Antaño: situación pueblerina de la Alta Axarquía Malacitana
Enviado por Francisco MOLINA INFANTE Molina Infante
ANTAÑO
Desde la torre del campanario de la iglesia del pueblo de Ranemloc, se oía el tañer de sus dos campanas –tocando a muerto- y los dos monaguillos, que se habían encaramado en lugar propicio –cada cual-: colgado de los restos de las sogas (que aún estaban atadas de los extremos inferiores de sus respectivos badajos): se balanceaban, como si fuesen prolongaciones de los mismos hieros, como cabos vivos, sensibles, transmisores de la misma noticia o los restos de un amanecer concluso y sin simiente a los aires de este mundo, lleno de incongruencias.
Los dos monaguillos, las hacían sonar con luto y una tristeza incomprendida, pero más patentes, que cualquier otro sonido del lugar; sin comprender el sentido que anunciaban, ni lo efímera de la vida de aquél que se había ido.
Francisco –el monaguillo mayor-, que lo era en edad y cuerpo, 15 años y 67 kilos: se balanceaba, colgado del badajo de la mayor, al ritmo del vaivén y la hacía resonar, casi al segundo, sobre los bordes interiores de la gran campana vieja y machacada por todos los porrazos recibidos, a lo largo de su vida por su propio badajo, que tenía la forma de masa de mortero sin aristas; mientras colgando de los flecos débiles y desparramados del otra badajo – de la más liviana de las campanas- estaba Luis -el monaguillo menor- y aún con pantalón corto, de 7 años y 32 kilos de peso, quien también pendía del badajo más pequeño, que se asemejaba a la figura de una caballa, por cuyo final –donde los ojos imaginarios del pescado-, era atravesado por el resto de cuerda rota y deshilachada y del que: peligrosamente pendía Luis, como una gran prolongación del badajo, agarrado fuertemente al trozo de la antigua cuerda de cáñamo, desparramados por entre sus delgados dedos y, aunque era la más pequeña, él la hacía sonar –rítmica y cantarina- con un doblete personal en repiqueteo alegre; desmarcándose del sonido y del ritmo acompasado de la mayor, como: a cada tres toques, daba respiro al sonido bordónico y autoritario de la mayor en su bronco ton, que la denotaba con mucha más sombría tristeza e induciendo a un mayor recogimiento en las personas, influenciados por el reconocimiento de su mensaje. Ese triste y luctuoso recogimiento espiritual de todos los fieles del contorno y en el temor de la muerte, escondido y sorpresivo, que llevamos todos oculto, desde que nacemos. Los toques pausados, daban a todo el ambiente un tono de gran sobriedad y luto característico; aunque ambas: sólo querían comunicar a la población, el pesar por la muerte prematura del pequeño Matías, que el día anterior había sido aplastado por las ruedas de un camión, que cruzaba el pueblo; cuando el chiquillo iba camino del estanco, para satisfacer el encargo, de: comprar un paquete de celtas cortos a su tío Miguel -que estaba jugando al póker en el camarín de Juan -el zurdo-. Era costumbre, desde hacía tiempo, que los dos monaguillos en activo, hiciesen la labor de tocar las campanas de la iglesia, debido a que: se necesitaba de mucha agilidad, para encaramarse en todo lo alto de la torreta del campanario, para hacerlas sonar; porque llevaban años, sin las prolongaciones de cuerdas, que anterior mente las habían hecho: fácilmente manipulables desde el mismo suelo de la iglesia; desde la parte del rincón, que hacían las escaleras de subida al coro, justo en la entrada izquierda y detrás del confesionario, que tenía apenas un metro cuadrado de superficie; pero era el lugar más cómodo, desde, donde el sacristán, solía llamar a los feligreses años atrás: a las vísperas, a las misas, al ángelus, al rosario, etc.; pero desde, que se rompió el último tramo de soga, que alcanzaba al badajo de la campana mayor y otro similar hasta la menor, el sacristán: dejó de tocar las campanas y mandaba a los monaguillos, como sustitutos suyos, a tocarlas desde arriba; para lo que tenían, que subir: los cuatro tramos de escalones de 12 peldaños cada uno, que daban acceso al final –a lo más alto- del campanario; ahorrándose él, dicho esfuerzo: agotador para los 100 kilos de peso, que alcanzaba el sacristán, en sus peores momentos físicos. Nunca llegaron a calcular y, mucho menos a pensar, ni el párroco, ni el sacristán: la responsabilidad, que adquirían ellos, ni los riesgos que corrían aquellos chiquillos, al subir a lo alto de la torre para tocar las campanas y sobre todo: la forma en que lo hacían, sin ser vistos por las personas responsables; donde podían sufrir un mareo, o al cometer algún error, rápidamente podrían escaparse y caerse desde alguno de los cuatro arcos –sin bastidores, ni quitamiedos- cayendo directamente al vacio y seguramente estrellándose en el patio, sobre el suelo de concreto (hormigón); donde encontrarían la muerte segura y sin remedio.
Un funeral, siempre es triste y suelen desatarse las lágrimas en las personas dolientes de forma inesperada, pero cuando el muerto es un niño, todo el mundo conocido o en aquellos, los más lejanos (que siempre: llegan a enterarse); sienten una tristeza perdurable en el tiempo y, suelen ser: de las más sinceras, que puedan darse en el ser humano.
La llamada de Dios, requiere en ocasiones tremendos sacrificios, que los creyentes saben soportar con estoicismos loables, pero nunca, se podrá pensar que: en esas llamadas, estén comprendidas las vidas de los monaguillos, cuando tienen que correr riesgos innecesarios, consecuencia de las negligencias en el control de las obligaciones, que se imponen a los menores de edad, cuando se arriesgan –por su temeridad nata- sobrepasando los riesgos comunes, con ciertos malabarismos, que nunca sospechan los miembros más adultos de la iglesia; las responsabilidades de estos actos negligentes, se la traspasan de unos a otros, dependiendo de su jerarquía en el colofón de los oficios y todos quedan airosos, aunque con pena. El sacristán, por haberse dejado llevar de la gula, había entrado –hacía bastantes años- en un sobrepeso inusual, que no solamente: agilizó el deterioro rápido de las cuerdas terminales del roce con los badajos de ambas campanas, sino que: su peso, ya no le permitía superar la cincuentena de escalones hasta alcanzar los bordes de las campanas o haberles podido atar –algún resto de cuerda- a ambos badajos, para poder seguir tocando los llamados del modo anteriormente usual o unirlas, para cualquier llamado; perdiéndose con el paso del tiempo, hasta los restos de cuerda que quedaron y todo por negligencia del sacristán, de no haberlo hecho a tiempo También pudo haber reemplazado las sogas por otras nuevas, pues tanto no costaban, pero los recursos de la iglesia eran siempre escasos y los pocos que se podían recoger, tenían siempre otro fin, destinado de antemano. En muchas ocasiones, los dos monaguillos (Francisco y Luis) estaban gran parte de los días pendientes de los toques, que tenían que hacer, para cumplir con las llamadas de los fieles al recinto pastoril. Por ejemplo: en los tres toques de -a misa llamar- con cinco minutos de intervalos entre ellos; a los monaguillos, casi no les daba tiempo -a subir y bajar- de uno de los toques al otro siguiente: por lo que preferían quedarse en el campanario sentados, admirando el paisaje o fumando algún cigarrillo, e incluso había habido alguno más espabilado o picardeado, que se masturbaba entre alguno de los dos toques y consecuentemente: por temor a chivatazos al sacristán, se exigían entre sí: una complicidad absoluta y la complejidad llegaba a límites insospechados, para cualquier adulto; ellos se habían jurado con sangre (juntando la sangre, de cualquier corte que se hacían, normalmente en la mano) y con ello se aseguraban, los más avezados: de guardar el más escrupuloso de los secretos, sobre estos actos impuros, y se consideraban con ello estar a buen recaudo, por si surgía algún reproche o temor entre ellos; así se consideraban indemnes, por lo que: debían ser perfectos cómplices de estos actos y, donde se había acordado un castigo ejemplar, para cualquier traidor al juramente, consistente en que: sería arrojado por alguno de los cuatro arcos del campanario, con el pretexto de que el viento lo arrastró o se mareó de improviso, y cayó al vacío.
Esta actividad de los monaguillos: en cuanto al fumar, beberse el vino de las vinagreras -que se usaba en la consagración, durante la Santa Misa-, las perversiones contra el sexto mandamiento, los chistes verdes e incluso el repaso pausado de las revistas pornográficas, proporcionadas por algunos monaguillos anteriores –más versados en el mal, mayores o menores, pero corrompidos- eran objeto de escándalo entre los más limpios de corazón, que se veían forzados por los otros más turbios, pero inevitablemente claudicantes a cometer los mismos actos y revisar las mismas revistas, minuciosamente alentados y atemorizados, en aquél recinto, por los corruptos; durante los rengues, cuando permanecían encaramados en la parte alta de la torre, a la espera de nuevos toques, era cuando se hacían las pausas de los toques campaneros y cuando más perversión se ejercitaba por los más diestros.
Parecerá mentira, pero se llegaron a dar ocasiones, en las que: algún monaguillo mayor y muy seriamente picardeado en su pubertad o juventud, llegó a abusar sexualmente de alguno más novato; tan sólo por el hecho de haber oído alguna conversación inoportuna, de algún adulto y quiso poner en práctica, incipientes actos de homosexuales, tan sólo, por el mero hecho de querer probar y experimentar nuevas sensaciones. " De ahí la fama: de que muchos monaguillos son pillos". Algunos padres, completamente convencidos, de que: si su hijo era aceptado de monaguillo, podían obtener muy fácilmente el beneplácito del párroco con sus influencias en la capital y otros estamentos: favoreciendo con ello la buena formación de sus vástagos, nunca pudieron llegar a pensar que: en el ambiente de los monaguillos, de ese y otros muchos pueblos, se contravenían muchas de las normas morales, que debían ser un ejemplo para los demás y donde deberían encontrarse: muy lejos de las mentes sagradas de los chiquillos. Esto, que estaba ocurriendo, no eran: solamente las picardías o las chiquilladas a esa edad temprana; más bien eran las semillas sembradas por otros adolescentes o más mayores, que empezaba a germinar y cuyos padres transigentes, nunca llegaron a emprender la gran y loable tarea de vigilar y encauzar la educación de sus descendientes, mientras éstos, sin saberlo ellos: se les estaban criando en un ambiente podrido, donde tenían el terreno abonado para favorecer la corrupción de sus voluntades, la debilidad del carácter y la inclinación hacia los placeres mundanos –o lo que es lo mismo-: a lo más divertido de ciertos individuos de la sociedad y a favorecer el crecimiento, teniendo una conciencia relajada a la que nunca hicieron caso, por comodidad. La especie humana, desde su más tierna edad, debe ser encauzada por los caminos de los sacrificios, del trabajo, de la honestidad, del amor hacia nuestros semejantes y muy especialmente, dentro del contexto de la formación integra del individuo para que un día pueda asumir con soltura las responsabilidades y para poder incorporarse con total honradez a la sociedad en la que vive. Muy posiblemente los males, que nos achacan socialmente: sean producto de no haber criado –desde generaciones anteriores- unos descendientes capaces de vivir en la virtud social. Debemos entender claramente, que al ser humano, su distinción de animal racional: le viene otorgada desde su nacimiento, como la capacidad integral de desarrollarse con los demás humanos, a través de los conocimientos, que va adquiriendo a lo largo de su vida individual y siempre con un fin benéfico, que favorezca a las generaciones venideras. Por todo ello, la sexualidad del individuo, no debe considerarse, como algo puramente biológico, sino que está interrelacionado e intimo con la persona en particular, afectando desde la niñez y muy especialmente: al núcleo intimo del propio yo, muy diferente a la propia vida de los animales irracionales. La introducción en la sexualidad, desde la más tierna edad y la fecundación entre los seres racionales, debe partir siempre de la afinidad de caracteres y vivencias dentro de un amor sincero y recíproco; cuya germinación es el resultado de la fundición de ambos progenitores, con el deseo natural de querer dar al futuro: vástagos de calidad, con todos los mejores sentimientos y conocimientos adquiridos durante la vida en sociedad con los demás humanos; admitiendo y asociando al nuevo ser dentro del especifico ambiente familiar y con todos los atributos del acto de amor, entre una pareja ejemplar, como centro de la familia.
No se daba este caso en el monaguillo Francisco –el mayor- que desde su más tierna edad: andaba un poco descarriado por otros monaguillos más mayores, que él y, más bien: influenciado por otros mozos del pueblo de mayor edad, a los que se arrimaba en sus ratos de mayor asueto, como llegaron a ser: Pedro –el garrafina- que ya rondaba los 30 años; su primo Rafael –el chato-, que acaba de llegar de San Fernando, una vez cumplido su período de Servicio Militar en la Marina; o aquel otro, conocido como: Frasquito (pelliza), que ya había bajado en dos ocasiones a la capital para ir de putas por las cañadas del Monte Gibralfaro; o el más allegado a su carácter: Miguelillo (apodado: san la muerte), porque su madre invocó al tal santo mundano –muy común entre los argentinos-, cuando estuvo con fiebres tifoideas, a punto de morir; este último: se vanagloriaba mucho de conocer todos los prostíbulos de Antequera y de haber acompañado a otros tantos amigotes, como Mariano –el loco- o Periquillo –el león- de algo menor importancia en el escalafón de Francisco y que: inducidos por sus claras temeridades y falta de escrúpulos, habían transgredido ya, las normas más elementales del bien vivir y a cuyas palabras: solía dar menos crédito, que a las de Miguelillo –san la muerte-. No por estos dúctiles ejemplos: la realidad de la vida, debe ser semejante en todos los casos afortunadamente, pero constituyen las manzanas podridas, que poco a poco: van infectando todo el cesto, hasta que, sin darnos apenas cuenta, están casi todas dañadas, contaminadas o podridas y habrá que tirarlas al barranco del pudridero. Desgraciadamente, los que picardean a la juventud, no se pueden tirar al pudridero para evitar la contaminación y hasta, en muchas ocasiones: están muy amparados por las leyes.
Es el gran problema social de siempre; por ello: muchas veces se oye decir en las sociedades más sofisticadas, que: la jodienda no tiene enmienda, o que el oficio más antiguo del mundo es vender sexo a los demás.
Aunque de cuando en cuando, aparecen mareas de enfermedades, que estabilizan las saturaciones sociales más desviadas. Tampoco es, que el sexo o la sexualidad: deba ser una de las realidades de la vida humana, que haya de considerarse: vergonzosa, arrinconada o escondida, como en muchas ocasiones, ha ocurrido a lo largo de la historia: rodeada de tabúes y secretos, como quieren indicar muchos; no es una realidad vergonzosa, ni vergonzante, sino una de las facultades más loables de la vida, si se ejercita con amor sincero hacia la persona participativa y debería ser, totalmente independiente su concepto, cuando: la sexualidad que se comparta, sea con fines de procrear, dentro del matrimonio. Siempre será mucho más intima, placentera y limpia, cuando se ejercita, como un don divino, que lo aconseja, como el acto de fecundidad, de amor y de vida entre los humanos. El monaguillo mayor- Francisco- ya estaba seriamente picado o corrompido -por la cagada de la mosca- que le había soltado -en este caso- su gran amigo Miguelillo -san la muerte- y, siempre que tenía oportunidad, se iba corriendo a buscarle en los alrededores del pilar, donde con frecuencia se le encontraba: lavando el camión de su jefe Pepico -el mango-, que era el dueño del camión, con el que trabajaba de mozo o ayudante, en los transportes de almendras, que solían llevar con bastante frecuencia a la partidora de Antequera y en menor proporción, hacían portes de otros géneros de productos agropecuarios de la zona del municipio axarqueño. Miguelillo -san la muerte-: tenía engolosinado a Francisco –el monaguillo mayor- y a otros jovencitos, de similares actitudes, en la idea, de que: pronto los iba a llevar con él a Antequera, para acompañarlos a que probasen una de las putitas, que él había descubierto a la salida de la población antequerana, pero claro está: tenían que dejarse un poco de barba y hasta posiblemente pintársela con un tizón, para que no les notasen sus cortas edades; aunque si iban por la noche, muy posiblemente no se darían, ni cuenta de que: aún no le había salido la barba completamente, pero no llegarían -las tías- a dudar de sus respectivas hombrías. Miguelillo, -el san la muerte- le decía a Francisco –el monaguillo mayor-: que él ya había hablado con la muñeca de turno, que pensaba presentarle y ella estaba dispuesta a atenderlo adecuadamente, pero que tenía que pagarle un poco más de lo que solía cobrarle a él, hasta que se hiciese cliente fijo, pues el acto, le costaría, como un precio especial: alrededor de 50 pesetas y cuando fuese cliente, de al menos dos veces por semana, tan sólo le cobraría 40 pesetas por vez. Tan picardeado estaba Miguelillo –san la muerte-, que desde hacía más de un año, estaba sacando provecho de todos los energúmenos novatos, que llevaba al prostíbulo –que habían sido más de veinte, en menos de un año- y en cada ocasión el conseguía su (pisada) gratis, además de gozar de gran consideración en la casa de putas de Ciriaco o de su mujer Gertrudis, porque se había convertido en un asiduo visitante y uno de los mejores comerciales de aquel prostíbulo. "Siendo, como es, el hombre: un ser racional (compuesto de cuerpo y alma –para los creyentes); el acto de expresión de máximo amor entre dos seres, no consanguíneos es: el acto sexual y amoroso, donde se funden ambos seres en toda su esencia material y espiritual, que además exige toda la entrega de ambos seres, la participación activa en el mismo y la afinidad íntegra de las personas, en todos los sentidos. La corporeidad, los afectos y el espíritu, deben formar un solo conjunto, para integrarse, amalgamarse y fundirse, como un solo elemento químico, que ha de crear las nuevas moléculas del ser venidero, como fruto del amor. No tiene otro sentido, aunque queramos dárselos a nuestros actos sexuales, porque siempre nos llevará: a algo mediocre, irracional y superfluo, que mancha, tacha, enmascara, esconde o aparca el verdadero sentido del acto sexual entre la pareja. Cuando los seres humanos, nos dejamos llevar por los caminos retorcidos del deseo, de la avaricia, la envidia, etc., se rompe la armonía de la que somos dotados desde nuestra más tierna edad y –como veíamos en las series de Kunfú-: la armonía del hombre consigo mismo y con los demás, es: lo que lleva encerrada la fortaleza de su espíritu y la clarividencia en todos los actos que emprende. Esta falta de fortaleza espiritual, es: precisamente, la que rompe su armonía y su particular capacidad, como persona física, espiritual y de relación sexual. Eso era lo que le estaba pasando a Francisco, con las malas influencias que Miguelillo –san la muerte- le estaba aconsejando o proponiendo; pues: estaba oscureciendo su inteligencia precoz, con afectos degenerativos en un transgresivo deseo sexual, que no venía amparado por un amor, sino por la más baja de las vilezas sensitivas, de aspectos físicos y que: le estaba royendo el alma desde hacía algún tiempo, por querer experimentar lo prohibido, desconocido y mal aconsejado.
Estaba oxidando su propia armonía y corroyendo su fortaleza de espíritu. La corrupción de Miguelillo –san la muerte-, fomentada – seguramente- por otros más mayores que él, en tiempos pasados o en los primeros años de su juventud, ¡tal vez!: arrancó y contribuyó a formar los goznes de la cadena de su perdición personal, para irlo convirtiendo en un personaje: sin escrúpulos, ni sentimientos y mucho menos sin alcanzar a saber, lo que: debía ser es amor sexual hacia su futura pareja y, como consecuencia de esta cadena de podredumbre, falta de valores y colmada actividad de desviaciones.
Esa formación incompleta: ya iba afectando al otro monaguillo –Luis- bastante más pequeño, que los otros dos y pues iba observando, aprendiendo e imitando desde su, aún corta edad de 7 años: lo que veía en los actos, conversaciones, revistas pornográficas, palabras impúdicas y comportamientos de otros niños o adolescentes más próximos -sus allegados más frecuentes, como lo eran Francisco -el monaguillo mayor- y Miguelillo –san la muerte-.
Aseguremos aquí, que: si el ser humano pudiera rechazar sus apetitos sexuales unilateralmente: perdería su dignidad de homo sapiens y si pudiera anular su sentimiento espiritual o su conciencia, también la perdería; por lo tanto, debemos entender, que ese complejo animal, que conforma el ser humano, siempre estará formando una unidad de cuerpo y alma o lo que es lo mismo: materia y conciencia. Si el manantial de la vida, se emponzoña en sus primeros comienzos, nunca sus aguas, serán cristalinas a lo largo de su cauce y al alcanzar el mar –la muerte- no podrá contribuir con su transparencia en los litorales de sus virginales playas. El mayor de los crímenes, que comete la humanidad en general, es no velar concienzudamente por la salud –tanto espiritual, como corporal- de sus jóvenes; es incluso muchísimo más importante: que los conocimientos o aprendizajes, que pueda proporcionarle la sociedad, para hacerle un elemento rentable, en el exitoso desarrollo de la función que ocupe posteriormente. Eso no quiere decir: que hayamos de apartar a la juventud, de las verdades de la vida y de los comportamientos humanos más diversos, pues les estaríamos escondiendo los peligros, que estarían al acecho en cualquier momento. La juventud, debe ser instruida con todos los valores posibles, pero al mismo tiempo: analizando los males y dificultades, que se les irán presentando por los caminos que vaya recorriendo y tratando de darles soluciones satisfactorias, especialmente por parte de los padres, que: cumpliremos con una de nuestra tareas más encomiables y prepararemos a nuestros hijos, con los elementos necesarios para salir airosos de cada trance que se les presente, con total verdad y honestidad. "No debe haber nunca, mejor amigo de un niño, que su propio padre o su propia madre, en un plano de la mayor importancia, también: deben estar sus profesores y todos los demás miembros de la sociedad, deberán colaborar en sentido positivo, pero desde un plano secundario". La tarea es sumamente difícil, porque también, la mayoría de los progenitores, adolecemos muchas veces de la instrucción adecuada o necesaria para poder exponer o explicar a nuestros hijos, aquellos consejos, que deben aplicar en cualquier sentido y en los diferentes problemas, que se les presenten; pero a pesar de ello, si no podemos estar presentes, con soluciones adecuadas a todos aquellos, que se les presenten, debemos actuar, de acuerdo y sinceramente con nuestra conciencia, que esa debe ser siempre: la dictadora, que nos haga cumplir con la verdad y con nuestro futuro, donde deben estar incluidos los hijos. Al enseñarles a los hijos: a confiar en el buen criterio de sus propias conciencias, pronto se pondrán a reflexionar y observar los resultados, que obtienen de su obediencia ciega a la misma y siempre: tendrán la solución a sus problemas más difíciles, de antemano y, cuando se vayan acostumbrando a hacerle caso ciego, sin contradicciones, ni perjuicios. ¡Ay de aquellos padres, que sólo se ocuparon de engendrar a sus hijos, por un momento de placer!, pues llegaran a notar: que éstos les pesan, como si fuesen lozas de granito o plomo; por tenerlos marginados o abandonados de sus intimidades y, muchos de ellos: hasta son capaces de holgazanear, repartir cariño, mimos o reproches en los demás, que no comparten su propia sangre, mientras tienen olvidados o desatendidos a los suyos. No hay mejor herencia para nuestros hijos, que aquella: que podemos dejar en ellos, a través de una buena educación -¡ojo, que no es solamente la formativa, que podamos ofrecerle, con el estudio, el conocimiento o el aprendizaje!, sino todo el bagaje, que lleva consigo: a encauzarles en obtener una buena claridad de conciencia, observando las mejores normas de conducta ante ellos y en todas las situaciones por las que atraviesen en sus vidas, ayudándoles, alentándoles y protegiéndoles.
Algunos de los monaguillos anteriores, que habían dejado un par de las revistas pornográficas en el campanario, fue el primo del tal Francisco; el que era conocido como Rafael –el chato-; dicho mote le venia de familia, porque casi todos sus miembros masculinos tenían esa característica –de nariz algo más pequeña a lo normal.
El tal Rafael –el chato- no llevaba, ni seis meses ocupando un nicho en el cementerio de la localidad, como resultado de haber muerto de un chancro, según decían por la vecindad y que: había contraído, tal enfermedad venérea, en sus recientes y acostumbradas idas a la capital, para revolcarse con las putas, de bajo costo, en los pinos de Gibralfaro y, hacía un poco menos tiempo, el que llevaba enterrado.
Lo cogió fuerte, decían: algunos viejos del lugar, que llegaron a saber del tema; quizás alguno de ellos, lo había sufrido en sus propias carnes y se libró de chiripa; pero seguro que ellos sabrían de más de un mozo, que había muerto, como consecuencia de esa u otra enfermedad venérea parecida.
El tal Rafael –el chato-, había regresado licenciado de su Servicio Militar en la Marina; seguramente, el chancro, le habría sido contagiado por alguna mujer de San Fernando, donde hizo gran parte del servicio militar; aunque otros, más allegados a él: lo achacaban a cualquier otro lugar, porque la enfermedad era vieja en él y los que le conocían: sabían de sus correrías a edad temprana. Las consecuencias fueron terribles para todo el mundo, que lo conocía, pero especialmente para sus padres y su novia, con la que: tenía en proyecto casarse ese mismo año, después de la cosecha de aceitunas. Hacía pocos días que había cumplido los 23 años, cuando murió y aunque el médico, fue muy reservado para no divulgar la enfermedad venérea que había contraído el muchacho, a los padres: si se vio obligado a comunicárselo, con toda crudeza de la enfermedad y, mucho antes: cuando lo llevaron por primera vez a la consulta, el doctor estuvo sonsacando las andanzas del joven, hasta que llegó a la conclusión, de que: no era ninguna procesionaria, la que le había contagiado la enfermedad bajo los pinos de Gibralfaro. No pasó por alto Don Luis, de llamar a la novia de Rafael –el chato- para preguntarle y hacerle análisis, en el supuesto caso, como sospechaba, si la chica había tenido contagio; afortunadamente todas las pruebas y observaciones le dieron negativas; de todas formas la mantuvo alerta y le hacía una revisión completa cada mes, con la advertencia, de que: si se sentía mal o le salían algunas ronchas, fuese por la consulta o por su casa fuera la hora que fuera. Micaela –que así se llamaba la novia de Rafael –el chato- años después se marchó a servir a la casa de una familia a Barcelona y no llegó a aparecer por el pueblo, nunca más; ni siquiera por las fiestas patronales.
Algunas vecinas comentaron, años más tarde, que: hizo muy bien –la muchacha- con marcharse del lugar, porque habiendo sido la novia de Rafael –el chato- que había muerto de una enfermedad sifilítica, nadie querría pretenderla para futura mujer y no tendría ningún porvenir por los alrededores, por eso hizo bien en irse, cuanto más lejos mejor, llegó a decir la mujer del barbero a una de sus amigas más intimas. El chancro es una enfermedad, causada por un tipo de bacteria, que llega a producir una grave alteración orgánica, parecida al cáncer –en algunos lugares se le denomina el cáncer cangrejo- porque consideran, que sus dolores son parecidos a los que pudieran producir las garras de ese crustáceo, instalado dentro de la uretra o algunos de los órganos adyacentes. Parece ser que se le denomina de esta forma a las primeras manifestaciones de la sífilis, donde empieza a manifestarse esta grave enfermedad venérea; dando lugar a formaciones postularías, que van erosionando el tejido, al que hace supurar pus: hasta que se llega a endurecer y enquistar, dando posteriormente lugar a la afección e hinchazón de los ganglios linfáticos –normalmente: de los sobacos -las axilas-, de las ingles, los del cuello o pecho e incluso en el la barriga –abdomen- y que constituyen los filtros del Sistema Linfático, que circula por todo nuestro organismo.
Hoy en día, está considerada esta enfermedad no tan peligrosa, como entonces, pues se cura, sin grandes dificultades: si se coge a tiempo y se emplean los antibióticos adecuados-, también es considerada como la puerta de entrada en el organismo: del virus del Sida –o enfermedad VIH-, pues casi siempre van unidos y se suele detectar a un mismo tiempo en el paciente infectado. La tía paterna de Rafael –el chato- era la madre de Francisco –el monaguillo mayor- que iba acompañando a su propia cuñada, madre de Rafael –el chato- en cada ocasión que ésta iba a la consulta del médico –Don Luis- y se enteraba de todo; sin querer hacerlo: fue divulgando las andanzas de su sobrino por casi todas las casas, que visitaba en el pueblo: en la panadería, en la tienda de comestibles, en el lavadero, e incluso en algunos puestos del mercado y también exponía a su modo; las razones de su enfermedad, que por cogerla a destiempo, o haberla tenido tanto tiempo oculta, le iban a costar la muerte (aplicaba la versión, muchas veces mal interpretada, de lo que oía del médico).
No tardó mucho tiempo en que todo el pueblo supiese de la enfermedad que había contraído el buen mozo Rafael –el chato-, como consecuencia de haberse revolcado con las puticas de la capital bajo los pinos del Monte Gibralfaro.
Realmente, a estas alturas, Francisco: estaba muy animado a ir de puticas a Antequera con Miguelillo –san la muerte- y, porque sinceramente pensaba: que nada tenían que ver con las puticas de la capital, porque estaban muy distantes ambas poblaciones y seguramente no serían tan perversas las antequeranas, pues al ser de pueblo, como él, no le podrían pegar nada malo; claro que: estaba en un gran error, ya que, por aquella época, era muy común aplicarle el refrán siguiente, con respecto al sexo fácil: "de Antequera: ni mujer, ni montera y, si algo debes escoger: mejor montera, que mujer"; siempre hay un refrán sabio, que pone las advertencias adecuadas, para que: el hombre vaya recapacitando sobre los caminos prohibidos y todos aquellos más perjudiciales. A pesar de ello siempre tropieza dos veces en la misma piedra.
Había una total falta de información por parte de esos padres de entonces, que a pesar de sentir en sus propias carnes, el sufrimiento y la ruina de sus propias familias, como consecuencia de los errores cometidos, no eran capaces de hablarles a sus hijos -abrirles los ojos a la vida tan enfangada, que les esperaba y mucho menos a compartir sus penas o tratar de ser sus confidentes y debiendo ser: más amigos, que ningún otro ser humano de este mundo. Los hechos de nuestros mayores –sean buenos o malos- perduran siempre en nuestras mentes juveniles; y si no, pongamos como ejemplo el siguiente caso: Imaginemos algún niño pequeño, que aún se mueve entre los brazos de la madre, los de la abuela o de una hermana mayor y, que apenas si consigue mantenerse en equilibrio con su cuerpo todo el día.
Seguro que tendrá alguna caída leve, dará algún que otro tropezón o porrazo en el espacio o entorno por donde se mueve.
Está prendiendo a moverse en su medio y en muchísimas ocasiones, tiene que ser ayudado a levantarse por los más mayores.
Este niño, de unos tres o cuatro años- e imaginemos, que hiciese algunas travesuras comunes de esa edad: como la de correr detrás de algunas de las gallinas por el corral de la casa, persiguiéndolas o tratando de atrapar a alguna de ellas; en su afán de querer jugar o meterlas en el gallinero; porque está en ese ambiente del patio de su casa, donde los mayores consideran que el peligro, no puede acecharle; es decir: está mucho más seguro y al ojo avizor de los mayores que le rodean: lo observa una de las abuelas.
Unas, (dependiendo de su carácter y crianza): le tendrían amorosamente en los brazos o de vez en cuando, fácilmente lo entretendría: haciéndole crecer en armonía, con buenos momentos y un cariño especial, que sólo saben dar ciertas abuelas y hasta serían capaces de jugar con él en sus travesuras pueriles, disfrutando los momentos del nieto e incluso: ayudándole a dominar las gallinas, hasta atrapar alguna de ellas o conseguir meterlas en el gallinero, como el nietecito deseaba; pero dependiendo del amor, la nobleza en el carácter y la crianza que éstas abuelas hubiesen tenido en su niñez; según su educación (que resulta ser: algo más profunda y positiva, a lo que todos entendemos por formación) o dependiendo del tipo de carácter, que hubiesen adquirido durante su vida.
Así: serían las complacencias observadas para con las travesuras del nietecito.
Otras abuelas, menos bondadosas: pondrían en marcha otros instintos mal adquiridos en su formación, como le ocurría a ésta vecina de Francisco –el monaguillo mayor-; como el de darles algún cachetazo en el culo, algún coscorrón, tirón de pelos, de las orejas o como el que le hizo esta abuela a uno de sus nietecitos: al que cogió en brazos y se acercó con él, hasta las inmediaciones del brocal del pozo (normalmente existen en la mayoría de los patios de aquél pueblo y suelen estar situados y ocupando una esquina, en el rincón del patio de cada casa) la abuela tratando de corregir al chiquillo, lo asoma directamente a la oscuridad del pozo y lo sosteniéndole sobre el brocal, al tiempo que trataba de corregirle, lo que ella consideraba una falta corregible, y con estas palabras o similares palabras, le amenaza y advierte: " como sigas siendo un niño malo, te voy a echar al pozo" y el pequeño querubín, asustado y sobresaltado, empieza a llorar y querer escaparse de los brazos de la abuela.
A muchos pequeños del pueblo, los amenazaban, desde sus más tiernas edades, con esa o similares advertencias.
Ahí comienza el niño a sentir los primeros síntomas de odio, hacia quien, con su mayor fuerza, aunque fuera con su mejor intención, trataba de corregirle una de sus primeras travesuras, que él no llegaba a comprender y, a la vez siembran en su mente: el principio de un complejo, hacia todos los lugares ocultos, oscuros y especialmente de pánico a los pozos y durante toda su vida.
El niño, normalmente se pondrá llorar desconsoladamente asustado y pataleará tratando de escapar de los brazos de la abuela o de la persona, que tan mal le corrige y tanto le asusta; mientras -la torpe abuela- más insistía en corregirlo una y otra vez, con la misma amenaza –de echarlo al pozo-: pensando que estaba aplicando y haciendo buen efecto el correctivo al nieto, ella más insistía y más le asomaba sobre el borde.
La tragedia se cierne sobre ambos y sobre toda la familia inexorablemente, porque en ese forcejeo: el niño, se le llega a escapar de los brazos a la abuela y cae, sin remedio dentro del pozo; nadie consigue sacarlo a tiempo, por lo imprevisto; a pesar de que: todo el mundo de la casa se arremolina, con griterío y haciendo todos esfuerzos, dictados por sus acaloradas mentes para poder sacarlo: con la cuerda del caldero, haciendo lazos e incluso con una caña de bambú o guadua, etc.
Cuando llega la madre, y tan pronto percibe el acontecimiento y en su desesperación: se tira al pozo, tratando de sacar a su querido hijo; donde encuentra la muerte sin remedio.
Posiblemente: al no saber nadar, por efecto del nerviosismo y porque así estaba predestinado para los dos.
Pasan las horas y el sofoco: va creciendo en toda la calle, se extiende a toda la vecindad –como la pólvora- y progresivamente por toda la población, hasta que llega a conocimiento de las autoridades de la localidad, que acuden raudas, pero a destiempo.
Cuando llega una pareja de la Guardia Civil y la autoridad municipal: consiguen sacar los dos cuerpos, sin vida, del pozo, con la ayuda de ganchos cuerdas y escaleras, pero ya había pasado más de una hora y los dos cuerpos flotaban, casi entrelazados en la superficie del agua, reflejándose la propia claridad que entraba por la bocana, en los propios rostros de los ahogados.
Ese niño no llegó a tomarle pavor al pozo, ni la madre tuvo ocasión de discutir y pelear con la abuela; tampoco la abuela murió en la paz, que tanto deseaba debido al trágico acontecimiento; su gran cargo de conciencia la llevó a la tumba algunos meses después, quizás debido a toda la pesadumbre insoportable, a la que le había conducido su ineptitud para corregir al nieto.
¡Tal vez, por su carencia educacional en el trato debido a los niños!
Un acontecimiento de tragedia sin igual e imprevisto embargó al pueblo durante mucho tiempo.
Desde entonces, muchas mujeres se cuidaron de no amenazar a los niños pequeños con este tipo de avisos; pero el mal trato a los frágiles retoños, no cesó por ello.
Se hicieron más frecuentes los golpes, pellizcos, tirones e incluso había casas, donde la correa o las verdascas ejercían de correctivos.
A cualquier otro pequeño, que no hubiese caído al pozo, tan sólo le quedaría un mal recuerdo para toda su vida de la situación, incluso sería objetos de múltiples pesadillas y trataría en esos momentos de buscar, con los brazos abiertos: el consuelo de su madre, quién por esa misma causa empezaría a fomentar la enemistad y el desprestigio, entre la abuela y los nietos.
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