin resido en el altar (Is. 58, 9).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Puesto que residís en los altares, ¡oh Jesús mío!, para oír las súplicas que os dirigen los desventurados que recurren a Vos, oíd, Señor, lo que os ruega este pecador miserable…

¡Oh Cordero de Dios, sacrificado y muerto en la cruz! Mi alma fue redimida con vuestra Sangre; perdonadme las ofensas que os he hecho, y socorredme con vuestra gracia para que no vuelva a perderos jamás. Hacedme partícipe, Jesús mío, de aquel dolor profundo de los pecados que tuviste en el huerto de Getsemaní…

¡Oh Dios, si yo hubiese muerto en pecado, no podría amaros nunca; mas vuestra clemencia me esperó a fin de que os amase! Gracias os doy por ese tiempo que me habéis concedido, y puesto que me es dado amaros, os consagro mi amor. Otorgadme la gracia de vuestro amor divino en tal manera, que de todo me olvide y me ocupe no más que en servir y complacer a vuestro sagrado Corazón.

¡Oh Jesús mío! Me dedicasteis a mí vuestra vida entera; concededme que a Vos consagre el resto de la mía. Atraedme a vuestro amor, y hacedme vuestro del todo antes que llegue la hora de mi muerte. Así lo espero por los méritos de vuestra sagrada Pasión, y también, ¡oh María Santísima!, por vuestra intercesión poderosa. Bien sabéis que os amo; tened misericordia de mí.

PUNTO 3

Jesús, en el Santísimo Sacramento, a todos nos oye y recibe para comunicarnos su gracia, pues más desea el Señor favorecernos con sus dones que nosotros recibirlos. Dios, que es la infinita Bondad, generosa y difusiva por su propia naturaleza, se complace en comunicar sus bienes a todo el mundo y se lamenta si las almas no acuden a pedirle mercedes. ¿Por qué, dice el Señor, no venís a Mí? ¿Acaso he sido para vosotros como tierra tardía o estéril cuando me habéis pedido beneficios?…

Vio el Apóstol san Juan (Ap. 1, 13) que el pecho del Señor resplandecía ceñido y adornado con una cinta de oro, símbolo de la misericordia de Cristo y de la amorosa solicitud con que desea dispensaros su gracia.

Siempre está el Señor pronto a auxiliarnos; pero en el Santísimo Sacramento, como afirma el discípulo, concede y reparte especialmente abundantísimos dones. El Beato Enrique Susón decía que Jesús en la Eucaristía atiende con mayor complacencia nuestras peticiones y súplicas.

Así como algunas madres hallan consuelo y alivio dando el pecho generosamente, no sólo a su propio hijo, sino también a otros pequeñuelos, el Señor en este Sacramento a todos nos invita y nos dice (Is. 66, 13): Como la madre acaricia a su hijo, así Yo os consolaré. Al Padre Baltasar Álvarez se le apareció visiblemente Cristo en el Santísimo Sacramento, mostrándole las innumerables gracias que tenía dispuestas para darlas a los hombres; mas no había quien se las pidiese.

¡Bienaventurada el alma que al pie del altar se detiene para solicitar la gracia del Señor! La condesa de Feria, que fue después religiosa de Santa Clara, permanecía ante el Santísimo Sacramento todo el tiempo de que podía disponer, por lo cual la llamaban la esposa del Sacramento, y allí recibía continuamente tesoros de riquísimos bienes.

Preguntárosle una vez qué hacía tantas horas postrada ante el Señor Sacramentado, y ella respondió: "Estaríame allí por toda la eternidad… Preguntáis qué se hace en presencia del Santísimo sacramento… ¿Y qué es lo que se deja de hacer? ¿Qué hace un pobre en presencia de un rico? ¿Qué un enfermo ante el médico?… Se dan gracias, se ama y se ruega".

Lamentábase el Señor con su amada sierva Santa Margarita de Alacoque de la ingratitud con que los hombres le trataban en este Sacramento de amor; y mostrándole su sagrado Corazón en trono de llamas circundado de espinas y con la cruz en lo alto, para dar a entender la amorosa presencia del mismo Cristo en la Eucaristía, le dijo: "Mira este Corazón, que tanto ha amado a los hombres, y que nada ha omitido, ni aun el anonadarse, para demostrarles su amor; pero en reconocimiento no recibo más que ingratitudes de la mayor parte de ellos, por las irreverencias y desprecios con que me tratan en este Sacramento. Y lo que más deploro es que así lo hacen no pocas almas que me están especialmente consagradas".

No van los hombres a conversar con Cristo porque no le aman. ¡Recréanse largas horas hablando con un amigo y les causa tedio estar breve rato con el Señor! ¿Cómo ha de concederles Jesucristo su amor? Si antes no arrojan del corazón los afectos terrenos, ¿cómo ha de entrar allí el amor divino? ¡Ah! Si pudierais verdaderamente decir de corazón lo que decía San Felipe Neri al ver el Santísimo Sacramento: He aquí mi amor, no os cansaría nunca estar horas y días ante Jesús Sacramentado.

A un alma enamorada de Dios, esas horas le parecen minutos. San Francisco Javier, fatigado por el diario trabajo de ocuparse en la salvación de las almas, hallaba de noche regaladísimo descanso en permanecer ante el Santísimo Sacramento.

San Juan Francisco de Regis, famoso misionero de Francia, después de haber invertido todo el día en la predicación, acudía a la iglesia, y cuando la veía cerrada, quedábase a la puerta, sufriendo las inclemencias del tiempo con tal de obsequiar, siquiera de lejos, a su amado Señor.

San Luis Gonzaga deseaba estar siempre en presencia de Jesús Sacramentado; mas como los Superiores le prohibieron que se estuviese en esos prolongados actos de adoración, acaecía que cuando el joven pasaba delante del altar, sintiendo que Jesús le atraía dulcemente para que con Él permaneciese, alejábase obligado por la obediencia, y amorosamente decía: "Apártate, Señor, apártate de mí; no me mováis hacia Vos; dejad que de Vos me separe, porque debo obedecer".

Pues si tú, hermano mío, no sientes tan alto amor a Cristo, procura visitarle diariamente, que Él sabrá inflamar tu corazón. ¿Tienes frialdad o tibieza? Aproxímate al fuego, como decía Santa Catalina de Sena, y ¡dichoso de ti si Jesús te concede la gracia de abrasarte en su amor! Entonces no amarás las cosas de la tierra, sino que las menospreciarás todas, pues, según observa San Francisco de Sales: Cuando en casa hay fuego, todo lo arrojamos por la ventana.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús mío!, haced que os conozcamos y amemos. Tan amable sois, que con eso basta para que os amen los hombres… ¿Y cómo son tan pocos los que os entregan su amor? ¡Oh Señor!, entre tales ingratos he estado yo también. No negué mi gratitud a las criaturas, de quienes recibí mercedes o favores. Sólo para Vos, que os habéis dado a mí, fui tan desagradecido, que llegué a ofenderos gravemente e injuriaros a menudo con mis culpas.

Y Vos, Señor, en vez de abandonarme, me buscáis todavía y reclamáis mi amor, inspirándome el recuerdo de aquel amoroso mandato (Mc. 12, 30): Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Pues ya que, a pesar de mi desagradecimiento, queréis que yo os ame, prometo amaros, Dios mío. Así lo deseáis, y yo, favorecido por vuestra gracia, no deseo otra cosa. Os amo, amor mío, y mi todo. Por la Sangre que derramasteis por mí, ayudadme y socorredme. En ella pongo toda mi esperanza, y en la intercesión de vuestra Madre Santísima, cuyas oraciones queréis que contribuyan a nuestra salvación.

Rogad por mí, Santa Virgen María, a Jesucristo, mi Señor; y puesto que Vos abrasáis en el amor divino a todos vuestros amantes siervos, inflamad en él mi corazón, que tanto os ama siempre.

CONSIDERACIÓN 36

Conformidad con la voluntad de Dios

Y la vida, en su voluntad.(Sal. 29, 6)

PUNTO 1

Todo el fundamento de la salud y perfección de nuestras almas consiste en el amor de Dios. "Quien no ama está en la muerte. La caridad es el vínculo de la perfección" (1 Jn. 3, 14; Col. 3, 14). Mas la perfección del amor es la unión de nuestra propia voluntad con la voluntad divina, porque en esto se cifra -como dice el Areopagita- el principal efecto del amor, en unir de tal modo la voluntad de los amantes, que no tengan más que un solo corazón y un solo querer.

En tanto, pues, agradan al Señor nuestras obras, penitencias, limosnas, comuniones, en cuanto se conforman con su divina voluntad, pues de otra manera no serían virtuosas, sino viciosísimas y dignas de castigo.

Esto mismo, muy especialmente, nos manifestó con su ejemplo nuestro Salvador cuando del Cielo descendió a la tierra. Esto, como enseña el Apóstol (Hech. 10, 5-7), dijo el Señor al entrar en el mundo: "Vos, Padre mío, habéis rechazado las víctimas ofrecidas por el hombre, y queréis que os sacrifique con la muerte este Cuerpo que me habéis dado. Cúmplase vuestra divina voluntad". Y lo mismo declaró muchas veces, diciendo (Jn. 6, 38) que no había venido sino para cumplir la voluntad de su Padre.

Con lo cual quiso patentizarnos el infinito amor que al Padre tiene, puesto que vino a morir para obedecer el divino mandato (Jn. 14, 31). Dijo, además (Mt. 12, 50), que reconocería por suyos únicamente a los que cumplieran la voluntad de Dios, y por esta causa el único fin y deseo de los Santos en todas sus obras ha sido el cumplimiento de ella. El Beato Enrique Susón exclama: "Preferiría ser el gusano más vil de la tierra, por voluntad de Dios, que ser por la mía un serafín".

Santa Teresa dice que lo que ha de procurar el que se ejercita en oración es conformar su voluntad con la divina, y que en eso consiste la más encumbrada perfección, de tal suerte, que quien en ello sobresaliere recibirá de Dios más altos dones y adelantará más en la vida interior.

Los bienaventurados en la gloria aman a Dios perfectamente, porque su voluntad está unida y conforme por completo con la voluntad divina. Así, Jesucristo nos enseñó que pidiéramos la gracia de cumplir en la tierra la voluntad de Dios como los Santos en el Cielo. Fiat voluntas tua, sicut in coelo, et in terra.

Quien así lo hiciere, será hombre según el corazón de Dios, como llamaba el Señor a David, porque éste se hallaba dispuesto siempre a cumplir lo que Dios quería, y continuamente le suplicaba que le enseñase a ponerlo por obra (Sal. 142, 10).

¡Cuánto vale un solo acto de perfecta resignación a lo que Dios dispone! Bastaría para santificarnos… Va Pablo a perseguir a la Iglesia, y Cristo se le aparece y le ilumina y convierte con su gracia. El Santo se ofrece a cumplir lo que Dios le mande (Hch. 9, 6): "Señor, ¿qué quieres que haga?" Y Jesucristo le llama vaso de elección (Hch. 9, 15) y Apóstol de las gentes.

El que ayuna y da limosna y se mortifica por Dios, da una parte de sí mismo; pero el que entrega a Dios su voluntad, le da todo cuanto tiene. Esto es lo que Dios nos pide, el corazón, la voluntad (Pr. 23, 26).

Tal ha de ser, en suma, el blanco de nuestros deseos, de nuestras devociones, comuniones y demás obras piadosas, el cumplimiento de la voluntad divina. Éste debe ser el norte y mira de nuestra oración: el impetrar la gracia de hacer lo que Dios quiera de nosotros.

Para esto hemos de pedir la intercesión de nuestros Santos protectores, y especialmente de María Santísima, para que nos alcance luces y fuerzas, con el fin de que se conforme nuestra voluntad con la de Dios en todas las cosas, y sobre todo en las que repugnan a nuestro amor propio… Decía el Beato M. P. Ávila: "Más vale un "bendito sea Dios", dicho en la adversidad, que mil acciones de gracias en los sucesos prósperos".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor mío! Todas mis desventuras han procedido de no querer rendirme a vuestra santa voluntad. Maldigo y aborrezco mil veces aquellos días y ocasiones en que por cumplir mi deseo contradije y me opuse a vuestro querer, ¡oh Dios de mi alma!… Ahora os doy mi voluntad toda. Acogedla, Dios mío, y unidla de tal modo a vuestro amor, que no pueda rebelarse otra vez.

Os amo, Bondad infinita, y por el amor que os profeso, me ofrezco enteramente a Vos. Disponed de mí y de todas mis cosas como os agrade, que yo en todo me resigno gustoso a vuestra santísima voluntad. Libradme de la desdicha de oponerme a resistir a vuestros deseos, y haced de mí lo que os plazca. Oídme, ¡oh Padre eterno!, por el amor de Cristo. Oídme, Jesús mío, por los merecimientos de vuestra Pasión.

Y Vos, María Santísima, socorredme y alcanzadme la gracia de cumplir siempre la voluntad divina, en lo cual se cifra mi salvación, y nada más pediré.

PUNTO 2

Menester es conformarnos con la voluntad divina, no sólo en las cosas que recibimos directamente de Dios, como son las enfermedades, las desolaciones espirituales, la pérdida de hacienda o de parientes, sino también en las que proceden sólo mediatamente de Dios, que nos la envía por medio de los hombres, como la deshonra, desprecios, injusticias y toda suerte de persecuciones. Y adviértase que cuando se nos ofenda en nuestra honra y se nos dañe en nuestra hacienda, no quiere Dios el pecado de quien nos ofende o daña, pero sí la humillación o pobreza que de ello nos resulta.

Cierto es, pues, que cuanto sucede, todo acaece por la divina voluntad. Yo soy el Señor que formó la luz y las tinieblas, y hago la paz y creo la desdicha (Is. 45, 7). Y en el Eclesiástico leemos: "Los bienes y los males, la vida y la muerte vienen de Dios". Todo, en suma, de Dios procede, así los bienes como los males.

Llámanse males ciertos accidentes, porque nosotros les damos ese nombre, y en males los convertimos, pues si los aceptásemos como es debido, resignándonos en manos de Dios, serían para nosotros, no males, sino bienes. Las joyas que más resplandecen y avaloran la corona de los Santos son las tribulaciones aceptadas por Dios, como venidas de su mano.

Cuando supo el santo Job que los sabeos le habían robado los bienes, no dijo: "El Señor me lo dio y los sabeos me lo quitaron", sino el Señor me los dio y el Señor me los quitó (Jb. 1, 21). Y diciéndolo, bendecía a Dios, porque sabía que todo sucede por la divina voluntad (Jb. 1, 21).

Los santos mártires Epicteto y Atón, atormentados con garfios de hierro y hachas encendidas, exclamaban: Señor, hágase en nosotros tu santa voluntad, y al morir, éstas fueron sus últimas palabras: "¡Bendito seas, oh Eterno Dios, porque nos diste la gracia de que en nosotros se cumpliera tu voluntad santísima!".

Refiere Cesario (lib. 10, c. 6) que cierto monje, aunque no tenía vida más austera que los demás, hacía muchos milagros. Maravillado el abad, preguntóle qué devociones practicaba. Respondió el monje que él, sin duda, era más imperfecto que sus hermanos, pero que ponía especial cuidado en conformarse siempre y en todas las cosas con la divina voluntad. "Y aquel daño -replicó el abad- que el enemigo hizo en nuestras tierras, ¿no os causó pena alguna?" "¡Oh Padre! -dijo el monje-, antes doy gracias a Dios, que todo lo hace o permite para nuestro bien", respuesta que descubrió al abad la gran santidad de aquel buen religioso.

Lo mismo debemos nosotros hacer cuando nos sucedan cosas adversas: recibámoslas todas de la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino con alegría, imitando a los Apóstoles, que se complacían en ser maltratados por amor de Cristo. Salieron gozosos de delante del Concilio, porque habían sido hallados dignos de sufrir afrentas por el nombre de Jesús (Hch. 5, 41). Pues ¿qué mayor contento puede haber que sufrir alguna cruz y saber que abrazándola complacemos a Dios?…

Si queremos vivir en continua paz, procuremos unirnos a la voluntad divina y decir siempre en todo lo que nos acaezca: "Señor, si así te agrada, hágase así" (Mt. 11, 26). A este fin debemos encaminar todas nuestras meditaciones, comuniones, oración y visitas al Señor Sacramentado, rogando continuamente a Dios que nos conceda esa preciosa conformidad con su voluntad divina.

Y ofrezcámonos siempre a Él, diciendo: Vedme aquí, Dios mío; haced de mí lo que os agrade… Santa Teresa se ofrecía al Señor más de cincuenta veces diariamente, a fin de que dispusiese de ella como quisiera.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Amadísimo Redentor, divino Rey de mi alma, reinad en ella, desde ahora, únicamente Vos!… Aceptad mi voluntad toda, de modo que no desee ni quiera sino lo que Vos queráis. Bien sé cuánto os he ofendido oponiéndome a vuestra santa voluntad, y de ello me pesa sobre todo, y me arrepiento de corazón.

Merezco castigo, y no lo rechazo, sino que lo acepto, rogándoos solamente que no me impongáis la pena de privarme de vuestro amor. Concedédmelo así y hacer de mí lo que os agrade. Os amo, Redentor mío; os amo, Señor, y porque os amo quiero hacer cuanto Vos queráis. ¡Oh voluntad divina, tú eres mi amor!…

¡Oh Sangre de Jesús, Tú eres mi esperanza!, y por Ti espero que desde ahora estaré siempre unido a la voluntad de Dios, y que ella será mi norte y guía, mi amor y mi paz. En ella deseo descansar y vivir.

Diré en todos los sucesos de mi vida: Dios mío, nada quiero sino lo que deseéis Vos; cúmplase en mí vuestra voluntad: Fiat voluntas tua… Otorgadme, Jesús mío, por vuestros méritos, la gracia de que yo repita siempre esa amorosísima súplica: Fiat voluntas tua

¡Oh María, Madre y Señora nuestra, que cumpliste continuamente la voluntad divina!, alcanzadme Vos que la cumpla yo también. Reina de mi vida, concededme esa gracia que por vuestro amor a Cristo espero conseguir.

PUNTO 3

El que está unido a la divina voluntad disfruta, aun en este mundo, de admirable y continua paz. "No se contristará el justo por cosa que le acontezca" (Pr. 12, 21), porque el alma se contenta y satisface al ver que sucede todo cuanto desea; y el que sólo quiere lo que quiere Dios, tiene todo lo que puede desear, puesto que nada acaece sino por efecto de la divina voluntad.

El alma resignada, dice Salviano, si recibe humillaciones, quiere ser humillada; si la combate la pobreza, complácese en ser pobre; en suma: quiere cuanto le sucede, y por eso goza de vida venturosa. Padece las molestias del frío, del calor, la lluvia o el viento, y con todo ello se conforma y regocija, porque así lo quiere Dios. Si sufre pérdidas, persecuciones, enfermedades y la misma muerte, quiere estar pobre, perseguido, enfermo; quiere morir, porque todo eso es voluntad de Dios.

El que así descansa en la divina voluntad y se complace en lo que el Señor dispone, se halla como el que estuviera sobre las nubes del cielo y viera bajo sus plantas furiosa tempestad sin recibir él perturbación ni daño. Ésta es aquella paz que -como dice el Apóstol (Fil. 4, 7)- supera a todas las delicias del mundo; paz continua, serena, permanente, inmutable. El necio se muda como la luna, el sabio se mantiene en la sabiduría como el sol (Ecl. 27, 12). Porque el pecador es mudable como la luz de la luna, que hoy crece y otros días mengua. Hoy le vemos reír; mañana, llorar; ora se muestra alegre y tranquilo; ora afligido y furioso. Cambia y varía, en fin, como las cosas prósperas o adversas que le suceden.

Pero el justo, como el sol, se mantiene en su ser con igualdad y constancia. Ningún acaecimiento le priva su dichosa tranquilidad, porque esa paz de que goza es hija de su conformidad perfecta con la voluntad de Dios. Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc. 2, 14).

Santa María Magdalena de Pazzi no bien oía nombrar voluntad de Dios, sentía consolación tan profunda, que se quedaba sumida en éxtasis de amor… Con todo, las facultades de nuestra parte inferior no dejarán de hacernos sentir algún dolor en las cosas adversas; pero en la voluntad superior, si está unida a la de Dios, reinará siempre profunda e inefable paz. Ninguno os quitará vuestro gozo (Jn. 16, 22).

Indecible locura es la de aquellos que se oponen a la voluntad de Dios. Lo que Dios quiere se ha de cumplir seguramente. ¿Quién resiste a su voluntad? (Ro. 9, 19). De suerte que esos desventurados tienen por fuerza que llevar su cruz, aunque sin paz ni provecho. ¿Quién le resistió y tuvo paz? (Jb. 9, 4).

¿Y qué otra cosa desea Dios para nosotros sino nuestro bien? Quiere que seamos santos para hacernos felices en esta vida y bienaventurados en la otra. Penetrémonos de que las cruces que Dios nos envía cooperan a nuestro bien (Ro. 8, 28), y de que ni los mismos castigos temporales vienen para nuestra ruina, sino a fin de que nos enmendemos y alcancemos la eterna felicidad (Jdt. 8, 27).

Dios nos ama tanto, que no sólo desea nuestra salvación, sino que se muestra solícito para procurárnosla (Salmo 39, 18). ¿Y qué nos ha de negar quien nos dio a su mismo Hijo?… (Ro. 8, 32).

Abandonémonos, pues, siempre en manos de Dios, que jamás deja de atender a nuestro bien (1 Pe. 5, 7). "piensa tú en Mí -decía el Señor a Santa Catalina de Siena-, que Yo pensaré en ti". Digamos siempre como la Esposa: Mi amado para mí, y yo para Él (Cant. 2, 16). Mi amado trata de mi bien, y yo no he de pensar más que en complacerle y unirme a su santa voluntad.

No debemos pedir, decía el santo Abad Nilo, que haga Dios lo que deseamos, sino que nosotros hagamos lo que Él quiera.

Quien así proceda tendrá venturosa vida y santa muerte. El que muere resignado por completo a la divina voluntad nos deja certeza moral de su salvación. Mas el que no vive así unido a la voluntad de Dios, tampoco lo estará al morir, y no se salvará.

Procuremos, pues, familiarizarnos con ciertos pasajes de la Sagrada Escritura, que sirven para conservarnos en esa unión incomparable: "Dime, Señor, lo que quieres que haga, pues yo deseo hacerlo" (Hch. 9, 6). "He aquí a tu siervo: manda y serás obedecido" (Lc. 1, 38). "Sálvame, Señor, y haz de mí lo que quieras. Tuyo soy, y no mío" (Sal. 118, 94).

Y cuando nos suceda alguna adversidad, digamos en seguida: "Hágase así, Dios mío, porque así lo quieres" (Mateo 11, 26). Especialmente, no olvidemos la tercera petición del Padrenuestro: "Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo". Digámosla a menudo, con gran afecto, y repitámosla muchas veces… ¡Dichosos nosotros si vivimos y morimos diciendo: Fiat voluntas tua!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús, Redentor mío! Disteis en la cruz la vida a fuerza de dolores para salvarme y redimirme… Tened ahora compasión de mí, y no permitáis que un alma por Vos redimida con tantos trabajos y con tanto amor haya de odiaros eternamente en el infierno.

Nada dejasteis de hacer para obligarme a amaros, como nos lo manifestasteis cuando antes de expirar en el Calvario dijisteis aquellas amorosas palabras: Cosummatum est!… ¿Y cómo he correspondido yo a vuestro amor?… Bien puedo asegurar que por mi parte nada omití para ofenderos y obligaros a que me aborrecierais… Gracias os doy por la paciencia con que me habéis sufrido y por el tiempo que me concedéis para que repare mi ingratitud y os ame y sirva antes de morir… Amaros quiero, sí, y hacer cuanto quisiereis; y os doy toda mi voluntad, mi libertad y todas mis cosas.

Desde ahora os consagro mi vida y acepto la muerte que me enviéis, con todos los dolores y circunstancias que la acompañen, uniendo este sacrificio al gran sacrificio de vuestra vida que Vos, Jesús mío, hicisteis en la cruz por mí. Deseo morir para que se cumpla vuestra voluntad… ¡Oh Señor, por los merecimientos de vuestra Pasión sacratísima, dadme la gracia de que esté yo en esta vida resignado y conforme siempre con vuestras disposiciones, y en la hora de mi muerte haced, Señor, que la abrace y reciba con entera conformidad a vuestra voluntad santísima!

Morir quiero, ¡oh Jesús!, para complaceros; morir quiero diciendo: Fiat voluntas tua.

María, Madre nuestra, así moristeis Vos; alcanzadme la inefable dicha de que muera yo así.

SÚPLICA

A Jesús crucificado para alcanzar la gracia de una buena muerte.

(Compuso estas preces una joven protestante que se convirtió a nuestra Religión católica a los quince años de edad, y murió a los dieciocho en olor de santidad)

Jesús, Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, me presento delante de Vos con el corazón contrito, humillado y confuso, encomendándoos mi última hora y la suerte que después de ella me espera.

Cuando mis pies, perdiendo el movimiento, me adviertan que mi carrera en este mundo está ya para acabarse.

Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mis manos, trémulas y torpes, no puedan ya estrechar el crucifijo, y a pesar mío le dejen caer en el lecho de mi dolor,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mis ojos, apagados y amortecidos por el dolor de la muerte cercana, fijen en Vos miradas lánguidas y moribundas.

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mis labios, fríos y balbucientes, pronuncien por última vez vuestro santísimo Nombre,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mi cara, pálida y amoratada, cause ya lástima y terror a los circunstantes, y los cabellos de mi cabeza, bañados del sudor de la muerte, anuncien que está próximo mi fin,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mis oídos, próximos a cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres, se abran para oír de Vos la irrevocable sentencia que determine mi suerte por toda la eternidad,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mi imaginación, agitada de espantosos fantasmas, se vea sumergida en mortales congojas, y mi espíritu perturbado del temor de vuestra justicia, a la vista de mis iniquidades, luche contra el enemigo infernal, que quisiera quitarme la esperanza en vuestra misericordia y precipitarme en el abismo de la desesperación,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mi corazón, débil, oprimido por el dolor de la enfermedad, esté sobrecogido del dolor de la muerte, fatigado y rendido por los esfuerzos que haya hecho contra los enemigos de mi salvación,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando derrame las últimas lágrimas, síntomas de mi destrucción, recibidlas, Señor, como sacrificio expiatorio para que muera víctima de penitencia, y en aquel momento terrible,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mis parientes y amigos, juntos alrededor de mí, lloren al verme en el último trance y os rueguen por mi alma,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando, perdido el uso de los sentidos, desaparezca de mí toda impresión del mundo, y gima entre las postreras agonías y congojas de la muerte,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mis últimos suspiros muevan a mi alma a salir del cuerpo, recibidlos como señales de mis santos deseos de llegar a Vos, y en aquel instante,

Jesús misericordioso, etc.

Cuando mi alma se aparte para siempre de este mundo y salga de mi cuerpo, dejándole pálido, frío y sin vida, aceptad la destrucción de él como un tributo que desde ahora ofrezco a vuestra divina Majestad, y en aquella hora,

Jesús misericordioso, etc.

En fin, cuando mi alma comparezca ante Vos y vea por vez primera el esplendor inmortal de vuestra soberana Majestad, no la arrojéis de vuestra presencia, sino dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia, a fin de que cante eternamente vuestras alabanzas,

Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

ORACIÓN

¡Oh Dios mío, que condenándonos a la muerte nos habéis ocultado el momento y la hora de ella: haced que, viviendo santamente todos los días de nuestra vida, merezcamos una muerte dichosa, abrasados en vuestro divino amor! Por los méritos de Jesucristo, Nuestro Señor, que con Vos vive y reina, en unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos. Amén.

ACEPTACIÓN DE LA MUERTE

¡Señor y Dios mío! Desde ahora acepto de vuestra mano con ánimo conforme y gustoso cualquier género de muerte que queráis darme, con todas sus amarguras, penas y dolores. (*)

(*) Siete años cada vez; plenaria para la hora de la muerte al que la rece una vez en vida después de confesar y comulgar. (N. 591).

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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