Descargar

Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Esta tierra no es nuestra patria, sino lugar de tránsito por donde pasamos para llevar en breve a la casa de la eternidad (Ecl. 12, 5). De suerte, lector mío, que la casa en que vives no es tu propia casa, sino como una hospedería que pronto, y cuando menos lo pienses, tendrás que dejar; y los primeros en arrojarte de ella cuando llegue la muerte serán tus parientes y allegados… ¿Cuál será, pues, tu verdadera casa? Una fosa será la morada de tu cuerpo hasta el día del juicio, y tu alma irá a la casa de la eternidad, o al Cielo, o al infierno.

Por eso nos dice San Agustín: "Huésped eres que pasa y mira". Necio sería el viajero que, yendo de paso por una comarca, quisiera emplear todo su patrimonio en comprarse allí una casa, que al cabo de pocos días tendría que dejar. Considera, por consiguiente, dice el Santo, que estáis de paso en este mundo, y no pongas tu afecto en lo que ves. Mira y pasa, y procúrate una buena morada donde para siempre habrás de vivir.

¡Dichoso de ti si te salvas!… ¡Cuán hermosa la gloria!… Los más suntuosos palacios de los reyes son como chozas respecto de la ciudad del Cielo, única que pudo llamarse Ciudad de perfecta hermosura. Allí no habrá nada que desear. Estaréis en la gozosa compañía de los Santos, de la divina Madre de Nuestro Señor Jesucristo y sin temor de ningún mal. Viviréis, en suma, abismados en un mar de alegría de continua beatitud, que siempre durará (Is. 35, 10). Y este gozo será tan perfecto y grande, que por toda la eternidad y en cada instante parecerá nuevo…

Si, por el contrario, te condenas, ¡desdichado de ti! Te hallarás sumergido en un mar de fuego y de dolor, desesperado, abandonado de todos y privado de tu Dios… ¿Y por cuánto tiempo?… ¿Acaso cuando hubieren pasado cien años, o mil, habrá concluido tu pena?… ¡Oh, no acabará!… ¡Pasarán mil millones de años y de siglos, y el infierno que padecieres estará comenzando!… ¿Qué son mil años respecto de la eternidad?… Menos de un día que ya pasó… (Sal. 89, 4). ¿Quieres ahora saber cuál será tu casa en la serenidad?… Será la que merezcas; la que te fabriques tú mismo con tus obras.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, pues, Señor, la casa que merecí con mi vida: la cárcel del infierno, donde apenas hube cometido el primer grave pecado, debí estar abandonado de Vos y sin esperanza de amaros nuevamente. ¡Bendita sea para siempre vuestra misericordia, porque me esperasteis, Señor, y me disteis tiempo para remediar tanto mal! ¡Bendita sea para siempre la Sangre de Jesucristo, que mereció para mí esa misericordia!… No quiero, Dios mío, abusar más de vuestra paciencia. Me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, no tanto por el infierno que merecí como por haber ultrajado vuestra infinita bondad.

No más, Dios mío; no más. Antes morir que volver a ofenderos. Si yo estuviese ahora en el infierno, ¡oh Sumo Bien mío!, no podría ya amaros, ni Vos podríais amarme a mí… Os amo, Señor, y quiero que me améis. Bien sé que no lo merezco; pero lo merece Jesucristo, que se sacrificó en la cruz para que me perdonaseis y amarais. Por amor de vuestro divino Hijo, dadme, pues, ¡oh Eterno Padre!, la gracia de que yo os ame siempre de todo corazón… Os amo, Padre mío, que me disteis a vuestro Hijo Jesús. Os amo, Hijo de Dios, que moristeis por mí.

Os amo, ¡oh Madre de Jesucristo!, que con vuestra intercesión me habéis alcanzado tiempo de penitencia. Alcanzadme ahora, Señora mía, dolor de mis pecados, el amor de Dios y la santa perseverancia.

PUNTO 2

"Si el árbol cayere hacia el austro o hacia el aquilón, en cualquier lugar en que cayere, allí quedará" (Ecl. 11, 3). Donde caiga, en la hora de la muerte, el árbol de tu alma, allí quedará para siempre. No hay, pues, término medio: o reinar eternamente en la gloria, o gemir esclavo en el infierno. O siempre ser bienaventurado, en un mar de inefable dicha, o estar siempre desesperado en una cárcel de tormentos.

San Juan Crisóstomo, considerando que aquel rico calificado de dichoso en el mundo luego fue condenado al infierno, mientras que Lázaro, tenido por infeliz, porque era pobre, fue después felicísimo en el Cielo, exclama: "¡Oh infeliz felicidad, que produjo al rico eterna desventura!… ¡Oh feliz desdicha, que llevó al pobre a la felicidad eterna!".

¿De qué sirve atormentarse, como hacen algunos, diciendo: "¿Quién sabe si estaré condenado o predestinado?…". Cuando cortan el árbol, ¿hacia dónde cae?… Cae hacia donde está inclinado… ¿A qué lado te inclinas, hermano mío?… ¿Qué vida llevas?… Procura inclinarte siempre hacia el austro, consérvate en gracia de Dios, huye del pecado, y así te salvarás y estarás predestinado al Cielo.

Y para huir del pecado, tengamos presente siempre, el gran pensamiento de la eternidad, que así, con razón, le llama San Agustín.

Este pensamiento movió a muchos jóvenes a abandonar el mundo y vivir en la soledad, para atender sólo a los negocios del alma. Y en verdad que acertaron, pues ahora, en el Cielo, se regocijan de su resolución, y se regocijarán eternamente.

A una señora que vivía alejada de Dios, la convirtió el Beato M. Ávila sin más que decirle: "Pensad, señora, en estas dos palabras: siempre y jamás". El Padre Pablo Séñeri, por un pensamiento de la eternidad que tuvo un día, no pudo conciliar luego el sueño, y se entregó desde entonces a la vida más austera.

Dresselio refiere que un obispo, con ese pensamiento de la eternidad, llevaba santísima vida, diciendo mentalmente: "A cada instante estoy a las puertas de la eternidad". Cierto monje se encerró en una tumba, y exclamaba sin cesar: "¡Oh eternidad, eternidad!…". "Quien cree en la eternidad -decía el citado Beato Ávila- y no se hace santo, debiera estar encerrado en la casa de locos".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío, tened piedad de mí!… Sabía que pecando me condenaba yo mismo a eterno dolor, y con todo, quise oponerme a vuestra voluntad santísima… ¿Y por qué?… Por un miserable placer… Perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo corazón. No me rebelaré nunca más contra vuestra santa voluntad. ¡Desdichado de mí si me hubierais enviado la muerte en el tiempo de mi mala vida! Hallárame en el infierno aborreciendo vuestra voluntad. Mas ahora la amo, y quiero amarla siempre. Enseñadme y ayudadme a cumplir en lo sucesivo vuestro divino beneplácito (Sal. 142, 10).

No he de contradeciros más, ¡oh Bondad infinita!; antes bien, os dirigiré solamente esta súplica: "Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo". Haced que cumpla perfectamente vuestra voluntad, y nada más pediré. ¿Pues qué otra cosa queréis, Dios mío, sino mi bien y mi salvación?

¡Ah Padre Eterno! Oídme por amor de Jesucristo, que me enseña lo que he de pediros, como en su nombre os pido: Fiat voluntas tua! Fiat voluntas tua! "¡Hágase tu voluntad!…". ¡Dichoso de mí si paso la vida que me resta y muero haciendo vuestra santa voluntad!…

¡Oh María, bienaventurada Virgen, que hicisteis siempre con toda perfección la voluntad de Dios, alcanzadme por vuestros méritos que la cumpla yo hasta el fin de mi vida!

PUNTO 3

"Irá el hombre a la casa de su eternidad", dice el Profeta (Ecl. 12, 5). "Irá", para denotar que cada cual ha de ir a la casa que quisiere. No le llevarán, sino que irá por su propia y libre voluntad. Cierto es que Dios quiere que nos salvemos todos, pero no quiere salvarnos a la fuerza. Puso ante nosotros la vida y la muerte, y la que eligiéremos se nos dará (Ecl. 15, 18).

Dice también Jeremías (Jer. 21, 8) que el Señor nos ha dado dos vías para caminar: una la de la gloria, otra la del infierno. A nosotros toca escoger. Pues el que se empeña en andar por la senda del infierno, ¿cómo podrá llegar a la gloria?

De admirar es que, aunque todos los pecadores quieran salvarse, ellos mismos se condenan al infierno, diciendo: Espero salvarme. "Mas ¿quién habrá tan loco -dice San Agustín- que quiera tomar mortal veneno con esperanza de curarse?… Y con todo, cuántos cristianos, cuántos locos se dan, pecando, a sí propios la muerte, y dicen: "Luego pensaré en el remedio…". ¡Oh error deplorable, que a tantos ha enviado al infierno!

No seamos nosotros de estos dementes; consideremos que se trata de la eternidad. Si tanto trabajo se toma el hombre para procurarse una casa cómoda, vasta, sana y en buen sitio, como si tuviera seguridad de que ha de habitarla toda su vida, ¿por qué se muestra tan descuidado cuando se trata de la casa en que ha de estar eternamente?, dice San Euquerio.

No se trata de una morada más o menos cómoda o espaciosa, sino de vivir en un lugar lleno de delicias, entre los amigos de Dios, o en una cárcel colmada de tormentos, entre la turba infame de los malvados, herejes o idólatras… ¿Por cuánto tiempo?… No por veinte ni por cuarenta años, sino por toda la eternidad. ¡Gran negocio, sin duda! No cosa de poco momento, sino de suma importancia.

Cuando Santo Tomás Moro fue condenado a muerte pro Enrique VIII, su esposa, Luisa, procuró persuadirle que consintiera en lo que el rey quería. Pero Santo Tomás Moro le replicó: "Dime, Luisa; ya ves que soy viejo, ¿cuánto tiempo podré vivir aún?" Podréis vivir todavía veinte años más", dijo la esposa. "¡Oh, inconsiderado negocio! -exclamó entonces Tomás-. ¿Por veinte años de vida en la tierra quieres que pierda una eternidad de dicha y que me condene a eterna desventura?"

¡Oh Dios, iluminadnos! Si la doctrina de la eternidad fuese dudosa, una opinión solamente probable, todavía debiéramos procurar con empeño vivir bien para no exponernos, si esa opinión era verdad, a ser eternamente infelices. Pero esa doctrina no es dudosa, sino cierta; no es mera opinión, sino verdad de fe: "Irá el hombre a la casa de la eternidad…" (Ecl. 12, 5).

"¡Oh, que la falta de fe -dice Santa Teresa- es la causa de tantos pecados y de que tantos cristianos se condenen!… Reavivemos, pues, nuestra fe, diciendo: ¡Creo en la vida eterna!" Creo que después de esta vida hay otra, que no acaba jamás.

Y con este pensamiento siempre a la vista, acudamos a los medios convenientes para asegurar la salvación. Frecuentemos los sacramentos, hagamos meditación diaria, pensemos en nuestra eterna salvación y huyamos de las ocasiones peligrosas. Y si fuera preciso apartarnos del mundo, dejémosle, porque ninguna precaución está de más para asegurarnos la eterna salvación. "No hay seguridad que sea excesiva donde se arriesga la eternidad" dice San Bernardo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

No hay, pues, ¡oh Dios mío!, término medio: o ser para siempre feliz, o para siempre desdichado; o he de verme en un mar de venturas, o en un piélago de tormentos; con Vos en la gloria, o eternamente en el infierno, apartado de Vos; sé de seguro que muchas veces merecí ese infierno, pero también sé de cierto que perdonáis al que se arrepiente y libráis de la eterna condenación al que en Vos espera. Vos lo dijisteis: "Clamará a Mí…, y Yo le libraré y glorificaré" (Sal. 90, 15).

Perdonadme, pues, Señor mío, y libradme del infierno. Duélome, ¡oh Bien Sumo!, sobre todas las cosas, de haberos ofendido. Volvedme pronto vuestra gracia y concededme vuestro santo amor. Si ahora estuviese en el infierno, no podría amaros, sino que os odiaría eternamente… Pues ¿qué mal me habéis hecho para que os odiase?… Me amasteis hasta el extremo de morir por mí, y sois digno de infinito amor. ¡Oh Señor!, no permitáis que me aparte de Vos; os amo, y quiero amaros siempre. "¿Quién me separará del amor de Cristo?" (Ro. 8, 35). "¡Ah Jesús mío, sólo el pecado puede apartarme de Vos! No lo permitáis, por la Sangre que por mí derramasteis". Dadme antes la muerte…

¡Oh Reina y Madre mía! Ayudadme con vuestras oraciones; alcanzadme la muerte, mil muertes, antes que me separe del amor de vuestro divino Hijo.

CONSIDERACIÓN 15

Malicia del pecado mortal

Hijos crié y engrandecí;mas ellos me despreciaron.Is. 1, 4

PUNTO 1

¿Qué hace quien comete un pecado mortal?… Injuria a Dios, le deshonra y, en cuanto está de su parte, le colma de amargura.

Primeramente, el pecado mortal es una ofensa grave que se hace a Dios. La malicia de una ofensa, como dice Santo Tomás, se aprecia atendiendo a la persona que la recibe y a la persona que la hace. Una ofensa hecha a un simple particular es, sin duda, un mal; pero es mayor delito si se le hace a una persona de alta dignidad, y mucho más grave si se dirige al rey… ¿Y quién es Dios? Es el Rey de los reyes (Ap. 17, 14). Dios es la Majestad infinita, respecto de la cual todos los príncipes de la tierra y todos los Santos y ángeles del Cielo son menores que un grano de arena (Is. 40, 15). Ante la grandeza de Dios, todas las criaturas son como si no fuesen (Is. 40, 17). Eso es Dios…

Y el hombre, ¿qué es?… Responde San Bernardo: Saco de gusanos, manjar de gusanos, que en breve le devorarán. El hombre es un miserable, que nada puede; un ciego, que no sabe ver nada; pobre y desnudo, que nada tiene (Ap. 3, 17). ¿Y este mísero gusanillo se atreve a injuriar a Dios? -dice el mismo San Bernardo-. Con razón, pues, afirma el Angélico Doctor (p. 3, q. 2, a. 2) que el pecado del hombre contiene una malicia casi infinita.

Por eso, San Agustín llama, absolutamente, al pecado un mal infinito; de suerte que, aunque todos los hombres y los ángeles se ofrecieran a morir, y aun a aniquilarse, no podrían satisfacer por un solo pecado. Dios castiga el pecado mortal con las terribles penas del infierno; pero, con todo, ese castigo es, como dicen todos los teólogos, citra condignum, o sea, menor que la pena con que tal pecado debiera castigarse.

Y, en verdad, ¿qué pena bastará para castigar como merece a un gusano que se rebela contra su Señor? Sólo Dios es Señor de todo, porque es Creador de todas las cosas (Es. 13, 9). Por eso, todas las criaturas le obedecen. "Obedécenle los vientos y los mares" (Mt. 8, 27). El fuego, el granizo, la nieve y el hielo… ejecutan sus órdenes (Sal. 148, 8). Mas el hombre, al pecar, ¿qué hace sino decir a Dios: Señor, no quiero servirte?

El Señor le dice: "No te vengues", y el hombre responde: "Quiero vengarme". "No tomes los bienes del prójimo", y desea apoderarse de ellos. "Abstente del placer impuro", y no se resuelve a privarse de él. El pecador dice a Dios lo que decía el impío Faraón cuando Moisés le intimó la orden divina de que diese libertad al pueblo de Israel… Aquel temerario respondió: ¿Quién es el Señor para que yo obedezca su voz?… "No conozco al Señor" (Ex. 5, 2). Pues lo mismo dice el pecador: Señor, no te conozco; hacer quiero lo que me plazca.

En suma: ante Dios mismo le pierde el respeto y se aparta de Él, que esto es propiamente el pecado mortal: la acción con que el hombre se aleja de Dios. De esto se lamenta el Señor, diciendo: Ingrato fuiste, "tú me has abandonado"; Yo jamás me hubiera apartado de ti; "tú te has vuelto a atrás".

Dios declaró que aborrecía el pecado; de suerte que no puede menos de aborrecer al que lo comete (Sb. 14, 9). Y el hombre, al pecar, se atreve a declararse enemigo de Dios y a combatir frente a frente contra Él. Pues ¿qué dirías si vieses a una hormiga que quisiera pelear con un soldado?…

Dios es aquel omnipotente Señor que con sólo querer sacó de la nada el Cielo y la tierra (2Mac. 7, 28). Y si quisiera, a una señal suya, podría aniquilarlo todo. Y el pecador, cuando consiente en el pecado, levanta la mano contra Dios, y "con erguido cuello", es decir, con soberbia, corre a ofender a Dios; ármase de gruesa cerviz (Jb. 15, 25) (símbolo de ignorancia), y exclama: "¿Qué gran mal es el pecado que hice?… Dios es bueno y perdona a los pecadores…". ¡Qué injuria!, ¡qué temeridad!, ¡qué ceguedad tan grande!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Heme aquí, Dios mío! A vuestros pies está el rebelde temerario que tantas veces en vuestra presencia se atrevió a perderos el respeto y a huir de Vos; pero ahora imploro vuestra piedad. Vos, Señor, dijisteis: Clama a Mí y te oiré. Reconozco que el infierno es poco castigo para mí; mas sabed, Señor, que tengo mayor dolor de haberos ofendido, ¡oh Bondad infinita!, que si hubiese perdido todos mis bienes y aun la misma vida.

Perdonadme, Señor, y no permitáis que vuelva a ofenderos. Me habéis esperado, a fin de que os amase y bendijese para siempre vuestra misericordia. Yo os amo y bendigo, y espero que por los merecimientos de mi Señor Jesucristo jamás abandonaré vuestro amor. Este amor vuestro me libró del infierno. Él me librará del pecado en lo porvenir.

Gracias mil os doy por estas luces y por el deseo que me dais de amaros siempre. Tomad, pues, posesión de todo mi ser, alma, cuerpo, potencias, sentidos, voluntad y libertad. Tuyo soy, sálvame (Sal. 118, 94). Vos, que sois el único bien, lo único amable, sed mi amor. Dadme fervor vivísimo para amaros, pues ya que tanto os ofendí, no me puede bastar el vulgar amor, sino que deseo amaros mucho para reparar las ofensas que os hice. De Vos, que sois omnipotente, espero alcanzarlo…

También, ¡oh María!, lo espero de vuestra oraciones, que son omnipotentes para con Dios.

PUNTO 2

El pecador no sólo ofende a Dios, sino que le deshonra (Ro. 2, 23). Porque, renunciando a la divina gracia por un miserable placer, menosprecia y huella la amistad de Dios. Si el hombre perdiese esta soberana amistad por ganar un reino, y aun todo el mundo, haría, sin embargo, un inmenso mal, pues la amistad de Dios vale más que el mundo y que mil mundos.

Mas ¿por qué se ofende a Dios? (Sal. 10, 13). Por un puñado de tierra, por un rapto de ira, por un brutal placer, por humo, por capricho (Ez. 13, 19). Apenas el pecador comienza a deliberar consigo mismo si dará o no consentimiento al pecado, entonces, por decirlo así, toma en sus manos la balanza y se pone a considerar qué cosa pesa más, si la gracia de Dios o la ira, el humo, el placer… Y cuando luego da el consentimiento, declara que para él vale más aquel humo o aquel placer que la divina amistad. Ved, pues, a Dios menospreciado por el pecador.

David, considerando la grandeza y majestad de Dios, exclamaba (Sal. 34, 10): "Señor, ¿quién es semejante a Ti?" Mas Dios, al contrario, viéndose comparado por los pecadores a una satisfacción vilísima y pospuesto a ella, les dice (Is. 40, 25): "¿A quién me habéis asemejado e igualado?" "¿De suerte -exclama el Señor- que aquel placer vale más que mi gracia?"

No habrías pecado si, al pecar, debieras haber perdido una mano, o diez ducados, o quizá menos. De modo, dice Salviano, que sólo Dios es tan vil a tus ojos, que merece ser propuesto a un rapto de cólera, a un mísero deleite.

Además, cuando el pecador, por cualquier placer suyo, ofende a Dios, hace que tal placer se convierta en su dios, porque en aquél pone su fin. Así, dice San Jerónimo: "Lo que alguien desea, si lo venera es para él un dios". Vicio en el corazón, es ídolo en altar. Por lo mismo, dice Santo Tomás: "Si amas los deleites, éstos son tu dios". Y San Cipriano: "Todo cuanto el hombre antepone a Dios lo convierte en su dios".

Cuando Jeroboán se rebeló contra el Señor, procuró llevar consigo el pueblo a la idolatría, y le presentó sus ídolos, diciendo (1R. 12, 28): "Aquí tienes, Israel, a tus dioses". Así procede el demonio: ofrece al pecador los placeres, y le dice: "¿Qué quieres hacer de Dios?… Ve aquí al tuyo; esta pasión, este deleite. Acéptalo y abandona a Dios". Y si el pecador consiente, eso mismo hace: adora en su corazón el placer como a dios. "Vicio en el corazón, es ídolo en altar".

¡Y si a lo menos los pecadores no deshonrasen a Dios en presencia de Él mismo!… Mas no; le injurian y deshonran cara a cara, porque Dios está presente en todo lugar (Ser. 23, 24). El pecador lo sabe. ¡Y con todo, se atreve a provocar al Señor en la misma presencia divina! (Is. 65, 3).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vos sois, pues, Señor, el Bien infinito, y os he cambiado muchas veces por un vil deleite, que desaparece apenas gozado. Mas Vos, aunque tanto os desprecié, me ofrecéis ahora el perdón, si le quiero aceptar, y me prometéis recibirme en vuestra gracia si me arrepiento de haberos ofendido. Sí, Señor mío, duélome de todo corazón de tanta ofensa y aborrezco mis pecados más que todos los males. Ahora vuelvo a Vos, y espero que me recibiréis y abrazaréis como a un hijo. Gracias mil os doy, ¡oh infinita Bondad!

Ayudadme, Señor, y no permitáis que os aleje nuevamente de mí. No dejará el infierno de ofrecernos tentaciones; pero Vos sois más poderoso que él. Y bien sé que no me apartaré jamás de Vos si a Vos siempre me encomiendo.

Tal es la gracia que os demando: que siempre me encomiende a Vos y os ruegue como ahora, diciendo: Señor, ayudadme, dadme luz, fuerza, perseverancia… Dadme gloria y, sobre todo, concededme vuestro amor, que es la verdadera gloria del alma. Os amo, Bondad infinita, y quiero amaros siempre. Oídme, por el amor de Cristo Jesús…

¡Oh María, refugio de los pecadores, socorred a un pecador que quiere amar a Dios!

PUNTO 3

El pecador injuria, deshonra a Dios y, además, en cuanto es de su parte, le colma de amargura, pues no hay amargura más sensible que la de verse pagado con ingratitud por una persona amada y en extremo favorecida. ¿Y a qué se atreve el pecador?… Ofende a un Dios que le creó y le amó tanto, que dio por su amor la Sangre y la vida. Y el hombre le arroja de su corazón al cometer un pecado mortal. Dios habita en el alma que le ama. "Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morad en él" (Jn. 14, 23).

Notad la expresión haremos morada. Dios viene a esa alma y en ella fija su mansión: de suerte que no la deja, a no ser que el alma le arroje de sí. "No abandona si no es abandonado", como dice el Concilio de Trento. Y puesto que Vos sabéis, Señor, que aquel ingrato ha de arrojaros de sí, ¿por qué no le dejáis desde luego? Abandonadle, partid antes que se os haga esa gran ofensa… No, dice el Señor; no quiero dejarle, sino esperar a que él mismo me despida.

De suerte que, apenas el alma consiente en el pecado, dice a su Dios (Jb. 21, 14): Señor, apartaos de mí. No lo dice con palabras, sino con hechos, como advierte San Gregorio. Harto sabe el pecador que Dios no puede vivir con el pecado. Bien ve que si peca tiene Dios que apartarse de él. De modo que, en rigor, le dice: Ya que no podéis estar con mi pecado y habéis de alejaros de mí, idos cuando os plazca.

Y al despedir a Dios del alma hace que en seguida entre el enemigo a tomar posesión de ella. Por la misma puerta por donde sale Dios entra el demonio. "Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran dentro y moran allí" (Mt. 12, 45).

Cuando se bautiza a un niño, el sacerdote exorciza al enemigo diciéndole: "Sal de aquí, espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo"; porque aquella alma del bautizado, al recibir la gracia, se convierte en templo de Dios (1Co. 3, 16). Pero cuando el hombre consiente en pecar, efectúa precisamente lo contrario, diciendo a Dios, que estaba en su alma: "Sal de aquí, Señor, y da lugar al demonio".

De esto se lamentaba el Señor con Santa Brígida cuando le dijo que, al despedirle el pecador, procedía como si quitase al rey su propio trono: "Soy como un Rey arrojado de su propio reino; y en mi lugar se elige a un pésimo ladrón".

¿Qué pena no sentiríais si recibieseis grave ofensa de alguien a quien hubieseis favorecido mucho? Pues esa misma pena causáis a Dios, que llegó hasta dar su vida por salvaros. Clama el Señor a la tierra y al Cielo para que le compadezcan por la ingratitud con que le tratan los pecadores: "Oíd, ¡oh Cielos!, y tú, ¡oh tierra!, escucha… Hijos creé y engrandecí…, pero ellos me despreciaron" (Is. 1, 2). En suma, los pecadores afligen con sus pecados al Corazón del Señor… (Is. 63, 10).

Dios no puede sentir dolor; pero -como dice el Padre Medina- si fuese posible que le sintiera, sólo un pecado mortal bastaría para hacerle morir, por la infinita pesadumbre que le causaría. Así, pues, afirma San Bernardo, "el pecado, por cuanto en sí es, da muerte a Dios".

De manera que los pecadores, al cometer un pecado mortal, hieren, por decirlo así, a su Señor, y nada omiten para quitarle la vida, si pudieran. Y según dice San Pablo (He. 10, 29), pisotean al Hijo de Dios, y desprecian todo lo que Jesucristo hizo y padeció para quitar el pecado del mundo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿De suerte, Redentor mío, que cuantas veces pequé os arrojé de mi alma y puse por obra todo lo que bastara para daros muerte si pudieseis morir? Oigo, Señor, que me decís: "¿Qué te hice o en qué te contristé, para que tanto me hayas contristado?…" ¿Me preguntáis, Señor, qué mal me habéis hecho?… Me disteis el ser, y habéis muerto por mí: ¡tal es el mal que hicisteis!… ¿Qué he de responderos?… Os digo, Señor, que merezco mil veces el infierno, y que muy justamente pudierais mandarme a él.

Pero acordaos de aquel amor que os hizo morir por mí en la cruz; acordaos de la Sangre que por mi amor derramasteis, y tened compasión de mí… Mas ya entiendo, Señor: no queréis que desespere, y me decís que estáis a la puerta de mi corazón (de este corazón que os arrojó de sí) y que llamáis con vuestras inspiraciones para entrar en él, pidiéndome que os abra… (Ap. 3, 20; Cant. 5, 2).

Sí, Jesús mío; yo me aparto del pecado; duélome de todo corazón de haberos ofendido y os amo sobre todas las cosas. Entrad, amor mío; abierta tenéis la puerta; entrad, y no os apartéis jamás de mí. Abrasadme con vuestro amor, y no permitáis que de Vos vuelva a separarme… No, Dios mío, nunca volvamos a separarnos. Os abrazo y estrecho a mi corazón… Dadme Vos la santa perseverancia…

¡María, madre mía, socorredme siempre, rogad por mí a Jesús y alcanzadme que jamás pierda yo su santa gracia!

CONSIDERACIÓN 16

Misericordia de Dios

La misericordia triunfa sobre el juicio.Santiago 2, 13

PUNTO 1

La bondad es comunicativa por naturaleza; de suyo tiende a compartir sus bienes con los demás. Dios, que por su naturaleza es la bondad infinita, siente vivo deseo de comunicarnos su felicidad, y por eso propende más a la misericordia que al castigo. "Castigar -dice Isaías- es obra ajena a las inclinaciones de la divina voluntad". "Se enojará para hacer su obra (o venganza), obra que es ajena de Él, obra que es extraña a Él" (Is, 28, 21). Y cuando el Señor castiga en esta vida es para ser misericordioso en la otra (Sal. 59, 3). Muéstrase airado con el fin de que nos enmendemos y aborrezcamos el pecado (Sal. 5). Y si nos castiga es porque nos ama, para librarnos de la eterna pena (Sal. 6).

¿Quién podrá admirar y alabar suficientemente la misericordia con que Dios trata a los pecadores, esperándolos, llamándolos, acogiéndolos cuando vuelven a Él?… Y ante todo, ¡qué gracia valiosísima nos concede Dios al esperar nuestra penitencia!…

Cuando le ofendiste, hermano mío, podía el Señor enviarte la muerte, y, sin embargo, te esperó; y en vez de castigarte, te colmó de bienes y te conservó la vida con su paternal providencia. Hacía como si no viera tus pecados, a fin de que te convirtieses (Sb. 11, 24).

¿Y cómo, Señor, Vos, que no podéis ver un solo pecado, veis tantos y calláis? ¿Miráis aquel deshonesto, aquel vengativo, a ese blasfemo, cuyos pecados se aumentan de día en día, y no los castigáis? ¿Por qué tanta paciencia?… Dios espera al pecador a fin de que se arrepienta, para poder de ese modo perdonarle y salvarle (Is. 30, 18).

Dice Santo Tomás que todas las criaturas, el fuego, el agua, la tierra, el aire, por natural instinto se aprestan a castigar al pecador por las ofensas que al Creador hace; pero Dios, por su misericordia, las detiene… Vos, Señor, aguardáis al impío, para que se enmiende; mas ¿no veis que el ingrato se vale de vuestra piedad para ofenderos? (Is. 26, 15). ¿Por qué tal paciencia?… Porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y se salve (Ez. 33, 11).

¡Oh paciencia de Dios! Dice San Agustín que si Dios no fuese Dios, parecería injusto, atendiendo a su demasiada paciencia para con el pecador. Porque espera que se valga el hombre de aquella paciencia para más pecar, diríase que es en cierto modo una injusticia contra el honor divino. "Nosotros pecados -sigue diciendo el mismo Santo-, nos entregamos al pecado (algunos firman paces con el pecado, duermen unidos a él meses y años enteros), nos regocijamos del pecado (pues no pocos se glorían de sus delitos), ¿y Tú estás aplacado?… Nosotros te provocamos a ira, y Tú a misericordia". Parece que a porfía combatimos con Dios; nosotros, procurando que nos castigue; Él, invitándonos al perdón.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor y Dios mío! Reconozco que soy digno de estar en el infierno (Jb. 17, 13). Mas por vuestra misericordia no me hallo en él, sino postrado a vuestros pies, y conociendo vuestro precepto con que me mandáis que os ame. "¡Ama al Señor tu Dios!" (Mt. 22, 37). Me decís que queréis perdonarme si me arrepiento de las ofensas que os he hecho…

Sí, Dios mío; ya que deseáis que os ame, aunque soy un vil rebelde contra vuestra soberana majestad, os amo con todo mi corazón, y me duelo de haberos ofendido más que de cualquier otro mal en que hubiera podido incurrir. Iluminadme, pues, ¡oh Bondad infinita!, y dadme a conocer la horrenda malicia de mis culpas. No; no resistiré más a vuestra voz, ni volveré a injuriar a un Dios que tanto me ama, y que tantas veces y con tanto amor me habéis perdonado…

¡Ah, si nunca os hubiera ofendido, Jesús de mi alma! Perdonadme y haced que de hoy en adelante a nadie ame más que a Vos, que sólo viva para Vos, que moristeis por mí, y que sólo por vuestro amor padezca, ya que por mí tanto padecisteis. Eternamente me habéis amado, concededme que por toda la eternidad arda yo en vuestro amor. Todo lo espero, ¡oh Salvador mío!, de vuestros infinitos merecimientos.

En Vos confío, Virgen Santísima, pues con vuestra intercesión me habéis de salvar.

PUNTO 2

Consideremos, además, la misericordia de Dios cuando llama al pecador a penitencia… Rebelóse Adán contra Dios, y ocultóse después. Mas el Señor, que veía perdido a Adán, iba buscándole, y casi sollozando le llamaba: "Adán, ¿dónde estás?…" (Gn. 3, 9). "Palabras de un padre -dice el P. Pereira- que busca al hijo que ha perdido".

Lo mismo ha hecho Dios contigo muchas veces, hermano mío. Huías de Dios, y Dios te buscaba, ora con inspiraciones, ora con remordimientos de conciencia, ya por medio de pláticas santas, ya con tribulaciones o con la muerte de tus deudos y amigos.

No parece sino que, hablando de ti, exclamara Jesucristo: "Casi perdí la voz, hijo mío, a fuerza de llamarte" (Sal. 68, 4). "Considerad, pecadores -dice Santa Teresa-, que os llama aquel Señor que un día os ha de juzgar".

¿Cuántas veces, cristiano, te mostraste sordo con el Dios que te llamaba? Harto merecías que no te llamase más. Pero tu Dios no deja de buscarte, porque quiere, para que te salves, que estés en paz con Él… ¿Quién es el que te llama? Un Dios de infinita majestad. ¿Y qué eres tú sino un gusano miserable y vil?…

¿Y para qué te llama? No más que para restituirte la vida de la gracia, que tú habías perdido. Convertíos y vivid (Ez. 18, 32). Con el fin de recuperar la divina gracia, poco haría cualquiera aunque viviese por toda su vida en el desierto. Pero Dios te ofrecía darte de nuevo su gracia en un momento, y tú la rechazaste. Y con todo, Dios no te ha abandonado, sino que se acerca a ti y te busca solícito, y lamentándose te dice: "¿Por qué, hijo mío, quieres condenarte?" (Ez. 18, 31).

Siempre que el hombre comete un pecado mortal, arroja de su alma a Dios. Pero el Señor ¿qué hace?… Llégase a la puerta de aquel ingrato, y clama (Ap. 3, 20); pide al alma que le deje entrar (Cant. 5, 2), y ruega hasta cansarse (Serm. 15, 6). Sí, dice San Dionisio Areopagita; Dios, como amante despreciado, busca al pecador y le suplica que no se pierda. Y eso mismo manifestó San Pablo (2Co. 5, 20) cuando escribía a sus discípulos: "Os rogamos por Cristo que os reconciliéis con Dios".

Bellísima es la consideración que sobre este texto hace San Juan Crisóstomo: "El mismo Cristo -dice- os ruega… ¿Y qué os ruega? Que os reconciliéis con Dios. De suerte que Él no es enemigo vuestro, sino vosotros de Él".

Con lo cual manifiesta el Santo que no es el pecador quien ha de esforzarse en conseguir que Dios se mueva a reconciliarse con él, sino que basta con que se resuelva a aceptar la amistad divina, puesto que él y no Dios es quien se niega a hacer la paz.

¡Ah! Este bondadosísimo Señor acércase sin cesar a los innumerables pecadores y les va diciendo: "¡Ingratos! No huyáis de Mí… ¿Por qué huís? Decídmelo. Yo deseo vuestro bien, y sólo procuro haceros dichosos… ¿Por qué queréis perderos?" ¿Y Vos, Señor, qué es lo que hacéis? ¿Por qué tanta paciencia y tanto amor para con estos rebeldes? ¿Qué bienes esperáis de ellos? ¿Qué honra buscáis mostrándoos tan apasionado de estos viles gusanos de la tierra que huyen de Vos? "¿Qué cosa es el hombre para que le engrandezcas?… O ¿por qué pones sobre él tu Corazón?" (Jb. 7, 17).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Aquí tenéis, Señor, a vuestras plantas un ingrato que os pide misericordia; Padre mío, perdonadme. Os llamo Padre, porque Vos queréis que os llame así. No merezco compasión, porque cuanto más bondadoso fuisteis para conmigo, tanto más ingrato fui yo con Vos.

Por esa misma bondad que os movió, Dios mío, a no desampararme cuando yo huía de Vos, recibidme ahora que a Vos vuelvo. Dadme, Jesús mío, gran dolor de las ofensas que os hice, y con él vuestro beso de paz. Me arrepiento, sobre todo, de las ofensas que os hice, y las detesto y abomino, uniendo este aborrecimiento al que sentisteis Vos, ¡oh Redentor mío!, en el huerto de Getsemaní, Perdonadme, pues, por los merecimientos de la preciosa Sangre que por mí en aquel huerto derramasteis, y yo os ofrezco resueltamente nunca más apartarme de Vos y arrojar de mi corazón todo afecto que para Vos no sea.

Jesús, amor mío, os amo sobre todas las cosas, quiero amaros siempre y no amar más que a Vos. Pero dadme, Señor, fuerza para lograrlo. Hacedme enteramente vuestro.

¡Oh María, mi esperanza, Madre de misericordia, compadeceos de mí y rogad por mí a Dios!

PUNTO 3

A veces los príncipes de la tierra se desdeñan de mirar a los vasallos que acuden a implorar perdón. Mas no procede así Dios con nosotros. "No os volverá el rostro si contritos acudiereis a Él" (2C. 30, 9). No; Dios no oculta su rostro a los que se convierten. Antes bien, Él mismo los invita y les promete recibirlos apenas lleguen… (Jer. 3, 1; Zac. 1, 3).

¡Oh, con cuánto amor y ternura abraza Dios al pecador que vuelve a Él! Claramente nos lo enseñó Jesucristo con la parábola del Buen Pastor (Lc. 15, 5), que, hallando la ovejuela perdida, la pone amorosamente sobre sus hombros, y convida a sus amigos para que con Él se regocijen (Lc. 15, 6). Y San Lucas añade (Lc. 15, 7): "Habrá gozo en el Cielo por un pecador que hiciere penitencia".

Lo mismo significó el Redentor con la parábola del Hijo pródigo, cuando declaró que Él es aquel padre que, al ver que regresa el hijo perdido, sale a su encuentro, y antes que le hable, le abraza y le besa, y ni aun con esas tiernas caricias puede expresar el consuelo que siente (Ez. 18, 21-22).

Llega el Señor hasta asegurar que, si el pecador se arrepiente, Él se olvidará de los pecados, como si jamás aquél le hubiera ofendido. No repara en decir: "Venid y acusadme -dice el Señor (Is. 1, 18; Ez. 18, 21-22)-; si fueren vuestros pecados como la grana, como nieve serán emblanquecidos"; o sea: "Venid, pecadores, y si no os perdono, reprendedme tratadme de infiel…". Mas no, que Dios no sabe despreciar un corazón que se humilla y se arrepiente (Sal. 50, 19).

Gloríase el Señor en usar de misericordia, perdonando a los pecadores (Is. 30, 18). ¿Y cuándo perdona?… Al instante (Is. 30, 19). Pecador, dice el Profeta, no tendrás que llorar mucho. En cuanto derrames la primera lágrima, el Señor tendrá piedad de ti (Is. 30, 19).

No procede Dios con nosotros como nosotros con Él. Dios nos llama, y nosotros no queremos oír. Dios, no. Apenas nos arrepintamos, y le pedimos perdón, el Señor nos responde y perdona.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! ¿Contra quién me he atrevido a resistir?… Contra Vos, Señor, que sois la bondad misma, y me habéis creado y habéis muerto por mí, y me habéis conservado, a pesar de mis repetidas traiciones…

La sola consideración de la paciencia con que me habéis tratado debiera bastar para que mi corazón viviese siempre ardiendo en vuestro amor. ¿Quién hubiera podido sufrir las ofensas que os hice, como las sufristeis Vos? ¡Desdichado de mí si volviese a ofenderos y me condenase! Esa misericordia con que me favorecisteis sería para mí, ¡oh Dios!, un infierno más intolerable que el infierno mismo.

No, Redentor mío; no permitáis que vuelva a separarme de Vos. Antes morir… Veo que vuestra misericordia no puede ya sufrir mi maldad. Pero me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos ofendido; os amo con todo mi corazón y propongo entregaros por completo la vida que me resta…

Oídme, Eterno Padre, y por los merecimientos de Jesucristo concededme la santa perseverancia y vuestro santo amor. Oídme, Jesús mío, por la Sangre que derramasteis por mí: Te ergo quaesumus tuis fórmulis súbveni, quos praetioso sánguine redemisti.

¡Oh María!, Madre mía, vuelve a mí tus ojos misericordiosos: Illos tuos misericordes óculos ad me converte; y úneme enteramente a Dios.

CONSIDERACIÓN 17

Abuso de la divina misericordia

¿No sabes que la benignidad de Dioste convida a penitencia?(Ro. 2, 4)

PUNTO 1

Refiérese en la parábola de la cizaña que, habiendo crecido en un campo esa mala hierba mezclada con el buen grano, querían los criados ir a arrancarla. Pero el amo les replicó: "Dejadla crecer: después la arrancaremos para echarla al fuego" (Mt. 13, 29-30). Infiérese de esta parábola, por una parte, la paciencia de Dios para con los pecadores, y por otra, su rigor con los obstinados.

Dice San Agustín que el enemigo engaña de dos maneras a los hombres: "Con desesperación y con esperanza". Cuando el pecador ha pecado ya, le mueve a desesperarse por el temor de la divina justicia; pero antes de pecar le anima a que caiga en tentación por la esperanza de la divina misericordia. Por eso el Santo nos amonesta diciendo: "Después del pecado ten esperanza en la misericordia; antes del pecado teme la divina justicia". Y así es, en efecto. Porque no merece la misericordia de Dios el que se sirve de ella para ofenderle. La misericordia se usa con quien teme a Dios, no con quien la utiliza para no temerle. El que ofende a la justicia -dice el Abulense-, puede acudir a la misericordia; mas el que ofende a la misericordia, ¿a quién acudirá?

Difícilmente se hallará un pecador tan desesperado que quiera expresamente condenarse. Los pecadores quieren pecar, mas sin perder la esperanza de salvación. Pecan, y dicen: Dios es la misma bondad; aunque ahora peque, yo me confesaré más adelante. Así piensan los pecadores, dice San Agustín (Trac. 33, in Jn.) Pero, ¡oh Dios mío!, así pensaron muchos que ya están condenados.

"No digas -exclama el Señor- la misericordia de Dios es grande: mis innumerables pecados, con un acto de contrición me serán perdonados" (Ecl. 5, 6). No habléis así -nos dice el Señor-. ¿Y por qué? "Porque su ira está pronta como su misericordia; y su ira mira a los pecadores" (Ecl. 5, 7).

La misericordia de Dios es infinita; pero los actos de ella, o sea los de conmiseración, son finitos. Dios es clemente, pero también justo. "Soy justo y misericordioso -dijo el Señor a Santa Brígida-, y los pecadores sólo atienden a la misericordia". "Los pecadores -escribe San Basilio- no quieren ver más que la mitad". "Bueno es el Señor; pero, además, es justo. No queramos considerar únicamente una mitad de Dios".

Sufrir al que se sirve de la bondad de Dios para más ofenderle -decía el B. Ávila-, antes fuera injusticia que misericordia. La clemencia fue ofrecida al que teme a Dios, no a quien abusa de ella. Et misericordia ejus timentibus eum, como exclamaba en su cántico la Virgen Santísima. A los obstinados los amansa la justicia, porque, como dice San Agustín, la veracidad de Dios resplandece aun en sus amenazas.

"Guardaos -dice San Juan Crisóstomo- cuando el demonio (no Dios) os promete la divina misericordia con el fin de que pequéis". "¡Ay de aquel -añade San Agustín- que para pecar atiende a la esperanza!… (In Sal. 144). ¡A cuántos ha engañado y perdido esa vana ilusión!". ¡Desdichado del que abusa de la piedad de Dios para ofenderle más!… Lucifer -como afirma San Bernardo- fue con tan asombrosa presteza castigado por Dios, porque al rebelarse esperaba que no recibiría castigo.

El rey Manasés pecó, convirtiéndose luego, y Dios le perdonó. Mas para Amón, su hijo, que, viendo cuán fácil había conseguido el perdón su padre, llevó mala vida con esperanza de ser también perdonado, no hubo misericordia. Por esa causa -dice San Juan Crisóstomo- se condenó Judas, porque se atrevió a pecar confiando en la benignidad de Jesucristo.

En suma: si Dios espera con paciencia, no espera siempre. Pues si el Señor siempre nos tolerase, nadie se condenaría; pero la opinión más común es que la mayor parte de los cristianos adultos se condena. "Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por él" (Mt. 7, 13).

Quien ofende a Dios, fiado en la esperanza de ser perdonado, "es un escarnecedor y no un penitente" -dice San Agustín-. Por otra parte, nos afirma San Pablo que "Dios no puede ser burlado" (Ga. 6, 7). Y sería burlarse de Dios el ofenderle siempre que quisiéramos y luego ir a la gloria. Quien siembra pecados no ha de esperar otra cosa que el eterno castigo del infierno (Gal. 6, 8).

La red con que el demonio arrastra a casi todos los cristianos que se condenan es, sin duda, ese engaño con que los seducía diciéndoles: Pecad libremente, que a pesar de todo ello os habéis de salvar. Mas el Señor maldice al que peca esperando perdón.

La esperanza después del pecado, cuando el pecador de veras se arrepiente, es grata a Dios; pero la de los obstinados le es abominable (Jb. 11, 20). Semejante esperanza provoca el castigo de Dios, así como provocaría a ser castigado el siervo que ofendiese a su señor precisamente porque éste es bondadoso y amable.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¡Mirad cómo soy uno de los que os han ofendido porque erais bueno con ellos!… ¡Oh Señor!, esperadme aún. No me abandonéis todavía, que yo espero, con el auxilio de vuestra gracia, no provocaros más a que me dejéis.

Me arrepiento, ¡oh Bondad infinita!, de haberos ofendido y de haber tanto abusado de vuestra paciencia. Os doy gracias porque hasta ahora me habéis tolerado. Y de hoy en adelante no volveré a ser, como he sido, un miserable traidor. Ya que me habéis esperado para verme algún día convertido en fervoroso amante de vuestra bondad, creed, como yo espero, que ese dichoso día ha llegado ya. Os amo sobre todas las cosas; aprecio vuestra gracia más que a todos los reinos del mundo, y antes que perderla preferiría perder mil veces la vida.

Dios mío, por amor de Jesucristo, concededme, con vuestro santo amor, el don de la perseverancia hasta la muerte. No permitáis que de nuevo os haga traición ni deje de amaros.

Y Vos, Virgen María, en quien espero siempre, alcanzadme la perseverancia final, y nada más pido.

PUNTO 2

Dirá, quizá, alguno: "Puesto que Dios ha tenido para mí tanta clemencia en lo pasado, espero que la tendrá también en lo venidero". Mas yo respondo: "Y por haber sido Dios tan misericordioso contigo, ¿quieres volver a ofenderle?" "¿De ese modo -dice San pablo- desprecias la bondad y paciencia de Dios? ¿Ignoras que si el Señor te ha sufrido hasta ahora no ha sido para que sigas ofendiéndole, sino para que te duelas del mal que hiciste?" (Ro. 2, 4). Y aun cuando tú, fiado en la divina misericordia, no temas abusar de ella, el Señor te la retirará. "Si vosotros no os convirtiereis, entensará su arco y le preparará (Sal. 7, 13). Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su tiempo (Dt. 32, 35). Dios espera; mas cuando llega la hora de la justicia, no espera más y castiga.

Aguarda Dios al pecador a fin de que se enmiende (Is. 30, 18); pero al ver que el tiempo concedido para llorar los pecados sólo sirve para que los acreciente, válese de ese mismo tiempo para ejercitar la justicia (Lm. 1, 15). De suerte que el propio tiempo concedido, la misma misericordia otorgada, serán parte para que el castigo sea más riguroso y el abandono más inmediato. "Hemos medicinado a Babilonia y no ha sanado. Abandonémosla" (Jer. 51, 9).

¿Y cómo nos abandona Dios? O envía la muerte al pecador, que así muere sin arrepentirse, o bien le priva de las gracias abundantes y no le deja más que la gracia suficiente, con la cual, si bien podría el pecador salvarse, no se salvará. Obcecada la mente, endurecido el corazón, dominado por malos hábitos, será la salvación moralmente imposible; y así seguirá, si no en absoluto, a lo menos moralmente abandonado. "Le quitará su cerca, y será talada…" (Is. 5, 5). ¡Oh, qué castigo! Triste señal es que el dueño rompa el cercado y deje que en la viña entren los que quisieren, hombres y ganados: prueba es de que la abandona.

Así, Dios, cuando deja abandonada un alma, le quita la valla del temor, de los remordimientos de conciencia, la deja en tinieblas sumida, y luego penetran en ella todos los monstruos del vicio (Sal. 103, 20). Y el pecador, abandonado en esa oscuridad, lo desprecia todo: la gracia divina, la gloria, avisos, consejos y excomuniones; se burlará de su propia condenación (Pr. 18, 3).

Le dejará Dios en esta vida sin castigarle, y en esto consistirá su mayor castigo. "Apiadémonos del impío…; no aprenderá (jamás) justicia" (Is. 26, 10). Refiriéndose a ese pasaje, dice San Bernardo: "No quiero esa misericordia, más terrible que cualquier ira".

Terrible castigo es que Dios deje al pecador en sus pecados y, al parecer, no le pida cuenta de ellos (Sal. 10, 4). Diríase que no se indigna contra él (Ez. 16, 42) y que le permite alcanzar cuanto de este mundo desea (Sal. 80, 13). ¡Desdichados los pecadores que prosperan en la vida mortal! ¡Señal es de que Dios espera a ejercitar en ellos su justicia en la vida eterna! Pregunta Jeremías (Jer. 12, 1): "¿Por qué el camino de los impíos va en prosperidad?" Y responde en seguida (Jer. 12, 3): "Congrégalos como el rebaño para el matadero".

No hay, pues, mayor castigo que el de que Dios permita al pecador añadir pecados a pecados, según lo que dice David (Sal. 68, 28-29): "Ponles maldad sobre maldad… Borrados sean del libro de los vivos"; acerca de lo cual dice San Belarmino: "No hay castigo tan grande como que el pecado sea pena del pecado". Más le valiera a alguno de esos infelices que cuando cometió el primer pecado el Señor le hubiera hecho morir; porque muriendo después, padecerá tantos infiernos como pecados hubiere cometido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Bien veo, Dios mío, que en este miserable estado he merecido que me privaseis de vuestras luces y gracias. Mas por la inspiración que me dais, y oyendo que me llamáis a penitencia, reconozco que todavía no me habéis abandonado. Y puesto que así es, acrecentad, Señor mío, vuestra piedad en mi alma, aumentadme la divina luz y el deseo de amaros y serviros.

Transformadme, ¡oh Dios mío!, y de traidor y rebelde que fui, mudadme en fervoroso amante de vuestra bondad, a fin de que llegue para mí el venturoso día en que vaya al Cielo para alabar eternamente vuestras misericordias. Vos, Señor, queréis perdonarme, y yo sólo deseo que me otorguéis vuestro perdón y vuestro amor. Duélome, ¡oh Bondad infinita!, de haberos ofendido tanto.

Os amo, ¡oh Sumo Bien!, porque así lo mandáis y porque sois dignísimo de ser amado. Haced, pues, Redentor mío, que os ame este pecador tan amado de Vos, y con tal paciencia por Vos esperado. Todo lo espero de vuestra piedad inefable. Confío en que os amaré siempre en lo sucesivo, hasta la muerte y por toda la eternidad (Sal. 83, 3), y que vuestra clemencia, Jesús mío, será perdurable objeto de mis alabanzas.

Siempre también alabaré, ¡oh María!, vuestra misericordia, por las gracias innumerables que me habéis alcanzado. A vuestra intercesión las debo. Seguid, Señora mía, ayudándome y alcanzadme la santa perseverancia.

PUNTO 3

Refiérese en la Vida del Padre Luis de Lanuza que cierto día dos amigos estaban paseando juntos en Palermo, y uno de ellos, llamado César, que era comediante, notando que el otro se mostraba pensativo en extremo, le dijo: "Apostaría a que has ido a confesarte, y por eso estás tan preocupado… Yo no quiero acoger tales escrúpulos… Un día me dijo el Padre Lanuza que Dios me daba doce años de vida y que si en ese plazo no me enmendaba tendría mala suerte. Después he viajado por muchas partes del mundo; he padecido varias enfermedades, y en una de ellas estuve a punto de morir… Pero en este mes, cuando van a terminar los famosos doce años, me hallo mejor que nunca…". Y luego invitó a su amigo a que fuese, el sábado inmediato, a ver el estreno de una comedia que el mismo César había compuesto… Y en aquel sábado, que fue el 24 de noviembre de 1668, cuando César se disponía a salir a escena, dióle de improviso una congestión y murió repentinamente en brazos de una actriz. Así acabó la comedia.

Pues bien, hermano mío; cuando la tentación del enemigo te mueva a pecar otra vez, si quieres condenarte puedes libremente cometer el pecado; mas no digas que deseas tu salvación. Mientras quieras pecar, date por condenado, e imagina que Dios decreta su sentencia, diciendo: "¿Qué más puedo hacer por ti, ingrato, de lo que ya hice?" (Is. 5, 4). Y ya que quieres condenarte, condénate, pues… tuya es la culpa.

Dirás, acaso, que en dónde está ese modo de misericordia de Dios… ¡Ah desdichado! ¿No te parece misericordia el haberte Dios sufrido tanto tiempo con tantos pecados? Prosternado ante Él y con el rostro en tierra debieras estar dándole gracias y diciendo: "Misericordia del Señor es que no hayamos sido consumidos" (Lm. 3, 22).

Al cometer un solo pecado mortal incurriste en delito mayor que si hubieras pisoteado al primer soberano del mundo. Y tantos y tales has cometido que si esas ofensas de Dios las hubieses hecho contra un hermano tuyo, no las hubiera éste sufrido… Mas Dios no sólo te ha esperado, sino que te ha llamado muchas veces y te ha ofrecido el perdón. ¿Qué más debía hacer? (Is. 5, 4).

Si Dios tuviese necesidad de ti, o si le hubiese honrado con grandes servicios, ¿podría haberse mostrado más clemente contigo? Así, pues, si de nuevo volvieras a ofenderle, harías que su divina misericordia se trocara en indignación y castigo.

Si aquella higuera hallada sin frutos por su dueño no los hubiera dado tampoco después del año de plazo concedido para cultivarla, ¿quién osaría esperar que se le diese más tiempo y no fuese cortada? Escucha, pues, lo que dice San Agustín: "¡Oh árbol infructuoso!, diferido fue el golpe de la segur. ¡Mas no te creas seguro, porque serás cortado! Fue aplazada la pena -expresa el Santo-, pero no suprimida. Si abusas más de la divina misericordia, el castigo te alcanzará: serás cortado".

¿Esperas, por tanto, a que el mismo Dios te envíe al infierno? Pues si te envía, ya lo sabes, jamás habrá remedio para ti. Suele el Señor callar, mas no por siempre. Cuando llega la hora de la justicia, rompe el silencio. Esto hiciste y callé. Injustamente creíste que sería tal como tú. Te argüiré y te pondré ante tu propio rostro (Sal. 49, 21). Te pondrá ante los ojos los actos de divina misericordia, y hará que ellos mismos te juzguen y condenen.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! Desventurado de mí si, después de haber recibido la luz que ahora me dais, volviese a ser infiel haciéndoos traición. Esas luces, señales son de que deseáis perdonarme. Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de cuantas ofensas hice a vuestra infinita bondad. Por vuestra preciosísima Sangre espero el perdón ciertamente. Mas si de nuevo me apartara de Vos, reconozco que merecería un infierno a propósito creado para mí.

Tiemblo, Dios de mi alma, por la posibilidad de volver a perder vuestra gracia. Porque muchas veces he prometido seros fiel, y luego nuevamente me he rebelado contra Vos… No lo permitáis, Señor; no me abandonéis en esta inmensa desgracia de verme otra vez convertido en un enemigo vuestro. Dadme otro castigo; pero ése, no. "No permitáis que me aparte de Vos".

Si veis que he de ofenderos, haced que antes pierda la vida. Acepto la muerte más dolorosa antes que llorar la desdicha de verme privado de vuestra gracia. Ne permitas me separari a Te. Lo repito, Dios mío, y haced que lo repita siempre: "No permitáis que me separe de Vos. Os amo, carísimo Redentor mío, y no quiero separarme de Vos". Concededme, por los merecimientos de vuestra muerte, amor tan fervoroso que con Vos me una estrechamente y jamás pueda alejarme de Vos.

Ayudadme, ¡oh Virgen María!, con vuestra intercesión y alcanzadme la santa perseverancia y el amor a Cristo Jesús.

CONSIDERACIÓN 18

Del número de los pecados

Por cuanto la sentencia no es proferidaluego contra los malos, los hijos de los hombres cometen males sin temor alguno.Ecl. 8, 2.

PUNTO 1

Si Dios castigase inmediatamente a quien le ofendiese, no se viera, sin duda, tan ultrajado como se ve. Mas porque el Señor no suele castigar en seguida, sino que espera benignamente, los pecadores cobran ánimos para ofenderle más.

Preciso es que entendamos que Dios espera y es pacientísimo, mas no para siempre; y que es opinión de muchos Santos Padres (de San Basilio, San Jerónimo, San Ambrosio, San Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo, San Agustín y otros) que, así como Dios tiene determinado para cada hombre el número de días que ha de vivir y los dones de salud y de talento que ha de otorgarle (Sb. 11, 21), así también tiene contado y fijo el número de pecados que le ha de perdonar. Y completo ese número, no perdona más, dice San Agustín. Lo mismo, afirman Eusebio de Cesarea (lib. 7, cap. 3) y los otros Padres antes nombrados.

Y no hablaron sin fundamento estos Padres, sino basados en la divina Escritura. Dice el Señor en uno de sus textos (Gn. 15, 16), que dilataba la ruina de los amorreos porque aún no estaba completo el número de sus culpas. En otro lugar dice (Os. 1, 6): "No tendré en lo sucesivo misericordia de Israel. Me han tentado ya por diez veces. No verán la tierra" (Nm. 14, 22-23). Y en el libro de Job se lee: "Tienes selladas como en un saquito mis culpas" (Jb. 14, 17).

Los pecadores no llevan cuenta de sus delitos, pero Dios sabe llevarla para castigar cuando está ya granada la mies, es decir, cuando está completo el número de pecados" (Jl. 3, 13). En otro pasaje leemos (Ecl. 5, 5): "Del pecado perdonado no quieras estar sin miedo, ni añadas pecado sobre pecado".

O sea: preciso es, pecador, que tiembles aun de los pecados que ya te perdoné; porque si añadieres otro, podrá ser que éste con aquéllos completen el número, y entonces no habrá misericordia para ti. Y, más claramente, en otra parte, dice la Escritura (2Mac. 6, 14): "El Señor sufre con paciencia (a las naciones) para castigarlas en el colmo de los pecados, cuando viniere el día del juicio". De suerte que Dios espera el día en que se colme la medida de los pecados, y después castiga.

De tales castigos hallamos en la Escritura muchos ejemplos, especialmente el de Saúl, que, por haber reincidido en desobedecer al Señor, le abandonó Dios de tal modo, que cuando Saúl, rogando a Samuel que por él intercediese, le decía (1S, 15, 25): "Ruégote que sobrelleves mi pecado y vuélvete conmigo para que adore al Señor". Samuel le respondió (1S. 15, 26): "No volveré contigo, por cuanto has desechado la palabra del Señor, y el Señor te ha desechado a ti".

Tenemos también el ejemplo del rey Baltasar, que hallándose en un festín profanando los vasos del Templo, vio una mano que escribía en la pared: Mane, Thecel, Phares.

Llegó el profeta Daniel y explicó así tales palabras (Dn. 5, 27): "Has sido pesado en la balanza y has sido hallado falto", dándole a entender que el peso de sus pecados había inclinado hacia el castigo la balanza de la divina justicia; y, en efecto, Baltasar fue muerto aquella misma noche (Dn. 5, 30).

¡Y a cuántos desdichados sucede lo propio! Viven largos años en pecado; mas apenas se completa el número, los arrebata la muerte y van a los infiernos (Jb. 21, 13). Procuran investigar algunos el número de estrellas que existen, el número de ángeles del Cielo, y de los años de vida de los hombres; mas ¿quién puede indagar el número de pecados que Dios querrá perdonarles?…

Tengamos, pues, saludable temor. ¿Quién sabe, hermano mío, si después del primer ilícito deleite, o del primer mal pensamiento consentido, o nuevo pecado en que incurrieres, Dios te perdonará más?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! Os doy ferventísimas gracias. ¡Cuántas almas hay que, por menos pecados que los míos, están ahora en el infierno, y yo vivo aún fuera de aquella cárcel eterna, y con la esperanza de alcanzar, si quiero, perdón y gloria!… Sí, Dios mío; deseo ser perdonado. Me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, porque injurié a vuestra infinita bondad.

Mirad, Eterno Padre, a vuestro divino Hijo muerto en la cruz por mí (Sal. 83, 10), y por sus merecimientos tened misericordia de mi alma. Propongo antes morir que ofenderos más. Debo temer, sin duda, que, si después de los pecados que he cometido y de las gracias que me habéis otorgado, añadiese una nueva culpa, se colmaría la medida y sería justamente condenado… Ayudadme, pues, con vuestra gracia, que de Vos espero luces y fuerzas para seros fiel. Y si previeres que he de volver a ofenderos, enviadme la muerte antes que pierda vuestra gracia. Os amo, Dios mío, sobre todas las cosas, y temo más que el morir verme otra vez apartado de Vos. No lo permitáis, por piedad…

María, Madre mía, alcanzadme la santa perseverancia.

PUNTO 2

Dirá tal vez el pecador que Dios es Dios de misericordia… ¿Quién lo niega?… La misericordia del Señor es infinita; mas a pesar de ella, ¿cuántas almas se condenan cada día? Dios cura al que tiene buena voluntad (Is. 61, 1). Perdona los pecados, mas no puede perdonar la voluntad de pecar… Replicará el pecador que aún es harto joven… ¿Eres joven?… Dios no cuenta los años, cuenta las culpas.

Y esta medida de pecados no es igual para todos. A uno perdona Dios cien pecados; a otro mil; otro, al segundo pecado se verá en el infierno. ¡Y a cuántos condenó en el primer pecado!

Refiere San Gregorio que un niño de cinco años, por haber dicho una blasfemia, fue enviado al infierno. Y según la Virgen Santísima reveló a la bienaventurada Benedicta de Florencia, una niña de doce años por su primer pecado fue condenada. Otro niño de ocho años de edad también en el primer pecado murió y se condenó.

En el Evangelio de San Mateo (21, 19) leemos que el Señor, la vez primera que halló a la higuera sin fruto, la maldijo, y el árbol quedó seco. En otro lugar dijo el Señor (Am. 1, 3): "Por tres maldades de Damasco, y por la cuarta no la convertiré" (no revocaré los castigos que le tengo decretados).

Algún temerario querrá quizá pedir cuenta de por qué Dios perdona a tal pecador tres culpas y no cuatro. Aquí es preciso adorar a los inefables juicios de Dios y decir con el Apóstol (Ro. 11, 33): "¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!" Y con San Agustín: "Él sabe a quién ha de perdonar y a quién no. A los que se concede misericordia, gratuitamente se les concede, y a los que se les niega, con justicia les es negada".

Replicará el alma obstinada que, como tantas veces ha ofendido a Dios y Dios la ha perdonado, espera que aún le perdonara un nuevo pecado… Mas porque Dios no la ha castigado hasta ahora, ¿ha de proceder siempre así? Se llenará la medida y vendrá el castigo.

Cuando Sansón continuaba enamorado de Dalila, esperaba librarse de los filisteos, como ya le había una vez acaecido (Judc. 16); pero en aquella última ocasión fue preso y perdió la vida. "No digas -exclamaba el Señor (Ecl. 5, 4)- pequé, ¿y qué adversidad me ha sobrevenido?… Porque el Altísimo, aunque sufrido, da lo que merecemos"; o lo que es lo mismo: que llegará un día en que todo lo pagaremos, y cuanto mayor hubiera sido la misericordia, tanto más grave será la pena.

Dice San Juan Crisóstomo que más de temer es el que Dios sufra obstinado, que el pronto e inmediato castigo. Porque, como escribe San Gregorio, todos aquellos a quienes Dios espera con más paciencia, son después, si perseveran en su ingratitud más rigurosamente castigados; y a menudo acontece, añade el Santo, que los que fueron mucho tiempo tolerados por Dios, mueren de repente sin tiempo de convertirse.

Especialmente, cuanto mayores sean las luces que Dios te haya dado, tanto mayores serán tu ceguera y obstinación en el pecado, si no hicieres a tiempo penitencia. "Porque mejor les era -dice San Pedro (II, P. 2, 21)- no haber conocido el camino de la justicia, que después del conocimiento volver las espaldas". Y San Pablo dice (He. 6, 4) que es (moralmente) imposible que un alma ilustrada con celestes luces si reincide en pecar, se convierta de nuevo.

Terribles son las palabras del Señor contra los que no quieren oír su llamamiento: "Porque os llamé y dijisteis que no… Yo también me reiré en vuestra muerte y os escarneceré" (Pr. 1, 24-26).

Nótese que las palabras yo también significan que, así como el pecador se ha burlado de Dios confesándose, formando propósitos y no cumpliéndolos nunca, así el Señor se burlará de él en la hora de la muerte.

El Sabio dice además (Pr. 26, 11): "Como perro que vuelve a su vómito, así el imprudente que repite su necedad". Dionisio el Cartujo desenvuelve este pensamiento, y dice que tan abominable y asqueroso como el perro que devora lo que arrojó de sí, se hace odioso a Dios el pecador que vuelve a cometer los pecados de que se arrepintió en el sacramento de la Penitencia.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Heme aquí, Señor, a vuestras plantas. Yo soy como el perro sucio y asqueroso, pues tantas veces volví a deleitarme con lo que antes había aborrecido. No merezco perdón, Redentor mío. Pero la Sangre preciosa que por mí derramasteis me alienta y aun obliga a esperarle…

¡Cuántas veces os ofendí, y Vos me perdonasteis! Prometí no volver a ofenderos, y a poco de nuevo recaí, ¡y Vos otra vez me concedisteis perdón! ¿Qué espero, pues? ¿Qué me enviéis al infierno, o que me abandonéis a mis pecados, castigo mayor que el mismo infierno? No, Dios mío; quiero enmendarme, y para seros fiel pongo en Vos toda mi esperanza y resuelvo acudir en seguida y siempre a Vos cuando me viere combatido de tentaciones.

En lo pasado me fié de mis promesas y propósitos, y olvidé el encomendarme a Vos en la tentación. Eso fue mi ruina. Mas de hoy en adelante Vos seréis mi esperanza, mi fortaleza, y así lo podré todo (Fil. 4, 13).

Dadme, pues, ¡oh Jesús mío!, por vuestros méritos, la gracia de encomendarme siempre a Vos, y de pedir vuestro auxilio en todas mis necesidades. Os amo, ¡oh Bien Sumo!, amable sobre todos los bienes, y sólo a Vos amaré si Vos me ayudáis en ello.

Y Vos también, ¡oh María, Madre nuestra!, auxiliadme con vuestra intercesión; amparadme bajo vuestro manto, haced que os invoque siempre en la tentación, y vuestro nombre dulcísimo será mi defensa.

PUNTO 3

"Hijo, ¿pecaste? No vuelvas a pecar otra vez; mas ruega por las culpas antiguas, que te sean perdonadas" (Ecl. 21, 1). Ve lo que te advierte, ¡oh cristiano!, Nuestro Señor, porque desea salvarte. "No me ofendas, hijo, nuevamente, y pide en adelante perdón de tus pecados".

Y cuando más hubieres ofendido a Dios, hermano mío, tanto más debes temer la reincidencia en ofenderle; porque tal vez otro nuevo pecado que cometieres hará caer la balanza de la divina justicia, y serás condenado. No digo absolutamente, porque no lo sé, que no haya perdón para ti si cometes otro pecado; pero afirmo que eso puede muy bien acaecer.

De suerte que, cuando sintieres la tentación, debes decirte: ¿Quién sabe si Dios no me perdonará más y me condenaré? Dime, por tu vida: ¿tomarías un manjar si creyeras ser probable que estuviera envenenado? Si presumieras fundadamente que en un camino estaban apostados tus enemigos para matarte, ¿pasarías por allí pudiendo utilizar otra más segura vía? Pues, ¿qué certidumbre ni qué probabilidad puedes tener de que volviendo a pecar sentirás luego verdadera contrición y no volverás a la culpa aborrecible? O que si nuevamente pecares, ¿no te hará Dios morir en el acto mismo del pecado, o te abandonará después?

¡Oh Dios, qué ceguedad! Al comprar una casa, tomas prudentemente las necesarias precauciones para no perder tu dinero. Si vas a usar de alguna medicina, procurarás estar seguro de que no te puede dañar. Al cruzar un río, cuidas de no caer en él.

Y luego, por un vil placer, por un deleite brutal, arriesgas tu eterna salvación, diciendo: ya me confesaré de eso. Mas yo pregunto: ¿Y cuándo te confesarás? -El domingo- -¿Y quién te asegura que vivirás el domingo? -Mañana mismo. -¿Y cómo con tal certeza tratas de confesarte mañana, cuando no sabes siquiera si tendrás una hora más de vida?

"¿Tienes un día -dice San Agustín- cuando no tienes una hora?" Dios -sigue diciendo el Santo- promete perdonar al que se arrepiente, mas no promete el día de mañana al que le ha ofendido. Si ahora pecas, tal vez Dios te dará tiempo de hacer penitencia, o tal vez no. Y si no te lo da, ¿qué será de ti eternamente? Y, sin embargo, por un mísero placer pierdes tu alma y la pones en peligro de quedar perdida por toda la eternidad. ¿Arriesgarías mil ducados por esa vil satisfacción? Digo más: ¿lo darías todo, hacienda, casa, poder, libertad y vida, por un breve gusto ilícito? Seguramente, no. Y con todo, por ese mismo deleznable placer quieres en un punto dar por perdidos para ti a Dios, el alma y la gloria.

Dime, pues: estas cosas que señala la fe, ¿son altísimas verdades o no es más que pura fábula el que haya gloria, infierno y eternidad? ¿Crees que si la muerte te sorprende en pecado estarás para siempre perdido?… ¡Qué temeridad, qué locura condenarte tú mismo a perdurables penas con la vana esperanza de remediarlo luego! "Nadie quiere enfermar con la esperanza de curarse, dice San Agustín. ¿No tendríamos por loco a quien bebiese veneno, diciendo: quizá con un remedio me salvaré? ¿Y tú quieres la condenación a eterna muerte, fiado en que tal vez luego puedas librarte de ella?…

¡Oh locura terrible, que tantas almas ha llevado y lleva al infierno, según la amenaza del Señor! "Pecaste confiando temerariamente en la divina misericordia; de improviso, vendrá el castigo sobre ti, sin que sepas de dónde viene" (Is. 47, 10-11).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, Señor, a uno de esos locos que tantas veces ha perdido el alma y vuestra gracia con la esperanza de recuperarla después. Y si me hubieseis enviado la muerte en aquel instante en que pequé, ¿qué hubiera sido de mí?… Agradezco con todo mi corazón vuestra clemencia en esperarme y en darme a conocer mi locura. Conozco que deseáis salvarme, y yo me quiero salvar.

Duélome, ¡oh Bondad infinita!, de haberme tantas veces apartado de Vos. Os amo fervorosamente, y espero, ¡oh Jesús!, que, por los merecimientos de vuestra preciosa Sangre, no recaeré en tal demencia. Perdonadme, Señor, y acogedme en vuestra gracia, que no quiero separarme de Vos. In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum.

Así espero, Redentor mío, no sufrir ya la desdicha y confusión de verme otra vez privado de vuestro amor y gracia. Concededme la santa perseverancia, y haced que siempre os la pida, especialmente en las tentaciones, invocando vuestro sagrado nombre, o el de vuestra Santísima Madre; "¡Jesús mío, ayudadme!… ¡María, Madre nuestra, amparadme!…"

Sí, Reina y Señora mía; acudiendo a Vos nunca seré vencido. Y si persiste la tentación, haced, Madre mía, que persista yo en invocaros.

CONSIDERACIÓN 19

Del inefable bien de la gracia divina y del gran mal de la enemistad con Dios

No comprende el hombre su precio.Job. 28, 13.

PUNTO 1

Dice el Señor que quien sabe apartar lo precioso de lo vil es semejante a Dios, que sabe desechar el mal y escoger el bien (Jer. 15, 19). Veamos cuán grande bien es la gracia divina, y qué mal inmenso la enemistad con Dios. No conocen los hombres el valor de la divina gracia (Jb. 28, 13). De aquí que la cambien por naderías, por humo sutil, por un poco de tierra, por un irracional deleite. Y, sin embargo, es un tesoro de infinito valor que nos hace dignos de la amistad de Dios (Sb. 7, 14): de suerte que el alma que está en gracia es regalada amiga del Señor.

Los gentiles, privados de la luz de la fe, creían cosa imposible que la criatura pudiera tener amistad con Dios; y hablando según el dictamen de su corazón, no se equivocaban, porque la amistad -como dice San Jerónimo- hace iguales a los amigos. Pero Dios ha declarado en varios lugares que por medio de su gracia podemos hacernos amigos suyos si observamos y cumplimos su ley (Jn. 15, 14). Por lo que exclama San Gregorio: "¡Oh bondad de Dios! No merecíamos ni aun ser llamados siervos suyos, y Él se digna llamarnos sus amigos".

¡Cuán afortunado se estimaría el que tuviese la dicha de ser amigo de su rey! Mas si en un vasallo fuera temeridad pretender la amistad de su príncipe, no lo es que un alma sea amiga de su Dios. Refiere San Agustín que hallándose dos cortesanos en un monasterio, uno de ellos comenzó a leer la vida de San Antonio Abad, y conforme leía se le iba desasiendo el corazón de los afectos mundanos de tal modo, que hablaba así a su compañero: "Amigo, ¿qué es lo que buscamos?… Sirviendo al emperador, lo más que podremos pretender es el conseguir su amistad. Y aunque a tanto llegásemos, expondríamos a grave peligro la eterna salvación. Con harta dificultad lograríamos ser amigos del César. Mas si quiero ser amigo de Dios, ahora mismo puedo serlo".

El que está, pues, en gracia, amigo del Señor es. Y aun mucho más porque se hace hijo de Dios (Sal. 81, 6). Tal es la inefable dicha que nos alcanzó el divino amor por medio de Jesucristo. Considerad cuál caridad nos ha dado el Padre queriendo que tengamos nombre de hijos de Dios y lo seamos (1 Jn. 3, 1).

Es también el alma que está en gracia esposa del Señor. Por eso el padre del hijo pródigo, al acogerle y recibirle de nuevo, le dio el anillo en señal de desposorio (Lc. 15, 22). Esa alma venturosa es, además, templo del Espíritu Santo. Sor María de Ognes vio salir a un demonio del cuerpo de un niño que recibía el bautismo, y notó que entraba en el nuevo cristiano el Espíritu Santo rodeado de ángeles.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! Cuando mi alma, por dicha suya, estaba en vuestra gracia, era vuestro templo y amiga, hija y esposa vuestra. Mas al pecar lo perdió todo, y fue vuestra enemiga y esclava del infierno. Con profunda gratitud veo, Dios mío, que me dais tiempo de recuperar vuestra gracia, me arrepiento de haberos ofendido a vuestra infinita bondad, y os amo sobre todas las cosas. Recibidme, pues, de nuevo en vuestra amistad, y por piedad, no me desdeñéis. Harto sé que merezco verme abandonado, mas mi Señor Jesucristo, por el sacrificio que de Sí mismo os hizo en el Calvario, merece que al verme arrepentido me acojáis otra vez. Adveniat regnum tuum.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente