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Antropología filosófica y política (página 3)

Enviado por Carlos Montufar


Partes: 1, 2, 3

La televisión se ha convertido en una forma de expresión que permite no sólo retransmitir un acto, sino incluso crearlo. El viaje del Papa Juan Pablo II a su país de origen en 1979, un año después de su llegada al Vaticano, es un buen ejemplo de ejercicio de comunicación cuyo éxito rebasó toda expectativa. Incluso antes de que tuviera lugar, el viaje del Papa se había convertido en un símbolo que oponía dos interpretaciones contradictorias. Cada bando tenía como divisa una referencia histórica que debía orientar al público en su interpretación del acto: en uno, el asesinato de S. Estanislao y en el otro, la creación del Estado comunista. La visita del Papa supuso un duro golpe para el régimen. El rito, a diferencia de un discurso, por crítico que fuera, quebrantaba los cimientos mismos de su legitimidad. Ofrecía en actos concretos la imagen de lo que podía ser otro tipo de comunidad política (en el caso, de la unión del Papa con sus fieles), hacía ver otra legitimidad posible. En resumen, el rito materializaba una alternativa. En este ejemplo se puede ver el impacto extraordinario de lo que es a la vez un ritual, un acto político y un acontecimiento mediático. Claro está que, lejos de ser algo aislado, este tipo de manifestación pública es algo inherente a la acción política. Actuar y comunicar se confunden en algunos momentos cruciales que exigen una relación entre gobernantes y gobernados distinta de la que se da en la papeleta de voto. Se trata de una verdadera prueba de legitimidad. El viaje del Papa a Polonia produjo a través de los gestos y de las palabras de su protagonista un fuerte mensaje que desestabilizó al poder comunista, pese a no rebasar los límites de lo simbólico y lo ritual. Es lo que Augé (1994: 94) llama "dispositivo ritual ampliado". Este dispositivo se caracteriza por la distancia entre el emisor y los destinatarios: no pretende solamente reproducir la situación existente, sino hacer que ésta evolucione.

Este mensaje cuyas consecuencias geopolíticas fueron considerables, sólo podía causar impacto si se inscribía en una dramaturgia de conjunto. Totalmente inmerso en el universo televisivo, el viaje de Juan Pablo II a Polonia adquirió la dimensión de un acontecimiento planetario. Se les ofreció a los espectadores como un momento excepcional cuya retransmisión desorganizaba la programación habitual. El viaje fue tratado como una narración, con sus diferentes episodios y su progresión. El público estaba conteniendo la respiración delante de su pantalla, identificándose con el peregrino. Esta "presentación del Papa como viajero" (Dayan 1990) pone de relieve el poder de los medios de comunicación. La puesta en escena se ha convertido en un ingrediente esencial de la acción política. El viaje de Juan Pablo II no fue sólo una peregrinación, sino que cobró el sentido de una reconquista. No era el simple reflejo de una comparación de fuerzas, al fin y al cabo desfavorable al Vaticano. Todavía se recuerda la ocurrencia de Stalin: "el papa, ¿cuántas divisiones?". La estancia del papa en Polonia, tanto por su desarrollo como por su orquestación, produjo una situación nueva.

Aunque se suele oponer la representación y la acción, el espectáculo y la vida, cada vez es más evidente que la imagen es un aspecto constitutivo de "la realidad" política contemporánea. Ésta se somete a las reglas del juego de la comunicación. Se ha llegado a considerar el poder de la "pantalla" y de los medios de comunicación como lo opuesto al ritual bien arraigado de la escena política ancestral: en el primero, se prima la innovación, pues para estar presente en el escenario hay que renovar continuamente, a falta de mensaje, el soporte del mensaje; en el ritual político siempre se hace referencia a una tradición y de ésta toma todo su relieve implícita o explícitamente. Otra diferencia característica: la comunicación moderna tiende a acentuar con fuerza la individualidad. El espectador frente a su pantalla espera ver surgir un rostro, está atento a una voz, a un tono: un buen líder es el que ha sabido construir esta "diferencia" con ayuda de los especialistas en marketing y en medios audiovisuales. Por el contrario, en el rito, el oficiante tiene tendencia a anularse para dejar que hablen mejor los símbolos, para que su acción se inscriba en un sistema de valores que está por encima de él y en una historia colectiva que todo lo engloba; lo que prima es el sistema de valores y de símbolos reactualizado por el acto ritual. Un último aspecto importante de la comunicación política moderna es su carácter des-territorializado. Un líder puede comunicar inmediatamente el mensaje que quiera al conjunto del planeta; ya no hay necesidad de desplazar a las masas. Cada cual vive la política en su sillón. Éste es otro elemento de contraste con las prácticas rituales a las que nos hemos referido, ya que en ellas está presente el factor territorio.

Todas estas observaciones ponen de relieve la existencia de una especie de vacío entre la comunicación política moderna y los diferentes aspectos de los rituales que han prevalecido hasta ahora en las sociedades tradicionales: sacralidad, tradición, anulación relativa del individuo como soporte de los valores colectivos, territorialización de las prácticas; al menos a primera vista, pues se puede observar que las nuevas formas de comunicación política no reemplazan de manera mecánica a unas prácticas que han conservado intacta su vitalidad: las inauguraciones y las conmemoraciones no han desaparecido, y las manifestaciones y los mítines conservan su puesto en la vida política. No es que haya realmente una antinomia entre el trabajo ritual y la utilización de los medios de comunicación, ni mucho menos, pero cabe preguntarse si éstos últimos no favorecen la emergencia de nuevas formas que combinan los antiguos referentes y los procedimientos modernos. Esta cuestión tiene mucho que ver con la puesta en escena del poder y dicha combinación se ha podido demostrar (Balandier 1985, Rivière 1988, Augé 1995) en las puestas en escena del poder que tienen contenidos y formas simbólicas heterogéneas, referentes a contextos históricos distintos y desfasados.

De lo post-nacional a lo multicultural

El interés que suscita en los antropólogos el tema de los espacios políticos en las sociedades estatistas centralizadas hace que actualmente reflexionen sobre las recomposiciones que están sufriendo estos espacios y los desplazamientos de escalas que implican. El hecho de que unos actores políticos puedan desempeñar una función local de primer orden y a la vez participar en el gobierno del país induce a cuestionar la articulación de los espacios políticos y la construcción histórica de las identidades locales que lejos de ser un dato estable y permanente ha podido ser objeto de múltiples recomposiciones con el paso del tiempo. La antropología de los espacios políticos que tiende a reinscribir el "terreno" en un conjunto ramificado que engloba poderes y valores ofrece también un medio de pensar en el Estado "visto desde abajo" (Abélès 1990: 79), partiendo de las prácticas territorializadas de los actores locales, ya sean políticos, gestores o simples ciudadanos. La necesidad de planear de un modo pluridimensional las estrategias y los modos de inserción de todos los que, directa o indirectamente, participan en el proceso político no implica en absoluto renunciar al enfoque localizado cuya utilidad han demostrado los métodos etnográficos. Pero es importante que se abandone la idea ilusoria del microcosmos cerrado, en beneficio de una reflexión sobre las condiciones de producción de los universos a los que se enfrentan los etnólogos.

Por otra parte, la descripción de los hechos de poder en las culturas no occidentales no solamente hace pensar que lo político se inscribe en unos sistemas de referencia diferentes del nuestro, sino que induce también a reflexionar, desde un punto de vista comparativo, sobre la coherencia de nuestras propias concepciones. Para convencerse de esto basta con remitirse a las obras de L. Dumont y E. Gellner, pues si bien ambos se interesaron en un principio por sistemas de pensamiento muy diferentes del nuestro, más tarde ofrecieron una reflexión nueva sobre los conceptos que articulan la organización política moderna. Dumont no se conformó con profundizar en el estudio de las castas en la India; al descubrir la repercusión del principio jerárquico en este universo, se propuso definir esta "ideología holista que valora la totalidad social", y que oponía al individualismo dominante en nuestras sociedades. Tras haber estudiado las condiciones de aparición del individualismo y la naturaleza conceptual de estos "homo aequalis" que triunfa en el s. XIX, Dumont se asoma al contraste entre las concepciones francesa y alemana del Estado-nación, lo que le lleva a estudiar las formas modernas de la democracia y del totalitarismo. La trayectoria y las preocupaciones de este antropólogo recuerdan a las de Gellner cuyos primeros trabajos sobre Marruecos estaban en la misma línea de los estudios clásicos sobre los sistemas segmentarios. Su reflexión le condujo más tarde a abordar el espinoso problema del nacionalismo en los Estados modernos en una obra que constituye una de las aportaciones más importantes a la inteligibilidad de algunos temas de palpitante actualidad. Como consecuencia de un vaivén fecundo entre el aquí y el allá, estamos viendo perfilarse una verdadera renovación de problemáticas, acorde con las transformaciones de este fin de siglo.

De este modo, la antropología de lo político ha venido a liberarse de los límites que explícitamente se había impuesto ella misma, desde el doble punto de vista del espacio y de la duración, y en la actualidad experimenta un nuevo auge que se hace eco de la más palpitante actualidad. No tiene nada de extraño que los interrogantes del mundo contemporáneo movilicen a los antropólogos. Basta con fijarse en las mutaciones que caracterizan el último cuarto del siglo XX para darse cuenta de que la noción misma de política rebasa ampliamente la noción de los modos de gobierno y abarca todo un conjunto de procesos que desembocan en la desestructuración y en la recomposición de formas históricas que parecían insuperables. Hay algunos acontecimientos que han sido determinantes en la reciente coyuntura y el primero ha sido el derrumbamiento de un sistema que, además de generar tensiones, era un elemento de equilibrio de las fuerzas mundiales. La caída del socialismo y del imperio soviético, al desestabilizar un orden mundial, ha vuelto a introducir la contingencia a escala planetaria. Una consecuencia de esta situación es la fragmentación de unidades geopolíticas cuya fragilidad intrínseca no siempre se había considerado. Ya se trate de las fronteras de Rusia o de la antigua Yugoslavia, el proceso de descomposición de la estructura estatista ha vuelto a introducir el conflicto en las entrañas de un continente que parecía haberlo suprimido reemplazándolo por el famoso "equilibrio del miedo". Parecía que la guerra ya no podía afectar a los países desarrollados. Sin embargo, reapareció con todo su cortejo de horrores. Además, de nuevo se ha vuelto a plantear el tema de la naturaleza de la comunidad política y sus fundamentos.

Durante mucho tiempo las prácticas políticas han estado circunscritas a la figura del Estado-nación que era el modelo dominante. Y es este modelo el que está en tela de juicio en el contexto de después de la guerra fría y de los conflictos que ha causado en los Balcanes y en la ex-Unión Soviética, pero también por la acentuación de las interdependencias económicas en los conjuntos multinacionales. La construcción europea es un buen ejemplo de la aparición de estos nuevos espacios políticos. Los Estados están cada vez más comprometidos en un proceso de negociación a gran escala en el que ya no es posible conformarse con instalarse en las propias posiciones. Así pues, la cuestión de la redistribución o recomposición de los espacios políticos está pasando al primer plano de manera evidente. Forzosamente estos procesos tienen que suscitar una reflexión en profundidad sobre las pertenencias y las identidades políticas. Territorio, nación, etnia (Amselle 1990) nunca estos términos se habían empleado tanto. Nos remiten a fenómenos muchas veces subestimados por un discurso político al que obsesiona el aumento de poder de las organizaciones políticas centrales, concebidas como el triunfo de la racionalidad y del progreso.

La afirmación de lo específico, la instauración de relaciones entre los espacios territoriales infra-nacionales y las instancias europeas, no contribuye necesariamente a debilitar al Estado, sino a incorporar unos dispositivos más complejos. Puede dar lugar a rivalidades entre diferentes niveles de colectividades como en Francia, o al contrario, a fortalecer los equilibrios existentes entre el Estado federal y las regiones como es el caso de Alemania. En todo caso, esta evolución induce al investigador a replantearse la cuestión del lugar de lo político, asociada durante mucho tiempo a la preeminencia del referente Estado-nación. Gellner (1983, 11) definió el principio nacionalista como el principio que afirma que "la unidad política y la unidad nacional deben ser congruentes". Ahora bien, esta congruencia es la que plantea los problemas en la actualidad. Otra cuestión oportunamente planteada por B. Anderson (1983) se refiere a la naturaleza del vínculo que existe entre los miembros de una misma nación. Este autor destaca el carácter "imaginario" de esta comunidad. La nación, imaginada como limitada y como soberana, viene a reemplazar la influencia de las comunidades religiosas y de los reinos dinásticos característicos de la época anterior.

Gellner y Anderson, desde perspectivas diferentes, nos remiten a la necesidad de una reflexión en profundidad sobre las pertenencias y las identidades políticas. Sin duda no es casualidad que esta temática suponga un reencuentro fecundo entre los antropólogos y los historiadores: la producción de una tradición común (Hobsbawn & Ranger 1983), la construcción simbólica de la nación, han sido objeto de profundas investigaciones como las que M. Agulhon (1979; 1989) dedicó a Marianne y al simbolismo de la nación republicana en Francia. El historiador pone de relieve los avatares que presidieron la construcción de una comunidad política y las imágenes que ha generado. Una de las lecciones que se puede sacar de estos estudios es que la preeminencia de una representación nacional del vínculo político es inseparable de una configuración y de un equilibrio cuya perennidad es imposible predecir. La memoria patriótica sigue siendo una cuestión esencial: el estudio de la imbricación de lo simbólico y de lo político en los actos conmemorativos como la construcción del memorial dedicado a los combatientes americanos en Vietnam y los debates que suscitó entre los veteranos (Bodnar 1994: 3-9) o las exequias de los dirigentes húngaros que fueron eliminados por los rusos en los sucesos de 1956 (Zempleni 1996), permite entender mejor cómo se cristalizan las representaciones de una ciudadanía común y de una patria dividida.

Los interrogantes que afloran de todas partes sobre la noción de ciudadanía indican que se trata de una figura histórica singular de la relación entre lo individual y lo colectivo. Esta figura se suma a la idea de nación y es inseparable de un tipo de espacio político cuya especificidad los antropólogos están en condiciones de señalar. Al mismo tiempo, este espacio político está experimentando hoy en día profundas transformaciones y no se puede subestimar esta nueva circunstancia histórica. A la antropología le corresponde analizar sus consecuencias, dado que siempre le gustó relativizar la forma estatista moderna haciendo ver la diversidad de formas históricas y geográficas que puede asumir el ejercicio de la política. Pero este trabajo se realiza en un contexto inédito, caracterizado por la intensificación de las relaciones entre los diferentes puntos del globo. La mundialización, en estrecha relación con las mutaciones tecnológicas y el fortalecimiento de las interdependencias económicas, constituye uno de los fenómenos más significativos de este fin de siglo. El planeta se ha empequeñecido y el sentimiento de rareza que rodeaba a los pueblos calificados de "exóticos" ha desaparecido por completo. La rápida circulación de la información y de las imágenes contribuye a despojar a estas sociedades del aspecto mítico que podían revestir y que las convertía en el objeto predilecto del interés de los etnólogos. Ahora se impone el reino de la comunicación: los medios de comunicación y el turismo ofrecen un fácil acceso a esta lejanía que constituyó la época dorada de la antropología. Si hay una alteridad, ya no se identifica con lo remoto, sino que forma parte de nuestra cotidianeidad. Y salta al primer plano una cuestión política esencial, la de las relaciones interculturales, la promiscuidad y la pluralidad de culturas que alteran los espacios políticos y las instituciones de poder. Este interrogante concierne a los antropólogos en la medida en que, como dice Balandier: "El conocimiento de las aculturaciones provocadas desde fuera… parece que puede ayudar a un mejor entendimiento de la modernidad auto-aculturante" (1985 166).

Un objetivo de la antropología política es informar de las consecuencias que puede tener la mundialización en el funcionamiento de las organizaciones y de las instituciones que gobiernan la economía y la sociedad. El transnacionalismo no es sólo una característica del capitalismo contemporáneo, sino que condiciona igualmente las relaciones de poder y los referentes culturales. Así, vemos aparecer nuevas configuraciones institucionales supranacionales, como la Unión Europea en la que se encuentran reunidos representantes de culturas y de tradiciones políticas diferentes que trabajan en la armonización de las legislaciones y en la construcción de un proyecto globalizante. Esta configuración plantea varios interrogantes a la antropología respecto a las consecuencias de esta confrontación permanente entre identidades diferentes (McDonald, 1996) entre lenguajes y tradiciones administrativas heterogéneas (Bellier 1995) dentro de una empresa política común; la invención de formas de cooperación en un marco burocrático más amplio (Zabusky 1995); los efectos prácticos y simbólicos de la desterritorialización y del cambio de escala en estos nuevos lugares de poder (Abélès 1992, 1996).

El caso de las administraciones nacionales en las que la homogeneidad de pensamiento y de acción puede aparecer garantizada por la unicidad de la lengua y por el hecho de que los funcionarios poseen el mismo tipo de formación parece contradecir este tipo de afirmaciones. Se podría pensar que una burocracia sumada a un corpus vigoroso de valores y conceptos que contribuye a reproducir, esté relativamente al abrigo de evoluciones exteriores. En la práctica no es así. Para convencerse, hay que remitirse a los estudios de Herzfeld (1992) sobre la burocracia griega moderna y la forma como se ha puesto en práctica un lenguaje, metáforas y estereotipos que constituyen los principales elementos de una verdadera retórica. Ésta última, lejos de ser la simple expresión de un "sistema" previamente constituido aparece como un elemento esencial del proceso estatista. Además del recurso permanente a los estereotipos y al uso de un lenguaje que cosifica y fetichiza, es toda una configuración simbólica lo que perfila las posturas respectivas de unos y otros. Pero los enunciados que circulan en la "máquina" burocrática apelan a recursos significantes que remiten a estratos históricos tan heterogéneos como la democracia antigua y el imperio otomano. Más próximo a nosotros citaremos el caso del servicio público en Francia y las agitaciones que experimenta la institución, dividida entre la vieja concepción republicana y la necesidad de incorporar una problemática liberal en el contexto de la apertura a la competencia europea. Esta perspectiva tiene una repercusión directa en la práctica cotidiana de los funcionarios pues ahora la partida se juega en un espacio que supera el estricto marco nacional. El empleo de conceptos y de un vocabulario de "management" que mezcla el francés y el inglés, y la referencia frecuente a "Bruselas" ponen bien de manifiesto esta remodelación intelectual. Sin ninguna duda, algo ha cambiado en el corazón mismo del marco estatista-nacional: unas fronteras hasta ahora impermeables se encuentran difuminadas por esta circulación acelerada de ideas. ¿Acaso se impone un modelo global uniforme y hegemónico?

Esto es lo que parece que debería confirmar nuestro segundo ejemplo, el de las empresas multinacionales implantadas en un país recién convertido a la economía de mercado. Pues bien, en la práctica, las cosas son más complejas: en los países del Este, se comprueba que la inyección de una cultura de empresa made in USA no significa la sustitución pura y simple del antiguo orden por otro nuevo. Reapropiación y reinterpretación son conceptos más adecuados para referirse a un proceso que pone en juego parcelas de poder y hace intervenir elementos cognitivos de una historia anterior. El doble trabajo de descontextualización y recontextualización que tiene lugar en las organizaciones no se puede reducir a un fenómeno de asimilación que se traduciría en la dispersión, por todo el mundo de copias conformes al paradigma dominante. Las Ciencias sociales tienen que estudiar cómo se construyen las representaciones y los procedimientos conceptuales que condicionan las modalidades de negociación y de adopción de decisiones y son determinantes en el funcionamiento de la institución.

La dialéctica de lo político y de lo cultural en el universo transnacional en el que estamos sumergidos hoy en día requiere nuevos estudios en los que la aportación de la antropología cobra todo su relieve sin que esto suponga un menosprecio a las aportaciones específicas de la ciencia política y de la sociología de las organizaciones. Los procesos de poder que traspasan las instituciones en unas organizaciones sociales y culturales cada vez más complejas se entenderán mejor partiendo de un enfoque que tenga en cuenta el entrecruzamiento de las relaciones de fuerza y sentido en un universo en plena mutación. Éste es el desafío que la evolución del mundo moderno lanza a la antropología. Aceptarlo no supone renegar de una tradición que nos ha ayudado a entender mejor las sociedades más alejadas de las nuestras, sino ensanchar un campo de investigación que dé cabida a los problemas de nuestros contemporáneos.

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Autor:

Carlos Efraín Montufar Salcedo

July 2010

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