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Julio Verne – El castillo de los Cárpatos (página 2)


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Sus argumentos promovieron más discusión.

-Me parece, repuso el maestro, que supuesto que no creéis en los espíritus, nada arriesgáisen la visita.

-¡Yo qué he de creer en eso!

Ahora bien; si son seres de carne y hueso que han vuelto al castillo y se han instalado en él, hacéis conocimiento con ellos.

El razonamiento del maestro no carecía de lógica, y era difícil de refutar.

-Conforme, Hermod, replicó el doctor; pero pudiera verme retenido en el castilllo…

-Señal de que seríais bien recibido, añadió Jonás.

-Es claro; pero ¿y si mi ausencia se prolongase y alguno me necesitara en el pueblo?

-No; todos marchamos a las mil maravillas, repuso Koltz; no hay un enfermo en Werst desde que vuestro último cliente tomó el pasaporte para el otro mundo.

-Vamos, con franqueza, ¿os decidís a ir? preguntó el posadero.

-Vaya…., no. ¡Oh, y no es por miedo! Ya sabéis que yo no creo en brujerías. La verdad, eso me parece absurdo, y, lo repito, ridículo. ¿Que ha salido humo del torreón? ¿Y qué? ¿Y si no es semejante humo? Decididamente no voy al castillo de los Cárpatos; no.

-Yo iré.

El que pronunció estas dos palabras era Nic Deck, el guardabosque que hasta entonces no había tomado parte de la conversación.

-¿Tú, Nic? exclamó el juez.

-Yo; pero a condición de que Patak me acompañe.

Al oír esto, el doctor dio un salto para salir de aquel atolladero.

-¿Acompañarte yo? replicó. ¡Vaya un paseo delicioso que nos íbamos a dar! Y, por fin, si eso tuviera utilidad, podría uno aventurarse… Pero tú sabes muy bien, Nic, que no hay camino para poder ir al castillo. No podríamos llegar…

-He dicho que voy al castillo, repuso Nic, y allí iré.

-¡Sí, pero yo no lo he dicho! gritó el doctor agitándose como si estuvieran apretándole el cuello.

-¡Sí lo habéis dicho! replicó Jonás.

-¡Sí, sí! repitieron todos unánimes.

Él antiguo enfermero no sabía cómo escaparse de unos y de otros. ¡Ah, cuánto le pesaba habérselas echado de fanfarrón! Nunca creyó que aquello se tomase tan en serio. ni que le pusieran en tan duro trance. Y no tenía medio de excusarse, a menos que afrontase el ser objeto de burla en toda el pueblo. Decidió, pues, hacer de tripas corazón, como suele decirse.

-Bueno… puesto que así lo queréis, dijo, acompañaré a Nic Deck, por más que sea inútil.

-¡Bien, doctor, bien! exclamaron todos los parroquianos del Rey Matías.

-¿Y cuándo nos vamos? preguntó Patak, afectando cierta indiferencia que encubría mal su situación de ánimo.

-Mañana por la mañana, respondió Nic Deck.

Un prolongado silencio siguió a esas palabras. Esto indicaba cuán grande era la emoción de Koltz y compañeros. Los vasos y los jarros estaban vacíos y, sin embargo, aunque era tarde, nadie se levantaba ni pensaba en marchar en busca del hogar.

Entretanto pensaba Jonás que era buena ocasión para servir otra ronda schnaps y de rakiu…

De pronto dejóse oír en medio del silencio general una voz muy clara, que decía lentamente:

Nicolás Deck, no vayas mañana al castillo. ¡No vayas… o te pasará una desgracia!

¿Quién se había expresado de esta suerte? ¿¡De dónde salía aquella voz desconocida, que parecía surgír de una boca invisible?… Aquella voz era la de un aparecido, una voz sobrenatural, una voz de ultratúmba…

Nadie se atrevía a mirar, ni hablar palabra. El espanto llegó al colma. . .

El más valiente, Nic Deck, quiso averiguar de qué se trataba. Aquellas palabras habían sido pronunciadas allí dentro: en la sala. El guardabosque tuvo el arrojo de ir hacia el arcón, y abrirle.. .

Nadie.

Fue a mirar a las habitaciones que daban a la sala.

Nadie.

Abrió la puerta de la posada, y saliendo, a la calle recorrió el terraplén, hasta la esquina de la calle…

Nadie.

De allí a poco, el juez Koltz, Hermod el maestro, el doctor Patak, el pastor Frik y todos los demás, fuéronse de la posada, dejando solo a Jonás, que se dio gran prisa a echar las dos vueltas a la llave de la puerta de la calle.

Aquella noche, como si estuvie sen amenazados de una fantástica aparición, todos los vecinos de Werst atrancaban fuertemente sus puertas. . .

En la aldea reinaba el más es pantoso terror.

 

CAPÍTULO V

Al día siguiente, Nic Deck y el doctor Patak disponíanse a partir a las nueve de la mañana. Los propósitos del guardabosque eran remontar el desfiladero de Vulcano, dirigiéndose por lo más corto hacia el castillo sospechoso.

No hay que asombrarse de que, después del incidente del humo visto en el torreón y la voz oída en la posada, la población se mostrase como enloquecida de horror y miedo. Algunos tsiganes hablaban ya de emigrar. En las casas no se trató aquella noche más que de aquello, y aun no en voz alta. Id, pues, a decirles que no era el diablo, el Chort, el que pronunció la terrible amenaza contra Nic Deck. Allí, en la posada de Jonás, estaban las personas más verídicas, y todas atestiguaban haber oído las tremendas palabras. Era, por lo tanto, inadmisible el suponer que hubiesen sido víctimas de una obsesión; no había duda de que si Nic Deck persistía en llevar a cabo su propósito, sufriría aquello que a él personalmente se le previno: una gran desgracia.

Y, no obstante, el guardabosque se aprestaba a salir de Werst, y por su gusto, sin que nadie le obligase. El señor Koltz, aunque tenía interés en la empresa, y la población entera que no tenía menos, habían puesto todos los medios para que Nic Deck desistiera de su proyecto y volviese sobre su palabra. La misma Miriota, desolada y anegada en llanto, había suplicado a su novio que abandonese la idea de tal aventura. Antes de la advertencia dada por la voz, ya era grave, después, era una temeridad. ¿Y qué? En vísperas de su matrimonio, ¿iba Nic Deck a arriesgar su vida en semejante tentativa, y su novia, que se arrastraba a sus plantas, no conseguía retenerle?

Ni los ruegos de sus amigos, ni el llanto de Miriota, pudieron torcer el ánimo del guardabosque; lo que no sorprendió a nadie, conociendo el carácter indomable del joven, su tenacidad o, por mejor decir, su terquedad. Había dicho que iría al castillo de los Cárpatos, y nada podría impedirlo; ni aún aquella amenaza que tan directamente se le había hecho. Sí… Iría al castillo, aunque no volviese.

Cuando llegó la hora de partir, Nic Deck atrajo a Miriota hacia su corazón por última vez, en tanto que la joven se santiguaba con el pulgar, el índice y el dedo medio, según la costumbre rumana, y como homenaje a la Santísima Trinidad.

¿Y el doctor Patak? El doctor Patak, puesto en el trance de tener que acompañar al guardabosque, había tratado de excusarse, sin resultado. Había dicho cuanto podía decir; había hecho cuantas objeciones era posible hacer; se había parapetado tras de aquella misteriosa amenaza que prohibía ir al castillo…

-Esa amenaza sólo se refiere a mí, se limitó a responder Nic Deck.

-¿Y tú piensas, le dijo el doctor, que si te sucediese una desgracia ¡iba yo a salir ileso?

-Ileso o no, habéis prometido ir al castillo, y vendréis, puesto que yo voy.

Las gentes de Werst, comprendiendo que no podía tener ya pretexto alguno, habían dado la razón al guardabosque; era mejor que Nic Deck no se aventurase solo en aquel lance. Así, pues, el despechado doctor, convencido de que ya no podía retroceder, lo que hubiera sido comprometer su situación en el pueblo, máximo después de de sus balandronadas de costumbre, se resignó con el espanto en el alma, pero con el firme propósito de aprovechar el menor obstáculo del camino para obligar a su compañero a volver atrás.

Nic Deck y el doctor Flatak partieron. El Sr. Koltz, el maestro Hermod, Frik y Jonás fueron acompañándoles hasta el recodo de la carretera, donde hicieron alto.

En aquel punto, el Sr. Koltz, con su anteojo, del que ya no se separaba dirigió su mirada al castillo. Ningun humo se percibía en la chimenea del torreón; y en aquella hermosa mañana de primavera hubiera sido fácil advertirle, destacándose en el puro color del horizonte. ¿Sería acaso que los naturales o sobrenaturales huéspedes del castillo habían desertado al ver que el guardabosque no hacía caso de sus amenazas? Así lo pensaron algunos, lo cual era una razón decisiva para augurar el buen éxito de la expedición.

Después de las naturales despedidas, Nic Deck, arrastrando consigo al doctor desapareció en la revuelta de la montaña. Iba el joven en traje de viaje, con gorra de galón de ancha visera, chaqueta con cinturón, y pendiente de éste el cuchillo, pantalón hombacho, botas herradas, cartuchera y la carabina al hombro. Tenía justa fama de ser un hábil tirador, y como a falta de aparecidos podían encontrarse con algunos bandidos de las fronteras, o, en defecto de bandidos, algun oso mal intencionado, era muy prudente apercibirse a la defensa.

El doctor, por su parte creyo oportuno armarse con un viejo pistolón de chispa, que de cada cinco tiros erraba tres. También llevaba un hacha, que su compañero le había dado para el caso probable de tener que abrirse camino por entre los espesos matorrales del Plesa. Iba cubierto con el ancho sombrero propio de los campesinos, bien abotonado el fuerte capote de monte, y calzado con botas de recia suela; pero la verdad era que si se presentaba ocasión, no obstante las dificultades de aquellos arreos, correría como un gamo en dirección a Werst.

Ambos llevaban las alforjas bien provistas de víveres, por si la explicación se prolongaba.

Cuando pasaron el recodo del camino, siguieron juntos a alguna distancia, remontando la orilla derecha del Nyad. De seguir el camino que rodea los barrancos de la vertiente, se hubieran separado mucho hacia el Oeste. Era lamentable que no pudieran continuar costeando el cauce del torrente, lo que hubiese abreviado la distancia en una tercera parte, puesto que el Nyad viene a nacer bajo la meseta de Orgall; pero en el punto en que se hallaban, la ribera, llena de barrancos y de rocas, era impracticable en absoluto, siendo necesario cortar oblicuamente hacia la izquerda, en dirección al castillo, después de haber franqueado la zona inferior de los bosques del Plesa, que era el único punto por donde la fortificación podía ser abordada.

En la época en que el castillo estaba habitado por el conde de Gortz, la comunicación entre Werst, la garganta del Vulcano y el valle del Sil valaco, era una estrecha vereda que se había abierto en aquella dirección; pero obstruida durante veinte años por espesas matorrales, inútilmente se hubieran buscado las huellas de un camino.

Cuando iban a dejar el profundo cauce del Nyad, lleno de agua que mugía, Nic Deck se detuvo para orientarse. Desde aquel punto no se veía el castillo, ni le verían ya hasta llegar al otro lado de los bosques, escalonados en la pendiente de la montaña: situación topográfica muy frecuente en la orografía de los Cárpatos. La orientación era, pues, difícil de determinar, por falta de señales; y sólo podía establecerse por la posición del sol, cuyos rayos iluminaban entonces las lejanas crestas del S. E

-¿Lo ves? dijo el doctor. ¿Lo ves? No hay camino, o, por mejor decir, no le habrá ya.

-Lo habrá, respondió Nic Deck

-Eso se dice fácilmente, Nic.

-Y se hace, Patak.

-¿De manera que sigues decidido?…

El guardabosque se contentó ccn responder con un gesto afirmativo, y se internó en la arboleda. En aquel momento el doctor sintió vehementes deseos de desandar lo andado. Mas Nic le miró con tal resolución, que el poltrón no creyó oportuno quedarse atrás.

El doctor Patak aún tenía una última esperanza: que Nic no tardaría en extraviarse en aquel laberinto de bosques donde nunca había prestado servicio; mas el doctor no contaba con ese olfato maravilloso, ese instinto profesional, aptitud animal, por decirlo así, que permite guiarse por los menores indicios, tales como la dirección de las ramas, el desnivel del terreno, el color de las cortezas, los variados matices de los musgos, según estén a los vientos del Sur o del Norte, Nic Deck era experto en su oficio, y tenía una sagacidad muy superior para no perderse nunca, ni aún en los puntos desconocidos para él. Hubiese sido digno dicípulo de un Bas-de-Cuir o de un Chingakook al través del país de Cooper.

 

En verdad que el atravesar aquel bosque iba a ofrecer serias dificultades. Olmos, hayas, algunos erables, de los llamados plátanos falsos, y seculares encinas, ocupaban los primeros planos hasta la zona de los abedules, pinos y abetos, amontonados sobre las altas cimas, a la izquierda de la garganta del Vulcano. Aquellos árboles magníficos, con su poderosos troncos, sus ramas henchidas de savia nueva, su ramaje espeso, entremezclándose unos con otros, formaban una verde cortina, que los rayos del sol no podían penetrar.

No obstante, el paso pudiera ser relativamente fácil encorvándose bajo las ramas. Pero ¡qué trabajo hubieira sido preciso para quitar los múltiples obstáculos que el suelo presentaba, para limpiar todo aquello de plantas espinosas, de ortigas, de zarzas, de cardos y escaramujos, a pesar de ser tan frágiles que al más leve esfuerzo se arrancan! Nic Deck no era hombre que se inquietase, y supuesto que atravesando el bosque se ganaba mucha distancia, no se ocupaba gran cosa de los arañazos.

En tales condiciones, la marcha forzosamente había de ser lenta, lo que contrariaba mucho a Nic Deck y a su compañero, que se proponían llegar al castillo aquella misma tarde. De esta suerte, tendrían suficiente luz para efectuar su visita y estarían de vuelta en Werst antes de la noche.

El guardabosque abríase paso con el hacha por aquella maleza espesa, erizada de pinchos como bayonetas, y donde el pie encontraba un terreno desigual y escabroso, lleno de, troncos y raíces con los que tropezaba cuando no se hundía en un hoyo, húmedo y blanducho, lleno de hojas caídas que el viento no había podido barrer. Infinitas vainas de legumbres estallaban como fulminantes, con gran asombro del doctor, a quien inquietaba aquella, especie de tiroteo: volvíase a mirar a derecha e izquierda, asustado, cuando algún sarmiento se agarraba a su ropa como una uña que quisiera retenerle.

¡Decididamente el buen doctor Patak no las tenía todas consigo! Pero ya metido en faena, no se atrevía a volverse solo desde allí; así es que se esforzaba por no separarse mucho de su intratable compañero.

A veces aparecían entre la espesura del bosque caprichosas claras como dibujos iluminados, por donde se veía el cielo. Bandadas de cigüeñas negras, turbadas en su soledad, escapaban de las altas copas y huían dando enormes aletazos.

El atravesar aquellas pequeñas claras hacía aún más penosa la marcha. Estaban derribados como en gigantesco juego de jonchets, los árboles tronchados por las tormentas o caídos de viejos, cual si el hacha del leñador los hubiese herido de muerte. Veíanse allí troncos desmesurados y carcomidos, de los que fuera imposible sacar una astilla ni ser transportados al Sil para su acarreo. Ante semejantes obstáculos, no les faltaba que hacer a Nic Deck y su compañero. Si el joven guardabosque era ágil y vigoroso, en cambio el doctor Patak, con sus piernas cortas y su crecido abdomen, sofocado y jadeante, caía a cada paso, llamando en su auxilio a su compañero.

-¡Ya verás Nic, cómo acabo por romperme algo! decía.

-¡Ya os lo arreglaréis vos mismo!

-¡Vamos a ver, Nic, sé razonable! … ¡No hay que luchar contra el imposible!

Pero Nic Deck, entretanto, ya se le había adelantado, y no obteNicndo respuesta el doctor, se apresuraba a reunirse al mozo.

Ahora bien: la dirección que llevaban hasta entonces, ¿era realNicnte la que convenía para salir frente al castillo? Difícilmente se hubieran dado cuenta de ello. Sin embargo, puesto que el terreno iba siempre subiendo, era evidente que habían de llegar al límite del bosque, como llegaron a cosa de las tres de la tarde.

Desde allí hasta la meseta de Orgall extendíase la cortina de árboles verdes, más escasos ya, a medida que la vertiente iba ganando en altura.

En aquel punto reapareció entre rocas el torrente Nyad bien fuese porque se torciese su curso hacia el Noroeste, bien porque Nic Deck hubiese tornado la oblicua del Nyad. Esto hizo pensar al guardlbosque que el camino que había seguido era bueno, puesto que el torrente tenía su nacimiento en las entrañas de la meseta de Orgall.

No pudo el joven rehusar al doctor una hora de parada en la orilla del río. Tanto más, cuanto que los estómagos pedían alimento, tan imperiosamente como las piernas el descanso. Las alforjas estaban bien repletas, y el rakiu llenaba las redomas que ambos llevaban; por añadidura, un agua límpida y fresca, filtrada por los guijarros del cauce, corría a algunos pasos de allí. ¿Qué más se podía desear? Por lo tanto, había que reparar las fuerzas perdidas.

Desde la salida de Werst no había el doctor tenido ocasión de conversar con Nic Deck, que iba siempre delante de él. Pero cuando se hallaron sentados sobre el ribazo del Nyad, se indemnizó de sobra. Si el uno era poco locuaz, el otro era un hablador sempiterno. Así que no hay que extrañar que las preguntas fueran tan prolijas y las respuestas tan breves.

-Hablemos un poco, Nic, hablemos formalmente, dijo el doctor.

-Os oscucho, respondió Nic.

-Creo que si hemos hecho alto en este sitio, será para tomar fuerzas.

-Nada más justo.

-Antes de volver a Werst…

-No; antes de ir al castillo.

-Mira, Nic, seis horas hace que estamos en marcha, y apenas si hemos andado la mitad del camino.

-Lo que prueba que no tenemos tiempo que perder.

-Pero ya será de noche cuando lleguemos al castillo: y como no creo que seas tan loco que te aventures en la oscuridad, tendremos que esperar que amanezca.

-Esperaremos.

-¿De manera que no quieres renunciar a tu descabellado proyecto?

-No.

-¡Cómo! Estamos ya extenuados, y lo que necesitamos es una buena mesa en una buena sala, y una buena cama en un buen cuarto, y tú, en cambio, ¿piensas pasar la noche al aire libre?

-Sí, en caso de que algún obstáculo no nos impida penetrar en el castillo.

-¿Y si no hubiese obstáculos?

-Pues iremos a pasar la noche a las habitaciones del torreón.

-¡A las habitaciones del torreón! exclamó el doctor. ¿Y crees tú que yo me voy a conformar con pasar la noche en el interior de ese maldito castillo?

-¡Es claro! A menos que prefiráis quedaros solo fuera.

-¡Solo! No es eso lo convenido; y si hemos de separarnos, mejor quiero hacerlo aquí mismo para volvenne al pueblo. ..

-Lo convenido, doctor, es que me seguiréis hasta el castillo.

-Por el día sí; pero no por la noche.

-Bien, sois libre para partir; pero tratad de no extraviaros por esos andurriales.

¡Extraviarse! Esto era lo que inquietaba al doctor. Abandonado a sí mismo, y no teNicndo costumbre de andar por aquellos laberintos del Plesa, se sentía incapaz de volver a Werst. Además, si llegaba a quedarse solo cuando llegase la noche, acaso negrísima, no le sería muy agradable descender por las pendientes de la garganta de la sierra, con riesgo de caer en un despeñadero.

En caso de no penetrar en el castillo después de la puesta del sol, era preferible seguir al obstinado guardabosque hasta el pie de la muralla.

Quiso el doctor intentar un último esfuerzo para detener a su compañero.

-Ya comprenderás, mi querido Nic, que yo no puedo consentir en separarme de ti; y, pues que persistes en ir al castillo, no dejaré que vayas solo.

-Eso está bien dicho, doctor, y creo que es lo mejor que podéis hacer.

-Una palabra, Nic. Si cuando lleguemos es de noche, prométeme que no tratarás de entrar en el castillo.

-Lo que yo os prometo, doctor, es hacer hasta lo imposible para penetrar en él; no retroceder un paso hasta descubrir lo que allí sucede.

-¡Lo que sucede allí! exclamó el doctor encogiéndose de hombros: ¿y qué quieres que suceda?

-No lo sé; pero quiero saberlo, y lo sabré.

-Lo que falta saber es si podremos llegar a ese castillo del diablo, replicó el doctor, que ya no tenía más argumentos que oponer. Lo que sí puede asegurarse, en vista de las dificultades experimentadas hasta aquí, y del tiempo que hemos empleado en atravesar los bosques del Plesa, es que se hará de noche antes que hayamos podido ver la muralla.

-No lo creo yo así, respondió Nic Deck. En las alturas de la pendiente, los abetos son menos espesos que los laberintos que hemos pasado de olmos, erables y hayas.

-Pero, en cambió, el terreno será muy tortuoso.

-Nada importa, mientras sea practicable.

-Y cuenta que nada te he dicho de los encuentros con los osos en las cercanías de la meseta de Orgall . . . .

-Yo tengo mi fusil, y vos vuestra pistola para defenderos, doctor.

-Pero si la noche se echa encima, podremos perdernos en la oscuridad.

-No, porque entonces tendremos un guia, que espero no nos abandone.

-¿Un guía? preguntó el doctor.

Y se levantó bruscamente para dirigir en torno una inquieta mirada.

-Sí, respondió Nic Dock, y ese guía es el torrente del Nyad. Bastará remontar su margen derecha para llegar a la cúspide de la meseta en donde nace. Pienso, pues, que dentro de dos horas veremos el castillo, si no tardamos en ponernos en, camino.

-¡En dos horas, si no es en seis! replicó el doctor.

-Vamos, ¿estáis presto?

-¿Ya… ya… Nic? Apenas si hemos descansado unos minutos.

-Algunos minutos que hacen media hora larga. Por última vez: ¿estáis presto?

-¡Presto! … ¡Cuando me pesan las piernas como si fuesen de plomo!… Ya comprenderás que no tengo tus piernas de guardabosque, Nic Deck. Llevo los pies hinchados en estas botas, y es una crueldad que-me obligues a seguirte.

-¡Vaya! Me estáis fastidiando, Patak. Sois libre de marchar… ¡Buen viaje!

Y Nic se levantó.

-¡Por amor de Dios, Nic! exclamó el otro: escúchame.

-¡Escuchar vuestras majaderías! …

-Vamos a ver. Puesto que ya es tarde, ¿por que no quedarnos al abrigo de estos árboles? Mañana al amanecer partiríamos, y tendríamos toda la mañana para llegar a la meseta.

-Os repito, doctor, que mi intención es pasar la noche en el castillo.

-No, no lo harás, Nic. Yo sabré impedírtelo.

-¡Vos!

-Me agarraré a ti, te arrastraré; te pegaré, si es preciso.

El desgraciado doctor no sabía lo que decía. Níc Deck ni le respondió siquiera; y después de haberse puesto el fusil en bandolera, dio algunos pasos en direccoión a la ribera del Nyad.

-¡Espera, espera! exclamó lastimeramente el doctor. ¡Diablo de hombre! … ¡Un instante! … Tengo las piernas entumecidas. Mis articulaciones no funcionan…

Pero no tardaron en funcionar, porque el ex-enfermero no tuvo más remedio que echar a correr con sus piernecillas cortas, para reunirse al guardabosque, que no hacía ánimo le volverse.

Eran las cuatro. Los rayos del sol, iluminando la cúspide del Plesa, que no tardaría en ocultorlos, proyectaban su oblicua luz sobre las altas ramas de los abetos. Nic Deck hacía bien en apresurarse, porque en aquellas espesuras la noche se echaba de repente.

¡Curioso y extraño aspecto en verdad el de estos bosques donde se hacinan, por decirlo así, las espécies arbóreas alpinas! No se ven va allí árboles nudosos, ni retorcidos, sino troncos rectos, altísimos, y desnudos hasta una altura de cincuenta o sesenta pies: troncos lisos que extienden a manera de teoho su perenne verdor. En su base no hay matorrales ni zarzas; largas raíces saliendo a flor de tierra corno serpientes adormecidas por el frío se ven por doquier.

El suelo muéstrase alfombrado de un musgo amarillento y seco, lleno de ramillas y sembrado de especies de tubérculos que rechinan bajo el pie, y un talud cruzado de cristalinas rocas, cuyas aristas afiladas cortan la piel más recia. El paso fue, pues, muy difícil por medio de aquel bosque, y en un cuarto de milla. Para escalar aquellos bloques era necesario una fuerza de riñones, un vigor de piernas y una seguridad de miembros que sin duda no se encontraban en el doctor Patak. Si Nic Deck hubiese estado solo, no hubiera empleado más de una hora; pero con el aditamento de su compañero empleó tres, ya deteniéndose para que le alcanzara, ya ayudándole a subir sobre alguna roca demasiado alta para las cortas piernas del doctor.

Éste sentía un temor horrible: encontrarse solo en medio de aquellos parajes.

A medida que la pendiente se hacía más penosa, los árboles comenzaban a escasear sobre la alta cima del Plesa, y sólo fortnaban grupos aislados de medianas dimensiones. Entre aquellos grupos percibíase la línea de las montañas que se dibujaban en último término entre los últimos vapores de la tarde.

El torrente del Nyad, siempre sorteado por el guardabosque, no era por aquel punto más que un arroyuelo, lo que indicaba que su nacimiento no debía estar lejos. A algunos centenares de pies por encima de los últimos pliegues del terreno, acortábase la meseta de Orgall, coronada por las construcciones del castillo. Por fin Nic Deck llegó a la meseta, después de un supremo esfuerzo que redujo al doctor al estado de masa inerte. El pobre hombre no hubiera tenido fuerzas para arrastrarse veinte pasos más allá, y cayó como cae la res bajo la maza del carnicero.

Nic Deck apenas sentía la fatiga de tan ruda ascensión. De pie, inmóvil, devoraba con la mirada, el castillo de los Cárpatos, al que nunca se había aproximado. Ante sus ojos se extendía un muro almenado; defendido por foso profundo, y cuyo único puente levadizo estaba levantado contra la poterna encajada en un marco de piedra. En torno del muro, y en toda la superficie de la meseta, todo estaba tranquilo y silencioso. La penumbra del crepúsculo permitía abrazar el conjunto del castillo, que se dibujaba confusamente en las sombras. A nadie se veía sobre el parapeto, a nadie sobre la plataforma del torreón, ni sobre la terraza circular del primer piso… Ni un hilo de humo se esparcía en torno de la extravagante veleta comida de nloho secular…

-Y bien, guardabosque, preguntó el doctor Patak: ¿convendrás en que es imposible franquear ese foso, ni bajar el puente levadizo, ni abrir la poterna?

El joven no respondió. Estaba pensando que sería preciso hacer alto ante la muralla. En medio de aquella oscuridad, ¿cómo bajar al fondo del foso y subir por el escarpado muro, para penetrar en la fortaleza? Sin duda lo más prudente era esperar el alba a fin de obrar en plena luz.

Lo cual fue resuelto, con gran contrariedad por parte de Nic, y gran contento por parte del doctor Patak.

CAPÍTULO VI

El cuarto menguante de la luna, cuall brillante luz de plata, había desaparecido poco después del sol. Algunas nubes venidas del Oeste fueron extinguiendo poco a poco los úlltimos resplandores del crepúsculo. La sombra iba invadiendo el espacio, subiendo su negrura desde la falda de la pendiente. El anfiteatro de montañas llenábase de tinieblas, y la silueta del castillo se fue borrando bajo aquel negro crespón.

Si bien la noche amenazaba ser oscurísima, nada, en cambio, indicaba que fuese turbada la calma por meteoro atmosférico, huracán, lluvia o tormenta. Podían, pues, tranquilos acampar al aire libre Nic Deck y su compañero.

Sobre la árida meseta de Orgall no había un sólo árbol. Tan sólo acá y allá veíanse algunas matas inhospitalarias por la frescura de la noche. Allí todo era rocas, unas medio hundidas, otras en tan difícil equilibrio, que un pequeño impulso hubiese sido bastante para hacerlas rodar por la vertiente hasta los abetos.

La única planta que con profusión crecía en aquel terreno rocoso era un espeso cardo, llamado «espino ruso», cuyos granos o semillas, segun dice Elisco Reclus, fueron transportados allí por la caballería moscovita: «presente de alegre conquista que los rusos hicieron a los transilvanos».

Trataron los dos compañeros de buscar un sitio a propósito para pasar la noche resguardados del descenso de la temperatura, muy notable en aquella altura.

-¡Para estar mal, cualquer sitio es bueno! murmuró el doctor.

-¡Aún os quejáis! dijo el otro.

-¡Es claro! ¡Es un sitio muy hermoso éste para atrapar un buen catarro o un reuma excelente, que no sabría yo cómo curarme!

Preciosa confesión en boca del antiguo enfermero del lazareto. ¡Ah! ¡Cuánto echaba de menos su confortable casita de Werst, con su cuarto bien cerrado y su cama bien mullida y blanda!

Preciso era elegir entre aquellos bloques diseminados por la meseta, uno cuya orientación ofreciese el mejor abrigo contra la brisa sudoeste, que ya empezaba a dejarse sentir: Tal fue lo que hizo Nic Deck y no tardó mucho en reunírsele el doctor tras un ancho peñasco, plano por encima como una mesa.

Aquella roca era uno de esos bancos de piedra hundido bajo las escabiosas y saxígrafas, plantas tan frecuentes en Valaquia, y donde también se encuentran los bancos antedichos en los caminos. Estos bancos sirven al mismo tiempo para que el viajero descanse, y para que pueda aplacar su sed con el agua que contiene una especie de jarra en ellos colocada, y renovada cotidianamente por las gentes del campo.

Cuando el castillo era habitado por el barón Rodolfo Gortz, aquel banco tenía también su recipiente, que los servidores de la familia cuidaban no dejar nunca vacío; pero a la sazón se hallaba tapizado de verdoso musgo y tan carcomido por la acción del tiempo, que el menor choque le hubiera reducido a polvo. A la extremidad del banco alzábase un pilar de granito, resto de antigua cruz, cuyos brazos estaban indicados por una ranura medio borrada.

En su cualidad de espíritu fuerte, el doctor Patak de ningún modo podía admitir que aquella cruz le protegiese contra apariciones fantásticas; mas, sin embargo, por una anomalía muy frecuente entre los incrédulos, si bien el doctor negaba a Dios, no estaba lejos de creer en el diablo. Cruzó por su mente la idea de que el Chort no debía de andar lejos, si acaso vivía en el castillo, y que ni la cerrada poterna, ni el puente levadizo alzado, ni la cortante muralla, ni el profundo foso, le impedirían salir, si le entraba la idea de venir a retorcerle a los dos el cuello.

Y cuando pensaba que tenía que pasar toda una noche en tales condiciones, temblaba de espanto. ¡No Aquello era exigir de él demasiado; los más enérgicos temperamentos no hubieran podido resistirlo.

Además, aunque tarde, le había venido un pensamiento. Estaban en la noche del martes, día aciago, en que las gentes del distrito se guardan bien de salir después de puesto el sol.

El martes como se sabe era allí día de maleficios; y a dar crédito a las tradiciones, aventurarse por el campo era tanto como exponerse al encuentro con algún genio maléfico. En martes nadie circula por las calles ni por los caminos desde que llega la noche.

Y he aquí el doctor Patak, no solamente se encontraba fuera de su casa, sino en las cercanías de un castillo encantado y a dos o tres millas del pueblo. Y allí tenía que estar esperando la vuelta del alba, caso que luciera para él de nuevo. Aquello, en verdad, era tentar al diablo. Estaba el doctor engolfado en estas ideas en tanto que el guardabosque sacaba tranquilamente de su alforja un trozo de carne fiambre, después de haberse echado un buen trago de su calabaza.

Pensó el doctor que lo mejor que podía hacer era imitar a su compañero, y así lo hizo. Un muslo de pato, un trozo de pan, todo regado de rakiu, fue suficiente para reparar sus fuerzas. Si calmó su hambre, no pudo calmar su miedo.

-Ahora, a dormir, dijo Nic Deck, así que hubo colocado su alforja al pie del banco.

-¡Dormir!

-Buenas noches, doctor.

-¡Buena noche! … Eso se dice fácilmente; pero me temo que ésta va a acabar mal. – –

Nic Deck, que no estaba de humor de hablar, no respondió.

Acostumbrado por su profesión a dormir en los bosques, acomodóse ilo mejor que pudo junto a la piedra, y no tardó en caer en profundo sueño. Así que el doctor sólo podía refunfuñar entré dientes, oyendo el acompasado ronquido de su compañero.

A él le fue imposible durante algunos minutos, y a despecho de su fatiga, hacer otra cosa que mirar y escuchar atentamente. Su cerebro era víctima de esas extravagantes visiones que surgen de la turbación del insomnio.

¿Qué quería ver en aquellas espesuras? Todo y nada. Las indecisas formas de los objetos que le rodeaban; los jirones de nubes que atravesaban el cielo, y la masa apenas perceptible del castillo.

Parecíale que las rocas de la meseta bailaban infernal zarabanda. .. Sí… Iban a caer, iban a rodar sobre lo largo del talud, sobre los dos imprudentes; iban a aplastarles a la puerta de aquella fortaleza cuya entrada les estaba prohibida.

El desgraciado doctor se había levantado y escuchaba esos ruidos que se propagan en las alturas; murmullos inquietantes, mezcla del susurro, del gemido y del suspiro. Oía también los frenéticos golpes que sobre las rocas daban los murciélagos con sus alas; los endriagos revoloteando en su nocturno paseo, dos o tres parejas de esos fúnebres buhos cuyo graznido resonaba como una queja. Entonces, los músculos del doctor se contraían y su cuerpo temblaba, anegado en un sudor frío.

Y así transcurrieron horas enteras hasta la media noche. Si el doctor Patak hubiese podido cambiar de vez en cuando alguna frase con alguien, dar libre curso a sus quejas, se hubiera sentido menos atemorizado; pero Nic Deck dormía con un sueño profundo.

¡La media noche! ¡La hora más horrible de todas! ¡La hora de las apariciones y de los maleficios! …

¿Qué era aquello que pasaba? El doctor acababa de levantarse, y se preguntaba si estaba despierto o era víctima de una pesadilla. En efecto: allí, arriba creyó ver… no, vio realmente dibujarse formas extrañas iluminadas con luz espectral, atravesar el horizonte, subir, bajar, descender con las nubes… Hubiérase dicho que eran especie de monstruos, dragones con colas de serpientes, hipogrifos de alas desmesuradas, cuervos gigantescos y enormes vampiros que se cernían sobre él… iban a cogerle con sus uñas o a, engullírsele con sus mandíbulas. Después le pareció que todo se movía en la llanura de Orgall; las, rocas, los árboles… todo; y con mucha claridad, su oído percibió, a pequeños intervalos, el tañido de una campana.

-¡La campana del castillo! murmuró.

Sí… Era, la campana de la antigua capilla; no era la de la iglesia de Vulcano, cuyo sonido hubiera llevado el viento en otra dirección.

Y he aquí que aquellos tañidos se tornan más precipitados; la mano que hace sonar la campana no toca a muerto. No; es un toque rápido, cuyos ecos repercuten en la frontera transilvánica.

Al oír aquellas lúgubres vibraciones, entróle al doctor un miedo convulsivo; terrible angustia, espanto irresistible, que le hizo temblar de pies a cabeza.

El guardabosque ha despertado al ruido de la campana.

Se pone en pie, en tanto que el doctor Patak parece como que ha vuelto en sí. Nic Deck escucha atentamente, y trata de penetrar con sus miradas las espesas tinieblas que cubren el castillo.

-¡Esa campana! ¡Esa campana! repite el doctor Patak., ¡La toca el Chort!

Decididamente, el pobre doctor, enloquecido por completo, cree entonces en el diablo.

El guardabosque, inmóvil, no le respondió.

De repente, unos rugidos semejantes a los que arrojan las sirenas marinas a la entrada de los puertos, se desencadenan en ondas, tumultuosas.

El espacio está conmovido en una extensa zona por sus soplos ensordecedores.

Después, una claridad sale del torreón central: una claridad intensa, que lanza resplandores de penetrante viveza y destellos que ciegan.

¿Qué foco produce esta poderosa llama, cuyas irradiaciones se extienden en inmensas sabanas en la superficie de la meseta de Orgall? ¿De qué horno se escapa aquel manantial fotogénico que parece abrasar las rocas, al mismo tiempo que las llena de lividez extraña?

-¡Nic, Nic! exclamó el doctor. ¡Mírame! ¿No soy, como tú, un cadáver?

En efecto: el guardabosque y él habían tomado un aspecto cadavérico; la cara descolorida, los ojos marchitos, las órbitas agrandadas, las mejillas verdosas con tonos parduscos, los cabellos semejantes a esos musgos que crecen, según la leyenda, sobre el cráneo de los ahorcados,

Nic Deck está estupefacto de lo que ve y de lo que oye. El doctor Patak, en el último grado de espanto, tiene los músculos contraídos, el pelo erizado, la pupila dilatada y el cuerpo preso de un espasmo tetánico. Como dice el poeta de las Contemplaciones, «respira temor».

Un minuto, un sólo minuto duró este espantoso fenómeno. Después, la extraña llama se apagó gradualmente, los atronadores mugidos se extinguieron, y la meseta de Orgall, volvió al silencio y a la oscuridad.

Ni uno ni otro pensaron en dormir; el doctor, medio muerto de estupor; el guardabosque de pie contra el banco de piedra, esperando la llegada del alba.

¿Qué pensamientos agitaban la mente de Nic Deck en presencia de aquellas cosas tan evidentemente sobrenaturales a sus ojos? ¿Persistiría en seguir su temeraria aventura? Cierto que él había dicho que penetraría en el castillo y que exploraría el torreón. Mas ¿no era suficiente haber llegado a su infranqueable muralla y haber despertado la colera, de los genios y provocado aquel desorden de dos elementos? ¿Se le reprocharía no haber mantenido su promesa si regresaba al pueblo sin haber continuado su locura hasta aventurarse en el diabólico castillo?

De repente el doctor se precipitó hacia él y le cogió por una mano, procurando arrastrarle, mientras le decía con voz sorda:

-¡Ven, ven!

-¡No! respondió Nic Deck.

Y a su vez retuvo al doctor, que volvió a caer después de este último esfuerzo.

La noche acabó al fin; y tal era el estado de su espíritu, que ni el guardabosque ni el doctor tuvieron conciencia del tiempo que transcurrió hasta el alba. Nada quedó en su memoria de las horas que precedieron a las primeras luces de la mañana.

En este instante una linea rosada se dibujó sobre lo ancho del Paring hacia el Este y al otro lado del valle de los dos Sils. Ligeras brumas crepusculares se esparcieron en el cenit, sobre un cielo rayado como una piel de cabra.

Nic Deck se volvió hacia el castillo y vio que las formas de éste se destacaban poco a poco. Vio el torreón saliendo sobre las altas brumas, que descendían hacia la garganta del Vulcano; vio la capilla, las galerías, la muralla, elevándose sobre los vapores nocturnos; después, sobre el baluarte anguloso, recostarse el haya, cuyas hojas se agitaban a la brisa de Levante.

En nada había cambiado el aspecto ordinario del castillo. La campana estaba tan inmóvil como la vieja veleta feudal.

No salía humo alguno de la chimenea del torreón, cuyas ventanas alambradas permanecían herméticamente cerradas.

Por encima de la plataforma y en las altas zonas del cielo, algunos pájaros revoloteaban, arrojando sus gritos agudos.

Nic Deck volvió los ojos hacia la entrada principal del castillo. El puente levadizo, levantado contra la pared, cerraba la poterna, entre las dos pilastras de piedra, en las que las armas de los barones de Gortz estaban esculpidas.

El guardabosque estaba, pues, decidido a llevar a lo último la aventura de la expedición. Sí; y su resolución no se había entibiado con los sucesos de la noche. «Cosa dicha, cosa hecha.» Como se sabe, ésta era su divisa. Ni la misteriosa voz que le había amenazado personalmente en el salón del Rey Matías, ni los fenómenos inexplicables de luz y de sonidos de que acababa de ser testigo, le impedirían entrar en el castillo.

Bastábale una hora para recorrer las galerías, visitar el torreón, y entonces, ya cumplida su promesa, volvería a tomar el camino de Werst, donde podría llegar en la mañana.

En cuanto al doctor Patak, no era más que una maquina inerte, sin fuerzas para resistir, ni voluntad para querer. Iría donde se le llevara.

Si caía, sería imposible levantarle.

Los espantosos sucesos de aquella noche le habían reducido a un estado de embrutecimiento completo, y no hizo ninguna observación cuando el guardabosque, señalando e1 castillo, le dijo:

-¡Vamos!

Aunque, como ya era de día, el doctor hubiera podido regresar a Werst sin temor de un tropezón, al través de los bosques del Plesa, máxime cuando ningún provecho sacaría de quedar junto a Nic, no intentó marcharse; y el no abandonar a su compañero consistía en que el doctor no tenía ya conciencia de la situación: era un cuerpo sin alma. Así es que cuando el gúardabosque le arrastró hacia el talud de la contraescarpa del castillo, se dejó llevar.

Ahora bien: ¿sería posible penetrar en el castillo por otra parte que por la poterna? Esto era probablemente lo que Nic quería reconocer.

La muralla no presentaba ninguna brecha, ningún hundimiento, ningún hueco que pudiese dar acceso al interior. Era muy sorprendente que murallas tan viejas estuvieran en un estado de conservación tan perfecta, lo que debía atribuirse a su espesor.

Elevarse hasta las almenas que le coronaban, parecía un imposible, puesto que dominaban el foso de unos cuarenta pies de profundidad. Parecía, pues, que Nick Deck, en el momento de acercarse al castillo de los Cárpatos, iba a encontrarse con obstáculos insuperables.

Afortunadamente, o desgraciadamente para él, existía por debajo de la poterna una especie de tronera, o más bien un hueco, por el que en otro tiempo asomaba la boca de una culebrina. Sirviéndose de una de las cadenas del puente levadizo, que pendía hasta el suelo, no sería muy difícil para un hornbre ágil y vigoroso subir hasta aquella hendidura; su anchura era suficiente para dar paso, y a menos que en la parte interior tuviese una reja, Nic Deck llegaría sin duda a pasar al interior del castillo.

Desde luego comprendió el guardabosque que no había otro medio má practicable, y he aquí por qué, seguido del inconsciente doctor, descendió por la parte interna de la contraescarpa. Llegaron al fondo del foso, sembrado de piedras, entre el follaje de las plantas salvajes. No era posible saber donde se ponía el pie, y si bajo aquellas hierbas húmedas hormigueban millares de bichos venenosos.

En medio del foso, y paralelo a la muralla, corría el cauce de la antigua. cuneta, ahora casi seca, y que se podía franquear fácilmente de un sólo salto.

Como Nic Deck no había perdido nada de su energía –física y moral, obraba con sangre fría, mientras el doctor le seguía maquinalmente, como la bestia amarrada por una cuerda al cuello.

Pasada la cuneta, el guardabosque siguió veinte pasos a lo largo de la muralla deteniéndose bajo la poterna, en el sitio donde pendía la cadena del puente levadizo. Ayudándose con los pies, y las manos, no le sería difícil llegar al saliente de la piedra junto a la entrada.

Evidentemente Nic Deck no pretendía obligar al doctor a que le acompañase en aquel escalo. Un hombre tan torpe no hubiera podido hacerlo.

Limitóse, pues, a sacudirlo violentamente para hacerse comprender, y le recomendó que se quedase sin moverse en el fondo del foso. Cogió la cadena y gateó, sin que aquello significase más que un juego para sus músculos de montañés.

Pero así que el doctor se vio solo, de nuevo se dio cuenta de su situación; comprendió, miró y vio a su compañero ya suspendido unos doce pies del suelo, y con voz ahogada por la emoción, exclamó:

-¡Espera, Nic, espera!

El joven no le escuchó.

-¡Ven, ven, o me voy! gritó el doctor levantándose y dando algunos pasos.

-¡Idos! respondió Nic; y continuó subiendo por la meseta.

El doctor Patak, en el paroxismo del espanto, quiso volver a tomar la meseta de Orgall y seguir a toda prisa el camino de Werst.

Mas ¡oh prodigio, después del cual no eran nada los de la noche anterior! el doctor no puede moverse; sus pies permanecen quietos, como si estuvieran sujetos con tenazas. ¿Podía levantar un pie después de otro? No. Estaban adheridos por los talones y por las plantas. ¿Estaba, pues, cogido por los resortes de un cepo? Más bien parecía retenido por los clavos de sus zapatos. Como quiera que fuese, el pobre hombre estaba allí inmóvil, pegado al suelo y sin fuerzas para gritar, extendiendo desesperadamente las manos. Parecía que quería arrancarse de los brazos de alguna tarasca escondida en las entrañas de la tierra.

Entretanto Nic había llegado a lo alto de la poterna, y acababa de poner la mano sobre una de las bisagras de hierro donde se encajaba el puente levadizo, cuando dejó escapar un grito de dolor… Cayendo hacia atrás como herido por un rayo, se deslizó a lo largo de la cadena, a la que se había cogido por instinto, y rodó al fondo del foso.

-¡Bien decía la voz que me sucedería alguna desgracia! murmuró.

Y perdió el conocimiento.

CAPÍTULO VII

¡Cómo describir la ansiedad del pueblo de Werst desde la partida del joven guardabosque y del doctor Patak! No había cesado en aquellas cuatro horas transcurridas desde su marcha y que parecían interminables.

El señor Koltz, el posadero Jonás, el maestro Hermod y algunos otros más, no habían abandonado su puesto sobre el terraplén. Todos se obstinaban en observar la lejana masa del castillo, y todos miraban si reaparecía alguna sombra por encima del torreón. No se veía humo alguno, lo que fue comprobado mediante el anteojo, invariablemente enfocado en aquella dirección. Decididamente los dos florines gastados en la adquisición del aparato eran dinero bien empleado. jamás el biró, muy interesado y guardador de su bolsa, había encontrado menos pena por un gasto semejante.

A las doce y media, cuando Frik regresó de apacentar su ganado, se le interrogó ávidamente. ¿Había algo nuevo, extraordinario, sobrenatural? Frik respondió que acababa de reconocer el valle del Sil valaco sin haber visto nada sospechoso.

Después de comer, hacia las dos, cada uno regresó a su puesto de observación. Nadie hubiera pensado en quedarse en casa, y sobre todo, nadie pensaba en ponerlos pies en el figón del Rey Matías, donde se habían oído aquellas voces conminatorias. Que las paredes oigan, pase, puesto que esto es hasta una locución usual… ; pero ¡que hablen! …

El digno comerciante podía tener el temor de que su posada fuese puesta en cuarentena, lo que no dejaba de preocuparle un poco: ¿Se vería en la necesidad de cerrar su tienda y de beberse él solo lo que contenía, por falta de parroquianos? Por lo tanto, con el objeto de despertar confianza a la población de Werst, había procedido a una larga investigación del Rey Matías, registrando las habitaciones hasta las camas, inspeccionando los baúles y el aparador y explorando minuciosamente los rincones del salón, de la cueva y del granero, donde algún mal intencionado hubiera podido realizar aquella mixtificación. ¡Nada! Nada tampoco por la parte de la fachada que dominaba al Norte y al Oeste. Las ventanas eran muy altas para que fuese posible subirse hasta ellas por una muralla tallada a pico y cuyo cimiento se sumergía en el curso impetuoso del torrente. No importa. El miedo no razona, y mucho tiempo pasaría sin duda antes que los habituales parroquianos de Jonás volvieran su confianza a su posada y su rakiu. ¿Mucho tiempo? ¡Error! Ya se verá que este triste pronostico no había de realizarse.

En efecto: algunos días después, y a consecuencia de una circunstancia muy imprevista, los notables del pueblo iban a reanudar sus conferencias cotidianas, entremezcladas de abundantes libaciones, en la sala del Rey Matías.

Mas preciso es volver al joven guardabosque y a su compañero el doctor Patak.

Corno se recordará, en el momentó de abandonar a Werst, Nic Deck había prometido a la desolada Miriota no tardar mucho en su visita al castillo de los Cárpatos. De no sucederle ninguna desgracia, de no realizarse las amenazas fulminadas contra él, contaba estar de vuelta en las primeras horas de la noche. Se le esperaba, pues, ¡y con qué impaciencia! Ninguno, ni la joven, ni su padre, ni el maestro de escuela, podían prever que las dificultades del camino impidieron al guardabosque llegar a la cresta de Orgall antes de cerrar la noche.

De aquí que la inquietud, ya viva durante el día, pasó de toda medida cuando dieron las ocho las campanas de Vulcano, que se oian distintamente en Werst. ¿Qué había pasado a Nic Deck y al doctor, que no volvían después de todo un día de ausencia? Nadie, por lo tanto, pensaba en regresar a su casa antes que ellos estuviesen de vuelta.

A cada momento se imaginaba verles asomar volviendo del camino en el ensanche de la garganta de la sierra.

El señor Koltz y su hija habían ido a la extremidad de la calle, al sitio donde el pastor había sido puesto de centinela. Muchas veces creyeron ver unas sombras dibujarse a lo lejos por entre los huecos de los árboles. ¡Pura ilusión! La garganta de la sierra estaba desierta, como de costumbre, pues era raro que las gentes de la frontera quisieran aventurarse por allí durante la noche. Era martes, el martes de los genios maléficos, y en este día los transilvanos no andan por gusto por el campo después de la puesta del sol. Preciso era que Nic Deck fuese loco para haber escogido semejante día para visitar el castillo. La verdad es que ni el guardabosque ni nadie, además del pueblo, había pensado en semeiante cosa.

Pero Miriota pensaba entonces en ello. ¡Qué espantosas imágenes acudían a su mente! Con la imaginación había seguido a su novio, hora por hora, al través de aquellos espesos bosques del Plesa, en tanto que él subía hacia la meseta de Orgall.

Y ahora, la noche llegada, parecíale que le veía en la muralla, procurando escapar a los espíritus que habitaban el castillo de los Cárpatos. Había llegado a ser el juguete de sus maleficios. Era la víctima destinada a su venganza. Estaba preso en el fondo de algún subterráneo. . . tal vez muerto. ¡Qué no hubiera dado la pobre muchacha por lanzarse sobre las huellas de Nic Deck! … Ya que esto era imposible, hubiera querido permanecer toda la noche en el sitio que queda indicado. Pero su padre le obligó a regresar, y después de dejar en observación al pastor, ambos volvieron a su casa.

Una vez sola en su pequeña alcoba, Miriota derramó abundantes lágrimas. Amaba con todo su corazón a Nic Deck, siendo su amor aún más lleno de reconocimiento, porque el guardabosque no le había buscado en las condiciones en que se deciden ordinariarrwnte los matrimonios en estos lugares transilvánicos, por cierto de un modo bien extraño.

Cada año, en la festividad de San Pedro, se celebra la feria de los novios. En este día se reúnen todas las jóvenes del distrito. Vienen en sus más hermosas calesas, tiradas por sus mejores caballos, y trayendo su dote; es decir, sus vestidos, hilados, cosidos y bordados por sus manos, encerrados en cofres de brillantes colores: familias, amigos y vecinos les acompañan. Entonces vienen los jóvenes, vestidos con magníficos trajes, ceñidos de bandas de seda; recorren la feria pavoneándose, buscan la joven que más les agrada, le entregan un anillo y un pañuelo en señal de esponsal, y los matrimonios se hacen al regresar de la fiesta.

Nicolás Deck no había encontrado a Miriota en una de estas fiestas. Sus relaciones no habían nacido del azar. Se conocían desde la infancia, y se amaban desde que tuvieron edad para amarse. El guardabosque no había ido a buscar a su prometida en medio de la subasta de la feria, lo que era un placer para Miriota. ¡Ah! ¿Por qué era Nic Deck de un carácter tan resuelto, tan tenaz, tan empeñado en cumplir una promesa imprudente? Él la amaba, bien lo sabía; la amaba, y, sin embargo, ella no había tenido bastante influencia para impedirle ir a aquel maldito castillo.

¡Qué noche pasó la triste Miriota entre zozobras y lágrimas! No había querido acostarse. Puesta a la ventana, con la mirada fija en el camino ascendente, te parecía oír una voz que murmuraba:

-¡Nicolás Deck no ha hecho caso de las amenazas! ¡Miriota no tiene novio!

Pero esto era un error de sus sentidos trastornados. Ninguna voz llegaba en el silencio de la noche. El fenómeno de la sala del Rey Matías no se producía en la casa del señor Koltz.

Al alborear el siguiente día, la población de Werst estaba en pie. Desde el terraplén hasta la vuelta de la garganta de la sierra, unos subían y otros bajaban el camino; aquéllos, para pedir noticias; éstos, para darlas. Se decía que el pastor Frik acababa de ser encontrado adelante, a un cuarto de milla del «pueblo, no al través de los bosques del Plesa, sino siguiendo su orilla, cosa que no había hecho sin motivo.

Esperando, pues, y a fin de comunicarse más pronto con él, el señor Koltz, Miriota y Jonás fueron a la extremidad del pueblo. Media hora después se vio al pastor a algunos centenares de pasos, y en lo alto del camino. No parecía esforzarse en llegar presto, lo cual se tuvo como mal augurio.

-Y bien, Frik: ¿qué sabes, qué has visto? le preguntó el señor Koltz cuando el pastor se reunió a ellos.

-Nada sé, nada he visto, respondió Frik.

-¡Nada! murmuró la joven, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

-Al amanecer, continuó el pastor, vi a una media milla de aquí, dos hombres que creí fueran Nic y el doctor. . .; pero no eran.

-¿Sabes quiénes son esos hombres? preguntó Jonás.

-Dos viajeros que acababan de atravesar la frontera valaca.

-¿Les has hablado?

-Sí.

-¿Bajan al pueblo?

-No; se han dirigido hacia Retyezat, a cuya cima quieren llegar.

-¿Son dos turistas?

-Tienen aspecto de serlo, señor Koltz.

-Y esta noche, atravesando la garganta del Vulcano, ¿no han visto nada hacia el castillo?

No, porque se encontraban todavía al otro lado de la frontera, respondió Frik.

-¿De modo que no traes ninguna noticia de Nic Deck?

-Ninguna.

-¡Díos mío! repetía la pobre Miriota.

-Por lo demás, podréis interrogar a estos viajeros dentro de pocos días, añadió Frik; porque piensan hacer alto en Werst antes de partir para Kolosvar.

-¡Con tal de que no se les hable mal de mi posada! … pensó Jonás suspirando. ¡Capaces serían de no alojarse en ella!

Desde hacía treinta y seis horas el excelente posadero estaba preocupado por el temor de que ningun viajero osaría comer y dormir en el Rey Matías.

En suma, estas preguntas -y estas respuestas cambiadas entre el pastor y su amo, no aclararon la situación; y como ni el guardabosque ni el doctor habían aparecido a las ocho de la mañana, ¿no podía racionalmente esperarse que no volverían jamás?.. . Nadie se aproximaba impunemente al castillo de los Cárpatos. Herida por las emociones de aquella noche de insomnio, Miriota apenas podía sostenerse. Completamente desfallecida, casi no tenía fuerzas para andar. Su padre la condujo a su casa. Allí sus lágrimas redoblaron. Llamaba a Nic con voz delirante. Quería ir en su busca. Pedía amparo, y había motivo para temer que cayese enferma.

Entretanto, era necesario y urgente tomar una resolución: ir en socorro del guardabosque y del doctor, sin pérdida de un instante. Poco importaba que hubiesen de correrse peligros exponiéndose a las represalias de los seres humanos o sobrenaturales que ocupaban el caltilló. Lo esencial era saber qué les había sucedido a Nic Deck y al doctor. Era un deber imperioso, tanto para sus amigos como para cualquier habitante de la aldea. Los más valientes no rehusaían lanzarse por los bosques del Plesa, en dirección al castillo de los Cárpatos. Decidido esto después de no pocas discusiones y diligencias, los más valientes no pasaron de tres, que fueron el señor Koltz, Frik y el posadero Jonás. El maestro Hermod se había sentido de repente indispuesto con dolor de gota en una pierna, y había dado la clase echado sobre dos sillas.

Serían las nueve de la mañana cuando el señor Koltz y sus compañeros, bien armados por prudencia, tomaron,el camino de la montaña. En el mismo sitio en que Nic se había separado de ellos, internáronse por la áspera pendiente, y pensaron, no sin razón, que si el guardabosque y el doctor estaban en camíno para volver a la aldea, debían ir sin duda por allí. No sería difícil reconocer sus huellas, lo que fue comprobado cuando franquearon 1a orilla.

Los dejarernos aquí para decir qué movimiento se hizo en la opinión de Werst desde que les perdieron de vista.

Si antes de que partiesen aquellos tres hombres al encuentro de Nic y Patak parecía la tal empresa obra muy meritoria después, cuando hubieron partid, empezó a verse en aquello una imprudencia sin nombre. ¡Pues qué! ¿Sobre una catástrofe iba a venir otra? Porque nadie dudaba que el doctor y el guardabosque habían sido víctimas de su intentona. ¿Y de qué serviría que el señor Koltz, Frik y Jonás se expusieran a lo mismo por desinterés? Miriota no sólo lloraría a su novio, sino a su padre también, y nunca podrían perdonarse los amigos del pastor y del posadero la perdida de entrambos.

La desolación fue general en Werst, y no había señales de que terminase pronto. Aún admitiendo que no les aconteciera alguna desgracia, no contaban con el regreso del señor Koltz y de sus dos compaañeros antes de que la noche hubiese envuelto las alturas del Plesa.

Mas ¡cuál no sería la sorpresa general cuando a lo lejos del camino fueron vistos hacia las dos le la tarde!

Miriota, prevenida del caso, corrió a su encuentro apresuradamene. No venían tres, sino cuatro, y e1 cuarto se parecía al doctor.

-¡Nic, mi pobre Nic! exclamó la joven. ¡Nic no está! ¡No viene!

Sí. Nic venía, pero extendido sobre unas angarillas de ramas que penosamente conducían Jonás y el pastor.

Precipitóse la joven -hacia su novio, inclinóse sobre él, y le abrazó estrechamente.

-¡Muertol ¡Muerto! exclamaba.

-No, no está muerto, respondió el doctor Patak; pero merecía estarlo, y yo también.

Lo cierto era que el guardabosjue estaba sin conocimiento, con los miembros rígídos, la cara exangüe, la respiración débil. Si el doctor no estaba descolorido como su compañero, debíase a que la marcha le había devuelto su tinte habitual de ladrillo.

La voz de Mariota, tan tierna, tan desgarradora, no tuvo poder alguno para arrancar a Nic de su letargo. Cuando le condujeron a la aldea y lo depositaron en el cuarto del señor Koltz, todavía no había desplegado sus labios. Algunos instantes después sus ojos se abrieron poco a poco, y al ver a la joven inclinada a su cabecera, sus labios dibujaron una sonrisa. Trató de levantarse, pero no pudo. Una parte de su cuerpo estaba paralítica, como herida de hemiplegía. Sin embargo, queriendo tranquilizar a Miriota, le dijo con voz muy débil:

-Esto no será nada… nada.

-¡Mi pobre Nic! repetía la joven.

-Un poco de fatiga solamente… La emoción… Esto pasará pronto… Con tus cuidados, Miriota…

Pero el enfermo necesitaba calma y reposo, en vista de lo cual el señor Koltz salió del cuarto, dejando a Miriota junto al joven guardaboques, que no hubiera podido tener una enferrnera más diligente. No tardó en adormecerse.

Entretanto el posadero Jonás contaba a un numeroso auditorio, con voz fuerte para ser bien oído de todos, lo que había sucedido desde su partida. Después de haber encontrado en el bosque el sendero que Nic Deck y el doctor se habían abierto, los tres tomaron la dirección del castillo. Dos horas estuvieron por las pendientes del Plesa, y cuando se hallaban a una media milla a la orilla del bosque, vieron a dos hombres, que eran el doctor Patak y el guardabosque. El primero no podía andar; el otro acababa de caer al pie de un árbol, falto de fuerzas.

Correr hacia el doctor, interrogarle, por más que él estaba tan confuso que no podía responder; formar con ramas una parihuela, colocando en ella a Nic Deck, y volver a poner a Patak en disposición de andar, todo fue obra de un instante. Después el señor Koltz y el pastor, que se relevaban en la conducción de la parihuela, tomaron el camino de Werst.

En cuanto a saber por qué Nic Deck se encontraba en semejante estado, y si había o no penetrado en las ruinas del castillo, cosas eran que el posadero ignoraba, así como el señor Koltz y el pastor Frik, puesto que el doctor no se hallaba en disposición de satisfacer su curiosidad.

Pero preciso era que Patak hablase. ¡Qué diablo! En la aldea, rodeado de sus amigos y clientes, estaría seguro. No había que temer ya nada de los seres del castillo, y aunque le hubiesen éstos arrancado el juramento de guardar silencio acerca de lo que había visto en el castillo de los Cárpatos, el interés público le demandaba que faltase a su juramento.

-Vamos, tranquilizáos, doctor, le dijo el señor Koltz. Ordenad vuestros recuerdos.

-¿Queréis que hable?

-En nombre de los habitantes de Werst y para asegurar la tranquilidad de la aldea, yo os lo ordeno.

Un buen vaso de rakiu aprontado por Jonás, devolvió el habla al doctor, que con entrecortadas frases se expresó en estos términos:

-Partimos los dos, Nic y yo… Dos locos indudablemente. Preciso fue emplear casi todo un día para atravesar esos malditos bosques, y allá por la noche vimos el castillo. Llegamos a él… Aún tiemblo. Toda mi vida temblaré. Nic quería entrar, sí, quería pasar la noche en el torreón… ¡Es decir, en la mismísima alcoba de Belcebú!

El doctor decía aquello con voz tan cavernosa, que sólo de oírle temblaban los otros.

-No lo consentí, no, continuó. ¿Qué hubiera pasado de ceder yo a los deseos de Nic? ¡De pensarlo se me erizan los cabellos!

Y el doctor se llevaba maquinalmente la mano a la cabeza.

-Nic se resignó a acampar en la meseta. ¡Qué noche, amigos míos, qué noche! ¿Cómo descansar cuando los espíritus no os permiten dormir una hora? ¡Ni una hora! De repente, habíais de ver monstruos de fuego apareciendo entre las nubes, verdaderos monstruos, sí, que se precipitaban sobre la meseta para devorarnos .

Todas las miradas se dirigieron al cielo para ver si cruzaba por él algún grupo de espectros.

-Pocos instantes después, continuó el doctor, la campana de la capilla empieza a sonar.

Todos los oídos escucharon atentamente, y más de uno creyó percibir los tañidos de la campana del castillo. ¡Tanto impresionaba al auditorio aquel relato!

-De pronto, espantosos rugidos llenan el espacio. Eran más bien aullidos de fieras… Luego, una claridad sale de las ventanas del torreón. Infernal llamarada ilumina toda la planicie hasta el bosque de abetos. Nic Deck y yo nos miramos. ¡Oh espantosa visión! Parecíamos dos cadáveres, uno enfrente del otro, que temblaban bajo aquellas luces violáceas.

Y, efectivamente: viendo la cara cadavérica y la mirada extraviada del doctor Patak, parecía que venía del otro mundo, al que había enviado tan crecido número de sus semejantes. Preciso fue dejarle tomar alientos, pues de lo contrario, no hubiera podido continuar su relato, lo que se consiguió gracias a un segundo vaso de rakiu, que pareció devolver al ex-enfermero parte de la razón que le, habían hecho perder los espíritus.

-Pero, al fin, ¿qué le pasó al pobre Nic Deck? preguntó el señor Koltz.

Y no sin razón, el biró concedía extrema importancia a la respuesta del doctor, teniendo en cuenta que la misteriosa voz de la posada se dirigió personalmente al joven.

-Os diré lo que recuerdo, respondió el doctor. Amaneció. Yo había suplicado a Nic Deck que renunciase a sus proyectos; pero ya le conocéis, y sabéis que nada se puede lograr de un testarudo semejante. Bajó al foso… Yo tuve que seguirle, porque me arrastraba. . . Y además, yo no tenía conciencia de mis actos… Nic se adelanto hasta la poterna… Cogióse a una cadena del puente -levadizo, y subió por ella hasta lo más alto del muro… En aquel momento, otra vez me di cuenta de nuestra situación… Aún es tiempo, me dije, de retener a este imprudente, a este sacrílego, por mejor decir… Le ordeno por última vez que baje y que regrese a Werst en mi compañía. -¡No! -me grita. Quiero huir… Sí, lo confieso… quise huir. Cualquiera de vosotros en mi caso, ¿no hubiera hecho lo mismo? Pero en vano traté de moverme del suelo… Mis pies están allí clavados,

adheridos…, como si hubiera echado raíces… ¿Cómo arrancarles de allí?… ¡Imposible! Todo es inútil…

Y el doctor remedaba los movimientos de un hombre cogido por las piernas como un zorro que ha caído en un lazo.

Volviendo a su narración, añadió:

-En aquel momento – dejóse oír un grito. . . Pero ¡qué grito! … Lo había dado Nic Deck. Sus manos, agarradas a la cadena, la sueltan de pronto y cae al fondo del foso como herido por invisible mano.

El doctor había sido verídico en su relato. Nada había añadido, no obstante la turbación de sus ideas. Todos aquellos fenómenos descritos por él se habían producido como los contaba en la meseta de Orgall, teatro aquella noche de los mencionados sucesos.

Respecto a lo que pasó después de la caída de Nic Deck, helo aquí. El guardabosque cae desvanecido y el doctor Patak está imposibilitado de acudir en su ayuda, porque sus botas permanecen clavadas en el suelo y sus pies, hinchados, no pueden salir de ellas. De repente cesa la invisible fuerza que le retiene, y ya libre, se precipita hacia su compañero, y ¡oh prodigio de valor en aquel hombre! … sumerge su pañuelo en el agua de la mesete y humedece la cara de Nic Deck. Recobra el joven el conocimiento; mas su brazo izquierdo y una parte de su cuerpo quedan inertes después de la horrible sacudida experimentada por él. Ayudado por el doctor, consigue levantarse, y remontando el camino de la contraescarpa, vuelven a la meseta. Pónerse en camino hacia la aldea. Después de una hora de marcha, los dolores que sufre Nic en el brazo y en el costado son tan violentos, que le obligan a detenerse, y precisamente en el momento en que el doctor se disponía a ir a Werst en busca de auxílios, se encontraron al señor Koltz, Jonás y Frik, que habían llegado tan a punto.

Respecto a decir si era grave la lesión del joven, el doctor Patuk evitaba afirmar nada en concreto, aunque mostrase habitualmente rara seguridad cuando se trataba de un caso médico. Se limitó a responder en tono dogmático:

-Cuando se trata de una enfermedad natural, es una cosa distinta a cuando se trata de una enfermedad sobrenatural, que el Chort envía. En este caso sólo el Chort puede curarla.

En defecto de diagnóstico, tal pronóstico no era tranquilizador para Nic Deck; pero felizmente aquellas palabras no eran el Evangelio, y ¡cuántos médicos superiores al doctor Patak, desde Hipócrates y Gáleno, se han engañado y se engañan hoy! El joven guardabosque era un mozo fuerte, y dada su vigorosa constitución, podían concebirse buenas esperanzas, aun sin necesidad de intervención diabólica, y bajo la condición de no seguir muy estrictamente las prescripciones del antiguo enfermero del lazareto.

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