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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Paz del justo a la hora de la muerte

Las almas de los justos están en la mano de Diosy no los tocará tormento de muerte.Pareció que morían a los ojos de los insensatos;mas ellos están en paz.Sb. 3, 1

PUNTO 1

Justorum anima in manu Dei sunt. Si Dios tiene en sus manos las almas de los justos, ¿quién podrá arrebatárselas? Cierto es que el infierno no deja de tentar y perseguir hasta a los Santos en la hora de la muerte; pero Dios, dice San Ambrosio, no cesa de asistirlos y de aumentar su socorro a medida que crece el peligro de sus fieles siervos. (Jos. 5).

Aterrado quedóse el criado de Eliseo cuando vio la ciudad cercada de enemigos. Pero el Santo le animó, diciéndole: "No temas, porque muchos más son con nosotros que con ellos" (2 R. 6, 16), y le hizo ver un ejército de ángeles enviados por Dios para defenderle.

Irá, pues, el demonio a tentar al moribundo, pero acudirá también el ángel de la Guarda para confortarle; irán los Santos protectores; irá San Miguel, destinado por Dios para defensa de los siervos fieles en el postrer combate; irá la Virgen Santísima, y acogiendo bajo su manto al que le fue devoto, derrotará a los enemigos; irá el mismo Jesucristo a librar de las tentaciones a aquella ovejuela inocente o penitente, por cuya salvación dio la vida. Él le dará la esperanza y el esfuerzo necesario para vencer en la tal batalla, y el alma, llena de valor, exclamará: "El Señor se hizo mi auxiliador" (Sal. 39, 12). "El Señor es mi iluminación y mi salud, ¿a quién temeré?" (Sal. 26, 1).

Más solícito es Dios para salvarnos que el demonio para perdernos; porque muchos más nos ama Dios de lo que nos aborrece el demonio.

Dios es fiel -dice el Apóstol (1 Co. 10, 13)-, y no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas. Quizá me diréis que muchos Santos murieron temiendo por su salvación. Yo os respondo que hay poquísimos ejemplos de que mueran con ese temor los que hubieren tenido buena vida. Vicente de Beauvais dice que permite el Señor a veces que ocurra esto a ciertos justos, para purificarlos en la hora de la muerte de algunas faltas ligeras. Por otra parte, leemos que casi todos los siervos de Dios murieron con la sonrisa en los labios.

Todos temeremos al morir el juicio divino; pero así como los pecadores pasan de ese temor a la desesperación horrenda, los justos pasan del temor a la esperanza. Temía San Bernardo, estando enfermo, según refiere San Antonino, y se veía tentado de desconfianza; pero pensando en los merecimientos de Jesucristo, desechaba todo temor y decía: Tus llagas son mis méritos.

San Hilarión temía también, pero pronto exclamó lleno de gozo: Sal, pues, alma mía, ¿qué temes? Cerca de setenta años has servido a Cristo, ¿y ahora temes la muerte?

Es decir: ¿qué temes, alma mía, después de haber servido a un Dios fidelísimo que no sabe abandonar a los que le fueron fieles durante la vida? El Padre José de Scamaca, de la Compañía de Jesús, respondió a los que le preguntaban si moría con esperanza: "Pues qué, ¿he servido acaso a Mahoma para dudar de la bondad de mi Dios, hasta el punto de temer que no quisiera salvarme?"

Si en la hora de la muerte viniese a atormentarnos el pensamiento de haber ofendido a Dios, recordemos que el Señor ha ofrecido olvidar los pecados de los penitentes (Ez. 18, 31-32).

Dirá alguien tal vez: ¿Cómo podremos estar seguros de que Dios nos ha perdonado?… Eso mismo se preguntaba San Basilio, y se respondió diciendo: He odiado la iniquidad y la he abominado. Pues el que aborrece el pecado puede estar seguro de que le ha perdonado Dios.

El corazón del hombre no vive sin amor: o ama a Dios, o ama a las criaturas. ¿Y quién ama a Dios? El que guarda sus mandamientos (Jn. 14, 21). Por tanto, el que muere en la observancia de los preceptos muere amando a Dios; y quien a Dios ama, nada teme (1 Jn. 4, 18).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús! ¿Cuándo llegará el día en que os diga: Dios mío, ya no os puedo perder? ¿Cuándo podré contemplaros cara a cara, seguro de amaros con todas mis fuerzas por toda la eternidad? ¡Ah Sumo Bien mío y mi único amor! Mientras viva, siempre estaré en peligro de ofenderos y perder vuestra gracia.

Hubo un tiempo desdichado en que no os amé, en que desprecié vuestro amor… Me pesa de ello con toda mi alma, y espero que me habréis perdonado, pues os amo de todo corazón y deseo hacer cuanto pueda para amaros y complaceros. Mas como todavía estoy en peligro de negaros mi amor y huir de Vos otra vez, os ruego, Jesús mío, mi vida y mi tesoro, que no lo permitáis… Si hubiere de sucederme esa inmensa desgracia, hacedme morir ahora mismo con la más dolorosa muerte que eligiereis, que así lo deseo y os lo pido.

Padre mío: por el amor de Jesucristo, no me dejéis caer en tan espantosa ruina. Castigadme como os plazca. Lo merezco y lo acepto; pero libradme del castigo de verme privado de vuestro amor y gracia. ¡Jesús mío, encomendadme a vuestro Padre!

¡María, Madre mía!, rogad por mí a vuestro divino Hijo; alcanzadme la perseverancia en su amistad y la gracia de amarle, y haga luego de mí lo que le agrade.

PUNTO 2

"Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los tocará tormento de muerte. Pareció que morían a los ojos de los insensatos; pero ellos están en paz" (Sb. 3, 1).

Parece a los insensatos mundanos que los siervos de Dios mueren afligidos y contra su voluntad, como suelen morir aquéllos. Mas no es así, porque Dios bien sabe consolar a sus hijos en ese trance, y comunicarles, aun entre los dolores de la muerte, cierta maravillosa dulzura, como anticipado sabor de la gloria que luego ha de darles.

Y así como los que mueren en pecado comienzan ya en el lecho mortuorio a sentir algo de las penas infernales, por el remordimiento, terror y desesperación, los justos, al contrario, con sus actos frecuentísimos de amor de Dios, sus deseos y esperanzas de gozar de la presencia del Señor, ya antes de morir empiezan a disfrutar de aquella santa paz que después plenamente gozarán en el Cielo.

La muerte de los Santos no es castigo, sino premio. Cuando diere sueño a sus amados, he aquí la herencia del Señor (Sal. 126, 2-3). La muerte del que ama a Dios no es muerte, es sueño; de suerte, que puede exclamar: En paz dormiré juntamente y reposaré (Sal. 4, 9).

El Padre Suárez murió con tan dulce paz, que poco antes dijo: "No podía imaginar que la muerte me trajese tanta suavidad".

Al Cardenal Baronio amonestó su médico que no pensase tanto en la muerte, y él respondió: "¿Y por qué? ¿Acaso he de temerla? No la temo; al contrario, la amo".

Según refiere Santero, el Cardenal Ruffense, estando a punto de morir por la fe, mandó que le trajesen su mejor traje, diciendo que iba a las bodas. Y cuando vio el patíbulo, arrojó el báculo en que se apoyaba y exclamó: Andad, pies; andad ligeros, que el Paraíso está cerca. Antes de morir cantó el Te Deum en acción de gracias a Dios porque le hacía mártir de la fe, y luego, con suma alegría, puso la cabeza bajo el hacha del verdugo.

San Francisco de Asís cantaba en la hora de la muerte, e invitaba a que le acompañasen a los demás religiosos presentes. "Padre -le dijo fray Elías-, al morir, más debemos llorar que cantar". "Pues yo -replicó el Santo- no puedo menos de cantar cuando veo que en breve iré a gozar de Dios".

Una religiosa teresiana, al morir en la flor de su edad, decía a las monjas que alrededor de ella lloraban: "¡Oh Dios mío! ¿Por qué lloráis vosotras? Voy a unirme a mi Señor Jesucristo… Alegraos conmigo si me amáis…".

Refiere el Padre Granada que un día un cazador halló a un solitario moribundo cubierto de lepra y que estaba cantando. "¿Cómo -le dijo el cazador- podéis cantar estando así?" Y el ermitaño respondió: "Hermano, entre Dios y yo no se interpone otra muralla que este cuerpo mío, y como veo ahora que se cae a pedazos, que se desmorona la cárcel y que pronto veré a Dios, me regocijo y canto".

Este anhelo de ver al Señor movía a San Ignacio, mártir, cuando dijo que si las fieras no venían a devorarle, él mismo las excitaría para que fuesen.

Santa Catalina de Génova no podía soportar el que se tuviese por desgracia la muerte, y decía: "¡Oh muerte amada, y cuán mal te aprecian! ¿Por qué no vienes a mí, que día y noche te estoy llamando?"

Y Santa Teresa de Jesús (Vida, c. 7) deseaba tanto dejar este mundo, que decía que el no morir era su muerte, y con ese pensamiento compuso su célebre poesía: Que muero porque no muero… Tal es la muerte de los Santos.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah mi Dios y Sumo Bien! Aunque en lo pasado no os amé, ahora me entrego a Vos; despídome de toda criatura y os elijo a Vos como mi amor único, amabilísimo Señor mío. Decidme lo que de mí queréis, que yo quiero cumplir vuestra santa voluntad… No más ofenderos, pues en serviros a Vos deseo emplear la vida que me queda.

Dadme fuerza y ánimo para compensar con mi amor la ingratitud de que fui culpable. Merecía muchos años ha estar ardiendo en las llamas infernales; pero me habéis esperado y buscado de tal modo, que me atraéis a Vos enteramente.

Haced que arda en el fuego de vuestro santo amor. Os amo, Bondad infinita, y pues queréis que a Vos sólo ame, y justamente lo queréis, porque me habéis amado más que nadie, y porque únicamente Vos merecéis amor, a Vos solo amaré, y haré cuanto pueda para complaceros. Haced de mí lo que queráis. Bástame amaros y que me améis…

¡María, Madre mía, ayudadme y rogad por mí a Jesús!

PUNTO 3

¿Cómo ha de temer la muerte quien espera que después de ella será coronado en el Cielo? -dice San Cipriano-. ¿Cómo puede temerla quien sabe que muriendo en gracia alcanzará su cuerpo la inmortalidad? (1 Co. 15, 53).

Para el que ama a Dios y desea verle -nos dice San Agustín-, pena es la vida y alegría es la muerte. Y Santo Tomás de Villanueva dice también: "Si la muerte halla al hombre dormido, llega como el ladrón, le despoja, le mata y le sepulta en el abismo del infierno; mas si le halla vigilante, le saluda como enviada de Dios, diciéndole: El Señor te aguarda a las bodas; ven, que yo te guiaré al dichoso reino de deseas".

¡Oh, con cuánto regocijo espera la muerte el que está en gracia de Dios para ver pronto a Jesús y oírle decir: "Muy bien, siervo bueno y leal; porque fuiste fiel en lo poco, te pondré sobre lo mucho!". (Mt 25, 21). ¡Ah, cómo apreciarán entonces las penitencias, oraciones, el desasimiento de los bienes terrenos y todo lo que hicieron por Dios!

El que amó a Dios gustará el fruto de sus buenas obras (Is. 3, 10). Por eso, el Padre Hipólito Durazzo, de la Compañía de Jesús, jamás se entristecía, sino que se alegraba cuando moría algún religioso dando señales de salvación. "¿No sería absurdo -dice San Crisóstomo- creer en la gloria eterna y tener lástima del que a ella va?".

Singular consuelo darán entonces los recuerdos de la devoción a la Madre de Dios, de los rosarios y visitas, de los ayunos en el sábado para honra de la Virgen, de haber pertenecido a las Congregaciones Marianas… Virgo fidelis llamamos a María. Y, en verdad, fidelísima se muestra para consolar a sus devotos en su última hora.

Un moribundo que había sido devotísimo de la Virgen decía al Padre Binetti: "No puede imaginarse, Padre mío, cuánto consuelo trae en la hora de la muerte el pensamiento de haber sido devoto de la Santísima Virgen… ¡Oh Padre, si supiese qué regocijo siento por haber servido a esta Madre mía!… ¡Ni explicarlo sé!…".

¡Qué gozo sentirá quien haya amado y ame a Jesucristo y a menudo le haya recibido en la Sagrada Comunión, al ver llegar a su Señor en el Santo Viático para acompañarle en el tránsito a la otra vida! Dichoso quien pueda decirle con San Felipe: "¡Aquí está mi amor; he aquí al amor mío, dadme mi amor!".

Y si alguno dijere: "¿Quién sabe la muerte que me está reservada?… ¿Quién sabe si, al fin, tendré muerte infeliz?…". Le preguntaré a mi vez: "¿Cuál es la causa de la muerte?… Sólo el pecado". A éste, pues, debemos sólo temer, y no al morir. "Claro está -dice San Ambrosio- que la amargura viene de la culpa, de la muerte".

El temor no ha de ponerse en la muerte, sino en la vida. ¿Queréis, pues, no temer a la muerte?… Vivid bien. El que teme al Señor, bien le irá en las postrimerías (Ecl. 1, 13).

El Beato La Colombière juzgaba por moralmente imposible que tuviese mala muerte quien hubiese sido fiel a Dios durante la vida. Y antes lo dijo San Agustín: "No puede morir mal quien haya vivido bien". El que está preparado para morir no teme ningún género de muerte, ni aun la repentina. (Sb. 4, 7).

Y puesto que no podemos ir a gozar de Dios más que por medio de la muerte, ofrezcámosle lo que por necesidad hemos de devolverle, como nos dice San Juan Crisóstomo, y consideremos que quien ofrece a Dios su vida, practica el más perfecto acto de amor que puede ofrecerle, porque abrazando con buena voluntad la muerte que a Dios plazca enviarle, como quiera y cuando quiera, se hace semejante a los santos mártires.

El que ama a Dios desea la muerte, y por ella suspira, pues al morir se unirá eternamente a Dios y se verá libre del peligro de perderle. Es, por tanto, señal de tibio amor a Dios el no desear ir pronto a contemplarle, asegurándose así la dicha de no perderle jamás.

Entre tanto, amémosle cuanto podamos en esta vida, que para esto sólo debe servirnos: para creer en el amor divino. La medida del amor que tuviéramos en la hora de la muerte será la que evalúe el que ha de unirnos a Dios en la eterna bienaventuranza.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Unidme a Vos, Jesús mío, de modo que no me sea posible apartarme de Vos. Hacedme vuestro del todo antes de mi muerte, para que no estés enojado conmigo la primera vez que os vea. Ya que me buscasteis cuando huía de Vos, no me desechéis ahora que os busco.

Perdonadme cuantas ofensas os he hecho, que en lo sucesivo sólo me propondré serviros y amaros. Harto hicisteis por mí dando vuestra Sangre y vida por mi amor. Querría yo por ello, ¡oh Jesús mío!, consumirme en vuestro amor santísimo…

¡Oh Dios de mi alma! Quiero amaros mucho en esta vida, para seguir amándoos en la eternidad… Atraed, Eterno Padre, mi pobre corazón; desasidle de los afectos terrenos, heridle, inflamadle todo en amor a Vos… Oídme por los merecimientos de Jesucristo. Otorgadme la santa perseverancia y la gracia de pedíroslo siempre…

¡María, Madre mía, amparadme y alcanzadme que pida siempre a vuestro divino Hijo la santa perseverancia!

CONSIDERACIÓN 10

Medios de prepararse para la muerte

Acuérdate de tus postrimeríasy no pecarás jamás.Ecl. 7, 40

PUNTO 1

Todos confesamos que hemos de morir, que sólo una vez hemos de morir, y que no hay cosa más importante que ésta, porque del trance de la muerte dependen la eterna bienaventuranza o la eterna desdicha.

Todos sabemos también que de vivir bien o mal procede el tener buena o mala muerte. ¿Por qué acaece, pues, que la mayor parte de los cristianos viven como si nunca hubiesen de morir, o como si el morir bien o mal importase poco? Se vive mal porque no se piensa en la muerte: "Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás".

Preciso es convencernos de que la hora de la muerte no es propia para arreglar cuentas y asegurar con ellas el gran negocio de la salvación. Los prudentes del mundo toman oportunamente en los asuntos temporales todas las precauciones necesarias para obtener la ganancia, el cargo, el enlace convenientes, y con el fin de conservar o restablecer la salud del cuerpo, no desdeñan usar de los remedios adecuados.

¿Qué se diría del que, teniendo que presentarse en público concurso para ganar una cátedra, no quisiese adquirir la indispensable instrucción hasta el momento de acudir a los ejercicios? ¿No sería un loco el jefe de una plaza que aguardase a verla sitiada para hacer los abastecimientos de vituallas, armas y municiones? ¿No sería insensato el navegante que esperase la tempestad para proveerse de áncoras y cables?…

Pues tal es el cristiano que difiere hasta la hora de la muerte el arreglo de su conciencia. "Cuando se echare encima la destrucción como una tempestad…, entonces me llamarán, y no iré…; comerán los frutos de su camino" (Pr. 1, 27, 28 y 31).

La hora de la muerte es tiempo de confusión y de tormenta. Entonces los pecadores pedirán el auxilio de Dios, pero sin conversión verdadera, sino sólo por el temor del infierno, que ya verán cercano, y por eso justamente no podrán gustar otros frutos que los de su mala vida. "Aquello que sembrare el hombre, eso también segará". (Ga. 6, 8). No bastará recibir los sacramentos, sino que será preciso morir aborreciendo el pecado y amando a Dios sobre todas las cosas.

Mas, ¿cómo aborrecerá los placeres ilícitos quien hasta entonces los haya amado?… ¿Cómo habrá de amar a Dios sobre todas las cosas el que hasta aquel instante hubiere amado a las criaturas más que a Dios?

Necias llamó el Señor -y en verdad lo eran- a las vírgenes que iban a preparar las lámparas cuando ya llegaba el Esposo. Todos temen la muerte repentina, que impide ordenar las cuentas del alma. Todos confiesan que los Santos fueron verdaderos sabios, porque supieron prepararse a morir antes que llegase la muerte…

Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Queremos correr el peligro de no disponernos a bien morir hasta que la muerte se avecine?

Hagamos ahora lo que en ese trance quisiéramos haber hecho… ¡Oh, qué tormento traerá la memoria del tiempo perdido, y, sobre todo, del malamente empleado!… Tiempo de merecer que Dios nos concedió y que pasó para nunca volver.

¡Qué angustias nos dará el pensamiento de que ya no es posible hacer penitencia, ni frecuentar los sacramentos, ni oír la palabra de Dios, ni visitar en el templo a Jesús Sacramentado, ni hacer oración! Lo hecho, hecho está. Menester sería juicio sanísimo, quietud y serenidad para confesar bien, disipar graves escrúpulos y tranquilizar la conciencia…, ¡pero ya no es tiempo! (Ap. 10, 6).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! Si yo hubiera muerto en aquella ocasión que sabéis, ¿dónde estaría ahora? Os doy gracias por haberme esperado y por todo ese tiempo en que debiera haberme hallado en el infierno, desde aquel instante en que os ofendí.

Dadme luz y conocimiento del gran mal que hice al perder voluntariamente vuestra gracia, que merecisteis para mí con vuestro sacrificio en la cruz… Perdonadme, pues, Jesús mío, que yo me arrepiento de todo corazón y sobre todos los males de haber menospreciado vuestra bondad infinita.

Espero que me habréis perdonado… Ayudadme, salvador mío, para que no vuelva a perderos jamás… ¡Ah Señor! Si volviese a ofenderos después de haber recibido de Vos tantas luces y gracias, ¿no sería digno de un infierno sólo creado para mí?… ¡No lo permitáis, por los merecimientos de la Sangre que por mí derramasteis!

Dadme la santa perseverancia; dadme vuestro amor… Os amo, Sumo Bien mío; no quiero dejar de amaros jamás. Tened, Dios mío, misericordia de mí, por el amor de Jesucristo.

Encomendadme a Dios, ¡oh Virgen María!, que vuestros ruegos nunca son desechados por aquel Señor que tanto os ama.

PUNTO 2

Puesto que es seguro, hermano mío, que has de morir, póstrate en seguida a los pies del Crucifijo; dale fervientes gracias por el tiempo que su misericordia te concede a fin de que arregles tu conciencia, y luego examina todos los pecados de la vida pasada, especialmente los de tu juventud.

Considera los mandamientos divinos; recuerda los cargos y ocupaciones que tuviste, las amistades que frecuentaste; anota tus faltas y haz -si no lo has hecho- una confesión general de toda tu vida… ¡Oh, cuánto ayuda la confesión general para poner en buen orden la vida de un cristiano! Piensa que esa cuenta sirve para la eternidad, y hazla como si estuvieres a punto de darla ante Jesucristo, juez. Arroja de tu corazón todo afecto al mal, y todo rencor u odio.

Quita cualquier motivo de escrúpulo acerca de los bienes ajenos, de la fama hurtada, de los escándalos dados, y resuelve firmemente huir de todas las ocasiones en que pudieras perder a Dios. Y considera que lo que ahora parece difícil, imposible te parecerá en el momento de la muerte.

Lo que más importa es que resuelvas poner por obra los medios de conservar la gracia de Dios. Esos medios son: oír misa diariamente; meditar en las verdades eternas; frecuentar, a lo menos una vez por semana, la confesión y comunión; visitar todos los días al Santísimo Sacramento y a la Virgen María; asistir a los ejercicios de las Congregaciones o Hermandades a que pertenezcas; tener lectura espiritual; hacer todas las noches examen de conciencia; practicar alguna especial devoción en obsequio de la Virgen, como ayunar todos los sábados, y, además, proponer el encomendarte con suma frecuencia a Dios y a su Madre Santísima, invocando a menudo, sobre todo en tiempo de tentación, los sagrados nombres de Jesús y María. Tales son los medios con que podemos alcanzar una buena muerte y la eterna salvación.

El hacer esto, gran señal será de nuestra predestinación. Y en cuanto a lo pasado, confiad en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que os da estas luces porque quiere salvaros, y esperad en la intercesión de María, que os alcanzará las gracias necesarias. Con tal orden de vida y la esperanza puesta en Jesús y en la Virgen, ¡cuánto nos ayuda Dios y qué fuerza adquiere el alma!

Pronto, pues, lector mío, entrégate del todo a Dios, que te llama, y empieza a gozar de esa paz que hasta ahora, por culpa tuya, no tuviste. ¿Y qué mayor paz puede disfrutar el alma si cuando busques cada noche el preciso descanso te es dado decir: Aunque viniese esta noche la muerte, espero que moriré en gracia de Dios?

¡Qué consuelo si al oír el fragor del trueno, al sentir temblar la tierra, podemos esperar resignados la muerte, si Dios lo dispusiese así!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Cuánto os agradezco, Señor, las luces que me comunicáis!… Aunque tantas veces os abandoné y me aparté de Vos, no me habéis abandonado. Si lo hubiereis hecho, ciego estaría yo aún, como quise estarlo en la vida pasada; obstinado en mis culpas me hallaría, y no tendría voluntad ni de dejarlas ni de amaros.

Ahora siento grandísimo dolor de haberos ofendido, vivo deseo de estar en vuestra gracia, y profundo aborrecimiento de aquellos malditos placeres que me hicieron perder vuestra amistad. Todos estos afectos gracias son que de Vos proceden y que me mueven a esperar que querréis perdonarme y salvarme…

Y pues Vos, Señor, a pesar de mis muchos pecados, no me abandonáis y deseáis mi salvación, me entrego totalmente, duélome de todo corazón de haberos ofendido y propongo querer antes mil veces perder la vida que vuestra gracia…

Os amo, Soberano Bien; os amo, Jesús mío, que por mí moristeis, y espero por vuestra preciosísima Sangre que jamás volveré a apartarme de Vos. No, Jesús mío; no quiero perderos otra vez, sino amaros eternamente. Conservad siempre y acrecentad mi amor a Vos, como os lo suplico por vuestros merecimientos…

¡María, mi esperanza, rogad por mí a Jesús!

PUNTO 3

Es preciso que procuremos hallarnos a todas horas como quisiéramos estar a la hora de la muerte. "Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor". (Ap. 14, 15). Dice San Ambrosio que los que bien mueren son aquellos que al morir están ya muertos al mundo, o sea desprendidos de los bienes que por fuerza entonces dejarán.

Por eso es necesario que desde ahora aceptemos el abandono de nuestra hacienda, la separación de nuestros deudos y de todos los bienes terrenales. Si no lo hacemos así voluntariamente en la vida, forzosa y necesariamente lo haremos al morir; pero entonces no será sin gran dolor y grave peligro de nuestra salvación eterna.

Adviértenos, además, San Agustín que ayuda mucho para morir tranquilo arreglar en vida los intereses temporales, haciendo las disposiciones relativas a los bienes que hemos de dejar, a fin de que en la hora postrera sólo pensemos en unirnos a Dios. Convendrá entonces no ocuparse sino en las cosas de Dios y de la gloria, que son harto preciosos los últimos momentos de la vida para disiparlos en asuntos terrenos.

En el trance de la muerte se completa y perfecciona la corona de los justos, porque entonces se obtiene la mejor cosecha de méritos, abrazando los dolores y la misma muerte con resignación o amor.

Mas no podrá tener al morir estos buenos sentimientos quien no se hubiera en vida ejercitado en ellos. Para este fin, algunos fieles practican con gran aprovechamiento la devoción de renovar cada mes la protestación de muerte, con todos los actos en tal trance propios de un cristiano, y después de haber confesado y comulgado, imaginando que se hallan moribundos y a punto de salir de esta vida.

Lo que viviendo no se hace, difícil es hacerlo al morir. La gran sierva de Dios Sor Catalina de San Alberto, hija de Santa Teresa, suspiraba en la hora de la muerte, y exclamaba: "No suspiro, hermanas mías, por temor de la muerte, que desde hace veinticinco años la estoy esperando; suspiro al ver tantos engañados pecadores, que esperan para reconciliarse con Dios a que llegue esta hora de la muerte, en que apenas puedo pronunciar el nombre de Jesús".

Examina, pues, hermano mío, si tu corazón tiene apego todavía a alguna cosa de la tierra, a determinadas personas, honras, hacienda, casa, conversación o diversiones, y considera que no has de vivir aquí eternamente. Algún día, muy pronto, lo dejarás todo; ¿por qué, pues, quieres mantener el afecto en esas cosas aceptando el riesgo de tener muerte sin paz?… Ofrécete, desde luego, por completo a Dios, que puede, cuando le plazca, privarte de esos bienes.

El que desee morir resignado ha de tener resignación desde ahora en cuantos accidentes contrarios puedan acaecerle, y ha de apartar de sí los afectos a las cosas del mundo. Figuraos que vais a morir -dice San Jerónimo-, y fácilmente lo despreciaréis todo.

Si aún no habéis hecho la elección de estado, elegid el que en la hora de la muerte querríais haber escogido, el que pudiera procuraros más dichoso tránsito a la eternidad. Si ya lo habéis elegido, haced lo que al morir quisierais haber hecho en vuestro estado.

Proceded como si cada día fuese el último de vuestra vida, cada acción la postrera que hiciereis; la última oración, la última confesión. Imagínate que estás moribundo, tendido en el lecho, y que oyes aquellas imperiosas palabras: Sal de este mundo. ¡Cuánto pueden ayudar estos pensamientos para dirigirnos bien y menospreciar las cosas mundanas!

"Bienaventurado el siervo a quien hallare su Señor así haciendo cuando viniere" (Mt. 24, 46). El que espera la muerte a todas horas, aun cuando muera de repente, no dejará de morir bien.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Todo cristiano, cuando se le anuncia la hora de la muerte, debe hallarse preparado para decir: "Me quedan, Señor, pocas horas de vida; quiero emplearlas en amaros cuanto pueda, para seguiros amándoos en la eternidad. Poco me queda que ofreceros, pero os ofrezco estos dolores y el sacrificio de mi vida, en unión del que os ofreció por mí Jesucristo en la cruz. Pocas y breves son, Señor, las penas que padezco, en comparación de las que he merecido; mas tales como son, las abrazo en muestra del amor que os tengo. Resígnome a cuantos castigos queráis darme en esta y en la otra vida. Y con tal que pueda amaros eternamente, castigadme cuanto os plazca; pero no me privéis de vuestro amor. Reconozco que no merezco amaros por haber tantas veces despreciado vuestro amor; mas Vos no sabéis desechar a un alma arrepentida.

Duélome, ¡oh Suma Bondad!, de haberos ofendido. Os amo con todo mi corazón, y en Vos confío enteramente. Vuestra muerte es mi esperanza, ¡oh Redentor mío! Y en vuestras manos taladradas encomiendo mi alma…

¡Oh Jesús mío!, para salvarme disteis vuestra Sangre toda. No permitáis que me aparte de Vos. Os amo, Eterno Dios, y espero que os amaré en toda la eternidad…

¡Virgen y Madre mía, ayudadme en mi última hora! ¡Os entrego mi alma! ¡Pedid a vuestro Hijo que se apiade de mí! ¡A Vos me encomiendo; libradme de la eterna condenación!

CONSIDERACIÓN 11

Valor del tiempo

Hijo, guarda el tiempo.Ecl. 4, 23

PUNTO 1

Procura, hijo mío -nos dice el Espíritu Santo-, emplear bien el tiempo, que es la más preciada cosa, riquísimo don que Dios concede al hombre mortal. Hasta los gentiles conocieron cuánto es su valor. Séneca decía que nada puede equivaler al precio del tiempo. Y con mayor estimación le apreciaron los Santos.

San Bernardino de Siena afirma que un instante de tiempo vale tanto como Dios, porque en ese momento, con un acto de contrición o de amor perfecto, puede el hombre adquirir la divina gracia y la gloria eterna.

Tesoro es el tiempo que sólo en esta vida se halla, mas no en la otra, ni el Cielo, ni en el infierno. Así es el grito de los condenados: "¡Oh, si tuviésemos una hora!…" A toda costa querrían una hora para remediar su ruina; pero esta hora jamás les será dada.

En el Cielo no hay llanto; mas si los bienaventurados pudieran sufrir, llorarían el tiempo perdido en la vida mortal, que podría haberles servido para alcanzar más alto grado de gloria; pero ya pasó la época de merecer.

Una religiosa benedictina, difunta, se apareció radiante en gloria a una persona y le reveló que gozaba plena felicidad; pero que si algo hubiera podido desear, sería solamente volver al mundo y padecer más en él para alcanzar mayores méritos; y añadió que con gusto hubiera sufrido hasta el día del juicio la dolorosa enfermedad que la llevó a la muerte, con tal de conseguir la gloria que corresponde al mérito de una sola Avemaría.

¿Y tú, hermano mío, en qué gastas el tiempo?… ¿Por qué lo que puedes hacer hoy lo difieres siempre hasta mañana? Piensa que el tiempo pasado desapareció y no es ya tuyo; que el futuro no depende de ti. Sólo el tiempo presente tienes para obrar…

"¡Oh infeliz! -advierte San Bernardo-, ¿por qué presumes de lo venidero, como si el Padre hubiese puesto el tiempo en tu poder?" Y San Agustín dice: "¿Cómo puedes prometerte el día de mañana, si no sabes si tendrás una hora de vida?" Así, con razón, decía Santa Teresa: "Si no te hallas preparado para morir, teme tener una mala muerte…".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Gracias os doy, Dios mío, por el tiempo que me concedéis para remediar los desórdenes de mi vida pasada. Si en este momento me enviarais la muerte, una de mis mayores penas sería el pensar en el tiempo perdido…

¡Ah, Señor mío, me disteis el tiempo para amaros, y le he invertido en ofenderos!… Merecí que me enviarais al infierno desde el primer momento en que me aparté de Vos; pero me habéis llamado a penitencia y me habéis perdonado. Prometí no ofenderos más, ¡y cuántas veces he vuelto a injuriaros y Vos a perdonarme!… ¡Bendita sea eternamente vuestra misericordia! Si no fuera infinita, ¿cómo hubiera podido sufrirme así? ¿Quién pudiera haber tenido conmigo la paciencia que Vos tenéis?…

¡Cuánto me pesa haber ofendido a un Dios tan bueno!… Carísimo Salvador mío, aunque sólo fuera por la paciencia que habéis tenido para conmigo, debería yo estar enamorado de Vos. No permitáis nuevas ingratitudes mías al amor que me habéis demostrado. Desasidme de todo y atraedme a vuestro amor…

No, Dios mío; no quiero perder más el tiempo que me dais para remediar el mal que hice, sino emplearle todo él en amaros y serviros. Os amo, Bondad infinita, y espero amaros eternamente.

Gracias mil os doy, Virgen María, que habéis sido mi abogada para alcanzarme este tiempo de vida. Auxiliadme ahora y haced que le invierta por completo en amar a Vuestro Hijo, mi Redentor, y a Vos, Reina y Madre mía.

PUNTO 2

Nada hay más precioso que el tiempo, ni hay cosa menos estimada ni más despreciada por los mundanos. De ello se lamentaba San Bernardo, y añadía: "Pasan los días de salud, y nadie piensa que esos días desaparecen y no vuelven jamás". Ved aquel jugador que pierde días y noches en el juego. Preguntadle qué hace, y os responderá: "Pasando el tiempo". Ved aquel desocupado que se entretiene en la calle, quizá muchas horas, mirando a los que pasan, o hablando obscenamente o de cosas inútiles. Si le preguntan qué está haciendo, os dirá que no hace más que pasar el tiempo. ¡Pobres ciegos, que pierden tantos días, días que nunca volverán!

¡Oh tiempo despreciado!, tú serás lo que más deseen los mundanos en el trance de la muerte… Querrán otro año, otro mes, otro día más; pero no les será dado, y oirán decir que ya no habrá más tiempo (Ap. 10, 6). ¡Cuánto no daría cualquiera de ellos para alcanzar una semana, un día de vida, y poder mejor ajustar las cuentas del alma!… "Sólo por una hora más -dice San Lorenzo Justiniano- darían todos sus bienes". Pero no obtendrán esa hora de tregua… Pronto dirá el sacerdote que los asista: "Apresúrate a salir de este mundo; ya no hay más tiempo para ti".

Por eso nos exhorta el profeta (Ecl. 12, 1-2) a que nos acordemos de Dios y procuremos su gracia antes que se nos acabe la luz… ¡Qué angustia no sentirá un viajero al advertir que perdió su camino cuando, por ser ya de noche, no sea posible poner remedio!… Pues tal será la pena, al morir, de quien haya vivido largos años sin emplearlos en servir a Dios. Vendrá la noche cuando nadie podrá ya operar (Jn. 9, 4). Entonces la muerte será para él tiempo de noche, en que nada podrá hacer. "Clamó contra mí el tiempo" (Lm. 1, 15).

La conciencia le recordará cuánto tiempo tuvo, y cómo le gastó en daño del alma; cuántas gracias recibió de Dios para santificarse, y no quiso aprovecharse de ellas; y además verá cerrada la senda para hacer el bien.

Por eso dirá gimiendo: "¡Oh, cuán loco fui!… ¡Oh tiempo perdido en que pude santificarme!… Mas no lo hice, y ahora ya no es tiempo…" ¿Y de qué servirán tales suspiros y lamentos cuando el vivir se acaba y la lámpara se va extinguiendo, y el moribundo se ve próximo al solemne instante de que depende la eternidad?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah, Jesús mío! Toda vuestra vida empleasteis en salvar mi alma; ni un solo momento dejasteis de ofreceros por mí al Eterno Padre para alcanzarme perdón y salvación… Y yo, al cabo de tantos años de vida en el mundo, ¿cuántos he empleado en serviros? ¡Todos los recuerdos de mis actos me traen remordimientos de conciencia! El mal fue mucho. El bien, poquísimo y lleno de imperfecciones, de tibieza, amor propio y distracción. ¡Ah, Redentor mío, he sido así porque olvidé lo que por mí hicisteis! Os olvidé, Señor, pero Vos no me olvidasteis, sino que vinisteis a buscarme y me ofrecisteis vuestro amor repetidas veces, mientras yo huía de Vos.

Aquí estoy, ¡oh buen Jesús!, no quiero resistir más, ni pensar que me abandonaréis. Duélome, ¡oh Soberano Bien!, de haberme separado de Vos por el pecado. Os amo, Bondad infinita, digna de infinito amor. No permitáis que vuelva a perder el tiempo que vuestra misericordia me concede. Acordaos siempre, amado Salvador mío, del amor que me tenéis y de los dolores que por mí padecisteis.

Haced que de todo me olvide en esta vida que me queda, excepto de pensar sólo en amaros y complaceros. Os amo, Jesús mío, mi amor y mi todo. Y os prometo hacer frecuentísimos actos de amor. Concededme la santa perseverancia, como espero confiadamente, por los merecimientos de vuestra preciosa Sangre…

Y en vuestra intercesión confío, ¡oh María, mi querida Madre!

PUNTO 3

Preciso es que caminemos por la vía del Señor mientras tenemos vida y luz (Jn. 12, 35), porque ésta luego se pierde en la muerte. Entonces no será ya tiempo de prepararse, sino de estar preparado (Lc. 12, 40). En la muerte nada se puede hacer: lo hecho, hecho está…

¡Oh Dios! ¡Si alguno supiese que en breve se había de fallar la causa de su vida o muerte, o de su hacienda toda, con cuanta diligencia buscaría un buen abogado, procuraría que los jueces conociesen bien las razones que le asistieran, y trataría de allegar medios de obtener sentencia favorable!… Y nosotros, ¿qué hacemos? Nos consta con incertidumbre que muy en breve, en el momento menos pensado, se ha de fallar la causa del mayor negocio que tenemos, es, a saber, del negocio de nuestra salvación eterna…, ¿y aún perdemos tiempo?

Quizá diga alguno: "Yo soy joven ahora; más tarde me convertiré a Dios". Pues sabed -respondo- que el Señor maldijo aquella higuera que halló sin frutos, aunque no era tiempo de tenerlos, como lo hace notar el Evangelio (Mc. 11, 13).

Con lo cual Jesucristo quiso darnos a entender que el hombre en todo tiempo, hasta en el de la juventud, debe producir frutos de buenas obras; de otro modo será maldito y no dará frutos en lo porvenir. Nunca jamás coma ya nadie de ti (Mc. 11, 14). Así dijo a aquél árbol el Redentor, y así maldice a quien Él llama y le resiste…

¡Cosa digna de admiración! Al demonio le parece breve el tiempo de nuestra vida, y no pierde ocasión de tentarnos. Descendió el diablo a vosotros con grande ira, sabiendo que tiene poco tiempo (Ap. 12, 12). ¡De suerte que el enemigo no desaprovecha ni un instante para perdernos, y nosotros no aprovechamos el tiempo para salvarnos!

Otro preguntará: "¿Qué mal hago yo?…" ¡Oh Dios mío! ¿Y no es ya un mal perder el tiempo en juegos o conversaciones inútiles, que de nada sirven a nuestra alma? ¿Acaso nos da Dios ese tiempo para que así le perdamos? No, dice el Espíritu Santo; la partecita de un buen don no se te pase (Ecl. 14, 14). Aquellos operarios de que habla San Mateo no hacían cosa alguna mala; solamente perdían el tiempo, y por ello les reprendió el dueño de la viña: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? (Mt. 20, 6).

En el día del juicio, Jesucristo nos pedirá cuenta de toda palabra ociosa. Todo tiempo que no se emplea por Dios es tiempo perdido. Y el Señor nos dice (Ecl. 9, 10): Cualquier cosa que pueda hacer tu mano, óbrala con instancia; porque ni obra, ni razón de sabiduría, ni ciencia, habrá en el sepulcro, adonde caminas aprisa

La venerable Madre Sor Juana de la Santísima Trinidad, hija de Santa Teresa, decía que en la vida de los Santos no hay día de mañana; que solamente la hay en la vida de los pecadores, pues siempre dicen: "Luego, luego", y así llegan a la muerte. He aquí ahora el tiempo favorable (2 Cor. 6, 2). Si hoy oyereis su voz, no queráis endurecer vuestros corazones (Sal. 94, 8). Hoy Dios te llama para el bien; hazle hoy mismo, pues mañana quizá no sea ya tiempo, o Dios no te llamará.

Y si, por desgracia, en la vida pasada has empleado el tiempo en ofender a Dios, procura llorarlo en el resto de tu vida mortal, como se propuso el rey Ezequías: Repasaré delante de ti todos mis años con amargura de mi alma (Is. 38. 15).

Dios te prolonga la vida para que repares el tiempo perdido: Redimiendo el tiempo, porque los días son malos (Ef. 5, 10); o bien, según comenta San Anselmo: "Recuperarás el tiempo si haces lo que descuidaste hacer".

San Jerónimo dice de San Pablo, que, aunque era el último de los Apóstoles, fue el primero en méritos por lo que hizo después de su vocación.

Consideremos siquiera que en cada instante podemos granjear mayor acopio de bienes eternos. Si nos concediesen tanto terreno como caminando en un día pudiéramos rodead, o tanto dinero como alcanzásemos a contar en un día, ¡con cuánta prisa procederíamos! Pues si podemos en un momento adquirir eternos tesoros, ¿por qué hemos de malgastar el tiempo? Lo que hoy puedas hacer, no digas que lo harás mañana, porque el día de hoy le habrás perdido y no volverá más.

Cuando San Francisco de Borja oía hablar de cosas mundanas, elevaba a Dios el corazón con santos afectos, de suerte que si le preguntaban luego su sentir acerca de lo que se había dicho, no sabía qué responder. Reprendiéronle por ello, y contestó que antes prefería parecer hombre de rudo ingenio que perder el tiempo vanamente.

AFECTOS Y SÚPLICAS

No, Dios mío; no quiero perder el tiempo que me habéis concedido por vuestra misericordia… He merecido verme en el infierno, gimiendo sin esperanza. Os doy, pues, fervorosas gracias por haberme conservado la vida. Deseo, en los días que me restan, vivir sólo para Vos.

Si estuviese en el infierno, lloraría desesperado y sin fruto. Ahora lloraré las ofensas que os hice, y llorándolas, sé de cierto que me perdonaréis, como lo asegura el Profeta (Is. 30, 19). En el infierno me sería imposible amaros; ahora os amo y espero que siempre os amaré. En el infierno jamás podría pedir vuestra gracia; ahora oigo que decís: Pedid y recibiréis (Jn. 16, 24).

Y puesto que aún me hallo en tiempo útil para pediros gracias, dos voy a demandaros: ¡oh Dios mío!, concededme la perseverancia en vuestro santo servicio, dadme vuestro amor, y luego haced de mí lo que quisierais. Haced que en todos los instantes de mi vida me encomiende siempre a Vos, diciendo: "Ayudadme, Señor… Señor, tened piedad de mí; haced que no os ofenda; haced que os ame…"

¡Virgen Santísima y Madre mía, alcanzadme la gracia de que siempre me encomiende a Dios y le pida su santo amor y la perseverancia!

CONSIDERACIÓN 12

Importancia de la salvación

Mas os rogamos, hermanos…,que hagáis vuestra hacienda.Ts. 4, 10-11

PUNTO 1

El negocio de la eterna salvación es, sin duda, para nosotros el más importante, y, con todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar un matrimonio… ¡Cuántos consejos, cuántas precauciones se toman! ¡No se come, no se duerme!…

Y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace y cómo se vive?… Nada suele hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades de fe, sino fabulosas invenciones poéticas.

¡Cuánta aflicción si se pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto cuidado para reparar el daño!… Si se extravía un caballo o un perro doméstico, ¡qué de afanes para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin embargo, ¡duermen, se ríen y huelgan!… ¡Rara cosa, por cierto!

No hay quien se avergüence de que le llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo común, causa rubor el olvidar el gran negocio de la salvación, que más que todo importa. Llaman ellos mismos sabios a los Santos porque atendieron exclusivamente a salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada a sus almas. "Mas vosotros -dice San Pablo-, vosotros, germanos míos, pensad sólo en el magno asunto de vuestra salvación, que es el de más alta importancia".

Persuadámonos, pues, de que la salud y felicidad eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparable si nos engañamos en él.

ES, sin disputa, el negocio más importante. Porque es el de mayor consecuencia, puesto que se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se pierde. "Debemos estimar el alma -dice San Juan Crisóstomo- como el más precioso de todos los bienes". Y para conocerlo, bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte para salvar nuestras almas (Jn. 3, 16). El Verbo Eterno no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (1Co. 6, 20).

De tal suerte, dice un Santo Padre, que no parece sino que el hombre vale tanto cuanto vale Dios. Por eso dice Nuestro Señor Jesucristo (Mt. 16, 26): ¿Qué cambio dará el hombre por su alma? Si el alma, pues, vale tan alto precio, ¿por cuál bien del mundo podrá cambiarla el hombre perdiéndola?

Razón tenía San Felipe Neri al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma. Si hubiese en la tierra hombres mortales y hombres inmortales, y aquéllos viesen que los segundos se aplicaban afanosamente a las cosas del mundo, buscando honores, riquezas y placeres terrenales, sin duda les dirían: "¡Cuán locos sois! Pudierais adquirir bienes eternos, y no pensáis más que en esas cosas míseras y deleznables, y por ellas os condenaréis a dolor perdurable en la otra vida!… ¡Dejadlas, pues, que en esos bienes sólo deben pensar los desventurados que, como nosotros, saben que todo se les acaba con la muerte!…" ¡Pero no es así, que todos somos inmortales!…

¿Cómo habrá, por tanto, quien por los miserables placeres de la tierra pierda su alma?… ¿Cómo puede ser -dice Salviano- que los cristianos crean en el juicio, en el infierno y en la eternidad y vivan sin temor?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¿En qué he invertido tantos años de vida que me concedisteis con el fin de que me procurase la salvación eterna?… Vos, Redentor mío, comprasteis mi alma con vuestra Sangre y me la disteis para que la salvase; mas yo sólo he atendido a perderla, ofendiéndoos a Vos, que tanto me habéis amado.

De todo corazón os agradezco que todavía me deis tiempo de remediar el mal que hice. Perdí el alma y vuestra santa gracia; me arrepiento, Señor, y aborrezco de veras mis pecados. Perdonadme, pues, que yo resuelvo firmemente preferir en lo sucesivo perderlo todo, hasta la misma vida, antes que perder vuestra amistad. Os amo sobre todas las cosas y propongo amaros siempre, ¡oh Bien Sumo, digno de infinito amor!

Ayudadme, Jesús mío, para que ésta mi resolución no sea como mis propósitos pasados, que fueron otras tantas traiciones. Hacedme morir antes que vuelva a ofenderos y a dejar de amaros…

¡Oh María, mi esperanza, salvadme Vos, obteniendo para mí el don de la perseverancia!

PUNTO 2

La eterna salvación, no sólo es el más importante, sino el único negocio que tenemos en esta vida (Lc. 10, 42). San Bernardo lamenta la ceguedad de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a asuntos mundanos. Mayores locuras son las necias puerilidades de los hombres. "¿Qué aprovecha al hombre -dice el Señor (Mt. 16, 26)- si ganare todo el mundo y perdiere su alma?".

Si tú te salvas, hermano mío, nada importa que en el mundo hayas sido pobre, afligido y despreciado. Salvándote se acabarán los males y serás dichoso por toda la eternidad. Mas si te engañas y te condenas, ¿de qué te servirá en el infierno haber disfrutado de cuantos placeres hay en la tierra, y haber sido rico y respetado? Perdida el alma, todo se pierde: honores, divertimentos y riquezas.

¿Qué responderás a Jesucristo en el día del juicio? Si un rey enviase a una gran ciudad un embajador para tratar de algún gran negocio, y ese enviado, en vez de dedicarse allí al asunto de que ha sido encargado, sólo pensara en banquetes, comedias y espectáculos, y por ello la negociación fracasara, ¿qué cuenta podría dar luego al rey? Pues, ¡oh Dios mío!, ¿qué cuenta habrá de dar al Señor en el día del juicio quien puesto en este mundo, no para divertirse, ni enriquecerse, ni alcanzar honras, sino para salvar el alma, a todo, menos a su alma, hubiere atendido?

Sólo en lo presente piensan los mundanos, no en lo futuro. Hablando en Roma una vez San Felipe Neri con un joven de talento, llamado Francisco Nazzera, le dijo así: "Tú, hijo mío, tendrás brillante fortuna: serás buen abogado; prelado después; luego, quizá Cardenal, y tal vez Pontífice; pero ¿y después?, ¿y después?" "Vamos -díjole al fin-, piensa en estas últimas palabras". Fuése Francisco a casa, y meditando en aquellas palabras: ¿y después?, ¿y después?, abandonó los negocios terrenos, apartóse del mundo y entró en la misma Congregación de San Felipe Neri, para no ocuparse más que en servir a Dios.

Tal es el único negocio, porque sólo un alma tenemos. Requirió cierto príncipe a Benedicto XII para que le concediese una gracia que no podía, sin pecado, ser otorgada. Y el Papa respondió al embajador: "Decid a vuestro príncipe que si yo tuviese dos almas, podría perder una por él y reservarme la otra para mí; pero como no tengo más que una, no quiero perderla".

San Francisco Javier decía que no hay en el mundo más que un solo bien y un solo mal. El único bien, salvarse; condenarse, el único mal.

La misma verdad exponía a sus monjas Santa Teresa, diciéndolas: "Hermanas mías, hay un alma y una eternidad"; esto es: hay un alma, y perdida ésta, todo se pierde; hay una eternidad, y el alma una vez perdida, para siempre lo está". Por eso rogaba David a Dios, y decía (Sal. 26, 4): Una sola cosa, Señor, os pido: salvad mi alma y nada más quiero).

Con temor y con temblor obrad vuestra salud (Fil. 2, 12). Quien no tiembla ni teme perderse, no se salvará. De suerte que, para salvarse, menester es trabajar y hacerse violencia (Mt. 11, 12). Para alcanzar la salvación, preciso es que, en la hora de la muerte, aparezca nuestra vida semejante a la de Nuestro Señor Jesucristo (Ro. 8, 29). Y para ello debemos esforzarnos en huir de las ocasiones de pecar, y además valernos de los medios necesarios para obtener la salvación.

"No se dará el reino a los vagabundos -dice San Bernardo-, sino a los que hubieren dignamente trabajado en el servicio de Dios". Todos querrían salvarse sin trabajo alguno. "El demonio -dice San Agustín- trabaja sin reposo para perdernos, ¿y tú, tratándose de tu bien o de tu mal perdurable, tanto te descuidas?".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! ¡Cuánto os agradezco el que hayáis permitido que me halle ahora a vuestros pies y no en el infierno, que tantas veces he merecido!

Mas ¿de qué me serviría la vida que me habéis conservado si yo continuase viviendo privado de vuestra gracia?… ¡Ah, nunca más sea así! Me he apartado de Vos, y os he perdido, ¡oh mi Sumo Bien!… Pero me arrepiento de todo corazón… ¡Ojalá hubiese muerto antes mil veces!

Os perdí, mas vuestro Profeta me asegura que sois todo bondad y que os dejáis hallar por las almas que os buscan. Si en lo pasado huí de Vos, ¡oh Rey de mi alma!, ahora os busco… A Vos sólo busco, Señor. Os amo con todo mi afecto. Acogedme, y no os desdeñéis de que os ame este corazón que en otro tiempo os despreció. Enseñadme lo que debo hacer para complaceros (Sal. 142, 10), que yo deseo ponerlo por obra.

¡Ah Jesús mío!, salvad esta alma que redimisteis con vuestra vida y vuestra Sangre. Dadme la gracia de amaros siempre en esta vida y en la otra. Así lo espero por vuestros merecimientos infinitos.

Y también, María Santísima, por vuestra poderosa intercesión.

PUNTO 3

Negocio importante, negocio único, negocio irreparable. "No hay error que pueda compararse -dice San Eusebio- al error de descuidar la eterna salvación". Todos los demás errores pueden tener remedio. Si se pierde la hacienda, posible es recobrarla por nuevos trabajos. Si se pierde un cargo, puede ser recuperado otra vez. Aun perdiendo la vida, si uno se salva, todo se remedió.

Mas para quien se condena no hay posibilidad de remedio. Una vez sólo se muere; una vez perdida el alma, perdióse para siempre. No queda más que el eterno llanto con los demás míseros insensatos del infierno, cuya pena y tormento mayor será el considerar que para ellos no hay tiempo ya de remediar su desdicha (Jer. 8, 20).

Preguntad a aquellos prudentes siervos del mundo, sumergidos ahora en el fuego infernal, preguntadles lo que sienten y piensan, si se regocijan de haber labrado su fortuna en la tierra, aun cuando se hallen condenados en la eterna prisión. Oíd cómo gimen, diciendo: Erramos, pues… (Sb. 5, 6). Mas, ¿de qué les sirve conocer su error cuando ya la condenación para siempre es irremediable?

¿Qué pesar no sentiría en este mundo el que, habiendo podido prevenir y evitar con poco trabajo la ruina de su casa, la viera un día derribada y considerase su propio descuido cuando no tuviera ya remedio posible?

Tal es la mayor aflicción de los condenados: pensar que han perdido su alma y se han condenado por culpa suya (Os. 13, 9). Dice Santa Teresa que si alguno pierde por su culpa un vestido, un anillo, una fruslería, pierde la paz y, a veces, ni come ni duerme.

¡Cuál será, pues, oh Dios mío, la angustia del condenado cuando, al entrar en el infierno y verse ya sepultado en aquella cárcel de tormentos, piense en su desdicha y considere que no ha de hallar en toda la eternidad remedio alguno! Sin duda, exclamará: "Perdí el alma y la gloria; perdí a Dios, lo perdí todo para siempre, ¿y por qué?, ¡por culpa mía!".

Y si alguno dijere: "Mas, aunque cometa este pecado, ¿por qué me he de condenar?… ¿Acaso no podré todavía salvarme?", le responderé: "Podrás condenarte, quizá". Y aún añadiré que es más probable tu condenación, porque la Escritura amenaza con ese tremendo castigo a los pecadores obstinados, como tú lo eres en este instante. "¡Ay de los hijos que desertan!" (Is. 30, 1) -dice el Señor-. "¡Ay de ellos, que se apartaron de Mí!" (Os. 7, 13).

A lo menos, con ese pecado que cometes, ¿no pones en gran peligro y duda tu salvación eterna? ¿Y es tal este negocio que así puede arriesgarse? "No se trata de una casa, de una ciudad, de un cargo; se trata -dice San Juan Crisóstomo- de padecer una eternidad de tormentos y de perder la gloria perdurable". Y este negocio, que para ti lo es todo, ¿quieres arriesgarlo en un puede ser? "¿Quién sabe -replicas-, quién sabe si me condenaré? Yo espero que Dios, más tarde, me perdonará". Pero ¿y entre tanto?… Entre tanto, por ti mismo te condenas al infierno. ¿Te arrojarías a un pozo diciendo: Tal vez me libraré de la muerte? Seguramente que no. Pues ¿cómo fundas tu eterna salvación en tan débil esperanza, en un quién sabe?

¡Oh! ¡Cuántos por esa maldita, falsa, esperanza se han condenado!… ¿No sabes que la esperanza de los obstinados en pecar no es tal esperanza, sino presunción y engaño, que no promueven la misericordia de Dios, antes bien provocan su enojo?

Si dices que ahora no confías en resistir a las tentaciones y a la pasión dominante, ¿cómo resistirás luego, cuando en vez de aumentarse te falte la fuerza por el hábito de pecar? Pues, por una parte, el alma estará más ciega y más endurecida en su maldad, y por otra, carecerá del auxilio divino… ¿Acaso esperas que Dios haya de acrecentarte sus luces y gracias después que tú hayas aumentado sin límites tus faltas y pecados?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús mío! Atendiendo a la muerte que por mí padeciste, aumentad mi esperanza. Temo que, en el fin de mi vida, el demonio quiera inspirarme desesperación espantosa en vista de las innumerables traiciones que para con Vos he cometido. ¡Cuántas promesas he hecho de no ofenderos más, movido por las luces que me habéis dado, y luego he vuelto a apartarme de Vos esperando que me perdonaríais! De suerte que no me habéis castigado, ¡y por eso mismo os he ofendido tanto! ¡Porque habéis tenido piedad de mí, os hice todavía mayores ultrajes!

Dadme, Redentor mío, antes que salga de esta vida, profundo y verdadero dolor de mis pecados. Duélome, ¡oh Suma Bondad!, de haberos ofendido, y prometo firmemente antes morir mil veces que apartarme de Vos…

Mas, entre tanto, permitid que oiga aquellas palabras que dijisteis a la Magdalena: Tus pecados están perdonados (Lc. 7, 48), e inspiradme gran dolor de mis culpas antes que llegue el trance de la muerte. De no ser así, temo que ese trance habrá de traerme inquietud y desdicha. En aquel solemne instante, no me cause espanto tu presencia, ¡oh Jesús mío crucificado! (Jer. 17, 17).

Si muriese ahora, antes de llorar mis culpas, antes de amaros, vuestras llagas y vuestra Sangre más bien me darían temor que esperanza. No os pido, pues, consuelo y bienes de la tierra en lo que me reste de vida. Os pido sólo amor y dolor. Oídme, amadísimo Salvador mío, por aquel amor que os hizo sacrificar por mí la vida en el Calvario…

¡María, Madre mía, alcanzadme estas gracias, unidas a la de perseverar hasta la muerte!

CONSIDERACIÓN 13

Vanidad del mundo

¿Qué aprovecha al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?Mt. 16, 26

PUNTO 1

En un viaje por mar, cierto antiguo filósofo, llamado Aristipo, naufragó con la nave en que iba, y él perdió cuantos bienes llevaba. Mas pudo llegar salvo a tierra, y los habitantes del país al que arribó, entre los cuales gozaba Aristipo gran fama por su ciencia, le proveyeron de tantos bienes como había perdido. Por lo cual escribió luego a sus amigos y compatriotas encomendándoles, con su ejemplo, que sólo atendiesen a proveerse de aquellos bienes que ni aun con los naufragios se pueden perder.

Esto mismo nos avisan desde la otra vida nuestros deudos y amigos que llegaron a la eternidad. Nos advierten que en este mundo procuremos, ante todo, adquirir los bienes que ni aun con la muerte se pierden. Día de perdición se llama el día de la muerte, porque en él hemos de perder los honores, riquezas y placeres, todos los bienes terrenales. Por esta razón dice San Ambrosio que no podemos llamar nuestros a tales bienes, puesto que no podemos llevarnos con nosotros a la otra vida, y que sólo las virtudes nos acompañan a la eternidad.

¿De qué sirve, pues -dice Jesucristo (Mt. 16, 26)-, ganar todo el mundo, si en la hora de la muerte, perdiendo el alma, se pierde todo?… ¡Oh! ¡A cuántos jóvenes hizo esta gran máxima encerrarse en el claustro! ¡A cuántos anacoretas condujo al desierto! ¡A cuántos mártires movió para dar la vida por Cristo!

Con estas máximas, San Ignacio de Loyola ganó para Dios innumerables almas, singularmente la hermosísima de San Francisco Javier, que se hallaba en París, ocupado allí en mundanos pensamientos. "Piensa, Francisco -dijo un día el Santo-, piensa que el mundo es traidor, que promete y no cumple, mas aunque cumpliere lo que promete, jamás podrá satisfacer tu corazón. Y aun suponiendo que le satisficiere, ¿cuánto durará esa ventura? ¿Podrá durar más que tu vida? Y al fin de ella, ¿llevarás tu dicha a la eternidad? ¿Hay algún poderoso que haya llevado a la otra vida ni una moneda ni un criado para su servicio? ¿Hay algún rey que tenga allí un pedazo de púrpura para engalanarse?…".

Con estas consideraciones, San Francisco Javier se apartó del mundo, siguió a San Ignacio de Loyola y fue un gran santo.

Vanidad de vanidades (Ecl. 1, 2), así llamó Salomón a todos los bienes del mundo cuando por experiencia, como él mismo confesó (Ecl. 2, 10), hubo conocido todos los placeres que hay en la tierra. Sor Margarita de Santa Ana, carmelita descalza, hija del emperador Rodolfo II, decía: "¿De qué sirven los tronos en la hora de la muerte?…".

¡Cosa admirable! Temen los Santos al pensar en su salvación eterna. Temía el Padre Séñeri, que, lleno de sobresalto, preguntaba a su confesor: "¿Qué decís, Padre; me salvaré?".

Temblaba San Andrés Avelino cuando, gimiendo, exclamaba: "¡Quién sabe si me salvaré!".

Idéntico pensamiento afligía a San Luis Beltrán, y le movía muchas noches a levantarse del lecho, diciendo: "¡Quién sabe si me condenaré!…".

¡Y con todo, los pecadores viven condenados, y duermen, y ríen, y se regocijan!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús, Redentor mío! De todo corazón os agradezco que me hayáis dado a conocer mi locura y el mal que cometí apartándome de Vos, que por mí disteis la Sangre y la vida. No merecíais, en verdad, que os tratase como os he tratado.

Si ahora llegase mi muerte, ¿qué hallaría en mí sino pecados y remordimientos de conciencia que me harían morir abrumado de angustia?

Confieso, Salvador mío, que obré mal, que me engañé a mí mismo, trocando el Sumo Bien por los míseros placeres del mundo. Arrepiéntome con todo mi corazón, y os ruego que, por los dolores que en la cruz sufristeis, me deis a mí tan gran dolor de mis pecados, que por él llore en todo el resto de mi vida las culpas que cometí. Perdonadme, Jesús mío, que yo prometo no ofenderos más y amaros siempre.

Harto sé que no soy digno de vuestro amor, porque le desprecié mil veces; pero sé también que amáis a quien os ama (Pr. 8, 17). Yo os amo, Señor; amadme Vos a mí. No quiero perder de nuevo vuestra amistad y gracia, y renuncio a todos los placeres y grandezas del mundo con tal que me améis…

Oídme, Dios mío, por amor de Jesucristo, que Él os ruega no me arrojéis de vuestro corazón. A Vos del todo me ofrezco y os consagro mi vida, mis bienes, mis sentidos, mi alma, mi cuerpo, mi voluntad y mi libertad. Aceptadlo, Señor; no lo rechacéis (Sal. 50, 13), como merezco, por haber rechazado yo tantas veces vuestro amor…

Virgen Santísima, Madre mía, rogad por mí a Jesús. En vuestra intercesión confío.

PUNTO 2

Menester es pesar los bienes en la balanza de Dios, no en la del mundo, que es falsa y engañosa (Sal. 61, 10). Los bienes del mundo son harto miserables, no satisfacen al alma y acaban pronto. Mis días huyeron más veloces que un correo; pasaron como naves… (Jb. 9, 25).

Pasan y huyen veloces los breves días de esta vida; y de los placeres de la tierra ¿qué resta después? Pasaron como naves. No deja la nave en pos de sí ni aun rastro de su paso (Sb. 5, 10).

Preguntemos a tantos ricos, letrados, príncipes, emperadores que están en la eternidad qué hallan allí de sus pasadas grandezas, pompas y delicias terrenales. Todos responden: Nada, nada. "Vosotros, hombres -dice San Agustín-, consideráis solamente los bienes que posee aquel grande; considerad también qué cosa lleva consigo al sepulcro: un cadáver pestilente y una mortaja, que con él se pudrirá".

De los poderosos que mueren apenas si se oye hablar un poco de tiempo; después, hasta su memoria se pierde (Sal. 9, 7). Y si van al infierno, ¿qué harán y dirán allí?… Gemirán, diciendo: ¿De qué nos ha servido nuestro lujo y riquezas, si ahora todo ello pasó ya como sombra (Sb. 5, 8-9), y nada nos queda, sino penas, llanto y desesperación sin fin?

"Los hijos de este siglo más sabios son en sus negocios que los hijos de la luz" (Lc. 16, 8). Pasma el considerar cuán prudentes son los mundanos en las cosas de la tierra. ¡A qué trabajos no dan cima para alcanzar honras y bienes! ¡Con qué solicitud se ocupan en conservar la salud del cuerpo!… Escogen y emplean los medios más útiles, los más afamados médicos, los mejores remedios, el clima mejor…, y, sin embargo, ¡cuán descuidados son para el alma!… Y con todo, cierto es que la salud, honras y hacienda han de acabarse un día, mientras que el alma, lo eterno, no tiene fin.

"Observemos -dice San Agustín- cuánto padece el hombre por las cosas que ama desordenadamente". ¿Qué no padecen los vengativos, ladrones y deshonestos para llevar a cabo sus malvados designios? Y para el bien del alma nada quieren sufrir.

¡Oh Dios! A la luz de la candela que en la hora de la muerte se enciende, en aquel tiempo de grandes verdades, conocen y confiesan su gran locura los mundanos. Entonces desearían haber dejado a tiempo todas las cosas y haber sido santos.

El Pontífice León XI decía, moribundo: "Más que ser Papa, me hubiera valido ser portero de mi convento". Honorio III, Pontífice también, exclamó al morir: "Mejor hubiera hecho quedándome en la cocina de mi comunidad para lavar vajilla".

Felipe II, rey de España, llamó a su hijo en la hora de la muerte, y, apartando la ropa que le cubría, mostróle el pecho, cubierto de gusanos, y le dijo: "Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban las grandezas del mundo". Y luego exclamó: "¡Pluguiese a Dios que hubiera yo sido lego de cualquier religión y no monarca!". Hizo después que le pusieran al cuello una cruz de madera; ordenó las cosas de su muerte, y dijo a su heredero: "He querido, hijo mío, que fueseis testigo de este acto para que vieseis cómo, al fin de la vida, trata el mundo aun al os reyes. Su muerte es igual a la de los más pobres de la tierra. El que mejor hubiere vivido es quien logrará con Dios más alto favor".

Y este mismo hijo, que fue después Felipe III, al morir, aún joven, de cuarenta y tres años de edad, dijo: "Cuidad, súbditos míos, de que en el sermón de mis funerales sólo se predique este espectáculo que veis. Decid que en la muerte no sirve el ser rey sino para tener mayor tormento por haberlo sido… ¡Ojalá que en vez de ser rey hubiera vivido en un desierto, sirviendo a Dios!… ¡Iría ahora con más esperanza a presentarme ante su tribunal, y no correría tanto riesgo de condenarme!…".

Mas ¿de qué valen tales deseos en el trance de la muerte, sino para mayor desesperación y pena de quien no haya en vida amado a Dios?

Por esto decía Santa Teresa: "no se ha de tener en cuenta lo que se acaba con la vida. La verdadera vida es vivir de manera que no se tema la muerte…".

De suerte que si queremos comprender lo que son los bienes terrenales, mirémoslos como si estuviéramos en el lecho mortuorio, y digamos luego: "Aquellas rentas, honores y placeres se acabarán un día. Menester es, pues, que procuremos santificarnos y enriquecernos sólo con los únicos bienes que han de acompañarnos siempre y han de hacernos dichosos por toda la eternidad".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Redentor mío!… Habéis sufrido por amarme tantos trabajos e ignominias, y yo he amado tanto los placeres y vanidades del mundo, que por ellos mil veces he pisoteado vuestra gracia. Mas ya que cuando os desprecié no dejabais Vos de buscarme, no puedo temer, Jesús mío, que me abandonéis ahora que os busco y os amo con todo mi corazón, me duelo más de haberos ofendido que si hubiese padecido cualquier otro mal.

¡Oh Dios de mi alma! No quiero ofenderos nuevamente ni en lo más mínimo. Haced que conozca lo que os desagrada, y no lo haré por nada del mundo. Haced que sepa lo que he de hacer para serviros, y lo pondré por obra. Amaros quiero de veras; y por Vos, Señor, abrazaré gustoso cuantos dolores y cruces me enviéis. Dadme la resignación que necesito. Quemad, cortad… Castigadme en esta vida, a fin de que en la otra pueda amaros eternamente.

María, Madre mía, a Vos me encomiendo; no dejéis de rogar a Jesús por mí.

PUNTO 3

El tiempo es breve…; los que usan de este mundo, sea como si no usasen de él, porque pasa la figura de este mundo… (1Cor. 7, 31). ¿Qué otra cosa es nuestra vida temporal sino una escena que pasa y se acaba en seguida? Pasa la figura de este mundo, es decir, la apariencia, la escena de comedia. "El mundo es como una escena -dice Cornelio a Lápide-; pasa una generación, y otra le sucede. Quien representó el papel de rey no llevará consigo la púrpura. Dime, ¡oh ciudad, oh casa!, ¿cuántos señores tuviste?".

No bien acaba la comedia, el que hizo el papel de rey no es ya rey, ni el señor es ya señor. Ahora poseéis esa granja o palacio; pero llegará la muerte, y otros serán dueños de todo.

La hora funesta de la muerte trae consigo el olvido y fin de todas las grandezas, honras y vanidades del mundo (Ecl. 11, 29). Casimiro, rey de Polonia, murió de repente, y cuando acercaba los labios a una copa para beber. Rápidamente se le acabó la escena del mundo…

El emperador Celso fue asesinado a los ochos días de haber sido elevado al trono, y así acabó para Celso la escena de la vida. Ladislao, rey de Bohemia, joven de dieciocho años, estaba esperando a su esposa, hija del rey de Francia, y preparando grandes festejos, cuando una mañana le combatió un vehementísimo dolor, y murió de ello. Por lo cual enviaron correos en seguida, con el fin de advertir a la esposa que retornase a Francia, pues la comedia del mundo había acabado para Ladislao…

Este pensamiento de la vanidad del mundo hizo santo a Francisco de Borja, el cual (como en otro lugar dijimos), al ver el cadáver de la emperatriz Isabel, muerta en medio de las grandezas y en la flor de la juventud, resolvió entregarse del todo a Dios, diciendo: "¿Así, pues, acabaron las grandezas y coronas del mundo?… No más servir a señor que se me pueda morir".

Procuremos, pues, vivir de tal modo que en nuestra muerte no se nos pueda decir lo que se dijo al necio mencionado en el Evangelio (Lc. 12, 20): Necio, esta misma noche han de exigir de ti la entrega de tu alma; lo que has allegado, ¿para quién será? Y luego añade San Lucas (12, 21): Esto es lo que sucede al que atesora para sí y no es rico a los ojos de Dios.

Más adelante dice (Mt. 6, 20): Haceos un tesoro en el Cielo que jamás se agote, a donde no llegan los ladrones ni roe la polilla; o sea: procurad enriqueceros no con los bienes del mundo, sino de Dios, con virtudes y méritos que eternamente durarán con vosotros en el Cielo.

Atendamos, pues, a alcanzar el gran tesoro del divino amor. "¿Qué tiene el rico si no tiene caridad? Y si el pobre tiene caridad, ¿qué no tiene?", dice San Agustín. El que tiene todas las riquezas y no posee a Dios, es el más pobre del mundo. Mas el pobre que posee a Dios, todo lo posee… ¿Y quién posee a Dios? El que le ama. Quien permanece en caridad, en Dios permanece, y Dios en él (1Jn. 4, 16).

AFECTOS Y SÚPLICAS

No quiero, Dios mío, que el demonio vuelva a tener dominio en mi alma, sino que Vos seáis mi único dueño y Señor. Dejarlo quiero todo para alcanzar vuestra gracia, más estimada por mí que mil coronas y mil reinos. ¿Y a quién he de amar sino a Vos, infinitamente amable, bien infinito, belleza, bondad, amor infinito?

Por las criaturas os dejé en la vida pasada, y esto es y será siempre para mí dolor profundo, que me atravesará el corazón, por haberos ofendido a Vos, que tanto me habéis amado. Pero ya que me habéis atraído con vuestra gracia, espero que no he de verme nuevamente privado de vuestro amor. Recibid, ¡oh amor mío!, toda mi voluntad y todas mis cosas, y haced de mí lo que os agrade. Os pido perdón por mis culpas y desórdenes pasados. Jamás me quejaré de lo que dispongáis, porque sé que todo ello es santo y ordenado para mi bien.

Disponed, pues, Dios mío, lo que os plazca, y yo prometo recibirlo con alegría y daros por todo rendidas gracias. Haced que os ame, y nada más pediré… No bienes, ni honores, ni mundo; a mi Dios, sólo a mi Dios quiero.

Y Vos, bienaventurada Virgen María, modelo y dechado de amor a Dios, alcanzadme que, siquiera en el resto de mi vida, os acompañe en ese amor. En Vos, Señora confío.

CONSIDERACIÓN 14

La vida presente es un viaje a la eternidad

Irá el hombre a la casa de su eternidad.Ecl. 12, 5

PUNTO 1

Al considerar que en este mundo tantos malvados viven prósperamente, y tantos justos, al contrario, viven llenos de tribulaciones, los mismos gentiles con el solo auxilio de la luz natural, conocieron la verdad de que existiendo Dios, y siendo Dios justísimo, debe haber otra vida en que los impíos sean castigados y premiados los buenos.

Pues esto mismo que los gentiles conocieron con las luces de la razón, nosotros los cristianos lo confesamos también por la luz de la fe: No tenemos aquí ciudad permanente, mas buscamos la que está por venir (He. 13, 14).

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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