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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 2)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Escrita está la sentencia de muerte para todo el humano linaje. El hombre ha de morir. Decía San Agustín (In Salm. 12): La muerte sólo es segura; los demás bienes y males nuestros, inciertos son.

No se puede saber si aquel niño que acaba de nacer será rico o pobre, si tendrá buena o mala salud, si morirá joven o viejo. Todo ello es incierto, pero es cosa indudable que ha de morir. Magnates y reyes serán también segados por la hoz de la muerte, a cuyo poder no hay fuerza que resista. Posible es resistir al fuego, al agua, al hierro, a la potestad de los príncipes, mas no a la muerte.

Refiere Vicente de Beauvais que un rey de Francia, viéndose en el término de su vida, exclamó: Con todo mi poder no puedo conseguir que la muerte me espere una hora más. Cuando ese trance llega, ni por un momento podemos demorarle.

Aunque vivieres, lector mío, cuantos años deseas, ha de llegar un día, y en ese día una hora, que será la última para ti. Tanto para mí, que esto escribo, como para ti, que lo lees, está decretado el día y punto en que ni yo podré escribir ni tú leer más. ¿Quién es el hombre que vivirá y no verá la muerte? (Sal. 88, 49). Dada está la sentencia. No ha habido hombre tan necio que se haya forjado la ilusión de que no ha de morir.

Lo que acaeció a tus antepasados te sucederá también a ti. De cuantas personas vivían en tu patria al comenzar el pasado siglo, ni una sola queda con vida.

También los príncipes y monarcas dejaron este mundo. No queda más de ellos que el sepulcro de mármol y una inscripción pomposa, que hoy nos sirve de enseñanza, patentizándonos que de los grandes del mundo sólo resta un poco de polvo detrás de aquellas losas…

Pregunta San Bernardo: Dime, ¿dónde están los amadores del mundo? Y responde: Nada de ellos quedó, sino cenizas y gusanos.

Preciso es, por tanto, que procuremos, no la fortuna perecedera, sino la que no tiene fin, porque inmortales son nuestras almas. ¿De qué os servirá ser felices en la tierra -aunque no puede haber verdadera felicidad en un alma que vive alejada de Dios-, si después habréis de ser desdichados eternamente?… Ya os habéis preparado morada a vuestro gusto. Pensad que pronto tendréis que dejarla para consumiros en la tumba. Habéis alcanzado tal vez la dignidad que os eleva sobre los demás hombres. Pero llegará la muerte y os igualará con los más viles plebeyos del mundo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Infeliz de mí!, que durante tantos años sólo he pensado en ofenderos, ¡oh Dios de mi alma!… Pasaron ya esos años; tal vez mi muerte está ya cerca, y no hallo en mí más que remordimiento y dolor. ¡Ah Señor, si os hubiese siempre servido!… ¡Cuán loco fui!… En tantos años como he vivido, en vez de granjear méritos para la otra vida, ¡me he colmado de deudas para con la divina justicia!…

Amado Redentor mío, dadme luz y ánimo para ordenar mi conciencia ahora. Quizá no esté la muerte lejos de mí, y quiero prepararme para aquel momento decisivo de mi felicidad o mi desdicha eterna.

Gracias mil os doy por haberme esperado hasta ahora. Y ya que me habéis dado tiempo de remediar el mal cometido, heme aquí, Dios mío; decidme lo que deseáis que haga por Vos. ¿Queréis que me duela de las ofensas que os hice?… Me arrepiento de ellas y las detesto con toda el alma… ¿Queréis que me emplee en amaros estos años o días que me resten? Así lo haré, Señor. ¡Oh Dios mío! También más de una vez formé en lo pasado esas mismas resoluciones, y mis promesas se trocaron en otros tantos actos de traición. No, Jesús mío; no quiero ya mostrarme ingrato a tantas gracias como me habéis dado. Si ahora, al menos, no mudo de vida, ¿cómo podré en la muerte esperar perdón y alcanzar la gloria? Resuelvo, pues, firmemente dedicarme de veras a serviros desde ahora.

Y Vos, Señor, ayudadme, no me abandonéis. Ya que no me abandonasteis cuando tanto os ofendía, espero con mayor motivo vuestro socorro ahora que me propongo abandonarlo todo para serviros. Permitid que os ame, ¡oh Dios, digno de infinito amor! Admitid al traidor que, arrepentido, se postra a vuestros pies y os pide misericordia.

Os amo, Jesús mío, con todo mi corazón y más que a mí mismo. Vuestro soy; disponed de mí y de todas mis cosas como os plazca. Concededme la perseverancia en obedeceros; concededme vuestro amor, y haced de mí lo que os agrade.

María, Madre, refugio y esperanza mía, a Vos me encomiendo; os entrego mi alma; rogad a Dios por mí.

PUNTO 2

Statutum est. Es cierto, pues, que todos estamos condenados a muerte. Todos nacemos, dice San Cipriano, con la cuerda al cuello; y cuantos pasos damos, otro tanto nos acercamos a la muerte…

Hermano mío, así como estás inscrito en el libro del bautismo, así algún día te inscribirán en el libro de los difuntos. Así como a veces mencionas a tus antepasados diciendo: Mi padre, mi hermano, de feliz recuerdo, lo mismo dirán de ti tus descendientes.

Tal y como tú has oído muchas veces que las campanas tocaban a muerto por otros, así los demás oirán que tocan por ti.

¿Qué dirías de un condenado a muerte que fuese al patíbulo burlándose, riéndose, mirando a todos lados, pensando en teatros, festines y diversiones?… Y tú, ¿no caminas también hacia la muerte? ¿Y en qué piensas? Contempla en aquellas tumbas a tus parientes y amigos, cuya sentencia fue ya ejecutada…

¡Qué terror no siente el reo condenado cuando va a sus compañeros pendientes del patíbulo y muertos ya! Mira a esos cadáveres; cada uno de ellos dice: Ayer a mí, hoy a ti. Lo mismo repiten todos los días los retratos de los que fueron tus parientes, los libros, las casas, los lechos, los vestidos que has heredado.

¡Qué extremada locura es no pensar en ajustar las cuentas del alma y no disponer los medios necesarios para alcanzar buena muerte, sabiendo que hemos de morir, que después de la muerte nos está reservada una eternidad de gozo o de tormento, y que de ese punto depende el ser para siempre dichosos o infelices!…

Sentimos compasión por los que mueren de repente sin estar preparados para morir, y, con todo, no tratamos de prepararnos, a pesar de que lo mismo puede acaecernos.

Tarde o temprano, apercibidos o de improviso, pensemos o no en ello, hemos de morir; y a toda hora y en cada instante nos acercamos a nuestro patíbulo, o sea a la última enfermedad que nos ha de arrojar fuera de este mundo.

Gentes nuevas pueblan, en cada siglo, casas, plazas y ciudades. Los antecesores están en la tumba. Y así como se acabaron para ellos los días de la vida, así vendrá un tiempo en que ni tú, ni yo, ni persona alguna de los que vivimos ahora viviremos en este mundo. Todos estaremos en la eternidad, que será para nosotros, o perdurable día de gozo, o noche eterna de dolor. No hay término medio. Es cierto y de fe que, al fin, nos ha de tocar uno u otro destino.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh mi amado Redentor! No me atrevería a presentarme ante Vos si no os viera en la cruz desgarrado, escarnecido y muerto por mí. Grande es mi ingratitud, pero aún es más grande vuestra misericordia. Grandísimos mis pecados, mas todavía son mayores vuestros méritos. En vuestras llagas, en vuestra muerte, pongo mi esperanza.

Merecí el infierno apenas hube cometido mi primer pecado. He vuelto luego a ofenderos mil y mil veces. Y Vos, no sólo me habéis conservado la vida, sino que, con suma piedad y amor, me habéis ofrecido el perdón y la paz.

¿Cómo he de temer que me arrojéis de vuestra presencia ahora que os amo y que no deseo sino vuestra gracia?… Sí; os amo de todo corazón, ¡oh Señor mío!, y mi único anhelo se cifra en amaros. Os adoro y me pesa el haberos ofendido, no tanto por el infierno que merecí, como por haberos despreciado a Vos, Dios mío, que tanto me amáis… Abrid, pues, Jesús mío, el tesoro de vuestra bondad, y añadid misericordia a misericordia.

Haced que yo no vuelva a ser ingrato, y mudad del todo mi corazón, de suerte que sea enteramente vuestro, e inflamado siempre por las llamas de vuestra caridad, ya que antes menospreció vuestro amor y le trocó por los viles placeres del mundo.

Espero alcanzar la gloria, para siempre amaros; y aunque allí no podré estar entre las almas inocentes, me pondré al lado de las que hicieron penitencia, deseando, con todo, amaros más todavía que aquéllas. Para gloria de vuestra misericordia, vea el Cielo cómo arde en vuestro amor un pecador que tanto os ha ofendido. Resuelvo entregarme a Vos de hoy en adelante, y pensar no más que en amaros. Auxiliadme con vuestra luz y gracia para cumplir ese deseo mío, dado también por vuestra misma bondad…

¡Oh María, Madre de perseverancia, alcanzadme que sea fiel a mi promesa!

PUNTO 3

La muerte es segura. ¿Cómo, pues, tantos cristianos, ¡oh Dios!, que lo saben, lo creen, lo ven, pueden vivir tan olvidados de la muerte como si nunca tuviesen que morir? Si después de esta vida no hubiera ni gloria ni infierno, ¿se podría pensar en ello menos de lo que ahora se piensa? De ahí procede la mala vida que llevan.

Si quieres, hermano mío, vivir bien, procura en el resto de tus días vivir con el pensamiento de la muerte… ¡Oh, cuán acertadamente juzga las cosas y dirige sus acciones quien juzga y se guía por la idea de que ha de morir! (Ecl. 41, 3).

El recuerdo de la muerte, dice San Lorenzo Justiniano, hace perder el afecto a todas las cosas terrenas. Todos los bienes del mundo se reducen a placeres sensuales, riquezas y honras (1 Jn. 2, 16). Mas el que considera que en breve se reducirá a polvo y será, bajo tierra, pasto de gusanos, todos esos bienes desprecia.

Y en verdad, los Santos, pensando en la muerte, despreciaron los bienes terrenales. Por eso, San Carlos Borromeo tenía siempre en su mesa un cráneo humano para contemplarle a menudo.

El cardenal Baronio llevaba en el anillo, grabadas, estas dos palabras: Memento mori: Acuérdate de que has de morir. El venerable Pedro Ancina, Obispo de Saluzo, había escrito en un cráneo: Fui lo que eres: como soy serás.

UN santo ermitaño a quien preguntaron en la hora de la muerte por qué mostraba tanta alegría, respondió: Tan a menudo he tenido fijos los ojos en la muerte, que ahora, cuando se aproxima, no veo cosa nueva.

¿Qué locura no sería la de un viajero que tratase de ostentar grandezas y lujo no más que en los lugares por donde sólo habría de pasar, y no pensara siquiera en que luego tendría que reducirse a vivir miserablemente donde hubiera de residir durante su vida toda? ¿Y no será un demente el que procura ser feliz en este mundo, donde ha de estar pocos días, y se expone a ser desgraciado en el otro, donde vivirá eternamente?

Quien tiene una cosa prestada, poco afecto suele poner en ella, porque sabe que en breve ha de restituirla. Los bienes de la tierra prestados son, y gran necedad el amarlos, puesto que pronto los hemos de dejar.

La muerte de todo nos despoja. Y todas nuestras propiedades y riquezas acaban con el último suspiro, con el funeral, con el viaje al sepulcro. Pronto cederás a otros la casa que labraste, y la tumba será morada de tu cuerpo hasta el día del juicio, en el cual pasará al cielo o al infierno, donde ya el alma le habrá precedido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Todo, pues, se ha de acabar para mí en la hora de la muerte? Nada me quedará, ¡oh Dios mío!, más que lo poco que haya hecho por vuestro amor… ¿A qué aguardo?… ¿A que la muerte venga y me halle tan mísero y cargado de culpas como estoy ahora? Si en este instante muriese, moriría con angustiosa inquietud y harto descontento de la vida pasada…

No, Jesús mío, no quiero morir así. Yo os agradezco el haberme dado tiempo para amaros y llorar mis faltas. Desde ahora mismo deseo comenzar. Me pesa de todo corazón el haberos ofendido y os amo sobre todas las cosas, ¡oh Sumo Bien!, más que a mi propia vida.

Me entrego del todo a Vos, Jesús mío; os abrazo y uno a mi corazón, y desde ahora os encomiendo mi alma (Sal. 30, 6). No quiero esperar para dárosla a que se le ordene salir de este mundo. Ni quiero guardar mi súplica para cuando me llaméis. ¡Oh Jesús, sé mi Salvador!

¡Sálvame ahora, perdonándome y dándome la gracia de tu santo amor! ¿Quién sabe si esta consideración que hoy he leído ha de ser el último aviso que me dais y la postrera de vuestras misericordias para conmigo?

Tended la mano, Amor mío, y sacadme del fango de la tibieza. Dadme eficaz fervor y amorosa obediencia a cuanto queráis de mí.

¡Oh Eterno Padre!, por amor de Jesucristo, concededme la santa perseverancia y el don de amaros…, de amaros mucho en la vida que me reste…

¡Oh María, Madre de misericordia!, por el amor que a vuestro Jesús tuvisteis, alcanzadme esas dos gracias de perseverancia y amor.

CONSIDERACIÓN 5

Incertidumbre de la hora de la muerte

Estad prevenidos, porque a la horaque menos pensáis vendrá el Hijo del HombreLc. 12, 40

PUNTO 1

Certísimo es que todos hemos de morir, mas no sabemos cuándo. Nada hay más cierto que la muerte -dice el Idiota-, pero nada más incierto que la hora de la muerte. Determinados están, hermano mío, el año, el mes, el día, la hora y el momento en que tendrás que dejar este mundo y entrar en la eternidad; pero nosotros lo ignoramos.

Nuestro Señor Jesucristo, con el fin de que estemos siempre bien preparados, nos dice que la muerte vendrá como ladrón oculto y de noche (1 Ts. 5, 2). Otras veces nos exhorta a que estemos vigilantes, porque cuando menos lo pensemos vendrá Él mismo a juzgarnos (Lc. 12, 40).

Decía San Gregorio que Dios nos encubre para nuestro bien la hora de la muerte, con objeto de que estemos siempre apercibidos a morir. Y puesto que la muerte en todo tiempo y en todo lugar puede arrebatarnos, menester es -dice San Bernardo- que si queremos bien morir y salvarnos, estemos esperándola en todo lugar y en todo tiempo.

Nadie ignora que ha de morir; pero el mal está en que muchos miran la muerte tan a lo lejos, que la pierden de vista. Hasta los ancianos más decrépitos y las personas más enfermizas se forjan la ilusión de que todavía han de vivir tres o cuatro años. Yo, al contrario, digo que debemos considerar cuántas muertes repentinas vemos todos los días. Unos mueren caminando, otros sentándose, otros durmiendo en su lecho.

Y seguramente ninguno de éstos creía que iba a morir tan de improviso, en aquel día en que murió. Afirmo, además, que de cuantos en este año murieron en su cama, y no de repente, ninguno se figuraba que acabaría su vida dentro del año. Pocas muertes hay que no sean improvisas.

Así, pues, cristianos, cuando el demonio os provoca a pecar con el pretexto de que mañana os confesaréis, decidle: ¿Qué sé yo si hoy será el último de mi vida?… Si esa hora, si ese momento en que me apartase de Dios fuese el postrero para mí, y ya no hubiese tiempo de remediarlo, ¿qué sería de mí en la eternidad?

¿A cuántos pobres pecadores no ha sucedido que al recrearse con envenenados manjares los ha salteado la muerte y enviado al infierno? Como los peces en el anzuelo, así serán tomados los hombres en el tiempo malo (Ecl. 9, 12). El tiempo malo es propiamente aquel en que el pecador está ofendiendo a Dios. Y si el demonio os dice que tal desgracia no ha de sucederos, respondedle vosotros: "Y si me sucediere, ¿qué será de mí por toda la eternidad?".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Señor, el lugar en que yo debía estar ahora no es en este que me hallo, sino el infierno, tantas veces merecido por mis pecados. Mas San Pedro me advierte que Dios espera con paciencia por amor a nosotros, no queriendo que perezca ninguno, sino que todos se conviertan a penitencia (2 P. 3, 9).

De suerte que Vos mismo, Señor, habéis tenido conmigo paciencia extremada y me habéis sufrido porque no queréis que me pierda, sino que, arrepentido y penitente, me convierta a Vos. Sí, Dios mío, a Ti vuelvo; me postro a tus plantas y te pido misericordia.

Para perdonarme, ha de ser, Señor, vuestra piedad grande y extraordinaria (Sal. 50, 3), porque os he ofendido a sabiendas. Otros pecadores os han ofendido también, pero no disfrutaban de las luces que me habéis otorgado. Y con todo eso, todavía me mandáis que me arrepienta de mis culpas y espere vuestro perdón.

Duélome, carísimo Redentor mío, me pesa de todo corazón de haberos ofendido, y espero que me perdonaréis por los merecimientos de lustra Pasión. Vos, Jesús mío, siendo inocente, quisisteis, como reo, morir en una cruz y derramar toda vuestra Sangre para lavar mis culpas. ¡Oh inocente Sangre, lava las culpas de un penitente!

¡Oh Eterno Padre, perdonadme por amor a Cristo Jesús! Atended sus súplicas ahora que, como abogado mío, os ruega por mí. Mas no me basta el perdón, ¡oh Dios, digno de amor infinito!; deseo además la gracia de amaros. Os amo, ¡oh Soberano Bien!, y os ofrezco para siempre mi cuerpo, mi alma, mi voluntad.

Quiero evitar en lo sucesivo no sólo las faltas graves, sino las más leves, y huir de toda mala ocasión. Ne nos inducas in tentationem. Libradme, por amor a Jesús, de cualquier ocasión en que pudiera ofenderos. Sed libera nos a malo. Libradme del pecado, y castigadme luego como quisiereis.

Acepto cuantas enfermedades, dolores y trabajos os plazca enviarme, con tal que no pierda vuestro amor y gracia. Y pues prometisteis dar lo que os pidiere (Jn. 16, 24), yo os demando sólo la perseverancia y vuestro amor.

¡Oh María, Madre de misericordia, rogad por mí, que confío en Vos!

PUNTO 2

No quiere el Señor que nos perdamos, y por eso, con la amenaza del castigo, no cesa de advertirnos que mudemos de vida. Si nos os convirtiereis, vibrará su espada. (Sal. 7, 13).

Mirad -dice en otra parte- a cuántos desdichados, que no quisieron enmendarse, los sorprendió de improviso la muerte, cuando menos la esperaban, cuando vivían en paz, preciándose de que aún duraría su vida largos años. Dícenos también: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis. (Lc. 13, 3).

¿Por qué tantos avisos del castigo antes de enviárnosle, sino porque quiere que nos corrijamos y evitemos la mala muerte?… Quien avisa que nos guardemos, no tiene intención de matarnos, dice San Agustín.

Preciso es, pues, preparar nuestras cuentas antes que llegue el día de rendirlas. Si en la noche de hoy debieras morir, y, por tanto, hubiera de quedar en ella sentenciada la causa de tu eterna vida, ¿estarías bien preparado? ¿Qué no daríais, quizá, por obtener de Dios un año, un mes, siquiera un día más de tregua?

Pues ¿por qué ahora, ya que Dios te concede tiempo, no arreglas tu conciencia? ¿Acaso no puede ser éste tu último día? No tardes en convertirte al Señor, y no lo dilates de día en día, porque su ira vendrá de improviso, y en el tiempo de la venganza te perderá. (Ecl. 5, 8-9).

Para salvarte, hermano mío, debes abandonar el pecado. Y si algún día has de abandonarle, ¿por qué no le dejas ahora mismo?. ¿Esperas, tal vez, a que se acerque la muerte? Pero este instante no es para los obstinados tiempo de perdón, sino de venganza. En el tiempo de la venganza te perderá.

Si alguien os debe una considerable suma, pronto tratáis de asegurar el pago, haciendo que el deudor firme un resguardo escrito; porque decís: "¿Quién sabe lo que puede suceder?" ¿Por qué, pues, no usáis de tanta precaución tratándose del alma, que vale mucho más que el dinero? ¿Cómo no decís también: "¿Quién sabe lo que puede ocurrir?". Si perdéis aquella suma, no lo perdéis todo; y aun cuando al perderla nada os quedase de vuestro patrimonio, aún os quedaría la esperanza de recuperarle otra vez. Mas si al morir perdieres el alma, entonces sí que verdaderamente lo habréis perdido todo, sin esperanza de remedio.

Harto cuidáis de anotar todos los bienes que poseéis por temor de que se pierdan si sobreviniere una muerte imprevista. Y si esta repentina muerte os acaeciese no estando en gracia de Dios, ¿qué sería de vuestras almas en la eternidad?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Redentor mío! Habéis derramado toda vuestra Sangre, habéis dado la vida por salvar mi alma, y yo ¡cuántas veces la he perdido, confiando en vuestra misericordia!… De suerte que me he valido de vuestra misma bondad para ofenderos, mereciendo que me hicieseis morir y me arrojarais al infierno.

Hemos, pues, competido a porfía: Vos, a fuerza de piedad; yo, a fuerza de pecados; Vos, viniendo a mí; yo, huyendo de Vos; Vos, dándome tiempo de remediar el mal que hice; yo, valiéndome de ese tiempo para añadir injuria sobre injuria. Dadme, Señor, a conocer la gran ofensa que os he hecho y la obligación que tengo de amaros.

¡Ah Jesús mío! ¿Cómo podéis haberme amado tanto, que venís a buscarme cuando yo os menospreciaba? ¿Cómo disteis tantas gracias a quien de tal modo os ofendió?… De todo ello infiero cuánto deseáis que no me extravíe y pierda. Duélome de haber ultrajado a vuestra infinita bondad.

Acoged, pues, a esta ingrata ovejuela que vuelve a vuestros pies. Recibidla y ponedla en vuestros hombros para que no huya más. No quiero apartarme de Vos, sino amaros y ser vuestro. Y con tal de serlo, gustoso aceptaré cualquier trabajo. ¿Qué pena mayor pudiera afligirme que la de vivir sin vuestra gracia, alejado de Vos, que sois mi Dios y Señor, que me creó y murió por mí? ¡Oh, malditos pecados!, ¿qué habéis hecho? Por vosotros ofendí a mi Salvador, que tanto me amó…

Así como Vos, Jesús mío, moristeis por mí, debiera yo morir por Vos. Fuisteis muerto por amor. Yo debiera serlo por el dolor de haberos agraviado. Acepto la muerte cómo y cuándo os plazca enviármela. Mas ya que hasta ahora poco o nada os he amado, no quisiera morir así. dadme vida para que os ame antes de morir. Y para eso mudad mi corazón, heridle, inflamadle en vuestro santo amor.

Hacedlo así, Señor, por aquella ardentísima caridad que os llevó a morir por mí… Os amo con toda mi alma, enamorada de Vos. No permitáis que os pierda otra vez… Dadme la santa perseverancia… Dadme vuestro amor…

¡María Santísima, Madre y refugio mío, sed mi abogada e intercesora!

PUNTO 3

Estote parati. No dice el Señor que nos preparemos cuando llegue la muerte, sino que estemos preparados. En el trance de morir, en medio de aquella tempestad y confusión, es casi imposible ordenar una conciencia enredada. Así nos lo muestra la razón. Y así nos lo advirtió Dios, diciendo que no vendrá entonces a perdonar, sino a vengar el desprecio que hubiéremos hecho de su gracia (Ro. 12, 19).

Justo castigo -dice San Agustín- será el que no pueda salvarse cuando quisiere quien cuando pudo no quiso.

Quizá diga alguno: ¿Quién sabe? Tal vez podrá ser que entonces me convierta y me salve… Pero ¿os arrojaríais a un pozo diciendo: ¿Quién sabe?, ¿podrá ser que me arroje aquí, y que, sin embargo, quede vivo y no muera?… ¡Oh Dios mío!, ¿qué es esto? ¡Cómo nos ciega el pecado y nos hace perder hasta la razón! Los hombres, cuando se trata del cuerpo, hablan como sabios; y como locos si del alma se trata.

¡Oh hermano mío! ¿Quién sabe si este último punto que lees será el postrer aviso que Dios te envía? Preparémonos sin demora para la muerte, a fin de que no nos halle inadvertidos.

San Agustín (Hom. 13) dice que el Señor nos oculta la última hora de la vida con objeto de que todos los días estemos dispuestos a morir. San Pablo nos avisa (Fil. 2, 12) que debemos procurar la salvación no sólo temiendo, sino temblando.

Refiere San Antonino que cierto rey de Sicilia, para manifestar a un privado el gran temor con que se sentaba en el trono, le hizo sentar a la mesa bajo una espada que pendía de un hilo sutilísimo sobre la cabeza, de suerte que el convidado, viéndose de tal modo, apenas pudo tomar un poco de alimento. Pues todos estamos en igual peligro, ya que en cualquier instante puede caer en nosotros la espada de la muerte, resolviendo el negocio de la eterna salvación.

Se trata de la eternidad. Si el árbol cayera hacia el Septentrión o hacia el Mediodía, en cualquier lugar en que cayere, allí quedará (Ecl. 11, 3). Si al llegar la muerte, nos halla en gracia, ¿qué alegría no sentirá el alma, viendo que todo lo tiene seguro, que no puede ya perder a Dios, y que por siempre será feliz?…

Mas si la muerte sorprende al ánima en pecado, ¡qué desesperación tendrá el pecador, al decir: En error caí (Sb. 5, 6), y mi engaño eternamente quedará sin remedio!

Por ese temor decía el Beato P. M. Ávila, apóstol de España, cuando se le anunció que iba a morir: ¡Oh, si tuviera un poco más de tiempo para prepararme a la muerte! Por eso mismo, el abad Agatón, aunque murió después de haber hecho penitencia muchos años, decía: ¿Qué será de mí? ¿Quién sabe los juicios de Dios?

También San Arsenio tiembla en la hora de su muerte; y como sus discípulos le preguntaran por qué temía tanto: Hijos míos -les respondió- no es en mí nuevo ese temor; lo tuve siempre en toda mi vida. Y aún más temblaba el santo Job, diciendo: ¿Qué haré cuando Dios se levante para juzgarme, y qué le responderé cuando me interrogue?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! ¿Quién me ha amado más que Vos? ¿Y quién os ha despreciado y ofendido más que yo? ¡Oh Sangre, oh llagas de Cristo, mi esperanza sois!

Eterno Padre, no miréis mis pecados. Mirad las llagas de Cristo Jesús; mirad a vuestro Hijo muy amado, que muere por mí de dolor y os pide que me perdonéis.

Pésame más que de todo mal, Creador mío, de haberos injuriado. Me creasteis para que os amase, y he vivido como si hubiese sido creado para ofenderos. Por amor a Jesucristo, perdonadme y otorgadme la gracia de amaros. Si antes resistí a vuestra santa voluntad, ahora no quiero más resistir, sino hacer cuanto me ordenéis. Y pues mandáis que me resuelva a no ofenderos, hago el firme propósito de perder mil veces la vida antes que vuestra gracia.

Me mandáis que os ame con todo mi corazón; pues de todo corazón os amo, y a nadie quiero amar, sino a Vos. Desde hoy seréis el único amado de mi alma, mi único amor. Os pido el don de la perseverancia y de Vos lo espero. Por el amor a Jesús, haced que yo sea siempre fiel, y pueda decir con San Buenaventura: Uno solo es mi Amado; uno solo es mi amor. No, no quiero que me sirva la vida para ofenderos, sino para llorar las ofensas que os hice y para amaros mucho.

¡Oh María, Madre mía, que rogáis por cuantos a Vos se encomiendan, rogad también a Jesús por mí!

CONSIDERACIÓN 6

Muerte del pecador

Sobreviniendo la aflicción, buscarán la paz y no la habrá; turbación sobre turbación vendrá.

Ez. 7, 25-26

PUNTO 1

Rechazan los pecadores la memoria y el pensamiento de la muerte, y procuran hallar la paz (aunque jamás la obtienen) viviendo en pecado. Mas cuando se ven cerca de la eternidad y con las angustias de la muerte, no les es dado huir del tormento de la mala conciencia, ni hallar la paz que buscan, porque ¿cómo ha de hallarla un alma llena de culpas, que como víboras la muerden? ¿De qué paz podrán gozar pensando que en breve van a comparecer ante Cristo Juez, cuya ley y amistad han despreciado? Turbación sobre turbación vendrá (Ez. 7, 26).

El anuncio de la muerte ya recibido, la idea de que ha de abandonar para siempre todas las cosas de este mundo, el remordimiento de la conciencia, el tiempo perdido, el tiempo que falta, el rigor del juicio de Dios, la infeliz eternidad que espera al pecador, todo esto forma tempestades horribles, que abruman y confunden el espíritu y aumentan la desconfianza. Y así, confuso y desesperado, pasará el moribundo a la otra vida.

Abrahán, confiando en la palabra divina, esperó en Dios contra toda humana esperanza, y adquirió por ello mérito insigne (Ro. 4, 18). Mas los pecadores, por desdicha suya, desmerecen y yerran cuando esperan, no solo contra toda racional esperanza, sino contra la fe, puesto que desprecian las amenazas que Dios dirige a los obstinados. Temen la mala muerte, pero no temen llevar mala vida.

Y, además, ¿quién les asegura que no morirán de repente, como heridos por un rayo? Y aunque tuvieren en ese trance tiempo de convertirse, ¿quién les asegura de que verdaderamente se convertirán?…

Doce años tuvo que combatir San Agustín para vencer sus inclinaciones malas… Pues ¿cómo un moribundo que ha tenido casi siempre manchada la conciencia podrá fácilmente hacer una verdadera conversión, en medio de los dolores, de los vahídos de cabeza y de la confusión de la muerte?

Digo verdadera conversión, porque no bastará entonces decir y prometer con los labios, sino que será preciso que palabras y promesas salgan del corazón. ¡Oh Dios, qué confusión y espanto no serán los del pobre enfermo que haya descuidado su conciencia cuando se vea abrumado de culpas, del temor del juicio, del infierno y de la eternidad! ¡Cuán confuso y angustiado le pondrán tales pensamientos cuando se halle desmayado, sin luz en la mente y combatido por el dolor de la muerte ya próxima! Se confesará, prometerá, gemirá, pedirá a Dios perdón…, mas sin saber lo que hace. Y, en medio de esa tormenta de agitación, remordimiento, afanes y temores, pasará a la otra vida (Jb. 34, 20).

Bien dice un autor que las súplicas, llanto y promesas del pecador moribundo son como los de quien estuviere asaltado por un enemigo que le hubiere puesto un puñal al pecho para arrebatarle la vida. ¡Desdichado del que sin estar en gracia de Dios pasa del lecho a la eternidad!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh llagas de Jesús! Vosotras sois mi esperanza. Desesperaría yo del perdón de mis culpas y de alcanzar mi eterna salvación si no os mirase como fuente de gracia y de misericordia, por medio de la cual Dios derramó toda su Sangre para lavar mi alma de tantos pecados como he cometido. Yo os adoro, pues, ¡oh sacrosantas llagas!, y en vosotras confío. Mil veces detesto y maldigo aquellos indignos placeres con que ofendí a mi Redentor y miserablemente perdí su amistad. Mas al contemplaros renace mi esperanza, y se encaminan a vosotras todos mis afectos.

¡Oh amantísimo Jesús!, merecéis que los hombres todos os amen con todo su corazón; y aunque yo tanto os he ofendido y despreciado vuestro amor, Vos me habéis sufrido y piadosamente invitado a que busque perdón.

¡Ah Salvador mío, no permitáis que vuelva a ofenderos y que me condene! ¡Qué tormento sufriría yo en el infierno al ver vuestra Sangre y los actos de misericordia que por mí hicisteis!

Os amo, Señor, y quiero amaros siempre. Dadme la perseverancia; desasid mi corazón de todo amor que no sea el vuestro, e infundid en mi alma firme deseo y verdadera resolución de amar desde ahora sólo a Vos, mi Sumo Bien…

¡Oh María, Madre amorosa, guiadme hacia Dios, y haced que yo sea suyo por completo antes que muera!

PUNTO 2

No una sola, sino muchas, serán las angustias del pobre pecador moribundo. Atormentado será por los demonios, porque estos horrendos enemigos despliegan en este trance toda su fuerza para perder el alma que está a punto de salir de esta vida. Conocen que les queda poco tiempo para arrebatarla, y que si entonces la pierden, jamás será suya.

No habrá allí uno solo, sino innumerables demonios, que rodearán al moribundo para perderle (Is. 13, 21). Dirá uno: "Nada temas, que sanarás". Otro exclamará: "Tú, que en tantos años no has querido oír la voz de Dios, ¿esperas que ahora tenga piedad de ti?" "¿Cómo -preguntará otro- podrás resarcir los daños que hiciste, devolver la fama que robaste?" Otro, por último, te dirá: "¿No ves que tus confesiones fueron todas nulas, sin dolor, sin propósitos? ¿Cómo es posible que ahora las renueves?".

Por otra parte, se verá al moribundo rodeado de sus culpas. Estos pecados, como otros tantos verdugos -dice San Bernardo-, le tendrán asido, y le dirán: "Obra tuya somos, y no te dejaremos. Te acompañaremos a la otra vida, y contigo nos presentaremos al Eterno Juez".

Quisiera entonces el que va a morir librarse de tales enemigos y convertirse a Dios de todo corazón. Pero el espíritu estará lleno de tinieblas y el corazón endurecido. El corazón duro mal se hallará a lo último; y quien ama el peligro, en él perece (Ecl. 3, 27).

Afirma San Bernardo que el corazón obstinado en el mal durante la vida se esforzará en salir del estado de condenación, pero no llegará a librarse de él; y oprimido por su propia maldad, en el mismo estado acabará la vida. Habiendo amado el pecado, amaba también el peligro de la condenación. Por eso permitirá justamente el Señor que perezca en ese peligro, con el cual quiso vivir hasta la muerte.

San Agustín dice que quien no abandona el pecado antes que el pecado le abandone a él, difícilmente podrá en la hora de la muerte detestarle como es debido, pues todo lo que hiciere entonces, a la fuerza lo hará.

¡Cuán infeliz el pecador obstinado que resiste a la voz divina! El ingrato, en vez de rendirse y enternecerse por el llamamiento de Dios, se endurece más, como el yunque por los golpes del martillo (Jb. 41, 15). Y en justo castigo de ello, así seguirá en la hora de morir, a las puertas de la eternidad. El corazón duro mal se hallará al fin.

Por amor a las criaturas -dice el Señor-, los pecadores me volvieron la espalda. En la muerte recurrirán a Dios y Dios les dirá: "¿Ahora recurrís a Mí? Pedid auxilio a las criaturas, ya que ellas han sido vuestros dioses" (Jer. 2, 28).

Esto dirá el Señor, pues aunque acudan a Él, no será con afecto de verdadera conversión. Decía San Jerónimo que él tenía por cierto, según la experiencia se lo manifestaba, que no alcanzaría buen fin el que hasta el fin hubiera tenido mala vida.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ayudadme y no me abandonéis, amado Salvador mío! Veo mi alma llena de pecados: las pasiones me violentan, las malas costumbres me oprimen. A vuestros pies me postro. Tened piedad de mí, y libradme de tanto mal. En Ti, Señor, esperé; no sea confundido eternamente (Sal. 30, 2). No permitáis que se pierda un alma que en Vos confía (Sal. 73, 19).

Me pesa de haberos ofendido, ¡oh infinita Bondad! Confieso que he cometido muchas faltas, y a toda costa quiero enmendarme. Mas si no me socorréis con vuestra gracia, perdido me veré.

Acoged, Señor, a este rebelde que tanto os ha ultrajado. Pensad que os he costado la Sangre y la vida. Pues por los merecimientos de vuestra Pasión y muerte, recibidme en vuestros brazos y concededme la santa perseverancia. Ya estaba perdido y me llamasteis. No he de resistir más, y me consagro a Vos. Unidme a vuestro amor, y no permitáis que me pierda otra vez al perder vuestra gracia… ¡Jesús mío, no lo permitáis!

¡No lo permitáis, oh María, reina de mi alma; enviadme la muerte, y aun mil muertes, antes que vuelva a perder la gracia de vuestro Hijo!

PUNTO 3

¡Cosa digna de admiración! Dios no cesa de amenazar al pecador con el castigo de la mala muerte. "Entonces me llamarán, y no oiré" (Pr. 1, 28). ¿Por ventura oirá Dios su clamor cuando viniere sobre él la angustia? (Jb. 27, 9). Me reiré en vuestra muerte y os escarneceré (Pr. 1, 26). El reír de Dios es no querer usar de su misericordia. "Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su tiempo, para que resbale su pie" (Dt. 32, 35).

Lo mismo dice en otros lugares; y, con todo, los pecadores viven tranquilos y seguros, como si Dios les hubiese prometido para la hora de la muerte el perdón y la gloria. Sabido es que, cualquiera que fuere la hora en que el pecador se convierta, Dios lo perdonará, como tiene ofrecido. Mas no ha dicho que en el trance de morir se convertirá el pecador. Antes bien, muchas veces ha repetido que quien vive en pecado, en pecado morirá (Jn. 8, 21, 24), y que si en la muerte le busca, no le encontrará (Jn. 7, 34).

Menester es, por tanto, buscar a Dios cuando es posible hallarle (Is. 55, 6), porque vendrá un tiempo en que no le podremos hallar. ¡Pobres pecadores! ¡Pobres ciegos que se contentan con la esperanza de convertirse a la hora de la muerte, cuando ya no podrán! Dice San Ambrosio: Los impíos no aprendieron a obrar bien sino cuando ya no era tiempo. Dios quiere salvarnos a todos; pero castiga a los obstinados.

Si a cualquier infeliz que estuviese en pecado le asaltase repentino accidente que le privara de sentido, ¡qué compasión no excitaría en cuantos le vieran a punto de muerte sin recibir sacramentos ni dar muestras de contrición! ¡Y qué júbilo tendrían todos luego si aquel hombre volviera en sí y pidiese la absolución de sus culpas e hiciese actos de arrepentimiento!

Mas ¿no es un loco el que, teniendo tiempo de hacer todo esto, sigue viviendo en pecado, o vuelve a pecar y se pone en riesgo de que le sorprenda la muerte cuando tal vez no pueda arrepentirse? Nos espanta el ver morir a alguien de repente, y con todo, muchos se exponen voluntariamente a morir así estando en pecado.

Peso y balanza son los juicios del Señor (Pr. 16, 11). Nosotros no llevamos cuenta de las gracias que Dios nos da; pero Él las cuenta y mide, y cuando las ve despreciadas en los límites que fija su justicia, abandona al pecador a sus pecados, y así le deja morir…

¡Desdichado del que difiere la conversión hasta el día postrero! La penitencia que se pide a un enfermo, enferma es, dice San Agustín. Y San Jerónimo decía que de cien mil pecadores que vivan en pecado hasta que les llegue la muerte, apenas si uno se salvará. San Vicente Ferrer afirmaba que la salvación de uno de ésos sería mayor milagro que la resurrección de un muerto.

¿Qué arrepentimiento se puede esperar en la muerte del que hubiera vivido amando el pecado, hasta aquel instante? Refiere San Belarmino que, asistiendo a un moribundo y habiéndole exhortado a que hiciera un acto de contrición, le respondió el enfermo que no sabía lo que era contrición. Procuró San Belarmino explicárselo, pero el enfermo dijo: "Padre, no lo entiendo, ni estoy ahora capaz de esas cosas". Y así falleció, "dando visibles señales de su condenación", como San Belarmino dejó escrito. Justo castigo del pecador -dice San Agustín- será que al morir se olvide de sí mismo el que en la vida se olvidó de Dios.

No queráis engañaros -nos dice el Apóstol (Ga. 6, 7)-. Dios no puede ser burlado. Porque aquello que sembrare el hombre, eso también segará. Y así, el que siembra en su carne segará corrupción. Sería burlarse de Dios el vivir despreciando sus leyes y alcanzar después eterna recompensa y gloria. "Pero Dios no puede ser burlado".

Lo que en esta vida se siembra, en la otra se recoge. El que siembra acá vedados placeres carnales, no recogerá luego más que corrupción, miseria y muerte perdurables.

Cristiano mío, lo que para otros se dice, también se dice para ti, si te vieras a punto de morir, desahuciado de los médicos, privado el uso de los sentidos y agonizando ya, ¿cuánto no rogarías a Dios que te concediese un mes, una semana más de vida para arreglar la cuenta de tu conciencia?

Pues Dios te concede ahora ese tiempo, dale mil gracias, remedia pronto el mal que has hecho y acude a todos los medios precisos para estar en gracia cuando la muerte llegue, porque entonces ya no habrá tiempo de remediarlo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¿Quién, sino Vos, pudiera haber tenido toda la paciencia que para conmigo habéis usado? Si no fuese infinita vuestra bondad, yo desconfiaría de alcanzar perdón. Pero mi Dios murió para perdonarme y salvarme; y pues me ordena que tenga esperanza, en Él esperaré. Si mis pecados me espantan y condenan, vuestros merecimientos y promesas me infunden valor.

Prometisteis la vida de la gracia a quien vuelva a vuestros brazos. Convertíos y vivid (Ez. 18, 32). Prometisteis abrazar al que a Vos acudiere. Volveos a Mí y Yo me volveré a vosotros (Zac. 1, 3). Dijisteis que no despreciaríais al que se arrepintiera y humillase (Sal. 50, 19). Pues heme aquí, Señor; a Vos vuelvo y recurro; confiésome merecedor de mil infiernos y me arrepiento de haberos ofendido. Ofrezco firmemente no más ofenderos y amaros siempre.

No permitáis que sea en adelante ingrato a tanta bondad. Padre Eterno, por los méritos de la obediencia de Jesucristo, que murió por obedeceros, haced que yo obedezca a vuestra voluntad hasta la muerte. Os amo, Sumo Bien mío, y por el amor que os tengo quiero obedeceros en todas las cosas. Dadme la santa perseverancia; dadme vuestro amor, y nada más os pido.

María, Madre mía, rogad por mí.

CONSIDERACIÓN 7

Sentimientos de un moribundo no acostumbrado a considerar la meditación de la muerte

Dispón de tu casa, porque morirás y no vivirás.Is. 38, 1

PUNTO 1

Imagina que estás junto a un enfermo a quien quedan pocas horas de vida… ¡Pobre enfermo! Mirad cómo le oprimen y angustian los dolores, desmayos, sofocaciones y falta de respiración y el sudor glacial y el desvanecimiento, hasta el punto de que apenas siente, ni entiende, ni habla…

Y su mayor desdicha consiste en que, estando ya próximo a la muerte, en vez de pensar en su alma y apercibir la cuenta para la eternidad, sólo trata de médicos y remedios que le libren de la dolencia que le va matando. No son capaces de pensar más que en sí mismos, dice San Lorenzo Justiniano al hablar de tales moribundos… Pero ¿a lo menos, los parientes y amigos le manifestarán el peligroso estado en que se halla?… No; no hay entre todos ellos quien se atreva a darle la nueva de la muerte y advertirle que debe recibir los santos sacramentos. ¡Todos rehuyen el decírselo para no molestarle!

(¡Oh Dios mío!, gracias mil os doy porque en la hora de la muerte haréis que me asistan mis queridos hermanos de mi Congregación, los cuales, sin otro interés que el de mi salvación, me ayudarán todos a bien morir.)

Entre tanto, y aunque no se le haya dado anuncio de la muerte, el pobre enfermo, al ver la confusión de la familia, las discusiones de los médicos, los varios, frecuentes y heroicos remedios a los que acuden, se llena de angustia y de terror, entre continuos asaltos de temores, desconfianza y remordimientos, y duda si habrá llegado el fin de sus días… ¿Qué no sentirá cuando, al cabo, reciba la noticia de que va a morir? Arregla las cosas de tu casa, porque morirás y no vivirás… (Is. 38, 1).

¡Qué pena tendrá al saber que su enfermedad es mortal, que es preciso reciba los sacramentos, se una con Dios y vaya despidiéndose del mundo!… ¡Despedirse del mundo! Pues ¿cómo?… ¿Ha de despedirse de todo: de la casa, de la ciudad, de los parientes, amigos, conversaciones, juegos, placeres?… Sí, de todo. Diríase que ante el notario, ya presente, se escribe esa despedida con la fórmula: Dejo a tal persona; dejo… Y consigo ¿qué llevará? Sólo una pobre mortaja, que poco a poco se pudrirá con el muerto en la sepultura.

¡Oh, qué turbación y tristeza traerán al moribundo las lágrimas de la familia, el silencio de los amigos, que, mudos cerca de él, ni aun aliento tienen para hablar!

Mayor angustia le darán los remordimientos de la conciencia, vivísimos entonces por lo desordenado de la vida, después de tantos llamamientos y divinas luces, después de tantos avisos dados por los padres espirituales, y de tantos propósitos hechos, mas no cumplidos o presto olvidados.

"¡Pobre de mí -dirá el moribundo-, que tantas luces recibí de Dios, tanto tiempo para arreglar mi conciencia, y no lo hice! ¡Y ahora me veo en el trance de la muerte! ¿Qué me hubiera costado huir de aquella ocasión, apartarme de aquella amistad, confesarme todas las semanas?… Y aunque mucho me hubiese costado, ¿no hubiera debido hacerlo todo para salvar mi alma, que más que todo importa?…

¡Oh, si hubiera puesto por obra aquella buena resolución que formé, si hubiera seguido como empecé entonces, qué contento estaría ahora! Mas no lo hice, y ya no es tiempo de hacerlo…"

Los sentimientos de esos moribundos que en vida olvidaron su conciencia se asemejan a los del condenado que, sin fruto ni remedio, llora en el infierno sus pecados como causa de su castigo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Estos son, Señor, los sentimientos y angustias que tendría si en este instante me anunciaran mi próxima muerte… Os doy fervientes gracias por esta enseñanza y por haberme dado tiempo para enmendarme.

No quiero, Dios mío, huir más de Vos. Bastantes veces me habéis buscado, y si ahora resisto y no me entrego a Vos, fundadamente debo temer que me abandonaréis para siempre.

Con el fin de que os amara, formasteis mi corazón; mas yo le empleé mal, amando a las criaturas y no a Vos, Creador y Redentor mío, que disteis por mí la vida.

No sólo dejé de amaros, sino que mil veces os he menospreciado y ofendido, y sabiendo que el pecado os disgustaba en extremo, no vacilé en cometerle… ¡Oh Jesús mío, de todo ello me arrepiento, y de todo corazón aborrezco lo malo! ¡Mudar quiero de vida, renunciando a todos los placeres mundanos para sólo a Vos amar y servir, oh Dios de mi alma!

Y pues me habéis dado grandes muestras de vuestro amor, quisiera yo ofreceros antes de mi muerte algunas del mío… Acepto desde ahora todas las enfermedades y cruces que me enviéis, todos los trabajos y desprecios que de los hombres recibiere. Dadme fuerzas para sufrirlo en paz, por amor a Vos, como deseo. Os amo, bondad infinita; os amo sobre todas las cosas. Aumentad mi amor y concededme la santa perseverancia…

¡María, mi esperanza, ruega a Jesús por mí!

PUNTO 2

¡Oh, cómo en el trance de la muerte brillan y resplandecen las verdades de la fe para mayor tormento del moribundo que haya vivido mal; sobre todo si ha sido persona consagrada a Dios y tenido, por tanto, más facilidad y tiempo de servirle, más inspiración y mejores ejemplos!

¡Oh Dios, qué dolor sentirá al pensar y decirse: he amonestado a los demás y he obrado peor que ellos; dejé el mundo, y he vivido luego aficionado a la vanidad y amor del mundo!… ¡Qué remordimiento tendrá al considerar que con las gracias que Dios le dio, no ya un cristiano, sino un gentil se hubiera santificado! ¡Cuán no será su pena recordando que ha menospreciado las prácticas piadosas, como hijos de la flaqueza de espíritu, y alabado ciertas mundanas máximas, frutos de la estimación y amor propios, como el de no humillarse, ni mortificarse, ni rehuir los esparcimientos que se ofrecían!

El deseo de los pecadores perecerá (Sal. 111, 10). ¡Cuánto desearemos en la muerte el tiempo que ahora perdemos!… Refiere San Gregorio en sus Diálogos que había un tal Crisantio, hombre rico, de malas costumbres, el cual, en la hora de la muerte, dirigiéndose a los enemigos que visiblemente se le presentaban para arrebatarle, exclamaba: ¡Dadme tiempo, dadme tiempo hasta mañana! Y ellos le respondían: "¡Insensato!, ¿ahora pides tiempo? ¿No le tuviste y perdiste y le empleaste en pecar? ¿Y le pides ahora, cuando ya no le hay para ti?" El desdichado seguía pidiendo a voces socorro y auxilio. Hallábase allí cerca de él un monje, hijo suyo, llamado Máximo, y el moribundo decía: ¡Ayúdame, hijo mío; Máximo, ampárame! Y entre tanto, con el rostro como de llamas, revolvíase furioso en el lecho, hasta que, así agitándose y gritando desesperado, expiró miserablemente.

Ved cómo esos insensatos aman su locura mientras viven; pero en la muerte abren los ojos y reconocen su pasada demencia. Mas sólo les sirve eso para acrecentar su desconfianza de poner remedio al daño. Y muriendo así, dejan gran incertidumbre sobre su salvación.

Creo, hermano mío, que al leer este punto te dirás a ti mismo que esto es gran verdad. Pues si así es, harto mayor sería tu locura si, conociendo estas verdades, no te enmendases a tiempo. Esto mismo que acabas de leer sería para ti en la hora de la muerte como un nuevo cuchillo de dolor.

Ánimo, pues; ya que estáis a tiempo de evitar muerte tan espantosa, acudid pronto al remedio, sin esperar como ocasión oportuna la que no ha de ofrecer ninguna esperanza. No la dejéis para otro mes ni otra semana…

¿Quién sabe si esta luz que Dios, por su misericordia, os concede será la luz postrera, el último llamamiento que os da?… Necedad es no querer pensar en la muerte, que es segura, y de la cual depende la eternidad.

Pero aún es necedad mayor el pensar en la muerte y no prepararse para bien morir. Haced ahora las reflexiones y resoluciones que haríais si estuvieseis en ese trance. Lo que ahora hiciereis lo haréis con fruto, y en aquella hora será en vano. Ahora, con esperanza de salvaros; entonces, con desconfianza de alcanzar salvación…

Al despedirse de Carlos V un personaje que abandonaba el mundo para dedicarse a servir a Dios, preguntóle el emperador por qué causa dejaba la corte. Y aquél respondió: "Es necesario para salvarse que entre la vida desordenada y la hora de la muerte haya un espacio de penitencia".

AFECTOS Y SÚPLICAS

No, Dios mío; no quiero abusar más de vuestra misericordia. Os doy gracias por las luces con que me ilumináis ahora, y prometo mudar de vida, conociendo que no podéis soportar ya mi ingratitud… ¿Habré de esperar acaso a que me enviéis al infierno, o me abandonéis a una vida relajada, castigo mayor que la muerte misma?

A vuestros pies me postro para rogaros que me recibáis en vuestra gracia. Harto sé que no lo merezco, pero Vos, Señor, dijisteis: En cualquier día en que el impío se convirtiere, la impiedad no le dañará (Ez. 33, 12). Si en lo pasado, Jesús mío, ofendí vuestra infinita bondad, hoy me arrepiento de todo corazón, esperando que me perdonaréis.

Diré con San Anselmo: No permitáis, Señor, que se pierda mi alma por sus pecados, ya que la redimisteis con vuestra Sangre. Ni miréis mi ingratitud, sino el amor que os hizo morir por mí, pues aunque he perdido vuestra gracia, Vos, Señor, no habéis perdido el poder de devolvérmela.

¡Tened compasión de mí, oh amado Redentor mío! Perdonadme y dadme la gracia de amaros. Yo os ofrezco que sólo a Vos he de amar. Y pues me elegisteis para otorgarme vuestro amor, yo os elijo, oh Soberano Bien, para amaros sobre todos los bienes…

Cargado con la cruz me precedisteis; yo os seguiré con la cruz que os plazca enviarme, abrazando los trabajos y mortificaciones que me deis. Bástame para gozo de mi espíritu el que no me privéis de vuestra gracia…

¡María Santísima, esperanza mía, alcanzadme la perseverancia y la gracia de amar a Dios, y nada más os pido!

PUNTO 3

Para el moribundo que haya vivido sin acordarse del bien de su alma, espinas serán todas las cosas que se le vayan presentando. Espinas la memoria de los pasados deleites, de los triunfos y vanidades mundanos. Espinas la presencia de los amigos que le visiten y las cosas que al verlos recuerde. Espinas los padres espirituales que le asistan, y los sacramentos que debe recibir de Confesión, Comunión y Extremaunción; hasta el crucifijo que le presenten será como espina de remordimiento, porque leerá en la santa imagen el pobre moribundo cuán mal ha correspondido al amor de un Dios que murió por salvarle.

"¡Grande fue mi locura! -se dirá el enfermo-. Pudiera haberme santificado con las luces y medios que el Señor me dio; pudiera haber tenido vida dichosísima en gracia de Dios, y ahora, ¿qué me resta después de tantos años perdidos, sino desconfianza y angustia y remordimientos de conciencia, y cuentas terribles que dar a Dios? ¡Difícil es la salvación de mi alma!…"

¿Y cuándo hará tales reflexiones?… Cuando se va a extinguir la lámpara de la vida y a finalizar la escena de este mundo, cuando se halle ante las dos eternidades de gloria o desdicha, y esté a punto de exhalar el último suspiro, de que dependen la bienaventuranza o desesperación perdurables, eternas, mientras Dios sea Dios.

¡Cuánto daría entonces por disponer de otro año, de otro mes, siquiera de una semana de tiempo, en sano juicio, porque en aquel estado de enfermedad, aturdida la mente, oprimido el pecho, alterado el corazón, nada puede hacer, nada meditar, ni conseguir que el abatido espíritu lleve a cabo un acto meritorio! Hállase como hundido en una profunda sima de confusión, donde nada percibe sino la inmensa ruina que le amenaza y la incapacidad de ponerle remedio…

Pedirá tiempo. Pero se le dirá: Proficiscere, parte: en seguida prepara tus cuentas como mejor puedas en este breve espacio y parte sin demora. ¿No sabes que la muerte a nadie aguarda ni respeta?

¡Oh, con qué terror se dirá el enfermo: "Esta mañana vivo aún; a la tarde quizá esté muerto! Hoy me hallo en mi aposento acostumbrado; mañana estaré en la sepultura…, y mi alma, ¿dónde estará?".

¡Qué espanto cuando preparen la luz de la agonía; cuando surja el yerto sudor de la muerte; cuando oiga disponer que la familia salga de la estancia mortuoria y no vuelva a entrar; cuando comience a turbársele la vista, y, por último, cuando enciendan la luz que ha de brillar en el postrer instante de la vida!

¡Oh luz bendita, cuántas verdades descubrirás entonces! ¡Por ti, cuán diferentes de cómo ahora se nos muestran veremos las cosas del mundo! ¡Cómo patentizarás que todas ellas son vanidad, locura y mentira!… Mas ¿de qué servirá entender esas verdades, cuando ya no hay tiempo de aprovecharse de esa enseñanza?

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vos, Señor, no queréis mi muerte, sino que me convierta y viva. Profunda gratitud me inspiran vuestra paciencia en esperarme hasta ahora y las gracias que me habéis otorgado.

Conozco el error que cometí al posponer vuestra amistad a los viles y míseros bienes por los cuales os he menospreciado. Duélome de ello de todo corazón por haberos de tal modo ofendido. No dejéis, pues, de asistirme con vuestras luces y gracia en el tiempo de vida que me reste, a fin de que pueda conocer y practicar lo que debo hacer para la enmienda de mi vida. ¿Qué provecho tendría si alcanzase tales verdades cuando no fuera ya tiempo oportuno de acudir al remedio?… No entregues a las bestias las almas que te alaban… (Sal. 73, 19).

Cuando el demonio me provoque a ofenderos de nuevo, os ruego, ¡oh Jesús! por los merecimientos de vuestra Pasión, que me libréis de caer en pecado y de volver a la esclavitud del enemigo. Haced que entonces y siempre acuda a Vos, y que a Vos no cese de encomendarme mientras dure la tentación. Vuestra Sangre es mi esperanza y vuestra bondad mis amores.

Os amo, Dios mío, digno de amor infinito, y haced que os ame siempre y que conozca las cosas de que debo apartarme para ser todo vuestro, como deseo. Dadme Vos fuerzas para lograrlo.

Y Vos, Reina del Cielo y Madre mía, rogad por este pecador. Concededme que en las tentaciones no deje de acudir a Jesús, y a Vos, que con vuestra intercesión libráis de caer en pecado a cuantos piden vuestro auxilio.

CONSIDERACIÓN 8

Muerte del justo

Es preciosa en la presencia de Diosla muerte de sus Santos.Ps. 115, 15

PUNTO 1

Mirada la muerte a la luz de este mundo, nos espanta e inspira temor; pero con la luz de la fe es deseable y consoladora. Horrible parece a los pecadores; mas a los justos se muestra preciosa y amable. "Preciosa -dice San Bernardo- como fin de los trabajos, corona de la victoria, puerta de la vida".

Y en verdad, la muerte es término de penas y trabajos. El hombre nacido de mujer, vive corto tiempo y está colmado de muchas miserias (Jb. 14, 1).

Así es nuestra vida tan breve como llena de miserias, enfermedades, temores y pasiones. Los mundanos, deseosos de larga vida -dice Séneca (Ep. 101)-, ¿qué otra cosa buscan sino más prolongado tormento? Seguir viviendo -exclama San Agustín- es seguir padeciendo. Porque -como dice San Ambrosio (Ser. 45)- la vida presente no nos ha sido dada para reposar, sino para trabajar, y con los trabajos merecer la vida eterna; por lo cual, con razón afirma Tertuliano que, cuando Dios abrevia la vida de alguno, acorta su tormento. De suerte que, aunque la muerte fue impuesta al hombre por castigo del pecado, son tantas y tales las miserias de esta vida, que -como dice San Ambrosio- más parece alivio al morir que no castigo.

Dios llama bienaventurados a los que mueren en gracia, porque se les acaban los trabajos y comienzan a descansar. "Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor". "Desde hoy -dice el Espíritu Santo (Ap. 14, 13)- que descansen de sus trabajos".

Los tormentos que afligen a los pecadores en la hora de la muerte no afligen a los Santos. "Las almas de los justos están en mano de Dios, y no los tocará el tormento de la muerte" (Sb. 3, 1).

No temen los Santos aquel mandato de salir de esta vida que tanto amedrenta a los mundanos, ni se afligen por dejar los bienes terrenos, porque jamás tuvieron asido a ellos el corazón. "Dios de mi corazón -repitieron siempre-; Dios mío por toda la eternidad" (Salmo 72, 26).

"¡Dichosos vosotros! -escribía el Apóstol a sus discípulos, despojados de sus bienes por confesar a Cristo-. Con gozo llevasteis que os robasen vuestras haciendas, conociendo que tenéis patrimonio más excelente y duradero" (He. 10, 34).

No se afligen los Santos a dejar las honras mundanas, porque antes las aborrecieron ellos y las tuvieron, como son, por humo y vanidad, y sólo estimaron la honra de amar a Dios y ser amados de Él. No se afligen al dejar a sus padres, porque sólo en Dios los amaron, y al morir los dejan encomendados a aquel Padre celestial que los ama más que a ellos; y esperando salvarse, creen que mejor los podrán ayudar desde el Cielo que en este mundo.

En suma: todos los que han dicho siempre en la vida Dios mío y mi todo, con mayor consuelo y ternura lo repetirán al morir.

Quien muere amando a Dios no se inquieta por los dolores que consigo lleva la muerte; antes bien se complace en ellos, considerando que ya se le acaba la vida y el tiempo de padecer por Dios y de darle nuevas pruebas de amor; así, con afecto y paz, le ofrece los últimos restos del plazo de su vida y se consuela uniendo el sacrificio de su muerte con el que Jesucristo ofreció por nosotros en la cruz a su Eterno Padre. De este modo muere dichosamente, diciendo: "En su seno dormiré y descansaré en paz" (Sal. 4, 9).

¡Oh, qué hermosa paz, morir entregándose y descansando en brazos de Cristo, que nos amó hasta la muerte, y que quiso morir con amargos tormentos para alcanzarnos muerte consoladora y dulce!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amado Jesús mío, que para darme muerte feliz quisisteis sufrir muerte cruelísima en el Calvario! ¿Cuándo lograré veros?… La primera vez que os vea será cuando me juzguéis en el momento de expirar. ¿Qué os diré entonces?… Y Vos, ¿qué me diréis?… No quiero esperar a que llegue tal instante para pensar en ello; quiero meditarlo ahora.

Os diré: "Señor: Vos, amado Redentor mío, sois el que murió por mí… Tiempo hubo en que os ofendí y fui ingratísimo para con Vos e indigno de perdón. Mas luego, ayudado por vuestra gracia, procuré enmendarme, y en el resto de mi vida lloré mis pecados, y Vos me perdonasteis.

Perdonadme de nuevo ahora que estoy a vuestros pies, y otorgadme Vos mismo absolución general de mis culpas. No merecía volver a amaros por haber despreciado vuestro amor. Mas Vos, Señor, por vuestra misericordia atrajisteis mi corazón, que si no os ha amado como merecéis, os amó sobre todas las cosas, desasiéndose de ellas para complaceros… ¿Qué me diréis ahora?… Veo que la gloria, el contemplaros en vuestro reino, es altísimo bien de que no soy digno; mas espero que no viviré alejado de Vos, especialmente ahora que me habéis mostrado vuestra excelsa hermosura.

Os busco en el Cielo, no para más gozar, sino para mejor amaros. Ni quiero tampoco entrar en esa patria de santidad y verme entre aquellas almas purísimas, manchado como estoy ahora por mis culpas. Haced que antes me purifique, pero no me apartéis para siempre de vuestra presencia… Bástame que algún día, cuando lo disponga vuestra santa voluntad, me llaméis a la gloria para que allí cante eternamente vuestras alabanzas.

Entre tanto, amado Jesús mío, dadme vuestra bendición y decidme que soy vuestro, que seréis siempre mío, que os amaré y me amaréis perdurablemente…

Ahora, Señor, voy lejos de Vos, a las llamas purificadoras; pero voy gozoso, porque allí he de amaros, Redentor mío, mi Dios y mi todo… Gozoso voy; mas sabed que en ese tiempo en que he de estar lejos de Vos, esa separación temporal será mi mayor pena.

Contaré, Señor, los instantes hasta que me llaméis… Tened compasión de un alma que os ama con todas sus fuerzas y que suspira por veros para más amaros".

Espero, Jesús mío, que así os podré hablar. Mientras tanto, os pido la gracia de vivir de tal modo que pueda deciros entonces lo que ahora he pensado. Concededme la santa perseverancia, otorgadme vuestro amor…, y auxiliadme Vos.

¡Oh María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí!

PUNTO 2

Limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y la muerte no será ya más (Ap. 21, 4). En la hora de la muerte enjugará Dios de los ojos de sus siervos las lágrimas que hubieren derramado en esta vida, en medio de los trabajos, temores, peligros y combates con el infierno. Y lo que más consolará a un alma amante de su Dios cuando sepa que llega la muerte será el pensar que pronto ha de estar libre de tanto peligro de ofender a Dios como hay en el mundo, de tanta tribulación espiritual y de tantas tentaciones del enemigo.

La vida temporal es una guerra continua contra el infierno, en la cual siempre estamos en riesgo grandísimo de perder a Dios y a nuestra alma.

Dice San Ambrosio que en este mundo caminamos constantemente entre asechanzas del enemigo, que tiende lazos a la vida de la gracia. Este peligro hacía temblar a San Pedro de Alcántara cuando ya estaba agonizando: "Apartaos, hermano mío -dirigiéndose a un religioso que, al auxiliarle, le tocaba con veneración-, apartaos, pues vivo todavía, y aún hay peligro de que me condene".

Por eso mismo se regocijaba Santa Teresa cada vez que oía sonar la hora del reloj, alegrándose de que ya hubiese pasado otra hora de combate, porque decía: "Puedo pecar y perder a Dios en cada instante de mi vida".

De aquí que todos los Santos sentían consuelo al conocer que iban a morir, pues pensaban que presto se acabarían las batallas y riesgos y tendrían segura la inefable dicha de no poder ya perder a Dios jamás.

Refiérese en la vida de los Padres que uno de ellos, en extremo anciano, hallándose en la hora de la muerte, reíase mientras sus compañeros lloraban, y como le preguntaran el motivo de su gozo, respondió: "Y vosotros, ¿por qué lloráis, cuando voy a descansar de mis trabajos?". También Santa Catalina de Siena dijo al morir: "Consolaos conmigo, porque dejo esta tierra de dolor y voy a la patria de paz".

Si alguno -dice San Cipriano- habitase en una casa cuyas paredes estuvieran para desplomarse, cuyo pavimento y techo se bambolearan y todo ello amenazase ruina, ¿no desearía mucho salir de ella?… Pues en esta vida todo amenaza la ruina del alma: el mundo, el infierno, las pasiones, los sentidos rebeldes, todo la atrae hacia el pecado y la muerte eterna.

¿Quién me librará -exclamaba el Apóstol (Ro. 7, 24)- de este cuerpo de muerte? ¡Oh, qué alegría sentirá el alma cuando oiga decir: "Ven, esposa mía; sal del lugar del llanto, de la cueva de los leones que quisieran devorarte y hacerte perder la gracia divina" (Cant. 4, 8).

Por eso San Pablo (Fil. 1, 21), deseando morir, decía que Jesucristo era su única vida, y que estimaba la muerte como la mayor ganancia que pudiera alcanzar, ya que por ella adquiría la vida que jamás tiene fin.

Gran favor hace Dios al alma que está en gracia llevándosela de este mundo, donde pudiera no perseverar y perder la amistad divina (Sb. 4, 11). Dichoso en esta vida es el que está unido a Dios; pero así como el navegante no puede tenerse por seguro mientras no llegue al puerto y salga libre de la tormenta, así no puede el alma ser verdaderamente feliz hasta que salga de esta vida en gracia de Dios.

Alaba la ventura del caminante; pero cuando haya llegado al puerto -dice San Ambrosio-. Pues si el navegante se alegra cuando, libre de tantos peligros, se acerca al puerto deseado, ¿cuánto más no debe alegrarse el que esté próximo a asegurar su salvación eterna?

Además, en este mundo no podemos vivir sin culpas, por lo menos leves; porque siete veces caerá el justo (Pr. 24, 16). Mas quien sale de esta vida mortal, cesa de ofender a Dios. ¿Qué es la muerte -dice el mismo Santo- sino el sepulcro de los vicios? Por eso los que aman a Dios anhelan vivamente morir. Por eso, el venerable Padre Vicente Caraffa consolábase al morir diciendo: Al acabar mi vida, acaban mis ofensas a Dios. Y el ya citado San Ambrosio decía: ¿Para qué deseamos esta vida, si cuando más larga fuere, mayor peso de pecado nos abruma?

El que fallece en gracia de Dios alcanza el feliz estado de no saber ni poder ofenderle más. El muerto no sabe pecar. Por tal causa, el Señor alaba más a los muertos que a los vivos, aunque fueren santos (Ecl. 4, 2). Y aún no ha faltado quien haya dispuesto que, en el trance de la muerte, le dijese al que fuese a anunciársela: "Alégrate, que ya llega el tiempo en que no ofenderás más a Dios".

AFECTOS Y SÚPLICAS

"En tus manos encomiendo mi espíritu. Tú me has redimido, Señor. Dios de la verdad" (Sal. 30, 6). ¡Oh dulce Redentor mío! ¿Qué sería de mí si me hubieras enviado la muerte cuando me hallaba apartado de Vos?… Estaría en el infierno, donde no podría amaros.

Inmensa es mi gratitud porque no me habéis abandonado y por la innumerables gracias que me habéis concedido para que os entregue mi corazón. Duélome de haberos ofendido, os amo sobre todas las cosas, y os ruego que siempre me deis a conocer el mal que cometí despreciándoos, y el grande amor que merece vuestra infinita bondad. Os amo, y si así os agrada, deseo morir pronto para librarme del peligro de volver a perder vuestra santa gracia, y para estar seguro de amaros eternamente.

Dadme, pues, ¡oh amado Jesús!, dadme, en el tiempo que me queda de vida, esfuerzo y ánimo para serviros en algo antes que llegue la muerte. Dadme fortaleza para vencer la tentación y las pasiones, sobre todo aquellas que en la vida pasada más me movieron a ofenderos. Dadme paciencia para sufrir las enfermedades y las ofensas que el prójimo me hiciere.

Yo, por vuestro amor, perdono a los que me han ofendido, y os suplico que les otorguéis las gracias que desearen. Dadme también mayor esfuerzo para ser diligente y evitar las faltas veniales que a menudo cometo. Auxiliadme, Salvador mío; todo lo espero de vuestros méritos…

Y toda mi confianza pongo en vuestra intercesión, ¡oh María, mi Madre y mi esperanza!

PUNTO 3

No solamente es la muerte fin de los trabajos, sino también puerta de la vida, como dice San Bernardo. Necesariamente, debe pasar por esa puerta el que quisiere entrar a ver a Dios (Sal. 117, 20). San Jerónimo rogaba a la muerte y le decía: "¡Oh muerte, hermana mía; si no me abres la puerta no puedo ir a gozar de la presencia de mi Señor!" (Cant. 5, 2).

San Carlos Borromeo, viendo en uno de sus aposentos un cuadro que representaba un esqueleto con la hoz en la mano, llamó al pintor y le mandó que borrase aquella hoz y pintase en su lugar una llave de oro, queriendo así inflamarse más en el deseo de morir, porque la muerte nos abre el Cielo para que veamos a Dios.

Dice San Juan Crisóstomo que si un rey tuviese preparada para alguno suntuosa habitación en la regia morada, y por de pronto le hiciese vivir en un establo, ¡cuán vivamente debería de desear este hombre el salir del establo para habitar en el real alcázar!…

Pues en esta vida, el alma justa, unida al cuerpo mortal, se halla como en una cárcel, de donde ha de salir para morar en el palacio de los Cielos; y por esa razón decía David (Sal. 141, 8): "Saca mi alma de la prisión". Y el santo anciano Simeón, cuando tuvo en sus brazos al Niño Jesús, no supo pedirle otra gracia que la muerte, a fin de verse libre de la cárcel de esta vida: "Ahora, Señor, despide a tu siervo…" (Lc. 2, 29), "es decir -advierte San Ambrosio-, pide ser despedido, como si estuviese por fuerza". Idéntica gracia deseó el Apóstol, cuando decía (Fil. 1, 23): Tengo deseo de ser desatado de la carne y estar con Cristo.

¡Cuánta alegría sintió el copero de Faraón al saber por José que pronto saldría de la prisión y volvería al ejercicio de su dignidad! Y un alma que ama a Dios, ¿no se regocijará al pensar que en breve va a salir de la prisión de este mundo y que irá a gozar de Dios? Mientras vivimos aquí unidos al cuerpo estamos lejos de ver a Dios y como en tierra ajena, fuera de nuestra patria; y así, con razón, dice San Bruno que nuestra muerte no debe de llamarse muerte, sino vida.

De eso procede el que suela llamarse nacimiento a la muerte de los Santos, porque en ese instante nacen a la vida celestial que no tendrá fin. "Para el justo -dice San Atanasio- no hay muerte, sino tránsito, pues para ellos el morir no es otra cosa que pasar a la dichosa eternidad".

"¡Oh muerte amable! -exclamaba San Agustín-. ¿Quién no te deseará, puesto que eres fin de los trabajos, término de las angustias, principio del descanso eterno?" Y con vivo anhelo añadía: ¡Ojalá muriese, Señor, para poder veros!

Tema la muerte el pecador -dice San Cipriano-, porque de la vida temporal pasará a la muerte eterna, mas no el que, estando en gracia de Dios, ha de pasar de la muerte a la vida. En la historia de San Juan el Limosnero se refiere que de cierto hombre rico recibió el Santo grandes limosnas y la súplica de que pidiera a Dios vida larga para el único hijo que aquél tenía. Mas el hijo murió poco después. Y como el padre se lamentaba de esa inesperada muerte, Dios le envió un ángel, que le dijo: "Pediste larga vida para tu hijo; pues sabe que ya está en el Cielo gozando de eterna felicidad".

Tal es la gracia que nos alcanza Jesucristo, como se nos ofreció por Oseas (13, 14): ¡Seré tu muerte, oh muerte! Muriendo Cristo por nosotros, hizo que nuestra muerte se trocase en vida.

Los que llevaban al suplicio al santo mártir Plonio le preguntaron maravillados cómo podía ir tan alegre a la muerte. Y el Santo les respondió: "Engañados estáis. No voy a la muerte, sino a la vida". Así también exhortaba su madre al niño San Sinfroniano cuando éste iba a recibir el martirio: "¡Oh, hijo mío, no van a quitarte la vida, sino a cambiarla en otra mejor!".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios de mi alma! Os ofendí en lo pasado apartándome de Vos; mas vuestro Divino Hijo os honró en la cruz con el sacrificio de su vida. Por esa honra que tributó vuestro Hijo amadísimo, perdonadme las injurias que os he hecho.

Me arrepiento, Señor, de haberos ofendido, y prometo amar sólo a Vos en lo por venir. De Vos espero mi eterna salvación, así como reconozco que cuantos bienes poseo, de Vos los recibí; dones son todos de vuestra bondad. "Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Co. 15, 10). Si antes os ofendí, espero honraros eternamente alabando vuestra misericordia… Vivísimo deseo tengo de amaros… Vos me lo inspiráis, Señor, por ello, amor mío, os doy fervorosas gracias. Seguid, seguid ayudándome como ahora, que yo espero ser vuestro, totalmente vuestro.

Renuncio a los placeres del mundo, pues ¿qué mayor placer pudiera lograr que el de complaceros a Vos, Señor mío, que sois tan amable y que tanto me habéis amado?

No más que amor os pido, ¡oh Dios de mi alma! Amor y siempre amor espero pediros, hasta que, en vuestro amor muriendo, alcance la señal del verdadero amor; y sin pedirlo, de amor me abrase, no cesando de amaros ni un momento por toda la eternidad y con todas mis fuerzas.

¡María, Madre mía, que tanto amáis a Dios y tanto deseáis que sea amado, haced que le ame mucho en esta vida, a fin de que pueda amarle para siempre en la eternidad!

CONSIDERACIÓN 9

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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