Lo que se siente no se puede decir y lo que se dice no es lo que se siente. La gente no se refiere a sus sentimientos, sino a las palabras.[3] En una conversación sobre, digamos, el amor, alguien, que ha sido acusado de "eso-que-sientes-no-es-amor", defiende su afirmación, no discute lo que siente, sino, estrictamente, inicia un debate sobre las definiciones del amor, sobre los discursos, historias, leyendas, películas, frases célebres, que se han desarrollado sobre la palabra en cuestión y puede defenderse con frases como "amor-es-darlo-todo", -"yo-me-entrego-totalmente", las cuales son aceptadas como válidas, a pesar que no haya nada en la realidad que valga como darlo todo o entregarlo totalmente, sino que corresponden a otros discursos sobre el amor, tales como la tragedia de romeo y Julieta o de Ryan O´Neal y Aly MacGrawn.
En efecto, el discurso del amor se apoya en otros argumentos y se enfrenta a otros discursos acerca de los enemigos del amor, vanidad, egoísmo, celos, posesividad, lo cual lo convierte, sin proponérselo, en un debate altamente erudito e intelectualizado, ya que está abrevado de tradiciones fuertemente establecidas en la cultura; en todo caso, uno estaba hablando de otra cosa, no de su amor: lo bueno de platicar es que uno se distrae de sus problemas mientras cree que está hablando de ellos.
El discurso sobre el amor no se basa en sentimiento, sino en otros discursos que hablan de otros y otros y otros. Por eso la gente, cuando está enamorada o desenamorada, atiende las historias que otros le cuentan al respecto, pide opiniones, lee novelas, recita 20 poemas de amor y una canción desesperada, oye tangos y boleros y otros tantos fragmentos de un discurso amoroso.[4] Gergen (1992) plantea que el discurso amoroso proviene del romanticismo color de rosa del siglo XIX, cuando los adolecentes de la época leían atentamente las novelas de amor para entender como ser incomprendidas. Se trata como dirían los construccionistas (Ibañez, 1994) de construcciones sociales, definiciones consensualmente acordadas, pero arbitrarias y convencionales, de la realidad (Fernández, 2000).
No se está tratando de argumentar que el amor no existe, sino que su nombre no es atinado. Por el contario, el trabajo trata de eventos de naturaleza sentimental. La falta de tino del lenguaje para llamar a los afectos permite plantear que hay acontecimientos afectivos que no tienen nombre alguno. Por mencionar los ejemplos más verosímiles, puede citarse a la libertad, la disciplina, la responsabilidad, las creencias las vocaciones, los principios, la voluntad o el poder: son afectos que no tienen nombre de afectos y, no obstante, no hay que olvidar que existen ejemplos más inverosímiles. Como el cenicero, la política, las calles, el color verde, el perfume a la sociedad (Fernández, 2000).
La virtud que pueden tener los discursos románticos y las vaguedades lingüísticas es que siempre están a discusión, con el beneficio que les confiere la duda a su favor. En cambio, en el ámbito de la producción cientificista, es decir, aquélla que difiere de la científica en que le interesa más el poder que el conocimiento; los nombres asignados a loa sentimientos quedan dogmatizados en definiciones inertes e incólumes, que ya no intentan investigar qué es lo que se siente y pretenden que los sentimientos que enumeran existen en la realidad como cosa concretas, incluso físicas, al mismo nivel que las especies botánicas o los elementos químicos. Así, lo único que procede es clasificarlos.
El cientificismo ha logrado entonces clasificaciones rigurosas de estos sentimientos que no existen, de modo que no pueda ser confundido uno con otro, es decir, que un término si realidad no pueda ser confundido con otro término igualmente sin realidad, toda vez que son palabras que carecen de relación con algún objeto, teniéndola solamente con otra palabra. Así, por ejemplo, en su manía clasificatoria, los psicólogos han distinguido diversos tipos de lo que aquí se ha denominado sentimiento: pueden ser divididos en sentimientos, sensaciones, emociones, afectos, estados de ánimo, de acuerdo con criterios que tampoco existen, como intensidad, duración, objeto.[5]
Dentro de este discurso, que es una construcción un tanto autista se estipula estrictamente cuándo se trata de un afecto, de una emoción, o de un estado de ánimo, aunque no sirva de mucho a nadie saber que lo que se siente no es una emoción sino una sensación. La mayoría de los psicólogos que han discurrido por esta vía han llegado a la confección de una lista de "emociones básicas", cuyo sumario sería: "miedo, rabia, alegría, tristeza, aceptación, rechazo, expectativa y sorpresa": estas ocho fueron propuestas por Robert Plutchik.[6] Nunca como en la manía clasificatoria del cientificismo el lenguaje había estado más abstraído de la realidad. (Fernández, 2000).
Tanto en los discursos sentimentales como en las teorías de las emociones, los sentimientos precisos dependen solamente del nombre que reciban y del discurso al que se les hace entrar al darles nombre. Pero hay una objeción muy simple: lo que se está sintiendo es otra cosa.
La indistinción sentimental
Los viejos filósofos lograron, al parecer, aproximarse más a los sentimientos al definirlos como una especie de pensamiento que todavía no acababa de pensarse, y que cuando acababa de hacerlo, dejaba de ser sentimiento. Spinoza lo decía así:
"Las emociones son ideas confusas, destinadas a resultar ideas distintas, y una vez que resultan ideas distintas dejan de ser afecciones (Abbagnano, 1983:338)".[7]
Y Leibniz, así:
"Se tiene razón en llamar, tal como lo hacían los antiguos perturbaciones o paciones a aquello que consiste en los pensamientos confusos que tienen algo de involuntario o incógnito" (Abbagnano, 1983:338).
Los sentimientos distintos se llaman pensamientos. En efecto, lo "distinto" aquí, por posición a lo "confuso", denota la racionalidad. La lógica, la conciencia y, por ponerlo de manera más actual y precisa, el lenguaje, que es la materia de todas las distinciones; y lo único que se puede decir de los sentimientos es que no se puede decir nada. Por lo demás, no es casual que ambos filósofos sean conocidos anti-cartesianos y que Descartes sea reconocido como el padre de las manías clasificatorias, con su reg congitains y res extensa, mente y cuerpo (Fernández, 2000).
"Nada es distinto antes de la aparición de la lengua", todavía decía De Suassure a principios del siglo veinte. En la psicología social contemporánea aún se puede encontrar la idea; Grize, de modo académico y precavido, llama "nociones" a algo que parece ser "sentimientos" y las explica con la indistinción o confusión del caso, es decir, respetando su naturaleza:
"servirse de la palabra de la lengua es hundirse en la palabra del saber que constituyen los pre-constructos culturales, es extraer ciertas partes que denomino nociones. Se da un proceso de pensamiento que es prelingüístico, toda vez que una noción es, dicha con propiedad, indecible. Antes de su puesta en palabras, las nociones nunca están separadas las unas de las otras" (Grize, 1993).
Sentir es no saber qué. La exactitud de definir los sentimientos como ideas confusas puede apreciarse en una serie de frases cotidianas, dichas generalmente en primera persona: "sí lo sé, pero no sé cómo decirlo; no sé qué me pasa; no puedo explicarlo; no puedo ponerlo en palabras" , tales frases son pronunciadas a propósito de una idea, una certeza, una canción, un gusto o disgusto, una afección, un paisaje, y la única respuesta posible usa frases dichas generalmente en segunda persona: "tendrás que verlo, oírlo, sentirlo, tú mismo para que entiendas de que se trata".
Sentir es lo inefable; lo que no se puede decir, sólo se puede sentir; y abarca más de lo que comúnmente se denominan sentimientos. Hay por ejemplo, ideas que parecen pensamientos, como los valores morales, pero, en tanto son inexplicables, pertenecen al orden afectivo; los pensamientos que no pueden pensar se llaman sentimientos. Los sentimientos no están metidos en las cajas de palabras (Fernández, 2000).
Sentir es la dimensión de lo que no; es lo que siempre falta. Ciertamente, para poder definir los sentimientos, no resulta aconsejable caracterizarlos, que sólo logran desnaturalizarlos, sino restarlos de las cosas y situaciones que sí se puede decir algo, a las que sí se puede conocer, en las que sí se puede distinguir. Por eso son lo inefable, lo desconocido, lo indistinto. Paradójicamente, por este camino, se puede investigar su naturaleza; esto permite confeccionarles una definición por lo negativo: los sentimientos son objetos que no tienen nombre (Fernández, 2000).
Hasta aquí, se puede adivinar a medias que estas ideas confusas, o sea, los sentimientos, aunque carezcan aún de criterio para decir dónde empiezan y terminan y en qué consisten, son, por lo pronto, instancias de una entidad mayor, es decir, aquélla en donde se indistinguen, la que todo lo confunde. De todos modos, aunque los sentimientos que conocemos no existan, es útil guardar el término. Hasta aquí también, se espera que los sentimientos hayan quedado confundidos unos con otros, como si las separaciones se resolvieran apenas tocando su realidad. Si no se puede precisar qué se siente, tampoco puede precisarse cómo y con qué se siente. La materia sentimental aparece como una especie de formula farmacéutica donde todo lo que cae pasa a ser parte del mismo líquido, todo junto, sin posibilidades de separación. Mientras que el pensamiento racionalista de las ciencias humanas "duras" (las que se creen son ciencias físicas) intentan hacer sobre todo análisis (etimológicamente "separaciones"), como los análisis clínicos, la comprensión de los afectos parece requerir más bien "soluciones", como las que hacen los solventes. Dicho de otro modo, mientras que los estudios sobre emociones empiezan diciendo "primero hay que distinguir…", aquí la entrada dice "primero hay que indistinguir"; a continuación se presenta una lista de indistinciones (Fernández, 2000).
Si sentimos es lo que se siente, puede ser: vivenciales o psicológicas, como la tristeza; corporales como la comezón, morales como la culpa; cognitivos como sentir que una ecuación está incorrecta; intuitivos, como sentir que algo anda mal. El problema es que cuando alguien está triste, sentimiento psicológico, probablemente se mejore con una buena taza de café, para sentimiento corporal; del mismo modo que si está contento se le quita con una noche sin dormir.
El sentimiento de culpa moral se desvanece con un par de buenas justificaciones cognoscitivas; es decir, los sentimientos poéticos y los prosaicos son los mismos; lo vivencial es corporal y moral y cognoscitivo e intuitivo también. William James decía que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos (James, 1989), por lo que inversamente, si uno se esfuerza por sonreír o se toma un buen café, o descansa un rato, o se lo propone, termina por sentirse bien. Los días soleados levantan el ánimo, los colores azules calman los nervios.
En suma, cualquier sentimiento es percibido en cualquier casillero de la clasificación, por lo que los casilleros quedan disueltos. Un dolor de estómago y uno de alma son los dos sentimientos, y tan se siente el primero en el alma como el segundo en el estómago; llama la atención que la palabra "dolor" sea tan proteica, tan camaleónica, tan homónima, que lo mismo sirva para un tobillo luxado que para una pérdida irreparable (Fernández, 2000).
Así como los tipos de sentimiento se disuelven entre sí, así también se disuelven las distinciones entre sentimiento, sensación, emoción, pasión, afecto, estado de ánimo. El hecho de querer distinguir el sentimiento como psicológico de la sensación como fisiológico, o el sentimiento como un estado más durable y menos agitado que una emoción, o la pasión como un sentimiento con objeto específico mientras que el estado de ánimo sea lo mismo pero sin objeto, permite notar que, mejor que las preguntas absurdas de cuándo una emoción se vuelve pasión, o cuántas sensaciones se necesitan para formar un estado de ánimo, cuánto mide un afecto, y mejor que la respuesta, también absurda, de que la investigación aún se encuentra en sus inicios, es plantear que las distinciones no existen excepto en el racionalismo del investigador, caracterizado por una artificiosidad forzada, casi frívola. La distinción que un científico hace entre un sentimiento de alegría, una sensación de alegría y un ánimo de alegría no afectan mayor mente a la alegría. La pasión en el futbol y la emoción en el futbol son iguales. En resumen, una afecto, una emoción, una pasión y una sensación son todos sentimientos, y viceversa en cualquiera de sus combinaciones: todos son todos (Fernández, 2000).
Puede concluirse que los sentimientos ignoran a Descartes, porque las reglas de separación entre mente y cuerpo no son respetadas en su territorio. La decepción puede ser en ocasiones determinada como un malestar estomacal y, los flujos extraordinarios de bilis como celos. Explicar estos casos como "psicosomáticos", mitad y mitad, es ante todo admitir una separación sin explicar su vínculo. Los psiconeurólogos, frente a esto, han determinado que todo sentimiento es una cuestión de neuronas. Los psicofisiológos determinan que es una cuestión de glándulas. La psicología colectiva determinará que el cuerpo y la materia corresponden a una instancia psicológica: lo físico es psicológico (Fernández, 2000).
"Sentir", al parecer, es ser impactado por algo, es aquello que sucede demasiado cerca; lo que está "resentido" es lo que queda con la marca del impacto. Por ello la "sensibilidad" es la susceptibilidad a los impactos; por eso se dice que los niños y las películas fotográficas que son sensibles a la luz y al mal ejemplo. A partir de esto se puede advertir que sentir es un verbo perceptual; de hecho, el término "sensación" nunca ha podido ser disociado del de "sentimiento" (Merani, 1976), y la sensación se refiera a una "perspectiva difusa", a "un proceso perceptual simple" (McKeachie y Doyle 1973). "Originalmente, sensación no significaba otra cosa que percepción" dice Türke.[8] Se habla de "sentidos" de la percepción, y los verbos perceptuales como oír, tocar, gustar u oler son perfectamente sensibles, como el sentimiento: sentir un ruido o sentir la música, sentir lo suave y lo áspero, sentir el olor de las flores y el sabor del vino. La excepción es ver, pero no porque la visión no sea sensitiva, sino porque, en nuestra cultura, ver es equivalente a tocar y de hecho se usa como sentir:[9] "¿Ves cómo huele?", "mira lo que te estoy diciendo". Los órganos de la percepción son aparatos del sentimiento. Por ello, los sentimientos son percibidos con las características de los objetos perceptuales, lo cual implica, además, que no están dentro del cuerpo, sino de la sociedad. Es obvio que una tristeza muy honda no puede caber en el cuerpo que mide como 1.70 m; una alegría muy grande seguramente rebasaría la talla de cualquiera. Como quiera, el sentimiento parece pertenecer a los objetos del mundo, es decir, lo sensitivo y lo perceptual se funden en lo adjetival, más o menos así:
Adjetivos visuales: claro, oscuro, negro, blanco, rojo, azul.
Adjetivos auditivos: agudo, grave, callado, ruidoso.
Adjetivos táctiles: suave, duro, blando, rasposo, filoso, frio.
Adjetivos olfativos: floral, amoniacal.
Adjetivos gustativos: agrio, amargo, dulce.
Adjetivos kinestésicos: vertical, horizontal, pesado, ligero, estable.
Un mismo objeto, por ejemplo, un cierto amor, puede ser claro, callado, suave, dulce callado, estable, y probablemente no podamos decir que sea floral porque las fosas nasales tienen la capacidad de discriminar 17 000 olores distintos, para cuya descripción, salvo 5 o 6, no tenemos palabras. Es decir, se siente con todos los sentidos de la percepción. Cuando se considera a la percepción en su nivel afectivo, se confunde. Así como lo agudo, propiedad de los alfileres, puede aplicarse al sonido, a la visión o al séptimo sentido de la intención, así también hay dulces voces dulces, humores punzantes, miradas frías, gestos graves. Dentro de la racionalidad, hemos aprendido apalpar sólo con el tacto, a gustar sólo con la lengua, a oír sólo con el oído, pero los sentimientos desconocen estas demarcaciones, ignoran la diferencia entre oreja y ojo y, por lo tanto, perciben indiscriminadamente.[10] Ahí hay algo de la inefabilidad del sentimiento, en hecho de que sea una percepción a la cual no se puede adjudicar ningún órgano perceptivo, razón por la que puede parecer como un sonido sin que haya oído, o como un olor que se ve, muy frecuentemente en el caso de los recuerdos.
Es habitual que los publicistas de perfumes presenten sus fragancias por medio de esencias visuales de recuerdos, porque, a la inversa, múltiples escenas de recueros aparecen ante la presencia de un olor.[11]Alberoni dice que las mujeres buscan hacerse inolvidables; por eso usan perfumes. De todos modos, deja de tener significado hablar de canales de percepción, porque parece más cierto que el perceptor queda impactado todo él por todas partes. Y tampoco se puede hablar de perceptos.[12] Así, cada sentimiento es una mezcla de sentidos de la percepción, de adjetivos perceptuales, es decir, puede ser frío, ligero, rojo, amargo y ruidoso al mismo tiempo, y así cualquier otra mezcla; Así, cada sentimiento es una mezcla de sentidos de la percepción, de adjetivos perceptuales, es decir, puede ser frío, ligero, rojo, amargo y ruidoso al mismo tiempo, y así cualquier otra mezcla; ello da cuenta de cantidad ilimitada de sentimientos posibles y no sólo de restringida lista pergeñada por el lenguaje, lo que hace, en rigor, que cada sentimiento sea particular; ninguno ha aparecido dos veces en la historia. Podría decirse que un sentimiento es una combinación de adjetivos perceptuales. Podría decirse que un sentimiento es una combinación de adjetivos perceptuales. Si se piensa en la cantidad de adjetivos existentes (e invalibles) y en la cantidad de combinaciones posibles, se podrá uno percatar que una ciencia de los sentimientos, o una psicología de las emociones, es algo muy ajeno a definir el amor y a que sepamos algo sólo por el hecho de decir que estamos tristes (Fernández, 2000).
Lo que separa a quien percibe (perceptor) es el canal de la percepción, que actúa como una especie de puente y, por lo mismo, como una distancia entre perceptor y percepto. Quizá así hayamos aprendido apercibir, de manera distante, porque percibir es la racionalidad de un sentimiento, pero no es así como sentimos; más bien, sentir es la percepción que unifica percepto y perceptor en una misma instancia; el perceptor entra en el objeto y viceversa. En efecto, uno puede preguntar a quien pertenecen los sentimientos, si a quien los siente a lo que es sentido y uno puede preguntarse dónde radica la maldad de su mirada, en los ojos de quién.
La respuesta es que una parte es indivisible de la otra: configuran una unidad; perceptor y percepto es son una misma entidad; decía Berkeley que el sabor de una manzana está en el punto donde la fruta y el paladar se disuelven; el ojo forma parte del color rojo. El perceptor no está separado ni conectado con el percepto, sino disuelto en él.
La costumbre de pensar los sentimientos de acuerdo con las normas clasificatorias de la modernidad de acuerdo con las normas clasificatorias de la modernidad hace concluir que la percepción está por un lado y lo percibido por el otro, pero aún hoy día, en el olfato, que al parecer es el sentido más primitivo, puede advertirse la confusión y la identidad de ambos polos: las personas huelen el olor, pero así mismo el olor también huele, se dice "este perfume "hule" bien", o sea, es el que ejercita el verbo de oler, de la misma manera que se ejercita cuando "uno "huele" el perfume". Es tal vez por razones de modernidad a destiempo que el vocablo "olor, oler" se está volviendo un arcaísmo a pasos agigantados, sustituido por los tecnicismos o eufemismos "olfato, aroma" que ya no permiten esta indistinción. En el sentido del gusto, gemelo del olfato, sucede algo parecido: las cosas, "saben" y uno prueba su sabor. A todo esto, los sentimientos no participan del aprendizaje racionalista de la modernidad y es por eso que en ellos la distinción entre perceptor y precepto no queda claro (Fernández, 2000).
Más que nada en esta vida, se supone que los sentimientos residen en los sintientes, lo cual implica su existencia separada y distanciada de un exterior cualquiera. Pero si se disuelven perceptor percepto, también lo hace la diferencia entre interior y exterior, mediante el siguiente enunciado: sentir es la percepción que unifica intercepción y exterocepción en una misma instancia.[13] Ciertamente, se sobrentiende que lo que se siente está adentro, como las vísceras, la gente cuando habla de lo sentimental, tiende a señalarse a sí misma hacia adentro, en el nivel del corazón o del estómago; pero si se siente ternura o desprecio, lo tierno o lo despreciado están fuera: en efecto, se sienten los objetos de fuera: ello, cuando menos, elimina la frontera que separa ambos ámbitos. También desaparece la línea entre l Yo y el Otro.
La piel es una barrera inexistente de la dimensión de los sentimientos; esta frontera que separa la interioridad de la exterioridad es una construcción discursiva que se filtra subrepticamente en la noción de la percepción como un impacto, o de la sensibilidad como capacidad de ser impactado. La impactación implica algo que bien de fuera y de lejos, como los aerolitos, y mella lo que está cerca y dentro.
Lo mismo sucede con la idea de 2impresinado" por algún suceso, como si unos fuera le papel impreso por un tipo gráfico. Serán modos de hablar, pero dejan ver la imagen de que uno es perceptible de lo que sucede, sino en rigor ajeno a ello, aunque afectado. Donde mejor sucede esta impresión es en los términos "interiorización" e "introyección", donde ya sin ambages aparece algo exterior, como la cultura, las normas, que son literalmente "inyectadas" con algo interior, en todo caso preexistente o con la existencia autónoma. Después de esto, no tiene ya nada o con existencia autónoma.
Después de esto, no tiene ya nada de raro la utilización del término "impresión". En rigor, no hay impresiones ni expresiones de sentimientos, porque no hay distinción entre dentro y fuera. Esta indistinción permite plantear a la afectividad como un fluido que recorre toda la realidad, y quien se deje envolver por ella se disuelve. Los sentimientos no están dentro de uno, si acaso uno está dentro de ellos. Se disuelve también la distinción entre sujeto y objeto (Fernández, 2000).
En efecto, lo que se disuelve es uno bueno, es decir, quien siente, llamado también observador o sujeto. El sujeto afectivo se vuelve sustancia del mismo objeto y éste último es el que en todo caso actúa, el que tiene las riendas, quien deviene sujeto. Cualquiera que haya sentido fuertemente, sea una migraña o un desamor, sabrá admitirlo: cuando uno tiene un sentimiento, es éste el que lo tiene a uno y actúa independientemente de la voluntad, racionalidad, inteligencia e intereses, cualquier otra para dedicarse a participar, a pertenecer a dicho desamor. Como en las definiciones etimológicas de compasión, simpatía o empatía, "sentir es estar implicado en algo", según dice A. Heller (1980), que significa estar envuelto en sus pliegues. Sentir es pasar a formar parte del objeto, convertirse en él; uno se vuelve objeto de burla, de atención, de migraña o de desamor. Se sabe que tienen un sentimiento intenso no saben lo que hacen, que lo que los que sufren una pasión no hacen otra cosa. Por esta indistinción entre sujeto y objeto, por esta disolución del primero con el segundo, los sentimientos siempre han sido considerados como eventos pasivos.
El término "pasión" tiene su énfasis en eso: es un padecimiento, se padece, se está pasivo; así mismo, el término "sufrimiento" no significa tanto dolor como el hecho de no poder hacer nada en contra, como cuando un árbol sufre cambios en el invierno; quien tiene afectos tiene afecciones, está afectado. Uno no puede hacer nada, porque no está presente; uno está, literalmente, "fuera de sí" y dentro de otra cosa. Uno es "presa" de sus sentimientos, "arrebatado" por el amor, "transportado" la alegría; se recomienda a todos ellos no "dejarse llevar" por sus emociones. En verdad, el riesgo que implican los sentimientos es que en ellos hay pérdida del sujeto.
El observador que quiera observar, cientificista y neutralmente, los sentimientos desde fuera, como si fueran toros, verá conductos, funciones, reacciones, gestos, escenas, pero no sentimientos. Para conocerlos hay que estar dentro, hay que desconocerse (Fernández, 2000).
El magma afectivo
Da la impresión de que el acto de eliminar las diferencias provoca una especie de sumidero donde todo lo que cae se revuelve, como si se echaran todas la nociones a la licuadora y quedara un puré hermético. Ciertamente, la suma de todo lo confuso y lo indistinto da lugar a otra imagen de lo sentimental: el acontecimiento de lo sentimental constituye una entidad homogénea global, hecha de la integración de todos objetos innominables.
Esta entidad tiene que estar viva, tanto en el sentido de que encarna en seres vivos, como en el emotivo, y de que es una entidad centrada en sí misma.[14] Para decirlo llana y didácticamente, está viva porque "se siente", porque nosotros sentimos y lo estamos (Fernández, 2000).
Esta entidad homogénea, no obstante su enorme carga de materialidad empírica, como la de múltiples objetos y la del hecho de que no radique dentro de los individuos, es una entidad psíquica, como ya lo sabía un empirista del tipo de Peirce, con su idea de Mente, que no se limitaba a la mente humana. Leibniz[15]y Bergson también conciben a la realidad como entidad psíquica. Por "Psiquico" puede entenderse cualquier objeto, de sustrato material o mental, que no responda a las leyes de la física. La comunicación, los símbolos, las costumbres, o finalmente la sociedad, serían objetos psíquicos, y al parecer, mientras no se aclaren algunas observaciones, la física cuántica también.[16]
Hay, cuando menos, una falta de fineza teórica, muy propia de frívolos y tecnólogos, en el hecho de estudiar los sentimientos como si estos fueran cosas fijas, discretas y discontinuas entre sí. Hacer tal cosa tal vez sea útil para ciertos fines, pero actualmente es difícil que lo sea para fines de comprensión. El caso es que los sentimientos, o cualquiera de sus sucedáneos académicos, como la emoción, no existen en la realidad como tales, sino que, en su lugar, hay una afectividad, general y difusa, que constituye la otra paste de la realidad, aquella que no es alcanzada por el lenguaje, pero que, obviamente, no es la realidad dura de los positivistas, toda vez que nace como cultura y sociedad. Por definición se puede tomar la susodicha: la afectividad es la parte de la realidad que no tiene nombre (Fernández, 2000).
La imagen de la entidad afectiva no es nada desconocida: hay muchas cosas que se le parecen, como el puré en la licuadora o el metal fundido dentro de los crisoles; en ellos, no importa que haya entrado, lo que queda es indiscernible. Quizá, dado lo candente de las cuestiones afectivas, sobre todo cuando uno ha caído en ellas, la imagen más apropiada sea la de magma, ese vistoso caldero donde lo más duro, inerte y durable, como la roca, se derrite en u n hervidero donde se licua cualquier cosa que parecía tenerse en pie por sí misma. En efecto, la afectividad puede pintarse como una masa incandescente (Fernández, 2000).
Y casualmente, la psicología colectiva llamó "masa" al descubrimiento con la cual se fundó: su descripción de las multitudes fue hecha precisamente en estos términos. éstas eran fenómenos psíquicos de alta afectividad, que fueron denominados como "masas" por su imagen de pasta en la que se disolvían las individualidades y las conciencias. Más allá de sus descripciones interesantísimas y de sus afirmaciones voluntaristas, los intentos de explicación que hizo la psicología de las masas son estrictamente teorizaciones sobre la afectividad que, para decirlo sucintamente, consisten en la argumentación de que se trata de un acontecimiento homogéneo donde no penetra el lenguaje, razón por la cual no puede moverse en la lógica de las clasificaciones ni de las distinciones.[17]
"La emoción es la convicción de las masa" escribió Lamartine. Mientras que las partes descriptiva y voluntarista no han sido muy comentadas por la psicología social, no tuvo mayor atención la tesis de lo afectivo. Ciertamente, la misma psicología colectiva no supo dar cuenta epistemológica de lo que había encontrado y en vez de asumir que se trataba de una realidad aparte, prefirió subordinarse al cientificismo de su época y cumplir para ellos sus condiciones, como la disgregación de los componentes, esto es, separar la masa en individuos, para así convertirse en lo que hoy se conoce como la psicología social. La psicología colectiva es, de origen, una psicología de la afectividad, un acontecimiento que es de suyo colectivo, donde las emociones individuales son vistas como la entrada de la conciencia a una especie como de "estado de masa".
La afectividad colectiva es, no sólo en el sentido de que s una entidad impersonal a la cual pertenecemos todos, sino también en el más primitivo o primigenio probable: el de aquel lugar indiferenciado e inmemorial de donde todo surge, cuyo epítome es ese "océano primordial" que Perry (1973) encuentra como el mito más extendido y universal, de donde surge la Tierra, la sociedad, la cultura, los grupos, los individuos y, entre otras cosas, las distinciones. Aún la más original de las recientes versiones de la masa, la de Canetti (1983), consigna ala océano como imagen fundamental, el cual presenta los atributos de la afectividad: enorme, fascinante, temible, insondable, indomable, indiferenciado, indistinto y homogéneo (Fernández, 2000).
Junto con las masas, el otro caso donde se puede ver nítidamente la afectividad es en los sueños. Es extraño que un escándalo público y un recogimiento íntimo sean tan similares. Si las masas aparecen como una afectividad hecha de carne y hueso, los sueños, ese animal que sale de sus madrigueras por las noches para comerse al mundo entero, son un magma de imágenes donde se funden y se indistinguen todos los datos del día. En los sueños aparecen una serie de desdobles y condensaciones de la lógica diurna. El durmiente se puede ver a sí mismo, incluso muerto y enterrado, y uno puede no ser uno mismo sino algo o alguien más; una cara puede corresponder a varias personas a la vez; unos y otros son uno; los objetos, como una casa o un chocolate, están dotados del corazón del durmiente, vacío o amargo, respectivamente. Esto y lo otro es esto; lo que está afuera como el horizonte y lo que está adentro como la mirada están ambos dentro, y así sucesivamente. Cada quien puede ajustar aquí su ejemplo preferido; en un sueño, todo cuenta como real, como actual, activado.
Lo que hace más típicos a los sueños es la mezcla disparatada de fechas y lugares; en efecto, el pasado está presente: los muertos regresan y el adulto se va a su infancia, y cosas de diferentes épocas se reúnen; pero sobre todo, el futuro está presente, que es precisamente donde da la impresión que los sueños tienen mensaje, por cuanto acontecen como una búsqueda, como un hallazgo, como una intención, cuyo ejemplos más publicitados so de gente que resuelve problemas de matemáticas, de poesía o de la vida diaria en sus sueños. Y asimismo, lo distante está aquí: todos los lugares incompatibles, no sólo en el sentido de que Acapulco se encuentra en Groenlandia está en esta cama del soñador, sino que la misma noción o sensación de lo distante, de alguien que se aleja y no nos oye. Y Finalmente, las fechas aparecen como lugares y viceversa, eso que está lejos es la infancia o la muerte. La actualidad radical del sueño es que el presente es lo presente, exclusivamente (Fernández, 2000).
Dentro de la entidad afectiva, el tiempo y el espacio entran en confusión. Los tiempos se indistinguen entre sí, lo que es antes y lo que es después siempre son ahora; la escena antigua que duele, duele en este momento al recordarla, y a la ilusión del porvenir que alegra, también lo hace ahora. La afectividad siempre es presente y por eso parece eterna, por lo que no es ningún consuelo decir a alguien que sufre que eso se cura con el tiempo, , porque para el sufrimiento, aunque sea dolor de muelas, el tiempo es eterno; lo primero que se dice a los adolecentes y lo último que creen es que la juventud se acaba, simplemente porque, como toda sensación, se acabará después de nunca, aunque nunca llegue más pronto que tarde. El tiempo correcto de la afectividad es siempre jamás. Igualmente, los espacios se indistinguen entre sí,; en la afectividad la lejanía está tan cerca, es tan extrañable, como la cercanía; por eso la nostalgia es tan intensa. La diferencia racional entre aquí y allá, y demás coordenadas, se funden en un lugar inmediato donde no hay posiciones. La afectividad es un espacio condensado, de la misma manera que un sueño es la condensación del día y de la biografía, o que la multitud resume a la gente. Y finalmente se indistinguen los tiempos con los espacios: lo que es anterior a lo que es posterior puede leerse como fechas o como lugares, pero tal fecha será siempre el presente y tal lugar será siempre lo presente. En un magma fluido y homogéneo, todo sitio es el mismo y todo momento es igual, sin distinciones. El sueño de las masas es la masa de los sueños (Fernández, 2000).
Dentro de una dimensión indistinta, en donde todo el tiempo es el mismo y lo mismo en el espacio, razones también por las cuales, retrospectivamente, no es posible la existencia de un sujeto y un objeto ni un interior ni un exterior, y donde asimismo, no caben las palabras ni la lógica ni las explicaciones que viven con ellas, no hay algo que pueda operar con respecto a, en relación con, en función de. O sea, no hay causas ni efectos. En definitiva, la afectividad pertenece a otra lógica que la racional. Se puede argumentar, como a menudo sucede, que la causa de los afectos viene de fuera, como decir que alguien está hastiado porque no tiene nada que hacer, pero esas causas se disuelven, como todo, y se integran intrínsecamente a la afectividad; no tener nada que hacer no es causa de hastío sino una forma de él. La afectividad no es la consecuencia de nada ni el antecedente de nada: la afectividad es la afectividad, en los siguientes términos: la palabra "causa" viene de "cosa": la afectividad es su propia cosa, su propia causa; la palabra "objeto" quiere decir "fin, meta": la afectividad es su propia meta, su propio objeto.[18]
La investigación racionalista estudia a la afectividad en términos que no le corresponden, es decir la desnaturaliza, le impone tiempos de reloj, espacios de cartografía y le estipula causas; en suma, la saca de sí misma, lo cual equivale, más o menos, a una autopsia. Alguien puede tener remordimientos porque cometió un error, pero el remordimiento como tal es independiente del error; en efecto, la definición de "remordimiento" no debe ser la comisión de un error, sino "algo" que muerde y remuerde, que come y que carcome a "algo", entendido como sí mismo. Y entendiendo "si mismo" como esta mole, este plasma, esta cosa oceánica, este objeto magmático que es la afectividad: este animal inmemorial y colectivo que se ataca así mismo, con riesgo de ganar o de perder, que es lo mismo, porque eso también es una indistinción (Fernández, 2000).
Dice Octavio Paz que no hay que buscar la novedad, sino la originalidad, porque la novedad es lo que se hace viejo y la originalidad es lo que va a los orígenes. La psicología colectiva fue una ciencia original, aunque nada novedosa, y precisamente esto la dota de argumentos a su favor. Las novedades vendrían con psicología social. En efecto, plantear esta otra parte de la realidad, más allá del lenguaje y las verificaciones, aparte que es más antiguo que las ciencias modernas, siempre ha estado presente en el pensamiento de la modernidad. De hecho está presente en el sentido común normal y cotidiano, y ha sido asumido epistemológicamente, esto es, planteado como otro conocimiento de la realidad, más de cuatro veces, siempre con una constatación por añadidura, a saber, que la racionalidad lo rechaza sistemáticamente y tilda a tal realidad de "irracional" y a cualquiera que se le acerque de "irracionalista". La racionalidad no quiere saber nada de lo que o es ella. Hegel lo expresó al decir que la conciencia sólo puede comprender lo que ella ha hecho; el pensamiento cientificista niega una parte de la realidad. Un hegeliano francés, Emile Meyerson, dijo así en 1921: "la razón no tiene más que un medio de explicar aquello que no viene de ella, y es de reducirla a la nada" (Fernández, 2000).
Esta "nada" fue denominada por Leibniz "mónada" y por Bergson "duración". Ninguna versión de ella tiene que ser similar o coherente con otra, porque basta con argumentar que ésta "nada" de los racionalistas es un modelo de la realidad. Leibniz considera a sus mónadas como la sustancia simple, uniforme y hermética de que está hecho todo el universo; como son simples y herméticas, no se pueden combinar para constituir compuestos, por lo cual, cada una, que puede ser un átomo, un ser humano, una idea, Dios o el universo mismo, contiene dentro de sí mima ya el universo completo en todas sus posibilidades. Una monada es el cosmos metido en una canica. Por su naturaleza uniforme, en ellas no hay nada que sea distinto, por lo cual no admiten el tiempo ni el espacio ni las leyes de la física; cada una de estas mónadas es una entidad psíquica, cuyas leyes son las de la armonía o, como lo plantea Michel Tournier, de la cortesía.[19] Es una versión amable de la realidad (Fernández, 2000).
Para Bergson[20] (1979), premio Nobel de literatura 1927, la duración es el tiempo antes de desarrollarse o de medirse, es el instante en que todos los momentos se penetran, se funden en el flujo, que es precisamente donde sucede y como sucede, se vive, la realidad. No es el tiempo medido, sino el vivido; no es la realidad ya hecha, sino su gerundio, el irse haciendo, 2el gesto creador", de las cosas; en oposición la realidad y el lenguaje tienen un tiempo especializado, como el de los relojes o de los calendarios, es decir, seccionado. Para Bergson, la racionalidad no puede entender la duración, porque siempre divide, separa, detiene la realidad al analizarla, y por ende la duración sólo puede ser aprendida por la intuición, que el acto por el cual uno se mete dentro del objeto, para verlo en el proceso de hacerse, simpatizando y coincidiendo con él. La intuición de la duración es convertirse por un rato en el objeto mismo; solamente así se sabrá de qué se trata. La duración es un hecho psicológico, y en ella está contenido el sentimiento de la vida (Fernández, 2000).
Es evidente que en esta argumentación de la realidad se cuela la noción del inconsciente, esa especie de despeñadero donde es arrojado todo lo que no puede ser procesado por la conciencia, y a la vez esa especie de manantial donde provienen certidumbres indemostrables. El inconsciente[21] es lo real que no se sabe y, así, se ubica efectivamente en el cuerpo humano, sus órganos y sus funciones, como insistió Reich, pero igualmente ocupa el corpus de la sociedad, de la historia, de la humanidad, de la naturaleza e incluso, e incluso del cosmos, como lo han argumentado Freud, Jung, Romm, Durkheim y también Leibniz. El inconsciente es el mundo menos lo que sabemos de él: el inconsciente es la colectividad (Fernández, 2000).
De manera menos atrevida, y por ende menos distorcionable o desvirtuable este otro modo pararracional de la realidad puede encontrarse en las diversas "teorías de las configuraciones" que se localizan tanto en la psicología como en el arte,[22] y que hablan de objetos que se aparecen de repente, sin causas ni mecanismos. Una configuración (Ogedtalt -cfr. Guillaume 1984-, o forma significativa -cfr. Read 1957)[23] en un objeto o una realidad que no es explicable por los elementos que la componen, porque es otra cosa que la suma de ellos, al grado que los elementos pueden cambiar y, sin embargo, el objeto se conserva; es, por así decirlo, un estilo o modo de ser. Tales objetos o realidades se encuentran, por lo tanto, más allá de todas sus medidas o magnitudes, que bien puede efectuárseles sin dar con ellos. Es aquello que hace que algo sea elegante o pusilánime, o digno, o lo que sea, sin que se le pueda encontrar en ninguna de sus descripciones.[24] Se trata, como siempre, de realidades indiscernibles, indisolubles, indefinibles. Lewin, en su teoría social del Campo, las llamó atmósferas o ambientes, y es ciertamente verosímil que la sociedad sea una de tales configuraciones (Fernández, 2000).
A lo más, la afectividad des algo que no parece nada, pero que de todos modos es inquieto, lo cual la hace real, y casi siempre con más intensidad que la realidad estable y reconocida. Sin embargo, según se ha desarrollado el argumento hasta aquí, parecería apuntar ala conclusión de que mejor no hay que estudiar a la afectividad. Pero cuando algo ha sido despojado de la función, los componentes, las causas, las finalidades, el material, y sigue siendo algo, lo que queda, y lo único que tiene, es forma. Lo que existe que no tiene nada sólo puede tener forma. Los formularios burocráticos, que carecen de contenido, de ideas, de razón de ser, de inteligencia, de utilidad, de todo, son llamados "formas" y son precisamente, las formas, del hastío. Así, en efecto, la afectividad es una forma.
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