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Julio Verne – El castillo de los Cárpatos (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4

 

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

Como se comprende, lo s sucesos referidos no eran los más a propósito para calmar el terror que reinaba en Werst. Ya no había duda. No eran vanas amenazas las que lanzó la sombra parlante, que diría el poeta, y que se oyeron en la sala del Rey Matías. La temeridad y desobediencia del joven Nic Deck habían tenido el anunciado castigo. ¿Acaso no era esto una advertencia dirigida a todos aquellos que intentaran seguir su ejemplo? ¿Qué había que deducir de aquello? Un formal entredicho de penetrar en el castillo de los Cárpatos. El que lo intentase, arriesgaría la vida. Éra seguro que si el guardabosque hubiera franqueado la muralla, no hubiese vuelto a la aldea.

De aquí que el espanto fuese más completo que nunca en Werst, en Vulcano y en todo el valle de los dos Sils. En todas partes se hablaba de emigrar, y algunas familias de tsiganes lo hicieron antes de permanecer en las proximidades del castillo. Ahora que ya se sabía que servía de refugio a seres maléficos, dado el carácter de aquella gente, era pedirles demasiado que se quedasen allí. No había más remedio que marcharse a otra región, a menos que el gobierno húngaro se decidiese a destruir la inabordable fortaleza. ¿Pero era el castillo destructible por los humanos medios?

Durante la primera semana de junio nadie se aventuró a salir fuera de la aldea, ni aun para dedicarse a las faenas agrícolas. ¿Acaso el menor golpe de azadón no podía provocar la aparición de algún fantasma escondido en las entrañas del suelo? El arado hundiendo la tierra, ¿no haría salir bandadas de staflis o endriagos? Donde se sembraran granos de trigo, ¿no saldrían granos de demonio?

-¡No dejaría de suceder esto! decía Frik muy convencido. Y él, por su parte, se guardaba muy bien de llevar su rebaño a los prados del Sil.

Así, pues, la aldea estaba aterrorizada. Nadie trabajaba en los campos, nadie salía de su casa, cerrada a piedra y lodo. El señor Koltz no, sabía qué partido tomar para hacer nacer en sus administrados una confianza que le iba haciendo falta. Decididamente no había otro medio que ir a Kolosvar a fin de reclamar la intervención de las autoridades.

¿Y había seguido saliendo humo de la chimenea del torreón? Sí… Muchas veces permitió verlo el anteojo al través de los vapores que se arrastraban por la meseta de Orgall. Y cuando la noche llegaba, ¿tomaban las nubes un tinte rojizo, semejante a los reflejos de un incendio? Sí….: parecía que volutas inflamadas revoloteaban sobre el castillo.

Y los Mugidos que habían aterrorizado al doctor Patak, ¿se propagaban al través de los bosques del Plesa, con espanto de los habitantes de Werst? Sí…; o por lo menos, a pesar de la distancia, los vientos de S. 0. llevaban terribles gruñidos, que en la montaña repercutían los ecos de la garganta.

No era esto sólo; sino que,según decían los consternados habitantes, agitábase el suelo con trepidaciones subterráneas, como si un antiguo cráter reviviese en la cordillera de los Cárpatos… Pero acaso habría buena parte de exageración en lo que los naturales de Werst creían ver, oír y sentir. Como quiera que fuese, se habían producido hechos tangibles, positivos, y no había medio de vivir en un país tan extraordinariamente transformado.

No hay para qué decir que la posada del Rey Matías continuaba desierta; más abandonada que lazareto en tiempo de epidemia. Nadie hubiese tenido la audacia de franquear sus umbrales, y Jonás se preguntaba si, falto de parroquianos, no se vería obligado a cesar en el comercio, cuando la llegada de dos viajeros vino a modificar aquel estado de cosas. En la noche del 9 de junio, y a eso de las ocho, el picaporte de la puerta fue levantado desde fuera; mas el cerrojo, echado por dentro, impidió que se abriera. Jonás, que ya se había subido a su camaranchón, se apresuró a bajar; a la esperanza de encontrarse frente a un huésped, uníase el temor de que el tal huesped fuese algún aparecido, al cual no se le podría rehusar cena y cama.

Jonás se puso, pues, a parlamentar al otro lado de la puerta, sin abrirla.

-¿Quién es? preguntó.

-Dos viajeros.

-¿Vivos?

-Muy vivos.

-¿Estáis bien seguros?

-Todo lo seguros que puede estarse, señor posadero; pero que no tardarán en morir de hambre si tenéis la crueldad de dejarlos fuera.

Jonás se decidió a descorrer los cerrojos, y dos hombres penetraron en la sala.

Apenas dentro, su primer cuidado fue pedir una habitación para cada uno, pues tenían intención de permanecer veinticuatro horas en Werst.

A la claridad de su lámpara, Jonás examinó a los recién llegados con extrema atención, adquiriendo la certeza de que eran dos seres humanos, con los que podía hacer negocio. ¡Qué fortuna para el Rey Matías!

El más joven de los dos viajeros podía tener unos treinta y dos años. Era de elevada estatura, de cara noble y bella; tenía ojos negros, cabellos de un color castaño oscuro, y barba negra, elegantemente cortada. Su aspecto era un poco triste, pero altivo; aspecto de hidalgo, y un posadero tal observador como Jonás no podía engañarse en esto. Además, cuando le preguntó con qué nombre debía inscribir a los dos viajeros:

-El conde Franz de Télek, respondió el joven, y su asistente Rotzko.

¿De qué país?

De Krajowa.

Krajowa es una de las principales villas del Estado de Rumania, que confina con Transilvania en el S. de la cordillera de los Cárpatos. Franz de Télek, era, pues, de raza rumana, lo que Jonás había notado desde que le vio.

En cuanto a Rotzko, hombre de unos cuarenta años, alto, robusto, de espesos bigotes y cabellera fuerte, tenía todo el aspecto de un militar. Llevaba el morral sujeto a sus hombros por unos tirantes, y una maleta muy ligera en la mano. En esto consistía todo el equipaje del joven conde, que viajaba a guisa de turista, y a pies las más veces. Esto se veía en su traje: su capote en bandolera, pasamontañas sobre la cabeza, y una especie de blusa sujeta a la cintura por un cinturón, del que pendía la vaina de cuero del cuchillo valaco, polainas estrechamente ajustadas sobre zapatos de ancha y fuerte suela. Estos dos viajeros eran precisamente los mismos que el pastor Frik había encontrado hacía diez días en el camino de la garganta del Vulcano, y que entonces se dirigían hacia el Retyezat. Después de haber visitado la comarca hasta los límites del Maros, después de haber hecho la ascensión a la montaña, venían a descansar un poco en el pueblo de Werst, antes de entrar en el valle de los dos Sils.

-¿Tenéis dos habitaciones para nosotros? preguntó Franz de Télek.

-Dos… tres. . . cuatro… cuantas quiera el señor conde, respondió Jonás.

-Dos son suficientes, dijo Rotzko; pero es preciso que estén cerca una de otra.

-¿Les convienen éstas replicó Jonás abriendo dos puertas a la extremidad del salón.

-Perfectamente, respondió Franz de Télek.

Decididamente, Jonás no tenía nada que temer de sus nuevos huéspedes. No eran seres sobrenaturales, espíritus que habían tomado forma humana. ¡No! El hidalgo se presentaba como un personaje distinguido, de esos que un posadero tiene siempre a gran honra recibir. He aquí una feliz circunstancia que volvería su fama al Rey Matías.

-¿A qué distancia estamos de Kolosvar? preguntó el conde.

-A unas cincuenta millas, siguiendo el camino que pasa por Petroseny y Karlsburg, respondió Jonás

-¿Y es muy fatigosa la jornada,

-Muy fatigosa para los peatones; y si me permitís una observación diré que me parece que el señor conde debía darse un descanso de algunos días.

-¿Podemos cenar? preguntó Franz de Télek, poniendo término a las observaciones del posadero.

-Una media hora de paciencia, y tendré el honor de ofrecer al seíñor conde una cena digna de él.

-Pan, vino, huevos y carne fiambre nos bastan para esta noche.

-Os voy a servir.

-Lo más pronto posible.

-Al momento.

Y Jonás se disponía a volver a la cocina, cuando lo detuvo una pregunta del conde.

-Me parece que no tenéis mucha gente en la posada, dijo.

-En efecto. En este momento no hay nadie, señor conde.

-¿No es ésta la hora en que la gente del país viene a beber y a fumar su pipa?

-Ha pasado la hora, señor conde. En el pueblo de Werst hay costumbre de acostarse cuando las gallinas.

Jamás hubiera dicho la razón de no haber un sólo parroquiano en su posada.

-¿No cuenta vuestro pueblo más de trescientos o cuatrocientos habitantes?

-Próximamente, señor conde.

-No hemos encontrado un alma al bajar la calle principal.

-Es que… hoy estamos en sábado, víspera del domingo.

Afortunadamente para Jonás, que no sabía ya qué responder, Franz de Télek no insistió. Por nada del mundo se hubiera decidido el posadero a presentar la situación como era.

Los extranjeros no lo sabrían hasta lo más tarde posible, y era de temer que abandonasen una aldea tan justamente sospechosa.

-¡Con tal que la voz no empiece a murmurar en el salón mientras cenan! pensaba Jonás ponicndo la mesa.

Algunos instantes después, la sencilla cena que había pedido el conde estaba servida sobre un mantel muy blanco. Sentóse Franz de Télek, y Rotzko enfrente de él, según costumbre cuando viajaban. Cenaron ambos con buen apetito, y acabada la cena, se retiraron a sus habitaciones.

Como durante la cena el conde y Rotzko, no habían cruzado diez palabras, no pudo Jonás mezclarse en su conversación, con vivo disgusto. Franz de Télek parecía poco comunicativo; y en cuanto a Rotzko, después de haberle observado, comprendió el posadero que nada sacaría de é1 en lo concerniente a la familia de su señor.

Jonás, pues, se había contentado con dar las buenas noches a sus huéspedes. Pero antes de subir a su habitación, recorrió el salón con la mirada, prestando oído a los menores ruidos de dentro y de fuera, repitiendo:

-¡Con tal que esa abominable voz no los despierte durante su sueño!

La noche se pasó tranquilamente.

Al día siguiente, desde el amanecer, extiendiose por el pueblo la noticia de que dos viajeros habian bajado al Rey Matías, y numerosos habitantes fueron a colocarse delante de la posada.

Muy fatigados por la excursión de la víspera, Franz de Télek y Rotzko dormían aún, y no era probable que tuvieran intención de levantarse antes de las siete o las ocho de la- mañana. De aquí la gran impaciencia de los curiosos, ninguno de los cuales tenía el valor necesario para entrar en la sala antes que los viajeros hubieran salido de sus habitaciones. Al fin aparecieron a las ocho. Nada de particular les había acontecido. Se les podía ver yendo y viniendo por la posada. Después se sentaron para desayunarse, lo que no dejaba de ser bastante tranquilizador.

Además, Jonás, en pie en el dintel de la puerta, sonreía con aire afectuoso, invitando a sus antiguos parroquianos a que le volviesen su confianza. Puesto que el viajero que honraba con su presencia la posada era un noble, un noble rumano si se quiere, y de una de las más antiguas familias rumanas, ¿Qué podían temer en tan noble compañía?

En breve sucedió que el señor Koltz, pensando que él debía ser el primero en dar ejemplo, se decidió a dar el primer paso.

A eso de las nueve el biró entró en el salón, algo perplejo. Pronto fue seguido por el maestro Hermod, por tres o cuatro transilvanos y por el pastor Frik. En cuanto al doctor Patak, había sido imposible decidirle a que les acompañase.

-¡Poner los pies en casa de Jonás! … había respondido: ¡aunque me pagase diez florines por la visita!

Conviene advertir una cosa que no deja de tener importancia.

Si el señor Kaltz habia consentido en volver a entrar en el Rey Matías, no era únicamente por satisfacer un sentimiento de curiosidad, ni por el deseo de.ponerse en relaciones con el conde Franz de Télek. ¡No! El interés entraba por mucho en aquella determinación.

En efecto: en su cualidad de viajero, estaba obligado a pagar el pasaje por su criado y por él, y no se habrá olvidado que estas contribuciones iban directamente al bolsillo del primer magistrado de Werst.

El biró hizo la reclamación en términos decorosos, y Franz de Télek, aunque un poco sorprendido de la petición, se apresuró a pagar los derechos. Rogó también al señor Koltz y al maestro que se sentaran un momento a su mesa. Ellos aceptaron, no pudiendo rehusar un ofrecimiento tan políticamente formulado.

Jonás se apresuró a servir licores varios, los mejores de su cueva. Algunos vecinos de Werst pidieron entonces una ronda por su cuenta. Había, pues, motivo para creer que la antigua clientela, dispersa un instante, no tardaría en volver a tomar el camino del Rey Matías.

Después de haber pagado la contribución impuesta a los viajeros, Franz de Télek mostró deseos de saber si estos derechos producían mucho.

-No tanto como querríamos, señor conde, respondió el señor Koltz.

-¿Acaso es raro que los extranjeros vengan a esta parte de Transilvania?

-Muy raro, en efecto, respondió el biró, no obstante el mérito del país, que le hace digno de ser visitado.

-Así, lo creo, dijo el conde. Lo que he visto me ha parecido digno de atraer la atención de los viajeros. Desde la cúspide del Retyezat he admirado mucho los valles del Sil, las ciudades que se divisan en el E. y el círculo de montañas que ródean el macizo de los Cárpatos.

-Es muy hermoso, señor conde, es muy hermoso, respondió el maestro Hermod; y para completar vuestra excursión os invitamos a hacer la ascensión al Paring.

-Tengo el temor de que me falte el tiempo necesario para ello, respondió Franz de Télek.

-Con un día habrá bastante.

-Sin duda; pero yo regreso a Karisburg, y cuento con partir mañana por la mañana.

-¡Cómo! ¿Piensa el señor conde dejarnos tan pronto? dijo Jonás tomando su aire más afectuoso.

No le hubiera disgustado ver que los huéspedes prolongasen su estancia en el Rey Matías.

-Es preciso, respondió el joven. Además, ¿a qué objeto prolongar mi estancia en Werst?

-Creed que nuestro pueblo vale la pena de que un turista permanezea algún tiempo en él, hizo observar el señor Kotlz.

-Sin embargo, parece ser poco frecuentado, replicó el conde. Será probablemente porque los alrededores no ofrezcan nada curioso.

-En efecto, nada curioso, dijo el biró, pensando en el castillo.

-No.. . nada curioso, repitió el maestro,

-¡Oh… oh!. .. dijo el pastor Frik, dejando escapar involuntariarrente esta exclamación.

¡Qué miradas le arrojaron Koltz y los demás, y particularmente el posadero! ¿Era preciso poner a un extranjero al tanto de los secretos del país? ¿Enterarle de lo que sucedía en la meseta de Orgall? Señalar a su atención el castillo de los Cárpatos, ¿no era querer atemorizarle, despertando en él el deseo de abandonar el pueblo? Y en lo sucesivo, ¿qué viajeros querrían seguir el camino de la garganta del Vulcano para penetrar en Tránsilvanía?

Verdaderamente aquel pastor no mostraba más inteligencia que el más bestia de sus carneros.

-¡Cállete, imbécil….cállate! le dijo a media voz el señor Koltz.

Como la curiosidad del conde se había despertado, se dirigió directamente a Frik, preguntándole qué significaban aquellas exclamaciones.

No era el pastor hombre que se arrepintiese fácilmente, y en el fondo pensaba que tal vez Franz de Télek pudiera dar un buen consejo provechoso al pueblo.

-He dicho ¡oh… oh! señor conde, replicó, y no me vuelvo atrás.

-¿Hay, pues, en los alrededores de Werst alguna maravilla que visitar? preguntó el conde.

-¡Alguna maravilla! … repitió el señor Koltz.

-¡No, no! exclamaron los demás.

Y temblaban ya al pensamiento de que otra tentativa hecha para penetrar en el castillo, serviría para atraer nuevas desgracias.

Franz de Télek, no sin alguna sorpresa, observó aquellos valientes, cuyos rostros indicaban diversamente el terror, de bien significativa manera.

-¿Qué hay, pues? preguntó.

-¿Que qué hay, señor? respondió Rotzko. Pues bien: parece que se trata del castillo de los Cárpatos.

-¿,Del castillo de los Cárpatos?

-Sí. Éste es el nombre que el pastor acaba de decirme al oído.

Y diciendo esto, Rotzko mostraba a Frik, que meneaba la cabeza sin atreverse a mirar a su amo.

Habíase abierto una brecha en el muro de la vida privada del pueblo, y no tardó en pasar toda la historia por esta brecha.

En efecto: el señor Koltz, que había tomado su partido, quiso por sí rnismo hacer conocer la situación al joven conde contándole cuanto concernía al castillo de los Cárpatos.

No hay que decir que Franz no pudo ocultar el asombro que esta relación le hizo experimentar, y las ideas que le sugirió.

Aunque medianamente instruido en materias científicas, como sucede entre los jóvenes de su condición, que viven en sus castillos, enterrados en el fondo de los campos valacos era un hombre de buen sentido. No creía, pues, en apariciones, y las leyendas le causaban risa desde luego. Un castillo habitado por espíritus excitaba su incredulidad. Además, en todo lo que acababa de contar el Sr. Koltz, no había nada de maravilloso, sino únicamente algunos sucesos más o menos admisibles, a los que la gente de Werst atribuía un origen sobrenatural. El humo del torreón, las campanas lanzadas el vuelo, cosas eran que se podían explicar sencillamente. En cuanto a las fulguriciones y a los ruidos que salían de la muralla, eran efecto de la imaginación.

Franz de Télek no se contuvo para decirlo y bromear de ello, con gran escándalo de sus oyentes.

-Pero, señor conde, le hizo observar el señor Koltz, hay más todavía.

-¿Y qué es ello?

-Pues bien: que es imposible penetrar en el castillo de los Cárpatos.

-¿Verdaderamente?

-Nuestro guardabosque y nuestro doctor han querido franquear las murallas hace algunos días en obsequio al pueblo, y han pagado cara su intentona.

-¿Qué les ha sucedido? preguntó Franz con tono bastante irónico.

El señor Koltz contó -los detalles de la aventura de Nic y del doctor.

-¿De modo que cuando el doctor quiso salir del foso sus pies estaban fuertemente sujetos en el suelo, sin que pudiera dar un paso adelante?

-Ni adelante ni atrás, añadió Hermod.

-Lo habrá creído vuestro doctor replicó Franz de Télek, y sería el miedo lo que le sujetaba por los talones.

-Sea, señor conde, replicó el señor Kóltz. Pero Nic Deck ha sufrido una violenta, sacudida cuando le ha puesto la mano sobre el herraje del puente levadizo.

-Habrá recibido algún fuerte gol,P'—

-Y tan fuerte, replicó el biró, que está en el lecho desde aquel día. 1

-¿Pero no será peligro de muerte? se apresuró a preguntar el conde.

-No, afortunadamente.

En realidad, aquello era un hecho, un hecho innegable, y el señor Koltz esperaba la explicación que Franz de Télek le iba a dar.

He aquí lo que el conde respondió muy explícitamente:

-En todo lo que acabo de oír, repito que no hay nada que no sea muy sencillo. Para mí no tiene duda que el castillo de los Cárpatos está ocupado ahora. ¿Por quién? Lo ignoro. De cierto no es por espíritus, sino por gente que tiene interés en ocultarse después de haber buscado refugio en él.

-¿Malhechores? exclamó el señor Koltz.

-Es lo probable; y como no quieren que vayan a echarles de allí, han hecho creer que el castillo estaba habitado por seres sobrenaturales.

-¡Cómo, señor conde! respondió el maestro Hermod. ¿Creéis vos?…

-Yo creo que vuestro país es muy supersticioso, que los huéspedes del castillo lo saben, y han querido de ese modo evitar visitas importunas.

Era verosímil que las cosas hubieran pasado de esta suerte; pero no se extrañará que nadie de Werst quisiera admitir esta explicación.

El conde notó que no había convencido a un auditorio que, no quería dejarse convencer. Por lo tanto, se contentó con añadir:

-Puesto que no admitís mis razones, señores, continuad creyendo lo que os plazca respecto al castillo de los Cárpatos.

-Creemos lo que hemos visto, señor conde, respondió el señor Koltz.

-Y lo que es, añadió el maestro.

-Sea; y verdaderamente lamento no poder disponer de veinticuatro horas, pues Rotzko y yo iríamos a visitar vuestro famoso castillo, y os aseguro que bien pronto sabríamos a qué atenernos.

-¡Visitar el castillo! exclamó el señor Koltz.

-Sin vacilar, y ni el diablo en persona nos hubiera impedido franquear la muralla.

Oyendo a Franz de Télek expresarse en términos tan categóricos e irónicos al mismo tiempo, sintieron todos un singular espanto. El tratar a los espíritus con tan poco respeto, ¿no podía atraer alguna catástrofe obre el pueblo? ¿Acaso no oían los genios cuanto se decía en la posada del Rey Matías? ¿Iba a resonar la voz por segunda vez en el salón?

Y a este propósito el señor Koltz advirtió al conde en qué condiciones el guardabosque había sido amenazado de un terrible castigo, si se empeñaba en querer penetrar en el castillo de los Cárpatos.

Franz de Télek se contentó con encogerse de hombros; después se levantó diciendo que jamás se había podido oír, como pretendían, ninguna voz en aquella sala. Todo esto afirrnó que no existía más que en la imaginación de los parroquianos, demasiado crédulos y un poco aficionados al schnaps del Rey Matias.

Entonces algunos se dirigieron hacia la puerta, poco dispuestos a estar más tiempo en un sitio en el que un joven escéptico osaba sostener semejantes palabras.

Pero Franz de Télek les detuvo con un gesto.

-Decididamente, señores, dijo, veo que el pueblo de Werst está bajo el imperio del miedo.

-Y no sin razón, señor conde, respondió Koltz.

-Pues bien: he aquí un medio para acabar con las maquinaciones que según vosotros pasan en el castillo de los Cárpatos. Pasado mañana estaré en Karlsburg, y, si quereis, prevendré a las autoridades de la ciudad. Se os enviará una compañía de gendarmes o de agentes de la policía, y os respondo que que esos valientes penetrarán en el castillo, sea para cazar a los farsantes que se divierten con vuestra credulidad, sea para detener a los malhechores que preparan algún mal golpe.

Nada más aceptable que esta proposicion, y, sin embargo, no fue del agrado de los notables de Werst. En su opinión, ni los gendarmes, ni la policía, ni el mismo ejército, podrían nada contra seres sobrehumanos, que sabrían defenderse con medios también sobrenaturales.

-Mas pienso ahora, señores, replicó entonces el conde, que todavía no me habéis dicho a quién pertenece o perteneció el castillo de los Cárpatos.

-A una antigua familia del país: la de los barones de Gortz, respondió el señor Koltz.

-¡La familia de Gortz! exclamó Franz de Télek.

-La misma.

-¿A la que pertenece el barón Rodolfo?

-Sí señor conde.

-¿Y sabéis si ha venido?

-No; hace muchos años que el barón no ha vuelto por el castillo.

Franz de Télek se había puesto muy pálido, y maquinalmente repetía con voz alterada:

-¡Rodolfo de Gortz!

CAPÍTULO II

La familia de los condes de Télek, una de las más antiguas e ilustres de Rumania, ya gozaba de gran prestigio mucho antes de que este país hubiese conquistado su independencia en los comienzos del siglo XVI. El apelilido Télek figura en todas las peripecias políticas del mencionado país, y su historia hállase escrita en páginas gloriosas.

Menos afortunada en la actualidad que, la famosa haya del castillo, que tenía tres ramas, la familia de los Télek sólo contaba con un vástago, que era el caballero que acabamos de ver llegar a Werst.

Pasó Franz toda su infancia en el castillo patrimonial en que moraban el conde y la condesa de Télek. Gozaban los descendientes de aquella familia gran consideración en el país, dónde hacían generoso empleo de su fortuna. Entregados a la vida cómoda y patriarcal de la nobleza del campo, apenas si dejaban sus dominios de Krajowa una vez al año, y esto cuandó sus negocios les llamaban a la población de este título, distante del castillo tan sólo algunas millas.

Tal género de vida tenía que influir en la educación de su hijo único, y Franz debía sentir el efecto del medio en que su juventud transcurría. Tuvo por maestro a un anciano sacerdote italiano que no le pudo enseñar más de lo que sabía, que no era a la verdad gran cosa.

De este modo el niño se fue haciendo hombre sin haber adquirido más que insuficientes nociones de las ciencias, artes y literaturas contemporáneas. La caza era su pasión, y pasábase días y noches por bosques y prados persiguiendo ciervos, jabalíes y osos, cuchillo en mano, este, era el pasatiempo favorito del joven conde, quien, valiente y resuelto, realizaba verdaderas proezas en tan rudo ejercicio.

Murió la condesa cuando apenas su hijo tenía quince años, y sólo tenía veintiuno ctrando pereció su padre, víctima de un accidente de caza.

La pena que afligió al joven fue inmensa ante ambas irreparables pérdidas en tan poco tiempo. Toda su ternura, cuanto cariño encerraba su corazón, habíase. compendiado en su acendrado amor filial. Mas cuando aquel amor le faltó, careciendo de amigos y muerto también su preceptor, encontróse solo en el mundo.

Durante tres años, el joven conde permaneció en el castillo de Krajowa, sin poder decidirse a abandonarle. Vivía allí sin buscar relaciones con el exterior. Apenas iba una o dos veces a Bucarest cuando los negocios le obligaban a ello, y aun estas ausencias eran de corta duración, pues tenía ansia de regresar a sus dominios.

Sin embargo, esta existencia no podía durar, y Franz concluyó por sentir el deseo de ensanchar un horizonte que limitaban estrechamente las montañas rumanas: quiso volar a otro ambiente.

Tenía unos veintitrés años cuando tomó la resolución de viajar. Su fortuna le permitía satisfacer largamente sus nuevos caprichos… Un día abandonó el castillo de Krajowa, sus antiguos servidores, y se alejó del país valaco, en compañía de Rotzko, un antiguo soldado rumano que desde diez años atrás estaba al servicio de la familia Telek y era el compañero, del joven en todas sus expediciones de caza. Era hombre valiente y resuelto, y muy devoto de su amo.

La intención del conde era visitar Europa y detenerse algunos meses en las capitales más importantes del continente. Creía, no sin razón, que su instrucción, nada más que esbozada en el castillo de Krajowa, podría completarse por las enseñanzas de un viaje cuyo plan había dispuesto cuidadosamente.

Franz quiso visitar a Italia lo primero, pues hablaba correctamente el italiano que el viejo sacerdote le había enseñado. El atractivo de aquella tierra tan rica en recuerdos, y a la que se sentía preferentemente atraído, fue, tal, que permaneció allí cuatro años. No abandonó Venecia sino para ir a Florencia, ni Roma sino para ir a Nápoles, volviendo sin cesar a aquellos centros artísticos, de los que no podía separarse. Dejaba para más tarde el visitar Francia, Alemania, España, Rusia e Inglaterra; para cuando la edad hubiera madurado sus ideas y pudiera estudiar aquellas regiones con mayor provecho. Por el contrario, estaba en toda la efervescencia de la juventud para gustar el encanto de las grandes ciudades italianas.

Tenía Franz de Télek veintisiete años cuando fue a Nápoles por la última vez.

No pensaba permanecer en aquel punto más que algunos días antes de volver a Sicilia, terminado su viaje con la exploración de la antigua Trinacria, y retornando después al castillo de Krajowa a fin de descansar un año.

Una circunstancia inesperada había, no solamente de cambiar sus planes, sino de decidir de su vida entera y modificar su curso. Durante aquellos años pasados en Italia, el conde había perfeccionado su instrucción de un modo mediano solamente, sintiéndose poco apto para el cultivo de las ciencias: pero en cambio el sentimiento de lo bello le había sido revelado como a un ciego la luz. Con el espíritu abierto a los esplendores del arte, se entusiasmaba delante de las obras maestras de la pintura, cuando visitaba los museos de Nápoles, Venecia Roma y Florencia; y al mismo tiempo los teatros le habían hecho conocer las obras líricas de aquella época, y se apasionaba por la manera como los artistas las interpretaban.

Durante su última estancia en Nápoles, y en las circunstancias particulares que vamos a referir, un sentimiento de una naturaleza más viva, de una fuerza más intensa, se apoderó de su corazón.

En aquella época, y en el teatro de San Carlos, había una célebre cantante, cuya voz pura, método acabado y juego dramático causaban la admiración de los aficionados al divino arte. Hasta entonces la Stilla no había buscado los aplausos del extranjero, y jamás cantaba más música que la italiana, que ocupaba el primer puesto en el arte de la composición.

El teatro de Carignan en Turín, de Scala en Milán, Fenice en Venecia, el de Alferi en Florencia, el de Apolo en Roma y el de San Carlos en Nápoles, la poseían por turno, y sus triunfos no la dejaban ningún disgusto por no haber todavía pisado otras escenas de Europa.

Tenía entonces Stilla veinticinco años, y era una mujer de una belleza ideal, con su larga cabellera de dorados tonos, el fuego de sus ojos negros y profundos, donde parecían brillar llamas, la pureza de sus rasgos, temperamento ardiente y un talle que no hubiera podido hacer más perfecto el cincel de Paxiteles. Esta mujer era, además, una artista sublime, otra Malibran, cuyo Musset hubiera podido decir también:

Et tes chants dans les cieux ernportaient la douleur

Y esta voz que el más querido de los poetas ha celebrado en sus inmortales estrofas:

« … cette voix du coeur qui seule au coeur arrive»

esta voz era la de Stilla, en toda su inexplicable magnificencia. Sin embargo, esta incomparable primadona, que reproducía con tal perfección los acentos de la ternura, el fuego de las pasiones y los más poderosos sentimientos del alma, no había sentido, según se decía, estos efectos en su corazón. Jamás había amado; jamás sus ojos habían respondido a las mil miradas que la envolvían sobre la escena. Parecía no querer vivir más que en su arte y para su arte.

Desde la primera vez que Franz vio a Stilla, sintió ese irresistible entuisiasmo que es la esencia del primer amor. Renunció a su proyecto de abandonar Italia después de haber visitado Sicilia y resolvió quedarse en Nápoles hasta el fin de la temporada teatral. Como si un invisible lazo, que él no podía romper, le hubiera sujetado a la cantante; asistía a todas las representaciones, que el entusiasmo del público transformaba en verdaderos triunfos. Muchas veces, incapaz de dominar su pasión, había intentado acercarse a ella; pero la puerta de la Stilla estaba invariablemente cerrada, tanto para él como para los otros fanáticos adoradores.

Síguese de aquí, pues, que el joven conde fue bien pronto el más desconsolado de los hombres. Siempre solo, en presencia de su amor, no pensando más que en la gran artista; no vivía más que para verla y oírla, sin buscar el crearse relaciones en un mundo al que su nombre y fortuna le llamaban.

Bien pronto aquella efervescencia de su alma se acrecentó hasta tal punto, que su salud se vio comprometida, y júzguese cuánto hubiera sufrido si hubiera sentido la tortura de los celos; si el corazón de la Stilla hubiera pertenecido a otro.

Pero -el conde no tenía rival; lo sabía y no hubiera tenido desconfianza alguna, a no ser por cierto personaje, bastante extraño, cuyo carácter y rasgos vamos a conocer, por exigirlo así las peripecias de esta historia.

Era un hombre de cincuenta a cincuenta y cinco años (al menos así se creía), en la época en aue Franz de Télek vino a Nápoles por última vez. Este ser, poco comunicativo, parecía vivir fuera de las conveniencias sociales propias de las altas clases. Nada se sabía de su familia, de su estado actual, de su pasado. Se le encontraba hoy en Roma, mañana en Florencia, y, es preciso decirlo, según que la Stilla estaba en Florencia o en Roma. En realidad no se le conocía más que una sola pasión: oír a la cantante de tan gran renombre, que ocupaba entonces el primer puesto en el arte del canto.

Si Franz de Télek no vivía más que en el delirio de su idolatría por la Stilla desde el día en que la había aplaudido, o, por mejor decir, en que la había visto sobre la escena de Nápoles, hacía ya seis años que el excéntrico aficionado se había unido a la cantante. Pero muy diferente en esto al joven conde, no era la mujer, sino la voz lo que había llegado a ser una necesidad de su vida; necesidad tan imperiosa como la del aire que respiraba. Jamás había intentado verla fuera de la escena; jamás se había presentado en casa de la Stilla; jamás le había escrito. Pero todas las veces que la Stilla aparecía en cualquier teatro de Italia, se veía pasar por delante del despacho un hornbre de alta estatura, envuelto en un largo gabán oscuro y cubierto de ancho sombrero que ocultaba su cara. Este hombre se apresuraba a tomar asiento en el fondo de un palco enrejado, probablemente abonado para él. Y allí quedaba encerrado, inmóvil y silencioso durante toda la representación.

Después, una vez que Stilla había dado su última nota, salía furtivamente, y ninguno de los demas cantantes le hubiera podido retener… No los hubiera oído.

¿Quién era este espectador tan asiduo a sus representaciones? En vano había tratado de saberlo la Stilla. Y como ésta era de una naturaleza tan impresionable, concluyó por aterrarle la presencia de este hombre original; terror poco razonable, pero muy real. Aunque la Stilla no podía verle en el fondo de su palco, cuya celosía jamás,bajaba el misterioso personaje, ella sabía que estaba allí; sentía su mirada imperiosamente fija sobre ella, Y profundamente turbada por su presencia, no oía ni los bravos con que el público acogía su salida a escena.

Queda dicho que este personaje jamás se había aproximado a Stilla; pero si no había procurado conocer a la mujer -e insistimos particularmente en este punto-, todo cuanto podía recordar a la artista había sido objeto de sus constantes atenciones.

Así es que poseia el más hermoso de los retratos que el gran pintor Michel Gregorio había hecho de la cantante. En aquel retrato estaba la Stilla apasionada, vibrante, sublime, encarnada en uno de sus más hermosos papeles. Aquel retrato, adquirido a peso de oro, bien valía lo que por él había pagado su rico admirador.

Por más que aquel ente original, siempre solo en su palco, no salía nunca de su casa sino para ir al teatro, no vivía en un aislamiento absoluto. ¡No! Un compañero no menos extraño que él compartía su existencia.

Este último se llamaba Orfanik. ¿Qué edad tenía? ¿De dónde venía y de dónde era? Nadie hubiera podido dar contestación a estas preguntas. De creer lo que decía a todo el que quería oírlo, era uno de esos sabios ignorados cuyo genio no ha podido darse a luz, y que sienten odio hacia el mundo que les desconoce. Suponíase, no sin razón, que debía de ser algún pobre diablo, algún inventor que vivía a expensas de su protector.

Era Orfanik de mediana estatura, delgado, raquítico, con cara de hético; una de esas caras pálidas que en el antiguo lenguaje recibían el calificativo de chiches faces.

Seña particular: llevaba una ojera puesta sobre el ojo derecho, que acaso había perdido en algún experimento de física, y sobre su nariz unos gruesos anteojos, cuyo único cristal de miope servía a su ojo izquierdo de verdosa pupila.

Durante sus paseos solitarios gesticulaba como si hablase con algún ser invisible que le escuchase sin responderle nunca.

El extraño melómano y el no menos extraño Orfanik eran todo lo conocidos que podían ser en las ciudades italianas a las que acudían en las temporadas teatrales. Gozaban el privilegio de excitar la pública curiosidad; y por más que el admirador de la Stilla hubiese rechazado siempre a los reporters y a sus indiscretas interviews, al cabo conocióse su nombre y su nacionalidad. Era de origen rumano, y la primera vez que Franz de Télek preguntó cómo se llamaba, le respondieron: «el barón Rodolfo de Gortz.»

Así estaban las cosas en la época en que el conde acababa de llegar a Nápoles. Hacía dos meses que el teatro de San Carlos contaba por llenos las representaciones, y el éxito de la Stilla acrecía cada noche. Jamás la artista se había mostrado tan admirable en el desempeño de los diversos papeles de su repertorio; jamás había obtenido ovaciones más entusiastas.

Durante las representaciones, y en tanto que Franz ocupaba su butaca de orquesta, el barón de Gortz, oculto en el fondo del palco, quedábase absorto en aquel canto ideal, impregnándose de aquella voz divina, sin la que la vida le parecía imposible.

Empezó a correr por Nápoles un rumor, al que el público rehusaba dar crédito, pero que acabó por alarmar al mundo dilettante. Se decía que al terminar la temporada la Stilla iba a retirarse de la escena. . ¡Qué! En toda la posesión de su talento, en la plenitud de su belleza, en el apogeo de su carrera artística, ¿era posible que pensase en retirarse?

Sin embargo, aquel rumor que parcecía inverosímil, era cierto, y en, realidad el barón de Gortz no era ajeno a esta, resolución.

Aquel espectador misterioso, siempre invisible tras la celosía del palco, había acabado por provocar en la Stilla una emoción nerviosa, persistente, de la que no podía defenderse. En cuanto salía a escena sentiase impresionada hasta tal punto, que su turbación, muy visible para el público, alteraba poco a poco la salud de la joven.

Salir de Nápoles, huir a Roma, a Venecia o a otra ciudad cualquiera de la península, no sería suficiente -Stilla lo sabía- para librarse de la presencia del barón de Gortz. Otro tanto sucedería si abandonaba Italia yendo a Alemania, a Rusia o a Francia. Aquel hombre la seguiría adonde fuese con el objeto de oírla, y sólo tenía un medio para libertarse de aquella importunidad. Abandonar el teatro.

Ahora bien: desde dos meses ya, antes que el rumor de su retirada se hubiese extendido, Franz de Télek se había decidido a dar cerca de la cantante un paso cuyas consecuencias debían de traer desgraciadamente la más irreparable de las catástrofes. Libre de su persona y dueño de una fortuna, se había hecho admitir en casa de Stilla y le había ofrecido su mano y su título.

La Stilla no ignoraba desde hacía tiempo los sentimientos que inspiraba al conde, y pensaba que cualquier mujer, aun de la más alta sociedad, se consideraría feliz confiando su vida y felicidad a aquel caballero. Así que, en la dísposición de ánimo en que se encontraba, recibió la demanda con un agrado que no pudo ocultar. Sintióse amada con tal pasion, que consintió en ser la esposa del conde Télek, aun a costa de abandonar su carrera artística.

La noticia era, pues, verdadera. En cuanto terminase la temporada en el teatro de San Carlos, la Stilla no reaparecena en ningun teatro. Su matrimonio, del que ya se tenían algunas sospechas, se dio como cosa segura.

Como se comprende, aquello produjo un efecto prodigioso, no solamente en el mundo artístico, sino también en el gran mundo de Italia. Preciso era ya admitir el proyecto. Celos y odios se desencadenaron contra el conde, que robaba al arte, a sus éxitos y a la idolatría de los aficionados, la primera cantante de la época. Hubo hasta amenazas personales, de las que Franz no se preocupó nada.

Si tal efecto -hizo la noticia en el público, imagínese lo que sentiría Rodolfo de Gortz ante la idea de que su ídolo le iba a ser robado, perdiendo, al perderle, el encanto de su vida. Corrió el rumor de que intentó suicidarse: lo cierto fue que desde aquel día ya no se vio a Orfanik por las calles de Nápoles; ya no abandonaba al barón, y hasta iba con él a encerrarse en el palco de San Carlos, cosa que nunca había hecho, siendo como era absolutamente refractario, como tantos sabios, al encanto sensual de la música.

En tanto transcurría el tiempo, y la emoción iba a llegar a su colmo la noche en que la Stilla aparecería por última vez en escena. Iba a despedirse del público con el hermoso papel de Angélica en el Orlando, la obra maestra de Arconati.

Aquella noche era el teatro muy pequeno para contener a los espectadores que se agolpaban a las puertas, quedando sin obtener localidad la mayor parte. Llegaron a temerse manifestaciones contra el conde de Télek, ya que no durante la representación, al menos cuando el telón bajase en el último acto de la ópera.

El barón de Gortz ocupaba su palco, como de costumbre, y Orfanik le acompañaba.

La Stilla apareció más emocionada que nunca. Rehízose, sin embargo, y abandonándose a su inspiracion, cantó con una perfección, con un tan inefable talento, que no puede expresarse. El entusiasmo que causó a los espectadores llegó al delirio.

Durante la representación, el conde permaneció de pie junto a la caja de bastidores, impaciente, nervioso, febril, pudiendo apenas contenerse, maldiciendo la extensión de las escenas, irritándole la tardanza que provocaban los aplausos y las llamadas. ¡Ah! ¡Cuánto tardaba el momento de arrancar de aquel teatro la que iba a ser condesa de Télek! Aquella mujer adorada, que se llevaría lejos, muy lejos, donde no pudiera ser de nadie más que de él solo.

Llegó el momento supremo; la dramática escena última, en que muere la heroína del Orlando. Nunca pareció más hermosa la admirable música de Arconati. Jamás la Stilla la interpretó con más apasionados acentos. El alma de la artista parecía asomar a sus labios, y, sin embargo, diríase que aquella voz, desgarradora en algunos momentos, iba a destrozarse, puesto que no se la iba, a oír jamás.

En aquel momento corrióse la celosía del palco del batón de Gortz y apareció aquella extraña cabeza de largo pelo gris y ojos brillantes… Mostróse aquella cara estática, de espantosa palidez. Franz desde la caja de bastidores, vio en plena luz, por primera vez, aquella cabeza.

La Stilla se dejaba arrastrar por el fuego de la arrbatadora estrofa del canto final. Acababa de repetir aquella frase de sublime sentimiento.

Inamorata, mio coure treinante…

Voglio morire…

De repente se detuvo. La cara del barón de Gortz la aterrorizó… Paralizóla inexplicable espanto… Llevóse rápidamente la mano a la boca, tinta en sangre. .. Vaciló… y cayo…

El público en masa se levantó palpitante,. loco, en el colmo de la angustia… Del palco del barón escapose un grito… Franz se precipita en la escena, coge a Stilla en sus brazos, la levanta, la contempla, la llama, y exclama:

¡Muerta!.. . ¡Muerta! …

¡Sí! La Stilla está muerta. . . En su pecho se ha roto un vaso… ¡Su canto se ha extinguido con su último suspito!

El conde fue trasladad o a su hotel en tal estado, que se temía por su razón. No pudo asistir a los funerales de la Stilla, que fueron hechos en medio de un inmenso concurso de la población nápolitana.

El cuerpo de la cantante fue inhumado en el Campo Santo Nuovo. Sobre el mármol de su tumba se lee este nombre:

STILLA

La noche de los funerales, un hombre fue al Campo Santo Nuovo; allí, con los ojos extraviados, la cabeza enmarañada, los labios apretados como si estuvieran sellados por la muerte, permaneció contemplando la tumba de la Stilla. Parecía como si prestase atención, imaginando que la voz de la Stilla iba a resonar por última vez desde el fondo de la tumba…

Aquel hombre era Rodolfo de Gortz.

En la misma noche, el barón de Gortz, acompañado de Orfanik, salió de Nápoles, y nadie volvió a saber de él.

Al siguiente dia llegó una carta, dirigida al conde de Télek. Aquella carta no contenía más que estas palabras, de un laconismo amenazador:

«Vos la habéis matado. ¡Desgraciado de vos, conde de Télek!

-RODOLFO DE GORTZ.»

CAPÍTULO III

Tal había sido aquella lamentable historia.

Durante un mes estuvo en gran peligro la vida de Franz de Télek. A nadie reconocía, ni aun a su fiel Rotzko. En los momentos de alta fiebre, sólo un nombre murmuraban sus labios, prestos a rendir el último aliento: Stilla. El joven logró por fin escapar a la cercana muerte. La pericia médica, los incesantes cuidados de Rotzko, y sobre todo su juventud y fuerte naturaleza, triunfaron, y Franz se salvó, quedando su razón incólume de aquel violento choque.

Cuando pudo coordinar sus recuerdos, cuando volvió a su memoria la trágica escena del Orlando, en que la artista exhaló su alma, exclamó:

-¡Stilla, Stilla mía! En tanto que sus manos se tendían instintivamente a aplaudir.

Así que el joven pudo abandonar el lecho, Rotzko obtuvo de él la formal promesa de que abandonarían la funesta ciudad y se trasladaríán a su castillo de Krajowa. Quiso el conde, antes de partir de Nápoles, ir a orar sobre la tumba de la muerta y darla su último, su eterno adiós.

Rotzko le acompañó al Campo Santo Nuovo. Allí se arrojó el joven sobre aquella tierra despiadada… ; quería cavar con sus uñas su propia tumba… Pudo Rotzko arrancarle de allí, de aquella sepultura donde dejaba áu vida, su dicha toda.

Algunos días después, Franz de Télek, de vuelta en. Krajowa, en Valaquia, de nuevo se encontró en su castillo patrimonial, en donde durante cinco años vivió en el más completo aislamiento, sin querer salir de él. Ni la distancia pudieron dulcificar su pena. No podía olvidarlo. El recuerdo de Stilla, tan vivo como el primer día, se hallaba ligado a su existencia cual incurable herida.

Sin embargo, ya en la época en que comienza esta historia, el joven conde de Télek había dejado el castillo algunas semanas antes. ¡Cuántos ruegos y súplicas costó a Rotzko el decidir a su señor a que dejase la soledad en que íbasa consumiendo! Que el conde no llegase a consolarse, sea; pero, por lo menos, era preciso que tratase de mitigar su dolor.

Dispusieron un viaje que había de empezar visitando la Transilvania. Rotzko esperaba que más tarde el joven consentiría en continuar su viaje por Europa, tan tristemente interrumpido en Nápoles.

Franz de Télek partió, pues, como un turista, y solamente para una breve excursión. Ambos habían subido a las llanuras de Valaquia y habían llegado hasta la imponente cordillera de los Cárpatos; se internaron después por los desfiladeros del Vulcano; subieron al Retyezat, hicieron una expedición al valle de Meros y fueron a hacer alto a Werst, a la posada del Rey Matías.

Ya se ha dicho cuál era el estado de los ánimos en el momento en que Franz de Télek llegó, y como fue puesto al corriente de los incomprensibles sucesos acaecidos en el castillo. Se sabe también cómo el joven tuvo noticia de que el castillo pertenecía al barón Rodolfo de Gortz.

El efecto producido en el joven por aquel nombre no pudo pasar inadvertido para el señor Koltz y sus compañeros.

Rotzko hubiera de muy buena gana enviado al diablo al señor Koltz, que tan inoportunamente le pronunció, y a todas sus estúpidas historias. ¿Qué malandanza había llevado a Franz de Télek precisamente a Werst, junto al castillo de los Cárpatos?

El conde permaneció silencioso. Su mirada inquieta indicaba claramente la turbación de su alma, turbación que en vano trataba de calmar.

El Sr. Koltz y sus amigos comprendieron que algún lazo rnisterioso unía al conde de Télek y al barón de Gortz; pero por grande que fuese su curiosidad, mantuviéronse en prudente reserva y no insistieron sobre el particular. Más tarde se vería lo que había que hacer.

Poco después, todos abandonaron la posada, muy preocupados por aquel extraordinario encadenamiento de aventuras, que nada bueno presagiaba para la aldea.

Y bien: ahora que el joven conde sabía a quién pertenecía el castillo de los Cárpatos, ¿cumpliría su promesa? Una vez en Karlsburg, ¿prevendría a las autoridades y reclamaría su intervención? He aquí lo que se preguntaban el biró, el maestro, el doctor Patak y los demás. En todo caso, y si el conde no lo hacía, el señor Koltz estaba decidido a hacerlo. Advertida la Policía, vendría a visitar el castillo, y vería si se hallaba habitado por espíritus o por malhechores.

El pueblo no podía continuar más tiempo bajo semejante temor. No obstante, en opinión de la mayoría, la tal medida resultaría inútil e ineficaz. ¿Qué batalla iba a ser aquella contra los espíritus? Los sables de los gendarmes saltarían cual si fuesen de vidrio, y sus fusiles errarían todos los disparos.

En tanto, Franz de Télek, solo en el establecimiento del Rey Matías, se abandonaba a los dolorosos recuerdos que el nombre del barón de Gortz evocaba en su espíritu.

Al cabo de una hora, pensando en estas cavilaciones, levantóse de su asiento, y saliendo de la sala se dirigió al extremo del terraplén y miró a lo lejos. Allá en la cuneta del Plesa y sobre la llanura de Orgall, alzábase el castillo de los Cárpatos.

Allí era donde había vivido el extraño espectador del teatro de San Carlos, el hombre que de tal modo atemorizaba a la desgraciada Stilla. Mas a la sazón el castillo estaba desierto, Y el barón no había vuelto allí desde su marcha a Nápoles. Nada se sabía de lo que le hubiese acontecido, y era probable que, muerta la gran artista, el barón hubiera puesto fin a su existencia. Franz extraviaba su pensamiento por el campo de las hipótesis, no sabiendo cuál aceptar.

Por otra parte, la aventura del guardabosque Nic Deck no dejaba de preocuparle en cierto modo, y hubiérale complacido descubrir aquel misterio, aunque no fuese más que para tranquilizar a la población de Werst.

Como el joven no dudaba que se habían refugiado en el castillo malhechores, decidió cumplir su promesa de sorprender los planes de aquellos falsos aparecidos, dando parte a la policía de Karlsburg.

Sin embargo, antes de poner en práctica su idea, quiso Franz tener detalles más circunstanciados sobre el particular, y a este fin, lo más conveniente era dirigirse al propio guardabosque; razón por la cual, antes de volver a la posada, y a eso de las tres de la tarde, se presentó en casa del biró Koltz.

Mostróse éste muy honrado con la visita de un caballero de las prendas del conde de Télek… descendiente de noble familia rumana, al cual debería el pueblo haber recobrado la calma y su prosperidad, puesto que los turistas volverían a visitar el país, con lo que subirían los derechos de peaje, sin tener nada que temer de los genios maléficos del castillo de los Cárpatos, etc., etc.

Mucho agradeció Franz de Télek los cumplidos del biró, y le preguntó si había algún inconveniente en ser introducido en el cuarto de Nic Deck.

-Ninguno, señor conde, respondió el biró. El valiente, Nic mejora considerablemente, y no tardará en volver a su oficio.

Y añadió, dirigiéndose a su hija que acababa de entrar en la sala:

-¿No es verdad, Miriota?

-Dios haga que así sea, padre, respondió Miriota con voz conmo vida.

Franz quedó encantado del afectuoso saludo que le hizo la joven, y viéndola todavía inquieta por el estado de su prometido, se apresuró a pedirle algunas explicaciones con este motivo.

-Según tengo entendido, dijo, no ha sido grave la dolencia de Nic.

-No, señor conde. ¡Y que el cielo sea bendito!

-¿Tenéis en Werst buen médico?

-¡Hum!… dijo el señor Koltz un tono poco favorable para el antiguo enfermero del lazareto.

-Tenemos al doctor Patak, respondió Miriota.

-¿El que acompañó a Nic al castillo de los Cárpatos?

–Sí, señor conde.

–Señorita Miriota, dijo entonces Franz. En interés suyo, desearía ver vuestro novio y obtener algunos detalles más precisos acerca de su aventura.

-Se apresurará a dároslos, aunque aún está algo fatigado.

-¡Ah! Yo no abusaré, señorita Miriota; no haré nada que pueda perjudicar a Nic.

-Lo sé, señor conde.

-¿Cuándo se efectuará vuestro matrimonio?

-Dentro de quince días, respondió el biró.

-Entonces tendré un gran placer en asistir, si el señor Koltz tiene a bien el invitarme.

-¡Señor conde, tal honor! . . .

-Dentro de quince días, convenido. Y estoy seguro que estará ya curado y que podrá dar un paseo con su linda prometida.

-Dios le proteja, señor conde, respondió Miriota ruborizándose.

Y en este momento su encantadora cara expresaba una ansiedad tan visible, que Franz le preguntó la causa.

-Sí, que Dios le proteja, respondió Miriota; pues al intentar penetrar en el castillo de los Cárpatos, a pesar de la prohibición, Nic ha irritado a los genios, y ¡quién sabe si éstos no le atormentarán toda la vida!

-¡Oh, señorita Miriota! Ya les meteremos en cintura, os lo prometo, respondió Franz.

-¿Y no sucederá nada a mi pobre Nic?

-Nada; y gracias a los agentes de la policía , se podrá visitar el castillo dentro de algunos días, con tanta seguridad como la plaza de Werst.

El conde, juzgando inoportuno discutir la cuestión de lo sobrenatural delante de espíritus tan preocupados, rogó a Mirota le condujera al cuarto del guardabosque, lo que la joven se apresuró a hacer, dejando a Franz solo con su novio.

Nic Deck sabía ya la llegada de los dos viajeros a la posada del Rey Matías. Estaba sentado en un viejo sillón muy ancho, y se levantó para recibir al visitante. Como apenas se resentía ya de la parálisís, que le había acometido, se encontraba en estado de responder a las preguntas de Télek,

-Señor Deck, dijo Franz después de haber estrechado amistosamente la mano del joven; ante todo os preguntaré si creeis en la presencia de seres maléficos en el castillo de los Cárpatos.

-Me veo obligado a creerlo, señor conde, respondió Nic.

-¿Y serían ellos los que os impidieron franquear la muralla del castillo?

-¡No lo dudo!

-Y por qué, ¿queréis decirlo?

-Porque si no había genios, no tiene explicación lo que me ha sucedido.

-¿Queréis hacerme la merced de contarme, sin omitir nada, lo que os sucedió en vuestra tentativa?

-Con mucho gusto, señor conde.

Y Nic Deck refirió detalladamente lo que se le pedía, con lo que confirmó los hechos que habían llegado a conocimiento de Franz en su conversación con los parroquianos del Rey Matías; hechos a los que el conde daba, como se sabe, una explicación puramente natural.

En suma: los sucesos de aquella noche de aventuras se explicaban fácilmente, si los seres humanos o maléficos que ocupaban el castillo poseían la máquina capaz de producir aquellos efectos fantásticos. Respecto a la singular pretensión del doctor Patak, de haberse sentido sujeto al suelo por una fuerza invisible, se podía sostener que el dicho doctor había sido juguete de una ilusión. Lo que parecía más verosímil, era que las piernas del doctor habían quedado paralizadas, porque él estaba loco de espanto; y esto fue lo que Franz dijo al guardabosque.

-¡Cómo, señor conde! respondió éste. En el momento mismo en que el doctor quería huir, ¿iban las piernas de este poltrón a negarse a andar? Convendréis en que esto no es posible.

-Pues bien, replicó Franz; admitamos que sus pies estaban cogidos en algún lazo, que probablemente estaba oculto bajo la hierba, en el fondo del foso.

-Cuando los lazos se aprietan, respondió el guardabosque, hieren cruelmente; y si examináis las carnes y las piernas del doctor, no encontraréis señal de herida alguna.

-Vuestra observación es justa, Nic Deck, y sin embargo, creedme, si es verdad que el doctor no podía separarse del suelo, era que sus pies estaban sujetos por un lazo…

-Y yo os pegunto ahora, señor conde: ¿cómo este lazo pudo abrirse por sí mismo, para dejar en libertad al doctor?

Franz se vio muy apurado para responder.

-Además, señor conde, replicó el guardabosque, yo os concedo lo que queráis en lo que concierne al doctor Patak. Después de todo, nada puedo afirmar de lo que no sé por mí mismo.

-Sí; dejemos al valiente doctor, y hablemos de lo que os pasó,a vos, Nic Deck.

-Lo que me pasó es bien claro. No hay duda de que yo recibí una fuerte sacudida, y de una manera que no es natural.

-¿No hay en vuestro cuerpo ninguna señal de herida? preguntó Franz.

-Ninguna, señor conde. Y, sin embargo, fui atacado con una violencia formidable.

-¿Fue en el momento en que habíais puesto la mano sobre la bisagra del puente levadizo?

Sí, señor conde. Y apenas le había tocado, quedé como paralítico. Afortunadamente mi mano no había soltado la cadena que tenía asida, y me deslicé hasta el fondo del foso, donde el doctor me encontró sin conocimiento.

Franz sacudió la cabeza, como hombre cuya incredulidad persistiese ante aquellas explicaciones.

-Veamos, señor conde, replicó Nic. Lo que yo os he contado no ha sido un sueño; y si durante ocho días he permanecido extendido todo a lo largo sobre este lecho, sin poder hacer uso ni de brazos ni de piernas, no será razonable decir que me he imaginado todo esto.

-No lo pretendo, y es bien seguro que habéis recibido una conmoción brutal. ..

-¡Brutal y diabólica!

-¡No! En esto es en lo que diferimos, Níc Deck, respondió el conde. Creeis haber sido golpeado por un ser sobrenatural, y yo no lo creo, por la razón de que no hay seres sobrenaturales ni maléficos ni benéficos.

-Entonces, ¿queréis explicarine el por qué de lo que me ha sucedido?

-No puedo aún; pero estad seguro de que todo se explicará de la manera más sencilla.

-¡Dios lo quiera! respondió el guardabosque.

-Decidme, preguntó Franz: ¿ese castillo ha pertenecido siempre a la familia die Gortz?

-Sí, señor conde; y le pertenece aún, aunque el último descendiente, el barón Rodolfo, ha desaparecido, sin que jamás se haya podido tener noticias suyas.

-¿Y en qué época fue esta desaparición?

-Hará unos veinte años.

-¿Veinte años?

Sí, señor conde. Un día el barón Rodolfo abandonó el castillo, cuyo último servidor murió algunos meses después de su partida, y no ha vuelto.

-¿Y desde entonces nadie ha puesto los pies en el castillo?

-Nadie.

-¿Y qué se cree en el país?

-Se cree que el barón Rodolf ha debido morir en el extranjero poco tiempo después de su desaparición.

-Se engañan, Nic Deck, el barón vivía todavía, hace cinco años al menos.

-¿Vivía, señor conde?

-Sí; en Italia. En Nápoles.

-¿Le habéis visto?

-Le he visto.

-¿Y desde hace cinco años?.

-No he oído hablar de él.

El joven guardabosque quedó pensativo, acometido de una idea que dudaba en formular. Decidióse, al fin, y levantando la cabeza y, frunciendo el ceño, dijo:

-No es de suponer, señor conde, que el barón Rodolfo de Gortz haya vuelto al país con la intención de encerrarse en el castillo. ,1

-No… no es de suponer, Nic Deck.

-¿,Qué interés hubiera tenido en ocultarse… en no dejar llegar a nadie hasta él?…

Ninguno, respondió Franz de Télek.

Y, sin embargo, era ésta una idea que comenzaba a tomar cuerpo en el, espíritu del conde. ¿No era posible que aquel personaje cuya existencia había siempre sido tan enigmática, hubiera ido a refugiarse en este castillo después de haber abandonado Nápoles? Allí, gracias a las supersticiones hábilmente preparadas, ¿no le habría sido fácil, si él quería vivir en el aislamiento, defenderse contra toda indagación importuna, dado que él conocía el estado de los espíritus de los países circunvecinos? De todos modos, Franz juzgó inútil lanzar a los de Werst sobre esta hipótesis. Hubiera sido preciso hacer-les confidencias de hechos que le eran demasiado personales. No conseguiría, por otra parte, convencer a nadie; cosa que comprendió bien cuando, Nic Deck añadió:

-Si el barón Rodolfo es quien habita el castillo, preciso es creer que el barón es el Chort, pues sólo el Chort ha podido tratarme de esa manera.

Deseoso de no continuar sobre este terreno, Franz cambió el curso de la conversación. Después de haber empleado todos los medios a fin de tranquilizar al guardabosque sobre las consecuencias de su tentativa, obtuvo de él la promesa de que no la renovaría. No era éste asunto suyo, sino de las autoridades, y los agentes de la policía de Karlsburg sabrían descubrir el misterio del castillo de los Cárpatos. El conde despidióse entonces de Nic Deck, haciéndole la expresa recomendación de que se curara lo más pronto posible, a fin de no retardar su matrimonio con la linda Miriota, al que él prometía asistir.

Absorto en sus reflexiones, Franz regresó al Rey Matías, y no salió en el resto del día.

A las seis Jonás le sirvió la comida en el salón, por una loable reserva, ni el señor Koltz ni otro alguno del pueblo fue a turbar la soledad del conde.

Hacia las ocho, Rotzko le dijo a éste:

-¿No me necesitáis, señor?

-No Rotzko.

-Entonces me voy a fumar mi pipa al terraplén.

-Puedes ir.

Medio acostado en su sillón, Franz se absorbió de nuevo en sus pasadas reflexiones. Estaba en Nápoles, dilirante la última representación en el teatro de San Carlos. Volvió a ver al barón de Gortz en el momento en que por primera vez éste había aparecido asomando la cabeza por el palco y fijando sus miradas ardientes sobre la artista, cual si la hubiese querido fascinar. Después el pensamiento del conde fuese a aquella carta firmada por el extraño personaje que lo acusaba a él, a Franz, de haber matado a la Stilla…

Mientras se perdía en estos recuerdos, sentía Franz que el sueño le invadía poco a poco; pero se hallaba aún en ese estado en que se percibe el menor ruido, cuando se produjo un sorprendente fenómeno. Parecía como si una voz dulce y bien modulada dejárase oír en aquella sala en que Franz se hallaba absolutamente solo. Sin darse cuenta cabal de si aquello era sueño o realidad, se levanta y escucha.

¡Sí! Diríase que una boca se ha aproximado a su oído y que unos labios dejan escapar la armoniosa melodía de «Stéfano», inspirada en estas palabras:

Nel giardino d’mille fiori

Andiamo, mia cuore…

Franz conocia esta romanza de inefable suavidad; aquella romanza la cantó la Stilla en el conciento que dio en el teatro de San Carlos antes de su función de despedida. Inconscientemente fascinado, se habandonó Franz al encanto de oír aquella voz una vez mas.. .

La frase termina, y la voz, que va extinguiéndose poco a poco, se apaga con la última de la romanza. Pero Franz ha sacudido su letargo; se incorpora bruscamente, retiene su respiración para no perder el más lejano eco de aquella voz que penetra hasta su corazón. Todo está en silencio dentro y fuera…

-¡Su voz! murmura: sí. ¡Era su voz, la voz que tanto amé!

Después, volviendo al sentimiento de la realidad:

-Dormí y soñé, dijo.

Partes: 1, 2, 3, 4
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