- Primera Parte. Capítulo Primero
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Segunda Parte. Capítulo Primero
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
PRIMERA PARTE
Esto no es una narración fantástica; es tan sólo una narración novelesca. ¿Es preciso deducir que, dada su inverosimilitud, no sea verdadera? Suponer esto sería un error. Pertenecemos a una época donde todo puede suceder. Casi tenemos el derecho de decir que todo acontece. Si nuestra narración no es verosímil hoy, puede serio mañana, gracias a los elementos científicos, lote del porvenir, y nadie opinará que sea considerada como leyenda.
Por otra parte, no se inventan leyendas a la terminación de este práctico y positivo siglo XIX; ni en Bretaña, la comarca de los montaraces korrigans. ni en Escocia, la tierra de los browNics y de los gnomos, ni en Noruega, la patria de los ases, de los elfos, de los silfos y de lis valquirias, ni aun en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se presta por sí a todas las evocaciones fantásticas. No obstante, conviene hacer notar que el país transilvano está todavia muy apegado a las supersticiones de los antiguos tiempos.
M. de Gérando ha descrito estas provincias de la extrema Europa. Eliseo Reclus las ha visitado, pero ninguno de los dos ha dicho nada que se relacione con la curiosa narración objeto de este libro. ¿La conocieron? Tal vez, pero acaso no han querido dar fe a la leyenda. Esto es sensible, pues la hubieran referido, el uno con la precisión del historiador, el otro con aquella poesía natural en él y derramada en sus relaciones de viaje.
Puesto que ni uno ni otro lo han hecho, voy yo a intentarlo.
El 19 de mayo de aquel año, un pastor apacentaba su rebaño a la orilla de un verde prado, al pie del Retyezat, que domina un valle fértil, cubierto de árboles de ramaje recto y enriquecido con bellas plantaciones. Las galernas que vienen del N.O. arrasan durante el invierno este terreno descubierto y sin abrigo. Entonces, según la frase del país, se le hace la barba, y algunas veces muy al rape.
Aquel pastor no tenía nada de los de la Arcadia en su traje, ni nada de bucólico en su actitud. No era un Dafnis, ni un Amintas, ni un Tityre, ni un Licidas, ni un Melibeo. El Lignon no murmuraba a sus pies, encerrados en gruesos zuecos de madera. Estaba junto al río de Valaquia, cuyas aguas frescas hubieran sido dignas de correr por entre las sinuosidades de que se habla en la novela Astrea.
Frik-Frik, natural de Werst (así se llamaba el rústico pastor), tan descuidado de su persona como las bestias; bueno para habitar en aquella zahurda construida a la entrada de la aldea, y donde sus cameros y sus puercos vivían en revuelta prouacrerie, única voz tomada del antiguo idioma que conviene a los piojosos apriscos del distrito.
El immanum pecus apacentado por dicho Frik, era immanior ipse. Echado sobre un mullido otero, dormía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la gran pipa en la boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna oveja se alejaba del prado, o tocando el cuerno, cuyo sonido repercutía en los ecos de la montaña.
Eran las cuatro de la tarde. El sol declinaba en el horizonte. Hacia la parte Este divisábanse algunas cúspides, cuyas bases estaban como sumergidas en flotante bruma. Al S.O., dos gargantas de la cordillera dejaban pasar un oblicuo haz de luz solar, como el punto luminoso que se filtra por una puerta entornada.
Este sistema orográfico pertenece a la parte más selvática de la Transilvania, comprendida bajo la denominación del distrito KlausenbKurg u olosvar.
La Transilvania es un curioso fragmento del imperio de Austria; dicha región se llama en lengua magyar «El Erdely», o, lo que es igual, «el país de los bosques». Se halla limitada al Norte por Hungría, por Valaquia al S., y por Moldavia al O. Ocupa una extensión superficial de sesenta mil kilómetros cuadrados, o sean seis millones de hectáreas -próximamente la novena parte de Francia-; es una especie de Suiza, pero una mitad más vasta que los dominios helvéticos, aunque sin ser más poblada. Con sus llanuras destinadas al cultivo, sus ricos pastos, sus valles caprichosamente delineados, sus soberbias montañas, la Transilvania, ondulada ipor las ramificaciones plutónicas de los Cárpatos, está cruzada por numerosos ríos que van a engrosar con sus tributos los caudales del Theiss y del soberbio Danubio, cuyas Puertas de Hierro, algunas millas al S., cierran el desfiladero de la cordillera de los Balkanes, en la frontera de Hungría y del Imperio otomano.
Tal es el antiguo país de los dacios, conquistado por Trajano en el siglo I de la Era cristiana. La independencia que disfrutó bajo Juan Zapoly y sus sucesores hasta 1699, tuvo fin con Leopoldo I, que la anexionó al Austria. Pero sea lo que sea su constitución política, ha sido ocupada por diversas razas, que, aunque se codean, no llegan a fusionarse; los valacos o rumanos, los húngaros, los tsyganes, los szeklers, de origen moldavo, y los mismos sajones, a quienes las circunstancias de lugar y tiempo acabarán por magyarizar en provecho de la unidad de Transilvania.
¿A qué carácter típico de los enunciados pertenecía el pastor Frik? ¿Era acaso un descendiente degenerado de los antiguos dacios? Difícil sería resolver estas cuestiones al ver su cabellera en desorden, su cara atezada, su barba enmarañada, sus espesas cejas, recias como dos cepillos de crines rojizas; sus ojos garzos, entre azules y verdes, y cuyos lagrimales húmedos estaban rodeados del círculo senil. Parecía hombre de unos sesenta y cinco años. Es robusto, alto, seco y erguido bajo su capisayo amarillento, no tan peludo como el pecho que cubre. Un pintor no desdeñaría trasladar al lienzo su silueta cuando, cubierta la cabeza con un sombrero de esparto, verdadera tapadera de paja, se apoya sobre el puntiaguado cayado y queda tan inmóvil como una roca.
En el momento en que penetraban los rayos del sol a través de las cortaduras del O., Frik se volvió; puso su mano, medio cerrada, a guisa de catalejo –como si hubiese hecho de ella una bocina-, y estuvo mirando atentamente.
En la claridad del horizonte, y como a una milla larga, muy empequeñecido por la distancia, se dibujaban los contornos de un antiguo castillo sobre una aislada cima de la garganta de Vulcano, la parte superior de una meseta, llamada «meseta de Orgall». Bajo los cambiantes de la luz poNicnte, se destacaba aquel edificio claramente con esa precisión de las vistas de un estereoscopo. Sin embargo, preciso era, que se hallase el pastor dotado de poderosa vista para distinguir algún detalle de aquella masa lejana.
Ved aquí que de repente, y moviendo la cabeza, exclama:
-«¡Viejo, viejo! … ¡Cómo te pavoneas sobre tus cimientos! Tres años -más, y ya no existirás, -porque tu haya no tiene ya más que tres ramas.»
Dicha haya, plantada al extremo de uno de los bastiones de la cerca del castillo, resaltaba con su negrura sobre el azul del cielo, cual un delicado dibujo de papel picado, y a duras penas fuera visible para otro que no fuese Frik a semejante distancia. En cuanto a la explicación de las palabras que ha pronunciado el pastor, basadas en una leyenda del castillo, será dada a su debido tiempo.
–«Sí, repitió; tres.ramas… Ayer había cuatro, pero la cuarta cayó esta noche… ¡Ya no queda más que el muñón! Yo no cuento más que tres en la horcajada… ¡Tres, tres nada más, viejo castillo! »
Cuando se considera a un pastor desde el punto de vista ideal, la fantasía hace de él un ser soñador y contemplativo, que conferencia con los astros, habla con las estrellas y lee en el firmamento. Pero la verdad es que generalmente no pasa de la categoría de un bárbaro ignorante.
A pesar de todo, la pública credulidad no vacila en atribuirle el don de lo sobrenatural; tal hombre posee maleficios, y si está de humor, conjura los sortilegios, así sobre las personas como sobre las bestias, que para el caso viene a ser lo mismo; vende polvos amorosos, filtros y fórmulas mil. Hasta llega a tornar estériles los campos, lanzando sobre ellos piedras encantadas, y deja infecundas a las ovejas tan sólo con hacerles mal de ojo. Y tales supersticiones son propias de todos los tiempos y países.
Aun en las regiones más adelantadas, no se pasa en el campo por delante de un pastor sin dirigirle alguna frase amistosa, algún saludo afectuoso, llamándole también «pastor». Un saludo con el sombrero puede ser el medio de librarse de malignas influencias, y en los caminos de Transilvania no es donde menos sucede esto.
Frik era, pues, considerado como un mago, como un evocador de fantásticas apariciones. Según unos, obedecían a su voz vampiros y endriagos; según otros, se le solía encontrar, al declinar de la luna, en las noches oscuras, como se ve en otras comarcas en el año bisiesto, montado sobre la compuerta de los molinos, hablando con los lobos o mirando a las estrellas.
Frik dejaba decir, y no le iba mal. Vendía hechizos y contraheohizos. Pero ¡observación curiosa! él mismo era tan crédulo como su clientela, y si bien no creía en sus propios sortilegios, daba fe a las leyendas que corrían por la comarca.
Así, pues, no hay que asombrarse de que hiciese aquel pronóstico referente a la próxima desaparición del antiguo castillo, puesto que el haya sólo tenía ya tres ramas; ni hay que asombrarse de que le faltase tiempo para llevar la noticia al pueblo, a Werst.
Después de haber juntado el rebaño, soplando hasta desgañitarse en la larga y blanca bocina de madera, Frik tomó el camino de la aldea. Avivando al ganado, seguíanle sus perros, dos semigrifos bastardos, ariscos y feroces, que más bien parecían dispuestos a devorar ovejas que a guardarlas. El ganado se componía de una centena de carneros moruecos y ovejas, de las cuales una docena eran de primer año y el resto de tercero y cuarto año, o sea de cuatro y de seis dientes.
Este ganado pertenecía al juez de Werst, el biró Koltz, que pagaba al concejo un fuerte derecho de contribución de ganadería, y que apreciaba mucho al pastor Frik por sus habilidades de esquilador y veterinario entendido en lo que se refiere a todas las plagas de origen pecuario.
Marchaba el rebaño en masa compacta, a la cabeza la oveja cencerra y a su lado la oveja birana, haciendo sonar su esquila en medio de la confusión de balidos.
Al salir del prado, Frik tomó por un ancho sendero, bordeando extensos campos, donde ondulaban hermosas espigas de trigo, ya muy crecido sobre las altas cañas; veíanse también algunas plantaciones de «kukurutz», que es el maíz de aquel país. El camino conducía a la orilla de un bosque de pinos y abetos de pobladas copas. Más abajo, el Sil extendía su brillante agua, filtrada por los guijarros del álveo y sobre el que flotaban los frarmentos de madera aserrada en las serrerías de río arriba.
Perros y carneros se detuvieron en la margen derecha y se pusieron a beber con avidez al ras de la ribera, removiendo la hojarasca de los matorrales.
Werst no distaba de allí más de tres tiros de fusil, al otro lado de un espeso bosque de raíces, formado de esbeltos árboles y de esos desmirriados plantones que crecen tan sólo algunos pies del suelo. Dicho bosque se extendía hasta la garganta de Vulcano, cuya aldea, que lleva este nombre, ocupa una altura escarpada en la vertiente meridional de los macizos del Plesa.
A aquella hora la campiña estaba solitaria; hasta entrada la noche no volvían a sus hogares las gentes del carnpo; Frik no pudo cruzar su saludo tradicional con nadie. Ya abrevado su rebaño, iba a internarse entre los pliegues del valle, cuando en la revuelta del Sil apareció un hombre, como a unos cincuenta pasos río abajo.
-¡Hola, amigo! gritó el pastor.
Aquel hombre era uno de esos mercaderes que recorren el distrito. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos y hasta en las más humildes aldeas. No es obstáculo para ellos el hacerse comprender; hablan todas las lenguas. Aquel, ¿era italiano, sajón o valaco? Nadie hubiera podido decirlo. En realidad era judío polonés, alto y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda, frente abultada y ojos muy vivos.
Era vendedor ambulante de anteojos, termómetros, barómetros y relojes de bolsillo. Lo que no guardaba en el morral que, sujeto con correas, llevaba a la espalda, lo colgaba del cuello o de la cintura; un verdadero buhonero, algo así como un escaparate semoviente.
Probablemente el judío participaba del respeto o del temor que los pastores inspiran. Así que sáludó a Frik con la mano. Después, en lengua rumana, que participa del latín y del eslavo, dijo con acento extranjero:
-¿Qué tal marchamos, amigo?
-Marchamos con el tiempo, respondió Frik.
-Entonces hoy habrá ido bien. ¡Con este tiempo! …
-Mañana irá mal, porque ..lloverá.
-¿Lloverá? Exclamó el buhonero. ¿Es que en vuestro país llueve sin nubes?
-Las nubes ya vendrán esta noche… ¡y por allá abajo, por el lado malo de la montaña!
-¿Y cómo Veis eso?
-En la lana de mis carneros, que está áspera y seca como pellejo curtido.
-Pues tanto peor para los que tengan que andar por esos caminos.
-Y tanto mejor para los que se queden en la puerta de su casa.
-Hay que tener una casa, pastor.
-¿Tenéis hijos? dijo Frik.
-No.
-¿Sois casado?
-No.
Preguntóle esto Frik, porque es costumbre en el país preguntarlo a los que se encuentran.
Después añadió:
-¿De dónde venís, buhonero?
-De Hermanstadt.
Hermanstadt es una de las principales poblaciones de Transilvania. Al abandonarla se encuentra el valle del Sil húngaro, que desciende hasta el arrabal de Petroseny.
-¿Y adonde váis?
-A Kolosvar.
Para llegar a Kolosvar, basta subir en dirección del valle del Maros; después, por Karlsburg y siguiendo las primeras estrilbaciones de los montes Bihar, se está en la capital del distrito. Un camino que no tendrá más de veinte millas.
En verdad, que estos mercaderes de barómetros, termómetros y cascajos, evocan siempre la idea de seres diferentes, de una andadura algo hoffmanesca, peculiar a su oficio. Venden el tiempo en todas sus formas: el que pasa, el que hace, el que hará, como otros venden cestos, tricots o algodones. Se diría que son los viajantes de la casa «Saturno y Compañía», bajo la enseña «Arenas de Oro». Sin duda éste fue el efecto que el judío produjo a Frik, el cual contemplaba, no sin asombro, aquella instalación de objetos nuevos para él, y cuya aplicación desconocía.
-¡Eh, señor buhonero! preguntó alargando el brazo. ¿Para qué sirve eso que castañetea en vuestra cintura, como los huesos de un viejo colgado?
-Son cosas de valor, respondió el mercader; objetos útiles para todo el mundo.
Y guiñando el ojo, exclamó Frik:
-¿A todo él mundo? ¿Y también a los pastores?
-También.
-¿Y para qué sirve esa maquinaria?
-Esta maquinaria, respondió el judío moviendo un termometro entre sus manos, os dice si hace calor o frío.
-¡Vaya, amigo! Pues yo no necesito de ella para saberlo cuando sudo bajo mi capisayo o cuando tirito bajo mi hopalanda.
Evidentemente: esto debe bastar a un pastor, que no se preocupa gran cosa de los porqués de la ciencia.
-¿Y ese grueso cascajo con su aguja? repuso señalando un barómetro aneroide.
-No es un cascajo, sino un instrumento que os dice si mañana hará buen tiempo, o si lloverá.
-¿Es de veras?
-De veras.
-Bueno, replicó Frik: pues yo no lo querría, aunque sólo costase un kreutzer. Me basta ver las nubes que se arrastran por la montaña, o que cruzan por cima de los más altos picos, para saber, con veinticuatro horas de anticipación, el tiempo que va a hacer. Mirad. ¿Véis aquella bruma que parece salir del suelo? Pues ya os lo he dicho, eso significa que mañana tendremos agua.
Verdaderamente, el pastor Frík, gran observador del tiempo, no necesitaba barómetro.
-¿Y tampoco os hará falta un reloj? dijo el buhonero.
-¡Un reloj!… Tengo uno que anda solo. Está colgado sobre mi cabeza… El sol. Mirad, amigo: cuando está sobre la punta del Rodük, significa que es medio día; y cuando parece que mira al agujero de Egelt, es que son las seis. Mis carneros lo saben tan bien como yo, y mis perros como los carneros. Guardad, pues vuestros cachivaches.
-¡Vaya! repuso el buhonero. Muy negro me habría de ver para hacer fortuna, si no tuviera más clientes que los pastores. ¿De manera que no necesitáis nada?
-Absolutamente nada.
Por lo demás, todas aquellas mercaderías baratas eran de muy mediana fabricación. Los barómetros no concordaban bien sobre el variable o el buen tiempo fijo; las agujas de los relojes marcaban horas muy largas o minutos muy cortos. En fin, una engañifa. ¡Acaso el pastor lo sabía! Por eso no quería comprar nada de aquello. Sin embargo, ya iba a recobrar su cayado, cuando, cogiendo una especie de tubo colgado de una correa del buhonero, le dijo:
-¿Para qué sirve este tubo?
-No es tal tubo.
-Será pues, una pistola, dijo el pastor.
-No, dijo el judío: es un anteojo.
Era, en efecto, uno de esos anteojos comunes que agrandan cinco o seis veces los objetos, o que los aproximan otro tanto, lo que produce el mismo resultado.
Frik había cogido aquel instrumento, y le contemplaba, dándole vueltas entre sus manos, haciendo salir y entrar los cilindros.
Después, moviendo la cabeza:
-¡Un anteojo! dijo.
-Sí, pastor; un magnífico anteojo, que os alargará mucho la vista…
-¡Ah! … Yo tengo muy buenos ojos, amigo. Cuando el tiempo está claro, veo las últimas rocas, hasta la cresta del Retyezat, y los últimos árboles en el fondo de los desfiladeros del Vulcano.
-¿Sin entornar los ojos?
-Sin entornar los ojos, -gracias al rocío de la noche, que me limpia la pupila.
-¿El rocío? dijo el otro. Pronto os dejará ciego.
-¡Ah! A los pastores no.
-Bien… Si tenéis buenos ojos, yo los tengo mejores cuando los aplico a mi anteojo.
-¡Tendrá que ver eso!
-Vedlo …
-¡Yo! …
-Probad.
-¿No me costará nada? preruntó Frik, desconfiado por naturaleza.
-Nada; a menos que no os decidáis a comprarme el aparato.
Tranquilo ya sobre este particular, Frik tomó el anteojo, cuyos tubos graduó el buhonero. Después, de haber cerrado el ojo derecho, Frik aplicó el ocular al izquierdo, y empezó a mirar hacia las montañas del Vulcano, subiendo hacia el Plesa; después bajó el instrumento, enfocándole hacia el pueblo de Werst.
-¡Calla! exclamó. ¡Pues es verdad! Alcanza más que mis ojos… Allí está la calle Mayor. Reconozco a las personas… Veo a Nic Deck, el guarda que vuelve de su ronda, con la mochila a la espalda y la carabina al hombro.
-¡Cuando yo os lo decía! observó el buhonero.
-Sí, sí. Nic es, añadió el pastor. ¿Y quién es aquella mujer que sale de casa del amo Koltz, con falda roja y corpiño negro, como si fuese al encuentro de Nic?
-Mirad atentamente, y reconoceréis a la muchacha, como habéis reconocido a Nic.
-¡Ah! sí … ¡Es Miriota! … ¡La bella Miriota! … ¡Ah!. .. ¡Los novios! … Esta vez tienen que andar con cuidado, porque yo los tengo al alcance de mis ojos, y no pierdo ninguna de sus carantoñas.
-¿Y qué decís de este aparato?
-¡Ah! Que hace ver desde muy lejos.
El asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo para mirar la aldea Werst, indicaba lo atrasado que este pueblo se encontraba. Si esto era o no verdad, bien pronto lo veremos.
-Pastor, dijo el mercader: seguid, seguid mirando… Más allá de Werst. Este pueblo está muy cerca… ¡Mirad mucho más allá! …
-¿Y tampoco me costará nada?
-Tampoco.
-Bueno.. . Voy a mirar hacia el Sil –húngaro… Sí; allí está el campanario de Livadzel… Le conozco por la cruz, a la que le falta un brazo. . . Más allá, en el valle, entre los abetos, veo el campanario de Petroseny, con su gallo de hoja de lata, con el pico abierto, como si llamara a las gallinas… ¡Calle! … Y allí abajo.. . veo una torre que scobresale por entre los árboles… Debe de ser la torre de Petrilla. Vaya, voy a seguir mirando, porque supongo que el precio será siempre el mismo…
-El mismo, pastor.
Frik miraba entonces hacia la llanura de Orgall; siguió después contemplando la sombría masa de los bosques situados sobre las vertientes del Plesa, y enfocando el obje-tivo a la lejana silueta del castillo, exclamó:
-Sí … la cuarta rama está en tierra … La había visto bien. .. Nadie irá a recogerla para hacer una tea la noche de San Juan. Nadie irá… Ni yo… Sería arriesgar el cuerpo y el alma. Pero hay uno que la recogerá esta noche, para llevarla al fuego del infierno. Éste es el Chort.
Así se llama al diablo cuando se le evoca en las conversaciones del país.
Acaso el judío iba a pedir explicación de aquellas palabras incomprensibles para el que no fuese de Werst o de sus cercanías, cuando Frik exclamó con voz en la que el espanto se mezclaba a la sorpresa:
-¿Qué es aquella nube que sale del torreón? ¿Es bruma? No; parece humo… Pero no es posible… Desde hace siglos y siglos no echan humo las chimeneas del castillo…
-Si veis humo, es que lo hay pastor.
-No, buhonero, no. Es que el cristal de vuestro anteojo está empañado.
-Limpiadle, pues.
-Voy a hacerlo.
Y después de haber frotado lo vidrios del anteojo con su manga, volvió a mirar.
Efectivamente; lo que salía del torreón era humo. Aquella columna subía recta, en el aire tranquilo, y su penacho se confundía con las nubes. Frik, inmóvil, no hablaba ya, concentrando toda su atención sobre el castillo, cuya sombra iba ascendiendo hasta llegar al nivel del llano de Orgall. De pronto bajó el aparato, y llevándose la mano a la alforja que bajo su sayo llevaba, preguntó:
-¿Qué vale esto?
-Florín y medio,-, respondió el buhonero.
Por poco- que Frik hubiese regateado, hubiera dado el anteojo en un florín; pero el pastor no regateó.
Bajo el influjo de una estupefacción tan grande como inexplicable, metió la mano en su alforja y sacó el dinero.
-¿Es para vos el anteojo? preguntó el buhonero.
-No; para mi amo.
-Entonces, él os reembolsará.
-Sí… Los dos florines que me cuesta.
-¡Cómo dos florines!
-Sí… de ahí para arriba. Buenas tardes, amigo.
-Buenas tardes, pastor.
Y Frik, silbando a sus perros y reuNicndo su rebaño, subió a buen paso en dirección a Werst.
Mirándole marchar el judío, movió la cabeza, y murmuró:
-De haberlo sabido, le pido más por el anteojo.
Después de arreglar sobre sus hombros y cintura su mercancía, tomó la dirección de Karlsburg, volviendo a bajar por la margen derecha del Sil.
¿Dónde iba? Poco nos importa. Él no hace más que pasar en esta novela… No le volveremos a ver más.
La distancia de algunas millas produce el efecto, para el observador, de que, bien sean rocas hacinadas por la naturaleza en las épocas geológicas, según las convulsiones del suelo, o bien construcciones debidas a la mano del hombre y sobre las cuales ha pasado el soplo devastador del tiempo, poco más o menos su aspecto es semejante. Confúndese fácilmente el mineral en bruto y el mineral trabajado. Desde lejos vese todo envuelto en igual color, con idénticas líneas y ángulos en perspectiva, con la misma uniformidad de tinte, bajo la pátina gris de los siglos.
Tal acontecía con la edificación antedicha, castillo otro tiempo de los Cárpatos. Reconocerle en su indecisa estructura en la meseta de Orgall, que corona a la izquierda la garganta de Vulcano, hubiera sido imposible. Ya no muestra su erguida silueta en las montañas. Lo que pudiera tomarse por un torreón, no es acaso otra cosa que un informe montón de piedras. Allí donde la vista crea percibir los almenados muros, quizá no habrá sino rocosa cresta. Es un conjunto vago, flotante, incierto. Tanto es así, que si diéramos crédito a lo que dicen algunos turistas, el castillo de los Cárpatos sólo existe en la fantasía de las gentes del país.
Después de todo, el medio más sencillo para salir de dudas sería hacerse conducir por un guía del Vulcano o de Werst, y subir por el desfiladero, dar cima a la montaña, visitar aquellas construcciones. Pero hay el inconveNicnte de que se encuentra más fácilmente el camino del castillo que el guía. En el valle del Sil nadie consentiría en acompañar a un viajero al castillo de los Cárpatos, así fuese a peso de oro.
Si hubiéseis mirado con un anteojo más potente que el instrumento de pacotilla que compró el pastor Frik para el señor de Koltz, he aquí lo que hubiérais visto del viejo edificio.
Detrás de la garganta de Vulcano, y, como a unos ochocientos o novecientos pies, un muro de color de asperón, casi oculto por la hojarasca de plantas trepadoras y cuyo cercado se extiende ert un perímetro de cuatrocientas o quiNicntas toesa, y siguiendo las ondulaciones de la meseta; a cada ángulo dos bastiones, de los cuales, el de la derecha, sobre el que se alza la famosa haya, está coronado por una pequeña atalaya o garita de puntiag!ida techumbre; a la izquierda, algunos lienzos de murallas cual los de una fortaleza, soportando un campanario de capilla, cuya campana rajada se bambolea en las grandes borrascas, causando el mayor espanto en la comarca; en el centro, y con su plataforma rodeada de almenas, un torreón con tres órdenes de ventanas de alféizares de plomo, y cuyo primer piso hállase rodeado de circular terraza; sobre la plataforma álzase un largo mástil de hierro adornado por una especie de veleta comida de moho, mirando siempre al Sudeste, por efecto de algún violento huracán.
En cuanto a lo que encerraba el consabido muro, por mil partes quebrado, bien fuese edificio habitable, accesible por puente levadizo o poterna, ignorábase de luengos años atrás.
En realidad, si bien el castillo de los Cárpatos se hallaba en mejor estado de lo que parecía, estaba protegido ahora por el extendido terror supersticioso, con tanta eficacia como en pasados tiempos lo estuviera por basiliscos, bombardas, culebrinas y demás máquinas de artillería de otros siglos.
Y en verdad que bien merecía la pena de ser visitado el castillo de los Cárpatos por turistas y anticuarios. Su situación en lo alto de la meseta de Orgall no puede ser más bella. El panorama de montañas que se divisa desde la alta plataforma del torreón, es sublime.
Al fondo vense las ondulaciones de la elevada cordillera, que parece dibujada caprichosamente, formando la frontera de Valaquia. Por delante abre su ruinosa garganta el desfiladero de Vulcano, única vía de comunicación entre las provincias limítrofes. Al otro lado del valle del Sil surgen las edificaciones de Livadzel, Lonyai, Petroseny y Petrilla, agrupados y como asomándose a la abertura de los pozos que sirven para la explotación de esta rica cuenca hullera. Y en los últimos planos del horizonte vislúmbrase admirable y simétrica cadena de alturas y crestas cuyas bases están cubiertas de césped y cuyas peladas cimas dominan los abruptos picos del Retyezat y del Paring. Por fin, más allá del valle del Hatszeg y del río Maros, aparecen los lejanos perfiles, velados por las brumas de los Alpes de la Transilvania Central.
En el fondo de aquel embudo y efecto de la depresión del terreno, formábase un lago, en el que vertían sus aguas los brazos del Sil antes de abrirse paso al través de la cordillera. Ahora dicha depresión no es más que una carbonera con sus ventajas e inconveNicntes; las altas chimeneas de fábrica crúzanse con el ramaje de los copudos olmos, abetos y hayas; los negruzcos humos vician la atmósfera, saturada antaño con los perfumados aromas de los frutales y las flores. No obstante, y por más que la industria tiene bajo su férrea mano este distrito minero, en la época de esta narración aún no había perdido el selvático aspecto que le diera la Naturaleza.
El castillo de los Cárpatos data del siglo XII, o acaso del XIII. En aquella época, bajo la dominación de los señores o vaivodas, fortificábanse monasterios, iglesias, palacios y castillos de igual modo que las aldeas y ciudades. Señores y vasallos procuraban mantenerse a la defensiva. Tal estado de cosas explica el aspecto de aquella construcción feudal, bien defendida con su almenado muro, su atalaya y su torreón. ¿Qué arquitecto tuvo la idea de edificarle sobre aquella meseta y a tal altura?
Ignórase quién fuese el audaz artista aunque pudiera suponerse que fuera el rumano Manoli, tan gloriosamente cantado en las leyendas valacas, y que edificó en Curté de Argis el célebre castillo de Rodolfo el Negro.
Pero si pudiera haber dudas acerca de este punto, no las hay respecto a la familia que poseía el castillo de los Cárpatos. Los barones de Gortz eran señores de aquel país desde tiempo inmemorial. Tomaron parte en todas las guerras que tiñeron de sangre las provincias de Transilvania; lucharon contra los húngaros, los sajones y los szeklers, y su apellido figura en cánticos y en doines, donde se perpetúa el recuerdo de los desastrosos períodos por que atravesó aquel país. Era su divisa el famoso proverbio valaco: ¡da pe maorte! «ida hasta morir!» y dieron, vertiendo su sangre en aras de la independencia, aquella sangre que procedía de los romanos, sus antecesores.
Ya se sabe que al cabo de tantos esfuerzos y sacrificios tantos, no pudieron conseguir otra cosa que la más mísera opresión para los descendientes de tan valiente raza. Ya no vive la vida política. Tres azotes sufrió aquel país. Mas aún conservan los valacos de Transilvania la esperanza de sacudir el yugo que los oprime. El porvenir es suyo, y con inquebrantable fe repiten estas palabras, que expresan todas sus aspiraciones: Roman no perè! ¡El rumano no perecerá!
A mediados del siglo actual, el último representante de los señores de Gortz era el barón Rodolfo. Nacido en el castillo de los Cárpatos, había visto a su familia irse extinguiendo alrededor suyo durante su juventud, y a los veintidós años se encontró solo en el mundo. Todos los suyos habían ido cayendo, año tras año, cual las ramas del haya secular cuya existencia tan unida se hallaba, según la superstición pública, a la existencia misma del castillo.
Sin parientes y casi sin amigos, ¿qué iba a hacer el barón Rodolfo para llenar aquel inmenso vacío que la muerte dejó en torno suyo? ¿Cuáles eran sus aficiones, sus inclinaciones y aptitudes? Nada de esto se sabía, como no fuese la pasión irresistible que sentía por la música, y muy especialmente por los grandes artistas líricos de su época. Así que, después de haber confiado la guarda del castillo, ya muy deteriorado, en manos de algunos viejos servidores, un día desapareció de allí. Más tarde se supo que dedicaba su fortuna, bastante considerable, a recorrer los principales centros líricos de Europa, los teatros de Alemania, Francia e Italia, donde podía saciar su infatigable fantasía de dilettante. ¿Acaso era un excéntrico; por no decir un monomaníaco? Lo extraño de su vida daba lugar a creerlo así.
Sin embargo, el recuerdo de su país natal no se había borrado del corazón del joven barón de Gortz, ni olvidó su patria en medio de sus lejanas peregrinaciones.
Tanto fue así, que volvió a Transilvania a tomar parte en una de las sangrientas revueltas de los rumanos contra la opresión húngara.
Los descendientes de los antiguos dacios fueron vencidos, y su territorio repartido entre los vencedores.
A continuación de esta derrota, el barón Rodolfo abandonó definitivamente el castillo de los Cárpatos, que empezaba a amenazar ruina por algunas partes. La muerte no tardó en privar a aquel dominio de sus últimos servidores, y fue desalojado del todo. En cuanto al barón, de Gortz, empezó a correr el rumor de que se había unido patrióticamente al famoso Rosza Sandor, antiguo salteador de caminos, y al que la guerra de la independencia había elevado al rango de un protagonista de drama.
Muy felizmente para él después de la lucha, Rodolfo de Gortz se había separado de la facción del salteador, y obró muy prudentemente, porque Rosza Sandor acabó por caer en manos de la policía, que se contentó con encerrarle en la prisión de Szamos-Uyvar.
Por el distrito corrió la versión, muy autorizada, de que el barón Rodolfo había sido muerto en un encuentro de Rosza Sandor con los carabineros de la frontera. No había tal muerte, aunque nadie dudase de ella por no haber aparecido el barón en la comarca desde aquella época; y es preciso tener en cuenta lo crédula que era la población en sus supuestos.
Castillo desierto, castillo fantástico… Las vivas y ardientes imaginaciones pobláronle pronto de fantasmas, de espíritus que se albergaban en aquél a las altas horas de la noche. Cosas son éstas que suceden frecuentemente en muchas comarcas de Europa, entre las que Transilvania debe ocupar el primer lugar.
Además, ¿cómo aquella aldea de Werst hubiera podido romper con sus creencias en lo sobrenatural? El cura y el maestro enseñaban estas fábulas con tanto más empeño, cuanto que ellos mismos las creían a pies juntillos. Afirmaban, con pruebas en ápoyo de sus afirmaciones, que los vampiros lanzan gritos de andriagos, beben sangre humana; que los staffii andaban errantes por las ruinas, convirtiéndose en malhechores si se olvida darles de comer y beber todas las noches.
Hay hadas, babes, de las que es preciso guardarse el martes y viernes, días nefastos de la semana, Aventuráos, pues, en las profundidades de los bosques del distrito, bosques encantados donde se ocultan los balauri, dragones gigantes cuyas mandíbulas llegan a las nubes; los zmei, de alas desmesuradas, que se llevan a las mujeres lindas, sin distinción de categorías. Existen, pues, tantos monstruos feroces. ¿No hay algún genio del bien que, según la imaginación popular, contrarreste las malas artes de aquéllos? Sí, por cierto. La serpi de casa, serpiente del hogar doméstico, que vive en las casas y cuya influencia saludable compra el aldeano, nutriéndola con la mejor leche.
Ahora bien: ¿qué mejor albergue para todos aquellos seres de la mitología rumana que el castillo de los Cárpatos? Sobre aquella planicie aislada, sólo accesible por la parte izquierda de la garganta de Vulcano, no era dudoso que albergase dragones, hadas y endriagos, como también acaso los espíritus de algunos individuos de la familia de los barones de Gortz.
De aquí la reputación de que el castillo estaba encantado; reputación muy justificada, al decir de las gentes, y nadie hubiera osado aventurarse a visitarle. Esparcía en torno suyo una especie de espanto epidémico, como las emanaciones pestilentes de una laguna insalubre. Sólo con aproximarse un cuarto de milla, se arriesgaba la vida en este mundo y la salvación en el otro.
Esto era cosa corriente en la es-cuela del maestro Hermod. Sin ernbargo, tal estado de colas debía tener fin, y esto sucedería cuando no quedase una sola piedra de la antigua fortaleza de los barones de Gortz: y aquí entraba la leyenda.
A dar crédito a los más autorizados de la aldea de Werst, la existencia del castillo estaba unida a la de la vieja haya, cuyo ramaje se recostaba sobre el bastión del ángulo, a la derecha del muro. Las gentes de la aldea habían observado, y muy particularmente el pastor Frik, que desde, la partida de Rodolfo de Gortz dicho árbol iba perdiendo cada año una de sus ramas más gruesas. Cuando el barón Rodolfo fue visto por última vez en la plataforma del torreón, el árbol tenía dieciocho ramas, y en la actualidad sólo contaba tres. Cada rama caída significaba un año menos de existencia para el castillo. La caída de la última produciría anonadamiento definitivo. Y entonces, sobre la meseta de Orgali, se buscaría en vano el castillo de los Cárpatos.
Evidentemente, esto era una de esas leyendas que sólo nacen en las imaginaciones de los rumanos; pero lo cierto era que todos los años el haya perdía una de sus ramas, y Frik, que no dejaba de observarle mientras apacentaba su rebaño en los prados del Sil, no dudaba en afirmarlo. Y aunque la aseveración de Frik no fuera digna de tomarse en cuenta, a los aldeanos, y hasta al juez de Werst, no les cabía duda de que el castillo no tendría más de tres años de vida, puesto que al «haya tutelar» no le quedaban más que tres ramas. El pastor se puso en camino para llevar la tremenda noticia de que queda hecha mención, después del accidente del anteojo.
En efecto: la noticia era tremenda. ¡En el torreón acababa de aparecer humo! Lo que sus ojos no hubieran podido apreciar por sí solos, lo había visto Frik con ayuda del anteojo del buhonero… No era vapor de la atmósfera; era humo que iba a perderse en las nubes … ¡Y a pesar de estar abandonado el castillo! … ¡Después de tanto tiempo que nadie había franqueado su cerrada poterna, ni levantado el puente levadizo! … Si el castillo estaba habitado, sólo podía estarlo por seres sobrenaturales … Pero ¿con qué objeto podían los espíritus encender fuego en uno de los departamentos del torreón? ¿Provenía el humo de alguna chimenea, de una habitación o de la cocina? He aquí un punto verdaderamente inexplicable.
Frik azuzaba sus bestias hacia el establo, y a su voz los perros avivaban el ganado camino arriba, y el polvo volvía a caer con la humedad del crepúsculo.
Algunos aldeanos que se habían retardado en sus faenas, le saludaron al pasar. Frik apenas les respondió. Esto era motivo de gran inquietud para los primeros, porque para evitar los maleficios no basta saludar al pastor, es preciso que éste responda al saludo. Pero Frik no se fijaba en esto, y caminaba con los ojos extraviados, actitud extraña y ademanes descompuestos. Aunque los lobos le quitaran la mitad de sus carneros, no hubiera recibido impresión más honda. ¿De qué mala nueva era nuncio el pastor?
El primero que lo supo fue el juez Koltz.
Así que le vio, gritóle Frik:
-¡En el castillo hay fuego, amo!
-¿Qué dices, Frik?
-Digo la verdad.
-¿Te has vuelto loco?
En efecto: ¿cómo era posible un incendio en aquel viejo montón de piedras? Esto era tan absurdo como admitir que el Negoi, la más alta cima de los Cárpatos, fuera devorado por las llamas.
-¿Tú pretendes, Frik, que el castillo arde? dijo él amo Koltz.
-Pues si no se quema, por lo menos echa humo.
-Algún vapor…
-No, es humo; venid a verlo.
Y ambos se dirigieron hacia el centro de la calle Mayor de la aldea, al borde de un terraplén que dominaba los barrancos, y desde el cual se podía ver el castillo.
Una vez allí, Frik dio el anteojo a su amo. Evidentemente el señor Koltz no era más práctico que el pastor en el manejo de tal instrumento.
-¿Qué es esto? le preguntó.
-Una maquinaria para ver, que he comprado en dos florines, y que vale el doble.
-A quién?
-A un buhonero.
-¿Y para qué?
-Aplicadlo a vuestro ojo; dirigidlo al castillo; mirad. y veréis.
El juez enfocó el anteojo en dirección al castillo, y miró atentamente.
¡Sí! Lo que salía de una de las chimeneas del torreón era humo, que desviado en aquel momento por la brisa, se arrastraba por la falta de la montaña.
-¡Humo! ¡Humo! repetía el amo Koltz estupefacto.
Acababan de reunírsele Miriota y Nic Deck, el guardaboque, que habían vuelto a su casa hacía unos instantes. Cogiendo el anteojo, preguntó el joven:
-¿Para qué sirve esto?
-Para ver a lo lejos, respondió el pastor.
-Es broma, Frik.
-¡Sí… sí, broma! No hace una hora que yo os he reconocido cuando bajábais por el camino de Werst, y a Vos también. . .
No acabó la frase, porque Miriota se puso encarnada y bajó sus lindos ojos. Después de todo, no está prohibido que una hija de familia honrada vaya al encuentro de su novio.
La novia primero, y el novio después, cogieron el famoso anteojo y le enfocaron hacia el castillo.
Entretanto habían llegado a aquel sitio media docena de vecinos, que, enterados de lo que pasaba, fueron sirviéndose por turno del anteojo. Uno dijo:
-¡Humo! ¡Humo en el castillo!
Y otro añadió:
-Tal vez el rayo ha caído sobre el torreón.
-¿Pues qué, ha tronado? preguntó Koltz dirigiéndose a Frik.
-No ha habido tormenta desde hace ocho días, respondió el pastor.
Si a aquellas buenas gentes se les hubiese dicho que en la cúspide del Retyezat acababa de abrirse un cráter volcánico, no se hubieran quedado más estupefactas.
El pueblecillo de Werst tiene tan poca importancia, que no figura en la mayor parte de los mapas.. En el orden administrativo es aún de inferior categoría que su vecino, llamado Vulcano, nombre de la porción de la vertiente del Plesa sobre el cual ambos se encuentran pintorescamente situados.
En los momentos actuales, la explotación de la cuenca minera ha impreso gran movimiento comercial a las poblaciones de Petroseny, Livadzel, y otras, distantes algunas. millas; en cambio ni Vulcano ni Werst han obtenido ventaja alguna, no obstante su proximidad al centro industrial.
Estas aldeas son aún lo que eran hace cincuenta años, y es de suponer que dentro de otro medio siglo continuarán en el mismo estado. Según Elisco Reclus, más de una mitad de la población de Vulcano se compone de empleados encargados de vigilar la frontera, carabineros, gendarmes, inspectores del fisco y enfermeros del lazareto. Suprimid los gendarmes y los inspectores del fisco, añadid una proporción un poco mayor de agricultores, y tendréis la población de Werst o sea algunos cientos de habitantes.
Puede decirse que el tal pueblecillo está formado por sólo una larga calle, cuyas bruscas pendientes hacen la subida y la bajada muy penosas a lo largo de la garganta de Vulcano. Sirve de camino natural entre la frontera valaca y la transilvánica. Por allí pasan los rebaños de bueyes, de carneros y cerdos, los carniceros, los vendedores de frutas y granos y algunos viajeros, muy pocos, que se aventuran por el desfiladero, en vez de tomar los ferrocarriles de Kolosvar y del valle del Maros.
En verdad que la Naturaleza ha dotado generosamente la cuenca que se abre entre los montes de Brihar, Retyezat y Paring; no tan sólo es rica por la fertilidad de su suelo, sino también por la riqueza que encierra en -sus entrañas: hay minas de sal gema en Thorda, con un rendimiento anual de más de 20.000 toneladas; el monte Parajd, cuya cúspide mide siete kilómetros de circunferencia, está únicamente formado de cloruro de sodio; las minas de Torotzko producen plomo, galena, mercurio y sobre todo hierro, cuyos yacimientos están en explotación desde el siglo X; las minas de Vayda Hunyad dan un mineral que, transformado en acero, resulta de superior calidad; hay también minas de hulla fácilmente, explotables bajo las primeras capas de estos valles lacustres en el distrito de Hatzeg, en Livadzel y Potroseny vasto recinto cuyo contenido se ha estimado en doscientos cincuenta millones de toneladas; y, en fin, minas de oro en Offenbanya, en Topanfalva, la región de los trabajadores que se dedican a limpiar las arenas auríferas de los ríos, y en donde miriadas de molinos, sencillamente dispuestos, trabajan las arenas del Veres-Patak, el Pactalo transilvánico, y que exportan cada año valor de dos millones de francos del precioso metal.
Parecía que una region tan favorecida por la naturaleza, había de aprovechar aquella riqueza en favor de sus habitantes. Sin embargo, no es así. Si bien los centros más importantes como Torotzko, Petroseny y Lonyai poseen algunas instalaciones industriales a la moderna; si bien allí se ven edificaciones regulares, sometidas a la uniformidad de la escuadra y la plomada, depósitos, almacenes, verdaderas poblaciones obreras; si están dotadas de cierto número de casas con ventanas y balcones, no se encuentra eso ni en la aldea de Werst ni en la de Vulcano.
Unas sesenta casas irregularmente edificadas sobre la única calle, cubiertas de un caprichoso tejado que sobresale por los muros de arena, con fachada hacia el jardín; un granero con ventana por cada habitación, con una ruinosa granja al lado; un establo cubierto de paja; aqui y allá algún pozo con polea, de la que pende una cuerda, dos o tres charcas que se desbordan con las tormentas, arroyuelos de cursos tortuosos.
Tal es la aldea de Werst, emplazada sobre ambos lados de la calle entre los, oblicuos taludes del desfiladero. A pesar de esto, es fresca y tiene atractivos: hay flores en puertas y ventanas, tapias de verdura que cubren los muros, hierbas revueltas que se mezclan con las espigas de color de oro viejo y con las ramas de los olmos, álamos, hayas, abetos y erables que sobresalen por una de las casas, «tan altos como pueden subir». Al otro lado, las escalonadas estribaciones de la cordillera, y allá en lontananza, las cimas de los montes que se confunden con el azul del cielo.
En Werst, como en toda aquella región de Transilvania, no se habla el alemán ni el húngaro, sino el rumano; hasta en las mismas familias tsiganes establecidas, más bien que acampadas en las diversas aldeas del distrito.
Estos extranjeros toman la lengua del país, como toman la religión. Los de Werst forman una especie de pequeña tribu, bajo el miedo del vaivoda, con sus caravanas, sus barakas de puntiagudo tejado, sus legiones de niños, siendo bien diferentes por sus costumbres y regularidad de hábitos, a las de sus congéneres que andan errantes por Europa. Observan en sus ceremonias el rito griego, amoldándose a la religión de los cristianos entre los que viven. La autoridad religiosa de Werst está en manos de un pope que reside en Vulcano y ejerce sus funciones en ambas aldeas, separadas solamente por media milla.
La civilización es como el aire y como el agua: allí donde encuentra un resquicio, por pequeño que sea, allí penetra, y modifica las condiciones de un país. Hay que reconocer que este resquicio no se ha presentado aún en la región meridional de los Cárpatos. De Vulcano ha dicho Eliseo Reclus «que es el último lugar de la civilización en el valle del Sil valaco». No hay pues, que asombrarse de que Werst sea una de las más atrasadas aldeas del distrito de Kolosvar. ¿Y cómo puede ser otra cosa en lugares como los antedichos, donde nace, se crece y se muere sin haber salido de ellos? Ocurrirá preguntar ahora: ¿No hay un maestro de escuela? ¿No hay un juez en Werst? Indudablemente; pero el dómine Hermod sólo puede enseñar lo que sabe, que es bien poco; apenas leer, escribir y contar. La instrucción no pasa de aquí. En ciencias, en historia, en geografía y en literatura, no conoce otra cosa que los cantos populares y las leyendas del país; su memoria es escasa.
Su fuerte es todo aquello que tiene sabor fantástico, de lo que secan gran provecho los pocos escolares de la aldeà.
En cuanto al juez, conviene explicar la razón de tal título del primer magistrado de Verst. El biró Sr. Koltz era un hombrecillo como de unos cincuenta y cinco a sesenta años, de origen rumano, de cabellos raros y encanecidos, bigote aún negro y ojos de más dulzura que viveza; de fuerte complexión, como buen montañés; cubre su cabeza con la magnífica gorra de fieltro, y sujeta su vientre con un cinturón de historiada hebilla; su chaqueta sin mangas, y el pantalón corto y hombacho, metido en altas boúas de cuero.
Más bien alcalde que juez, por más que sus funciones le obligasen a intervenir en las múltiples contiendas entre vecinos, se ocupaba principalmente de administrar su aldea con poder discrecional, y no gratis en verdad. En efecto: todas las transacciones, compras o ventas estaban gravadas con un impuesto a su favor, sin hablar del derecho de peaje que extranjeros, turistas o traficantes se apresuraban a entregarle.
Tan lucrativo cargo había proporcionado al Sr. Koitz cierta holgura. Si la mayoría de los aldeanos del distrito son roídos por la usura, que no tardará en hacer a los judíos prestamistas verdaderos propietarios del suelo, el biró había sabido escapar a su rapacidad.
Sus bienes estaban libres de hipotecas o «intabulaciones» segun se dice en la comarca. A nadie debía nada. Hubiese más bien prestado que tomado a préstamo, y lo hubiera hecho, no sin despellejar a la pobre gente. Poseía muchos prados con buenos pastos para sus rebaños; campos bien cultivados, aunque hostil siempre a los adelantos; viñas que halagaban su vanidad, al pasearse por entre las hermosas cepas cargadas de racimos, y cuya cosecha vendía siempre con gran provecho, prescindiendo de la parte que se reservaba para su consumo particular.
No hay que decir que la casa de Koltz era la más hermosa del pueblo. Estaba situada esquina al terraplén de la calle antes dicha. Una casa de piedra con su fachada al jardín, su puerta entre la tercera y la cuarta ventana, con sus festones de verdura que orlan el alero con su cabelludo ramaje.
Dos grandes hayas de alta y florida copa. Detrás, un hermoso verjel en el que se ven plantaciones de legumbres, formando cuadros, y filas de árboles frutales alineados sobre el talud. En el interior de la casa hay bonitas y limpias habitaciones, para comer y dormir, con sus muebles pintarrajeados, mesas, camas, bancos, escabeles y aparadores llenos de brillante vajilla. De las vigas del techo penden lámparas adornadas de cintas y telas de vivos colores. Se ven también pesados cofres, forrados y claveteados, que sirven de mesas y de armarios.
En las blancas paredes hay retratos, iluminados con color rabioso, de patriotas rumanos, entre otros el del popular héroe del siglo XV, el vaivoda Vayda-Hunyad.
He aquí una encantadora habitación, muy grande para un hombre solo. Pero es que el amo Koltz no estaba solo. Viudo hacía diez años, tenía una hija, la bella Miriota, muy admirada de Werst a Vulcano, y aún más allá. Hubiese podido llevar por nombre uno de esos extraños que se usan en Valaquia, tales como Florica, Daiva, Dauricia; pero no; se llamaba Miriota, es decir, «corderita». La corderita había crecido, y era al presente una hermosa joven de veinte años, rubia, con ojos garzos de dulce mirada, encantadoras facciones y de formas esculturales, y su hermosura resaltaba más aún vestida con su camiseta bordadada de hilo rojo en el coleto, en los puños y en los hombros, su falda sujeta con un cinturón de hebillas de plata, su «catrinza,», doble delantal de rayas azules y rojas, anudado a la cintura, sus botitas de cuero color de avellana, y con el ligero panuelo a, la cabeza, dejando al viento sus largas trenzas, adornadas con una cinta o una monedita.
Sí: Miriota era una hermosa joven, y rica por añadidura, en aquel pueblecillo perdido en el fondo de los Cárpatos. ¿Mujer de su casa? Sin duda dirige admirablemente la casa de su padre. ¿Instruida? ¡Bah!… Educada en la escuela del maestro Hermond, sabía leer, escribir y contar con corrección; pero no ha pasado de ahí, ni hace falta.
En cambio, nada nuevo podía aprender en lo referente a las fantásticas leyendas del país. Sabía de esto tanto como su maestro. Sabía la leyenda de Leany-Kö «el peñasco de la Virgen», donde una joven princesa, un si es o no es fantástica, escapa a las persecucion,es de los tártaros; la leyenda de la gruta del dragón, en la hondonada de la Cuesta del Rey; la de la Fortaleza de Deva, construida en los tiempos de las hadas; la leyenda de la Detunata, la herida del rayo, célebre montaña basáltica, semejante a un gigantesco violín de piedra, y cuyo instrumento toca el diablo en las noches de tormenta; la leyenda del Retyezat, con su cima arrasada por un sortilegio, y la del desfiladero de Thorda, abierto de una estocada de San Ladislao. Confesaremos que Miriota rendía entera fe a semejantes fábulas, sin dejar de ser por esto una encantadora joven, y tal les parecía a muchos mozos del país, y esto sin tener en cuenta que era la única heredera del biró Koltz, primera autoridad de Werst.
Pero era inútil cortejarla: ¿acaso no era ya la prometida de Nicolás Deck?
Era Nicolás Deck, o, por mejor decir, Nic Deck, un bizarro tipo rumano. Veinticinco años, buena estatura, complexión vigorosa, alta la cabeza, cabello negro que cubre el kolpak blanco; franca mirada, actitud resuelta bajo su traje de piel de cordero, bordado en las costuras y bien ajustado a sus piernas finas, verdaderas piernas de ciervo, y de airoso continente.
Era guardabosque de un distrito; es decir, casi tan militar como civil. Como quiera que poseía alguna labor,en las cercanías de Werst, el padre de Miriota miraba al mozo con buenos ojos; y como el joven era apuesto y amable, tampoco desagradaba a Miriota, por quien él sentía verdadero amor.
Nadie debía, pues, pensar ni en mirarla siquiera.
El matrimonio de Nic Deck y de Miriota Koltz debía celebrarse a los quince días del momento en que comienza esta historia. Con este motivo habría fiesta en la aldea; el señor Koltz haría conveNicntemente las cosas: no era avaro; y si bien le gustaba ganar dinero, no rehusaba gastarlo cuando llegaba la ocasión. Terminada la ceremonia, Nic Deck elegiría domicilio cerca del biró, y cuando Miriota le tuviera a su lado, quizas se curaria del miedo que ahora sentía sólo al ruido de una puerta o al chasquido de un mueble durante las largas noches del invierno, creyendo a cada momento que iba a aparecer alguno de los fantasmas héroes de sus leyendas favoritas.
Para completar la lista de los «notables» de Werst conviene citar dos más, y no de los menos importantes: el maestro y el médico.
El maestro Hermod era un hombre grueso, con anteojos, de cincuenta y cinco años de edad, y fumador infatigable en pipa de porcelana, cuyo tubo pendía siempre de sus dientes. Poco y desgreñado pelo sobre su cráneo aplastado, cara seca, con un hoyuelo en la mejilla izquierda. Su gran tarea era cortar las plumas de ave de que se habían de servir sus discípulos, con prohibición expresa de usar las de acero. Había que verle cortándolas con su navajita bien afilada. ¡Con qué precisión daba el golpe final que remataba su obra, guiñando un ojo al mismo tiempo! Ponía exquisito cuidado, antes que en nada, en que sus discípulos tuviesen buena letra. . . Esto era lo principal. La instrucción venía después… ; y ya se sabe todo lo que enseñaba el buen dómine a las futuras generaciones que se sentaban en los bancos de su escuela.
Hablemos ahora del médico Patak… ¿Cómo había un médico en Werst, en aquel pueblo en que solamente se creía en las cosas sobrenaturales? Hay que explicar antes, como lo hicimos al hablar del juez Koltz, lo que había sobre el título de médico de Patak.
Era éste un hombrecillo de saliente abdomen, grueso, bajo, y de cuarenta y cinco años; ejercía la medicina corriente en Werst y en sus cercanías. Con su imperturbable aplomo y su facundia atronadora inspiraba no menos confianza que el pastor Frik, lo que no era poco. Cobraba consultas y drogas, inofensivas éstas, que no empeoraban los males de sus clientes; males que se hubieran curado solos. La salud es buena en aquella parte de la montaña: el aire que se respiraba es puro; las enfermedades epidémicas, desconocidas, y si la gente se-muere, es porque nadie se libra de esta dura ley, ni aun en aquel privilegiado rincon.
En cuanto a Patak, se le llamaba doctor; pero no tenía instrucción ninguna, ni en medicina, ni en farmacia, ni en nada. Era sencillamente un antiguo enfermero del lazareto, cuya obligación consistía en vigilar a los viajeros detenidos en la frontera para obtener la patente de sanidad. Esto bastaba, al parecer, a la sencilla población de Werst. Hay que añadir -y esto no debe sorprenderque el doctor Patak era un «espíritu fuerte», como convenía a su profesión, y que, por lo tanto, no admitía las supersticiones que por allí corrían, ni tampoco las que se referían al castillo. Tomaba esto a broma y a risa; y cuando oia decir que nadie se había aventurado, desde tiempo inmemorial, a acercarse al castillo, decía:
-No habrá quien me desafíe a hacer una visita a ese caserón.
Y como nadie le desafiaba, ni pensaba en ello, el doctor Patak no llegó a ir; y como la credulidad seguía en aumento, el castillo continuaba siempre envuelto en impenetrable misterio.
Bastaron pocos instantes para que la noticia dada por el pastor Frik se extendiese por el pueblo. El Sr. Koltz, cargado con el precioso anteojo acababa de entrar en su casa, seguido de Nic Deck y Miriota; en el terraplén quedábase Frik entre un grupo de gente de pueblo, al que se unió otro de tsiganes, que no eran los que se mostraban menos emocionados.
Todos rodeaban a Frik apremiándole a preguntas, y el pastor respondía con esa soberbia importancia de un hombre que acaba de ver una cosa extraordinaria.
-Sí, repetía, el castillo humeaba… Todavía humea, y humeará mientras esté piedra sobre piedra.
-¿Y quién ha podido encender ese fuego? preguntó una vieja con las manos juntas.
-¡El Chort! respondió Frik, dando al diablo el nombre que se le daba en el país. He aquí un malo que se entretiene en prender fuego y no en apagarle.
Y cada uno trató de ver el humo sobre la punta del torreón, y la mayor parte afirmó que la distinguía perfectamente, aunque a aquella distancia era por completo invisible.
¡Imposible fuera imaginar el efecto que produjo aquel singular fenómeno! Es necesario insistir sobre este punto. Colóquese el lector en una disposición de ánimo igual a la de las gentes de Werst, y no se asombrará de los hechos que van a ser referidos. No le pido que crea en lo sobrenatural, sino únicamente que se ponga en el caso de aquella población, Y dé fe a este relato. A la desconfianza que inspiraba el castillo de los Cárpatos, que todo el mundo creía inhabitado, iba a unirse ahora el espanto, pues, que parecía, estar habitado… y ¡por qué seres, Dios mío!
Existía en WeTst un lugar de reunión, frecuentado por bebedores y aun por otros que, sin beber, gustaban de ir allí para hablar de sus negocios después del trabajo. Estos últimos en número reducido, como se comprende. Dicho establecimiento público era la principal, o por mejor decir, la única posada del pueblo.
¿Quién era el propietario? Un judío llamado Jonás, hombre de unos sesenta años, de fisonomía atractiva, pero de marcado tipo semítico, con sus ojos negros, su curva nariz, su labio alargado, sus cabellos lisos y su tradicional perilla. Obsequioso y amable, prestaba de buen grado pequeñas cantidades a unos y otros, sin mostrarse muy exigente en garantías ni muy usurario, porque estaba seguro de ser reembolsado del préstamo en la época del vencimiento. ¡Pluguiese al cielo que los judíos establecidos en Transilvania fueran tan acomodaticios como el posadero de Werst!
Desgraciadamente, el buen jonás era una excepción.
Sus correligionarios y colegas, que son todos tenderos, vendiendo bebidas y artículos de comestibles, practican el oficio de prestamistas con usura inquietante para el porvenir del aldeano rumano. Hemos de ver cómo la propiedad del suelo pasa poco a poco, de la raza indígena, a la raza extranjera. No satisfechas las deudas los judíos llegarán a hacerse dueño de las hermosas tierras hipotecadas; y si la tierra prometida no existe ya en Israel, acaso figure algún día en los mapas de Transilvania.
La posada del Rey Matías, así se titulaba, estaba situada en uno de los ángulos del terraplén, en la calle Mayor de Werst, y en la esquina opuesta :a la casa del biró. Era una casa vieja, mitad de madera, mitad de piedra, muy remendada por algunos sitios, pero muy adornada de verdura y de atractiva apariencia.
Constaba de planta baja únicamente, con puerta vidriera que daba sobre el terraplén. En el interior, y en primer término, había una sala grande, llena de mesas y de taburetes, con un aparador de encina carcomida, donde resplandecían los platos, los jarros y los frascos, y un mostrador de ennegrecida madera, tras del cual estaba en pie Jonás, al servicio de la clientela.
He aquí cómo aquella sala recibía la luz. Tenía dos ventanas en la fachada sobre el terraplén, y otras dos en la pared del fondo. De las dos primeras, una estaba velada completammte por una espesa cortina de plantas trepadoras o colgantes: estaba condenada, y apenas dejaba pasar un poco de claridad. La otra permitía extender la mirada sobre todo el valle interior del Vulcano.
Debajo corrían las aguas tumultuosas del torrente de Nyad; por un lado descendía el torrente por el desfiladero, engrosado en las alturas de la meseta de Orgall, coronada por los muros del castillo: mientras que por el otro, siempre crecido por los arroyos de la montaña, aun durante el estío, descendía engrosando hacia el Sil valaco, que lo absorbía en su curso.
A 1a derecha, y contiguos a la sala, media docena de cuartitos bastaban para alojar a los pocos viajeros que antes de traspasar la frontera deseaban decansar en el Rey Matías.
Se les dispensaba buena acogida, a precios modicos, por un posadero atento y servicial, siempre provisto de buen tabaco, que iba a buscar a los mejores «trafiks» de las cercanías. Jonás, por su parte, ocupaba un estrecho camaranchón, cuya ventana daba sobre el terraplén.
En esta posada hubo reunión de los notables de Werst la noche del 25 de mayo. Entre otros estaban el Sr. Koltz, el maestro Hermod, el guardabosque Nir, Dock, una docena de los principales de la aldea, y el pastor Frik, que no era el meenos importante. Faltaba el doctor Patak, cuyos auxilios médicos habían sido solicitados a toda prisa por uno de sus antiguos clientes, que sólo al doctor esperaba para pasar al otro mundo. El doctor había prometido asistir a la reunión cuando ya no fueran necesarios sus cuidados al difumo.
En tanto que llegaba el ex-enfermero, se hablaba del grave suceso del día; mas no se hablaba sin comer y beber. Jonás ofrecía a unos de sus parroquianos la crema de maíz conocida con el nombre mamaliga, no del todo desagradable si está bien empapada en leche fresca. A otros les ofrecía copitas de licores fuertes, que corren como agua pura por los gaznates rumanos, alcohol de schnaps, cuyo vaso cuesta medio sueldo, y más particularmente el rakiu, aguardiente fortísimo de ciruelas, cuyo consumo es considera-ble en la región de los Cárpatos.
Conviene advertir que en 1a posada había la costumbre de que Jonás no servía mas que al plato, es decir, a las personas en la mesa, porque había observado que los parroquianos sentados consumen más que los que lo hacen en pie.
Aquella noche el negocio prometía ser bueno, puesto que los concurrentes se disputaban todos los asientos. Jonás iba de mesa en mesa con la botella en la mano, llenando los vasos, vaciados al momento. Eran las ocho y media: desde el anochecer estaban perorando; sin llegar a entenderse sobre lo que convenía hacer, dadas las circunstancias. Solamente en un punto estaban acordes, y era en que, de estar habitado por desconocidos el castillo de los Cárpatos, vendría esto a ser tan peligroso para Werst, como un polvorín a la entrada de la ciudad.
-Es muy grave, dijo el señor Koltz.
-Muy grave, repitió el -maestro entre dos fumadas de su inseparable pipa.
-¡Muy grave! dijeron los demás.
-Lo que no es dudoso, añadió Jonás, es que la mala reputación del castillo causaba ya gran pesadumbte en el país…
-¡Y ahora será otra cosa! exclamó el maestro.
-Aquí casi nunca vienen extranjeros, añadió el juez con un suspiro.
-Y ahora vendrán menos, dijo Jonás uNicndo su suspiro al del biró.
-Muchos habitantes piensan marcharse, dijo uno de los bebedores.
-Yo el primero, dijo un aldeano de las cercanías. Así que venda las viñas me voy…
-¡Pues no sé cómo encontraréis comprador, abuelo! repuso el posadero.
Se ve, pues, cuál era el tema de la conversación de aquemos dignos notables. Al terror que cada uno de ellos sentía ante el suceso, había que añadir el sentimiento de sus intereses lesionados. Sin viajeros, ¿qué iba a hacer Jonás en su posada? Sin viajeros, el juez Koltz, ¿cómo cobrarse el peaje, cuya cifra iba bajando gradualmente? Sin adquirientes para las tierras del Vulcano, los propietarios no podrían venderlas ni a vil precio. Y tal situación, que ya venía de tiempo atrás, amenazaba agravarse aún.
-En efecto: si esto había sucedído cuando los espíritus del castillo se mantenían a la expectativa y en reserva, sin ser vistos por nadie, ¿qué sería ahora, que manifestaban su presencia con actos ostensibles?
El pastor Frik aventuró con voz vacilante:
-Acaso habría que…
-¿Qué? preguntó el juez Kaliz.
-Ir a ver, mi amo…
Todos se miraron; después bajaron -los ojos, y nadie respondió.
Entonces Jonás, dirigiéndose al señor Koltz, tomó la palabra, y con voz más firme dijo:
-Vuestro pastor acaba de indicar el único medio posible.
-¡Ir al castillo… !
-Sí, amigos míos, respondió el posadero. Si sale humo de 1a chiminea del torreón, es que allí hay fuego, y si hay fuego; es que alguna mano lo ha encendido…
– ¡Una mano! … ¡Una garra! replicó el vieio aldeano sacudiendo la cabeza.
-Mano o garra, dijo el posadero, poco importa. Lo que hay que saber es lo que esto significa. Desde que el barón Rodolfo de Gortz abandonó el castillo, es le primera vez que ha salido humo de las chimeneas.
-Podría ser, sin embargo, que hubiese habido humo sin que nadie lo advirtiera, hizo observar el juez.
-Eso no es admisible, replicó vivamente el maestro.
-Por el contrario, es muy admisible, respondió el biró, puesto que no teníamos anteojo para observar lo que pasaba en el castillo.
La observación era atinada. Podía haberse producido mucho tiempo antes aquel fenómeno, sin ser notado ni aun por el pastor Frik, a pesar de su buena vista.
Como quiera que fuese, que dicho fenómeno fuera reciente o no, era indudable que en el castillo de los Cárpatos había actualmente seres humanos; como también lo de aquel hecho constituía una vecindad peligrosa en extremo para los habitantes de Vulcano y de Werst.
El maestro Hermod hizo entonces esta observación, en apoyo de sus creencias:
-¡Seres humanos! Permitidme que no lo crea, amigos míos; porque ¿cómo habían de haber pensado en refugiarse en el castillo, y con qué intención y de qué manera habrían llegado?
-¿Qué queréis, pues, que sean? exclamó Kcdtz.
-¡Seres sobrenaturales! exclamó -el maestro con imponente voz. ¿Por qué no han de ser espíritus, fantasmas, duendes? Acaso algunos de esos peligrosos monstruos que se presentan bajo la forma de hermesas mujeres…
Y mientras el maestro iba haciendo esta enumeración, todas las miradas se fijaban en la puerta, en las ventanas, en la chimenea de la sala de la posada del Rey Matías, y cada uno se preguntaba si acaso iba a ver aparecer alguno de aquellos fantasmas que el maestro había evocado.
-Sin embargo, amigos, observó Jonás, si esos seres son espíritus, no me explico para qué han encendido fuego; porque ¿qué van a guisar?
-¿Y sus sortilegios? respondió el pastor. ¿Olvidáis que el fuego es necesario para ellos?
-Evidentemente, añadió el maestro, con un tono que no admitía réplica.
Aquella idea fue aceptada sin oposición. Era opinión unánime que no humanos, sino espíritus, habían elegido el castillo de los Cárpatos para teatro de sus operaciones.
Hasta aquí Nic Deck no había tomado parte en la conversación. El guardabosque se limitaba a escuchar atentamente lo que unos y otros decían. El vicio castillo feudal, con sus misteriosos muros, le había siempre inspirado tanta curiosidad como respeto. Y como era hombre valiente, por más que muy crédulo, como buen habitante de Werst más de una vez había manifestdo deseos de franquear la antigua muralla.
Ya se comprenderá que Miriota habíale hecho desistir de tan aventurado proyecto. Si él hubiese sido libre, pudiera haber satisfecho su deseo; pero un novio no se portenece, y aventurarse en tales hazañas, hubiese sido obra de un loco, no de un enamorado.
Sin embargo, no obstante sus súplicas, Miriota temía siempre que el guardabosque pusiera en elecución su proyecto. La tranquilizaba el saber que Nic Deck no había declarado formalmente que iría al castillo; porque de haberlo declarado, nadie tendría bastante imperio sobre él, ni aun ella. Y lo sabía muy bien: Nic era un mozo resuelto que jamas volvía sobre su palabra: cosa dicha, cosa hecha. Así, pues, Míriota hubiera estado en brasas de sospechar las ideas que en aquel momento cruzaban por la mente del joven.
Nic Deck guardó silencio, y nadie aceptó la proposición del pastor. ¡Ir al castillo de los Cárpatos estando habitado! ¿Quién se atrevería a ello, a menos de haber perdido el juicio? Así que cada uno iba dando las mejores razones para excusarse. El biró no estaba ya en edad de arriesgarse en tamañas aventuras; el maestro tenía su obligación en la escuela; Jonás no podía dejar la posada; Frik no podía abandonar sus rebaños, y los otros aldeanos estaban ocupados en sus faenas agrícolas. No. ¡Nadie consentiría en sacrificarse, diciendo todos para su coleto: «El que tenga la audacia de ir al castillo, podrá ser que no vuelva»!
En aquel instante, y con gran espanto de todos, se abrió bruscamente la puerta de la posada. Era el señor Patak, y difícil hubiera sido, en verdad, tomarle por uno de aquellos espíritus fantásticos de los que el Sr. Hermod había hablado.
Habiendo muerto su oliente, lo cual hacía honor a su perspicacia médica, ya que no a su talento, el doctor se había apresurado a acudir a la reunión de la posada.
-¡Aquí está, por fin! exclamó el señor Koltz -al verle.
El Sr. Patak distribuyó apretones de manos a todo el mundo, como si hubiese distribuido drogas, y con tono un sí es o no es irónico, exclamó:
-¡Hola, -amigos! ¿Estáis hablando del castillo, de ese castillo del diablo? ¡Ah, holgazanes! Si el castillo quiere fumar, dejadle que fume. ¿Acaso nuestro sabio Hermod no está fumando todo el día? El país está consternado. En mis visitas no he oído hablar de otra cosa. Los que han vuelto han encendido fuego allá abajo. Estarán constipados… Hará mucho frío en el mes de mayo en las cámaras del torreón. Como no sea que estén cociendo pan para el otro mundo, lo cual puede ser verdad, para el caso en que se resucite. Todo eso significa que los panaderos del cielo han venido a hacer una hornada.
Y de esta suerte estuvo diciéndoles cuchufletas, indudablemente muy poco del gusto de las gentes de Werst, y que el doctor Patak decía con increíble jactancia. Nada le contestaron. Solamente el biró le preguntó:
-¿De manera doctor, que no concedéis importancia alguna a lo que pasa en el castillo?
-Ninguna, señor Koltz.
-¿No habíais dicho que estábais dispuesto a ir allí, si se os desafiaba?
-¡Yo! respondió el antiguo enfermero, no sin disgusto de que se le recordasen sus palabras.
-Vamos, ¿no lo habéis dicho mil veces? insistió el maestro.
-Sí que lo he dicho. ¿Se trata de que lo repita?
-Se trata de hacerlo, dijo Hermod.
-¿Hacerlo?
-Sí. Y ya no es desafiaras, sino rogáros, añadió el señor Koltz.
-Ya comprendéis, amigos … Ciertamente… Esa proposición …
Entonces dijo el posadero:
-Bien, puesto que vaciláis, no os lo rogamos; os desafiamos a que lo hagáis.
-¿Me desafiáis?
-Sí, doctor.
-Jonás, vais demasiado lejos, repuso el biró. No es preciso desafiar a Patak. Sabemos que es hombre de palabra y que cumple lo que dice, aunque no sea más que por prestar este servicio al pueblo y a todo el país.
-¡Cómo! ¿Pero es en serio? ¿Queréis que vaya al castillo de los Cárpatos? repuso el doctor, cuya faz rubicunda se había tornado -pálida.
-No podéis excusaros, respondió categóricamente Koltz.
-Yo os suplico, amigos, os suplico que razonemos, si queréis.
-Todo está razonado respondió Jonás.
-Pero no seamos locos. ¿Qué voy a conseguir con ir allí? ¿Qué voy a encontrar? Alguna buena gente que se ha refugiado en el castillo, y que a nadie incomodo.
-Pues bien, replicó el maestro de escuela; si son buenas gentes, nada tenéis que temer, y así tendréis ocasión de ofrecerles vuestros servicios.
-Si tuviesen necesidad de ellos, si me llamasen, yo no vacilaría en ir al castillo; pero yo no visito gratis.
-Se os pagará vuestra molestia a tanto la hora, dijo el juez.
-¿Y quién me la pagará?
-Yo… Todos. Al precio que queráis, respondió la mayor parte de los parroquianos de Jonás.
Evidentemente, y a despecho, de sus constantes fanfarronadas, el doctor era tan supersticioso como cualquiera otro de sus paisanos de Werst; pero ya una vez puesto en cierta disposición de ánimo y después de haberse mofado de las leyendas del país, encontrábase muy comprometido ante el servicio que de él se esperaba; era una situación difícil. Y, sin embargo, aunque fuese al castillo y le remunerasen la molestia, aquello no podía convenirle de modo alguno. Procuró sacar partido de este argumento: que su visita no tendría resultado, que el pueblo se cubriría de ridículo delegándole a él para explorar el castillo.
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