Descargar

Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 7)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Nos parecería delicioso espectáculo ver una población cuyo suelo fuese de terso y límpido cristal, las viviendas de bruñida plata, cubiertas de oro purísimo y adornadas con guirnaldas de flores… ¡Pues mucho más hermosa es la ciudad de la gloria!

¡Y qué será el ver aquellos felices moradores con reales vestiduras, porque, como dice San Agustín, todos son reyes! ¡Qué el contemplar a la Virgen María, más hermosa que el mismo Cielo; y al Cordero sin mancha, a nuestro Señor Jesucristo, divino Esposo de las almas!

Santa Teresa logró columbrar una mano del Redentor, y quedó maravillada de ver tanta belleza… Habrá en las celestiales moradas regaladísimos perfumes, aroma de gloria, y se oirán allí música y cánticos de sublime armonía…

Oyó una vez San Francisco, breves instantes, el sonido de esa armonía angélica, y creyó que iba a morir de dulcísimo gozo… ¡Que será, pues, el oír los coros de ángeles y Santos, que, unidos, cantan las glorias divinas (Sal. 83, 5), y la voz purísima de la Virgen inmaculada que alaba a su Dios!… Como el canto del ruiseñor en el bosque excede y supera al de las demás avecillas, así la voz de María en el Cielo… En suma: habrá en la gloria cuantas delicias se puedan desear.

Y estos deleites hasta ahora considerados son los bienes menores del Cielo. El bien esencial de la gloria es el Bien Sumo: Dios.

El premio que el Señor nos ofrece no consiste sólo en la hermosura y armonía y deleites de aquella venturosa ciudad; el premio principal es Dios mismo, es el amarle y contemplarle cara a cara (Gn. 15, 1).

Dice San Agustín que si Dios dejase de ver su rostro a los condenados, el infierno se trocaría de súbito en delicioso paraíso. Y añade que si un alma, al subir de este mundo, tuviese que elegir entre ver a Dios y estar en el infierno, o no verle y librarse de las penas infernales, "preferiría, sin duda, la vista de Dios aun con los tormentos eternos".

Esta felicidad de amar a Dios y verle cara a cara no podemos comprenderla en este mundo. Pero algo nos es dado columbrar, sabiendo que el atractivo del divino amor, aun en la vida mortal, llega a elevar sobre la tierra no sólo el alma, sino hasta el cuerpo de los Santos.

San Felipe Neri fue una vez alzado por el aire con el escaño en que se apoyaba. San Pedro de Alcántara elevóse también sobre la tierra asido a un árbol, cuyo tronco quedó separado de la raíz.

Sabemos también que los Santos mártires, por la suavidad y dulzura del amor divino, se regocijaban padeciendo terribles dolores. San Vicente se expresaba de tal modo en el tormento -dice San Agustín-, "que no parecía sino que era uno el que hablaba y otro el que padecía".

San Lorenzo, tendido en las candentes parrillas sobre el fuego, decía al tirano con asombrosa serenidad: Vuélveme y devórame, porque, como añade aquel Santo, Lorenzo, "encendido en el fuego del divino amor, no sentía el incendio que le abrazaba". Además, ¡cuán suave dulzura halla el pecador al llorar sus culpas! Si tan dulce es llorar por Ti -decía San Bernardo-, ¿qué será gozar de Ti?

¡Y qué consolación no siente el alma si un rayo de luz del Cielo le descubre en la oración algo de la bondad y misericordia divina, del amor que le tuvo y tiene Jesucristo! Parécele al alma que se consume y desmaya de amor. Y, sin embargo, en la tierra no vemos a Dios como es; le vemos entre sombras.

Tenemos ahora como una venda ante los ojos, y Dios se nos oculta tras el velo de la fe. Mas, ¿qué sucederá cuando desaparezca esa venda y se rasgue aquel velo, y veamos cuán hermoso es Dios, cuán grande y justo, perfecto, amable y amoroso? (1 Co. 13, 12).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Yo soy, ¡oh Sumo Bien!, aquel miserable que tantas veces se apartó de Ti y renunció a tu amor. Por ello indigno soy de verte y amarte. Mas Tú, Señor, eres el que, por compadecerte de mí, no tuviste compasión de Ti mismo y te condenaste a morir de dolor en un madero infame y afrentoso.

Por tu muerte espero que algún día te veré y gozaré de tu presencia y te amaré con todo mi ser. Pero ahora que me hallo en peligro de perderte para siempre, o más bien que te perdí por mis pecados, ¿qué haré en lo que reste de vida? ¿Seguiré ofendiéndote?… No, Jesús mío; aborrezco las ofensas que te hice.

Me pesa de haberte ofendido y te amo con todo mi corazón… ¿Apartarás de Ti a un alma que se arrepiente y te ama? No. Bien sé que lo dijiste, amado Redentor mío; que no sabes rechazar a los que, arrepentidos, recurren a Ti (Jn. 6, 37). A todo renuncio, Jesús mío, y me entrego a Ti, te abrazo y uno a mi corazón. Abrázame y úneme también a tu Corazón sacratísimo… Y si me atrevo a hablar así es porque hablo y trato con la Bondad infinita, con un Dios que murió por mi amor. Carísimo Redentor mío, dadme la perseverancia en tu amor santo.

Amada Virgen María, Madre nuestra, alcánzame ese don de la perseverancia, por lo mucho que amas a Cristo Jesús. Así lo espero y así sea.

PUNTO 3

La mayor tribulación que aflige en este mundo a las almas que aman a Dios y están desoladas y sin consuelo es el temor de no amarle y de no ser amadas de Él (Ecl. 9, 1). Mas en el Cielo el alma está segura de que se halla venturosamente abismada en el amor divino, y de que el Señor la abraza estrechamente, como a hija predilecta, sin que ese amor pueda acabarse nunca. Antes bien, se acrecentará en ella con el conocimiento altísimo que tendrá entonces del amor que movió a Dios a morir por nosotros y a instituir aquel Santísimo Sacramento en que el mismo Dios se hace alimento del hombre.

Verá el alma distintamente todas las gracias que Dios le dio, librándola de tantas tentaciones y peligros de perderse, y reconocerá que aquellas tribulaciones, persecuciones y desengaños que ella llamaba desgracias y tenía por castigos, eran señales de amor de Dios, y medios que la divina Providencia usaba para llevarla al Cielo.

Conocerá singularmente la paciencia con que Dios la esperó después de haberle ella ofendido tanto, y la excelsa misericordia con que la perdonó y colmó de ilustraciones y llamamientos amorosísimos. Desde aquellas venturosas alturas verá que hay en el infierno muchas almas condenadas por culpas menores que las de ella, y se aumentará su gratitud por hallarse santificada, en posesión de Dios y segura de no perder jamás el soberano e infinito Bien.

Eternamente gozará el bienaventurado de esa incomparable felicidad, que en cada instante le parecerá nueva, como si entonces comenzase a disfrutarla. Siempre querrá esa dicha y la poseerá sin cesar; siempre deseosa y siempre satisfecha, ávida siempre y siempre saciada. Porque el deseo, en la gloria, no va acompañado de temor, ni la posesión engendra tedio.

En suma: así como los réprobos son vasos de ira, los elegidos son vasos de júbilo y de ventura, de tal manera, que nada les queda por desear. Decía Santa Teresa que aun acá en la tierra, cuando Dios admite a las almas en aquella regalada cámara del vino, es decir, de su divino amor, tan felizmente las embriaga, que pierden el afecto y afición a todas las cosas terrenas. Mas al entrar en el Cielo, mucho más perfecta y plenamente serán los elegidos de Dios, como dice David (Sal. 35, 9): ¡Embriagados de la abundancia de su casa!

Entonces el alma, viendo cara a cara y uniéndose al Sumo Bien, presa de amoroso deliquio, se abismará en Dios, y olvidada de sí misma, sólo pensará luego en amar, alabar y bendecir aquel infinito Bien que posee.

Cuando nos aflijan las cruces de esta vida, esforcémonos en sufrirlas pacientemente con la esperanza en el Cielo. A Santa María Egipcíaca, en la hora de la muerte, preguntó al abad Zósimo cómo había podido vivir tantos años en aquel desierto, y la Santa respondió: Con la esperanza de la gloria… San Felipe Neri, cuando le ofrecieron la dignidad de cardenal, arrojando el capelo lejos de sí, exclamó: El Cielo, el Cielo es lo que yo deseo. Fray Gil, religioso franciscano, elevábase extático siempre que oía el nombre de la gloria.

Así, nosotros, cuando nos atormenten y angustien las penas de este mundo, alcemos al Cielo los ojos, y consolémonos suspirando por la felicidad eterna. Consideremos que si somos fieles a Dios, en breve acabarán esos trabajos, miserias y temores, y seremos admitidos en la patria celestial, donde viviremos plenamente venturosos mientras Dios sea Dios.

Allí nos esperan los Santos, allí la Virgen Santísima, allí Jesucristo nos prepara la inmarcesible corona de aquel perdurable reino de la gloria.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vos mismo me enseñasteis, amadísimo Redentor mío, a que orase, diciendo: Advéniat regnum tuum. Así, pues, yo te suplico, Señor, que venga el tu reino a mi alma, y la poseas toda, y ella te posea a Ti, Bien Sumo e infinito. Vos, Jesús mío, nada omitisteis para salvarme y conquistar mi amor. Salvadme, pues, y sea mi salvación amarte siempre en ésta y en la eterna vida.

Aunque tantas veces me aparté de Vos, sé que no os desdeñaréis de abrazarme en el Cielo eternamente, con tanto amor como si nunca os hubiese ofendido. ¿Y creyéndolo así podré no amaros sobre todas las cosas a Vos, que deseáis darme la gloria, a pesar de que tan a menudo merecí el infierno?…

¡Ojalá, Señor, no os hubiera nunca ofendido! ¡Ah, si volviese a nacer, querría amaros siempre!… Mas lo hecho, hecho está sin remedio. Sólo puedo consagraros el resto de mi vida. Toda os la doy; me entrego por completo a vuestro servicio… ¡Salid de mi corazón, afectos de la tierra; dejad lugar en él a mi Dios y Señor, que quiere poseerle sin rivales!… Todo él es vuestro, ¡oh Redentor mío!, mi amor y mi Dios.

Desde ahora, únicamente pensaré en complaceros. Ayudadme con vuestra gracia, como espero por vuestros merecimientos, y acrecentad en mí el deseo eficaz de serviros… ¡Oh gloria, oh Cielo!… ¿Cuándo, Señor, podré contemplaros y abrazaros y unirme a Vos, sin temor de perderos?… ¡Ah Dios mío! ¡Guiadme y defendedme para que nunca os ofenda!…

¡Oh María Santísima! ¿Cuándo estaré postrado a tus pies en la gloria? Socórreme, Madre mía; no permitas que me condene y que me vea lejos de Ti y de tu Hijo divino.

CONSIDERACIÓN 30

De la oración

Pedid y se os dará…,porque todo aquel que pide, recibe.(Lc. 11, 9-10)

PUNTO 1

No sólo en éstos, sino en otros muchos lugares del Antiguo y Nuevo Testamento promete Dios oír a los que se encomiendan a Él: Clama a Mí, y te oiré (Jer. 33, 3). Invócame…, y te libraré (Sal. 49, 15). "Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré" (Jn. 14, 14). "Pediréis lo que quisiereis, y se os otorgará" (Jn. 15, 7). Y otros varios textos semejantes.

La oración es una, dice Teodoreto; y, sin embargo, puede alcanzarnos todas las cosas; pues, como afirma San Bernardo, el Señor nos da, o lo que pedimos en la oración, u otra gracia para nosotros más conveniente.

Por esa razón, el Profeta (Sal. 85, 5) nos mueve a que oremos, asegurándonos que el Señor es todo misericordia para cuantos le invocan y acuden a Él. Y todavía con más eficacia nos exhorta el Apóstol Santiago (Epíst. 1, 5), diciéndonos que cuando rogamos a Dios nos concede más de lo que pedimos, sin reprocharnos las ofensas que le hemos hecho. No parece sino que, al oír nuestra oración, olvida nuestras culpas.

San Juan Clímaco dice que la oración hace, en cierto modo, violencia a Dios, y le fuerza a que nos conceda lo que le pidamos. Fuerza -escribe Tertuliano- que es muy grata al Señor y que la desea de nosotros, pues, como dice San Agustín, mayores deseos tiene Dios de darnos bienes que nosotros de recibirlos, porque Dios, por su naturaleza, es la Bondad infinita, según observa San León, y se complace siempre en comunicarnos sus bienes.

Dice Santa María Magdalena de Pazzi que Dios queda, en cierto modo, obligado con el alma que le ruega, porque ella misma ofrece así ocasión de que el Señor satisfaga su deseo de dispensarnos gracias y favores. Y David decía (Sal. 55, 10) que esta bondad del Señor, al oírnos y complacernos cuando le dirigimos nuestras súplicas, le demostraba que Él era el verdadero Dios

Sin razón se quejan algunos de que no hallan propicio a Dios -advierte San Bernardo-; pero con mayor motivo se lamenta el Señor de que muchos le ofenden dejando de acudir a Él para pedirle gracias.

Por eso nuestro Redentor dijo a sus discípulos (Jn. 16, 24): Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo; o sea: "No os quejéis de Mí si no sois plenamente felices; quejaos de vosotros mismos que no me habéis pedido las gracias que os tengo preparadas. Pedid, pues, y quedaréis contentos".

Los antiguos monjes afirmaban que no hay ejercicio más provechoso para alcanzar la salvación que la oración continua, diciendo: auxiliadme, Señor. Deus in adjutórium meum intende. Y el venerable P. Séñeri refiere de sí mismo que solía en sus meditaciones conceder largo espacio a los piadosos afectos; pero que después, persuadido de la gran eficacia de la oración, procuraba emplear en las súplicas la mayor parte del tiempo

Hagamos siempre lo mismo, porque nuestro Señor nos ama en extremo, desea mucho nuestra salvación y se muestra solícito en oír lo que le pedimos. Los príncipes del mundo a pocos dan audiencia, dice San Juan Crisóstomo; pero Dios la concede a todo el que la pide.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Os adoro, Eterno Dios, y os doy gracias por todos los beneficios que me habéis concedido, creándome, redimiéndome por medio de mi Señor Jesucristo, haciéndome hijo de su santa Iglesia, esperándome cuando me hallaba en pecado y perdonándome muchas veces.

¡Ah Dios mío!, no os hubiera ofendido si en las tentaciones hubiese acudido a Vos… Gracias también os doy porque me habéis enseñado que toda mi felicidad se funda en la oración, en pediros los dones que necesito. Yo os pido, pues, en nombre de Jesucristo, que me deis gran dolor de mis culpas, la perseverancia en vuestra gracia, buena y piadosa muerte y la gloria eterna, y, sobre todo, el sumo don de vuestro amor y la perfecta conformidad con vuestra voluntad santísima. Harto sé que no lo merezco, pero lo ofrecisteis a quien lo pidiere en nombre de Cristo, y yo, por los merecimientos de Jesucristo, lo pido y espero…

¡Oh María!, vuestras súplicas alcanzan cuanto piden. Orad por mí.

PUNTO 2

Consideremos, además, la necesidad de la oración. Dice San Juan Crisóstomo (tomo 1, 77) que así como el cuerpo sin alma está muerto, así el alma sin oración se halla también sin vida, y que tanto necesitan las plantas el agua para no secarse, como nosotros la oración para no perdernos.

Dios quiere que nos salvemos todos y que nadie se pierda (1 Ti. 2, 4). "Espera con paciencia por amor de vosotros, no queriendo que perezca ninguno, sino que todos se conviertan a penitencia" (2 P. 3, 9). Pero también quiere que le pidamos las gracias necesarias para nuestra salvación; puesto que, en primer lugar, no podemos observar los divinos preceptos y salvarnos sin el auxilio actual del Señor, y, por otra parte, Dios no quiere, en general, darnos esas gracias si no se las pedimos.

Por esta razón dice el Santo Concilio de Trento (sess. 6, c. 2) que Dios no impone preceptos imposibles, porque, o nos da la gracia próxima y actual necesaria para observarlos, o bien nos da la gracia de pedirle esa gracia actual.

Y enseña San Agustín que, excepto las primeras gracias que Dios nos da, como son la vocación a la fe, o a la penitencia, todas las demás, y especialmente la perseverancia, Dios las concede únicamente a los que se las piden.

Infieren de aquí los teólogos, con San Basilio, San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Clemente de Alejandría y otros muchos, que para los adultos es necesaria la oración, con necesidad de medio. De suerte que, sin orar, a nadie le es posible salvarse. Y esto dice el doctísimo Lessio, debe tenerse como de fe.

Los testimonios de la Sagrada Escritura son concluyentes y numerosos: "Es menester orar siempre. Orad para que no caigáis en la tentación. Pedid y recibiréis. Orad sin intermisión". Las citadas palabras "es menester, orad, pedid", según general sentencia de los doctores con el angélico Santo Tomás (2 p., q. 29, a. 5), imponen precepto que obliga bajo culpa grave, especialmente en dos casos: primero, cuando el hombre se halla en pecado; segundo, cuando está en peligro de pecar.

A lo cual añaden comúnmente los teólogos que quien deja de orar por espacio de un mes o más tiempo, no está exento de culpa mortal. (Puede verse a Lessio en el lugar citado). Y toda esta doctrina se funda en que, como hemos visto, la oración es un medio sin el cual no es posible obtener los auxilios necesarios para la salvación.

Pedid y recibiréis. Quien pide, alcanza. De suerte -decía Santa Teresa- que quien no pide no alcanzará. Y el Apóstol santiago exclama (4, 2): No alcanzáis porque no pedís. Singularmente es necesaria la oración para obtener la virtud de la continencia. "Y como llegué a entender que de otra manera no podía alcanzarla, si Dios no me la daba…, acudí al Señor y le rogué" (Sb. 8, 21).

Resumamos lo expuesto considerando que quien ora se salva, y quien no ora, ciertamente, se condena. Todos cuantos se han salvado lo consiguieron por medio de la oración. Todos los que se han condenado se condenaron por no haber orado. Y el considerar que tan fácilmente hubieran podido salvarse orando, y que ya no es tiempo de remediar el mal, aumentará su desesperación en el infierno.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Cómo he podido, Señor, vivir hasta ahora tan olvidado de Vos? Preparadas teníais todas las gracias que yo debiera haber buscado; sólo esperabais que os las pidiese; pero no pensé más que en complacer a mi sensualidad, sin que me importase verme privado de vuestro amor y gracia.

Olvidad, Señor, mi ingratitud, y tened misericordia de mí; perdonad las ofensas que os hice, y concededme el don de la perseverancia, auxiliándome siempre, ¡oh Dios de mi alma!, para que no vuelva a ofenderos. No permitáis que de Vos me olvide, como os olvidé antes. Dadme luz y fuerza para encomendarme a Vos, especialmente cuando el enemigo me mueva a pecar. Otorgadme, Dios mío, esta gracia por los méritos de Jesucristo y por el amor que le tenéis.

Basta, Señor; basta de culpas. Amaros quiero en el resto de mi vida. Dadme vuestro santo amor, y él haga que os pida vuestro auxilio siempre que me halle en peligro de perderos pecando…

María Santísima, mi esperanza y amparo, de Vos espero la gracia de encomendarme a Vos y a vuestro divino Hijo en todas mis tentaciones. Socorredme, Reina mía, por amor de Cristo Jesús.

PUNTO 3

Consideremos, por último, las condiciones de la buena oración. Muchos piden y no alcanzan, porque no ruegan como es debido (Stg. 4, 3). Para orar bien menester es, ante todo, humildad. "Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da gracia" (Stg. 4, 6). Dios no oye las peticiones del soberbio; pero nunca desecha la petición de los humildes (Ecl. 35, 21), aunque hayan sido pecadores. "Al corazón contrito y humillado no le despreciarás, Señor" (Sal. 50, 19).

En segundo lugar, es necesaria la confianza. "Ninguno esperó en el Señor y fue confundido" (Ecl. 2, 11). Con este fin nos enseñó Jesucristo que al pedir gracias a Dios le demos nombre de Padre nuestro, para que le roguemos con aquella confianza que un hijo tiene al recurrir a su propio padre.

Quien pide confiado, todo lo consigue. Todas cuantas cosas pidiereis en la oración, tened viva fe de conseguirlo y se os concederán. (Mr. 11, 24).

¿Quién puede temer, dice San Agustín, que falte lo que prometió Dios, que es la misma verdad? No es Dios como los hombres, que no cumplen a veces lo que prometen, o porque mintieron al prometer, o porque luego cambian de voluntad (Nm. 23, 19).

¿Cómo había el Señor -añade el Santo- de exhortarnos tanto a pedirle gracias, si no hubiere de concedérnoslas? Al prometerlo se obligó a conceder los dones que le pidamos.

Acaso piense alguno que, por ser pecador, no merece ser oído. Mas responde Santo Tomás que la oración con que pedimos gracias no se funda en nuestros méritos, sino en la misericordia divina. "Todo aquel que pide, recibe" (Lc. 11, 10); es decir, todos, sean justos o pecadores.

El mismo Redentor nos quitó todo temor y duda en esto cuando dijo (Jn. 16, 23): "En verdad, en verdad os digo que os dará el Padre todo lo que pidiereis en mi nombre"; o sea: "si carecéis de méritos, los míos os servirán para con mi Padre. Pedidle en mi nombre, y os prometo que alcanzaréis lo que pidiereis…"

Pero es preciso entender que tal promesa no se refiere a los dones temporales, como salud, hacienda u otros, porque el Señor a menudo nos niega justamente estos bienes, previendo que nos dañarían para salvarnos. Mejor conoce el médico que el enfermo lo que ha de ser provechoso, dice San Agustín; y añade que Dios niega a algunos por misericordia lo que a otros concede airado. Por lo cual sólo debemos pedir las cosas temporales bajo la condición de que convengan al bien del alma.

Y, al contrario, las espirituales, como el perdón, la perseverancia, el amor a Dios y otras gracias semejantes, deben pedirse absolutamente con firme confianza de alcanzarlas. "Pues si vosotros, siendo malos -dice Jesucristo (Lc. 11, 13)-, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará espíritu bueno a los que se lo pidieren?".

Es, sobre todo, necesaria la perseverancia. Dice Cornelio a Lápide (In. Lc. c. 11) que el Señor "quiere que perseveremos en la oración hasta ser importunos"; cosa que ya expresa la Escritura Sagrada: "Es menester orar siempre". "Vigilad orando en todo tiempo". "Orad sin intermisión"; lo mismo que el texto que sigue: "Pedid y recibiréis; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá" (Lc. 11, 9).

Bastaba haber dicho pedid; mas quiso el Señor demostrarnos que debemos proceder como los mendigos, que no cesan de pedir e insisten y llaman a la puerta hasta que obtienen la limosna. Especialmente la perseverancia final es gracia que no se alcanza sin continua oración. No podemos merecer por nosotros mismos esa gracia, mas por la oración, dice San Agustín, en cierto modo la merecemos.

Oremos, pues, siempre, y no dejemos de orar si queremos salvarnos. Los confesores y predicadores exhorten de continuo a orar si desean que las almas se salven. Y, como dice San Bernardo, acudamos siempre a la intercesión de María. "Busquemos la gracia, y busquémosla por intercesión de María, que alcanza cuanto desea y no puede engañarse".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Espero, Señor, que me habréis perdonado, pero mis enemigos no dejarán de combatirme hasta la hora de la muerte, y si no me ayudáis, volveré a perderme.

Por los merecimientos de Cristo, os pido la santa perseverancia. No permitáis que me aparte de Ti. El mismo don os pido para cuantos se hallan en vuestra gracia. Y confiado en vuestras promesas, seguro estoy de que me concederéis la perseverancia si continúo pidiéndoosla… Y con todo, temo, Señor; temo el no acudir a Vos en las tentaciones y recaer por ello en mis culpas.

Os ruego, pues, que me concedáis la gracia de que jamás deje de orar. Haced que en los peligros de pecar me encomiende a Vos e invoque en auxilio mío los nombres de Jesús y María. Así, Dios mío, propóngame hacerlo, y así espero que lo conseguiré con vuestra gracia. Oídme, por el amor de Jesucristo.

Y Vos, María, Madre nuestra, alcanzadme que, en los peligros de perder a Dios, recurra siempre a Vos y a vuestro Hijo divino.

CONSIDERACIÓN 31

De la perseverancia

El que persevere hasta el fin,éste será salvo.(Mt. 24, 13)

PUNTO 1

Dice San Jerónimo que muchos empiezan bien, pero pocos son los que perseveran. Bien comenzaron un Saúl, un Judas, un Tertuliano; pero acabaron mal, porque no perseveraron como debían. En los cristianos no se busca el principio, sino el fin. El Señor -prosigue diciendo el Santo- no exige solamente el comienzo de la buena vida, sino sui término; el fin es el que alcanzará la recompensa.

De aquí que San Lorenzo Justiniano llame a la perseverancia puerta del Cielo. Quien no hallare esa puerta no podrá entrar en la gloria.

Tú, hermano mío, que dejaste el pecado y esperas con razón que habrán sido perdonadas tus culpas, disfrutas de la amistad de Dios; pero todavía no estás en salvo ni lo estarás mientras no hayas perseverado hasta el fin (Mt. 10, 22). Empezaste la vida buena y santa. Da por ello mil veces gracias a Dios; mas advierte que, como dice San Bernardo, al que comienza se le ofrece no más el premio, y únicamente se le da al que persevera. No basta correr en el estadio, sino proseguir hasta alcanzar la corona, dice el Apóstol (1 C. 9, 24).

Has puesto mano en el arado; has principiado a bien vivir; pues ahora más que nunca debes temer y temblar… (Fil. 2, 12). ¿Por qué?… Porque si, lo que Dios no quiera, volvieses la vista atrás y tornases a la mala vida, te excluiría Dios del premio de la gloria (Lc. 9, 62).

Ahora, por la gracia de Dios, huyes de las ocasiones malas y peligrosas, frecuentas los sacramentos, haces cada día meditación espiritual… Dichoso tú si así continúas, y si nuestro Señor Jesucristo así te halla cuando venga a juzgarte (Mt. 24, 46). Mas no creas que por haberte resuelto a servir a Dios se te han acabado las tentaciones y no vuelvan a combatirte más. Oye lo que dice el Espíritu Santo (Ecl. 2, 1): "Hijo, cuando llegues al servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación".

Sabe, pues, que ahora más que nunca debes prepararte para el combate; porque nuestros enemigos, el mundo, el demonio y la carne, ahora más que nunca se aprestarán a moverte guerra con el fin de que pierdas cuento hubieres conquistado. San Dionisio Cartusiano afirma que cuanto más se entrega uno a Dios, con tanto mayor empeño procura el infierno vencerle.

Y esta verdad se declara bastantemente en el Evangelio de San Lucas (11, 24-26), donde dice: "Cuando un espíritu inmundo ha salido de un hombre, anda por lugares áridos buscando reposo, y no hallándole, dice: Me volveré a mi casa, de donde salí… Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran dentro y moran allí. Y lo postrero de aquel hombre es peor que lo primero"; o sea; cuando el demonio se ve arrojado de un alma no halla descanso ni reposo, y emplea todas sus fuerzas en procurar dominarla de nuevo. Pide auxilio a otros espíritus del mal, y si consigue entrar otra vez en aquella alma, le producirá segunda ruina, más grave que la primera.

Considerad, pues, qué armas vais a emplear para defenderos de esos enemigos y conservar la gracia de Dios. Para no ser vencidos del demonio no hay mejor arma que la oración.

Dice San Pablo (Ef. 6, 12) que no tenemos que pelear contra hombres de carne y hueso como nosotros, sino contra los príncipes y potestades del infierno, con lo cual quiere advertirnos que carecemos de fuerzas para resistir a tanto poder, y que, por consiguiente, necesitamos que Dios nos ayude. Con ese auxilio lo podemos todo, decía el Apóstol (Fil. 4, 13), y todos debemos repetir lo mismo. Pero ese auxilio no se alcanza más que pidiéndole en la oración. Pedid y recibiréis. No nos fiemos de nuestros propósitos, que si en ellos confiamos estaremos perdidos.

Toda nuestra confianza, cuando el demonio nos tentare, la hemos de poner en la ayuda de Dios, encomendándonos a Jesús y a María Santísima. Y muy especialmente debemos hacer esto en las tentaciones contra la castidad, porque son las más temibles y las que ofrecen al demonio más frecuentes victorias.

Por nosotros mismos no disponemos de fuerzas para conservar la castidad. Dios ha de dárnoslas. "Y como llegué a entender -exclama Salomón (Sb. 8, 21)- que de otra manera no podía alcanzar continencia…, acudí al Señor y le rogué".

Preciso es, pues, en tales tentaciones, acudir en seguida a Jesucristo y a su Santa Madre, e invocar a menudo los santísimos nombres de Jesús y María. Quien así lo hiciere, vencerá. El que no lo haga será vencido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ne projicias me a facie tua. ¡Ah Señor, no me arrojes de tu presencia! (Sal. 50, 13). Bien sé que no me abandonarás si no soy yo el primero en dejarte; pero la experiencia de mi flaqueza me inspira temor. Dadme, Dios mío, la fortaleza que necesito contra el poder del infierno, que desea reducirme de nuevo a su odiosa servidumbre. Os lo pido por el amor de Jesucristo.

Estableced, Señor, entre Vos y yo una perpetua paz que jamás se altere; y para ello dadme vuestro santo amor. El que no os ama, muerto está (1 Jn. 3, 14). Libradme de esa muerte desdichada, ¡oh Dios de mi vida! Vos sabéis que me hallaba perdido, y que por obra de vuestra clemencia he llegado al estado en que me encuentro, con la esperanza de que poseo vuestra gracia… Por la amarga muerte que por mí sufristeis, no permitáis, Jesús mío, que voluntariamente pierda tan alto don. Os amo sobre todas las cosas, y espero verme siempre enlazado a ese divino amor, y con él morir, y en él vivir eternamente.

¡Oh María, a quien llamamos Madre de la perseverancia!, por vuestra intercesión se alcanza esa gran merced. A Vos la pido, y de Vos la espero.

PUNTO 2

Veamos ahora cómo se ha de vencer al mundo. Gran enemigo es el demonio, mas el mundo es peor. Si el demonio no se sirviese de él, de los hombres malos, que forman lo que llamamos mundo, no lograría los triunfos que obtiene.

No tanto amonesta el Redentor que nos guardemos del demonio como de los hombres (Mt. 10, 17). Éstos son a menudo peores que aquéllos, porque a los demonios se los ahuyenta con la oración e invocando los nombres de Jesús y de María; pero los malos enemigos, si mueven a alguno a pecar y les responde con buenas y cristianas palabras, no huyen ni se reprimen, sino que le excitan y tientan más, y se burlan de él llamándole necio, cobarde o menguado; y cuando otra cosa no pueden, le tratan de hipócrita, que finge santidad. Y no pocas almas tímidas o débiles, por no oír tales burlas e improperios, siguen a aquellos ministros de Lucifer y pecan miserablemente.

Persuádete, pues, hermano mío, de que si quieres vivir piadosamente, los impíos, los malvados te menospreciarán y se burlarán de ti. El que vive mal no puede tolerar a los que viven bien, porque la vida de éstos les sirve de continuo reproche y porque quisiera que todos la imitasen para acallar el remordimiento que le ocasiona la cristiana vida de los demás.

El que sirve a Dios, dice el Apóstol (2 Ti. 3, 12), tiene que ser perseguido del mundo. Todos los Santos sufrieron rudas persecuciones. ¿Quién más santo que Jesucristo? Pues el mundo le persiguió hasta darle afrentosa muerte de cruz.

No ha de sorprendernos esto, porque las máximas del mundo son del todo contrarias a las de Jesucristo. A lo que aquél estima llama Cristo locura (1 Co. 3, 19). Y al contrario, el mundo tiene por demencia lo que alaba y aprecia nuestro Redentor, como son las cruces, dolores y desprecios (1 Co. 1, 18).

Pero consolémonos, que si los malos nos maldicen y vituperan, Dios nos bendice y ensalza (Sal. 108, 28). ¿No basta ser alabados de Dios, de María Santísima, de los ángeles y Santos y de todos los buenos?

Dejemos, pues, que los pecadores digan lo que quisieren y prosigamos sirviendo a Dios, que tan fiel y amoroso es para los que le aman. Cuanto mayores fueren los obstáculos y contradicciones que hallemos practicando el bien, tanto más grandes serán la complacencia del Señor y nuestros méritos.

Imaginemos que en el mundo sólo Dios y nosotros existimos, y cuando los malvados nos censuren, encomendémoslos al Señor, y dándole gracias por la luz que a nosotros nos alumbra y a ellos les niega, prosigamos en paz nuestro camino. Nunca nos cause rubor el ser y parecer cristianos, porque si nos avergonzamos de ello, Jesucristo se avergonzará de nosotros, según nos anunció (Lc. 9, 26).

Si queremos salvarnos, menester es que estemos firmemente resueltos a padecer fuerza y a violentarnos siempre. "Estrecho es el camino que conduce a la vida" (Mateo 7, 14).

El reino de los Cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen a sí mismos son los que le arrebatan (Mt. 11, 12). Quien no se hace violencia no se salvará. Y esto es irremediable, porque si queremos practicar el bien, tenemos que luchar contra nuestra rebelde naturaleza. Singularmente, debemos violentarnos al principio para extirpar los malos hábitos y adquirir los buenos, puesto que después la buena costumbre convierte en cosa fácil y dulce la observancia de la buena ley.

Dijo el Señor a Santa Brígida que a quien practicando las virtudes con valor y paciencia sufre la primera punzada de las espinas, después esas mismas espinas se le truecan en rosas.

Atiende, pues, cristiano, y oye a Jesús, que te dice como al paralítico (Jn. 5, 14): "Mira que ya estás sano; no quieras pecar más, porque no te suceda cosa peor". Entiende, añade San Bernardo, que si por tu desgracia vuelves a recaer, tu ruina será peor que todas las de tus primeras caídas.

¡Ay de aquellos, dice el Señor (Is. 30, 1), que emprenden el camino de Dios y luego le dejan! Serán castigados como rebeldes a la luz (Jn. 3, 19); y la pena de esos infelices, que fueron favorecidos e iluminados con las luces de Dios, e infieles después, será quedar del todo ciegos y así acabar su vida hundidos en la culpa. "mas si el justo se desviare de su justicia…, ¿por ventura vivirá? No se hará memoria de ninguna de las obras justas…; por su pecado morirá" (Ez. 18, 24).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¡Cuántas veces he merecido castigo semejante, ya que tantas dejé el pecado por las luces y mercedes que me disteis, y luego miserablemente recaí en la culpa! Infinitas gracias os doy por vuestra clemencia en no haberme abandonado a mi ceguedad, privándome de vuestras luces como yo merecía.

Obligadísimo os quedo, y harto ingrato sería si volviese a separarme de Vos. No será así, Redentor mío; antes bien, espero que en el resto de mi vida, y en toda la eternidad, he de alabar y cantar vuestras misericordias (Sal. 88, 2), amándoos siempre sin perder vuestra divina gracia. Mi pasada ingratitud, que maldigo y aborrezco sobre todo mal, me servirá de acicate para llorar las ofensas que os hice y para inflamarme en amor a Vos, que me habéis acogido a pesar de mis pecados, y me habéis otorgado tan altas mercedes.

Os amo, Dios mío, digno de infinito amor. Desde hoy seréis mi único amor, mi único bien. ¡Oh Eterno Padre! Por los merecimientos de Jesucristo os pido la perseverancia final en vuestro amor y gracia, y sé que me la concederéis si continúo pidiéndoosla. Mas ¿quién me asegura de que así lo haré? Por eso, Dios mío, os ruego que me deis la gracia de que siempre os pida ese precioso don…

¡Oh María!, mi abogada, esperanza y refugio, alcanzadme con vuestra intercesión constancia para pedir a Dios la perseverancia final. Os lo ruego por vuestro amor a Cristo Jesús.

PUNTO 3

Consideremos lo que atañe al tercer enemigo, la carne, que es el peor de todos, y veamos cómo hemos de combatirle. En primer lugar, con la oración, según ya hemos visto. En segundo lugar, huyendo de las ocasiones, como vamos a ver y ponderar atentamente.

Dice San Bernardino de Sena que el más excelente consejo (que es casi la base y fundamento de la vida religiosa) consiste en que huyamos siempre de las ocasiones de pecar. Obligado por exorcismos, confesó una vez el demonio que ningún sermón le es más aborrecible que aquellos en que se exhorta a huir de las malas ocasiones.

Y con harta razón; porque el demonio se ríe de cuantas promesas y propósitos forme un pecador arrepentido, si no se aparta éste de tales ocasiones.

La ocasión, especialmente en materia de placeres sensuales, es como una venda puesta ante los ojos, que no permite ver ni propósitos, ni instrucciones, ni verdades eternas; que ciega, en fin, al hombre y le hace olvidarse de todo.

Tal fue la perdición de nuestros primeros padres: el no huir de la ocasión. Habíales Dios prohibido alzar la mano al fruto vedado. "Nos mandó Dios -dijo Eva a la serpiente- que no comiéramos ni le tocásemos" (Gn. 3, 3). Pero la imprudente "le vio, le tomó y comió". Empezó por admirar la manzana, tomóla después con la mano, y al cabo comió de ella. Quien voluntariamente se expone al peligro, en él perecerá (Ecl. 3, 27).

Advierte San Pedro que el demonio anda dando vueltas alrededor de nosotros, buscando a quien devorar. De suerte que para volver a entrar en un alma que lo arrojó de sí, dice San Cipriano, sólo aguarda la ocasión oportuna. Si el alma se deja seducir para ponerse en peligro, de nuevo se apoderará de ella el enemigo y la devorará sin remedio.

El abad Guerrico dice que Lázaro resucitó atado de manos y de pies, y por eso quedó sujeto a la muerte. ¡Infeliz del que resucite ligado por las ocasiones! A pesar de su resurrección, volverá a morir. El que quiera salvarse necesita renunciar no sólo al pecado, sino también a las ocasiones de pecar; es decir, debe apartarse de este compañero, de aquella casa, de cierto trato y amistad…

Podrá decir alguno que, al mudar de vida, abandonó todo fin ilícito en sus relaciones con determinadas personas, y que, por tanto, no hay ya temor de tentaciones. Recordaré a propósito de esto lo que se cuenta de ciertos osos de Mauritania, que acostumbran cazar monos. Estos animales, al ver a su enemigo, trepan a los árboles. Mas el oso tiéndese en tierra, fingiéndose muerto, y apenas los monos, confiados, bajan al suelo, se levanta, les da caza y los devora.

Así el demonio finge que están muertas las tentaciones, y cuando los hombres descienden a las ocasiones peligrosas, les presenta de improviso la tentación con que los vence. ¡Cuántas almas desventuradas que frecuentaban la oración y la comunión, y que podían llamarse santas, llegaron a ser presa del infierno por no haber evitado las malas ocasiones!

Refiérese en la Historia Eclesiástica que una santa señora, dedicada a la piadosa obra de recoger y enterrar los cuerpos de los mártires, halló uno que aún tenía vida. Llevóle a su casa, le cuidó y curó. Y acaeció luego que, por la ocasión próxima, esos dos santos, que así se les podía llamar, perdieron la gracia de Dios, y luego la misma fe cristiana.

Mandó el Señor a Isaías (40, 6) predicar que toda carne es heno. Y, comentando este pasaje, dice San Juan Crisóstomo: ¿Es posible que el heno deje de arder si se le pone al fuego? Imposible, añade San Cipriano (De sing., Cler.). Es el estar en la hoguera y no quemarse.

Nuestra fortaleza, advierte el Profeta (Is. 1, 31), es como la de la estopa en las llamas. Y también Salomón nos dice (Pr. 6, 27-28) que sería un loco el que pretendiese caminar sobre ascuas sin que se le abrasaran las plantas de los pies. Pues no es menor locura la del que pretenda ponerse en ocasiones y no caer en falta.

Menester es huir del pecado como de la serpiente venenosa (Ecl. 21, 2). Preciso es evitar, no sólo la mordedura de la serpiente, dice Gualfrido, sino el tocarla y hasta el aproximarse a ella.

Dirás, tal vez, que aquella casa, aquella amistad favorecen tus intereses. Pues si aquella casa es para ti camino del infierno (Pr. 7, 27) y no renuncias a salvarte, es en absoluto preciso que la abandones resueltamente. Si tu ojo derecho -dice el Señor- fuese para ti motivo de condenación, debes arrancarle y arrojarle lejos de ti… (Mt. 5, 29). Nótese las palabras abs te del texto: es necesario tirarle, no cerca, sino lejos, o sea: hay que evitar todas las ocasiones.

Decía San Francisco de Asís que a las personas espirituales y entregadas a Dios las tienta el demonio de muy diferente manera que a las que viven mal. Al principio no las ata con una cuerda, sino con un cabello; después, con un hilo; luego, con un cordel, y, por último, con la cuerda potente que las arrastra al pecado.

El que desee, pues, librarse de tales riesgos, deseche desde el principio esas ligaduras de un cabello, huya de todas las ocasiones peligrosas, trato, saludos, obsequios y otras semejantes, y, sobre todo, el que haya tenido hábitos de impureza no se contente con evitar las ocasiones próximas; si no huye también de las remotas, volverá a caer.

Quien desee verdaderamente salvarse ha de formar y renovar con suma frecuencia la resolución de no apartarse nunca de Dios, repitiendo a menudo aquella frase de los Santos: "Piérdase todo, pero jamás a Dios".

Mas no basta semejante resolución de no perder a Dios si no usamos de los medios ordenados para no perderle.

El primero es, como ya se ha dicho, huir de las ocasiones.

El segundo, frecuentar los sacramentos de la Confesión y Comunión, porque en la casa que se limpia a menudo no impera la inmundicia. Con la confesión se mantiene para el alma y se alcanza no solamente la remisión de las culpas, sino fuerza para resistir las tentaciones.

La sagrada Comunión se llama Pan del Cielo, porque así como al cuerpo le es imposible vivir sin el alimento de la tierra, así el alma no puede vivir sin ese manjar celestial. "Si no comiereis la Carne del Hijo del Hombre ni bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn. 6, 54). Y, al contrario, a quien con frecuencia come ese Pan le está prometido que vivirá eternamente (Jn. 6, 52). Por esto el santo Concilio de Trento llama a la Comunión medicina que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales.

El tercer medio es la meditación, o sea la oración mental: "Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás" (Ecl. 7, 40). El que tenga siempre ante la vista las verdades eternas, la muerte, el juicio, la eternidad, no caerá en pecado. Dios nos ilumina en la meditación (Salmo 53, 6) y nos habla interiormente, enseñándonos lo que debemos hacer y las cosas de que debemos huir. "La llevaré al desierto y la hablaré al corazón" (Os. 2, 14). Es la meditación como venturosa hoguera donde nos encendemos en amor divino (Sal. 38, 4).

Y, finalmente, según ya hemos considerado, para conservarnos en gracia de Dios nos es absolutamente necesario que oremos siempre y pidamos las gracias de que hemos menester. Quien no hace oración mental, difícilmente ruega; y no rogando, ciertamente se perderá.

Debemos, pues, usar de todos esos medios para salvarnos y llevar vida bien ordenada. Por la mañana, al levantarnos, hemos de hacer los cristianos ejercicios de acción de gracias, amor, ofrecimientos y propósitos, con oraciones a Jesús y a la Virgen para que nos preserven de pecado en aquel día. Después haremos la meditación y oiremos la santa Misa.

Durante el día tendremos lectura espiritual y haremos la visita al Santísimo Sacramento y a la divina Madre. Y por la noche hemos de rezar el rosario y hacer examen de conciencia. Debemos comulgar una o más veces por semana, según disponga el director espiritual que tengamos elegido, para obedecerle constantemente. Muy útil sería hacer ejercicios espirituales en alguna casa religiosa.

Hemos de honrar también a María Santísima con algún especial obsequio, como, por ejemplo, ayunando los sábados. Es Madre de perseverancia y ofrece este don a quien le sirve: "Los que obran por Mí, no pecarán" Ecl. 24, 30).

Por último, y sobre todo, es necesario que pidamos a Dios la santa perseverancia, especialmente en tiempo de tentaciones, invocando entonces más a menudo los santísimos nombres de Jesús y María, si la tentación persistiera. Si así lo hiciereis, os salvaréis seguramente; y si no, ciertamente seréis condenados.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísimo Redentor mío: Gracias os doy por la luz con que me ilumináis y por los medios que me ofrecéis para salvarme. Ofrezco emplearlos sin falta. Dadme Vos vuestro auxilio para seros fiel. Deseáis que me salve, y yo así lo deseo también, principalmente por agradar a vuestro amantísimo Corazón, que tanto desea mi bien. No quiero, Dios mío, resistir más al amor que me manifestáis, por el cual me sufristeis con tanta paciencia cuando yo os ofendía.

Me invitáis a que os ame, y amaros, Señor, es mi único deseo… Os amo, Bondad infinita… Os amo, infinito Bien. Y os ruego, por los merecimientos de Cristo, que no me permitáis ser nuevamente ingrato. O acabad con tal ingratitud, o acabad con mi vida… Concluid, Dios mío, la obra que habéis comenzado (Sal. 67, 29). Dadme luces, fuerza y amor…

¡Oh María Santísima, que sois tesorera de las gracias, auxiliadme Vos! Admitidme, como deseo, por siervo vuestro, y rogad a Jesús por mí. Por los méritos de Jesucristo y después por los vuestros, espero que me he de salvar.

CONSIDERACIÓN 32

De la confianza en la protección de María Santísima

Quien me hallare, hallará la vida,y alcanzará del Señor la salud.(Pr. 8, 35)

PUNTO 1

¡Cuántas gracias debemos dar a la misericordia de Dios, exclama San Buenaventura, por habernos conseguido como abogada a la Virgen María, cuyas súplicas pueden alcanzarnos todas las mercedes que deseemos!…

¡Pecadores y hermanos míos!, aunque seamos culpables ante la divina justicia, y nos consideremos por nuestras maldades ya condenados al infierno, no desesperemos todavía. Acudamos a esta divina Madre, amparémonos bajo su manto, y Ella nos salvará. Exige de nosotros la resolución de mudar de vida. Formémosla, pues; confiemos verdaderamente en María Santísima, y Ella nos alcanzará la salvación… Porque María es abogada poderosa, abogada piadosísima, abogada que desea salvarnos a todos.

Consideremos, primeramente, que María es poderosa abogada, que todo lo puede con el soberano Juez, en provecho y beneficio de los que devotamente la sirven… Singular privilegio concedido por el mismo Juez, Hijo de la Virgen. "¡Es grande privilegio que María sea poderosísima para con su Hijo!".

Afirma Gerson que la bienaventurada Virgen obtiene de Dios cuanto le pide con firme voluntad, y que como Reina manda a los ángeles para que iluminen, perfecciones y purifiquen a los devotos de Ella. Por eso la Iglesia, a fin de inspirarnos confianza en esta gran abogada nuestra, hace que la invoquemos con el nombre de Virgen poderosa: Virgo potens, ora pro nobis…

¿Y por qué es tan eficaz la protección de María Santísima? Porque es la Madre de Dios. Las oraciones de la Virgen María, dice San Antonino, siendo como es María Madre del Señor, son, en cierto modo, mandatos para Jesucristo; así no es posible que cuando ruega no alcance lo que pide.

San Gregorio, Arzobispo de Nicomedia, dice que el Redentor, para satisfacer la obligación que tiene con esta Santa Madre por haber recibido de Ella la naturaleza humana, concede cuanto María solicita. Y Teófilo, Obispo de Alejandría, escribe estas palabras: "Desea el Hijo que su Madre le ruegue, porque quiere otorgarle cuanto pida, para recompensar así el favor que de ella recibió".

Con razón, pues, exclamaba el mártir San Metodio: "¡Alégrate y regocíjate, oh María, que lograste la ventura de tener por deudor al Hijo de quien todos somos deudores, porque cuanto tenemos es don suyo!…".

Del mismo modo Cosme de Jerusalén repite que el auxilio de María es omnipotente, y lo confirma Ricardo de San Lorenzo, notando cuán justo es que la Madre participe del poder del Hijo, y que siendo Éste omnipotente, comunique a su Madre la omnipotencia. El Hijo es omnipotente por naturaleza; la Madre es omnipotente por gracia, de suerte que obtiene con sus oraciones cuanto desea, según aquel célebre verso: Quod Deus imperio, tu prece Virgo, potes. (Puedes, Virgen, con tus preces – lo que Dios con sus mandatos).

La misma doctrina consta en las Revelaciones de Santa Brígida (lib. 1, cap. 4). Oyó aquella Santa que Jesús decía a su bendita Madre que le pidiera cuanto quisiese, y que cualesquiera que fuesen sus peticiones, nunca rogaría en vano. Y el Señor manifestó el motivo de tal privilegio diciendo: "Nada me negaste nunca en la tierra; nada te negaré Yo en el Cielo".

En resolución: no hay nadie, por malvado que sea, a quien María no pueda salvar con su intercesión… ¡Oh Madre de Dios!, exclama San Gregorio de Nicomedia, nada puede resistir a tu poder, porque tu Creador estima y aprecia tu gloria como si fuera suya… Vos, Señora, lo podéis todo, dice también San Pedro Damiano, puesto que aun a los desesperados podéis salvar.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísima Reina y Madre mía, diré con San Germán: "Vos sois omnipotente para salvar a los pecadores, y no necesitáis para con Dios de mayor encomio que el ser Madre de la verdadera Vida". Así, pues, Señora, recurriendo a Vos, no puede todo el peso de mis pecados hacerme desconfiar de mi salvación.

Con vuestras súplicas alcanzáis cuanto queréis, y si rogáis por mí, ciertamente me salvaré. Orad, pues, por este miserable, diré como San Bernardo, ya que vuestro divino Hijo oye y concede todo lo que le pedís. Pescador soy, pero quiero enmendarme, y me complazco en ser vuestro siervo amantísimo. Indigno soy también de vuestra protección; mas bien sé que nunca desamparáis al que en Vos pone su esperanza. Podéis y queréis salvarme, y por eso confío en Vos…

Cuando vivía alejado de Dios y no pensaba en vuestra bondad, os acordabais Vos de mí y me alcanzasteis la gracia de enmendarme. ¡Cuánto más debo confiar en vuestra clemencia ahora que me consagro a vuestro servicio, y espero en Vos y a Vos me encomiendo!

¡Oh María!, rogad por mí y hacedme santo. Alcanzadme el don de la perseverancia y amor profundo a vuestro Hijo y a Vos misma. Os amo, Reina y Madre mía amabilísima, y espero que os amaré siempre. Amadme Vos también, y con vuestro amor, mudadme de pecador en santo.

PUNTO 2

Consideremos, en segundo lugar, que María es abogada tan clemente como poderosa, y que no sabe negar su protección a quien recurre a Ella. Fijos están sobre los justos los ojos del Señor, dice David. Mas esta Madre de misericordia, como decía Ricardo de San Lorenzo, tiene fijos los ojos, así en los justos como en los pecadores, a fin de que no caigan; y si hubieran caído, para ayudarlos a que se levanten.

Parecíale a San Buenaventura cuando contemplaba a la Virgen que miraba la misma misericordia, y San Bernardo nos exhorta a que en todas nuestras necesidades recurramos a esta poderosa abogada, que es en extremo dulce y benigna para cuantos se encomiendan a Ella.

Por eso la llamamos hermosa como la oliva. Quasi oliva va speciosa in campis (Ecl. 24, 19); pues así como de la oliva mana óleo suave, símbolo de piedad, así de la Virgen surgen gracias y mercedes que dispensa a todos los que se acogen a su amparo.

Bien decía, pues, Dionisio Cartusiano al llamarla abogada de los pecadores que en ella se refugian. ¡Oh Dios, qué dolor tendrá un cristiano que se condena al considerar que a tan poca costa pudiera haberse salvado acudiendo a esta Madre de misericordia, y que no lo puso por obra ni habrá ya tiempo de remediarlo!

La bienaventurada Virgen dijo a Santa Brígida (Rev. 1, 1, c. 6): "Me llaman Madre de misericordia, y en verdad lo soy, porque así lo ha dispuesto la clemencia de Dios…" Pues ¿quién nos ha dado tal abogada, que nos defienda, sino la misericordia divina, que a todos nos quiere salvar?… Desdichado será -añadió la Virgen…, eternamente desdichado, el que pudiendo acudir a Mí, que con todos soy tan piadosa y benigna, no quiere buscar mi auxilio y se condena".

¿Tememos acaso, dice San Buenaventura, que nos niegue María el socorro que le pidamos?… No; que no sabe ni supo jamás mirar sin compasión y dejar sin auxilio a los desventurados que lo reclaman de Ella. No sabe, ni puede, porque fue destinada por Dios para ser reina y Madre de Misericordia, y como tal tiene que atender a los necesitados. Reina sois de misericordia, le dice San Bernardo; ¿y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables? Y luego el Santo, por humildad, añadía: "Puesto que sois, ¡oh Madre de Dios!, la Reina de la misericordia, mucho debéis atenderme a mí, que soy el más miserable de los pecadores".

Con maternal solicitud, sin duda, librará de la muerte a sus hijos enfermos, pues la bondad y clemencia de María la convierten en Madre de todos los que sufren.

San Basilio la llama casa de salud, porque así como en los hospitales de enfermos pobres tiene más derecho a entrar el más necesitado, María, como dice aquel Santo, ha de acoger y cuidar con piedad más solícita y amorosa a los más grandes pecadores de todos los que a Ella recurren.

No dudaremos, pues, de la misericordia de María Santísima. Santa Brígida oyó que el Salvador decía a la Virgen: "Aun para el mismo diablo usarías de misericordia si la pidiese con humildad". El soberbio Lucifer jamás se humillará; pero si se humillase ante esta soberana Señora y le pidiese auxilio, la intercesión de la Virgen le libraría del infierno.

Nuestro Señor con aquellas palabras nos dio a entender lo mismo que su amada Madre dijo luego a la Santa: que cuando un pecador, por muy grandes que sean sus culpas, se le encomienda sinceramente. Ella no atiende a los pecados de él, sino a la intención que le mueve; y si tiene buena voluntad de enmendarse, le acoge y sana de todos los males que le abruman: "Por mucho que el hombre haya pecado, si acude a Mí verdaderamente arrepentido, apresúrome a recibirle, no miro el número de sus culpas, sino el ánimo con que viene. Ni me desdeño de ungir y curar sus llagas, porque me llaman, y realmente soy, Madre de misericordia".

Con verdad, pues, nos alienta San Buenaventura (In Sal. 8), diciendo: No desesperéis, pobres y extraviados pecadores; alzad los ojos a María y respirad, confiados en la piedad de esta buena Madre. Busquemos la gracia perdida, dice San Bernardo, y busquémosla por medio de María; que ese alto don, por nosotros perdido, añade Ricardo de San Lorenzo, María lo encontró, y a Ella, por tanto, debemos acudir para recuperarle.

Cuando al arcángel San Gabriel anunció a la Virgen la divina maternidad, le dijo: "No temas, María, porque hallaste gracia" (Lc. 1, 30). Mas si María, siempre llena de gracia, jamás estuvo privada de ella, ¿cómo dijo el ángel que la había hallado? A esto responde el cardenal Hugo que la Virgen no halló la gracia para sí, pero siempre la tuvo y disfrutó sino para nosotros, que la habíamos perdido; de donde infiere que debemos presentarnos a María Santísima y decirle: "Señora, los bienes han de ser restituidos a quien los perdió. Esa divina gracia que habéis hallado no es vuestra, porque Vos siempre la poseísteis; nuestra es, y por nuestras culpas la perdimos. A nosotros, Señora, debéis devolverla". "Acudan, pues; acudan presurosos a la Virgen los pecadores que hubiesen perdido por sus culpas la gracia, y díganle sin miedo: devuélvenos el bien nuestro que hallaste…"

AFECTOS Y SÚPLICAS

He aquí a vuestros pies, ¡oh Madre de Dios!, a un pecador desdichado que, no una, sino muchas veces, voluntariamente, perdió la divina gracia que vuestro Hijo le había conquistado por su muerte. Con el alma llena de heridas y de llagas, a Vos acudo, Madre de misericordia. No me despreciéis al ver el estado en que me hallo; antes bien, miradme con más compasión y apresuraos a socorrerme. Atended a la esperanza que me inspiráis y no me abandonéis. No busco bienes terrenos, sino la gracia de Dios y el amor a vuestro divino Hijo.

Orad por mí, Madre mía; no ceséis de orar, que por vuestra intercesión, y en virtud de los méritos de Jesucristo, he de alcanzar la salvación. Y pues vuestro oficio es el de interceder por los pecadores, ejercedle para mí -como decía Santo Tomás de Villanueva-, encomendadme a Dios y defendedme. No hay causa, por desesperada que sea, que no se gane si Vos la defendéis. Sois esperanza de pecadores y esperanza mía… Nunca dejaré, Virgen Santa, de serviros y amaros y de acudir a Vos… No dejéis Vos de socorrerme, sobre todo cuando me veáis en peligro de perder nuevamente la gracia del Señor…

¡Oh María, excelsa Madre de Dios, tened misericordia de mí!

PUNTO 3

Consideremos en tercer lugar que María Santísima es abogada tan piadosa, que no sólo auxilia a los que recurren a Ella, sino que va buscando por sí misma a los desdichados para defenderlos y salvarlos.

Ved cómo nos llama a todos, con el fin de alentarnos a esperar toda suerte de bienes si a su protección nos acogemos. "En Mí toda esperanza de vida y de virtud. Venid a Mí todos" (Ecl. 24, 26). A todos nos llama, justos o pecadores, exclama el devoto Peibardo comentando ese texto. Anda el demonio alrededor de nosotros, buscando a quien devorar, dice San Pedro (1 P. 5, 8). Mas esta divina Madre, como dijo Bernardino de Bustos, va buscando siempre a quien puede salvar.

Es María Madre de misericordia, porque la piedad y clemencia con que nos atiende la obligan a compadecerse de nosotros y a tratar continuamente de salvarnos, como una cariñosa madre, que no podría ver a sus hijos en riesgo de perderse sin que se apresurase a socorrerlos.

Y, después de Jesucristo, ¿quién procura más cuidadosamente que Vos la salvación de nuestras almas?, dice San Germán. Y San Buenaventura añade que María se muestra tan solícita en socorrer a los miserables, que no parece sino que en esto se cifran sus más vivos deseos.

Ciertamente, auxilia a los que se le encomiendan, y a ninguno de ellos desampara. Tan benigna es, exclama el Idiota, que no rechaza a nadie. Mas esto no basta para satisfacer el corazón piadosísimo de María, dice Ricardo de San Víctor (In Cant. c. 23), sino que se adelanta a nuestras súplicas y nos ayuda antes que se lo roguemos. Y es tan misericordiosa, que allí donde ve miserias acude al instante, y no sabe mirar la necesidad de nadie sin darle auxilio.

Así procedía en su vida mortal, como nos lo prueba el suceso de las bodas de Caná de Galilea, donde apenas notó que faltaba el vino, sin esperar a que se le pidiese cosa alguna, y compadecida de la aflicción y afrenta de los esposos, rogó a su Hijo que los remediase, y le dijo (Jn. 2, 3): No tienen vino, alcanzando así del Señor que milagrosamente trocase en vino el agua.

Pues si tan grande era la piedad de María con los afligidos cuando estaba en este mundo, ciertamente, dice San Buenaventura, es mayor la misericordia con que nos socorre desde el Cielo, donde ve mejor nuestras miserias, y se compadece más de nosotros. Y si María, sin que se lo suplicasen, se mostró tan pronta a dar su auxilio, ¡cuánto más atenderá a los que le ruegan!…

No dejemos de acudir en todas nuestras necesidades a esta Madre divina, a quien siempre hallamos dispuesta para socorrer al que se lo suplica. Siempre la hallarás pronta a socorrerte, dice Ricardo de San Lorenzo; porque, como afirma Bernardino de Bustos, más desea la Virgen otorgarnos mercedes que nosotros mismos el recibirlas de Ella; de suerte que cuando recurrimos a María la hallamos seguramente llena de misericordia y de gracia.

Y es tan vivo ese deseo de favorecernos y salvarnos -dice San Buenaventura-, que se da por ofendida, no sólo de quien positivamente la injuria, sino también de los que no le piden amparo y protección; y, al contrario, seguramente, salva a cuantos se encomiendan a Ella con firme voluntad de enmendarse, por lo cual la llama el Santo Salud de los que la invocan.

Acudamos, pues, a esta excelsa Madre, y digámosle con San Buenaventura: In te, Domina speravi, non confundar in aeternum!… ¡Oh Madre de Dios, María Santísima, porque en Ti puse mi esperanza, espero que no he de condenarme!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh María!, a vuestros pies se postra pidiendo clemencia este mísero esclavo del infierno. Y aunque es cierto que no merezco bien ninguno, Vos sois Madre de misericordia, y la piedad se puede ejercitar con quien no la merece.

El mundo todo os llama esperanza y refugio de los pecadores, de suerte que Vos sois mi refugio y esperanza. Ovejuela extraviada soy; mas para salvar a esta oveja perdida vino del Cielo a la tierra el Verbo Eterno y se hizo vuestro Hijo, y quiere que yo acuda a Vos y que me socorráis con vuestras súplicas. Santa María, Mater Dei, oro pro nobis peccatóribus…

¡Oh excelsa Madre de Dios!, Tú, que ruegas por todos, ora también por mí. Di a tu divino Hijo que soy devoto tuyo y que Tú me proteges. Dile que en Ti puse mis esperanzas. Dile que me perdone, porque me pesa de todas las ofensas que le hice, y que me conceda la gracia de amarle de todo corazón. Dile, en suma, que me quieres salvar, pues Él concede cuanto le pides…

¡Oh María, mi esperanza y consuelo, en Ti confío! Ten piedad de mí.

CONSIDERACIÓN 33

El amor de Dios

Pues amemos nosotros a Dios,porque Dios nos amó primero.(1 Jn. 4, 19)

PUNTO 1

Considera, ante todo, que Dios merece tu amor, porque Él te amó antes que tú le amases, y es el primero de cuantos te han amado (Jer. 31, 3). Los que primeramente te amaron en este mundo fueron tus padres, pero no sintieron ni pudieron tenerte amor sino después de haberte conocido.

Mas antes que tuvieras el ser, Dios te amaba ya. No habían nacido ni tu padre ni tu madre, y Dios te amaba. ¿Y cuánto tiempo antes de crear el mundo comenzó Dios a amarte?… ¿Quizá mil años, mil siglos antes?… No contemos años ni siglos. Dios te amó desde la eternidad (Jeremías 31, 3).

En suma: desde que Dios fue Dios, te ha amado siempre; desde que se amó a Sí mismo, te amó también a ti. Con razón decía la virgen Santa Inés: "Otro amante me cautivó primero". Cuando el mundo y las criaturas la requerían de amor, ella respondía: No, no puedo amaros. Mi Dios es el primero que me amó, y es justo que a Él sólo consagre mis amores.

De suerte, hermano mío, que eternamente te ha amado tu Dios; y sólo por amor te escogió entre tantos hombres como podía crear, y te dio el ser y te puso en el mundo, y además formó innumerables y hermosas criaturas que te sirviesen y te recordasen ese amor que Él te profesa y el que tú le debes. "El Cielo, la tierra y todas las criaturas -decía San Agustín- me invitan a que te ame". Cuando el Santo contemplaba el sol, la luna, las estrellas, los montes y ríos, apréciale que todos le hablaban, diciéndole: Ama a Dios, que nos creó para ti a fin de que le amases.

El Padre Rancé, fundador de los Trapenses, no veía los campos, fuentes y mares sin recordar por medio de esas cosas creadas el amor que Dios le tenía. También Santa Teresa dice que las criaturas le reprochaban la ingratitud para con Dios.

Y Santa Magdalena María de Pazzi, no bien contemplaba la hermosura de alguna flor o fruto, sentía el corazón traspasado con las flechas del amor de Dios, y exclamaba: "¡Desde la eternidad ha pensado el Señor en crear estas flores a fin de que yo le ame!".

Considera, además, con qué singular amor hizo Dios que nacieses en pueblo cristiano y en el gremio de la Santa Iglesia. ¡Cuántos nacen entre idólatras, judíos, mahometanos o herejes, y por ello se pierden!… Pocos son los hombres que tienen la dicha de nacer donde reina la verdadera fe, y el Señor te puso entre ellos.

¡Oh, cuán alto don el de la fe! ¡Cuántos millones de almas no disfrutan de sacramentos, ni sermones, ni ejemplos de hombres santos, ni de los demás medios de salvación que la Iglesia nos proporciona!

Y Dios quiso concederte todos esos grandes auxilios sin mérito alguno de tu parte; antes, previendo tus deméritos. Al pensar en crearte y darte esas gracias, ya preveía las ofensas que habías de hacerle.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh soberano Señor de Cielos y tierra! Bien infinito e infinita Majestad, ¿cómo pueden los hombres menospreciaros a Vos, que tanto los habéis amado?… Mas entre ellos, Señor, a mí singularmente, me amasteis, favoreciéndome con gracias especialísimas, que no a todos habéis concedido, y yo más todavía os he despreciado.

A vuestros pies me postro, ¡oh Jesús, Salvador mío! "No me arrojes de tu presencia" (Sal. 50, 13), aunque harto lo merezco por mis ingratitudes; pero Vos dijisteis que no sabéis desechar al corazón contrito que vuelve a Vos (Jn. 6, 37).

Jesús mío, me pesa de haberos ofendido; y si en la vida pasada no os conocí, ahora os reconozco por mi Señor y Redentor, que murió por salvarme y para que le amara… ¿Cuándo, Jesús mío, acabará mi ingratitud? ¿Cuándo empezaré a amaros de veras?…

Hoy, Señor, resuelvo amarte con todo mi corazón, y no amar a nadie más que a Ti. ¡Oh Bondad infinita!, te adoro por todos los que no te aman; y en Ti creo, en Ti espero, te amo y me ofrezco enteramente a Ti. Ayúdame con tu gracia… Y si me favorecisteis cuando no os amaba ni deseaba amaros, ¿cuánto más no he de esperar vuestra misericordia ahora que os amo y deseo amaros?

Dame, Señor mío, tu amor…, amor fervoroso que me haga olvidar las criaturas todas; amor fortísimo, con el cual supere cuantos obstáculos se opongan a que te complazca; amor perpetuo, que no pueda cesar.

Todo lo espero de tus merecimientos, ¡oh Jesús mío!, y de tu intercesión poderosa, ¡oh María, Madre y Señora nuestra!

PUNTO 2

Y no solamente nos dio el Señor tantas hermosas criaturas, sino que no vio satisfecho su amor hasta que se nos dio y entregó Él mismo (Ga. 2, 20). El maldito pecado nos había hecho perder la divina gracia y la gloria, haciéndonos esclavos del infierno. Pero el Hijo de Dios, con asombro del Cielo y de la tierra, quiso venir a este mundo y hacerse hombre para redimirnos de la muerte eterna y conquistarnos la gracia y la perdida gloria.

Maravilla sería que un poderoso monarca quisiera convertirse en gusano por amor de estos míseros seres. Pues infinitamente más debe maravillarnos al ver a Dios hecho hombre por amor a los hombres. "Se anonadó a Sí mismo tomando forma de siervo…, y reducido a la condición de hombre…" (Fil. 2, 7). ¡Dios en carne mortal! Y el Verbo se hizo carne… (Jn. 1, 14). Pero el asombro y pasmo se aumentan al considerar lo que después hizo y padeció por amor nuestro el Hijo de Dios.

Bastaba para redimirnos una sola gota de su preciosísima Sangre, una lágrima suya, una sola oración, porque esta oración de persona divina tenía infinito valor y era suficiente para rescatar el mundo, e infinitos mundos que hubiese. Mas, dice San Juan Crisóstomo, lo que bastaba para redimirnos no era bastante para satisfacer el amor inmenso que Dios nos tenía. No quiso únicamente salvarnos, sino que le amásemos mucho, porque Él mucho nos amó, y para lograrlo escogió vida de trabajos y de afrentas y muerte amarguísima entre todas las muertes, a fin de que conociésemos su infinito y ardentísimo amor para con nosotros. "Se humilló a Sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil. 2, 8).

¡Oh exceso de amor divino, que ni los ángeles ni los hombres llegarán nunca a comprender! Exceso le llamaron en el Tabor Moisés y Elías, refiriéndose a la Pasión de Cristo (Le. 9, 31). "Exceso de dolor, exceso de amor", dice San Buenaventura.

Si el Redentor no hubiera sido Dios, sino un deudo o amigo nuestro, ¿qué mayor prueba de afecto podría habernos dado que la de morir por nosotros? "Que nadie tiene más grande amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn. 15, 13). Si Jesucristo hubiese tenido que salvar a su mismo Padre, ¿qué más pudiera haber hecho por amor a Él? Si tú, hermano mío, hubieses sido Dios y creador de Cristo, ¿qué otra cosa hiciera por ti sino sacrificar su vida en un mar de afrentas y dolores? Si el hombre más vil de la tierra hubiese hecho por ti lo que hizo el Redentor, ¿podrías vivir sin amarle?

¿Creéis en la Encarnación y muerte de Jesucristo?… ¿Lo creéis y no le amáis? ¿Y podéis siquiera pensar en amar otras cosas, fuera de Cristo? ¿Acaso dudáis que os ama?… ¡Pues si Él vino al mundo, dice San Agustín, para padecer y morir por vosotros, a fin de patentizaros el amor que os tiene!

Tal vez antes de la Encarnación del Verbo pudiera dudar el hombre de que Dios le amase tiernamente; pero después de la Encarnación y muerte de Jesucristo, ¿cómo puede ni dudar de ello? ¿Con qué prueba más clara y tierna podía demostrarnos su amor que con sacrificar por nosotros su vida?… Habituados estamos a oír hablar de creación y redención, de un Dios que nace en un pesebre y muere en una cruz… ¡Oh santa fe, ilumina nuestras almas!

AFECTOS Y SÚPLICAS

Veo, Jesús mío, que nada os quedó por hacer para obligarme a amaros, y que yo, con mis ingratitudes, he procurado obligaros a que me abandonéis. ¡Bendita sea vuestra paciencia, que me ha sufrido tan largo tiempo! Merezco un infierno a propósito creado para mí; pero vuestra muerte me inspira firme esperanza de perdón.

Enseñadme, Señor, cuánto merecéis ser amado y el deber que tengo de amaros, ¡oh inmenso Bien! Sabiendo que habéis muerto por mí, ¿cómo he vivido, ¡oh Dios!, olvidado de Vos tantos años?… ¡Oh, si volviese a existir de nuevo, querría, Señor, consagraros desde el principio toda mi vida! Pero, ¡ah!, los años no vuelven… Haced, al menos, que el resto de mi existencia lo dedique por completo a serviros y amaros.

Carísimo Redentor mío: os amo con todo mi corazón. Aumentad el amor en mí recordándome cuánto hicisteis por mi bien, y no permitáis que vuelva a ser ingrato. No he de resistir más a la luz con que me ilumináis. Deseáis que os ame, y yo deseo amaros.

¿Y a quién he de amar si no amo a mi Dios, belleza infinita e infinita Bondad, a un Dios que murió por mí y me sufrió paciente, y en vez de castigarme como yo merecía, mudó el castigo en mercedes y gracias? Sí, os amo, ¡oh Dios digno de infinito amor!, y no vivo ni suspiro más que para dedicarme a amaros, olvidado de todo el mundo. ¡Oh caridad infinita de mi Señor: socorre a un alma que anhela ser tuya eternamente!

Auxiliadme también con vuestra intercesión, ¡oh María, Madre excelsa de Dios! Rogad a Jesucristo que me haga suyo para siempre.

PUNTO 3

Se aumentará en nosotros la admiración si consideramos el deseo vehementísimo que tuvo nuestro Señor Jesucristo de padecer y morir por nuestro bien. "Bautizado he de ser con el bautismo de mi propia sangre, y muero de deseo porque llegue pronto la hora de mi Pasión y muerte, a fin de que el hombre conozca el amor que le tengo". Así decía el Hijo de Dios en su vida terrena (Lc. 12, 50). Por eso mismo exclamaba en la noche que precedió a su dolorosa Pasión (Lc. 22, 15): Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros. Diríase que nuestro Dios no puede saciarse de amor a los hombres, escribe San Basilio de Seleucia (c. 419).

¡Ah Jesús mío! ¡Los hombres no os aman porque no ponderan el amor que les profesáis! ¡Oh Señor!, el alma que piensa en un Dios muerto por su amor, y que tanto deseó morir para demostrarle la grandeza del afecto que le tenía, ¿cómo es posible que viva sin amarle?…

San Pablo dice (2 Co. 5, 14) que no tanto lo que hizo y padeció Jesucristo como el amor que nos demostró al padecer por nosotros, nos obliga y casi nos fuerza a que le amemos. Considerando este alto misterio, San Lorenzo Justiniano exclamaba: Hemos visto a un Dios enloquecido de amor por nosotros. Y, en verdad, si la fe no afirmase, ¿quién pudiera creer que el Creador quiso morir por sus criaturas?…

Santa Magdalena de Pazzi, en un éxtasis que tuvo llevando en sus manos un Crucifijo, llamaba a Jesús loco de amor. Y lo mismo decían los gentiles cuando se les predicaba la muerte de Cristo, que les parecía increíble locura, según testimonio del Apóstol (1 Co. 1, 23): "Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles".

¿Cómo, decían, un Dios felicísimo en Sí mismo, y que de nadie necesita, pudo venir al mundo, hacerse hombre y morir por amor a los hombres, criaturas suyas? Creer eso equivale a creer que Dios enloqueció de amor… Y con todo, es de fe que Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, se entregó a la muerte por amor a nosotros. "Nos amó y se entregó Él mismo por nosotros" (Ef. 5, 2).

¿Y para qué lo hizo así? Hízolo a fin de que no viviésemos para el mundo, sino para aquel Señor que por nosotros quiso morir (2 Co. 5, 15) Hízolo para que el amor que nos mostró ganase todos los afectos de nuestros corazones; así, los Santos, al considerar la muerte de Cristo, tuvieron en poco el dar la vida y darlo todo por amor de su amantísimo Jesús.

¡Cuántos ilustres varones, cuántos príncipes abandonaron riquezas, familia, patria y reinos para refugiarse en los claustros y vivir en el amor de Cristo! ¡Cuántos mártires le sacrificaron la vida! ¡Cuántas vírgenes, renunciando a las bodas de este mundo, corrieron gozosas a la muerte para recompensar como les era dado el afecto de un Dios que murió por amarlas!…

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente