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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

  1. Retrato de un hombre que acaba de morir
  2. Todo acaba con la muerte
  3. Brevedad de la vida
  4. Certidumbre de la muerte
  5. Incertidumbre de la hora de la muerte
  6. Muerte del pecador
  7. Sentimientos de un moribundo no acostumbrado a considerar la meditación de la muerte
  8. Muerte del justo
  9. Paz del justo a la hora de la muerte
  10. Medios de prepararse para la muerte
  11. Valor del tiempo
  12. Importancia de la salvación
  13. Vanidad del mundo
  14. La vida presente es un viaje a la eternidad
  15. Malicia del pecado mortal
  16. Misericordia de Dios
  17. Abuso de la divina misericordia
  18. Del número de los pecados
  19. Del inefable bien de la gracia divina y del gran mal de la enemistad con Dios
  20. Locura del pecador
  21. Vida infeliz de pecadores y vida dichosa del que ama a Dios
  22. Los malos hábitos
  23. Engaños que el enemigo sugiere al pecador
  24. Del juicio particular
  25. Del juicio universal
  26. De las penas del infierno
  27. De la eternidad del infierno
  28. Remordimientos del condenado
  29. De la gloria
  30. De la oración
  31. De la perseverancia
  32. De la confianza en la protección de María Santísima
  33. El amor de Dios
  34. De la Sagrada Comunión
  35. De la amorosa permanencia de Cristo en el Santísimo Sacramento del Altar
  36. Conformidad con la voluntad de Dios

CONSIDERACIÓN PRIMERA

Retrato de un hombre que acaba de morir

Polvo eres y en polvo te convertirás

Gn. 3, 19

PUNTO 1

Considera que tierra eres y en tierra te has de convertir. Día llegará en que será necesario morir y pudrirse en una fosa, donde estarás cubierto de gusanos (Sal. 14, 11). A todos, nobles o plebeyos, príncipes o vasallos, ha de tocar la misma suerte. Apenas, con el último suspiro, salga el alma del cuerpo, pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se reducirá a polvo (Sal. 103, 29).

Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar. Mira aquél cadáver, tendido aún en su lecho mortuorio; la cabeza inclinada sobre el pecho; esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos; desencajadas las mejillas; el rostro de color de ceniza; los labios y la lengua de color de plomo; yerto y pesado el cuerpo… ¡Tiembla y palidece quien lo ve!… ¡Cuántos, sólo por haber contemplado a un pariente o amigo muerto, han mudado de vida y abandonado el mundo!

Pero todavía inspira el cadáver horror más intenso cuando comienza a descomponerse… Ni un día ha pasado desde que murió aquel joven, y ya se percibe un hedor insoportable. Hay que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que pronto lleven al difunto a la iglesia o al cementerio, y que le entierren en seguida, para que no inficione toda la casa… Y el que haya sido aquel cuerpo de un noble o un potentado no servirá, acaso, sino para que despida más insufrible fetidez, dice un autor.

¡Ved en lo que ha venido a parar aquel hombre soberbio, aquel deshonesto!… Poco ha, veíase acogido y agasajado en el trato de la sociedad; ahora es horror y espanto de quien le mira. Apresúranse los parientes a arrojarle de la casa, y pagan portadores para que, encerrado en su ataúd, se lo lleven y den sepultura… Pregonaba la fama no ha mucho el talento, la finura, la cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de haber muerto, ni aun su recuerdo se conserva (Sal. 9, 7).

Al oír la nueva de su muerte, limítanse unos a decir que era un hombre honrado; otros, que ha dejado a su familia con grandes riquezas. Contrístanse algunos, porque la vida del que murió les era provechosa; alégranse otros, porque esa muerte puede serles útil.

Por fin, al poco tiempo, nadie habla ya de él, y hasta sus deudos más allegados no quieren que de él se les hable, por no renovar el dolor. En las visitas de duelo se trata de otras cosas; y si alguien se atreve a mencionar al muerto, no falta un pariente que diga: "¡Por caridad, no me lo nombréis más!"

Considera que lo que has hecho en la muerte de tus deudos y amigos así se hará en la tuya. Entran los vivos en la escena del mundo a representar su papel y a recoger la hacienda y ocupar el puesto de los que mueren; pero el aprecio y memoria de éstos poco o nada duran. Aflígense al principio los parientes algunos días, mas en breve se consuelan por la herencia que hayan obtenido, y muy luego parece como que su muerte los regocija. En aquella misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde Jesucristo te habrá juzgado, pronto se celebrarán, como antes, banquetes y bailes, fiestas y juegos… Y tu alma, ¿dónde estará entonces?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Gracias mil os doy, oh Jesús y Redentor mío, porque no habéis querido que muriese cuando estaba en desgracia vuestra! ¡Cuántos años ha que merecía estar en el infierno!… Si hubiera muerto en aquel día, en aquella noche, ¿qué habría sido de mí por toda la eternidad?… ¡Señor!, os doy fervientes gracias por tal beneficio.

Acepto mi muerte en satisfacción de mis pecados, y la acepto tal y como os plazca enviármela. Mas ya que me habéis esperado hasta ahora, retardadla un poco todavía. Dadme tiempo de llorar las ofensas que os he hecho, antes que llegue el día en que habéis de juzgarme (Jb. 10, 20).

No quiero resistir más tiempo a vuestra voz… ¡Quién sabe si estas palabras que acabo de leer son para mí vuestro último llamamiento! Confieso que no merezco misericordia. ¡Tantas veces me habéis perdonado, y yo, ingrato, he vuelto a ofenderos! ¡Señor, ya que no sabéis desechar ningún corazón que se humilla y arrepiente, ved aquí al traidor que, arrepentido, a Vos acude! Por piedad, no me arrojéis de vuestra presencia (Sal. 50, 13).

Vos mismo habéis dicho: Al que viniere a mí no le desecharé. Verdad es que os he ofendido más que nadie, porque más que a nadie me habéis favorecido con vuestra luz y gracia. Pero la sangre que por mí habéis derramado me da ánimos y esperanza de alcanzar perdón si de veras me arrepiento… Sí, bien sumo de mi alma; me arrepiento de todo corazón de haberos despreciado.

Perdonadme y concededme la gracia de amaros en lo sucesivo. Basta ya de ofenderos. No quiero, Jesús mío, emplear en injuriaros el resto de mi vida; quiero sólo invertirle en llorar siempre las ofensas que os hice, y en amaros con todo mi corazón. ¡Oh Dios, digno de amor infinito!… ¡Oh María, mi esperanza, rogad a Jesús por mí!

PUNTO 2

Mas para ver mejor lo que eres, cristiano -dice San Juan Crisóstomo-, ve a un sepulcro, contempla el polvo, la ceniza y los gusanos, y llora. Observa cómo aquel cadáver va poniéndose lívido, y después negro. Aparece luego en todo el cuerpo una especie de vellón blanquecino y repugnante, de donde sale una materia pútrida, viscosa y hedionda, que cae por la tierra.

Nacen en tal podredumbre multitud de gusanos, que se nutren de la misma carne, a los cuales, a veces, se agregan las ratas para devorar aquel cuerpo, corriendo unas por encima de él, penetrando otras por la boca y las entrañas. Cáense a pedazos las mejillas, los labios y el pelo; descárnase el pecho, y luego los brazos y las piernas.

Los gusanos, apenas han consumido las carnes del muerto, se devoran unos a otros, y de todo aquel cuerpo no queda, finalmente, más que un fétido esqueleto, que con el tiempo se deshace, separándose los huesos y cayendo del tronco la cabeza. Reducido como a tamo de una era de verano que arrebató el viento… (Dn. 2, 35). Esto es el hombre: un poco de polvo que el viento dispersa.

¿Dónde está, pues, aquel caballero a quien llamaban alma y encanto de la conversación? Entrad en su morada; ya no está allí. Visitad su lecho; otro lo disfruta. Buscad sus trajes, sus armas; otros lo han tomado y repartido todo. Si queréis verle, asomaos a aquella fosa, donde se halla convertido en podredumbre y descarnados huesos…

¡Oh Dios mío! Ese cuerpo alimentado con tan delicados manjares, vestido con tantas galas, agasajado por tantos servidores, ¿se ha reducido a eso?

Bien entendisteis vosotros la verdad, ¡oh Santos benditos!, que por amor de Dios -fin único que amasteis en el mundo- supisteis mortificar vuestros cuerpos, cuyos huesos son ahora, como preciosas reliquias, venerados y conservados en urnas de oro. Y vuestras almas hermosísimas gozan de Dios, esperando el último día para unirse a vuestros cuerpos gloriosos, que serán compañeros y partícipes de la dicha sin fin, como lo fueron de la cruz en esta vida.

Tal es el verdadero amor al cuerpo mortal; hacerle aquí sufrir trabajos para que luego sea feliz eternamente, y negarle todo placer que pudiera hacerle para siempre desdichado.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡He aquí, Dios mío, a qué se reducirá este mi cuerpo, con que tanto os he ofendido: a gusanos y podredumbre! Mas no me aflige, Señor; antes bien, me complace que así haya de corromperse y consumirse esta carne, que me ha hecho perderos a Vos, mi sumo bien. Lo que me contrista es el haberos causado tanta pena por haberme procurado tan míseros placeres.

No quiero, con todo, desconfiar de vuestra misericordia. Me habéis guardado para perdonarme (Is. 30, 18), ¿no querréis, pues, perdonarme si me arrepiento?…

Me arrepiento, sí, ¡oh Bondad infinita!, con todo mi corazón, de haberos despreciado. Diré, con Santa Catalina de Génova: Jesús mío, no más pecados, no más pecados. No quiero abusar de vuestra paciencia. No quiero aguardar para abrazaros a que el confesor me invite a ello en la hora de la muerte. Desde ahora os abrazo, desde ahora os encomiendo mi alma.

Y como esta alma mía ha estado tantos años en el mundo sin amaros, dadme luces y fuerzas para que os ame en todo el tiempo de vida que me reste. No esperaré, no, para amaros, a que llegue la hora de mi muerte. Desde ahora mismo os abrazo y estrecho contra mi corazón, y prometo no abandonaros nunca… ¡Oh Virgen Santísima!, unidme a Jesucristo y alcanzadme la gracia de que jamás le pierda.

PUNTO 3

En esta pintura de la muerte, hermano mío, reconócete a ti mismo, y mira lo que algún día vendrás a ser: Acuérdate de que eres polvo y el polvo te convertirás. Piensa que dentro de pocos años, quizá dentro de pocos meses o días, no serás más que gusanos y podredumbre. Con tal pensamiento se hizo Job (17, 14) un gran santo. A la podredumbre dije: Mi padre eres tú, y mi madre y mi hermana a los gusanos.

Todo ha de acabar. Y si en la muerte pierdes tu alma, todo estará perdido para ti. Considérate ya muerto -dice San Lorenzo Justiniano-, pues sabes que necesariamente has de morir. Si ya estuvieses muerto, ¿qué no desearías haber hecho?… Pues ahora que vives, piensa que algún día muerto estarás.

Dice San Buenaventura que el piloto, para gobernar la nave, se pone en el extremo posterior de ella. Así, el hombre, para llevar buena y santa vida, debe imaginar siempre que se halla en la hora de morir. Por eso exclama San Bernardo: Mira los pecados de tu juventud, y ruborízate; mira los de la edad viril, y llora; mira los últimos desórdenes de la vida, y estremécete, y ponles pronto remedio.

Cuando San Camilo de Lelis se asomaba a alguna sepultura, decíase a sí mismo: "Si volvieran los muertos a vivir, ¿qué no harían por la vida eterna? Y yo, que tengo tiempo, ¿qué hago por mi alma?…" Por humildad decía esto el Santo; mas tú, hermano mío, tal vez con razón pudieras temer el ser aquella higuera sin fruto de la cual dijo el Señor: Tres años que vengo a buscar fruto a esta higuera, y no le hallo (Lc. 13, 7).

Tú, que estás en el mundo más de tres años ha, ¿qué frutos has producido?… Mirad -dice San Bernardo- que el Señor no busca solamente flores, sino frutos; es decir, que no se contenta con buenos propósitos y deseos, sino que exige santas obras.

Sabe, pues, aprovecharte de este tiempo que Dios, por su misericordia, te concede, y no esperes para obrar bien a que ya sea tarde, al solemne instante en que se te diga: ¡Ahora! Llegó el momento de dejar este mundo. ¡Pronto!… Lo hecho, hecho está.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Aquí me tenéis, Dios mío; yo soy aquel árbol que desde muchos años ha merecía haber oído de Vos estas palabras: Córtale, pues ¿para qué ha de ocupar terreno en balde?… (Lc. 13, 7). Nada más cierto, porque en tantos años como estoy en el mundo no os he dado más frutos que abrojos y espinas de mis pecados…

Mas Vos, Señor, no queréis que yo pierda la esperanza. A todos habéis dicho que quien os busca os halla (Lc. 11, 9). Yo os busco, Dios mío, y quiero recibir vuestra gracia. Aborrezco de todo corazón cuantas ofensas os he hecho, y quisiera morir por ellas de dolor.

Si en lo pasado huí de Vos, más aprecio ahora vuestra amistad que poseer todos los reinos del mundo. No quiero resistir más a vuestro llamamiento. Ya que es voluntad vuestra que del todo me dé a Vos, sin reserva a Vos me entrego todo… En la cruz os disteis todo a mí. Yo me doy todo a Vos.

Vos, Señor, habéis dicho: Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré (Jn. 14, 14). Confiado yo, Jesús mío, en esta gran promesa, en vuestro nombre y por vuestros méritos os pido vuestra gracia y vuestro amor. Haced que de ellos se llene mi alma, antes morada de pecados.

Gracias os doy por haberme inspirado que os dirija esta oración, señal cierta de que queréis oírme. Oídme, pues, ¡oh Jesús mío!, concededme vivo amor hacia Vos, deseo eficacísimo de complaceros y fuerza para cumplirle… ¡Oh María, mi gran intercesora, escuchadme Vos también, y rogad a Jesús por mí!

CONSIDERACIÓN 2

Todo acaba con la muerte

El fin llega; llega el fin

Ez. 7

PUNTO 1

Llaman los mundanos feliz solamente a quien goza de los bienes de este mundo, honras, placeres y riquezas. Pero la muerte acaba con toda esta ventura terrenal. ¿Qué es vuestra vida? Es un vapor que aparece por un poco (Stg. 4, 15).

Los vapores que la tierra exhala, si acaso, se alzan por el aire, y la luz del sol los dora con sus rayos, tal vez forman vistosísimas apariencias; mas, ¿cuánto dura su brillante aspecto?… Sopla una ráfaga de viento, y todo desaparece… Aquel prepotente, hoy tan alabado, tan temido y casi adorado, mañana, cuando haya muerto, será despreciado, hollado y maldito. Con la muerte hemos de dejarlo todo.

El hermano del gran siervo de Dios Tomás de Kempis preciábase de haberse edificado una bella casa. Uno de sus amigos le dijo que notaba en ella un grave defecto. "¿Cuál es?" -le preguntó aquél-. "El defecto -respondió el amigo- es que habéis hecho en ella una puerta". "¡Cómo! -dijo el dueño de la casa-, ¿la puerta es un defecto?" "Sí -replicó el otro-, porque por esa puerta tendréis algún día que salir, ya muerto, dejando así la casa y todas vuestras cosas.".

La muerte, en suma, despoja al hombre de todos los bienes de este mundo… ¡Qué espectáculo el ver arrojar fuera de su propio palacio a un príncipe, que jamás volverá a entrar en él, y considerar que otros toman posesión de los muebles, tesoros y demás bienes del difunto!

Los servidores le dejan en la sepultura con un vestido que apenas basta para cubrirle el cuerpo. No hay ya quien le atienda ni adule, ni, tal vez, quien haga caso de su postrera voluntad.

Saladino, que conquistó en Asia muchos reinos, dispuso, al morir, que cuando llevasen su cuerpo a enterrar le precediese un soldado llevando colgada de una lanza la túnica interior del muerto, y exclamando: "Ved aquí todo lo que lleva Saladino al sepulcro".

Puesto en la fosa el cadáver del príncipe, deshácense sus carnes, y no queda en los restos mortales señal alguna que los distinga de los demás. Contempla los sepulcros -dice San Basilio-, y no podrás distinguir quién fue el siervo ni quién el señor.

En presencia de Alejandro Magno, mostrábase Diógenes un día buscando muy solícito alguna cosa entre varios huesos humanos. "¿Qué buscas?" -preguntó Alejandro con curiosidad-. "Estoy buscando -respondió Diógenes- el cráneo del rey Filipo, tu padre, y no puedo distinguirle. Muéstramelo tú, si sabes hallarle".

Desiguales nacen los hombres en el mundo, pero la muerte los iguala, dice Séneca. Y Horacio decía que la muerte iguala los cetros y las azadas. En suma, cuando viene la muerte, finis venit, todo se acaba y todo se deja, y de todas las cosas del mundo nada llevamos a la tumba.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Señor, ya que dais luz para conocer que cuanto el mundo estima es humo y demencia, dadme fuerza para desasirme de ello antes que la muerte me lo arrebate. ¡Infeliz de mí, que tantas veces, por míseros placeres y bienes de la tierra, os he ofendido a Vos y perdido el bien infinito!…

¡Oh Jesús mío, médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma; curadla de las llagas que yo mismo abrí con mis pecados y tened piedad de mí! Sé que podéis y queréis sanarme, mas para ello también queréis que me arrepienta de las ofensas que os hice. Y como me arrepiento de corazón, curadme, ya que podéis hacerlo (Salmo 40, 5).

Me olvidé de Vos; pero Vos no me habéis olvidado, y ahora me dais a entender que hasta queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste (Ez. 18, 21). Las detesto y aborrezco sobre todos los males…

Olvidad, pues, Redentor mío, las amarguras de que os he colmado. Prefiero, en adelante, perderlo todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia… ¿De qué me servirían sin ella todos los bienes del mundo?

Dignaos ayudarme, Señor, ya que conocéis mi flaqueza… El infierno no dejará de tentarme: mil asaltos prepara para hacerme otra vez su esclavo. Mas Vos, Jesús mío, no me abandonéis. Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único dueño, que me ha creado, redimido y amado sin límites… Sois el único que merece amor, y a Vos solo quiero amar.

PUNTO 2

Felipe II, rey de España, estando a punto de morir, llamó a su hijo, y alzando el manto real con que se cubría, mostróle el pecho, ya roído de gusanos, y le dijo: Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban todas las grandezas de este mundo… Bien dice Teodoreto que la muerte no teme las riquezas, ni a los vigilantes, ni la púrpura; y que así de los vasallos como de los príncipes, se engendra la podredumbre y mana la corrupción. De suerte que todo el que muere, aunque sea un príncipe, nada lleva consigo al sepulcro. Toda su gloria acaba en el lecho mortuorio (Sal. 48, 18).

Refiere San Antonio que cuando murió Alejandro Magno exclamó un filósofo: "El que ayer hollaba la tierra, hoy es por la tierra oprimido. Ayer no le bastaba la tierra entera; hoy tiene bastante con siete palmos. Ayer guiaba por el mundo ejércitos innumerables; hoy unos pocos sepultureros le llevan al sepulcro.

Mas oigamos, ante todo, lo que nos dice Dios: ¿Por qué se ensoberbece el polvo y la ceniza? (Ecli. 10, 9). ¿Para qué inviertes tus años y tus pensamientos en adquirir grandezas de este mundo? Llegará la muerte y se acabarán todas esas grandezas y todos tus designios (Salmo 145, 4).

¡Cuán preferible fue la muerte de San Pedro el ermitaño, que vivió sesenta años en una gruta, a la de Nerón, emperador de Roma! ¡Cuánto más dichosa la muerte de San Félix, lego capuchino, que la de Enrique VIII, que vivió entre reales grandezas, siendo enemigo de Dios!

Pero es preciso atender a que los Santos, para alcanzar muerte semejante, lo abandonaron todo: patria, deleites y cuantas esperanzas el mundo les brindaba, y abrazaron pobre y menospreciada vida. Sepultáronse vivos sobre la tierra para no ser, al morir, sepultados en el infierno… Mas, ¿cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz viviendo, como viven, entre pecados, placeres terrenos y ocasiones peligrosas?

Amenaza Dios a los pecadores con que en la hora de la muerte le buscarán y no le hallarán (Jn. 7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la misericordia, sino el de la justa venganza (Dt. 32, 35).

Y la razón nos enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se acostumbró a rendirse y dejarse vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance? Necesitaría una extraordinaria y poderosa gracia divina que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La habrá merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo?… Y, sin embargo, trátase en tal ocasión de la desdicha o de la felicidad eternas…

¿Cómo es posible que, al pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje todo para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará según nuestras obras?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor! ¡Cuántas noches he pasado sin vuestra gracia!… ¡En qué miserable estado se hallaba entonces mi alma!… ¡La odiabais Vos, y ella quería vuestro odio! Condenado estaba ya al infierno; sólo faltaba que se ejecutase la sentencia…

Vos, Dios mío, siempre os habéis acercado a mí, invitándome al perdón. Mas ¿quién me asegurará que ya me habéis ahora perdonado? ¿Habré de vivir, Jesús mío, con este temor hasta que vengáis a juzgarme?… Con todo el dolor que siento por haberos ofendido, mi deseo de amaros y vuestra Pasión, ¡oh Redentor mío!, me hacen esperar que estaré en vuestra gracia. Arrepiéntome de haberos ofendido, ¡oh Soberano bien!, y os amo sobre todas las cosas. Resuelvo antes perderlo todo que perder vuestra gracia y vuestro amor.

Deseáis Vos que sienta alegría el corazón que os busque (1 Co. 16, 10). Detesto, Señor, las injurias que os hice; inspiradme confianza y valor. No me reprochéis más mi ingratitud, que yo mismo la conozco y aborrezco.

Dijisteis que no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez. 33, 11). Pues todo lo dejo, ¡oh Dios mío!, y me convierto a Vos, y os busco y os quiero y os amo sobre todas las cosas. Dadme vuestro amor, y nada más os pido…

¡Oh María, que sois mi esperanza, alcanzadme perseverancia en la virtud!

PUNTO 3

A la felicidad de la vida presente llamaba David (Salmo 72, 20) un sueño de quien despierta, y comentando estas palabras, escribe un autor: "Los bienes de este mundo parecen grandes; mas nada son de suyo, y duran poco, como el sueño, que pronto desaparece".

La idea de que todo se acaba con la muerte inspiró a San Francisco de Borja la resolución de entregarse por completo a Dios. Habíanle dado el encargo de acompañar hasta Granada el cadáver de la emperatriz Isabel, y cuando abrieron el ataúd, tales fueron el horrible aspecto que ofreció y el hedor que despedía, que todos los acompañantes huyeron.

Mas San Francisco, alumbrado por divina luz, quedóse a contemplar en aquel cadáver la vanidad del mundo, considerando cómo podía ser aquella su emperatriz Isabel, ante la cual tantos grandes personajes doblaban reverentes la rodilla. Preguntábase qué se habían hecho de tanta majestad y tanta belleza.

Así, pues, díjose a sí mismo: "¡En esto acaban las grandezas y coronas del mundo!… ¡No más servir a señor que se me pueda morir!…" Y desde aquel momento se consagró enteramente al amor del Crucificado, e hizo voto de entrar en Religión si antes que él moría su esposa; y, en efecto, cuando la hubo perdido, entró en la Compañía de Jesús.

Con verdad un hombre desengañado escribía en un cráneo humano: Cogitanti vilescunt omnia… Al que en esto piensa todo le parece vil… Quien medita en la muerte no puede amar la tierra… ¿Por qué hay tanto desdichado amador del mundo? Porque no piensan en la muerte…

¡Míseros hijos de Adán!, nos dice el Espíritu Santo (Sal. 4, 3), ¿por qué no desterráis del corazón los afectos terrenos, en los cuales amáis la vanidad y la mentira? La que sucedió a vuestros antepasados os acaecerá también a vosotros; en vuestro mismo palacio vivieron, en vuestro lecho reposaron; ya no están allí, y lo propio os ha de suceder. Entrégate, pues, a Dios, hermano mío, antes que llegue la muerte. No dejes para mañana lo que hoy puede hacer (Ecc. 9, 10); porque este día de hoy pasa y no vuelve; y en el de mañana pudiera la muerte presentársete, y ya nada te permitiría hacer.

Procura sin demora desasirte de lo que te aleja o puede alejarte de Dios. Dejemos pronto con el afecto estos bienes de la tierra, antes que l muerte por fuerza nos los arrebate. ¡Bienaventurados los que al morir están ya muertos a los afectos terrenales! (Ap. 14, 13). No temen éstos la muerte, antes bien, la desean y abrazan con alegría, porque en vez de apartarlos de los bienes que aman, los une al Sumo Bien, único digno de amor, que les hará para siempre felices.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Mucho os agradezco, amado Redentor mío, que me hayáis esperado. ¡Qué hubiera sido de mí si me hubierais hecho morir cuando tan alejado me hallaba de Vos! ¡Benditas sean para siempre vuestra misericordia y la paciencia con que me habéis tratado!…

Os doy fervientes gracias por los dones y luces con que me habéis enriquecido… Entonces no os amaba ni me cuidaba de que me amaseis. Ahora os amo con toda el alma, y mi mayor pena es el haber desagradado a vuestra infinita bondad. Atorméntame este dolor: ¡dulce tormento que me trae la esperanza de que me hayáis perdonado! ¡Ojalá hubiera muerto mil veces, dulcísimo Salvador mío, antes de haberos ofendido!… Me estremece el temor de que en lo futuro pudiera volver a ofenderos…

¡Ah, Señor! Enviadme la muerte más dolorosa que hubiere antes de que otra vez pierda vuestra gracia.

Esclavo fui del infierno; ahora vuestro siervo soy, ¡oh Dios de mi alma!… Dijisteis que amaríais a quien os amase… Pues yo os amo; soy vuestro y Vos sois mío… Y como pudiera perderos en lo porvenir, sólo os pido la gracia de que me hagáis morir antes que de nuevo os pierda… Y si tantos beneficios me habéis dado sin que yo los pidiera, no puedo temer me neguéis éste que os pido ahora. No permitáis, pues, que os pierda. Concededme vuestro amor, y nada más deseo…

¡María, esperanza mía, interceded por mí!

CONSIDERACIÓN 3

Brevedad de la vida

¿Qué es vuestra vida? Vapor es que aparece por un poco de tiempo.

Santiago 4, 15

PUNTO 1

¿Qué es nuestra vida?… Es como un tenue vapor que el aire dispersa y al punto acaba. Todos sabemos que hemos de morir. Pero muchos se engañan, figurándose la muerte tan lejana como si jamás hubiese de llegar. Mas, como nos advierte Job, la vida humana es brevísima: El hombre, viviendo breve tiempo, brota como flor, y se marchita.

Manda el Señor a Isaías que anuncie esa misma verdad: Clama -le dice- que toda carne es heno…; verdaderamente, heno es el pueblo: secóse el heno y cayó la flor (Is. 40, 6-7). Es, pues, la vida del hombre como la de esa planta. Viene la muerte, sécase el heno, acábase la vida, y cae marchita la flor de las grandezas y bienes terrenos.

Corre hacia nosotros velocísima la muerte, y nosotros en cada instante hacia ella corremos (Jb. 9, 25). Todo este tiempo en que escribo -dice San Jerónimo- se quita de mi vida. Todos morimos, y nos deslizamos como sobre la tierra el agua, que no se vuelve atrás (2 Reg. 14, 14). Ved cómo corre a la mar aquel arroyuelo; sus corrientes aguas no retrocederán.

Así, hermano mío, pasan tus días y te acercas a la muerte. Placeres, recreos, faustos, elogios, alabanzas, todo va pasando… ¿Y qué nos queda?… Sólo me resta el sepulcro (Jb. 17, 1). Seremos sepultados en la fosa, y allí habremos de estar pudriéndonos, despojados de todo.

En el trance de la muerte, el recuerdo de los deleites que en la vida disfrutamos y de las honras adquiridas sólo servirá para acrecentar nuestra pena y nuestra desconfianza de obtener la eterna salvación… ¡Dentro de poco, dirá entonces el infeliz mundano, mi casa, mis jardines, esos muebles preciosos, esos cuadros, aquellos trajes, no serán ya para mí! Sólo me resta el sepulcro.

¡Ah! ¡Con dolor profundo mira entonces los bienes de la tierra quien los amó apasionadamente! Pero ese dolor no vale más que para aumentar el peligro en que está la salvación. Porque la experiencia nos prueba que tales personas apegadas al mundo no quieren ni aun en el lecho de la muerte que se les hable sino de su enfermedad, de los médicos a que pueden consultar, de los remedios que pudieran aliviarlos.

Y apenas se les dice algo de su alma, se entristecen de improviso y ruega que se les deje descansar, porque les duele la cabeza y no pueden resistir la conversación. Si por acaso quieren contestar, se confunden y no saben qué decir. Y a menudo, si el confesor les da la absolución, no es porque los vea bien dispuestos, sino porque no hay tiempo que perder. Así suelen morir los que poco piensan en la muerte.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor mío y Dios de infinita majestad! Me avergüenzo de comparecer ante vuestra presencia. ¡Cuántas veces he injuriado vuestra honra, posponiendo vuestra gracia a un mísero placer, a un ímpetu de rabia, a un poco de barro, a un capricho, a un humo leve!

Adoro y beso vuestras llagas, que con mis pecados he abierto; mas por ellas mismas espero mi perdón y salud.

Dadme a conocer, ¡oh Jesús!, la gravedad de la ofensa que os hice, siendo como sois la fuente de todo bien, dejándoos para saciarme de aguas pútridas y envenenadas. ¿Qué me resta de tanta ofensa sino angustia, remordimiento de conciencia y méritos para el infierno? Padre, no soy digno de llamarme hijo tuyo (Lc. 15, 21).

No me abandones, Padre mío; verdad es que no merezco la gracia de que me llames tu hijo. Pero has muerto para salvarme… Habéis dicho, Señor: Volveos a Mí y Yo me volveré a vosotros (Zac. 1, 3). Renuncio, pues, a todas las satisfacciones. Dejo cuantos placeres pudiera darme el mundo, y me convierto a Vos.

Por la sangre que por mí derramasteis, perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo corazón de haberos ultrajado. Me arrepiento y os amo más que todas las cosas. Indigno soy de amaros; mas Vos, que merecéis tanto amor, no desdeñéis el de un corazón que antes os desdeñaba. Con el fin de que os amase, no me hicisteis morir cuando yo estaba en pecado.

Deseo, pues, amaros en la vida que me reste, y no amar a nadie más que a Vos. Ayudadme, Dios mío; concededme el don de la perseverancia y vuestro santo amor…

María, refugio mío, encomendadme a Jesucristo.

PUNTO 2

Exclamaba el rey Exequias: Mi vida ha sido cortada como por tejedor. Mientras se estaba aún formando, me cortó (Is. 38, 12).

¡Oh, cuántos que están tramando la tela de su vida, ordenando y persiguiendo previsoramente sus mundanos designios, los sorprende la muerte y lo rompe todo! Al pálido resplandor de la última luz se oscurecen y roban todas las cosas de la tierra: aplausos, placeres, grandezas y galas…

¡Gran secreto de la muerte! Ella sabe mostrarnos lo que no ven los amantes del mundo. Las más envidiadas fortunas, las mayores dignidades, los magníficos triunfos, pierden todo su esplendor cuando se les contempla desde el lecho de muerte. La idea de cierta falsa felicidad que nos habíamos forjado se trueca entonces en desdén contra nuestra propia locura. La negra sombra de la muerte cubre y oscurece hasta las regias dignidades.

Ahora las pasiones nos presentan los bienes del mundo muy diferentes de lo que son. Mas la muerte los descubre y muestran como son en sí: humo, fango, vanidad y miseria…

¡Oh Dios! ¿De qué sirven después de la muerte las riquezas, dominios y reinos, cuando no hemos de tener más que un ataúd de madera y una mortaja que apenas baste para cubrir el cuerpo?

¿De qué sirven los honores, si sólo nos darán un fúnebre cortejo o pomposos funerales, que si el alma está perdida, de nada le aprovecharán?

¿De qué sirve la hermosura del cuerpo, si no quedan más que gusanos, podredumbre espantosa y luego un poco de infecto polvo?

Me ha puesto como por refrán del vulgo, y soy delante de ellos un escarmiento (Jb. 17, 6). Muere aquel rico, aquel gobernante, aquel capitán, y se habla de él en dondequiera. Pero si ha vivido mal, vendrá a ser murmurado del pueblo, ejemplo de la vanidad del mundo y de la divina justicia, y escarmiento de muchos. Y en la tumba confundido estará con otros cadáveres de pobres. Grandes y pequeños allí están (Jb. 3, 18).

¿Para qué le sirvió la gallardía de su cuerpo, si luego no es más que un montón de gusanos? ¿Para qué la autoridad que tuvo, si los restos mortales se pudrirán en el sepulcro, y si el alma está arrojada a las llamas del infierno? ¡Oh, qué desdicha ser para los demás objeto de estas reflexiones, y no haberlas uno hecho en beneficio propio!

Convenzámonos, por tanto, de que para poner remedio a los desórdenes de la conciencia no es tiempo hábil el tiempo de la muerte, sino el de la vida. Apresurémonos, pues, a poner por obra en seguida lo que entonces no podremos hacer. Todo pasa y fenece pronto (1Co. 7, 29). Procuremos que todo nos sirva para conquistar la vida eterna.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios de mi alma, oh bondad infinita! Tened compasión de mí, que tanto os he ofendido. Harto sabía que pecando perdería vuestra gracia, y quise perderla.

¿Me diréis, Señor, lo que debo hacer para recuperarla?… Si queréis que me arrepienta de mis pecados, de ellos me arrepiento de todo corazón, y desearía morir de dolor por haberlos cometido. Si queréis que espere vuestro perdón, lo espero por los merecimientos de vuestra Sangre. Si queréis que os ame sobre todas las cosas, todo lo dejo, renuncio a cuantos placeres o bienes puede darme el mundo, y os amo más que a todo, ¡oh amabilísimo Salvador mío!

Si aún queréis que os pida alguna gracia, dos os pediré: que no permitáis os vuelva a ofender; que me concedáis os ame de veras, y luego hacer de mí lo que quisiereis…

María, esperanza de mi alma, alcanzadme estas dos gracias. Así lo espero de Vos.

PUNTO 3

¡Qué gran locura es, por los breves y míseros deleites de esta cortísima vida, exponerse al peligro de una infeliz muerte y comenzar con ella una desdichada eternidad! ¡Oh, cuánto vale aquel supremo instante, aquel postrer suspiro, aquella última escena! Vale una eternidad de dicha o de tormento. Vale una vida siempre feliz o siempre desgraciada.

Consideremos que Jesucristo quiso morir con tanta amargura e ignominia para que tuviéramos muerte venturosa. Con este fin nos dirige tan a menudo sus llamamientos, sus luces, sus reprensiones y amenazas, para que procuremos concluir la hora postrera en gracia y amistad de Dios.

Hasta un gentil, Antistenes, a quien preguntaban cuál era la mayor fortuna de este mundo, respondió que era una buena muerte.

¿Qué dirá, pues, un cristiano, a quien la luz de la fe enseña que en aquel trance se emprende uno de los dos caminos, el de un eterno padecer o el de un eterno gozar?

Si en una bolsa hubiese dos papeletas, una con el rótulo del infierno, otra con el de la gloria, y tuviese que sacar por suerte una de ellas para ir sin remedio a donde designase, ¿qué de cuidado no pondrías en acertar a escoger la que te llevase al Cielo?

Los infelices que estuvieran condenados a jugarse la vida, ¡cómo temblarían al tirar los dados que fueran a decidir de la vida o la muerte! ¡Con qué espanto te verás próximo a aquel punto solemne en que podrás a ti mismo decirte: "De este instante depende mi vida o muerte perdurables! ¡Ahora se ha de resolver si he de ser siempre bienaventurado o infeliz para siempre!…"

Refiere San Bernardino de Siena que cierto príncipe, estando a punto de morir, atemorizado, decía: Yo, que tantas tierras y palacios poseo en este mundo, ¡no sé, si en esta noche muero, qué mansión iré a habitar!

Si crees, hermano mío, que has de morir, que hay una eternidad, que una vez sola se muere, y que, engañándote entonces, el yerro es irreparable para siempre y sin esperanza de remedio, ¿cómo no te decides, desde el instante que esto lees, a practicar cuanto puedas para asegurarte buena muerte?…

Temblaba un San Andrés Avelino, diciendo: "¿Quién sabe la suerte que me estará reservada en la otra vida, si me salvaré o me condenaré?…" Temblaba un San Luis Beltrán de tal manera, que en muchas noches no lograba conciliar el sueño, abrumado por el pensamiento que le decía: ¿Quién sabe si te condenarás?…

¿Y tú, hermano mío, que de tantos pecados eres culpable, no tienes temor?… Sin tardanza, pon oportuno remedio; forma la resolución de entregarte a Dios completamente, y comienza, siquiera desde ahora, una vida que no te cause aflicción, sino consuelo en la hora de la muerte.

Dedícate a la oración; frecuenta los sacramentos; apártate de las ocasiones peligrosas, y aun abandona el mundo, si necesario fuere, para asegurar tu salvación; entendiendo que cuando de esto se trata no hay jamás confianza que baste.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Cuánta gratitud os debo, amado Salvador mío!… ¿Y cómo habéis podido prodigar tantas gracias a un traidor ingrato para con Vos? Me creasteis, y al crearme veíais ya cuántas ofensas os había de hacer. Me redimisteis, muriendo por mí, y ya entonces percibíais toda la ingratitud con que había de colmaros.

Luego, en mi vida del mundo, me alejé de Vos, fui como muerto, como animal inmundo, y Vos, con vuestra gracia, me habéis vuelto a la vida. Estaba ciego, y habéis dado luz a mis ojos. Os había perdido, y Vos hicisteis que os volviera a hallar. Era enemigo vuestro, y Vos me habéis dado vuestra amistad…

¡Oh Dios de misericordia!, haced que conozca lo mucho que os debo y que llore las ofensas que os hice. Vengaos de mí dándome dolor profundo de mis pecados; mas no me castiguéis privándome de vuestra gracia y amor…

¡Oh, eterno Padre, abomino y detesto sobre todos los males cuantos pecados cometí! ¡Tened piedad de mí, por amor de Jesucristo! Mirad a vuestro Hijo muerto en la cruz, y descienda sobre mí su Sangre divina para lavar mi alma.

¡Oh Rey de mi corazón, adveniat regnum tuum! Resuelto estoy a desechar de mí todo afecto que no sea por Vos. Os amo sobre todas las cosas; venid a reinar en mi alma. Haced que os ame como único objeto de mi amor. Deseo complaceros cuanto me fuere posible en el tiempo de vida que me reste. Bendecid, Padre mío, este mi deseo, y otorgadme la gracia de que siempre esté unido a Vos.

Os consagro todos mis afectos, y de hoy en adelante quiero ser sólo vuestro, ¡oh tesoro mío, mi paz, mi esperanza, mi amor y mi todo! ¡De Vos lo espero todo por los merecimientos de vuestro Hijo!

¡Oh María, mi reina y mi Madre!, ayudadme con vuestra intercesión. Madre de Dios, rogad por mí.

CONSIDERACIÓN 4

Certidumbre de la muerte

Establecido está a los hombres que mueran sólo una vez

He. 9, 27

PUNTO 1

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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