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Misterium y otros relatos increíbles (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4

En un pueblo tranquilo donde nunca pasaba nada, aquello era todo un acontecimiento. Hasta chicos y chicas del pueblo, vecinos, y compañeros y compañeras de Raquel, hicieron acto de presencia.

Los padres de la chica fueron los primeros en acercarse al árbol. El padre la llamó a voz en grito: ¡Raque! ¡Raquel! ¿Qué está pasando hija? ¿Cómo nos haces esto? ¿Te has vuelto loca? – Le preguntó.

– No papá, no me he vuelto loca, simplemente estoy haciendo lo que tú me has enseñado desde pequeñita: ser coherente con lo que uno cree y ser fiel a sus propias convicciones y eso es lo que estoy haciendo.

– ¿Pero que convicciones son esas Raquel? – Le recriminó su madre. Estás entorpeciendo la labor de estos operarios forestales. – ¿Por qué?

– Mamá, ellos quieren matar a cientos de estos árboles que no les han hecho nada. – Quieren acabar con su vida y yo no lo voy a consentir.

– Pero hija, eso es necesario, se necesita su madera y además se limpia el bosque para evitar un mal mayor como son los incendios. – ¿No lo comprendes?

– Eso es como si para que los seres humanos tuviesen más espacio en la Tierra, se decretara que cada diez años se tuviesen que matar a veinte millones de personas. ¡con la excusa de que hay demasiadas.

– Eso es distinto. – Siguió diciéndole el padre. Eso sería un crimen, son seres humanos y esto son árboles.

– Eso quería yo escuchar, papá. Todos vosotros creéis que los árboles no sufren dolor, los seres humanos sí. Estáis en un error. Estos árboles sufren cuando se les pincha, sufren cuando se les quema, sufren cuando se les corta y mueren entre lamentos como todos vosotros.

– ¡Eso es una imbecilidad, Raquel! – Chilló la madre.

– Eso es una imbecilidad para ti que no los oyes quejarse, que no los comprendes, que sólo son objetos de ornamentación, pero yo los oigo, mamá; yo los he visto llorar y dar alaridos cuando les cortan con la moto sierra.

– Ahora mismo están temblando de miedo, muchos de estos árboles están llorando ahora mismo aunque vosotros no lo notéis, pero yo estoy contemplando eso ahora mismo.. ¡Así que no me digáis que no sufren!

Una sonora carcajada se oyó en la explanada del bosque ocupada ya por cientos de personas y multitud de vehículos.

¡Ya sé que no me creéis! – Dijo la muchacha, tras la risotada. Por eso, os recomiendo que no os esforcéis en convencerme. Yo defenderé a mi amigo hasta con mi vida.

– Los padres de Raquel, intentaron seguir convenciéndola, pero ya sólo obtuvieron el silencio como respuesta. – Al cabo de un rato se dieron por vencidos.

A continuación el jefe de la policía con un tono melodramático conminó a Raquel para que bajase del árbol, pero la muchacha ya no respondió.

Entonces el Jefe de la Policía dio carta blanca al cuerpo de bomberos para que actuase y bajara a la niña, quisiera ésta o no. Dos bomberos comenzaron a subir pertrechados con cuerdas, clavos y todo tipo de herramientas de escalada.

Cuando llevaban unos diez metros de subida, aquel mastodonte comenzó a cimbrearse de un lado para el otro con tal fuera que los dos bomberos temieron por su vida y tuvieron que descender de nuevo.

Aquello dejó estupefacta a la gente: el árbol se defendía con contundencia, parecía que tenía vida como había anunciado la muchacha. Las ramas se retorcían en torno a la niña, mientras que los árboles más cercanos comenzaron a mover las suyas soltando mamporros a diestro y siniestro y dando con muchas personas en el suelo, incluidos policías, bomberos, cámaras, etc.

Todo el mundo tuvo que retirarse rápidamente de allí a toda velocidad. La gente no terminaba de creerse lo que estaba pasando.

Acudieron muchas más televisiones, emisoras de radio y periodistas de la prensa escrita atraídas por el fenómeno.

En todos los informativos apareció el famoso incidente con el nombre de la REINA DE LOS BOSQUES. Un amplio reportaje describía los hechos ocurridos y mostraban fotografías y secuencias de vídeo, en donde aparecía Raquel subida a su árbol en actitud desafiante.

Las autoridades decidieron esperar. Más tarde o más temprano necesitaría comer y beber; tendría también que dormir y entonces no tendría más remedio que bajar.

Efectivamente Raquel, comenzó a sentir esas necesidades y pensó que más tarde o más temprano la vencerían y tendría que ceder, así que le dijo a Herbacian: – Amigo mío, de qué manera se os ocurre que podríais proporcionarme agua y algo para alimentarme.

– Por eso te digo Raquel, que debes rendirte; ellos tienen todas las de ganar. ¡No! Contestó categóricamente Raquel. Tiene que haber algo que podamos hacer.

– Yo puedo proporcionarte agua, pero no alimentos; también puedo conseguirte una cama segura, algo incómoda, pero segura, pero no puedo conseguirte alimentos.

– Sí contestó desde enfrente Palmerius. Podemos formar una cadena uniendo nuestras ramas y que cada árbol aporte sus frutos. – Te puedes alimentar de frutos. No es una dieta exquisita pero te servirá de alimento.

– ¡Qué listo eres Palmerius! – ¿Cómo no se me había ocurrido? – Dijo Herbacian.

Enseguida los árboles unieron sus ramas y comenzaron a llegar todo tipo de frutos: nueces, dátiles, manzanas, peras, bellotas, plátanos y un sinfín de frutos más. Herbacian no daba abato a recoger los frutos y a guardarlos en sus cavidades leñosas, pero hubo un momento que tuvo que decir: ¡Basta!

Raquel se sentía orgullosa de sus amigos. ¿Cómo los iba a abandonar a su suerte? – De ninguna de la maneras. – Pensó

Mientras tanto la multitudinaria gente no daba crédito a sus ojos ante lo que había presenciado. Las cámaras de televisión no habían perdido ni un solo plano de lo que allí había acontecido, pero aún así todavía tendrían que presenciar muchas más cosas.

¡Tengo sed! – Manifestó la muchacha, y al instante, brotó sobre la copa del árbol, cayendo desde las hojas como un riego por aspersión un verdadero diluvio de agua que Raquel se apresuró a recoger usando las envolturas de ciertas frutas que ella ya se había comido, como cocos, sandías, melones, etc.

Un griterío desde el otro lado llamó la atención de Raquel; eran sus compañeros del instituto con sus profesores al frente que se solidarizaban con ella, portando pancartas y multitud de bolsas. Uno de ellos le pidió a Raquel que intentara coger una cuerda. Con la ayuda de Herbacian, Raquel la cogió, la pasó por encima de una corpulenta rama y a través de ella le subieron todo tipo de alimentos, utensilios, ropa de abrigo y hasta un pequeño colchón con su almohada.

Raquel lloraba desconsoladamente mientras les lanzaba besos con sus manos en señal de agradecimiento. Las pancartas decían en su mayoría: ESTAMOS CONTIGO RAQUEL.

– Una voz chillona le preguntó: ¿Cómo se llama tu árbol, Raquel?

– Herbacian, contestó la muchacha.

– Un estruendoso coro comenzó a gritar: "Herbacian, Herbacian, Herbacian."

De pronto la policía disolvió la manifestación de los estudiantes, pero ellos ya habían cumplido su cometido. Llevarle los alimentos a su amiga y manifestarse a favor de ella.

Pronto cayó la noche y con ella el letargo de los árboles. Antes de eso, Herbacian, ya había acomodado a Raquel de la mejor forma posible. Ésta había extendido el colchón sobre el intrincado conjunto de ramas de Herbacian y se había echado sobre él. No podía imaginar la comodidad en la que se encontraba, aquello era increíble.

Su temor era que Herbacian caería en un profundo sueño y entonces ella caería también rendida por el cansancio y las emociones de ese día. ¿Aprovecharían los bomberos y la policía ese momento para desalojarla?

"A río revuelto, ganancia de pescadores". Como suele ocurrir en estos casos, los grupos políticos de uno o de otro signo aprovechan los tumultos para sacar partido y esto no podía ser una excepción, aunque eso benefició a la muchacha.

Varios partidos políticos de los llamados verdes, rodearon con sus cuerpos el gigantesco árbol, e impidieron que los bomberos o la policía pudiesen acceder al árbol.

En los enfrentamientos hubo numerosos heridos y magullados que no revistieron ninguno heridas de gravedad, aunque la televisión magnificó aquel hecho.

Raquel pasó a ser en todos los noticiarios la heroína de la causa vegetal; multitud de televisiones, emisoras de radio, prensa escrita y hasta revistas y programas del corazón se disputaban una entrevista con aquella niña que hablaba con los árboles.

Raquel consiguió que muchos de los árboles del entorno de Herbacian fueran trasplantados a otros lugares, respetando sus vidas y que, Palmerius, Acaciam y los demás árboles que estaban junto a Herbacian permaneciesen en el mismo sitio. Sólo con ese compromiso escrito por parte de las autoridades, Raquel abandonaría su postura, exigiendo que no hubiese ningún tipo de engaño.

Para ello, Raquel contó con el apoyo de los Verdes que prestaron sus abogados para que todo fuera legal. También pidió que se la dejase sola con sus amigos por espacio de una hora, que sus padres la esperasen en la explanada para irse con ellos y sobre todo que no hubiese ningún tipo de represalias.

Así se hizo. Raquel abrazó a su amigo: – Lo hemos conseguido Herbacian, lo hemos conseguido.

– No sé qué decirte Raquel, mis amigos los árboles y yo jamás podremos pagarte lo que has hecho por nosotros. Le dijo Herbacian.

– Sí, podéis pagármelo, – les contestó la muchacha. Seguid siendo mis amigos, seguid viniendo a visitarme y yo a vosotros y me sentiré pagada.

– Nuevamente se abrazaron; sus lágrimas corrieron por sus cuerpos y sintieron la amistad en lo más profundo de sus corazones.

– Por cierto, Preguntó Raquel a su amigo: ¿Sabes si a lo largo de tu longeva vida, has tenido hijos?

Sí, muchos. Contestó Herbacian aunque no los conozco naturalmente, pero he debido tener muchos. Mis semillas a lo largo de cuatrocientos años se han desprendido de mí y han debido recorrer cientos de kilómetros. ¡A saber dónde habrán caído! Pero muchas de ellas habrán germinado y habrán dado lugar a árboles como yo.

Aunque no los conozca les tengo un profundo cariño; algunas veces me parece reconocer sus voces en el éter, llegando hasta mí.

Me queda la tranquilidad de que cuando yo muera y mi madera se utilice para calentar los hogares en invierno, quemando mis ramas en una chimenea, alguien cogerá el testigo y seguirá por mí.

No me da miedo la muerte; a veces me da más miedo la vida.

Raquel comenzó a descender con la ayuda de Herbacian, mientras en aquel amanecer se oían los aplausos, clamores y alabanzas de todos los árboles del bosque.

Raquel sólo les dijo adiós con la mano. No podía hablar. La emoción la embargaba,

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Epílogo

Rodeada de cámaras de Televisión, Raquel se encontraba fuera de lugar. Aquella avalancha de medios de comunicación superaba todas las previsiones. Todos querían informar o deformar aquella bonita historia.

Algunos la utilizaron en su propio beneficio haciendo ver que Raquel pertenecía al movimiento ecologista y era una luchadora nata. Otros más escépticos informaban acerca de un montaje preparado y orquestado por el partido en el poder. Algunos achacaban el montaje a la oposición y los más anunciaban que la familia de Raquel había preparado ese aquello para obtener exclusivas en la televisión.

Nada de eso fue cierto. Una niña o una muchacha, según se quiera ver, había entablado una profunda amistad con un árbol. Pero no un árbol cualquiera, un árbol de más de quinientos años que la había hecho partícipe de sus más profundos secretos y que aunque los árboles no tienen un corazón físico, real, Herbacian le había demostrado tener el corazón más grande del Mundo.

Cuando Herbacian estaba apunto de morir, pues ya sus hojas apenas brotaban, la mayoría de sus ramas estaban secas, la savia apenas tenía algunos vasos por los que circular y sus raíces apenas recibían ya alimento pudo observar con sus ojos porosos casi cerrados a una anciana de cabello blanco, llena de arrugas, apoyada en un bastón que apoyada en un muchacho (posiblemente su nieto), le observaba con lágrimas en los ojos.

Amigo, le dijo, ya estamos los dos a punto de abandonar esta vida. La mía ha sido muy rica y no me arrepiento de nada porque he alcanzado todas mis metas, tanto profesionales, como familiares; pero lo mejor de todo es que he conocido la verdadera amistad; te he conocido a ti, a mi mejor amigo, que nunca olvidaré. Has sido para mí grande en todo: en tamaño y corpulencia, en altitud, en amor, en amistad y en darme la posibilidad de ser la única persona que he tenido el privilegio de conocerte.

El siseo fue casi imperceptible, no en vano, Herbacian estaba agonizando, pero Raquel lo entendió perfectamente.

Adiós Raquel. Si todos los seres humanos hubieran sido como tú la convivencia entre hombres, animales y plantas habría sido perfecta.

Gracias por lo que has hecho, me has hecho ser el árbol más feliz del Mundo. Una cosa que no sabemos los árboles es adonde vamos cuando morimos. Pero allá a donde vaya, jamás te olvidaré, mi querida niña. (La voz de Herbacian se apagó lentamente.)

Raquel no pudo contener su llanto, pero logró articular: ¡Nunca te olvidaré amigo!

Lo nuestro ha sido una historia de amor.

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Tren de Alta Velocidad

Estación Central de Berlín (Berlín Hauptbahnhof) Alemania.

Jueves día 18 de Diciembre de 2012, hora 8,30 AM

Tren de Alta Velocidad Europea (Eurail) con destino a Colonia, Frankfurt, Munich, Varsovia, Viena, Praga, Bruselas, Estocolmo y Copenhagen tiene su salida a las 8, 45 horas en la vía 7.

Señores pasajeros vayan subiendo a bordo, el acceso al tren se cerrará a las 8, 40 horas. Depositen sus equipajes en el mostrador de facturación. No se permite subir al tren bultos superiores a 10 Kg. de peso.

Señoras y Señores, el tren procedente de Frankfurt, Colonia, Munich y Hannover tiene su entrada por vía 4 dentro de dos minutos.

Los anuncios constantes de entradas y salidas se anunciaban continuamente en la estación central de Berlín. La estación ferroviaria con más tránsito de la Unión Europea.

Fremont subió al coche número 4 sección 3. En esta sección viajaban los pasajeros más distinguidos o con mejor poder adquisitivo y por eso, ese departamento reunía un confort muy elevado: asientos reclinables, enchufes de alta tecnología para conectar ordenadores, consolas, vídeos, móviles, etc. Espacio suficiente entre los asientos para viajar con comodidad, aparte de un servicio de azafatas, restaurante y atención en viaje que no llevaban otras de las secciones del tren.

Fremont se lo podía permitir, era Presidente de Administración de la Standard Union Company, una de las más poderosas multinacionales del Mundo, además de ser Consejero y Vicepresidente en otras tantas compañías de su propiedad. También poseía acciones de muchas otras empresas de alto nivel, y su patrimonio no bajaba de los 2500.000.000 de euros. Una cantidad escalofriante.

Sin embargo aquel viaje no era por motivos de trabajo, sino todo lo contrario, Fremont había decidido tomarse un año sabático. Deseaba recorrer el Mundo utilizando diversos medios de transporte. Para él no era nada desconocido el viajar, lo hacía con frecuencia por motivos empresariales, pero aquello era distinto.

Había dedicado al menos treinta años de sus cincuenta y cinco al mundo empresarial, sin tener ni un solo día de vacaciones y ya había llegado el momento de comprar tiempo libre para él.

Fremont, no había tenido tiempo ni para casarse; era un solterón empedernido y no es que no hubiera tenido pretendientas, que sí las había tenido y en demasía; unas buscando su dinero y las menos buscándole a él, pero Fremont, no había dedicado ni un segundo de su vida al proyecto matrimonial.

Él, era un hombre muy bien parecido, alto, moreno con ojos verdes y una percha bastante atlética, elegante, con don de gentes y con mucha personalidad. Lo más parecido a un actor de cine o a un modelo de pasarela. Le gustaba mucho cuidarse. Todos los días hacía una hora de gimnasio y recibía masajes, así como manicura y peluquería de alto estanding que le daban ese aspecto envidiado por todos.

Era un luchador nato, que había empezado en el negocio de su padre, que a su vez había fundado su abuelo; una pequeña galería de confección y moda en uno de los barrios de clase media del Berlín Oriental y poco a poco lo había hecho crecer hasta crear el Spreecenter Klauss, uno de los mejores centros de la moda berlinesa.

Con la caída del Muro de Berlín en la madrugada del 9 al 10 de Noviembre de 1989, los negocios de Fremont habían tenido una expansión comercial impredecible al formar parte del Mundo Occidental, donde el capitalismo y su libre mercado potenciaban la subida meteórica de este tipo de empresas.

Después de aquello, había creado numerosas sucursales y entró en el mundo de la construcción Inmobiliaria y de las grandes petroleras, llegando tan alto como hemos contado.

Fremont se sentía orgulloso de sí mismo, aunque reconocía en su fuero interno que para llegar hasta allí, había tenido que dejar muchos cadáveres simbólicos por el camino, pero eso, él lo veía como una competición en una carrera de fondo, los débiles se hunden. A muchos amigos los había perdido, pero los había sustituido rápidamente por otros.

Él sabía que la mayoría de esos amigos, sólo lo eran por su dinero, por lo tanto no valían nada; eran pura escoria.

Al frente de sus empresas solía poner a alguien de su confianza que manejara perfectamente los hilos de los Consejos de Administración de manera que siempre se votaran sus decisiones.

Aquellas vacaciones le vendrían muy bien, pues su forma de vivir era en muchos casos muy estresante y ya iba necesitando un descanso. Ahora, eso sí, pensaba estar en contacto permanente con sus asesores. Además de un móvil de última generación y su ordenador portátil, con wifi para conectarse a Internet y a las diferentes Intranet de las empresas del Holding, mediante las claves de seguridad, con acceso de administrador, Fremont contaría también con comunicación vía satélite desde cualquier medio en el que viajase para asuntos urgentes. Por lo tanto viajaría tranquilo.

El coche número 4 y más concretamente la sesión 3, se fue llenando rápidamente hasta que todos los asientos estuvieron ocupados menos el de su acompañante que quedó vacío, Fremont lo había comprado. No le gustaba intimar con nadie.

La megafonía de la estación anunció la inminente salida del tren y efectivamente a los pocos minutos comenzó su lento caminar, para ir progresivamente aumentando su velocidad después. El tren de alta velocidad alemán era de los más rápidos y silenciosos de Europa.

Muy pronto, los grandes edificios y rascacielos de Berlín dieron paso a las casas de los barrios obreros y al cinturón metropolitano de la ciudad. En cuanto las últimas casas de Berlín fueron quedando atrás, el tren aumentó progresivamente su velocidad hasta los doscientos cincuenta kilómetros por hora; su velocidad de crucero era de 325 Km/h.

Al otro lado de Fremont, viajaba una pareja de mediana edad, el señor Kiefer e Ilse Sherman, de elegante apariencia; debían ser también personas acaudaladas, sus modales eran exquisitos; saludaron a Fremont nada más llegar a sus asientos y se presentaron con toda amabilidad; Fremont les devolvió el saludo pero de forma más fría; no quería dejar traslucir ningún signo de confraternización. Él era un hombre solitario, casi misántropo. Si querían confraternizar que lo hicieran con otros pasajeros, como por ejemplo los que iban sentados delante de él. Otro matrimonio acaudalado pero con menos clase; lo que se suele llamar "Nuevos ricos", el señor Garin y la señora Kerstin

Detrás de su asiento viajaban un señor muy distinguido con el que posiblemente fuese su hijo, el señor Ritter y el joven Walter y al otro lado del pasillo estaban sentadas dos chicas jóvenes: Senta y Uta, posiblemente universitarias que regresaban a sus casas por Navidad, pensó Fremont.

A los viajeros que ocupaban el resto de los asientos de esa sección no los podía distinguir debido a la altura de los respaldos. A alguno lo había visto fugazmente al pasar camino de los servicios o del vagón cafetería.

No le importaba mucho las relaciones sociales, así que decidió estirar el asiento, ponerse cómodo y llamar al timbre para que la azafata le sirviese un whisky con soda mientras veía la televisión.

En la pantalla individual que tenía en el respaldo del asiento delantero aparecían en ese momento los créditos de la película que se iba a proyectar: Harry Potter y la piedra filosofal. No le hizo mucha gracia, era una película para niños, así que pulsó el mando y eligió otra película dentro de las diez posibles que los viajeros de clase C, tenían a su disposición. Todas eran bastante antiguas, porque era lo que había solicitado Fremont en el formulario que rellenaban los pasajeros de la clase C para que la Compañía Ferroviaria les hiciese una especie de Menú a la carta. Los viajeros de las otras clases disponían de varios monitores en la parte superior del coche donde se proyectaba la misma película para todos.

La azafata le sirvió el whisky y un platito con galletas saladas y Fremont se dejó caer en el asiento cómodamente, se puso los auriculares y se dispuso a ver la película que había elegido: Hospital Central.

Fremont no era muy aficionado a ver la televisión ni los vídeos, pero en aquel momento era lo más recomendable para matar el tiempo. La primera escena representaba la maternidad del hospital, una mujer acababa de tener un precioso niño. Un niño que le recordó a la fotografía de un bebé que tenía su madre en el álbum familiar. Bueno todos los bebés se parecen, – Pensó.

La madre estaba rodeada de médicos y enfermeras que la estaban atendiendo después del parto. En un momento en que los doctores se apartaron de los pies de la cama, Fremont pudo contemplar el rostro de la madre. También era morena como el hijo que acababa de tener, y casualidades de la vida, ella también se parecía a su propia madre, sólo que su madre era mucho más guapa, – pensó Fremont.

Al cabo de un rato los doctores y las enfermeras dejaron sola a aquella mujer con su hijito en la habitación. De repente, la mujer se incorporó y acercó su rostro a la pantalla: Fremont, hijo, cuanto tardaste en nacer. Creía que me moriría con los dolores del parto. Desde que naciste me hiciste sufrir, nos hiciste sufrir a todos.

– Fremont no daba crédito a lo que había oído, aquello debían ser imaginaciones suyas; últimamente le había dolido mucho la cabeza y había tenido pesadillas. Seguramente se había quedado traspuesto y lo había soñado. Sí, eso debía haber pasado.

Miró de nuevo a la pantalla y vio todo normal, la madre estaba dando el pecho a su hijito con total normalidad; allí no pasaba nada. No obstante decidió cambiar de película; pulsó el mando y apareció una película del oeste: Raíces profundas. Tomó un sorbo de whisky y comió un par de galletitas saladas y se dispuso a contemplar la película. Un pasajero cruzó rápidamente el pasillo, seguro que por su rapidez le acuciaba una emergencia, – sonrió Fremont.

Volvió a centrarse en la película donde Alan Ladd se veía rodeado por un grupo de pistoleros en una cantina, mientras por una rendija, la inocente cara de un niño rubio observaba todo lo que ocurría en el interior, quedando decepcionado al comprobar como su ídolo, el pistolero Shane, interpretado por Alan Ladd, no reaccionaba ante las provocaciones de los ganaderos y pistoleros allí reunidos.

Fremont recordaba aquella película muy bien, había sido una de sus favoritas cuando era un niño, un niño como aquel, que antes de salir corriendo hacia su pequeño rancho dos lágrimas le corrían por sus mejillas mientras se volvía hacia la pantalla y escupía a Fremont. – ¡Cobarde! ¡Siempre fuiste un cobarde! Le gritó el muchacho.

– Fremont no lo podía creer. Se restregó los ojos y cuando volvió a mirar la pantalla todo seguía igual. La película se proyectaba con total normalidad.

De nuevo aquellas pesadillas. ¿Qué le estaba pasando?

A veces notaba que se le nublaba la vista y lo veía todo borroso a la vez que le dolía la cabeza. Había visitado recientemente al doctor Leonard y se lo había contado. El doctor Leonard, era un prestigioso Neurocirujano y médico personal Fremont.

Le había realizado multitud de pruebas: scanner, Radiografías, cultivos, biopsias y un sinfín de análisis más. Todo había dado negativo, ¿o no? No recordaba bien las conclusiones del doctor Leonard, aunque creía recordar que todo había salido bien, por eso se embarcó en este viaje.

Decidió cambiar de película. Mientras lo hacía alguien le rozó el brazo; era un pasajero que recorría el pasillo del tren a gran velocidad. Cuanta prisa tenía la gente en aquel tren. ¿Serían también pasajeros de alta velocidad?

– Se dijo Fremont, riéndose de su propio chiste, mientras daba el último sorbo a su whisky con soda.

Rebelión en las aulas, fue la opción que finalmente eligió Fremont. Un Films del año 1967 producida por Columbia Pictures y dirigida por James Clavell y protagonizada por Sidney Poitier, en el que el actor interpreta a un profesor de color de una escuela de la periferia londinense que da clase a estudiantes rebeldes y conflictivos. Película de gran éxito en su época y uno de los mejores trabajos de Sidney Poitier.

Fremont recordaba perfectamente aquella película que marcó un antes y un después en su propia vida

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El Internado

Fremont estaba delante del director. No se sentía para nada intimidado a pesar de la acusación tan grave que pesaba sobre él; había agredido con ensañamiento a aquel profesor de color que impartía Ciencias Naturales en su instituto.

Fremont y su pandilla le había hecho la vida imposible desde que llegó. Raynar Hoffman, licenciado en Ciencias Naturales por la Universidad de Bayreuth. Una de las universidades más populosas y prestigiosas del país.

Raynar Hoffman, era un excelente profesor, admirado y apreciado por todos, menos para los alumnos racistas del Goethe-Institut en Berlín.

Desde carteles racistas y obscenos hasta todo tipo de bromas pesadas y de mal gusto, tuvo que sufrir desde que llegó, aunque él las soportaba estoicamente sorteando con gran paciencia las agresiones de ese tipo de personajillos sin personalidad alguna.

Viendo esos alumnos, capitaneados por Fremont, que los insultos, carteles, bromas insoportables etc., no hacían mella en aquel profesor de raza negra, decidieron pasar al ataque.

Un día a la salida de la última clase, casualmente de Ciencias, Fremont y sus compinches se quedaron en el aula, con el fin de hacerle una consulta de tipo privado, es decir, sin la presencia del resto de compañeros El profesor intuyó que algo iba a suceder, pero no quería demostrarles que les tenía miedo, por otra parte pensó que tal vez deseaban disculparse y debía darles esa oportunidad.

Cuando el último alumno hubo desaparecido, Fremont y su pandilla se acercaron a él, con una sonrisa y le dijeron:

– Verá profesor, nosotros queríamos disculparnos por lo del otro día; le debió sentar muy mal que le llamáramos chimpancé africano, ¿verdad?

– No me sentó muy bien, eso es cierto, pero tampoco le di demasiada importancia. – Tengo un gran respeto por los chimpancés en particular y por los animales en general, no en vano me licencié en Ciencias Naturales. – Le contestó el profesor, aparentando tranquilidad.

– Aquella respuesta contundente, llena de serenidad fue la gota que colmó el vaso de Fremont; sin mediar ni una sola palabra le lanzó una patada que alcanzó de lleno en el bajo vientre de joven profesor que inmediatamente se dobló de dolor. A continuación el resto de muchachos, le propinaron puñetazos, golpes, patadas por todo su cuerpo, dejándolo inconsciente y tirado en el suelo.

– Esto te servirá de lección para que te vayas con los de tu raza a donde os corresponde, atajo de maricones. – Después de decir aquellas terribles palabras, Fremont, se dirigió a los suyos:

– Ahora, a callar, el que se vaya de la lengua, correrá la misma suerte. – Cuando nos llamen, nosotros no vimos ni oído nada. – Estuvimos en la clase haciéndole una consulta y a continuación nos despedimos de él y nos fuimos. – Lo último que vimos era como cerraba la puerta y entraba en el servicio de profesores, no vimos más.

– Así que ahora, vamos a trasladarlo allí. – Vosotros dos vigilad y cuando no haya "moros en la costa" lo llevamos al servicio y lo dejamos allí. ¡Venga movimiento! – Ordenó Fremont a los demás.

Al cabo de un rato habían cumplido su cometido y se encontraban en la calle camino de sus casas.

El profesor Raynard Hoffman, fue encontrado inconsciente una hora después por el conserje que hacía la última ronda después de las clases por todas las dependencias.

El Director miró a Fremont a la cara, escrutando escrupulosamente todos sus cínicos gestos. ¿Vuelve usted a afirmar que no vio ni oyó nada?

– Efectivamente, volvió a mentir el muchacho con una sonrisa irónica en su rostro. Le confirmo categóricamente Señor Director que no sé absolutamente nada de lo que le ha pasado al profesor Raynard Hoffman.

– Usted no me engaña Señor Fremont. Usted y su pandilla, han estado acosando continuamente al profesor Hoffman y han terminado por agredirle salvajemente.

– No tiene pruebas, le contestó Fremont fríamente.

– Ya las obtendré, no se preocupe. – De momento entregue usted esta carta a su padre para que mantengamos una entrevista y poder ponerle al corriente sobre usted y sus andanzas.

Fremont, miró al director del instituto con cara de perdonarle la vida.

– Retírese Fremont, no quiero tenerle ni un minuto más delante de mi vista, ¡Retírese!

Con calma y parsimonia, Fremont se dio la vuelta y salió del despacho del director cerrando con un fuerte portazo.

A la salida le esperaban el resto de la pandilla que le preguntaron con la mirada.

– Nada chicos, no os preocupéis, no tienen pruebas. Van a hablar con nuestros padres, ¿y qué? Nosotros nunca admitiremos las acusaciones, así que no nos podrán acusar.

Pero sí fueron acusados, un muchacho que supuso que algo iba a pasar, se quedó agazapado fuera del aula y lo oyó todo. Vio también como sacaban al profesor de la clase entre cuatro y lo llevaban a los lavabos de profesores. Aquel valiente muchacho, a riesgo de su propia integridad física, testificó en contra de la pandilla de Fremont.

Recordando aquel episodio, Fremont pensó que si hubiese dado con aquel maldito chivato al que nunca vio, le hubiese retorcido el cuello con sus propias manos, pero nunca llegó a saber quien había sido.

Los muchachos fueron condenados a pasar cuatro años en un correccional muy duro, pero aquello sólo sirvió para endurecer aún más a Fremont; aprender las maldades de otros muchachos curtidos en el delito y que aplicó a la salida del centro de menores el resto de su vida, incluso cuando se hizo mayor y se puso al frente del negocio de su padre. La intimidación fue su razón de ser hacia los demás.

Fremont, leyó la palabra FIN, en la pantalla, lo que aprovechó para solicitar otro Whisky con soda a la azafata del vagón.

Cuántos recuerdos le traía aquella película. En parte la odiaba porque en ella, Sidney Poitier acababa como un héroe y siendo amigo de todos los pandilleros que se doblegaban a sus pretensiones. Con él podía haber dado. – Pensó Fremont. Él le hubiese dado su merecido.

Un nuevo pasajero, en este caso pasajera pasó a gran velocidad al lado de Fremont; casi no le había dado tiempo de verle la cara. Sabía que era una mujer porque llevaba falda y melena larga, pero poco más.

Miró su reloj de pulsera y comprobó que ya llevaban tres horas de viaje; no recordaba que el tren se hubiese detenido en ninguna estación. – Posiblemente lo había hecho y él, metido en la película y en sus recuerdos no se había dado cuenta.

Debería haber parado en Colonia, ¿lo había hecho? – Ni se había enterado y eso que en esa ciudad hacía una parada de más de un cuarto de hora. – Bueno no importa. – Se dijo. – Ese no es mi destino y tomó otro trago de whisky.

Otro nuevo pasajero volvió a interrumpir sus pensamientos al pasar velozmente pos su lado. En este caso se trataba de una familia entera: el padre, la madre, una niña y un niño. No podría calcular sus edades, no le había dado tiempo; ¡habían pasado tan deprisa! Otro trago.

Llamó a la azafata para preguntarle sobre cuándo se serviría el almuerzo. – dentro de media hora, señor. – Le respondió.

– Entonces esperaré al almuerzo antes de poner otra nueva película; así no la dejaré a medias. – Me parece muy bien, señor. – Le contestó amablemente la azafata.

Decidió mientras tanto usar la opción de vídeo juegos que también estaban conectados al vídeo de cada pasajero de esa categoría.

Eligió un juego llamado ESTRATEGIA. Pulsó sobre el icono que indicaba Neues Spiel (Nueva partida) y aparecieron dos ejércitos enfrentados. Los soldados eran dibujos animados que se movían mediante la acción de los botones del mando que colgaba de cada uno de los asientos. En el Menú inicial, Fremont, había marcado la opción, Ein Spieler. (Un Jugador), por lo que debería enfrentarse a la propia consola de juegos, que manejaría al ejército contario.

Su mente le volvía a jugar una mala pasada. La cara del muñeco que mandaba las tropas era su propia cara y sus lugartenientes no eran otros que los muchachos de su pandilla que habían colaborado en la paliza al profesor Raynard.

La lucha fue encarnizada, dos de sus compañeros murieron, pero él continuó en la brecha hasta vencer. Aquello le llevó a recordar las múltiples peleas que se producían diariamente dentro del correccional sin que el personal de guardia ni los profesores pudieran evitarlas. Después los castigos eran muy duros, pero no evitaban los incidentes.

Al principio fue él la víctima, hasta que se enfrentó con Verner, apodado "El Capo". Verner era el dueño del correccional, corpulento, agresivo, chantajista y todos los atributos de un perfecto delincuente. Tenía atemorizado a todos los muchachos del correccional. Si no entrabas por el aro, te esperaba un infierno después.

Fremont, aunque fuerte, no tenía la envergadura de Verner, pero sí más astucia e inteligencia que él, así que una semana después de haber recibido una paliza de parte de sus secuaces, por no haber aceptado las duras condiciones que le imponía Verner, le mandó una misiva que decía literalmente:

– ¡Verner! Eres un perfecto maricón. – Una niña que necesita de los demás para enfrentarse sólo contra otro. Si tienes cojones, no mandes a tus secuaces, ven tú mismo a pegarme.

– Aquello era una provocación en toda regla, que Verner no podía consentir, porque además Fremont había hecho correr por todo el correccional la noticia de su reto y de su provocación al Capo; así que Verner quedaría muy mal si rehuía la pelea.

Se citaron a la hora del paseo en al patio trasero, a las cinco de la tarde. Todo el Centro educativo estaría allí. Aunque Fremont perdiese, nadie le podría quitar la fama de héroe que le había dado el hecho de enfrentarse a un quebrantahuesos como Verner.

– "Había que tener cojones", – pensarían todos los chicos del correccional.

Mientras tanto Fremont preparaba su estrategia para la pelea. Si salía derrotado nada tendría que perder, únicamente la paliza que le daría Verner. Él había demostrado su valor delante de todos incluido el propio Capo, por lo que a partir de ese momento sería bastante respetado y si ganaba tendría a todo el correccional a sus pies, incluyendo también a Verner. Así que el intento merecía la pena.

– Debía huir en todo momento de los abrazos de Verner y también de su derecha demoledora; por lo demás era lento debido a su volumen y falta de reflejos. Un puñetazo en la tráquea lo dejaría grogui, sin poder respirar, así que si conseguía lanzar un gancho de derecha hacia esa zona, lo tumbaría. Después podría rematarlo de muchas formas. Fremont había asistido a clases de Kárate y había hecho mucho deporte por lo que se consideraba más ágil que Verner.

Cuando llegó la hora, todos los muchachos estaban en el patio trasero disimulando como si no pasara nada, unos tiraban balones a las canastas, otros jugaban un partidillo de fútbol y los más formaban grupos que paseaban o simplemente charlaban.

Verner hizo su aparición escoltado por sus secuaces que le reían las gracias. Fremont le esperaba en el centro del patio. Cuando llegó a su altura se atrevió a provocarle aún más. ¿Qué pasa Verner, has tenido miedo y por eso te has retrasado? Pensaba que ya no vendrías. ¡Te voy a romper por la mitad! – Dijo por toda respuesta Verner. La tensión se mascaba en el ambiente.

Uno de los amigos de Verner, le animó: – Vamos Verner, atízale fuerte.

Verner se lanzó a por Fremont con toda la fuerza de su cuerpo mientras éste le esperaba estático de modo que Verner pensó que ya lo había cazado, pero en la última décima de segundo Fremont le esquivó echándose hacia la derecha.

Verner impulsado por su propia fuerza, salió dando trompicones y cayendo sobre la multitud de chicos que le pararon a costa de alguna lesión contundente de algunos.

Inmediatamente se volvió como un tigre enjaulado hacia Fremont y se lanzó hacia su enemigo soltando puñetazos a derecha e izquierda con la fuerza descomunal de una mole como aquella, pero ninguno de esos golpes alcanzó su objetivo, más bien se perdieron en el aire debido a que Fremont se agachó en el último momento, soltando un puñetazo a la garganta de Verner que le hizo perder el equilibrio y caer a plomo al suelo. Su boca se abría y cerraba como los peces fuera del agua, intentó levantarse boqueado, intentando captar algo de oxígeno, pero una nueva patada de Fremont en el plexo solar acabo con Verner definitivamente en el suelo. Mientras Fremont, dirigiéndose al resto, les decía con bravuconería: -¿Alguno más quiere participar de esta fiesta? – Todos callaron. De pronto varias voces que después fueron secundadas por todos, gritaban: ¡Fremont! ¡Fremont! ¡Fremont.

Meses más tarde, Verner y Fremont llegaron a ser muy buenos amigos, muy buenos colegas como se llamaban ellos mismos. A partir de ahí, Fremont fue el dueño y señor del correccional y Verner su lugarteniente. Ambos montaron todo un negocio a base del chantaje y la intimidación que ninguno de los otros muchachos, se atrevía a replicar: dinero, alimentos, tabaco, drogas. – De tal manera que cuando Fremont cumplió su condena y salió del llamado "reformatorio", no sólo no se había reformado, sino que se había convertido en un delincuente puro y duro.

Fremont recordaba aquella época con nostalgia, aquellos muchachos eran mucho más auténticos y menos hipócritas que la gente de la calle con la que luego había tenido que tratar. De hecho algunos de aquellos chicos fueron sus colaboradores más cercanos dentro del mundo de los negocios que le tocó dirigir.

¡Señor! ¡Señor! Le dijo la azafata en alemán e interrumpiendo sus pensamientos. Aquí tiene su almuerzo señor.

Está bien, contestó Fremont a la amable muchacha que le servía la comida. Él no era persona amiga de las galanterías, de las palabras rebuscadas, de los cumplidos sociales para quedar bien ni de las finuras, por lo que no le dio ni las gracias.

Engulló, más que comió los alimentos que le pusieron sobre la bandeja poniendo cara de asco en alguno de ellos. Cuando terminó volvió a llamar a la azafata le entregó la bandeja con los restos de la comida sin mediar palabra y le pidió un café solo.

– Enseguida señor. Respondió educadamente la muchacha.

Dos nuevos pasajeros pasaron a toda velocidad por el pasillo camino al parecer del vagón cafetería. – ¿Pero por qué necesitaban ir tan deprisa? – Pensó Fremont.

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El Primer negocio

Después de almorzar, Fremont se recostó en su cómodo asiento, estiró las piernas sobre un soporte instalado debajo, dada la gran amplitud de espacio entre los asientos en esta sección de súper lujo. Al rato cayó bajo los efectos de la comida y de los whiskys, en un profundo sopor.

Sus pensamientos siguieron vagando sobre su vida, en sus recuerdos apareció muy pronto el día en que falleció su padre. Fue un fallecimiento repentino, un infarto de miocardio, le dijeron los médicos. La muerte de su padre permitió que Fremont ocupase su lugar en la dirección de la empresa, dado que su madre no estaba capacitada, según él, y su hermano era un blandengue que no estaba preparado para lidiar con la gente. En definitiva, Fremont los había apartado de su camino sin más; así no meterían las narices en sus futuros negocios.

Lo primero que hizo como director general, fue eliminar a los tres jefes de departamento que había nombrado su padre y sustituirlos por gente de su confianza. No le importó en absoluto que esas personas que habían sido fieles a su padre durante muchos años, perdieran su puesto de trabajo, causándoles graves consecuencias familiares.

Lo siguiente que tendría que conseguir, era evitar la competencia. Tres eran los negocios similares al suyo que había en su distrito y a ellos envió a sus secuaces con sendas cartas dirigidas a sus directores generales, en las que les invitaba a venderle sus negocios. Tras esas misivas, se escondía una velada amenaza de una posible ruina económica de los mismos.

La fama de mafioso que precedía a Fremont amedrentó a dos de ellos, no así al tercero que no estaba por la labor de dejarse chantajear y aguantó un año y medio más, pero un buen día o mejor dicho una madrugada sus tiendas y sus almacenes comenzaron a arder. Nunca se supo qué había producido el incendio, que se achacó a un corto circuito. Aunque el señor Leonard, dueño de los almacenes Leonard y Cía., sabía muy bien quién lo había provocado.

Las artimañas de Fremont y sus secuaces, le llevaron a ser el mayor accionista de las grandes empresas de tejidos de Berlín. Poco a poco se fue apoderando de todos los negocios hasta eliminar totalmente a sus competidores. Aquel pensamiento le hizo sonreír. Se sentía satisfecho consigo mismo. Había llegado a la cúspide de la montaña, donde nunca habría soñado llegar su padre.

Era verdad que aquella estrategia ilegal le había llevado también a crearse numerosos enemigos, incluida su propia familia. Su madre y su hermano menor habían roto toda relación con él, pero eso a Fremont no le importaba lo más mínimo.

Varias personas pasaron entre tanto velozmente por el pasillo; casi no los había visto, sólo había notado el aire que sus cuerpos habían desplazado y que Fremont había notado en su rostro.

Así que Fremont se sintió picado por la curiosidad y decidió dar un paseo por el tren para ver adónde iban tantas personas, pues curiosamente no era consciente de haberlas visto regresar a sus asientos de origen.

Recorrió varios vagones en dirección al vagón cafetería y no observó nada extraño a no ser las diferentes secciones que se caracterizaban por tener distintos niveles de comodidad según su clase.

Las personas veían los vídeos, leían o charlaban de forma completamente normal. Únicamente llamó la atención de Fremont el hecho de que muchos de los asientos de cada coche estuviesen vacíos.

El tren viajaba a la mitad de su capacidad a pesar de ser un tren de largo recorrido.

Fremont siguió pasando de unos coches a otros hasta que llegó a la cafetería. Le sorprendió que ésta estuviera vacía. En parte se explicaba porque acababan de servir el almuerzo y la gente pedía las consumiciones adicionales como el café o una copa desde sus propios asientos, pero – ¿dónde estarían las personas que habían pasado por delante de él, camino de los coches delanteros? – ¿Adónde habrían ido ido? – Se preguntaba Fremont.

– ¿Qué desea señor? – Le preguntó el camarero de la barra.

– Un Whisky con soda. – Contestó Fremont.

¿Sabe si han pasado por aquí unas veinte o treinta personas que ha pasado por delante de mi asiento camino de este vagón cafetería? – Preguntó Fremont.

¿Veinte o treinta personas, señor? – Precisamente en este viaje estamos haciendo muy poca caja, parece como si toda la gente fuese abstemia. Tan solo habrán venido unas doce personas desde que salimos de Berlín, Señor.

Fremont puso cara de incredulidad y volvió a preguntar: ¿Y tampoco han pasado por aquí? – No, contestó el camarero, bueno alguna persona de los coches de delante si han venido a la cafetería, pero como le digo habrán venido unos doce o trece, todo lo más.

Entonces se habrán apeado en alguna estación, comento en voz alta Fremont. Posiblemente señor. Pueden haberse bajado en Colonia o en Frankfurt.

¡Qué raro! No he notado que el tren se detuviese en ningún sitio, ni que lo anunciasen por la megafonía del tren. Posiblemente me haya quedado transpuesto al llegar a esas estaciones.

Posiblemente señor, dijo el barman.

Fremont apuró su whisky y volvió a su asiento sin siquiera despedirse. Al regresar comprobó que los coches por los que había pasado a la ida llevaban menos pasajeros aún que los él había visto al ir a la cafetería o al menos así le parecía a él.

Cuando llegó a su sitio, comprobó que los asientos que ocupaba el matrimonio formado por Ilse y Kiefer, situado a su izquierda estaban vacíos. ¡Qué raro! – Se dijo, no me he cruzado con ellos. ¿Habrán ido a los lavabos? – Se preguntó.

Bueno, a él qué le importaba, – pensó. Decidió seguir descansando en su asiento.

Nuevamente su negocio, su oficina, sus empleados., vinieron a su mente. Sus empleados. – Pensó. Él los había metido en cintura. ¿Acaso querían ganar más dinero que él? Aquella comisión de trabajadores que le pidieron ser recibidos se llevó una lección que no olvidarían fácilmente. De hecho no hubo más comisiones; nadie le volvió a reclamar nada en lo sucesivo.

Primero, su secretario personal les dijo que el señor director no los podía recibir ese día. Ese mensaje fue repetido durante más de una semana. Por fin, al octavo día se les concedió la entrevista y se les hizo pasar a la antesala o recibidor del despacho de Fremont.

Allí permanecieron más de dos horas, al cabo de las cuales, volvieron a decirles que asuntos ajenos a su voluntad habían retenido al señor director y que por consiguiente tampoco ese día podría recibirles.

Todo eso era una humillación constante para los representantes de los trabajadores. Por fin al cabo de casi un mes, Fremont recibió en su despacho al comité de la empresa, encabezado por aquel hombre de mayor edad, Klauss Schneider cuya fisonomía navegaba entre la serena creencia de saberse un gran profesional y uno de los trabajadores más antiguos de la empresa y el nerviosismo del momento; nerviosismo que le provocaba el carácter dictatorial de Fremont.

Éste no se dignó mandarles tomar asiento y los mantuvo de pie durante toda la entrevista. Junto a la puerta del despacho permanecía el secretario de Fremont, más bien, uno de sus secuaces.

– ¿Qué desean ustedes? – Les preguntó inquisitivamente.

– Ve, ve, verá señor, tartamudeó Klauss. – Todos los empleados se quejan de.

– ¿Todos? o ¿ustedes tres? – Le interrumpió Fremont. – Todos, señor contestó Klauss.

– En mi empresa no quiero gente que se queje. Aquí hay que trabajar sin quejas; el que se queje no me vale y será despedido.

– Pero señor, la queja es justa. Trabajamos doce horas al día por el mismo sueldo que el año pasado. – En vida de su señor padre, nuestro querido director, nos reunía a todos a principio de año, y llegábamos a acuerdos puntuales por ambas partes, porque el señor director era una persona muy humana y razonable con la que se podía dialogar. – Sus trabajadores eran para él como su propia familia.

– Desde el momento que vienen ustedes a mí propio despacho, me interrumpen en mis tareas cotidianas y vienen a quejarse de nada, ustedes son una plantilla conflictiva y no me sirven. – En cuanto a mi padre, he de decirles que era un hombre muy blandengue, al que ustedes presionaban continuamente. – Yo no soy mi padre y conmigo tendrán que trabajar más si quieren mantener sus puestos de trabajo. – ¡Buenas tardes!

Fremont les dio la espalda en señal de despedida. Los tres empleados no sabían que hacer hasta que el secretario de Fremont les señaló la puerta. – El señor director ha dado por concluida la entrevista, así que márchense. – Les dijo en tono autoritario y despótico. – Nunca se habían sentido tan humillados.

En el momento de salir, Fremont se volvió y dijo autoritariamente: – usted Klauss, quédese.

Klauss no sabía que hacer, si irse con sus compañeros o quedarse en el despacho.

– ¿No me ha oído? ¡Quédese!

Klauss hizo una señal a sus compañeros para que continuasen sin él mientras cumplía la orden de Fremont.

– ¿Cuántos años hace que trabaja para esta empresa, Klauss? – Le preguntó Fremont

– Cuarenta y cinco años, señor Fremont. – Entré con quince años. – Yo conocí a su abuelo, el fundador de esta empresa, al que tenía un gran cariño y respeto y después a su padre, que era un gran señor. – Comentó Klauss creyendo que esos comentarios suavizarían la situación, pero no fue así, la respuesta dictatorial y cruel de Fremont, no se hizo esperar.

– ¿Acaso está diciendo que yo no lo soy? ¡Me está usted insultando! – Dijo elevando el tono de voz hasta rozar la agresividad verbal a la vez que le hacía una señal casi imperceptible a su hombre de confianza.

– No, no se., no señor. Tartamudeó nuevamente Klauss. – No he querido ofenderle señor, se disculpó el pobre empleado.

– Pues lo ha hecho y eso es una falta muy grave. Ha insultado usted al director, a la cabeza visible de toda la empresa. – ¿Lo ha oído usted, señor Wolfang? – Efectivamente, señor director, este señor le ha insultado sin ningún motivo. – Le ha llamado dictador, persona deshumanizada y ha dicho de usted que no es un señor. – Yo lo he oído y puedo dar testimonio de que así ha sido.

– Yo no he dicho eso, se intentó defender el pobre Klauss que ya había intuido la encerrona que le habían preparado. No me harán decir lo que no he dicho.

– De momento a este señor lo quiero fuera de la empresa en una hora y quiero que se interponga una querella contra él por insultos y vejaciones al director de la empresa. Dijo Fremont, dirigiéndose a su cómplice.

– ¡No por favor! Rogaba Klauss con lágrimas en los ojos. – Yo no he querido ofenderle señor, sólo quería alabar a su padre y a su abuelo. – Nunca le he ofendido.

– ¡Fuera de mi despacho ahora mismo! ¡Queda usted despedido!

– Señor por favor, tengo sesenta años. Nadie me dará trabajo a esta edad y tengo una familia que mantener.

¡Fuera de mi vista! ¡Usted ha mancillado mi nombre! ¡Fuera!

Fremont no tuvo piedad.

Klauss denunció a la empresa, pero ninguno de sus compañeros acudió como testigo en su defensa, tal era el miedo y el terror que les inspiraba Fremont.

Al no haber más testigo que los que presentó la empresa, la denuncia laboral de Klauss fue desestimada y el pobre hombre tuvo que correr con todas las costas judiciales, además de ser decretado por el juez como un despido procedente, que impedía que Klauss cobrase un solo marco de indemnización.

No volvió a haber más reclamaciones por parte de los trabajadores que a partir de ese momento se convirtieron en personas sumisas que trabajaban durante muchas más horas que las establecidas y por un salario menor al que les correspondía.

"Cortando la cabeza se corta el cuerpo". Ese era el slogan de Fremont en todos los litigios a los que se había enfrentado.

Después de aquella empresa vinieron otras, hasta hacer de Fremont una de las personas más ricas y poderosas del país.

oooOOOooo

La última película

La sirena de la ambulancia ululaba con un sonido ensordecedor camino del hospital. Atrás habían quedado los restos del Audi 8 casi irreconocible. Aquel accidente hubiese sido mortal de necesidad, a no ser por el tipo de vehículo accidentado. Vehículo que poseía una chapa a prueba de choques, 8 Airbag y otras tantas medidas de seguridad. No obstante el impacto a 200 kilómetros por hora, es tan brutal que incluso un coche así queda destrozado.

El ocupante de la ambulancia estaba en un estado lamentable y a Fremont, eso era lo único que le aterrorizaba y que no podía soportar: las enfermedades, los accidentes y sobre todo, la muerte.

Le entraban escalofríos sólo al pensar en ello, por lo que estuvo a punto de buscar otro canal de vídeo. Sin embargo algo le hizo permanecer atento a la pantalla.

La mascarilla de oxígeno, los cables conectados a las máquinas, las sondas y vías intravenosas formaban un todo esperpéntico que deshumanizaba la figura del enfermo.

Un monitor situado en la cabecera de la cama marcaba una débil línea con picos hacia arriba y hacia abajo que señalaban los latidos del corazón.

Una venda alrededor de la cabeza indicaba la existencia de un traumatismo cráneo-encefálico, aparte de las dos escayolas en brazo derecho y pierna izquierda que mostraban un aspecto parecido al de una momia.

El enfermo estaba sumido en un coma profundo, del cual era impredecible su recuperación. Los doctores Karl Burkhard, jefe de equipo de traumatología y Mendelssohn Bartholdy, jefe de neurocirugía del hospital berlinés de St. Hedwig-Krankenhaus conversaban entre ellos rodeados por una nube de estudiantes e internistas que tomaban notas sobre lo que explicaban los doctores.

Fremont no perdía detalle de la película. Le estaba interesando la vida de aquel pobre desgraciado cuya fisonomía no se podía apreciar pero que seguro que encerraba una vida apasionante.

El coche con el que había tenido el accidente, la velocidad, su apariencia hablaban de un hombre arrojado, audaz acostumbrado a ser un triunfador, pensó Fremont. Alguien parecido a él.

También a Fremont le habían gustado de siempre los buenos coches, incluso los aviones por eso se había comprado aquel Jet espectacular que le había costado una fortuna.

En sus garajes había todo tipo de vehículos de la gama superior: Dos Audis, dos Mercedes, un Ferrari, e incluso un precioso lamborllini gallardo con apertura lateral de puertas, de color amarillo que llamaba la atención allá por donde pasaba.

Dos accidentes había tenido en toda su vida, solamente dos, porque él se consideraba un magnífico conductor y eso que siempre conducía a más velocidad que la permitida, y eso le había llevado a cometer multitud de infracciones, por las que había tenido que pagar numerosas multas de tráfico e incluso la retirada de carnet, pero eso a él, no le importaba lo más mínimo cuando quería sentir el placer de la velocidad.

Sí, ese enfermo se lo recordaba. Fremont preferiría morir así antes que retorciéndose de dolor en la cama de un hospital debido a un cáncer terminal. Eso sí que le espantaba.

Mientras observaba la película, notó el trasiego fugaz de varios pasajeros a los cuales sólo pudo ver de espaldas. ¿Estarían llegando a una nueva estación? – se preguntó. Pero no, el tren no disminuía la velocidad, continuaba con sus 300 kilómetros por hora, con ese suave caminar que caracteriza a los trenes de alta velocidad. Sólo el paso en el horizonte del paisaje, hace notar la alta velocidad del tren.

Fremont llamó una vez más a la azafata y le solicitó un nuevo whisky con soda. Él era un hombre capaz de beberse diez o doce whiskys al día. Era su bebida favorita y él aguantaba muy bien el alcohol. Una vez el doctor Leonard le había dicho: – Señor Fremont, si sigue bebiendo con esa periodicidad se matará usted mismo, no necesitará que nadie lo mate. – Ya tiene usted un hígado más voluminoso de lo normal, en breve degenerará en una cirrosis a no ser que deje de beber.

– Si haces caso a los médicos, estás perdido, – había pensado Fremont haciendo caso omiso a las palabras de su doctor.

Fremont volvió a centrarse en la película cuyo título desconocía y a fijarse en la figura de aquel enfermo que se debatía entre la vida y la muerte.

– ¿Cuál sería su nombre? – ¿De dónde vendría cuando tuvo el accidente? – Fremont recordó sus dos accidentes, sobre todo el más grave, aquel en el que había colisionado contra un turismo al saltarse la mediana en una autovía por la que circulaba a ciento ochenta kilómetros por hora. – La culpa había sido de aquella placa de hielo que le había hecho derrapar. Su coche, un Mercedes 220 CDI Sportcoupé de la alta gama que destrozó en aquel accidente, pero del que salió indemne con una única fractura de muñeca en el brazo izquierdo.

Sin embargo los cuatro miembros de una misma familia que ocupaban el otro vehículo, un Ópel Astra murieron en el acto.

Fremont recordó todo el proceso judicial y como sus buenos abogados y una pequeña dosis de chantaje a algunos miembros del jurado lo habían librado de la cárcel dejándolo en una simple indemnización de 24000 euros; algo insignificante para él.

No sintió ningún cargo de conciencia. Él pensaba que eso era cuestión del destino, que a veces nos juega esas malas pasadas. Aquella vez les había tocado a otros, pero otra vez podría tocarle a él.

Tuvo que permanecer un año sin el carnet de conducir pero eso a él no le importaba lo más mínimo; tenía varios chóferes a su disposición.

El cardiógrafo seguía marcando el rastro cardiaco sobre la pantalla con total regularidad mientras el enfermo seguía estático sin mover ni un solo músculo.

– ¿Estaría pensando algo? – ¿Cómo sería la vida de una persona bajo un coma profundo? – ¿Se vería esa luz blanca que afirman algunos haber visto al final del túnel, o sería la muerte quién nos visitaría en esos momentos? – Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo de Fremont ante esos pensamientos.

Los médicos visitaban frecuentemente al enfermo y cuchicheaban entre ellos. El neurocirujano tras observar los resultados de las últimas placas realizadas al paciente comentó en voz alta: – tiene una lesión muy grave en el parietal derecho con un coágulo intracraneal de varios centímetros, que le oprime el lóbulo cerebral ejerciendo una presión muy peligrosa; que no tendremos más remedio que aligerar. – Debemos operar de nuevo a riesgo de su vida, pero si no lo hacemos morirá en poco tiempo.

– Los otros doctores asintieron con gestos a las palabras del doctor Bartholdy.

– Que le hagan un scanner del cráneo antes de la operación y que vayan preparando el quirófano número 4, le ordenó a uno de sus internistas. – Que avisen al anestesista de guardia y a mi equipo de cirugía, rápido.

Dos internistas y las enfermeras y auxiliares comenzaron a preparar al enfermo desconectándolo de las máquinas de la habitación y conectándolo rápidamente a las máquinas auxiliares con la misma velocidad con la que los mecánicos de un fórmula uno, cambian los neumáticos en los boxees.

Una vez conectado de nuevo a un electrocardiógrafo portátil, éste comenzó a emitir un pitido regular y a marcar la línea que mostraba los latidos del corazón del enfermo. Un enfermero empujó la cama articulada camino del ascensor montacargas que llevaba directamente a la planta baja donde le harían el scanner.

Tras la prueba que fue remitida rápidamente al neurocirujano, el enfermo fue trasladado inmediatamente al quirófano número 4, en donde ya esperaba el equipo de neurocirugía con el doctor Bartholdy a la cabeza.

Fremont apuraba su último whisky mientras contemplaba la escena queriendo descubrir la cara del paciente sin conseguirlo. Éste fue colocado hacia el lado izquierdo para mostrar el campo operatorio a los cirujanos. Las enfermeras de quirófano comenzaron con los preparativos; lo primero que hicieron fue cortar el vendaje de la operación anterior Gracias a ello, Fremont pudo ver una parte de su rostro y de su cabeza pelada totalmente. Una horrible cicatriz surcaba parte del rostro y el cráneo del paciente.

Su rostro aparentaba ser el de un hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, posiblemente moreno pero con el rostro desfigurado a causa del accidente.

Inmediatamente fue cubierto de nuevo pos gasas asépticas alrededor la zona de operación que fue untada totalmente con yodo.

Cuando más atención estaba prestando Fremont a la película fue interrumpido de nuevo por un suave empujón que le propinaron dos nuevos pasajeros al pasar rápidamente junto a él.

– ¡Maldita sea! – Maldijo para sus adentros aquella interrupción que le había impedido poder fijarse mejor en el rostro del paciente.

De repente los dos pasajeros que estaban sentados detrás de él Ritter y su hijo Walter, se levantaron rápidamente haciendo cimbrear el asiento de Fremont y pasaron a su lado a toda velocidad. Ya empezaba a estar harto de tanta interrupción. Se levantó de su asiento para ver adonde se dirigían pero no le dio tiempo a verlo, habían desaparecido.

Miró a su alrededor y observó con gran estupor que tan solo viajaban cuatro personas más en el departamento.

– ¡Señorita! – Llamó Fremont. – ¿Dónde va tanta gente por el pasillo hacia los coches delanteros? – No lo sé señor, nunca les pregunto adonde van.

Aquella respuesta no le gustó a Fremont, pero siguió preguntando: – ¿Pero por qué no regresan? – No lo sé tampoco señor. – Posiblemente se queden en el vagón cafetería o vayan a alguno de los servicios o se hayan apeado en alguna de las estaciones por las que hemos pasado, señor. – ¿Cómo yo no me he dado cuenta de esas paradas, señorita?

Posiblemente porque no era ese su destino, señor Fremont, respondió la azafata demostrando conocer la identidad de cada uno de sus pasajeros.

– Está bien, tráigame otro whisky con soda. – Enseguida señor, respondió la azafata.

Mientras le servían un nuevo whisky, Fremont siguió atento a la pantalla.

El doctor Mendelssohn Bartholdy manipulaba en la herida mientras una enfermera le limpiaba el sudor con una gasa. De repente la pantalla que mostraba la tensión del paciente comenzó a bajar. El anestesista avisó a Bartholdy. – Bajamos a 6,5, doctor. El electrocardiógrafo comenzó también a emitir pitidos irregulares. – A seis, se oyó nuevamente la voz del anestesista. – Una ampolla de epinefrina rápido. – 6.0 y bajando, volvió a decir el anestesista. Durante unos segundos después de la inyección de epinefrina, pareció estabilizarse un poco, pero inmediatamente, el anestesista volvió a anunciar: – 5,6 y bajando. – Lo estamos perdiendo doctor, se oyó la voz de otro de los cirujanos auxiliares. – Aumenten la dosis de epinefrina rápido. – 5 y bajando, se volvió a oír.

De pronto la señal del electrocardiógrafo se convirtió en una línea continua y un pitido agudo marcó el comienzo de una parada cardiorrespiratoria. – Los desfibriladores rápido, pidió el doctor Bartholdy. – Carguen a doscientos, tres, dos uno, listo. La descarga eléctrica produjo una sacudida brutal en el cuerpo del paciente. Carguen a 300. Tres, dos, uno volvió a decir en voz alta el doctor Bartholdy para avisar de la descarga inminente a su equipo médico. La maniobra de reanimación no dio resultado. El paciente había dejado de existir. Fremont parecía hipnotizado, la muerte le había impresionado siempre, pero nunca la había contemplado tan en directo como en aquella película.

El neurocirujano dejó que su segundo, cerrase la herida del paciente, ahora ya cadáver, mientras él se despojaba de su atuendo de cirugía y lo arrojaba al recipiente de la ropa usada, saliendo contrariado del quirófano. El resto del equipo, apagó las máquinas, recogió el instrumental mientras las enfermeras se encargaban de amortajar aquel cuerpo inerte. Le rellenaron de algodones todos los orificios que tiene el cuerpo de un ser humano para evitar la salida de los humores internos al exterior.

Al quitarle las vendas y ponerlo boca arriba, Fremont no pudo reprimir un grito de espanto. Aquel cadáver era él. No lo podía creer, posiblemente se había quedado dormido y aquella era una de sus terribles pesadillas.

Pero no, él se sentía muy despierto. Tuvo que pellizcarse el rostro para confirmar que lo estaba. Mientras tanto la palabra FIN, apareció en la pantalla.

Cuando más absorto estaba, oyó la voz de la azafata que le decía: SU DESTINO SEÑOR FREMONT. Fremont levantó la cabeza y lo que vio lo dejó estupefacto. La azafata que le había atendido durante todo el viaje había cambiado. Su rostro ya no era aquel rostro juvenil y sonriente, sino el carcomido rostro de una calavera. Aquella azafata era LA MUERTE.

Fremont, comenzó a notar como su cuerpo se hacía cada vez más liviano, se notó flotar en el aire, como salía al pasillo sin quererlo y como de repente su cuerpo se veía impulsado hacia delante como si de una ráfaga de viento se tratara.

Adiós señor Fremont, deseo que el viaje de su vida haya sido de su agrado, le oyó decir finalmente a la azafata. Ahora ya sí sabía adonde se había ido la gente. Ése fue su último pensamiento, tras el cual ya no fue consciente de nada. Fremont había dejado de existir.

Estación Central de Berlín (Berlín Hauptbahnhof) Alemania.

Tren de Alta Velocidad Europea (Eurail) con destino a Colonia, Frankfurt, Munich, Varsovia, Viena, Praga, Bruselas, Estocolmo y Copenhagen tiene su salida a las 8, 45 horas en la vía 7.

Señores pasajeros vayan subiendo a bordo, el acceso al tren se cerrará a las 8, 40 horas. Depositen sus equipajes en el mostrador de facturación. No se permite subir al tren bultos superiores a 10 Kg. de peso.

Señoras y señores. Tren procedente de.

FIN

 

 

Autor:

José Luis Marqués Lledó

Partes: 1, 2, 3, 4
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