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Razón y fe en el mundo

Enviado por OSCAR ALBERTO


Partes: 1, 2

  1. Planteamiento del problema
  2. La inevitable confrontación
  3. El rechazo de la fe en nombre de la filosofía
  4. La transformación de la fe en gnosis o en ideología
  5. El rechazo de la filosofía en nombre de la fe
  6. La búsqueda de una armonía entre fe y filosofía
  7. Marco teórico
  8. Pro y contras
  9. Estatus
  10. Conclusiones
  11. Referencias bibliográficas

Planteamiento del problema

Algunos textos del Nuevo Testamento parecen disuadir de la búsqueda de un nexo cualquiera entre la fe cristiana y el caminar de la filosofía. ¿No escribe San Pablo a los Colosenses: «Tened cuidado no vaya a haber alguno que os engañe con la filosofía, que es una insulsa patraña forjada y transmitida por hombres, fundada en los elementos del mundo y no en Cristo» (Col, 2,8)? Y en un célebre pasaje de su primera epístola a los Corintios (1 Cor 1, 17-2, 5), ¿no ha opuesto vigorosamente la locura de la predicación a la sabiduría del mundo? Sin duda alguna.

Hay que tener en cuenta, sin embargo que, en la epístola a los Colosenses, como lo indica el contexto, Pablo, al hablar de «filosofía», se refiere más a las especulaciones religiosas esotéricas que a un sistema de pensamiento racional. Y, en su carta a los Corintios, si quita la máscara a la falsa sabiduría de los inteligentes y presenta la predicación cristiana como una locura, es únicamente para mostrar a continuación cómo este Cristo crucificado, que es locura para la sabiduría griega, es en verdad potencia de Dios y sabiduría de Dios, «porque la locura de Dios es más sabia que los nombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres» (1 Cor 1,25).

Y un poco más adelante, en un pasaje menos célebre, pero igualmente importante (1 Cor 2, 6-16), Pablo afirma que lo que él enseña a los cristianos adultos es una sabiduría, mas no una sabiduría puramente humana, sino una sabiduría inspirada por el Espíritu de Dios. En otro lugar se apoya explícitamente sobre el «conocimiento» del Misterio que le ha sido comunicado por revelación e invita audazmente a sus cristianos a caer en la cuenta de la «inteligencia» que posee del Misterio de Cristo (Ef 3, 2-4). Así pues, no hay que oponer la fe cristiana a toda forma de sabiduría o de conocimiento. El problema consiste más bien en saber si, con algunas condiciones, la sabiduría humana puede contribuir a la elaboración de esta sabiduría de Dios que Pablo enseña a los cristianos adelantados.

En el caso mismo de Pablo, la respuesta es ciertamente positiva cuando vemos el provecho que él ha sacado de su amplia cultura humana en la exposición del misterio cristiano. Pero, más allá del caso de Pablo, nos es necesario ahora plantear el problema en su generalidad y ver cómo está ligado a la naturaleza misma de la afirmación cristiana.

La afirmación cristiana

Si, desde su aparición, el cristianismo ha escandalizado en el plano intelectual, entre otros, y ha suscitado el problema de la relación entre la fe cristiana y la reflexión filosófica, es debido al contenido mismo de sus afirmaciones capitales.

El admirable intercambio: Lo que anuncia el cristianismo en pleno centro del mundo griego, y luego en el romano, es verdaderamente escandaloso para el hombre antiguo. Lo que proclama el Nuevo Testamento es, en efecto, según la bella fórmula de la liturgia, «el admirable intercambio» entre Dios y el hombre. Dios es un Padre para el hombre, puesto que lo ha creado, pero no es solamente esto, sino que, como dirá un día San Agustín, «Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios».

Este maravilloso encuentro se realiza en Jesucristo, quien, siendo a la vez plenamente Dios y plenamente hombre, es el lugar vivo donde Dios y el hombre pueden encontrarse e intercambiarse. Entonces, lo esencial del mensaje cristiano consiste en afirmar que el hombre, y con él el universo entero (cf. Rm 8, 18-23), está invitado a entrar en la intimidad misma de Dios y a ser de este modo divinizado compartiendo la felicidad del mismo Dios. Y esto no vale solamente para «la humanidad» en general, el individuo mismo es llamado a la glorificación: Dios ama tanto al hombre que éste es llamado, incluso en su cuerpo, (y ¿qué hay de más propio a cada uno que su cuerpo?), a ser divinizado viviendo de la misma vida de Dios.

Sí, «lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, Dios lo ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9). Esto es lo que introduce, en las perspectivas humanas y religiosas de la Antigüedad, una conmoción inimaginable, la conmoción de la amistad.

La conmoción de la amistad. La filosofía antigua se negó a imaginar una amistad, en el sentido propio del término, entre Dios y el hombre, porque la amistad supone una cierta igualdad1. «Sería ridículo, escribía Aristóteles, acusar a Dios porque el amor que recibimos de él en retorno no es igual al amor que nosotros le damos, como sería ridículo que un súbdito hiciera semejante reproche a su príncipe.

Ya que lo que corresponde al príncipe es recibir el amor, no el darlo, o, por lo menos, el no amar sino de una manera completamente diferente» (Eth. Eudem. VII, 3, 1238 b 26-29). Se vuelve a encontrar una actitud parecida, en el siglo XVII, en Spinoza, cuando afirma: «Quien ama a Dios no puede hacer esfuerzos para que Dios le ame a su vez» (Eth. V, prop. 19) o: «Dios no ama ,en el sentido propio del término, ni odia a nadie» (Eth. V, prop. 17, cor.).

Ahora bien, lo que el judío-cristianismo anuncia es precisamente la amistad propiamente dicha entre Dios y el hombre. Dios es trascendente, cierto, pero su trascendencia es justamente la de su amor. El nos aventaja infinitamente, pero es precisamente por el poder que posee de amar y de comunicarse. Por eso, el Antiguo Testamento emplea ya imágenes muy fuertes, la del amor paternal o maternal, e incluso la del amor conyugal, para expresar el lazo de amistad entre Yaveh y su pueblo.

Esta amistad, en su significación fuerte y, por decirlo así, en un plano de igualdad, encuentra su realización en el momento en que, por la Encarnación, el Hijo de Dios se hace un hombre entre los hombres y nos enseña a llamar a Dios, siguiendo su propio ejemplo, con ese diminutivo que emplean los niños para dirigirse a su padre: Abba (papá), Padre (Rm 8,15; Ga 4,6). Llamar así a Dios revela una audacia inaudita y una manera de concebir a Dios que es un escándalo para la representación que los filósofos se hacían de la trascendencia divina. El escándalo será tanto mayor cuanto que, en Jesucristo, que es el rostro humano del amor de Dios, esta amistad desconcertante toma la forma de la humildad y de la debilidad.

La humildad de Dios: En el centro de la revelación cristiana se encuentra la figura desfigurada de un Dios crucificado, «escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1,25). Lo que ahí se revela es la fuerza de Dios (v. 24), pero no una fuerza como la concebía la filosofía pagana. Pues Dios es Amor (1 Jn 4,16) y el amor es la mayor fuerza que existe, pero se trata de una fuerza que incluye, por naturaleza, la disponibilidad y, por lo mismo, la vulnerabilidad.

El que no ama no corre ningún riesgo, está protegido por el caparazón de su indiferencia. Mas amar, es arriesgarse a ser herido. Es eso exactamente lo que se manifiesta en la Cruz del Hijo: en ella, la sobreabundante ternura de Dios y su fidelidad hasta lo último se abajan hasta el extremo de la pobreza escarnecida y humillada.

Dios aparece así como aquel que quiere colmar al hombre con su propia vida divina y que, para convencerle de ello, para convencerle del cambio radical introducido por el admirable intercambio, se abandona a él sin reservas, como un juguete entre sus manos. He aquí una demostración de fuerza que trastorna todos los cánones de la grandeza, puesto que es, a la vez, una revelación de esta humildad de Dios que va hasta la Pasión donde sufre las consecuencias de todas las miserias.

Frente a la suficiencia bien comprensible de este pagano admirable que es el hombre en la plenitud de su sabiduría, de su ciencia y de su competencia, la fe cristiana no es ya la revelación de una fuerza divina que sería infinitamente más grande dentro del mismo orden, es más bien el descubrimiento desconcertante de una grandeza completamente diferente: la humilde grandeza de un amor enteramente despojado de sí. Por tanto la finalidad del Evangelio es que el hombre responda con la humildad de la fe y de la adoración a la humillación voluntaria del Dios crucificado.

Tal es el reto lanzado por la afirmación cristiana a toda sabiduría puramente humana. Se comprende que haya hecho inevitable una confrontación de la fe cristiana con el pensamiento filosófico.

La inevitable confrontación

Al celebrar el admirable intercambio entre Dios y el hombre, al proclamar la Buena Nueva de la amistad de Dios con el hombre, al descifrar el amor transfigurante de Dios en la humilde figura del mayor desfigurado de la historia, la fe cristiana parece comprometer la transcendencia divina tal como la razón filosófica se la representa la mayoría de las veces. Dios, ¿no es el Absoluto? Entonces ¿cómo podría ser visto como un individuo determinado? ¿No es Espíritu y, por lo mismo, invisible? ¿Cómo pretender reconocerle en Jesús de Nazaret? ¿No es El la Vida eterna en su potencia soberana? ¿Cómo atreverse a identificarle con un crucificado? Podríamos alargar la lista de las afirmaciones cristianas escandalosas para la razón filosófica. No retendremos más que tres, independientemente de las que han sido expuestas más arriba.

-El cristianismo, lo mismo que el judaísmo, se presenta como esencialmente ligado a la historia. Dios es concebido como el que se revela a través de los acontecimientos históricos ofreciendo a toda la humanidad la salvación en este individuo histórico que es Jesús de Nazaret. Tenemos aquí un doble escándalo. Primero: que el Dios eterno se manifieste a través del tiempo y, lo que es más, en un momento determinado y privilegiado del tiempo. Luego: que una salvación, universal por principio, esté ligada constitutivamente a un individuo particular. Este último escándalo tiene la misma actualidad hoy que en la Antigüedad.

El hombre que piensa, el filósofo, podría aceptar de buen grado que se ofreciera a la humanidad una salvación universal por un medio que fuera él mismo universal siendo proporcionado a las capacidades naturales del hombre en general: la ascesis, el recogimiento, la reflexión, la oración, etc. Pero que la salvación de todos se desprenda de un acontecimiento único de la historia, eso se opone profundamente a la sana razón. Y, sin embargo, es eso, precisamente lo que constituye la esencia del cristianismo. Es verdad que las otras religiones, lo mismo que las grandes filosofías de la humanidad, tienen también un origen histórico, se refieren a un fundador o a un iniciador que es, ciertamente, un individuo de la historia.

Pero, este individuo está en el origen de esa religión o de esa filosofía sin ser él mismo el objeto central y, por decirlo así, único de ellas. Ahora bien, la fe cristiana se atreve a hacer esta barbaridad: afirmar, en Jesús, la identidad del que revela y de lo revelado. Jesús no es solamente el portador histórico de un mensaje eterno de verdad, El dice: «Yo soy la Verdad» (cf. Jn 14,6). Eso es único y completamente escandaloso.

—Un segundo ejemplo del escándalo que, dentro del cristianismo, choca con la razón filosófica: la llamada a la fe en una materia en la que se juega el destino último del hombre. De una manera o de otra, la filosofía está siempre, en efecto, en busca de evidencia racional autónoma. Ahora bien, he aquí que en la religión cristiana, el acceso a la verdad más esencial y a la vida la más indispensable depende de la adhesión a una palabra que viene de más allá de la razón y de la acogida de una energía que ella no puede controlar. La confrontación, o el conflicto, será inevitable.

—Una última ilustración del carácter chocante de la fe cristiana: la afirmación de una Providencia personal de Dios. Es verdad que la religión griega abunda en dioses antropomorfos que cuidan del hombre. No obstante, los grandes filósofos paganos desconocen casi esta noción de providencia. Pensemos en Aristóteles en el momento del apogeo de la filosofía griega. En la cumbre del mundo llevado por el movimiento, coloca el primer motor inmóvil, necesariamente inmaterial, que concibe como una pura Inteligencia. Mas ¿qué puede pensar esta Inteligencia divina? Nada fuera de sí porque entonces sería arrastrada, por su objeto, a la imperfección del cambio. Dios es, pues, puro Pensamiento del Pensamiento, Pensamiento pensándose eternamente a sí mismo.

El universo entero, para Aristóteles, se mueve bajo la atracción inmóvil del Pensamiento divino, siendo atraído por su perfección como por un imán, pero Dios en sí mismo no piensa en el mundo y no se ocupa de él. rente a esto, se comprende el escándalo causado por la afirmación cristiana de la Providencia divina; «¿no se venden dos gorriones por un as? Sin embargo ninguno de ellos cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt 10, 29-30). La inevitable confrontación entre la fe cristiana y el pensamiento filosófico se ha traducido desde el principio y se traduce aún hoy en cuatro reacciones principales. Vamos a verlas rápidamente.

El rechazo de la fe en nombre de la filosofía

Este primer resultado de la confrontación lo ilustra, desde el siglo segundo, la posición del filósofo platónico Celso en su obra polémica titulada Discurso verdadero. El se preocupa, ante todo, de denunciar el peligro que la nueva religión hace correr al Estado. Pero su crítica acerca del cristianismo no es sólo política; tiene también algo filosófico dirigido contra las principales afirmaciones cristianas y, claramente, contra la divinidad de Jesús. Su objeción mayor es la siguiente: la razón no puede aceptar una divinidad que se encarne en una humanidad corruptible, sufra, muera, resucite.

Todo lo que los cristianos dicen de Jesús es indigno de Dios y manifiesta un antropomorfismo inaceptable para la razón filosófica. Dios debe ser transcendente, inmutable, impasible. ¿Cómo reconocerle en un hombre frágil de la historia?

Esta eterna objeción es la del racionalismo de todos los tiempos. Entendiendo por ello, en este caso, una concepción tal de la razón que, en su nombre, se limita, a priori, el ejercicio de la libertad divina al prohibirle tal o cual forma de revelación o de acción: Dios es eterno, por consiguiente no puede entrar en la historia; es transcendente, luego no puede encarnarse; es impasible y no puede sufrir, etc.

El callejón sin salida del racionalismo ha sido bien estudiado por Claude Bruaire en un librito suyo que lleva el sugestivo título de «El derecho de Dios». La tesis defendida por el autor puede resumirse brevemente.

Ciertamente, ante el tribunal de la razón filosófica, parece que el Dios cristiano ha perdido su proceso. ¿Por qué? Porque a los ojos del racionalismo moderno, como ya al juicio de Celso, el cristianismo no respeta el derecho más estricto de Dios, a saber, el de ser Dios, el de ser el Absoluto y, por lo tanto, el de no ser confundido con lo que no es Dios, con lo finito, lo temporal, lo contingente. En efecto, ¿qué hace el cristianismo? Defiende exactamente lo contrario del derecho de Dios al identificar a Dios con un individuo cuando El es infinito, al reconocerle en un hombre de la historia cuando El es eterno, etc.

El resultado del juicio es inevitable: en el tribunal de la razón, el Dios de Jesucristo no puede sino perder su proceso. La intención de Bruaire es mostrar que hay que volver a abrir el proceso de Dios y que el cristianismo tiene todas las probabilidades de ganar la apelación. A condición de mostrar con precisión, con rigor, en qué consiste el verdadero «derecho de Dios». Entramos aquí en la idea central de la obra: el resultado negativo del proceso de Dios en el mundo contemporáneo, como en el tiempo de Celso, descansa en un grave equívoco en cuanto al derecho de Dios.

En reacción contra el racionalismo, Bruaire intenta restaurar el verdadero derecho de Dios, el de ser libre, libre incluso de establecerse en el tiempo, libre, en fin, con relación a su propio carácter de Absoluto. Sólo una razón demasiado limitada, sólo la razón demasiado simple, prohíbe a Dios la entrada en la historia representándose equivocadamente la trascendencia, la eternidad o la infinidad divina bajo la forma vacía de una ausencia total de determinaciones. Una razón más verdaderamente racional (y aquí el autor se inspira visiblemente en Hegel) puede, por el contrario, reconocer el auténtico derecho de Dios, el de ser Trinidad y el de encarnarse en Jesucristo. Basta para ello con pensar, en verdad, la libertad del Absoluto. El interés de este debate es evidente.

Es claro, volveremos sobre ello ulteriormente, que la razón filosófica debe desempeñar un papel crítico para con la fe viva, particularmente purificándola de algunos antropomorfismos. Pero con la condición de que esta misma razón acoja la complejidad de lo real y no sucumba a prejuicios mezquinos sobre lo que la realidad puede ser o sobre lo que Dios está autorizado a hacer.

En una palabra, la razón debe permanecer flexible, debe entregarse a una perpetua autocrítica para no cerrarse prematuramente y para seguir siendo lo que es por definición: la apertura infinita del espíritu a lo real. Su vocación es de ser racional, ciertamente, y en todo su rigor, pero no de ser racionalista. De lo contrario, corre el riesgo de negarse a sí misma en el mismo momento en que limita a priori lo real y prohíbe a Dios ser Dios.

La transformación de la fe en gnosis o en ideología

Esta segunda solución dada al problema de la confrontación entre la fe cristiana y la cultura humana no consiste ya en rechazar la fe en nombre de la filosofía, sino más bien en transformar la fe misma en un conocimiento (gnosis, en griego) superior, apoyado principalmente en doctrinas filosóficas y reservado a una élite de «espirituales». Ya se trate de la gnosis antigua, al principio del cristianismo, o de las gnosis medievales, modernas o contemporáneas, el gnosticismo se caracteriza, entre otras cosas, por el abandono de la confesión de la fe apostólica como criterio de la verdad cristiana, y esto en provecho de especulaciones ajenas al Evangelio y tomadas del esfuerzo del hombre por conocerse a sí mismo según sus propios recursos.

El gnóstico profesa aún buen número de artículos del Credo (sin embargo, nunca todos), pero no lo hace por obediencia a la Palabra de Dios transmitida por el testimonio apostólico y episcopal: él se adhiere porque estos artículos de fe puedan ser anexionados a una visión del mundo que no se apoya sobre la fe eclesial, sino que cae dentro de la competencia de la razón humana, aunque ésta se revista gustosa con el prestigio de una revelación secreta.

Así, por ejemplo, los gnósticos cristianos de la Antigüedad profesaban la encarnación del Verbo, pero en lugar de entenderla, siguiendo a los Apóstoles, en conformidad con la recta confesión eclesial de la fe, como una verdadera encarnación de donde se derivan la dignidad de la carne y la esperanza de la resurrección, ellos la vinculaban en seguida a una visión platónica del mundo: por la resurrección y la Ascensión, Jesús se despoja de su envoltura carnal y despierta así en la élite privilegiada de los «espirituales» el conocimiento salvador de su naturaleza puramente espiritual.

La versión contemporánea de la gnosis más ampliamente extendida hoy es la ideología, es decir, una doctrina cuyo objetivo es social o político, pero que se apoya en una amplia visión del mundo presentada como garantizada por la ciencia y mereciendo, a causa de su infalibilidad, casi mágica, una adhesión absoluta de naturaleza casi religiosa. De esta manera, muchas doctrinas que nos prometen «cambiar la vida» se apoyan sobre ideologías ruidosas que son otras tantas pseudo-ciencias: la ideología comunista, la ideología psicoanalítica (el freudismo vulgar), la ideología estructuralista, etc.

El gnosticismo cristiano contemporáneo consistirá, pues, en abandonar el magisterio auténtico de la Iglesia como criterio de la verdad cristiana para buscar el lugar de interpretación en una o en otra de estas ideologías. Es el caso de todos los cristianos que practican lo que M. J. Le Guillou llama «la hetero-interpretación» de la fe cristiana, es decir, que interpretan la Revelación no ya según la regla de la misma fe cristiana, sino según las exigencias de una cultura ajena al cristianismo ortodoxo: así, por ejemplo, interpretarán el Evangelio «a la luz» de un marxismo, de un nietzscheanismo o de un freudismo de bolsillo.

En vez de bautizar o de tran-substanciar dentro de la fe cristiana la parte de verdad que contienen estas ideologías o, en el mejor de los casos, filosofías, disuelven la verdad de la Iglesia en un sistema intelectual impermeable al misterio del Padre que se revela en Jesucristo. Entonces, el nombre de Jesús «venido en la carne» (1 Jn 4,2) ya no es sino un pretexto para una visión del mundo que podría igualmente prescindir de él. El conflicto entre la fe cristiana y la cultura humana queda así solucionado, pero es por la reabsorción del cristianismo auténtico dentro de un sistema ético, psicológico, filosófico o político donde, sin ser explícitamente repudiado, está, no obstante, alienado.

El rechazo de la filosofía en nombre de la fe

Se comprenderá fácilmente que esta tercera actitud tenga sus comienzos en los Padres que combatieron los excesos especulativos de la gnosis, particularmente en San Ireneo de Lyon, que tan vigorosamente luchó contra los gnósticos en el siglo II. «Vale más, escribía, no saber absolutamente nada, ni una sola de las razones por las que ha sido hecha la menor de las cosas creadas, creyendo en Dios y perseverando en el amor, que, hinchado de conocimientos, perder este amor que es la vida del hombre» (Adv. Haer. 2,26,1). En Ireneo no se trata, sin embargo, de un simple y puro rechazo de la filosofía en nombre de la fe.

Así, en todo el segundo libro de Adversus Haereses («Contra las Herejías»), Ireneo se dedica a echar abajo las doctrinas gnósticas recurriendo a argumentos puramente racionales. Y, más positivamente, pese a su recelo de la especulación, ¿no es él el primer autor cristiano que ha dado una formulación dogmática orgánica y, con frecuencia, original al conjunto de todas estas tradiciones doctrinales de las que se ha hecho el fiel relator bebiéndolas en la fuente segura de las Iglesias apostólicas? ¿Cómo habría podido llevar a cabo esta tarea sin apoyarse al mismo tiempo sobre un instrumento intelectual?

Las célebres fórmulas de Tertuliano, en la misma época, son claramente más antifilosóficas: «¿Qué hay de común entre el cristiano y el filósofo, entre el discípulo de Grecia y el del cielo?» (Apol., 46) «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué acuerdo puede existir entre la Academia y la Iglesia? » (De praescr., . Va, incluso, hasta tratar a Aristóteles de «miserable» (ibid). Se le atribuye también, sin razón, la famosa paradoja de la fe: Credo quia. absurdum («creo puesto que es absurdo»).

De hecho, Tertuliano, fuertemente influido por los estoicos, ha buscado muy a menudo hacer la síntesis de su cultura pagana y de su fe cristiana, y su oposición retórica a la filosofía se explica en parte por sus polémicas contra los herejes. Esto no impide que haya en él una severidad incontestable con relación al pensamiento filosófico y que esta actitud hostil no sea totalmente ajena a su incapacidad de agrupar sus opiniones dispares en un sistema teológico coherente.

Tal actitud de recelo con respecto a la razón filosófica, e incluso de puro y simple rechazo, se vuelve a encontrar en todas las épocas de la historia de la Iglesia. Uno de los ejemplos más eminentes de esta manera de resolver el conflicto es el de Lutero, a quien su antihumanismo nutrido, es cierto, por los excesos opuestos del Renacimiento, condujo a tratar a la razón de «prostituta» dispuesta a venderse a cualquier tesis.

Según él, la Palabra de Dios solamente resuena en su estado puro en la Escritura, y toda intervención de la razón humana para comprenderla o explicarla no haría sino contaminarla y pervertirla. El protestantismo de estricta observancia se hará eco frecuentemente de esta posición característica de la Reforma. Su testigo más fuerte en nuestro tiempo ha sido Karl Barth, del que hablaremos más adelante, detalladamente, aportando los matices necesarios.

Entre las actitudes de sub-estimación de la filosofía, podemos aún citar, pero en un nivel completamente diferente y de una gran mediocridad, el fundamentalismo americano, cuyas posiciones estrictamente conservadoras se apoyan en una interpretación literal de la Biblia, excluyendo todo método crítico y racional.

Más ampliamente, sería necesario citar aquí, de la misma manera, todas las corrientes de inspiración fideísta, según las cuales las verdades de la fe no descansan sobre ningún preámbulo racional y no requieren ninguna justificación ante la razón, siendo la fe su propia razón y su propia justificación. La actitud fideísta ha sido recientemente ilustrada con brío por Maurice Clavel en su célebre Lo que yo creo. El objetivo del libro es liberar a los cristianos franceses intimidados por filosofías o ideologías ruidosamente ateas y escandalosamente a la moda. La tesis es radical: la fe no tiene nada que temer a esos cocos, pues ningún pensamiento humano tiene ascendiente legítimo sobre ella con tal que ella misma se abstenga de filosofar y se mantenga en el puro don de la Revelación. El grito de Clavel es efectivamente liberador, puesto que deshace el engaño de las «vacas sagradas» de la Universidad francesa y ajusta las cuentas al «marxo-freudo-sartro-husser-lo-heideggero-nietzscheo-estructuralismo de la Sorbona».

Pero, en cuanto se ha terminado de aspirar a pleno pulmón esta bocanada de aire fresco ,lo cual sienta estupendamente bien, las dificultades del fideísmo reaparecen: a fuerza de injuriar a la Razón («la Razón es un pecado»; «Cuando yo pienso, soy ateo», etc), a fuerza de repetir que la fe sólo puede comentarse por sí misma, ¿no se pisotea la universalidad del espíritu y se encierra uno en el ghetto de las convicciones in-verificables e incomunicables? Vamos a ver cómo la posición auténticamente católica en la materia es infinitamente más flexible y se mantiene armoniosamente a igual distancia del racionalismo que del fideísmo.

La búsqueda de una armonía entre fe y filosofía

Esta actitud positiva de reconciliación está representada desde el siglo II por San Justino en las Apologías que dirige a los paganos para justificar la fe cristiana. Justino ha tenido la gran suerte de ser un convertido que, antes de su adhesión al cristianismo, ha frecuentado asiduamente la filosofía estoica, aristotélica y platónica y, a pesar de su decepción, ha conservado una profunda estima por ciertos puntos de vista de la filosofía pagana. Al descubrir en la fe cristiana la única filosofía totalmente verdadera y provechosa, se vio existencialmente obligado a buscar una armonía entre sus dos patrias espirituales y a tender un puente entre la fe y la cultura filosófica pagana. Así es como, en su esfuerzo por acreditar el cristianismo ante los paganos, hará resaltar los puntos de convergencia entre la enseñanza de la Iglesia y las doctrinas filosóficas griegas, especialmente las de Platón.

Para explicar esta convergencia positiva, a despecho de las oposiciones irreductibles, Justino recurre esencialmente a un argumento teológico y metafísico de gran peso: la preexistencia del Verbo afirmada por San Juan en su Prólogo. Es verdad que sólo en Jesús ha aparecido en plenitud «el Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo»; sin embargo, una semilla del Verbo eterno estaba ya presente en la razón del hombre desde antes de la encarnación del Logos, y así, iluminados por el Verbo preexistente, los filósofos, en la medida de su docilidad a la Verdad, han podido entrever, de antemano, algo de la revelación cristiana.

A título secundario, Justino intenta también basar este universalismo cristiano en un argumento histórico, en verdad mucho menos consistente: los filósofos paganos, especialmente Platón, habrían sacado del Antiguo Testamento muchas de sus proposiciones verídicas. Sea lo que sea de este argumento, retendremos, como actitud típica, la voluntad de Justino de buscar, siempre que sea posible, una armonía entre la fe y la filosofía.

Esta búsqueda se intensificará en Clemente de Alejandría que, más aún que Justino, estuvo vivamente convencido de que la Iglesia no podía cumplir su misión de educadora de la humanidad si no integraba los valores positivos de la razón filosófica. Clemente concedió así derecho de ciudadanía dentro de la Iglesia a la teología especulativa, demostrando que la ciencia profana y la fe pueden cooperar a la irradiación de la única verdad del Logos.

Es sobre todo en su obra Stromata, donde Clemente, apoyándose como Justino en la doctrina del Verbo, propone la elaboración de una verdadera gnosis cristiana, no de la gnosis orgullosa y esotérica de los herejes, sino del auténtico conocimiento, que consiste en la inteligencia espiritual de la revelación del Verbo contenida en Cristo y en la Escritura. Por esta búsqueda de una armonía positiva y explícita entre la fe (pistis) y el conocimiento (gnosis), Clemente se distingue notablemente de su contemporáneo, Ireneo de Lyon.

Este, apegado únicamente a la predicación apostólica, no veía en la cultura pagana sino peligros y amenazas, mientras que Clemente, más audaz aún que Justino, llegará hasta considerar la filosofía pagana como una especie de segundo «Antiguo Testamento» que, casi como el Antiguo Testamento judío, ha preparado en los griegos el advenimiento de la plena verdad cristiana y que, incluso después de la encarnación del Logos, sigue siendo de gran valor para los cristianos preocupados por profundizar en el conocimiento de su fe. «Dios, en efecto, escribe, es la causa de todas las cosas bellas, pero de algunas de una manera esencial, como del Antiguo y del Nuevo Testamento; de otras secundariamente, como de la filosofía.

Y quizás ésta ha sido dada fundamentalmente a los griegos, antes que el Señor los llamara también: pues ella conducía a los griegos hacia Cristo como la Ley a los Hebreos. Y, todavía ahora, la filosofía es una preparación que orienta a aquel que es perfeccionado por Cristo» (Stromata, 1,5,28).

Siguiendo las huellas de pensadores como Justino y Clemente, llegará a desarrollarse la comprensión católica del célebre adagio fides quaerens intellectum: la fe es un don de Dios, pero, en su esfuerzo por comprenderse a sí misma, recurre legítimamente a las luces de la razón filosófica. Como veremos en seguida, esta posición fue canonizada por Tomás de Aquino en el siglo XIII y, hoy todavía, define la actitud católica en la materia.

Marco teórico

El problema razón y fe

"La fe en la revelación no tendría pues como resultado destruir la racionalidad de nuestro conocimiento, sino de permitir que se desenvuelva más completamente del mismo modo que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana, fecunda y perfecciona; permite el desenvolvimiento de una actividad racional más fecunda y verdadera"

a) La fe supone la razón

b) La razón es sanada y elevada por la fe.

La fe ilumina la oscuridad en que ha quedado la razón como consecuencia del pecado y la eleva al conocimiento de las verdades sobrenaturales que superan sus posibilidades.

El filosofar en la fe.

El cristianismo es una religión monoteísta revelada y no una filosofía. No es inválida la aparición histórica de una filosofía cristiana, que se forma en los primeros siglos de la Edad Media. Filosofía cristiana como modo de filosofar en la fe.

La fe y la razón en el cristianismo: La fe es un don de Dios, pero que concierne al entendimiento humano: "Creer es el acto del entendimiento que asiente a la verdad divina imperado por la voluntad, a la que Dios mueve mediante la gracia". El "creer" es un acto del entendimiento, y el "querer creer" un acto de la voluntad.

La inteligencia no elimina la fe, la refuerza, y la fe estimula y promueve la inteligencia. La fe y la razón se complementan.

Tanto la luz de la fe como la luz de la razón proceden de Dios, por lo tanto, no pueden contradecirse.

Es necesario recurrir a la razón para poder luego profundizar desde un punto de vista teológico. La razón no sustituye a la fe, hay verdades que la razón humana no puede conocer, los llamados "misterios". La fe supone y perfecciona a la razón

QUE ES LA FE

La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

"Creo" (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. "Creemos" (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo", es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos".

La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también : "creo", "creemos". Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?" Y la respuesta es: "La fe". "¿Qué te da la fe?" "La vida eterna".

La salvación viene solo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre: "Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación" (Fausto de Riez, De Spiritu Sancto, 1,2: CSEL 21, 104). Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.

EL LENGUAJE DE LA FE

No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite "tocar". "El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]" (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad 2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más.

La Iglesia, que es "columna y fundamento de la verdad" (1 Tm 3,15), guarda fielmente "la fe transmitida a los santos de una vez para siempre" (cf. Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.

Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe, recibida de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre (cf. Ef 4,4-6). San Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara:

"La Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, recibió de los Apóstoles y de sus discípulos la fe […] guarda diligentemente la predicación […] y la fe recibida, habitando como en una única casa; y su fe es igual en todas partes, como si tuviera una sola alma y un solo corazón, y cuanto predica, enseña y transmite, lo hace al unísono, como si tuviera una sola boca" (Adversus haereses, 1, 10,1-2).

"Porque, aunque las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otro fe u otra Tradición, ni las que están entre los iberos, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo…" (Ibíd.). "El mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo entero" (Ibíd. 5,20,1).

"Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene" (Ibíd., 3,24,1).

LA FE, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA

Desde el comienzo de su ministerio, Jesús pedirá a sus oyentes creer en la Buena Nueva (Mc 1,v.15) y presenta siempre la fe como condición indispensable para entrar en el reino de los cielos. Ya se trate de la curación corporal (Mt 9,v.22; Mc 10,v.52; Io 11,v.25-27, etc.), ya se trate de los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt 13,v.28), la fe es la que todo lo obtiene. Por eso, los Apóstoles ponen esta condición: "cree en el Señor y serás salvo" (Act 16,v.31).

La fe divide a los hombres en función de su destino eterno: "el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará" (Mc 16,v.15 ss.; Io 13,v.18); se trata pues, de una condición indispensable y radicalmente necesaria para el estado de gracia: "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Heb 11,v.6); "la fe es fundamento de la salvación" (Heb 11,v.1).

En la enseñanza de San Pablo se ve cómo la justificación nace de la fe, se realiza por medio de la fe, reposa en la fe (Rom 1,v.17; 3,v.22 ss.; 5,v.1; Gal 2,v.10; 3,v.11; Philp 3,v.9). La fe es necesaria para la salvación y así lo ha expresado el Magisterio de la Iglesia. El Concilio de Trento afirma que la fe es "inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de hijos de Dios" (Dz-Sch 1532); y el Concilio Vaticano I, recogiendo esas mismas palabras, añade: "de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverase en ella hasta el fin" (Dz-Sch 3012).

La teología, distinguiendo un hábito de fe (fe habitual) concedido por la gracia santificante (también a los niños, por medio del Bautismo), y un acto de fe (fe actual), necesario para aquellos que son capaces de obrar moralmente (porque tienen uso de razón), expresa esa radicalidad de la fe en la vida cristiana con esta tesis: la fe es necesaria con necesidad de medio para la justificación y para la salvación eterna, de tal modo que sin ella nadie puede salvarse; en el caso de todos los hombres en general (incluidos niños), se trata de la fe habitual, y en el caso de los que tienen uso de razón, de la fe actual. De modo que los niños, para salvarse, necesitan de la fe habitual conferida por la gracia santificante (de ahí la obligación de administrar el Bautismo cuanto antes sea posible), y los adultos necesitan el acto de fe para entrar en el reino de los cielos.

Partes: 1, 2
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