Mismo día, más tarde. He hecho el esfuerzo, y con ayuda de Dios he regresado a salvo a este cuarto. Debo escribir en orden cada detalle. Fui, mientras todavía mi valor estaba fresco, directamente a la ventana del lado sur, y salí fuera de este lado. Las piedras son grandes y están cortadas toscamente, y por el proceso del tiempo el mortero se ha desgastado. Me quité las botas y me aventuré como un desesperado. Miré una vez hacia abajo, como para asegurarme de que una repentina mirada de la horripilante profundidad no me sobrecogería, pero después de ello mantuve los ojos viendo hacia adelante. Conozco bastante bien la ventana del conde, y me dirigí hacia ella lo mejor que pude, atendiendo a las oportunidades que se me presentaban. No me sentí mareado, supongo que estaba demasiado nervioso, y el tiempo que tardé en llegar hasta el antepecho de la ventana me pareció ridículamente corto. En un santiamén me encontré tratando de levantar la guillotina. Sin embargo, cuando me deslicé con los pies primero a través de la ventana, era presa de una terrible agitación. Luego busqué por todos lados al conde, pero, con sorpresa y alegría, hice un descubrimiento: ¡el cuarto estaba vacío!
Apenas estaba amueblado con cosas raras, que parecían no haber sido usadas nunca; los muebles eran de un estilo algo parecido a los que había en los cuartos situados al sur, y estaban cubiertos de polvo. Busqué la llave, pero no estaba en la cerradura, y no la pude encontrar por ningún lado. Lo único que encontré fue un gran montón de oro en una esquina, oro de todas clases, en monedas romanas y británicas, austriacas y húngaras, griegas y turcas. Las monedas estaban cubiertas de una película de polvo, como si hubiesen yacido durante largo tiempo en el suelo. Ninguna de las que noté tenía menos de trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos enjoyados, pero todos viejos y descoloridos.
En una esquina del cuarto había una pesada puerta. La empujé, pues, ya que no podía encontrar la llave del cuarto o la llave de la puerta de afuera, lo cual era el principal objetivo de mi búsqueda, tenía que hacer otras investigaciones, o todos mis esfuerzos serían vanos. La puerta que empujé estaba abierta, y me condujo a través de un pasadizo de piedra hacia una escalera de caracol, que bajaba muy empinada. Descendí, poniendo mucho cuidado en donde pisaba, pues las gradas estaban oscuras, siendo alumbradas solamente por las troneras de la pesada mampostería. En el fondo había un pasadizo oscuro, semejante a un túnel, a través del cual se percibía un mortal y enfermizo olor: el olor de la tierra recién volteada. A medida que avancé por el pasadizo, el olor se hizo más intenso y más cercano. Finalmente, abrí una pesada puerta que estaba entornada y me encontré en una vieja y arruinada capilla, que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, y en los lugares había gradas que conducían a bóvedas, pero el suelo había sido recientemente excavado y la tierra había sido puesta en grandes cajas de madera, manifiestamente las que transportaran los eslovacos. No había nadie en los alrededores, y yo hice un minucioso registro de cada pulgada de terreno. Bajé incluso a las bóvedas, donde la tenue luz luchaba con las sombras, aunque al hacerlo mi alma se llenó del más terrible horror. Fui a dos de éstas, pero no vi nada sino fragmentos de viejos féretros y montones de polvo; sin embargo, en la tercera, hice un descubrimiento.
¡Allí, en una de las grandes cajas, de las cuales en total había cincuenta, sobre un montón de tierra recién excavada, yacía el conde! Estaba o muerto o dormido; no pude saberlo a ciencia cierta, pues sus ojos estaban abiertos y fijos, pero con la vidriosidad de la muerte, y sus mejillas tenían el calor de la vida a pesar de su palidez; además, sus labios estaban rojos como nunca. Pero no había ninguna señal de movimiento, ni pulso, ni respiración, ni el latido del corazón. Me incliné sobre él y traté de encontrar algún signo de vida, pero en vano. No podía haber yacido allí desde hacía mucho tiempo, pues el olor a tierra se habría disipado en pocas horas. Al lado de la caja estaba su tapa, atravesada por hoyos aquí y allá. Pensé que podía tener las llaves con él, pero cuando iba a registrarlo vi sus ojos muertos, y en ellos, a pesar de estar muertos, una mirada de tal odio, aunque inconsciente de mí o de mi presencia, que huí del lugar, y abandonando el cuarto del conde por la ventana me deslicé otra vez por la pared del castillo. Al llegar otra vez a mi cuarto me tiré jadeante sobre la cama y traté de pensar…
29 de junio. Hoy es la fecha de mi última carta, y el conde ha dado los pasos necesarios para probar que es auténtica, pues otra vez lo he visto abandonar el castillo por la misma ventana y con mi ropa. Al verlo deslizarse por la ventana, al igual que una lagartija, sentí deseos de tener un fusil o alguna arma letal para poder destruirlo; pero me temo que ninguna arma manejada solamente por la mano de un hombre pueda tener algún efecto sobre él. No me atreví a esperar por su regreso, pues temí ver a sus malvadas hermanas. Regresé a la biblioteca y leí hasta quedarme dormido.
Fui despertado por el conde, quien me miró tan torvamente como puede mirar un hombre, al tiempo que me dijo:
-Mañana, mi amigo, debemos partir. Usted regresará a su bella Inglaterra, yo a un trabajo que puede tener un fin tal que nunca nos encontremos otra vez. Su carta a casa ha sido despachada; mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vienen los gitanos, que tienen algunos trabajos propios de ellos, y también vienen los eslovacos. Cuando se hayan marchado, mi carruaje vendrá a traerlo y lo llevará hasta el desfiladero de Borgo, para encontrarse ahí con la diligencia que va de Bucovina a Bistritz. Pero tengo la esperanza de que nos volveremos a ver en el castillo de Drácula.
Yo sospeché de sus palabras, y determiné probar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece una profanación de la palabra en conexión con un monstruo como éste, de manera que le hablé sin rodeos:
-¿Por qué no puedo irme hoy por la noche?
-Porque, querido señor, mi cochero y los caballos han salido en una misión.
-Pero yo caminaría de buen gusto. Lo que deseo es salir de aquí cuanto antes.
Él sonrió, con una sonrisa tan suave, delicada y diabólica, que inmediatamente supe que había algún truco detrás de su amabilidad; dijo:
-¿Y su equipaje?
-No me importa. Puedo enviar a recogerlo después.
El conde se puso de pie y dijo, con una dulce cortesía que me hizo frotar los ojos, pues parecía real:
-Ustedes los ingleses tienen un dicho que es querido a mi corazón, pues su espíritu es el mismo que regula a nuestros boyars: "Dad la bienvenida al que llega; apresurad al huésped que parte." Venga conmigo, mi querido y joven amigo. Ni una hora más estará usted en mi casa contra sus deseos, aunque me entristece que se vaya, y que tan repentinamente lo desee. Venga.
Con majestuosa seriedad, él, con la lámpara, me precedió por las escaleras y a lo largo del corredor. Repentinamente se detuvo.
-¡Escuche!
El aullido de los lobos nos llegó desde cerca. Fue casi como si los aullidos brotaran al alzar él su mano, semejante a como surge la música de una gran orquesta al levantarse la batuta del conductor. Después de un momento de pausa, él continuó, en su manera majestuosa, hacia la puerta. Corrió los enormes cerrojos, destrabó las pesadas cadenas y comenzó a abrirla.
Ante mi increíble asombro, vi que estaba sin llave. Sospechosamente, miré por todos los lados a mi alrededor, pero no pude descubrir llave de ninguna clase.
A medida que comenzó a abrirse la puerta, los aullidos de los lobos aumentaron en intensidad y cólera: a través de la abertura de la puerta se pudieron ver sus rojas quijadas con agudos dientes y las garras de las pesadas patas cuando saltaban. Me di cuenta de que era inútil luchar en aquellos momentos contra el conde. No se podía hacer nada teniendo él bajo su mando a semejantes aliados. Sin embargo, la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora sólo era el cuerpo del conde el que cerraba el paso.
Repentinamente me llegó la idea de que a lo mejor aquel era el momento y los medios de mi condena; iba a ser entregado a los lobos, y a mi propia instigación. Había una maldad diabólica en la idea, suficientemente grande para el conde, y como última oportunidad, grité:
-¡Cierre la puerta! ¡Esperaré hasta mañana!
Me cubrí el rostro con mis manos para ocultar las lágrimas de amarga decepción.
Con un movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta de golpe, y los grandes cerrojos sonaron y produjeron ecos a través del corredor, al tiempo que caían de regreso en sus puestos. Regresamos a la biblioteca en silencio, y después de uno o dos minutos yo me fui a mi cuarto. Lo último que vi del conde Drácula fue su terrible mirada, con una luz roja de triunfo en los ojos y con una sonrisa de la que Judas, en el infierno, podría sentirse orgulloso.
Cuando estuve en mi cuarto y me encontraba a punto de acostarme, creí escuchar unos murmullos al otro lado de mi puerta. Me acerqué a ella en silencio y escuché. A menos que mis oídos me engañaran, oí la voz del conde:
-¡Atrás, atrás, a vuestro lugar! Todavía no ha llegado vuestra hora. ¡Esperad! ¡Tened paciencia! Esta noche es la mía. Mañana por la noche es la vuestra.
Hubo un ligero y dulce murmullo de risas, y en un exceso de furia abrí la puerta de golpe y vi allí afuera a aquellas tres terribles mujeres lamiéndose los labios. Al aparecer yo, todas se unieron en una horrible carcajada y salieron corriendo.
Regresé a mi cuarto y caí de rodillas. ¿Está entonces tan cerca el final? ¡Mañana! ¡Mañana! Señor, ¡ayudadme, y a aquellos que me aman!
30 de junio, por la mañana. Estas pueden ser las últimas palabras que jamás escriba en este diario. Dormí hasta poco antes del amanecer, y al despertar caí de rodillas, pues estoy determinado a que si viene la muerte me encuentre preparado.
Finalmente sentí aquel sutil cambio del aire y supe que la mañana había llegado.
Luego escuché el bien venido canto del gallo y sentí que estaba a salvo. Con alegre corazón abrí la puerta y corrí escaleras abajo, hacia el corredor. Había visto que la puerta estaba cerrada sin llave, y ahora estaba ante mí la libertad. Con manos que temblaban de ansiedad, destrabé las cadenas y corrí los pasados cerrojos.
Pero la puerta no se movió. La desesperación se apoderó de mí. Tiré repetidamente de la puerta y la empujé hasta que, a pesar de ser muy pesada, se sacudió en sus goznes. Pude ver que tenía pasado el pestillo. Le habían echado llave después de que yo dejé al conde.
Entonces se apoderó de mi un deseo salvaje de obtener la llave a cualquier precio, y ahí mismo determiné escalar la pared y llegar otra vez al cuarto del conde.
Podía matarme, pero la muerte parecía ahora el menor de todos los males. Sin perder tiempo, corrí hasta la ventana del este y me deslicé por la pared, como antes, al cuarto del conde. Estaba vacío, pero eso era lo que yo esperaba. No pude ver la llave por ningún lado, pero el montón de oro permanecía en su puesto. Pasé por la puerta en la esquina y descendí por la escalinata circular y a lo largo del oscuro pasadizo hasta la vieja capilla. Ya sabía yo muy bien donde encontrar al monstruo que buscaba.
La gran caja estaba en el mismo lugar, recostada contra la pared, pero la tapa había sido puesta, con los clavos listos en su lugar para ser metidos aunque todavía no se había hecho esto. Yo sabía que tenía que llegar al cuerpo para buscar la llave, de tal manera que levanté la tapa y la recliné contra la pared; y entonces vi algo que llenó mi alma de terror. Ahí yacía el conde, pero mirándose tan joven como si hubiese sido rejuvenecido pues su pelo blanco y sus bigotes habían cambiado a un gris oscuro; las mejillas estaban más llenas, y la blanca piel parecía un rojo rubí debajo de ellas; la boca estaba más roja que nunca; sobre sus labios había gotas de sangre fresca que caían en hilillos desde las esquinas de su boca y corrían sobre su barbilla y su cuello. Hasta sus ojos, profundos y centellantes, parecían estar hundidos en medio de la carne hinchada, pues los párpados y las bolsas debajo de ellos estaban abotagados. Parecía como si la horrorosa criatura simplemente estuviese saciada con sangre.
Yacía como una horripilante sanguijuela, exhausta por el hartazgo. Temblé al inclinarme para tocarlo, y cada sentido en mí se rebeló al contacto; pero tenía que hurgar en sus bolsillos, o estaba perdido. La noche siguiente podía ver mi propio cuerpo servir de banquete de una manera similar para aquellas horrorosas tres. Caí sobre el cuerpo, pero no pude encontrar señales de la llave. Entonces me detuve y miré al conde.
Había una sonrisa burlona en su rostro hinchado que pareció volverme loco. Aquél era el ser al que yo estaba ayudando a trasladarse a Londres, donde, quizá, en los siglos venideros podría saciar su sed de sangre entre sus prolíficos millones, y crear un nuevo y siempre más amplio círculo de semidemonios para que se cebaran entre los indefensos. El mero hecho de pensar aquello me volvía loco. Sentí un terrible deseo de salvar al mundo de semejante monstruo. No tenía a mano ninguna arma letal, pero tomé la pala que los hombres habían estado usando para llenar las cajas y, levantándola a lo alto, golpeé con el filo la odiosa cara. Pero al hacerlo así, la cabeza se volvió y los ojos recayeron sobre mí con todo su brillo de horrendo basilisco. Su mirada pareció paralizarme y la pala se volteó en mi mano esquivando la cara, haciendo apenas una profunda incisión sobre la frente. La pala se cayó de mis manos sobre la caja, y al tirar yo de ella, el reborde de la hoja se trabó en la orilla de la tapa, que cayó otra vez sobre el cajón escondiendo la horrorosa imagen de mi vista. El último vistazo que tuve fue del rostro hinchado, manchado de sangre y fijo, con una mueca de malicia que hubiese sido muy digna en el más profundo de los infiernos.
Pensé y pensé cuál sería mi próximo movimiento, pero parecía que mi cerebro estaba en llamas, y esperé con una desesperación que sentía crecer por momentos.
Mientras esperaba escuché a lo lejos un canto gitano entonado por voces alegres que se acercaban, y a través del canto el sonido de las pesadas ruedas y los restallantes látigos; los gitanos y los eslovacos de quienes el conde había hablado, llegaban. Echando una última mirada a la caja que contenía el vil cuerpo, salí corriendo de aquel lugar y llegué hasta el cuarto del conde, determinado a salir de improviso en el instante en que la puerta se abriera. Con oídos atentos, escuché, y oí abajo el chirrido de la llave en la gran cerradura y el sonido de la pesada puerta que se abría. Debe haber habido otros medios de entrada, o alguien tenía una llave para una de las puertas cerradas. Entonces llegó hasta mí el sonido de muchos pies que caminaban, muriéndose en algún pasaje que enviaba un eco retumbante. Quise dirigirme nuevamente corriendo hacia la bóveda, donde tal vez podría encontrar la nueva entrada; pero en ese momento un violento golpe de viento pareció penetrar en el cuarto, y la puerta que conducía a la escalera de caracol se cerró de un golpe tan fuerte que levantó el polvo de los dinteles. Cuando corrí a abrir la puerta, encontré que estaba herméticamente cerrada. De nuevo era prisionero, y la red de mi destino parecía irse cerrando cada vez más.
Mientras escribo esto, en el pasadizo debajo de mí se escucha el sonido de muchos pies pisando y el ruido de pesos bruscamente depositados, indudablemente las cajas con su cargamento de tierra. También se oye el sonido de un martillo; es la caja del conde, que están cerrando. Ahora puedo escuchar nuevamente los pesados pies avanzando a lo largo del corredor, con muchos otros pies inútiles siguiéndolos detrás.
Se cierra la puerta, las cadenas chocan entre sí al ser colocadas; se oye el chirrido de la llave en la cerradura; puedo incluso oír cuando la llave se retira; entonces se abre otra puerta y se cierra; oigo los crujidos de la cerradura y de los cerrojos.
¡Oíd! En el patio y a lo largo del rocoso sendero van las pesadas ruedas, el chasquido de los látigos y los coros de los gitanos a medida que desaparecen en la distancia. Estoy solo en el castillo con esas horribles mujeres.
¡Puf! Mina es una mujer, y no tiene nada en común con ellas. Estas son diablesas del averno.
No permaneceré aquí solo con ellas; trataré de escalar la pared del castillo más lejos de lo que lo he intentado hasta ahora. Me llevaré algún oro conmigo, pues podría necesitarlo más tarde. Tal vez encuentre alguna manera de salir de este horrendo lugar.
Y entonces, ¡rápido a casa! ¡Rápido al más veloz y más cercano de los trenes! ¡Lejos de este maldito lugar, de esta maldita tierra donde el demonio y sus hijos todavía caminan con pies terrenales!.
Por lo menos la bondad de Dios es mejor que la de estos monstruos, y el precipicio es empinado y alto. A sus pies, un hombre puede dormir como un hombre. ¡Adiós, todo! ¡Adiós, Mina!
Carta de la señorita Mina Murray a la señorita Lucy Westenra
9 de mayo
"Mi muy querida Lucy
"Perdona mi tardanza en escribirte, pero he estado verdaderamente sobrecargada de trabajo. La vida de una ayudante de director de escuela es angustiosa. Me muero de ganas de estar contigo, y a orillas del mar, donde podamos hablar con libertad y construir nuestros castillos en el aire. Últimamente he estado trabajando mucho, debido a que quiero mantener el nivel de estudios de Jonathan, y he estado practicando muy activamente la taquigrafía. Cuando nos casemos le podré ser muy útil a Jonathan, y si puedo escribir bien en taquigrafía estaré en posibilidad de escribir de esa manera todo lo que dice y luego copiarlo en limpio para él en la máquina, con la que también estoy practicando muy duramente. Él y yo a veces nos escribimos en taquigrafía, y él esta llevando un diario estenográfico de sus viajes por el extranjero. Cuando esté contigo también llevaré un diario de la misma manera.
No quiero decir uno de esos diarios que se escriben a la ligera en la esquina de un par de páginas cuando hay tiempo los domingos, sino un diario en el cual yo pueda escribir siempre que me sienta inclinada a hacerlo. Supongo que no le interesará mucho a otra gente, pero no está destinado para ella. Algún día se lo enseñaré a Jonathan, en caso de que haya algo en él que merezca ser compartido, pero en verdad es un libro de ejercicios. Trataré de hacer lo que he visto que hacen las mujeres periodistas: entrevistas, descripciones, tratando de recordar lo mejor posible las conversaciones. Me han dicho que, con un poco de práctica, una puede recordar de todo lo que ha sucedido o de todo lo que una ha oído durante el día. Sin embargo, ya veremos. Te contaré acerca de mis pequeños planes cuando nos veamos. Acabo de recibir un par de líneas de Jonathan desde Transilvania. Está bien y regresará más o menos dentro de una semana.
Estoy muy ansiosa de escuchar todas sus noticias. ¡Debe ser tan bonito visitar países extraños! A veces me pregunto si nosotros, quiero decir Jonathan y yo, alguna vez los veremos juntos. Acaba de sonar la campana de las diez. Adiós.
"Te quiere,
MINA
"Dime todas las nuevas cuando me escribas. No me has dicho nada durante mucho tiempo. He escuchado rumores, y especialmente sobre un hombre alto, guapo, de pelo rizado. (???)"
Carta de Lucy Westenra a Mina Murray
Calle de Chatham, 17
Miércoles
"Mi muy querida Mina:
"Debo decir que me valúas muy injustamente al decir que soy mala para la correspondencia. Te he escrito dos veces desde que nos separamos, y tu última carta sólo fue la segunda. Además, no tengo nada que decirte. Realmente no hay nada que te pueda interesar. La ciudad está muy bonita por estos días, y vamos muy a menudo a las galerías de pintura y a caminar o a andar a caballo en el parque. En cuanto al hombre alto, de pelo rizado, supongo que era el que estaba conmigo en el último concierto popular. Evidentemente, alguien ha estado contando cuentos chinos. Era el señor Holmwood. Viene a menudo a vernos, y se lleva muy bien con mamá; tienen muchas cosas comunes de que hablar. Hace algún tiempo encontramos a un hombre que sería adecuado para ti si no estuvieras ya comprometida con Jonathan. Es un partido excelente; guapo, rico y de buena familia. Es médico y muy listo. ¡Imagínatelo! Tiene veintinueve años de edad y es propietario de un inmenso asilo para lunáticos, todo bajo su dirección. El señor Holmwood me lo presentó y vino aquí a vernos, y ahora nos visita a menudo. Creo que es uno de los hombres más resueltos que jamás he visto, y sin embargo, el más calmado. Parece absolutamente imperturbable. Me puedo imaginar el magnífico poder que tiene sobre sus pacientes. Tiene el curioso hábito de mirarlo a uno directamente a la cara como si tratara de leerle los pensamientos. Trata de hacer esto muchas veces conmigo, pero yo me jacto de que esta vez se ha encontrado con una nuez demasiado dura para quebrar. Eso lo sé por mi espejo. ¿Nunca has tratado de leer tu propia cara? Yo sí, y te puedo decir que no es un mal estudio, y te da más trabajo del que puedes imaginarte si nunca lo has intentado todavía. Él dice que yo le proporciono un curioso caso psicológico, y yo humildemente creo que así es. Como tú sabes, no me tomo suficiente interés en los vestidos como para ser capaz de describir las nuevas modas. El tema de los vestidos es aburrido. Eso es otra vez slang, pero no le hagas caso; Arthur dice eso todos los días. Bien, eso es todo. Mina, nosotras nos hemos dicho todos nuestros secretos desde que éramos niñas; hemos dormido juntas y hemos comido juntas, hemos reído y llorado juntas; y ahora, aunque ya haya hablado, me gustaría hablar más. ¡Oh, Mina! ¿No pudiste adivinar? Lo amo; ¡lo amo! Vaya, eso me hace bien. Desearía estar contigo, querida, sentadas en confianza al lado del fuego, tal como solíamos hacerlo; entonces trataría de decirte lo que siento; no sé siquiera cómo estoy escribiéndote esto. Tengo miedo de parar, porque pudiera ser que rompiera la carta, y no quiero parar, porque deseo decírtelo todo. Mándame noticias tuyas inmediatamente, y dime todo lo que pienses acerca de esto. Mina, debo terminar. Buenas noches.
Bendíceme en tus oraciones, y, Mina, reza por mi felicidad.
LUCY
"P. D. No necesito decirte que es un secreto. Otra vez, buenas noches."
Carta de Lucy Westenra a Mina Murray
24 de mayo
"Mi queridísima Mina:
"Gracias, gracias y gracias otra vez por tu dulce carta. ¡Fue tan agradable poder sentir tu simpatía!
"Querida mía, nunca llueve sino a cántaros. ¡Cómo son ciertos los antiguos proverbios! Aquí me tienes, a mí que tendré veinte años en septiembre, y que nunca había tenido una proposición hasta hoy; no una verdadera, y hoy he tenido hasta tres. ¡Imagínatelo! ¡TRES proposiciones en un día! ¿No es terrible? Me siento triste, verdadera y profundamente triste, por dos de los tres sujetos. ¡Oh, Mina, estoy tan contenta que no sé qué hacer conmigo misma! ¡Y tres proposiciones de matrimonio!
Pero, por amor de Dios, no se lo digas a ninguna de las chicas, o comenzarían de inmediato a tener toda clase de ideas extravagantes y a imaginarse ofendidas, y desairadas, si en su primer día en casa no recibieran por lo menos seis; ¡algunas chicas son tan vanas! Tú y yo, querida Mina, que estamos comprometidas y pronto nos vamos a asentar sobriamente como viejas mujeres casadas, podemos despreciar la vanidad.
Bien, debo hablarte acerca de los tres, pero tú debes mantenerlo en secreto, sin decírselo a nadie, excepto, por supuesto, a Jonathan. Tú se lo dirás a él, porque yo, si estuviera en tu lugar, se lo diría seguramente a Arthur. Una mujer debe decirle todo a su marido, ¿no crees, querida?, y yo debo ser justa. A los hombres les gusta que las mujeres, desde luego sus esposas, sean tan justas como son ellos; y las mujeres, temo, no son siempre tan justas como debieran serlo. Bien, querida, el número uno llegó justamente antes del almuerzo. Ya te he hablado de él: el doctor John Seward, el hombre del asilo para lunáticos, con un fuerte mentón y una buena frente. Exteriormente se mostró muy frío, pero de todas maneras estaba nervioso. Evidentemente estuvo educándose a sí mismo respecto a toda clase de pequeñas cosas, y las recordaba; pero se las arregló para casi sentarse en su sombrero de seda, cosa que los hombres generalmente no hacen cuando están tranquilos, y luego, al tratar de parecer calmado, estuvo jugando con una lanceta, de una manera que casi me hizo gritar. Me habló, Mina, muy directamente. Me dijo cómo me quería él, a pesar de conocerme de tan poco tiempo, y lo que sería su vida si me tenía a mí para ayudarle y alegrarlo. Estaba a punto de decirme lo infeliz que sería si yo no lo quisiera también a él, pero cuando me vio llorando me dijo que él era un bruto y que no quería agregar más penas a las presentes. Entonces hizo una pausa y me preguntó si podía llegar a amarlo con el tiempo; y cuando yo moví la cabeza negativamente, sus manos temblaron, y luego, con alguna incertidumbre, me preguntó si ya me importaba alguna otra persona. Me dijo todo de una manera muy bonita, alegando que no quería obligarme a confesar, pero que lo quería saber, porque si el corazón de una mujer estaba libre un hombre podía tener esperanzas. Y entonces, Mina, sentí una especie de deber decirle que ya había alguien. Sólo le dije eso, y él se puso en pie, y se veía muy fuerte y muy serio cuando tomó mis dos manos en las suyas y dijo que esperaba que yo fuese feliz, y que si alguna vez yo necesitaba un amigo debía de contarlo a él entre uno de los mejores. ¡Oh, mi querida Mina, no puedo evitar llorar: debes perdonar que esta carta vaya manchada. Es muy bonito que se le propongan a una y todas esas cosas, pero no es para nada una cosa alegre cuando tú ves a un pobre tipo, que sabes te ama honestamente, alejarse viéndose todo descorazonado, y sabiendo tú que, no importa lo que pueda decir en esos momentos, te estás alejando para siempre de su vida. Mi querida, de momento debo parar aquí, me siento tan mal, ¡aunque estoy tan feliz!
Noche, "Arthur se acaba de ir, y me siento mucho más animada que cuando dejé de escribirte, de manera que puedo seguirte diciendo lo que pasó durante el día. Bien, querida, el número dos llegó después del almuerzo. Es un tipo tan bueno, un americano de Tejas, y se ve tan joven y tan fresco que parece imposible que haya estado en tantos lugares y haya tenido tantas aventuras. Yo simpatizo con la pobre Desdémona cuando le echaron al oído tan peligrosa corriente, incluso por un negro. Supongo que nosotras las mujeres somos tan cobardes que pensamos que un hombre nos va a salvar de los miedos, y nos casamos con él. Yo ya sé lo que haría si fuese un hombre y deseara que una muchacha me amara. No, no lo sé, pues el señor Morris siempre nos contaba sus aventuras, y Arthur nunca lo hizo, y sin embargo, Querida, no sé cómo me estoy adelantando. El señor Quincey P. Morris me encontró sola. Parece ser que un hombre siempre encuentra sola a una chica. No, no siempre, pues Arthur lo intentó en dos ocasiones distintas, y yo ayudándole todo lo que podía; no me da vergüenza decirlo ahora. Debo decirte antes que nada, que el señor Morris no habla siempre slang; es decir, no lo habla delante de extraños, pues es realmente bien educado y tiene unas maneras muy finas, pero se dio cuenta de que me hacía mucha gracia oírle hablar el slang americano, y siempre que yo estaba presente, y que no hubiera nadie a quien pudiera molestarle, decía cosas divertidas. Temo, querida, que tiene que inventárselo todo, pues encaja perfectamente en cualquier otra cosa que tenga que decir. Pero esto es una cosa propia del slang. Yo misma no sé si algún día llegaré a hablar slang; no sé si le gusta a Arthur, ya que nunca le he oído utilizarlo. Bien, el señor Morris se sentó a mi lado y estaba tan alegre y contento como podía estar, pero de todas maneras yo pude ver que estaba muy nervioso. Tomó casi con veneración una de mis manos entre las suyas, y dijo, de la manera más cariñosa:
"Señorita Lucy, sé que no soy lo suficientemente bueno como para atarle las cintas de sus pequeños zapatos, pero supongo que si usted espera hasta encontrar un hombre que lo sea, se irá a unir con esas siete jovenzuelas de las lámparas cuando se aburra. ¿Por qué no se engancha a mi lado y nos vamos por el largo camino juntos, conduciendo con dobles arneses?
"Bueno, pues estaba de tan buen humor y tan alegre, que no me pareció ser ni la mitad difícil de negármele como había sido con el pobre doctor Seward; así es que dije, tan ligeramente como pude, que yo no sabía nada acerca de cómo engancharme, y que todavía no estaba lo suficientemente madura como para usar un arnés. Entonces él dijo que había hablado de una manera muy ligera, y que esperaba que si había cometido un error al hacerlo así, en una ocasión tan seria y trascendental para él, que yo lo perdonara. Verdaderamente estuvo muy serio cuando dijo esto, y yo no pude evitar sentirme también un poco seria (lo sé, Mina, que pensarás que soy una coqueta horrorosa), aunque tampoco pude evitar sentir una especie de regocijo triunfante por ser el número dos en un día. Y entonces, querida, antes de que yo pudiese decir una palabra, comenzó a expresar un torrente de palabras amorosas, poniendo su propio corazón y su alma a mis pies. Se veía tan sincero sobre todo lo que decía que yo nunca volveré a pensar que un hombre debe ser siempre juguetón, y nunca serio, sólo porque a veces se comporte alegremente. Supongo que vio algo en mi rostro que lo puso en guardia, pues repentinamente se interrumpió, y dijo, con una especie de fervor masculino que me hubiese hecho amarlo si yo hubiese estado libre, si mi corazón no tuviera ya dueño, lo siguiente:
"Lucy, usted es una muchacha de corazón sincero; lo sé. No estaría aquí hablando con usted como lo estoy haciendo ahora si no la considerara de alma limpia, hasta en lo más profundo de su ser. Dígame, como un buen compañero a otro, ¿hay algún otro hombre que le interese? Y si lo hay, jamás volveré a tocar ni siquiera una hebra de su cabello, pero seré, si usted me lo permite, un amigo muy sincero.
"Mi querida Mina, ¿por qué son los hombres tan nobles cuando nosotras las mujeres somos tan inmerecedoras de ellos? Heme aquí casi haciendo burla de este verdadero caballero de todo corazón. Me eché a llorar (temo, querida, que creerás que esta es una carta muy chapucera en muchos sentidos), y realmente me sentí muy mal. ¿Por qué no le pueden permitir a una muchacha que se case con tres hombres, o con tantos como la quieran, para evitar así estas molestias? Pero esto es una 'herejía', y no debo decirla. Me alegra, sin embargo, decirte que a pesar de estar llorando, fui capaz de mirar a los valientes ojos del señor Morris y de hablarle sin rodeos: "Sí; hay alguien a quien amo, aunque él todavía no me ha dicho que me quiere.
"Estuvo bien que yo le hablara tan francamente, pues una luz pareció iluminar su rostro, y extendiendo sus dos manos, tomó las mías, o creo que fui yo quien las puso en las de él, y dijo muy emocionado:
"Así es, mi valiente muchacha. Vale más la pena llegar tarde en la posibilidad de ganarla a usted, que llegar a tiempo por cualquier otra muchacha en el mundo. No llore, querida. Si es por mí, soy una nuez muy dura de romper; lo aguantaré de pie. Si ese otro sujeto no conoce su dicha, bueno, pues lo mejor es que la busque con rapidez o tendrá que vérselas conmigo. Pequeña, su sinceridad y ánimo han hecho de mí un amigo, y eso es todavía más raro que un amante; de todas maneras, es menos egoísta. Querida, voy a tener que hacer solo esta caminata hasta el Reino de los Cielos. ¿No me daría usted un beso? Será algo para llevarlo a través de la oscuridad, ahora y entonces. Usted puede hacerlo, si lo desea, pues ese otro buen tipo (debe ser un magnífico tipo, querida; un buen sujeto, o usted no podría amarlo) no ha hablado todavía.
"Eso casi me ganó, Mina, pues fue valiente y dulce con él, y también noble con un rival (¿no es así?) y él, ¡tan triste! Así es que me incliné hacia adelante y lo besé con ternura.
"Se puso en pie con mis dos manos en las suyas, y mientras miraba hacia abajo, a mi cara, temo que yo estaba muy sonrojada, dijo:
"Muchachita, yo sostengo sus manos y usted me ha besado, y si estas cosas no hacen de nosotros buenos amigos, nada lo hará. Gracias por su dulce sinceridad conmigo, y adiós.
"Soltó mi mano, y tomando el sombrero, salió del cuarto sin volverse a ver, sin derramar una lágrima, sin temblar ni hacer una pausa. Y yo estoy llorando como un bebé. ¡Oh!, ¿por qué debe ser infeliz un hombre como ese cuando hay muchas chicas cerca que podrían adorar hasta el mismo suelo que pisa? Yo sé que yo lo haría si estuviera libre, pero sucede que no quiero estar libre. Querida, esto me ha perturbado, y siento que no puedo escribir acerca de la felicidad ahora mismo, después de lo que te he dicho; y no quiero decir nada acerca del número tres, hasta que todo pueda ser felicidad.
"Te quiere siempre,
LUCY
"P. D.-¡Oh! Acerca del número tres, no necesito decirte nada acerca del número tres, ¿no es cierto? Además, ¡fue todo tan confuso! Pareció que sólo había transcurrido un instante desde que había entrado en el cuarto hasta que sus dos brazos me rodearon, y me estaba besando. Estoy muy, muy contenta, y no sé qué he hecho para merecerlo. Sólo debo tratar en el futuro de mostrar que no soy desagradecida a Dios por todas sus bondades, al enviarme un amor así, un marido y un amigo.
"Adiós."
Del diario del doctor Seward (grabado en fonógrafo)
25 de mayo. Marea menguante en el apetito de hoy. No puedo comer; no puedo descansar, así es que en su lugar, el diario. Desde mi fracaso de ayer siento una especie de vacío; nada en el mundo parece ser lo suficientemente importante como para dedicarse a ello. Como sabía que la única cura para estas cosas era el trabajo, me dediqué a mis pacientes. Escogí a uno que me ha proporcionado un estudio de mucho interés. Es tan raro que estoy determinado a entenderlo tanto como pueda. Me parece que hoy me acerqué más que nunca al corazón de su misterio.
Lo interrogué más detalladamente que otras veces, con el propósito de adueñarme de los hechos de su alucinación. En mi manera de hacer esto, ahora lo veo, había algo de crueldad. Me parecía desear mantenerlo en el momento más alto de su locura, una cosa que yo evito hacer con los pacientes como evitaría la boca del infierno. (Recordar: ¿en qué circunstancias no evitaría yo el abismo del infierno?) Omnia Romae venalia sunt. ¡El infierno tiene su precio! verb sap. Si hay algo detrás de este instinto será de mucho valor rastrearlo después con gran precisión, de tal manera que mejor comienzo a hacerlo, y por lo tanto…
R. M. Renfield, aetat. 59. Temperamento sanguíneo; gran fortaleza física; excitable mórbidamente; períodos de decaimiento que terminan en alguna idea fija, la cual no he podido descifrar. Supongo que el temperamento sanguíneo mismo y la influencia perturbadora terminan en un desenlace mentalmente logrado; un hombre posiblemente peligroso, probablemente peligroso si es egoísta. En hombres egoístas, la cautela es un arma tan segura para sus enemigos como para ellos mismos. Lo que yo pienso sobre esto es que cuando el yo es la idea fija, la fuerza centrípeta es equilibrada a la centrífuga; cuando la idea fija es el deber, una causa, etc., la última fuerza es predominante, y sólo pueden equilibrarla un accidente o una serie de accidentes.
Carta de Quincey P. Morris al honorable Arthur Holmwood
25 de mayo
"Mi querido Arthur:
"Hemos contado embustes al lado de una fogata en las praderas; y hemos atendido las heridas del otro después de tratar de desembarcar en las Marquesas; y hemos brindado a orillas del lago Titicaca. Hay más embustes que contar, y más heridas que sanar, y otro brindis que hacer. ¿No permitirás que esto sea así mañana por la noche en la fogata de mi campamento? No dudo al preguntártelo, pues sé que cierta dama está invitada a cierta cena, y tú estás libre. Sólo habrá otro convidado: nuestro viejo compinche en Corea, Jack Seward. El también va a venir, y los dos deseamos mezclar nuestras lágrimas en torno de la copa de vino, y luego hacer un brindis de todo corazón por el hombre más feliz de este ancho mundo, que ha ganado el corazón más noble que ha hecho Dios y es el que más merece ganárselo. Te prometemos una calurosa bienvenida y un saludo afectuoso, y un brindis tan sincero como tu propia mano derecha. Ambos juramos irte a dejar a casa si bebes demasiado en honor de cierto par de ojos. ¡Te espero!
"Tu sincero amigo de siempre,
QUINCEY P. MORRIS"
Telegrama de Arthur Holmwood a Quincey P. Morris
26 de mayo.
"Contad conmigo en todo momento. Llevo unos mensajes que os harán zumbar los oídos.
ART "
Whitby, 24 de julio. Encontré en la estación a Lucy, que parecía más dulce y bonita que nunca, y de allí nos dirigimos a la casa de Crescent, en la que tienen cuartos.
Es un lugar muy bonito. El pequeño río, el Esk, corre a través de un profundo valle, que se amplía a medida que se acerca al puerto. Lo atraviesa un gran viaducto, de altos machones, a través del cual el paisaje parece estar algo más lejos de lo que en realidad está. El valle es de un verde bellísimo, y es tan empinado que cuando uno se encuentra en la parte alta de cualquier lado se ve a través de él, a menos que uno esté lo suficientemente cerca como para ver hacia abajo. Las casas del antiguo pueblo (el lado más alejado de nosotros) tienen todas tejados rojos, y parecen estar amontonadas unas sobre otras de cualquier manera, como se ve en las estampas de Nüremberg.
Exactamente encima del pueblo están las ruinas de la abadía de Whitby, que fue saqueada por los daneses, lo cual es la escena de parte de "Marmion", cuando la muchacha es emparedada en el muro. Es una ruina de lo más noble, de inmenso tamaño, y llena de rasgos bellos y románticos; según la leyenda, una dama de blanco se ve en una de las ventanas. Entre la abadía y el pueblo hay otra iglesia, la de la parroquia, alrededor de la cual hay un gran cementerio, todo lleno de tumbas de piedra. Según mi manera de ver, este es el lugar más bonito de Whitby, pues se extiende justamente sobre el pueblo y se tiene desde allí una vista completa del puerto y de toda la bahía donde el cabo Kettleness se introduce en el mar. Desciende tan empinada sobre el puerto, que parte de la ribera se ha caído, y algunas de las tumbas han sido destruidas. En un lugar, parte de las piedras de las tumbas se desparraman sobre el sendero arenoso situado mucho más abajo. Hay andenes, con bancas a los lados, a través del cementerio de la iglesia. La gente se sienta allí durante todo el día mirando el magnífico paisaje y gozando de la brisa. Vendré y me sentaré aquí muy frecuentemente a trabajar. De hecho, ya estoy ahora escribiendo sobre mis rodillas, y escuchando la conversación de tres viejos que están sentados a mi lado. Parece que no hacen en todo el día otra cosa que sentarse aquí y hablar.
El puerto yace debajo de mí, con una larga pared de granito que se introduce en el mar en el lado más alejado, con una curva hacia afuera, al final de ella, en medio de la cual hay un faro. Un macizo malecón corre por la parte exterior de ese faro. En el lado más cercano, el malecón forma un recodo doblado a la inversa, y su terminación tiene también un faro. Entre los dos muelles hay una pequeña abertura hacia el puerto, que de ahí en adelante se amplía repentinamente.
Cuando hay marea alta es muy bonito; pero cuando baja la marea disminuye de profundidad hasta casi quedar seco, y entonces sólo se ve la corriente del Esk deslizándose entre los bancos de arena, con algunas rocas aquí y allá. Afuera del puerto, de este lado, se levanta por cerca de media milla un gran arrecife, cuya parte aguda corre directamente desde la parte sur del faro. Al final de ella hay una boya con una campana, que suena cuando hay mal tiempo y lanza sus lúgubres notas al viento. Cuentan aquí una leyenda: cuando un barco está perdido se escuchan campanas que suenan en el mar abierto. Debo interrogar acerca de esto al anciano; camina en esta dirección…
Es un viejo muy divertido. Debe ser terriblemente viejo, pues su rostro está todo rugoso y torcido como la corteza de un árbol. Me dice que tiene casi cien años, y que era marinero de la flota pesquera de Groenlandia cuando la batalla de Waterloo. Es, temo, una persona muy escéptica, pues cuando le pregunté acerca de las campanas en el mar y acerca de la Dama de Blanco en la abadía, me dijo muy bruscamente:
-Señorita, si yo fuera usted, no me preocuparía por eso. Esas cosas están todas gastadas. Es decir, yo no digo que nunca sucedieron, pero sí digo que no sucedieron en mi tiempo. Todo eso está bien para forasteros y viajeros, pero no para una joven tan bonita como usted. Esos caminantes de York y Leeds, que siempre están comiendo arenques curtidos y tomando té, y viendo cómo pueden comprar cualquier cosa barata, creen en esas cosas. Yo me pregunto quién se preocupa de contarles esas mentiras, hasta en los periódicos, que están llenos de habladurías tontas.
Creí que sería una buena persona de quien podía aprender cosas interesantes, así es que le pregunté si no le molestaría decirme algo acerca de la pesca de ballenas en tiempos remotos. Estaba justamente sentándose para comenzar cuando el reloj dio las seis, y entonces se levantó trabajosamente, y dijo:
-Señorita, ahora debo irme otra vez a casa. A mi nieta no le gusta esperar cuando el té ya está servido, pues tarda algún tiempo.
Se alejó cojeando, y pude ver que se apresuraba, tanto como podía, gradas abajo.
Los graderíos son un rasgo distintivo de este lugar. Conducen del pueblo a la iglesia; hay cientos de ellos (no sé cuantos) y se enroscan en delicadas curvas; el declive es tan leve que un caballo puede fácilmente subirlos o bajarlos. Creo que originalmente deben haber tenido algo que ver con la abadía. Me iré hacia mi casa también. Lucy salió a hacer algunas visitas con su madre, y como sólo eran visitas de cortesía, yo no fui. Pero ya es hora de que estén de regreso.
1 de agosto. Hace una hora que llegué aquí arriba con Lucy, y tuvimos la más interesante conversación con mi viejo amigo y los otros dos que siempre vienen y le hacen compañía. Él es evidentemente el oráculo del grupo, y me atrevo a pensar que en su tiempo debe haber sido una persona por demás dictatorial. Nunca admite equivocarse, y siempre contradice a todo el mundo. Si no puede ganar discutiendo, entonces los amedrenta, y luego toma el silencio de los demás por aceptación de sus propios puntos de vista. Lucy estaba dulcemente bella en su vestido de linón blanco; desde que llegamos tiene un bellísimo color. Noté que el anciano no perdió ningún tiempo en llegar hasta ella y sentarse a su lado cuando nosotros nos sentamos. Lucy es tan dulce con los ancianos que creo que todos se enamoran de ella al instante. Hasta mi viejo sucumbió y no la contradijo, sino que apoyó todo lo que ella decía. Logré llevarlo al tema de las leyendas, y de inmediato comenzó a hablar echándonos una especie de sermón. Debo tratar de recordarlo y escribirlo:
-Todas esas son tonterías, de cabo a rabo; eso es lo que son, y nada más. Esos dichos y señales y fantasmotes y convidados de piedra y patochados y todo eso, sólo sirven para asustar niños y mujeres. No son más que palabras, eso y todos esos espantos, señales y advertencias que fueron inventados por curas y personas malintencionadas y por los reclutadores de los ferrocarriles, para asustar a un pobre tipo y para hacer que la gente haga algo que de otra manera no haría. Me enfurece pensar en ello. ¿Por qué son ellos quienes, no contentos con imprimir mentiras sobre el papel y predicarlas desde los púlpitos, quieren grabarlas hasta en las tumbas? Miren a su alrededor como deseen y verán que todas esas lápidas que levantan sus cabezas tanto como su orgullo se lo permite, están inclinadas…, sencillamente cayendo bajo el peso de las mentiras escritas en ellas. Los "Aquí yacen los restos" o "A la memoria sagrada" están escritos sobre ellas y, no obstante, ni siquiera en la mitad de ellas hay cuerpo alguno; a nadie le ha importado un comino sus memorias y mucho menos las han santificado. ¡Todo es mentira, sólo mentiras de un tipo o de otro! ¡Santo Dios! Pero el gran repudio vendrá en el Día del Juicio Final, cuando todos salgan con sus mortajas, todos unidos tratando de arrastrar con ellos sus lápidas para probar lo buenos que fueron; algunos de ellos temblando, cayendo con sus manos adormecidas y resbalosas por haber yacido en el mar, a tal punto que ni siquiera podrán mantenerse unidos.
Por el aire satisfecho del anciano y por la forma en que miraba a su alrededor en busca de apoyo a sus palabras, pude observar que estaba alardeando, de manera que dije algo que le hiciera continuar.
-¡Oh, señor Swales, no puede hablar en serio! Ciertamente todas las lápidas no pueden estar mal.
-¡Pamplinas! Puede que escasamente haya algunas que no estén mal, excepto en las que se pone demasiado bien a la gente; porque existen personas que piensan que un recipiente de bálsamo podría ser como el mar, si tan sólo fuera suyo. Todo eso no son sino mentiras. Escuche, usted vino aquí como una extraña y vio este atrio de iglesia.
Yo asentí porque creí que lo mejor sería hacer eso. Sabía que algo tenía que ver con el templo. El hombre continuó:
-Y a usted le consta que todas esas lápidas pertenecen a personas que han sido sepultadas aquí, ¿no es verdad?
Volví a asentir.
-Entonces, es ahí justamente en donde aparece la mentira. Escuche, hay veintenas de tales sitios de reposo que son tumbas tan antiguas como el cajón del viejo Dun del viernes por la noche -le dio un codazo a uno de sus amigos y todos rieron-. ¡Santo Dios! ¿Y cómo podrían ser otra cosa? Mire esa, la que está en la última parte del cementerio, ¡léala!
Fui hasta ella, y leí:
-Edward Spencelagh, contramaestre, asesinado por los piratas en las afueras de la costa de Andres, abril de 1845, a la edad de 30 años.
Cuando regresé, el señor Swales continuó:
-Me pregunto, ¿quién lo trajo a sepultar aquí? ¡Asesinado en las afueras de la costa de Andres! ¡Y a ustedes les consta que su cuerpo reposa ahí!. Yo podría enumerarles una docena cuyos huesos yacen en los mares de Groenlandia, al norte -y señaló en esa dirección-, o a donde hayan sido arrastrados por las corrientes. Sus lápidas están alrededor de ustedes, y con sus ojos jóvenes pueden leer desde aquí las mentiras que hay entre líneas. Respecto a este Braithwaite Lowrey…, yo conocí a su padre, éste se perdió en el Lively en las afueras de Groenlandia el año veinte; y a Andrew Woodhouse, ahogado en el mismo mar en 1777; y a John Paxton, que se ahogó cerca del cabo Farewell un año más tarde, y al viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo y que se ahogó en el golfo de Finlandia en el año cincuenta. ¿Creen ustedes que todos estos hombres tienen que apresurarse a ir a Whitby cuando la trompeta suene? ¡Mucho lo dudo! Les aseguro que para cuando llegaran aquí estarían chocando y sacudiéndose unos con otros en una forma que parecería una pelea sobre el hielo, como en los viejos tiempos en que nos enfrentábamos unos a otros desde el amanecer hasta el anochecer y tratando de curar nuestras heridas a la luz de la aurora boreal.
Evidentemente, esto era una broma del lugar, porque el anciano rió al hablar y sus amigos le festejaron de muy buena gana.
-Pero -dije-, seguramente no es esto del todo correcto porque usted parte del supuesto de que toda la pobre gente, o sus espíritus, tendrán que llevar consigo sus lápidas en el Día del Juicio. ¿Cree usted que eso será realmente necesario?
-Bueno, ¿para qué otra cosa pueden ser esas lápidas? ¡Contésteme eso, querida!
-Supongo que para agradar a sus familiares.
-¡Supone que para agradar a sus familiares! -sus palabras estaban impregnadas de un intenso sarcasmo-. ¿Cómo puede agradarle a sus familiares el saber que todo lo que hay escrito ahí es una mentira, y que todo el mundo, en este lugar, sabe que lo es? Señaló hacia una piedra que estaba a nuestros pies y que había sido colocada a guisa de lápida, sobre la cual descansaba la silla, cerca de la orilla del peñasco.
-Lean las mentiras que están sobre esa lápida -dijo.
Las letras quedaban de cabeza desde donde yo estaba; pero Lucy quedaba frente a ellas, de manera que se inclinó y leyó:
-A la sagrada memoria de George Canon, quien murió en la esperanza de una gloriosa resurrección, el 29 de julio de 1873, al caer de las rocas en Kettleness. Esta tumba fue erigida por su doliente madre para su muy amado hijo. "Era el hijo único de su madre que era viuda." A decir verdad, señor Swales, yo no veo nada de gracioso en eso -sus palabras fueron pronunciadas con suma gravedad y con cierta severidad.
-¡No lo encuentra gracioso! ¡Ja! ¡Ja! Pero eso es porque no sabe que la doliente madre era una bruja que lo odiaba porque era un pillo…, un verdadero pillo…; y él la odiaba de tal manera que se suicidó para que no cobrara un seguro que ella había comprado sobre su vida. Casi se voló la tapa de los sesos con una vieja escopeta que usaban para espantar los cuervos; no la apuntó hacia los cuervos esa vez, pero hizo que cayeran sobre él otros objetos. Fue así como cayó de las rocas. Y en lo que se refiere a las esperanzas de una gloriosa resurrección, con frecuencia le oí decir, señorita, que esperaba irse al infierno porque su madre era tan piadosa que seguramente iría al cielo y él no deseaba encontrarse en el mismo lugar en que estuviera ella. Ahora, en todo caso, ¿no es eso una sarta de mentiras? -y subrayó las palabras con su bastón-. Y vaya si hará reír a Gabriel cuando Geordie suba jadeante por las rocas con su lápida equilibrada sobre la joroba, ¡y pida que sea tomada como evidencia!
No supe qué decir; pero Lucy cambió la conversación al decir, mientras se ponía de pie:
-¿Por qué nos habló sobre esto? Es mi asiento favorito y no puedo dejarlo, y ahora descubro que debo seguir sentándome sobre la tumba de un suicida.
-Eso no le hará ningún mal, preciosa, y puede que Geordie se alegre de tener a una chica tan esbelta sobre su regazo. No le hará daño, yo mismo me he sentado innumerables ocasiones en los últimos veinte años y nada me ha pasado. No se preocupe por los tipos como el que yace ahí o que tampoco están ahí. El tiempo para correr llegará cuando vea que todos cargan con las lápidas y que el lugar quede tan desnudo como un campo segado. Ya suena la hora y debo irme, ¡a sus pies, señoras!
Y se alejó cojeando.
Lucy y yo permanecimos sentadas unos momentos, y todo lo que teníamos delante era tan hermoso que nos tomamos de la mano. Ella volvió a decirme lo de Arthur y su próximo matrimonio; eso hizo que me sintiera un poco triste, porque nada he sabido de Jonathan durante todo un mes.
El mismo día. Vine aquí sola porque me siento muy triste. No hubo carta para mí: espero que nada le haya sucedido a Jonathan. El reloj acaba de dar las nueve, puedo ver las luces diseminadas por todo el pueblo, formando hileras en los sitios en donde están las calles y en otras partes solas; suben hasta el Esk para luego desaparecer en la curva del valle. A mi izquierda, la vista es cortada por la línea negra del techo de la antigua casa que está al lado de la abadía. Las ovejas y corderos balan en los campos lejanos que están a mis espaldas, y del camino empedrado de abajo sube el sonido de pezuñas de burros. La banda que está en el muelle está tocando un vals austero en buen tiempo, y más allá sobre el muelle, hay una sesión del Ejército de Salvación en algún callejón. Ninguna de las bandas escucha a la otra; pero desde aquí puedo ver y oír a ambas. ¡Me pregunto en dónde está Jonathan y si estará pensando en mí! Cómo deseo que estuviera aquí.
Del Diario del doctor Seward
5 de junio. El caso de Renfield se hace más interesante cuanto más logro entender al hombre. Tiene ciertamente algunas características muy ampliamente desarrolladas: egoísmo, sigilo e intencionalidad. Desearía poder averiguar cuál es el objeto de esto último. Parece tener un esquema acabado propio de él, pero no sé cuál es.
Su virtud redentora es el amor para los animales, aunque, de hecho, tiene tan curiosos cambios que algunas veces me imagino que sólo es anormalmente cruel. Juega con toda clase de animales. Justamente ahora su pasatiempo es cazar moscas. En la actualidad tiene ya tal cantidad que he tenido un altercado con él. Para mi asombro, no tuvo ningún estallido de furia, como lo había esperado, sino que tomó el asunto con una seriedad muy digna. Reflexionó un momento, y luego dijo:
-¿Me puede dar tres días? Al cabo de ellos las dejaré libres.
Le dije que, por supuesto, le daba ese tiempo. Debo vigilarlo.
18 de junio. Ahora ha puesto su atención en las arañas, y tiene unos cuantos ejemplares muy grandes metidos en una caja. Se pasa todo el día alimentándolas con sus moscas, y el número de las últimas ha disminuido sensiblemente, aunque ha usado la mitad de su comida para atraer más moscas de afuera.
1 de julio. Sus arañas se están convirtiendo ahora en una molestia tan grande como sus moscas, y hoy le dije que debe deshacerse de ellas. Se puso muy triste al escuchar esto, por lo que le dije que por lo menos debía deshacerse de algunas. Aceptó alegremente esta propuesta, y le di otra vez el mismo tiempo para que efectuara la reducción. Mientras estaba con él me causó muchos disgustos, pues cuando un horrible moscardón, hinchado con desperdicios de comida, zumbó dentro del cuarto, él lo capturó y lo sostuvo un momento entre su índice y su pulgar, y antes de que yo pudiera advertir lo que iba a hacer, se lo echo a la boca y se lo comió. Lo reñí por lo que había hecho, pero él me arguyó que tenía muy buen sabor y era muy sano; que era vida, vida fuerte, y que le daba vida a él. Esto me dio una, o el rudimento de una idea. Debo vigilar cómo se deshace de sus arañas. Evidentemente tiene un arduo problema en la mente, pues siempre anda llevando una pequeña libreta en la cual a cada momento apunta algo.
Páginas enteras de esa libreta están llenas de montones de números, generalmente números simples sumados en tandas, y luego las sumas sumadas otra vez en tandas, como si estuviese "enfocando" alguna cuenta, tal como dicen los auditores.
8 de julio. Hay un método en su locura, y los rudimentos de la idea en mi mente están creciendo; pronto será una idea completa, y entonces, ¡oh, cerebración inconsciente!, tendrás que ceder el lugar a tu hermana consciente. Me mantuve alejado de mi amigo durante algunos días, de manera que pudiera notar si se producían cambios. Las cosas permanecen como antes, excepto que ha abandonado algunos de sus animalitos y se ha agenciado uno nuevo. Se consiguió un gorrión, y lo ha domesticado parcialmente. Su manera de domesticar es muy simple, pues ya han disminuido considerablemente las arañas. Sin embargo, las que todavía quedan, son bien alimentadas, pues todavía atrae a las moscas poniéndoles de tentación su comida.
19 de julio. Estamos progresando. Mi amigo tiene ahora casi una completa colonia de gorriones, y sus moscas y arañas casi han desaparecido. Cuando entré corrió hacia mí y me dijo que quería pedirme un gran favor; un favor muy, muy grande; y mientras me hablaba me hizo zalamerías como un perro. Le pregunté qué quería, y él me dijo, con una voz emocionada que casi se le quebraba en sollozos:
-Un gatito; un pequeño gatito, sedoso y juguetón, para que yo pueda jugar con él, y lo pueda domesticar, ¡y lo pueda alimentar, y alimentar, y alimentar!
Yo no estaba desprevenido para tal petición, pues había notado cómo sus animalitos iban creciendo en tamaño y vivacidad. Pero no me pareció agradable que su bonita familia de gorriones amansados fueran barridos de la misma manera en que habían sido barridos las moscas y las arañas; así es que le dije que lo pensaría, y le pregunté si no preferiría tener un gato grande en lugar de un gatito. La ansiedad lo traicionó al contestar:
-¡Oh, sí!, ¡claro que me gustaría un gato grande! Yo solo pedí un gatito temiendo que usted se negara a darme un gato grande. Nadie puede negarme un pequeño gatito, ¿verdad?
Yo moví la cabeza y le dije que de momento temía que no sería posible, pero que vería lo que podía hacer. Su rostro se ensombreció y yo pude ver una advertencia de peligro en él, pues me echo una mirada torva, que significaba deseos de matar. El hombre es un homicida maniático en potencia. Lo probaré con sus actuales deseos y veré qué resulta de todo eso: entonces sabré más.
10 p. m. Lo he visitado otra vez y lo encontré sentado en un rincón, cabizbajo.
Cuando entré, cayó de rodillas ante mí y me imploró que por favor lo dejara tener un gato; que su salvación dependía de él. Sin embargo, yo fui firme y le dije que no podía decírselo, por lo que se levantó sin decir palabra, se sentó otra vez en el rincón donde lo había encontrado y comenzó a mordisquearse los dedos. Vendré a verlo temprano por la mañana.
20 de julio. Visité muy temprano a Renfield, antes de que mi ayudante hiciera la ronda. Lo encontré ya levantado, tarareando una tonada. Estaba esparciendo el azúcar que ha guardado en la ventana, y estaba comenzando otra vez a cazar moscas; y estaba comenzando otra vez con alegría. Miré en torno buscando sus pájaros, y al no verlos le pregunté donde estaban. Me contestó, sin volverse a verme, que todos se habían escapado. Había unas cuantas plumas en el cuarto y en su almohada había unas gotas de sangre. No dije nada, pero fui y ordené al guardián que me reportara si le había sucedido alguna cosa rara a Renfield durante el día.
11 a. m. Mi asistente acaba de venir a verme para decirme que Renfield está muy enfermo y que ha vomitado muchas plumas. "Mi creencia es, doctor -me dijo-, que se ha comido todos sus pájaros, ¡y que se los ha comido así crudos, sin más!".
11 p. m. Esta noche le di a Renfield un sedante fuerte, suficiente para hacerlo dormir incluso a él, y tomé su libreta para echarle una mirada. El pensamiento que ha estado rondando por mi cerebro últimamente está completo, y la teoría probada. Mi maniático homicida es de una clase peculiar. Tendré que inventar una nueva clasificación para él y llamarlo maniático zoófago (que se alimenta de cosas vivientes); lo que él desea es absorber tantas vidas como pueda, y se ha impuesto la tarea de lograr esto de una manera acumulativa. Le dio muchas moscas a cada araña, y muchas arañas a cada pájaro, y luego quería un gato para que se comiera muchos pájaros. ¿Cuál hubiera sido su siguiente paso? Casi hubiera valido la pena completar el experimento. Podría hacerse si hubiera una causa suficiente. Los hombres se escandalizaron de la vivisección, y, sin embargo, ¡véanse los resultados actuales! ¿Por qué no he de impulsar la ciencia en su aspecto más difícil y vital, el conocimiento del cerebro humano? Si por lo menos tuviese yo el secreto de una mente tal, si tuviese la llave para la fantasía de siquiera un lunático, podría impulsar mi propia rama de la ciencia a un lugar tal que, comparada con ella, la fisiología de Burdon Sanderson o el conocimiento del cerebro de Ferrier, serían poco menos que nada. ¡Si hubiese una causa suficiente! No debo pensar mucho en esto, so pena de caer en la tentación; una buena causa puede trasmutar la escala conmigo, ¿pues no es cierto que yo también puedo ser un cerebro excepcional, congénitamente?
Qué bien razonó el hombre; los lunáticos siempre razonan bien dentro de su propio ámbito. Me pregunto en cuántas vidas valorará a un hombre, o siquiera a uno. Ha cerrado la cuenta con toda exactitud, y hoy comenzará un nuevo expediente. ¿Cuántos de nosotros comenzamos un nuevo expediente con cada día de nuestra vida? Me parece que sólo fue ayer cuando toda mi vida terminó con mi nueva esperanza, y que verdaderamente comenzó un nuevo expediente. Así será hasta que el Gran Recordador me sume y cierre mi libreta de cuentas con un balance de ganancias o pérdidas. ¡Oh, Lucy, Lucy!, no puedo estar enojado contigo, ni tampoco puedo estar enojado con mi amigo cuya felicidad es la tuya; pero sólo debo esperar en el infortunio y el trabajo. ¡Trabajo, trabajo!.
Si yo pudiese tener una causa tan fuerte como la que tiene mi pobre amigo loco, una buena causa, desinteresada, que me hiciera trabajar, eso sería indudablemente la felicidad.
Del diario de Mina Murray
26 de julio. Estoy ansiosa y me calma expresarme por escrito; es como susurrarse a si mismo y escuchar al mismo tiempo. Y hay algo también acerca de los símbolos taquigráficos que lo hace diferente a la simple escritura. Estoy triste por Lucy y por Jonathan. No había tenido noticias de Jonathan durante algún tiempo, y estaba muy preocupada; pero ayer el querido señor Hawkins, que siempre es tan amable, me envió una carta de él. Yo le había escrito preguntándole si había tenido noticias de Jonathan y él me respondió que la carta que me enviaba la acababa de recibir. Es sólo una línea fechada en el castillo de Drácula, en la que dice que en esos momentos está iniciando el viaje de regreso a casa. No es propio de Jonathan; no acabo de comprender, y me siento muy inquieta. Y luego, también Lucy, aunque está tan bien, últimamente ha vuelto a caer en su antigua costumbre de caminar dormida. Su madre me ha hablado acerca de ello, y hemos decidido que yo debo cerrar con llave la puerta de nuestro cuarto todas las noches. La señora Westenra tiene la idea de que los sonámbulos siempre salen a caminar por los techos de las casas y a lo largo de las orillas de los precipicios, y luego se despiertan repentinamente y se caen lanzando un grito desesperado que hace eco por todo el lugar. Pobrecita, naturalmente ella está ansiosa por Lucy, y me ha dicho que su marido, el padre de Lucy, tenía el mismo hábito; que se levantaba en las noches y se vestía y salía a pasear, si no era detenido. Lucy se va a casar en otoño, y ya está planeando sus vestidos y cómo va a ser arreglada su casa. La entiendo bien, pues yo haré lo mismo, con la diferencia de que Jonathan y yo comenzaremos la vida de una manera simple, y tendremos que tratar de hacer que encajen las dos puntas. El señor Holmwood (él es el honorable Arthur Holmwood, único hijo de lord Godalming) va a venir aquí por una breve visita, tan pronto como pueda dejar el pueblo, pues su padre no está tan bien, y yo creo que la querida Lucy esta contando los minutos hasta que llegue. Ella quiere llevarlo a la banca en el cementerio de la iglesia sobre el acantilado y mostrarle la belleza de Whitby. Me atrevo a decir que es la espera lo que la pone impaciente: se sentirá bien cuando él llegue.
27 de julio. Ninguna noticia de Jonathan. Me estoy poniendo intranquila por él, aunque no sé exactamente por qué; pero sí me gustaría mucho que escribiera, aunque sólo fuese una línea, Lucy camina más que nunca, y cada noche me despierto debido a que anda de arriba abajo por el cuarto. Afortunadamente el tiempo está tan caluroso que no puede resfriarse; pero de todas maneras la ansiedad y el estar perpetuamente despierta están comenzando a afectarme, y yo misma me estoy poniendo nerviosa y padezco un poco de insomnio. A Dios gracias, la salud de Lucy se sostiene. El señor Holmwood ha sido llamado repentinamente a Ring para ver a su padre, quien se ha puesto seriamente enfermo. Lucy se impacienta por la pospuesta de verlo, pero no le afecta en su semblante, está un poquitín más gorda y sus mejillas tienen un color rosado encantador. Ha perdido el semblante anémico que tenía. Rezo para que todo siga bien.
3 de agosto. Ha pasado otra semana y no he tenido noticias de Jonathan. Ni siquiera las ha tenido el señor Hawkins, de quien he recibido comunicación. Oh, verdaderamente deseo que no esté enfermo. Es casi seguro que hubiera escrito. He leído su última carta y hay algo en ella que no me satisface. No parece ser de él, y sin embargo, está escrita con su letra. Sobre esto último no hay error posible. La última semana Lucy ya no ha caminado tanto en sueños, pero hay una extraña concentración acerca de ella que no comprendo; hasta cuando duerme parece estarme observando. Hace girar la puerta, y al encontrarla cerrada con llave, va a uno y otro lado del cuarto buscando la llave.
6 de agosto. Otros tres días, y nada de noticias. Esta espera se está volviendo un martirio. Si por lo menos supiera adónde escribir, o adónde ir, me sentiría mucho mejor: pero nadie ha oído palabra de Jonathan desde aquella última carta. Sólo debo elevar mis oraciones a Dios pidiéndole paciencia. Lucy está más excitable que nunca, pero por lo demás sigue bien. Anoche hubo mal tiempo y los pescadores dicen que pronto habrá una tormenta. Debo tratar de observarla y aprender a pronosticar el clima. Hoy es un día gris, y mientras escribo el sol está escondido detrás de unas gruesas nubes, muy alto sobre Kettleness. Todo es gris, excepto la verde hierba, que parece una esmeralda en medio de todo; grises piedras de tierra, nubes grises, matizadas por la luz del sol en la orilla más lejana, colgadas sobre el mar gris, dentro del cual se introducen los bancos de arena como figuras grises. El mar está golpeando con un rugido sobre las poco profundas y arenosas ensenadas, embozado en la neblina marina que llega hasta tierra.
Todo es vasto; las nubes están amontonadas como piedras gigantescas, y sobre el mar hay ráfagas de viento que suenan como el presagio de un cruel destino. En la playa hay aquí y allá oscuras figuras, algunas veces envueltas por la niebla, y parecen "Árboles con formas humanas que caminaran". Todos los lanchones de pesca se dirigen rápidamente a puerto, y se elevan y se sumergen en las grandes olas al navegar hacia el puerto, escorando. Aquí viene el viejo señor Swales. Se dirige directamente hacia mí, y puedo ver, por la manera como levanta su sombrero, que desea hablar conmigo.
Me he sentido bastante conmovida por el cambio del pobre anciano. Cuando se sentó a mi lado, dijo de manera muy tímida:
-Quiero decirle algo a usted, señorita.
Pude ver que no estaba tranquilo, por lo que tomé su pobre mano vieja y arrugada en la mía y le pedí que hablara con plena confianza; entonces, dejando su mano entre las mías, dijo:
-Tengo miedo, mi queridita, que debo haberle impresionado mucho por todas las cosas malévolas que he estado diciendo acerca de los muertos y cosas parecidas estas últimas semanas; pero no las he dicho en serio, y quiero que usted recuerde eso cuando yo me haya ido. Nosotros, la gente vieja y un poco chiflada, y con un pie ya sobre el agujero maldito, no nos gusta para nada pensar en ello, y no queremos sentirnos asustados; y ése es el motivo por el cual he tomado tan a la ligera esas cosas, para poder alegrar un poquitín mi propio corazón. Pero, Dios la proteja, señorita, no tengo miedo de la muerte, no le tengo ni el menor miedo; sólo es que si pudiera no morirme, sería mejor. Mi tiempo ya se está acabando, pues yo ya soy viejo, y cien años es demasiado para cualquier hombre que espere; y estoy tan cerca de ella que ya el Anciano está afilando su guadaña. Ya ve usted, no puedo dejar la costumbre de reírme acerca de estas cosas de una sola vez: las burlas van a ser siempre mi tema favorito. Algún día el Ángel de la Muerte sonará su trompeta para mí. Pero no se aflija ni se arrepienta de mi muerte -dijo, viendo que yo estaba llorando-, pues si llegara esta misma noche yo no me negaré a contestar su llamado. Pues la vida, después de todo, es sólo una espera por alguna otra cosa además de la que estamos haciendo; y la muerte es todo sobre lo que verdaderamente podemos depender. Pero yo estoy contento, pues ya se acerca a mí, querida, y se acerca rápidamente. Puede llegar en cualquier momento mientras estemos mirando y haciéndonos preguntas. Tal vez está en el viento allá afuera en el mar que trae consigo pérdidas y destrucción, y penosas ruinas, y corazones tristes. ¡Mirad, mirad! -gritó repentinamente-. Hay algo en ese viento y en el eco más allá de él que suena, parece, gusta y huele como muerte. Está en el aire; siento que llega. ¡Señor, haced que responda gozoso cuando llegue mi llamada!
Levantó los brazos devotamente y se quitó el sombrero. Su boca se movió como si estuviese rezando. Después de unos minutos de silencio, se puso de pie, me estrechó las manos y me bendijo, y dijo adiós. Se alejó cojeando. Todo esto me impresionó mucho, y me puso nerviosa.
Me alegré cuando el guardacostas se acercó, anteojo de larga vista bajo el brazo.
Se detuvo a hablar conmigo, como siempre hace, pero todo el tiempo se mantuvo mirando hacia un extraño barco.
-No me puedo imaginar qué es -me dijo-. Por lo que se puede ver, es ruso. Pero se está balanceando de una manera muy rara. Realmente no sabe qué hacer; parece que se da cuenta de que viene la tormenta, pero no se puede decidir a navegar hacia el norte al mar abierto, o a guarecerse aquí. ¡Mírelo, otra vez! Está maniobrando de una manera extremadamente rara. Tal parece que no obedece a las manos sobre el timón; cambia con cualquier golpe de viento. Ya sabremos más de él antes de mañana a esta misma hora.
Recorte del "Dailygraph", 8 de agosto (Pegado en el diario de Mina Murray)
De un corresponsal.
Whitby.- Una de las tormentas más fuertes y repentinas que se recuerdan acaba de pasar por aquí, con resultados extraños. El tiempo un tanto bochornoso, pero de ninguna manera excepcional para el mes de agosto. La noche del sábado fue tan buena como cualquier otra, y la gran cantidad de visitantes fueron ayer a los bosques de Mulgrave, la bahía de Robin Hood, el molino de Rig, Runswick, Staithes y los otros sitios de recreo en los alrededores de Whitby. Los vapores Emma y Scarborough hicieron numerosos viajes a lo largo de la costa, y hubo un movimiento extraordinario de personas que iban y venían de Whitby. El día fue extremadamente bonito hasta por la tarde, cuando algunos de los chismosos que frecuentan el cementerio de la iglesia de East Cliff, y desde esa prominente eminencia observan la amplia extensión del mar visible hacia el norte y hacia el este, llamaron la atención un grupo de "colas de caballo" muy altas en el cielo hacia el noroeste. El viento estaba soplando desde el suroeste en un grado suave que en el lenguaje barométrico es calificado como 2: brisa ligera. El guardacostas de turno hizo inmediatamente el informe, y un anciano pescador, que durante más de medio siglo ha hecho observaciones del tiempo desde East Cliff, predijo de una manera enfática la llegada de una repentina tormenta. La puesta del sol fue tan bella, tan grandiosa en sus masas de nubes espléndidamente coloreadas, que una gran cantidad de personas se reunieron en la acera a lo largo del acantilado en el cementerio de la vieja iglesia, para gozar de su belleza. Antes de que el sol se hundiera detrás de la negra masa de Kettleness, encontrándose abiertamente de babor a estribor sobre el cielo del oeste, su ruta de descenso fue marcada por una miríada de nubes de todos los colores del celaje: rojas, moradas, color de rosa, verdes, violetas, y de todos los matices dorados; había aquí y allá masas no muy grandes, pero notoriamente de un negro absoluto, en todas clases de figuras; algunas sólo delineadas y otras como colosales siluetas. La vista de aquel paisaje no fue desaprovechada por los pintores, y no cabe ninguna duda de que algunos esbozos del "Preludio a una Gran Tormenta" adornaran las paredes de R. A. y R. I. el próximo mayo. Más de un capitán decidió en aquellos momentos y en aquel lugar que su "guijarro" o su "mula" (como llaman a las diferentes clases de botes) permanecería en el puerto hasta que hubiera pasado la tormenta. Por la noche el viento amainó por completo, y a la medianoche había una calma chicha, un bochornoso calor, y esa intensidad prevaleciente que, al acercarse el trueno, afecta a las personas de naturaleza muy sensible. Sólo había muy pocas luces en el mar, pues hasta los vapores costeños, que suelen navegar muy cerca de la orilla, se mantuvieron mar adentro, y sólo podían verse muy contados barcos de pesca. La única vela sobresaliente era una goleta forastera que tenía desplegado todo su velamen, y que parecía dirigirse hacia el oeste.
La testarudez o ignorancia de su tripulación fue un tema exhaustivamente comentado mientras permaneció a la vista, y se hicieron esfuerzos por enviarle señales para que arriaran velas, en vista del peligro. Antes de que cerrara la noche, se le vio con sus velas ondear ociosamente mientras navegaba con gran tranquilidad sobre las encrespadas olas del mar.
"Tan ociosamente como un barco pintado sobre un océano pintado."
Poco antes de las diez de la noche la quietud del viento se hizo bastante opresiva, y el silencio era tan marcado que el balido de una oveja tierra adentro o el ladrido de un perro en el pueblo, se escuchaban distintamente; y la banda que tocaba en el muelle, que tocaba una vivaracha marcha francesa, era una disonancia en la gran armonía del silencio de la naturaleza. Un poco después de medianoche llegó un extraño sonido desde el mar, y muy en lo alto comenzó a producirse un retumbo extraño, tenue, hueco.
Entonces, sin previo aviso, irrumpió la tempestad. Con una rapidez que, en aquellos momentos, parecía increíble, y que aún después es inconcebible; todo el aspecto de la naturaleza se volvió de inmediato convulso. Las olas se elevaron creciendo con furia, cada una sobrepasando a su compañera, hasta que en muy pocos minutos el vidrioso mar de no hacía mucho tiempo estaba rugiendo y devorando como un monstruo. Olas de crestas blancas golpearon salvajemente la arena de las playas y se lanzaron contra los pronunciados acantilados; otras se quebraron sobre los muelles, y barrieron con su espuma las linternas de los faros que se levantaban en cada uno de los extremos de los muelles en el puerto de Whitby. El viento rugía como un trueno, y soplaba con tal fuerza que les era difícil incluso a hombres fuertes mantenerse en pie, o sujetarse con un desesperado abrazo de los puntales de acero. Fue necesario hacer que la masa de curiosos desalojara por completo los muelles, o de otra manera las desgracias de la noche habrían aumentado considerablemente. Por si fueran pocas las dificultades y los peligros que se cernían sobre el poblado, unas masas de niebla marina comenzaron a invadir la tierra, nubes blancas y húmedas que avanzaron de manera fantasmal, tan húmedas, vaporosas y frías que se necesitaba sólo un pequeño esfuerzo de la imaginación para pensar que los espíritus de aquellos perdidos en el mar estaban tocando a sus cofrades vivientes con las viscosas manos de la muerte, y más de una persona sintió temblores y escalofríos al tiempo que las espirales de niebla marina subían tierra adentro. Por unos instantes la niebla se aclaraba y se podía ver el mar a alguna distancia, a la luz de los relámpagos, que ahora se sucedían frecuentemente seguidos por repentinos estrépitos de truenos, tan horrísonos que todo el cielo encima de uno parecía temblar bajo el golpe de la tormenta.
Algunas de las escenas que acontecieron fueron de una grandiosidad inconmensurable y de un interés absorbente. El mar, levantándose tan alto como las montañas, lanzaba al cielo grandes masas de espuma blanca, que la tempestad parecía coger y desperdigar por todo el espacio; aquí y allí un bote pescador, con las velas rasgadas, navegando desesperadamente en busca de refugio ante el peligro; de vez en cuando las blancas alas de una ave marina ondeada por la tormenta. En la cúspide de East Cliff el nuevo reflector estaba preparado para entrar en acción, pero todavía no había sido probado; los trabajadores encargados de él lo pusieron en posición, y en las pausas de la niebla que se nos venía encima barrieron con él la superficie del mar. Una o dos veces prestó el más eficiente de los servicios, como cuando un barco de pesca, con la borda bajo el agua, se precipitó hacia el puerto, esquivando, gracias a la guía de la luz protectora, el peligro de chocar contra los muelles. Cada vez que un bote lograba llegar a salvo al puerto había un grito de júbilo de la muchedumbre congregada en la orilla; un grito que por un momento parecía sobresalir del ventarrón, pero que era finalmente opacado por su empuje.
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