Antaño: situación pueblerina de la Alta Axarquía Malacitana (página 5)
Enviado por Francisco MOLINA INFANTE Molina Infante
Don Luis –el médico-, se entusiasmaba tanto, que en ocasiones eran las cinco o las seis de la madrugada, cuando empezaba a sentir arrancar el Oakland de un vecino de su misma calle, cuando se daba cuenta, de que: se le había ido el sueño y el tiempo del descanso leyendo y se metía en la cama –con sumo cuidado, tratando de no despertar a su mujer, para que no le echase la bronca- y procurando, ni encender la luz, ni rozarle con su cuerpo, por temor a despertarla. La mujer de Don Luis, siempre le reprochaba: sobre las lecturas continuas, que él llevaba a cabo, referentes a novedosas experimentaciones o cualquier trabajo científico que le llegaba por correo ordinario; ella no entendía, cómo: después de haber estado estudiando tanto durante su vida, después tenía que seguir con los estudios continuamente y, aunque él siempre le aseguraba: los médicos, no podemos dejar de estar al día en todo lo que se cierne alrededor de la medicina, si queremos atender adecuadamente a nuestros enfermos, porque, si no lo hacemos: quedaremos muy atrasados y se nos morirán los pacientes, sin remedios para evitarlo. Úrsula –que era así, como se llamaba la señora del médico- no lo entendía; ella había llevado una buena y holgada juventud; criada en el seno de una familia adinerada, y sólo entendía de los quehaceres de su casa y de saber ordenar a las dos criadas que tenía, sobre las tareas, que debían y como las debían realizar, para que estuviesen hechas a su entera conformidad; pero tenía muchas virtudes, que a su marido, con unos bastos conocimientos universitarios, le llenaba por completo, tanto en sus apetencias y relaciones físicas, como en las virtudes espirituales, que eran el mayor tesoro de Doña Úrsula. A veces: cuando las cosas se ponían tirantes entre ellos –como suele ocurrir en la mayoría de los matrimonios- bastaba con que él, se mostrase un poco serio y en el peor de los casos, la llamaba: dolores fuertes de barriga, para que ella se ofendiese tanto, que salía llorando y estaba dos días metida en cama, aquejándose de jaquecas intensísimas, a las que el doctor no hacía nunca caso. Entonces estaba esos dos o tres días Don Luis, haciendo lo que le daba en gana, casi siempre ocupándose de leer en su despacho y siendo atendido, al igual que su mujer por las dos criadas, que iban soltando risotadas por todos los rincones de la casa y muy especialmente cuando se cruzaban entre si. Cuando terminaban de pasar las dolorosísimas jaquecas, Doña Úrsula, se levantaba y triplicaba toda su fortaleza y ordenar su casa y en proporcionar a su querido Luisito, el mayor de los cuidados y para no reprocharse mutuamente nada, ni siquiera se hablaba del tema que los enfadó. Sólo en contadísimas ocasiones el gran desbravador doctor, recibía algún piropo de su mujercita domada, como: -cariño, tú tienes la sangre de horchata-, que no era contestada, y los días: transcurrían con la misma monotonía de siempre. La tarde que divisamos a Francisco –el monaguillo mayor-, perderse por el fondo norte de la calle de la iglesia dejando a Luis –el monaguillo menor- con la pregunta en los labios, sobre la manifestación que le había hecho de su novia antequerana; no tardó Francisco –el monaguillo mayor- en llegar a la casa de sus abuelos, donde estaba su hermana Mari Carmen cuidando a su abuela, que estaba aún convaleciente de la cadera rota; después de saludar a sus abuelos con desairados besos, como si fuesen una obligación pesada y de recibir la inmediata regañina de su abuela, quejándose de lo poco que se hacía ver, a lo que el abuelo, que estaba sentado a la mesa redonda del salón, replicó censurando a su mujer –diciéndole- chiquilla, no regañes al niño, que seguro anda muy atareado con las obligaciones de la iglesia; -bueno, le replicó, la abuela, que no dejaba de contemplar al nieto. Pronto, consiguió Francisco –el monaguillo mayor-, lo que pretendía de su hermana, a la que tenía dominada en muchos aspectos de su carácter, a pesar de que ella era bastante mayor que él. Tan pronto como le sacó los ahorros, se despidió de todo el mundo, como lo había hecho con el saludo fugaz, con que llegó y traspuso para su casa. Cuando se encerró en la cámara, donde estaba situado su cuarto, colindante con el de su hermana Mari Carmen, sacó todo el dinero que había hurtado de los cepillos y que llevaba en un bolsillo, casi prensado por el pañuelo; lo contó cuidadosamente por dos veces y ambas coincidían en ser: 348 pesetas, que con las 40 más que le había sacado a su hermana, hacían un total de 388 pesetas, que él creyó suficientes para emprender el viaje a Antequera, costeando los cinco litros de gasolina de la Derbi y lo que él pudiese dejarle a Margarita –la rubia-, que seguramente estaría muy enfadada, porque llevaba mucho tiempo sin visitarla. Ya no salió en toda la tarde y se dedicó a inspeccionar la habitación que tenía su hermana, que siempre estaba perfectamente arreglada y pulcra, pues a pesar de que ella se estaba quedando en casa de los abuelos, desde que la abuela, estaba convaleciente con su cadera; siempre venía a su casa, para dar una vuelta, charlar con su madre y cambiarse de ropa interior –que ella misma lavaba y tendía en el patio-; cada dos o tres días se mudaba de ropa íntegramente y dejaba la muda exterior, extendida sobre la cama –para que se airease- y la guardaba en el armario al día siguiente o se la volvía a poner de nuevo, si era de las que más le gustaban. Mari Carmen, estaba moceando por aquellas fechas y deseaba con todo su corazón que Silverio -el hijo de José el chivo-, se fijase en ella, para pretenderla formalmente. Claro, que como se había demostrado en el escándalo, que fue la comidilla de todo el pueblo durante un mes por lo menos, el Silverio: era uno de los que formaban parte de la lista de Don Luis –el médico-, aunque ella, nunca llegó a darle créditos a las habladurías de las gentes. Mientras estuvo repasando todas las cositas que tenía su hermana, guardadas por los diferentes cajones, la fue conociendo mucho más profundamente y hasta llegó a imaginarse las apetencias, que ella sentía por un macho especial, que no fue capaz de descifrar, a pesar de poner todo su empeño en encontrar alguna carta o escrito, que se lo descifrase. Inesperadamente, se tropezó con la punta de los dedos, en el fondo de un cajón de la parte más baja de la cómoda, con una caja de seis condones, sin empezar y hasta llegó a abrirla, con mucho cuidado, para ver todo su contenido, ya que él: aunque sabía de cómo eran, nunca había tenido uno en sus manos, ya que hasta ahora no había usado ninguno y mucho menos los usaría, para no pasar vergüenzas al ir a comprarlos a la botica. Volvió a empaquetarlos, con cuidadoso orden, para volver a colocar la cajita en el mismo lugar, sin que se notase, que alguien había estado hurgando por el cajón. Se recreó más pausadamente contemplando la ropa interior, que guardaba en los dos cajones superiores de la cómoda y hasta llegó a olfatearlos cuidadosamente, tratando de percatarse de algún olor especial, porque notaba con ello, que se estaba poniendo rucho, como cuando olfateaba una prenda intima (unas bragas) de Margarita –la rubia-, que le quitó a las fuerzas, en su primer encuentro y que tenía escondida dentro de un par de zapatos, en la cornisa de su habitación. Había intentado varias veces, alcanzar sujetador de su vecina Juanita –con una de las varas de varear los almendros-, pero sólo consiguió echarlo al suelo del tendedor, donde estaba colocado y ese día a punto estuvo su vecina de pillarlo, tratando de levantarlo del suelo con la larga vara, porque seguramente escucharía el ruido que él estaba haciendo. Tuvo suerte, porque nadie se percató de su intento, pero a partir de entonces, la vecinita, nunca más volvió a tender su ropa interior en el mismo tendedor y lo hacía en una cuerda que había atado a la reja de su ventana, en la parte superior de la casa, tensada con una caña en forma de V. Su vecinita Juana, parecía estar tomándole antipatía, pues procuraba, en todo momento, no hacerse ver por Francisco –el monaguillo mayor-, quien empezaba a sentir bastante atracción por la chiquilla, a pesar de ser algo mayor que él, pero resultaba estar tan buena, que la mayoría de las masturbaciones que él se hacía, la tenía en su mente, contoneando su cuerpo virginal. A pesar, de que él, siempre que tenía oportunidad: no le quitaba el ojo de encima, algo especial, debía tener Juanita, que le advertía que su vecino Francisco –el monaguillo mayor- era un pájaro de mal agüero y no daba ocasión a, que le manifestara ni el saludo. De todas formas, poco interés ponía él, hacia ella, a no ser que la tuviese a la vista y aunque fuese desde muy lejos: Francisco se percataba de su presencia; pues en fondo de su corazón era la chica que más le agradaba de todas las que conocía, pero como él andaba engorilado con sus viajes al burdel antequerano y tratar de tapar sus muchas faltas y presencia en los sitios de su obligación; consecuencia de todo ello: no andaba muy holgado, como para tener en el pensamiento, otras cosas más puras o sentimentales; no le daba mucha importancia a sus sentimientos. Al día siguiente, cuando llegó su hermana Mari Carmen a su casa, notó al instante de que, alguien había estado hurgando entre sus cosas; bajó a la cocina hecha un mar de lágrimas, pensando que había sido su madre, quien sin su autorización le había estado olfateando sus ropas, pues ella sabía perfectamente la colocación de cada prenda y sin duda alguna, habían sido movidas intencionadamente, buscando algo. A pesar de que la madre le dijo, juró y perjuró, que no había sido ella y para qué, voy yo a entrar a removerte todas tus cosas, a mí me hubiese bastado –si quería olisquear en tus cosas- tan sólo: con habértelo dicho o pedirte que me las mostrases. Seguro que ha sido el Francisco, que lleva una temporada, rebuscándolo todo y habrá sospechado que tú tenías algunos ahorros escondidos entre tus ropas y buscándolos, te lo habrá removido todo; pero no pases apuros, que en cuanto venga, yo me encargo de averiguar todo lo que ha pasado. De esta forma se aplacó un poco y volvió a su cámara, pensando en ver, si, el intruso, había dado con la caja de preservativos. Inmediatamente que llegó, abrió el cajón último de la cómoda y sacó la cajita; efectivamente: se le notaba que había sido violada, pues las solapas del embase estaban despegados y aunque con mucho cuidado, se notaba que ya no estaba el pegamento invisible que mantenía las solapitas cerradas perfectamente. Seguro que ha sido mi hermano ¡el muy cretino!, ¿qué andaría buscando?, ¡el puñetero! Se tranquilizó rápidamente, cuando supo quién había sido y que no le faltaba nada aparentemente. Al día siguiente, cuando pudo hablar con él, procuró preguntarle a solas, le preguntó: del por qué había estado mirando y rebuscando entre sus cosas personales en su propia habitación. Él ni siquiera se lo negó, solamente le manifestó, que como no tenía mejor cosa que hacer aquella tarde, la dedicó en parte a averiguar sobre sus pertenencias, pues como todas las mujeres: sois un misterio indescifrable, me llamó mucho la atención y quise investigar, por donde andabas tú con tus pensamientos. ¡A ti, no deben preocuparte mis cosas, porque yo soy mucho mayor que tú y no me meto en tus andanzas y te dejo vivir tranquilamente! No es malo, que un buen hermano, se preocupe por las cosas de su única hermana, ¿no te parece?; a mí lo que me parece es que estás echando muy poca vergüenza y ya no respetas ni la intimidad de tu hermana. ¿Cómo me dices eso, si yo no te he robado nada de tus cosas? No importa –le contestó- tú sabes: por qué te lo digo ; y en ese momento acabaron la discusión, pues estaban llegando a la casa de sus padres y no querían que ninguno de ellos se enterasen de la discusión que traían desde dos calles más abajo. Aquél pequeño encontronazo de pareceres, dio lugar a Francisco –el monaguillo mayor-, para que: cada vez que le entraba en ganas, registrase –de punta a rabo- la habitación de su única hermana, cosa que se producía cuando llevaba algún tiempo, sin poder ir por el burdel de Antequera. Cuando el lunes –bastante temprano- llegó Agapito –el sacristán- a la iglesia, lo primero que hizo; fue: abrir todos los cepillos, tratando de encontrar el tesoro guardado, desde la mañana del domingo anterior; pero su sorpresa fue mayúscula, cuando pudo apreciar la falta de liquidez en todos ellos, especialmente en los que estaban más cercanos al paso de los feligreses y que de costumbre, debían ser: los que más dádivas tuviesen. Pudo comprobar, que los tres cepillos, más alejados del público, tenían más contenido que los otros tres, cosa que no era lógica y para salir un poco de dudas, inmediatamente llamó a Luis –el monaguillo menor- tan pronto como llegó a la iglesia aquella mañana; cosa que hizo, como un cuarto de hora antes de que llegase su compañero Francisco –el monaguillo mayor-. El sacristán, que conocía perfectamente la forma de informase de Luisito, para que este le dijese toda la verdad, no tuvo más que echarle la culpa de las faltas que Agapito notaba en el contenido de los tres cepillos. A su entender: notó rápidamente y pudo comprobar que Luisito, decía la verdad, porque no dudó en salir del trance llorando a lágrima viva y él notó que eran totalmente sinceras. Entonces –dime Luisito- ¿vino ayer tarde Francisco, a la hora del rosario por la iglesia?; sí –le contestó- pero se fue tan pronto como yo llegué para cumplir mi penitencia; ¿ y no lo vistes algo raro, o le notaste preocupado o nervioso?, no –le contestó Luisito, el monaguillo menor-; el se fue corriendo a casa de sus abuelos, porque decía que tenía que ver a su hermana Mari Carmen; se fue corriendo, porque también decía que tenía que hacer unos recados. Bueno, o te preocupes, ahora quiero que vayas a la casa de Frasquita –la triste- y le preguntes de mi parte, que te diga, si ayer –a la hora del rosario- vio a alguien merodeando por los cepillos. Luis –el monaguillo menor- salió, que volaba camino de cumplir con el encargo que le había mandado Agapito –el sacristán-. Mientras tanto llegó Francisco –el monaguillo mayor- y no tardó Agapito -el sacristán- en sonsacarle sus actos de expoliar los tres cepillos del lateral derecho de la iglesia, la tarde anterior a la hora del rosario. Francisco –el monaguillo mayor- aunque no lloraba y apenas se inmutaba, lo negó una y otra vez, hasta que Agapito -el sacristán- dio por perdido, su empeño en sacarle la verdad. Otro segundo chance y había estado muy cerca de atrapar al culpable de los hurtos a los cepillos. Todo se aplacó aquella tarde, porque cuando volvió Luisito –el monaguillo menor- traía la noticia de que Frasquita –la triste- no había visto a nadie extraño rondando por los alrededores de los cepillos y también manifestó que Francisco –el monaguillo mayor- no había aparecido en toda la tarde. Ya no le cabía la menor duda de la intrepidez, con que había actuado su sospechoso y aunque no tenía forma humana de demostrarlo, él sabía a ciencia cierta, que el zorro había vuelto al gallinero. Al final de la mañana, Francisco –el monaguillo mayor- le pidió el correspondiente permiso a Agapito –el sacristán- para faltar al día siguiente, porque tenía que hacer algunos trabajos en la viña de su abuelo; bien es verdad, que el sacristán, estaba deseando perderlo de vista y no solamente por un día, sino para siempre. Está bien –le contestó- Agapito: puedes tomarte el tiempo que desees y si te buscas otro oficio –mejor para los dos-, porque sé perfectamente que estás saqueando los cepillos de la iglesia, aunque por ahora no pueda demostrarlo. Francisco –el monaguillo mayor- se puso hecho una fiera y hasta le dijo a Agapito –el sacristán- que se lo iba a decir a su padre, para que viniese a pedirle cuentas, porque se aprovechaba de que era un niño para ponerlo de ladrón, cuando era él, quien se habría llevado los contenidos de los cepillos. De todas formas, tanto se empecinó Francisco –el monaguillo mayor- que estuvo esperando a Don Antonio -el sacerdote- para manifestarle todo el asunto y darle sus quejas por todo aquello que el –sacristán- le estaba colgando. Pensó que era muy buena forma de salir de su problema, volviéndole la pelota a Agapito y seguro que los mayores, juzgarían primero al sacristán, que a él. Efectivamente, cuando llegó Don Antonio -el cura, no tardó Francisco –el monaguillo mayor- en contarle todo el asunto, cambiando la realidad de los hechos y culpando íntegramente al sacristán, que permaneció callado, en tanto se explayaba Francisco, echándole todas las culpas de los hechos y jurando y perjurando, como garantía de la verdad que decía. Finalmente, cuando terminó de soltar todas sus mentiras, Don Antonio –el sacerdote-, le indicó que a partir de ese momento, dejaba de ser monaguillo de su parroquia y fuese o no culpable de haberse llevado la recaudación de los cepillos, en su tono de voz, él notaba que no era la persona adecuada, para seguir al servicio de su parroquia. El asunto se queda tal como está –agregó Don Antonio –el sacerdote- y las puertas de la iglesia, siguen estando abiertas para ti, tantas veces quieras venir. En esos momentos Francisco –el monaguillo mayor-, recordó las dos revistas y los arreos de fumar, que tenía escondidos en el mechinal, junto a la campaña mayor y se atrevió –con total desvergüenza- a pedir permiso a Don Antonio, para subir hasta la torre, para recoger algunas cosas que tenía allí y que eran personales. Asintió –el cura- en que podía subir y recogerlas, al tiempo que se quedó meditabundo, medio perplejo y haciéndose la pregunta: de lo que podía guardar Francisco en el campanario y estuvo muy pendiente de verlo bajar a la salida, no fuese a tener allí escondido el nido de su hallares hurtados en los cepillos. Cuando bajó a los cinco minutos aproximadamente, no le notó nada raro, pero quiso saber de los papeles que llevaba bajo el brazo y sólo que apreció la portada de soslayo, no quiso ni que se las mostrase, a lo que Francisco, quería entregárselas, para que las hojease y le decía, sólo son revistas mías y un paquete de tabaco, que tenía arriba, no me llevo nada, que no sea totalmente mío y salió por la puerta de la iglesia, dejando el lugar en paz y quien sabe la ruina que llevaría consigo. Efectivamente, ya no se habló nunca más de aquél asunto y ni siquiera otros miembros del séquito de la parroquia, llegó a enterarse del tema, pues ni Frasquita –la triste-, ni Luis –el monaguillo menor- estaban presentes, cuando se dieron los acontecimientos. Entre las tres personas que mantuvieron aquella charla: el sacerdote, el sacristán y el monaguillo mayor; no volvió a cruzarse palabra, porque Francisco dejó de ir más por la iglesia y desgraciadamente, se dedicó a hablar mal de todos seglares, en cualquier ocasión que se le presentaba; haciendo siempre referencias, a que él: los conocía bastante bien, por haber sido monaguillo más de cinco años consecutivos. Cualquier persona sensata, que lo hubiese visto años más tarde, hablando de su periodo de monaguillo; seguro que hubiese sacado las mejores consecuencias de la verdad, tan sólo con escuchar sus palabras. Francisco, al que a partir de ahora denominaremos –ex monaguillo-, se marchó aquella mañana del martes, siguiente a su expulsión de la parroquia, muy temprano comino de Antequera, con la moto Derbi, que habitualmente le prestaba su vecino Pedro –el garrafina- a cambio de llenarle el depósito de gasolina, cuando fuese a devolverla. Pasó bastante frío a la ida, sobre todo, cuando estaba subiendo la cuesta del Cerro del Águila y también al cruzas las casilla de peones camineros de la cuesta de los Pedregales, pero iba muy contento, porque podría estar desde temprano con su rubia –Margarita-. Cruzó los llanos de la Fuente de la Yedra a todo gas, de lo que podía alcanzar aquella moto de 75 c.c., pero que a él le parecía una gran velocidad, quizás y debido a que casi se le congelaron las manos, ante el estancamiento del aire por aquella zona, que aún parecía estar lleno de escarcha aguanieve; tanto es así, que antes de llegar a lo alto de la cuesta del Romeral, desde donde se podía divisar toda la Vega Antequerana, se tuvo que parar y frotarse las manos para calentárselas, al tiempo que daba pequeñas carreras y zapatazos, con objeto de desentumecerse las piernas y entrar un poco en calor. Bajó la larga cuesta del Romeral, con bastante tranquilidad, tratando de conservar el poco calor en el que había entrado al tiempo que admiraba el paisaje que se extendía ante él, cada vez que tomaba algún trozo de recta. No había apenas tráfico en aquellos momentos, por lo que terminó en bastantes tramos del recorrido en llevar las manos metidas en los bolsillos de su tres cuartos de gamuza, al tiempo que dirigía el caminar de la moto, con los mulos bien pegados al depósito de la gasolina. Finalmente llegó a la larga recta, que ligeramente se acercaba en pendiente hacia la puerta principal de la Azucarera; posteriormente torció hacia la izquierda, haciendo pequeñas y suaves ondulaciones sobre el terreno, para entrar en una cuesta algo más pronunciada en la que dejaba la Cueva de Menga a su derecha. Tuvo que entrar, como siempre en la propia población hasta llegar a la confluencia con la calle Carreras, donde giró alrededor de la fuente redonda de las cañas, para enfilar la salida noroeste de la ciudad; pasó bajo el puente antiguo y giró hacia la izquierda, donde aparcó la Derbi junto a un árbol, al que enlazó la rueda trasera con la cadena, que al efecto llevaba siempre encima la moto y sobre lo que le recalcaba mucho su vecino Pedro –el garrafina-, de que: siempre tuviese bien aparcada y amarrada la moto con la cadena a un grueso árbol y así lo hacía Francisco, todas las veces que se la había pedido prestada. Muy pronto llegas, le comentó el dueño del burdel, no importa y creo que a Margarita –la rubia- tampoco le importará mucho el que haya venido tan temprano, seguramente se alegrará de verme. No lo creo –le contestó- Ciriaco –que así se llamaba el dueño o encargado del burdel antequerano-. Has desayunado ya –le preguntó amablemente el tal Ciriaco, no pero esperaré para desayunar con Margarita –la rubia-. Creo que no te va a ser posible hacerlo; mejor desayunamos tú y yo juntos y te explico todo lo que ha pasado desde que tú no vienes a visitar a –la rubia- ¿es que le ha pasado algo malo?, –le preguntó Francisco a su interlocutor-, ¡no, nada de eso, yo diría que todo lo contrario!, y siguió exponiéndole el asunto, que según su parecer interno, le podría agradar mucho a ex monaguillo. Mira Francisco: Margarita –la rubia- se había quedado embarazada, por primera vez y, no hacía mucho tiempo –después de que tú vinieses por última vez a verla- cuando se dio cuenta de que estaba en cinta; pero el gran problema, era: que ella no sabía a ciencia cierta de ¿quién podría ser el padre de su criatura?, y como por aquél entonces: existía un cliente caprichoso, que la frecuentaba con mucha asiduidad, acordó con buen criterio –digo yo- de comunicárselo a su cliente pertinaz, que además estaba muy deseoso de tener un heredero, ya que, era bastante adinerado de la zona de Alcalá la Real; aunque era un hombre algo mayor, se veía a las claras, que encerraba un corazón muy noblote; por lo que al poco que ella le comentó su estado, el caballero no tardó en llevársela con él para su pueblo, donde le acondicionó en uno de sus cortijos, mientras le buscaba un lugar más cómodo en la población, para tenerla más cerca. A su casa no quiso llevarla, porque estaba casado –sin hijos- pero su mujer no iba a tolerarle a sabiendas, de que: tuviese una amante en sus narices. Él me comentó, que poco a poco, iría arreglando sus asuntos para llegar a tomarla como esposa, porque estaba perdidamente enamorado de ella y no quería dejarla ni un momento más en esta casa. Don Antonio, que así le llamábamos, no quiso dejar ninguna señas, ni nada que pudiese aclarar su domicilio, por si queríamos localizarlo o algún familiar de la rubia –Margarita- volvía preguntando por ella; claro que yo hubiese hecho lo mismo, que hizo el tal Don Antonio el de Alcalá la Real; porque lo peor de todo, en estos casos, es: ir dejando huellas por todas partes, para que las gentes mal intencionadas, se metan en la vida intima de uno. Después de llevársela para su tierra, volvió una noche por aquí, el tal Don Antonio y habló conmigo en privado, porque me traía a una sobrina suya –según decía- que había sido abandonada por su novio, con el que llevaba más de siete años y para evitar un escándalo en el pueblo, ella misma tomó la determinación de que su tío la trajese a mi casa, a sabiendas –desde hacía muchos años- que él visitaba este tipo de negocios. Gabriela, que así se llama la moza, sólo quiere tomar venganza con su ex novio y para eso, escogió ponerle los cuernos con todo el pille y que mejor sitio para conseguirlo, que este lugar. Si tu quieres –Francisco- te la presento, y hasta estoy dispuesto a recomendártela, mucho mejor que lo hubiera hecho con –la rubia-; porque es una hembra mucho más activa y femenina de lo que era Margarita –la rubia- con sus clientes. Francisco -el ex monaguillo- admitió y se tragó todo lo que le decía Ciriaco y hasta sabía bastantes cosas de aquél tugurio y de las personas que lo componían, por lo que le contaba en sus ratos de tertulia la tal Margarita –la rubia-, de esa fuente, llegó a saber: que Ciriaco no era el verdadero dueño del burdel, sino que pertenecía a su mujer Gertrudis (mejor dicho no llegaron nunca a estar casados, pero el se las arregló, para que Gertrudis –estando en el lecho de muerte– le vendiese la casa y su contenido, por un precio irrisorio, para evitar que lo heredaran dos hijos, que ella había tenido, durante su matrimonio legal de diez años con un señor del Valle Agdalajis, el cual la había repudiado, por encontrarla infraganti, haciendo el sexo con un vecino de su propia calle. Ella había estado mucho tiempo ejerciendo el oficio, en ese mismo sitio, hasta que enfermó y poco antes de morir de los huesos, estuvo llevando el negocio, haciendo las veces de encargada. Sin lugar a ninguna duda, aquella encargada, llamada Gertrudis, dejó muchas huellas de su enfermedad sifilítica, que finalmente la arrastró al sepulcro, no habiendo superado los 40 años. Ciriaco, además de haber sido un adicto a Gertrudis, con ahora lo quería seguir siendo Francisco con la rubia, no pasó mucho tiempo, en que se dedicaba a buscar mujeres, que quisiesen ejercer la prostitución en su burdel, donde les garantizaba alojamiento y cinco pesetas por cliente, pero siempre ponía una condición, y era: de que las seleccionadas tendría que estar a su disposición, siempre que él lo solicitase. De esta forma, tan artística, a él que lo había contaminado en varias ocasiones la propia Gertrudis de las diferentes enfermedades venéreas que contraía con sus clientes -especialmente –el chancro-, al que no daba mucha importancia- él fue contagiando a las demás mujeres que pasaron por el burdel y como casi ninguna le daba importancia a las ronchas que les salían, creyendo que eran producto de una varicela, sarampión o la picadura de algún insecto; las enfermedades se solapaban, enquistaban o escondían temporalmente en todas ellas, hasta que los síntomas eran tan fuertes y palpables, que ya, la medicina: no podía hacer nada para remediarlo. Cuando Ciriaco, presentó a Gabriela, a Francisco –el ex monaguillo- después de haber desayunado los juntos y de habérselo recomendado como un cliente muy especial, amigo de su nueva tía Matilde –la rubia-: ésta lo acogió con gran simpatía y no tardó en llevárselo a su habitación, donde hizo diabluras con el chiquillo. La juventud de Francisco y las ganas ce sexo que llevaba, no fueron armas suficientes, para poder apagar todo el fuego desbocado que la tal Gabriela llevaba dentro; pero quizás dio la talla, más que ningún otro, porque aparentemente la mujer quedó prendada de la actividad del chico y estuvieron todo el día juntos, sin querer, ni desear bajar a comer juntos en el comedor del burdel, que estaba en la habitación contigua a la cocina y ambas detrás del mostrador, donde al comienzo se conocieron ambos. La tarde se le echaba encima a Francisco –el ex monaguillo- y tuvo que dejar de retozar, a regañadientes de Gabriela, que quiso y le propuso que pasase la noche entera con ella, pero no persistió mucho al entender la edad del joven y el camino, que tenia que hacer para volver a su casa, sin que nadie le echase en falta. Como a las siete de la tarde salió el ex monaguillo del burdel, después de haberse dejado, todos los dineros, los sudores y su futura salud en aquél antro, pero no llegaba a arrepentirse –de momento- de nada de lo sucedido; aunque lo haría vertiendo muchas lágrimas con el paso de los años. Ahora sólo estaba pensando: en cómo haría para volver lo antes posible y pasar otro día con la tal Gabriela; se le veía a las claras, que lo único que le interesaba era el placer carnal y cuanto más intenso mejor, sin pararse a pensar y mucho menos a prever las consecuencias, que su actividad incontrolada, le iba a acarrear en poco tiempo. El camino de vuelta a Ranemloc, se le hizo eterno y aunque no notó tanto frío, como a la venida, cuando menos tardó más de dos horas en volver; había quedado deshecho con los envites que le propinaba la tal Gabriela, pareciera, como si nunca ella hubiese estado con un hombre o muy posiblemente tendría esas calenturas que en algunas ocasiones le comentó Miguelillo –san la muerte-, en las que según él: las mujeres que lo padecían se volvían insaciables; agotando a cualquier individuo. Pudo devolver la moto a su vecino Pedro –garrafina- pero a punto estuvo, de que: lo cogiese su padre, metiendo la Derbi, dentro de la cochera de su dueño y con ello hubiera tenido que darle una serie de explicaciones, que no tenía previstas. Posteriormente pensó: que tenía que ser listo y tener preparadas unas oportunas contestaciones, que le sacasen de cualquier aprieto en que se viese, como le podía haber ocurrido, si llega cinco minutos más tarde a entrar por el final de su calle.
A partir del miércoles, Francisco –el ex monaguillo mayor- se pasaba la mayor parte de los días: entre espiar a su vecina Juanita, sus vueltas por el pilar, tratando de localizar a alguno de sus conocidos, buscando ahuecar el ala en alguna partida que otra, por los ventorros del pilar y en el requisar a su madre o hermana, cada vez que podía, para reunir algunos reales para sus gastos más livianos, pero por mucho que quiso, no llegó a juntar los dineros suficientes para volver a visitar a la activa Gabriela. A pesar de tener muy cerca lo que le había sucedido a su primo Rafael –el chato- y de los sufrimientos por los que había pasado toda la familia con tan nefasta enfermedad, Francisco –el ex monaguillo- no escarmentaba con ello y su debilidad por el sexo, ya se había convertido en un verdadero vicio, que por otra parte no podía costear. Unos días después de venir de Antequera y de haber conocido a Gabriela en el burdel de Ciriaco, volvió a sentir una necesidad imperiosa de visitar de nuevo el burdel y hasta quiso poner en práctica las opciones que hacía su amigo Miguelillo –san la muerte-, quien ahora no visitaba el burdel de Antequera, se estaba desviando hacia la capital, pues era mucho más fácil encontrar desplazamiento, de ida y vuelta, que se podía hacer con cualquier vecino, que fuese para Málaga e incluso mediante el autobús, que iba por la mañana temprano y volvía por la tarde, además de esos medios, también existían algunos autos particulares, que de forma desautorizada, hacían el trayecto, cobrando a los pasajeros, lo mismo que el propia autobús de línea. Aunque él quería emprender ese tipo de actividad, no debía tener muchas cualidades para ello, porque no consiguió convencer a ninguno de los mozalbetes a los que le comentaba las posibilidades que existían de conseguir estar con una mujer. La mayoría de los que trató de convencer, eran demasiado jóvenes y aunque mostraban interés al principio, ninguno tenía una perra gorda para gastar, otros estaban verdaderamente asustados, con los casos que se habían dado de la enfermedad sifilítica, proveniente de asistir a ese tipo de burdeles y que aún estaba en la mente de todo el pueblo. Procuró repetidamente amigarse -aparentando ser muy formal- con su vecina Juanita, que era la chica del pueblo que más le agradaba y lo hacía siempre que la veía, yéndosele en su empeño, la mayor parte del día; acechándola por las esquinas, pero nunca podía acercarse y si en alguna ocasión, consiguió ponerse a menos de tres metros de ella, la chica –daba una hopada y se quitaba de en medio, como alma que persigue el diablo-; necesitaba tener una hembra cerca; era como una droga -de las actuales- que le estaba recomiendo las neuronas y no sabía conseguir aplacar sus deseos. Llegaba a masturbarse hasta tres veces al día y en ocasiones más, si tenía la oportunidad de ver algo más de cualquier mujer, de lo que normalmente enseñan en sus movimientos. Llegó incluso a tratar de seducir a su hermana, provocándola con sus desnudeces, siempre que tenía ocasión, pero su hermana no le hacía nada de caso, e incluso no reparaba en él y le daba mucho coraje por ello; su perversión llegó hasta tal extremo, que incluso observaba a su madre, cuando ésta se agachaba o tenía la oportunidad de verle algo más de lo acostumbrado. Estaba cayendo en una enfermedad obsesiva, que le mantenía intranquilo continuamente y sólo alimentaba sus pensamientos con las flores del mal, que siempre estaba hilvanando. Tanto pensó, ideó y repasó en sus malos pensamientos con respecto a la sexualidad, que hasta llegó a idearse mentalmente, repasar calle por calle del pueblo hasta que pudiera encontrar alguna hembra, que él considerase deseosa de sexo, para tratar de hacerse notar al día siguiente; esta actitud le llevaba parte de la noche, porque empezó a notar, que le era mucho más fácil repasar las calles estando a oscuras y sin ningún ruido, que a la luz del día, cuando todo le distraía: de noche se podía concentrar mejor, hasta que le venía el sueño, después de haberse masturbado. Hubieron de pasar más de quince días, cuando una noche le indicó su padre, que había estado hablando con Domingo –el sereno- que había comprado el camión a la –niña Isabel, viuda de Pepico el mango- y éste le había hecho compromiso para que su hijo Francisco fuese de ayudante con él, a partir de mañana y cómo ya no quería, ni estudiar y había dejado los servicios de monaguillo: su padre había aceptado dicho trabajo, que debería tratar por todos los medios de cumplir adecuadamente, pues sabía perfectamente de la gran amistad que le unía con Diego –el sereno- desde cuando hicieron el Servicio Militar juntos y estuvieron varios meses en la Batalla del Ebro, cuerpo a cuerpo, luchando contra los republicanos. Aquella noticia, alegró mucho a Francisco –el ex monaguillo- que viera alguna luz en su corto entendimiento y nuevamente podría idearse la forma de visitar a su nueva amiga la tal Gabriela. Su trabajo comenzó al día siguiente, como habían acordado su nuevo patrón y su padre y poco a poco Francisco se fue alegrando de la buena suerte que había tenido, pues Diego –el sereno- era un hombre correcto y formal, que en ningún momento trataba de abusar con las tareas, que tenía que hacer él, como ayudante del camión.
Además de conducir bastante bien, Diego –el sereno- miraba mucho por el vehículo, en contraposición a lo que él había visto en Blasico –mangas largas-, pero mucho más miraba por su ayudante, al que trataba como si fuese su propio hijo; no lo dejaba cargar algunos sacos grandes, aunque su peso no llegase a causarle gran problema –era él, quien arrimaba el hombro, para evitarle siempre las tareas más pesadas- y sobre todo le daba muy bien de comer, por todas las ventas que visitaban en sus traslados de un sitio a otro.
Eso sí, estaban siempre de viaje, hiciese lluvia o nevase, porque había que aprovechar bien el tiempo, cuando había trabajo que hacer, para poder soportar aquellos en los escasease. Al poco cayó en la cuenta que su amigo Miguelillo –san la muerte- le iba a tomar mucha mala leche, porque pensaría que él le había quitado su puesto de trabajo; pero pudo comprobar con gran sorpresa, que Miguelillo –san la muerte- ni siquiera se sorprendió con la noticia, porque la había rechazado, pensando que lo admitirían par ir de emigrante a Alemania.
Después que fue expulsado Francisco –el ex monaguillo mayor- por Don Antonio –el cura- y para darle al sacristán –Agapito- la autoridad e imposición que tanto estaba deseando su subalterno; entraron a formar parte del grupo eclesiástico de la parroquia un tal Mariano –el loco- y Perico –el león-, que habían sido recomendados por Frasquita -la triste-, que era muy amiga de sus respectivas abuelas maternas, las cuales frecuentaban asiduamente la iglesia, formando parte de las ocho o diez mujeres mayores que siempre cuidaban la limpieza y el embellecimiento de la parroquia. Ellos no querían entrar de monaguillos, sobre todo el tal Perico –el león-, ambos jugaban al futbol de maravilla y cuando supieron que el cura –Don Antonio-, estaba preparando el patio lateral de la iglesia para que allí se diesen algunos partidos y otros juegos, especialmente, dedicado a los alumnos de la unitaria de Don José, -que estaba muy cerca del lugar y para hacer algunos ejercicios gimnásticos, para complacer a todos aquellos vecinos, que lo estaban reclamando y que quisiesen practicar alguna modalidad; el cura, en combinación con el alcalde, consiguió del Ayuntamiento, el poder sufragar una cuadrilla de obreros, que pudiesen dejar el suelo de aquél patio, lo más llano posible.
Al cabo de quince días hasta tenía unas porterías de tubo de metal, que había fabricado Rodriguito –el herrero del pueblo- para tal fin; las hizo algo más pequeñas, que las reglamentarias, quizás para ahorrarse algo de material, tal vez, porque el hombre no sabía de las medidas exactas o muy posiblemente porque nadie supo o quiso decirle nada de medidas; la verdad es que nadie protestó por ello y todos quedaron contentos, cuando el sacerdote, el sacristán y los dos nuevos monaguillos, se pusieron las vestimentas de rigor y con el guisopo del agua bendita repasaron todo el recinto, santificando el lugar. Antes de terminasen las tareas de adaptación del campo de futbol colindante con la iglesia, Don Antonio –el cura- encomendó a dos de los obreros, subir al campanario y colocar las dos largas cuerdas, que por indicación del cura, había comprado Agapito –el sacristán- en la tienda ferretería del suegro de Renato –el barbero-; el padre de Bárbara, en atención a la parroquia, no quiso cobrarle las cuerdas al sacristán, aunque este se cobró su propio encargo, por algo menos del valor de éstas y no llegó Don Antonio a sospechar nunca nada de tal apaño, a pesar de que en un entierro, el ferretero le preguntó al sacerdote, qué: ¿cómo le habían salido las cuerdas de las campanas?, a lo que Don Antonio le contestó, simple y llanamente: muy bien, muy bien, están dando excelente resultado y agregó: muchas gracias por preguntar; pero que no tuvo ningún sentido de agradecimiento por no haberlas cobrado en su día. Por aquellos días Don Antonio –el cura- que ya había cursado una solicitud al seminario diocesano de la capital, recibió la aprobación firme de que Luis –el monaguillo menor- había sido admitido oficialmente, como nuevo seminarista, en su etapa preparatoria inicial y tendría que incorporarse en el plazo de quince días. Tan buena noticia llenó de júbilo a su familia y a muchos otros vecinos, que ya habían conseguido sacar un sacerdote adelante y aunque ya existían un buen número de estudiantes seminaristas, que estaban cursando la carrera sacerdotal desde hacía años, en distintos cursos; muy bien podía ser Luis –el monaguillo menor- otro de sus llamados al sacerdocio. La madre y el padre de Luisito, estaban volcados en preparar todas las cosas, que debía llevar su hijo al seminario; no sabían: ¿de qué le serviría tanta cantidad de mudas y toallas?, pero consiguieron prepararle todo al dedillo, como indicaba la hoja que le entregó, días atrás, el propio Don Antonio –el cura-; se habían entrampado en la tienda de los padres de Mariano –el loco-, para atender todas las prendas que estaban descritas en la lista, pero su hijo llevaba todo el ajuar solicitado, como posteriormente dijo la madre de Luis –el monaguillo menor- a varias vecinas de su propia calle. Unos seis días después fue el propio Don Antonio –el cura-, quien acompañó a Luis –el monaguillo menor- y a su madre hasta el seminario diocesano y los presentó al rector; no sin antes recomendarle muy seriamente a Luisito, que fuese muy bueno, obediente y aplicado en sus futuros estudios. La tarde anterior, Don Antonio –el cura- había hecho el compromiso al médico –Don Luis-, para que le dejase el coche, sólo mediodía para poder llevar un nuevo seminarista a Málaga, advirtiéndole de estar de vuelta para el almuerzo. Con sumo gusto, le dejó el Austin azul prestado y además –la señora Úrsula, que estuvo presente en la conversación, le invitó a almorzar en su casa, cuando llegase de vuelta. Echaron cerca de dos horas en el camino, pues Don Antonio –el cura- sabía conducir muy bien, pero era bastante prudente y no deseaba tener ningún problema con el coche prestado por su amigo el médico. Media hora más tarde, de haber llegado a la explanada del seminario diocesano: ya le habían asignado al nuevo seminarista, una cama y una taquilla compartida en el dormitorio común de los aspirantes o de primer ingreso en el seminario. Su mamá y Don Antonio, se acababan de volver hacia el pueblo y él notó por primera vez en su vida la sensación de soledad, que a un tiempo le producía congoja y tristeza, pero estaba muy ilusionado, con estar allí, para hacerse mejor hombre y poder servir a Dios con todas sus fuerzas.
Sólo pudo colocar en su pequeño departamento las cosas más corrientes de aseo personal y aquella maleta, donde anteriormente su mamá le había colocado todo lo necesario –según la lista- muy bien empaquetado y que –según el mismo había observado-: era la única maleta que había en casa, cuyo historial de varios lustros, le llevaba a tratarla con mucho cariño; porque sus abuelos maternos la habían comprado en la capital, para hacer su viaje de novios a la ciudad vecina de Granada, donde conocieron: la Alhambra, el Generalife, la iglesia de Las Angustias, vieron desde lejos la imponente Sierra Nevada y llegaron a recorrer varios lugares interesantes en el tranvía, durante los tres días que permanecieron en el último reducto ibérico de la dominación musulmana, para proseguir seguidamente por la costa hacia Motril, donde estuvieron una semana, residiendo en la casa de una hermana de la novia, que dos años antes: se había casado con un pescador de aquel puerto. Ese mismo recorrido, lo hicieron los padres de Luis –el monaguillo menor- cuando también fueron en su viaje de novios; porque según decían –la mayoría de los miembros de la familia- era: el más bonito y resultaba ser el menos costoso; fue a parar debajo de la cama, de donde el sacaría cada semana la muda necesaria, para cambiarse después del baño. Pronto conoció a sus dos compañeros de litera, a él le habían asignado la más alta; Ezequiel –era el seminarista, también novato, que llevaba dos días ocupando la cama intermedia y Obdulio, que era el más veterano estaba ocupando la más baja y cómoda de las tres y estaba cursando el primer año. Ya estaba Luis –el monaguillo menor- terminando de acondicionar todas sus cosas, cuando aparecieron por la gran puerta de doble hoja, en silencio bastante ordenados, el resto de los seminaristas, que estaban alojados en aquél ala de la planta primera, donde habrían unos cincuenta o sesenta alojamientos en literas metálicas grises de tres camas cada una. Muchos de ellos venían sudorosos, por lo que fueron pasando: primero por los aseos y duchas, para posteriormente cambiarse de ropas y poder continuar con las tareas asignadas.
Al cabo de unos diez minutos más tarde, apareció un seminarista mayor, con sotana negra e hizo sonar un silbato, con ello quería indicar a todos los presentes que debían agruparse en fila de dos, a la entrada del recinto e ir bajando por las escaleras, hacia la capilla del centro. A Luis –el monaguillo menor- se dirigió personalmente el seminarista mayor, para indicarle: desde hoy tú también habrás de formar parte del grupo y en cada ocasión debes hacer lo que veas hacer en los demás seminaristas; ahora vamos a rezar unas oraciones a la capilla, después pasaremos al comedor, para almorzar, luego vendrá una media hora de paseo por los jardines e instalaciones deportivas, que te servirá de momento de meditación o de relajación, posteriormente vendréis a los dormitorios, para permanecer una media hora echado, pero sin llegar a dormir y después vendrán las clases y las horas de estudio, hasta que llegue la hora del rezo del rosario en la capilla, etc., ya lo irás viendo a medida que vaya pasando el tiempo y seguro que comprenderás y te llegarás a aprender el horario.
CAPÍTULO V: las malas costumbres.
Después de vender el camión –la niña Isabel- se encerró en su propio enclaustramiento y a pesar de haber guardado el luto correspondiente por la muerte de su marido Perico –el mango-, no quería tener contacto con nadie y se mostraba bastante arisca, hasta con las visitas que le hacía su gran amigo Bárbara –la mujer de Renato el barbero-; se sentía frustrada en su vida y no: solamente engañada por su marido, cuando estuvo en vida, sino por la mayoría de las personas que había conocido a lo largo de su vida. Estaba convencida, que ella: era una de las mujeres más tontas del mundo y realmente lo que entendía por idiotez, no era tal, sino que tenía un alma bastante más sensible que los demás, porque era bondadosa, consentidora y sabía entender los errores de muchas otras personas y lo más importe: perdonarlos, si en algo podían aféctale a ella. Eso hizo, cuando llegó a comprender algunos de los secretos que encerraban la vida de su marido, que por tozudo y machista que era en vida, terminó criando malvas prematuramente. Siempre que hacían una discusión, por cualquier vágatelas sin importancia, él se ofendía tanto, que pasaba el quicio de la puerta de la casa y no volvía, hasta pasados dos o tres días y en alguna ocasión tardó en volver hasta una semana; después –cuando volvía-, lo hacía arrepentidísimo, pero ya era tarde, ella había ido perdiendo la admiración y el cariño que le tenía desde los comienzos de sus relaciones. Recordaba su juventud, como la etapa más maravillosa de todas las que había vivido: durante su niñez –que recordaba con mucha alegría- su madre la había tenido como una pimpollita en flor, toda limpia y lustrosa, con aquellos tirabuzones rubios, que le colgaban por encima de las orejas, como si fuesen racimos de uvas tempranillas maduras. Sus precisos vestidos, que le cortaba su tía de unos patrones especiales, que le habían mandado por correspondencia y que sumo esmero luego le cosía su madre, dándole los entalles precisos, para que su cuerpecito, quedase más lindo de lo que normalmente. De niña, hacía calle en las fiestas y en las celebraciones y su madre muy orgullosa de ella la exhibía por todas partes, como si fuese un pastel que todo el mundo querría probar.
No era hija única, tenía un hermano menor que ella y que era la cruz para toda la familia, pues había nacido con un defecto de nacimiento, como consecuencia de una caída de su mamá, cuando lo llevaba en la barriga. Para toda la familia, el chiquillo había nacido para sufrir, todos los pecados y faltas de los demás; aunque era siempre muy jovial y era tan grande el cariño que ambos se sentían, que su carácter amable, sonriente y bondadoso, seguramente era el producto resultante de la influencias que ambos se tenía. Pareciera que su hermano, había ido limando las asperezas de toda su juventud, para hacer de ella una firme mujer con gran carácter interior, muy sociable y femenina externamente; pero con gran carácter, como él, y hasta era capaz de soportar las ofensas, las miradas envidiosas o ultrajantes, sin pestañear, pues en vez: de minar su estado afectivo o germinar malos humores en sus personas, las hacían ser mucho más firmes y perseverantes, sin darse por aludidos en la mayoría de las ocasiones. ¡Cuánto había cambiado su vida desde entonces! –se decía- y echaba de menos aquellos campos de cerros multicolores durante la primavera y las flores blancas de los almendros floridos, que alegraban los sentidos en pleno invierno. Recordaba con mucha nostalgia a su madre, que tanto la animaba en los momentos más difíciles y tormentosos de su larga juventud; especialmente cuando su único novio, Periquillo –el mango-, la empezó a tener en cuenta, para de vez en cuando darle plantones, porque se iba buscando otras faldas por los alrededores de la comarca. Afortunadamente, no habían tenido hijos, después de todas las amarguras que le había proporcionado en vida, lo único que a ella le faltaba era: haber tenido hijos con él, que ahora tuvieran que arrastrar la herencia de su enfermedad, de por vida. Sería irresistible para ella, verse en tales circunstancias. Sus padres hacía algunos años que murieron, como consecuencia de la tristeza que le produjo el fatal accidente que se llevó también a su único hermano, que aunque menguado físicamente de la fortaleza de sus dos piernas; había desarrollado una gran habilidad en sus miembros superiores, quizás como consecuencia de tener que moverse siempre con sus dos muletas. Fue una tarde del mes de Octubre de hacía ya cinco años; cuando un vecino, que estaba lavando la finca con el tractor, volcó dando tantos tumbos, que no solamente murió él que iba controlándolo, sino que se llevó por delante a su hermano, que estaba en ese momento un poco más abajo atareado en sus lecturas, debajo de una encina. Verdaderamente tuvieron ambos muy mala suerte, porque el tractor volcó al dar una curva en pendiente y enganchar una de las rejas del brabán en unas raíces de un olivo; el encontronazo, hizo desestabilizar al tractor, que seguramente al perder su centro de gravedad, volcó sobre la zona más pendiente del campo, que estaba arando el vecino en su recorrido: cruzó el carril que separan ambas fincas y fue a sostenerse contra el tronco de la encina grande, donde estaba su hermano y con tan mala suerte, que en el último tumbo, lo pilló debajo, aplastándolo. El vecino conductor del tractor, tuvo más mala desdicha, porque le pasó por encima el tractor en su primer vuelco y lo arrastró en los dos próximos tumbos, al tenerle enganchada una de las piernas entre los mandos y en la tercera vuelta que le pasó por encima: lo despidió, como si fuese un saco de patatas, pero aún siguió vivo por tres días más sufriendo lo indecible.
Lo que tuvo que sufrir aquél hombre, sólo Dios lo sabe, se decía ella en algunas ocasiones, porque fue la primera en darse cuenta de todo lo que había pasado. Aquellos días fueron terribles, para las dos familias vecinas y dentro de todo el mal acaecido, su hermano –debió morir en el acto-, porque cuando ella llegó al sitio, ni se le notaba nada de sus respiración, ni hacía ningún movimiento; había sido aplastado en un segundo.
Tuvo que venir una grúa, para poder sacar al tractor del lugar en que quedó, que tenía totalmente atrapado debajo el cuerpo de su hermano, sin vida ya, pues a pesar de que: acudieron todos los vecinos de la zona, entre más de seis o siete hombres, que llegaron de inmediato, no pudieron mover el tractor del sitio, que había quedado incrustado y ellos, trataban de sacar el cuerpo lo antes posible. Poco tiempo después murió su madre y unos seis meses más tarde su padre; fue entonces cuando decidió vender el campo, que tan rápidamente había quedado sin personal, que lo pudiese cuidar. Ella no tenía buenos recuerdos de los últimos días vividos en la finca, con las tres muertes, rondándole por todos los rincones y finalmente pudo convencer a su marido Pepico –el mango- para que le ayudase a vender el lagarillo y cambiar de aires, en otro lugar, que no le recordase tanta tragedia familiar.
A la muerte de su madre, ella se vino a vivir al pueblo con su marido, que vivía sólo desde hacía años en su casa familiar y montó su casa en la misma que él había heredado de sus padres, también fallecidos, desde hacía más de siete años.
Ahora volvía a estar sóla y con la muerte de su marido, se había quedado totalmente desolada, pues no solamente sentía la pérdida física de su consorte, sino que al saber la causa de su muerte, se sentía totalmente engañada, defraudada y hasta con unos deseos de venganza, que nunca en su vida había tenido, en ninguna de las circunstancias por las que había pasado; ni tan siquiera, cuando el tractor mató a su hermano. Tanto es así, que estando encamado su vecino el tractorista en el hospital comarcal, insistió a su Pepico -el mango- para ir a visitarle, ya que: consideraba sinceramente, que el vecino no había tenido culpa de nada en el accidente que había segado, tan fulminantemente la vida de su hermano.
Isabel –la niña- aguantó con luto en honor a la muerte de su marido –Pepico –el mango- todo el año de costumbre, pero lo hizo mayormente de cara a la galería, para que nadie la tildase de fresca y para evitar los chismorreos de tantas vecinas habladoras, como conocía en la vecindad; aunque en su interior, pensaba, que su marido: no merecía, ni una de las lágrimas que había vertido por él, desde que lo llegó a conocer de novios; pues había sido muy putañero desde su juventud y daba gracias a Dios de haberla dejado viuda y sin hijos de él; porque ahora pensaba cambiar su vida totalmente.
Empezaría por olvidarse de celebraciones, de flores o limpieza del nicho que ocupaba y trataría por todos los medios de largarse del pueblo lo antes posible.
Se empezó a maquear y ponerse lo más llamativa posible, siempre que salía de su casa; especialmente cuando iba de visita a la casa de su amiga Bárbara –la mujer del barbero Renato –el pringue-, porque empezó a notar que muchos de los clientes de la barbería, cuando la veían venir, desde el final de la calle: se salían al escalón para ojearla y hasta había algunos que le soltaba algún piropo de deseo y tentación para yacer juntos.
Frecuentemente iba a la iglesia, en todas las ocasiones que podía y como no tenía a nadie más, a quien cuidar, se estaba convirtiendo en una más de las asiduas beatonas del recinto y asistía a todos sus actos.
Una tarde de rosario (precisamente aquella, en la que: Francisco –el monaguillo mayor- estuvo a punto de ser pillado –in fraganti- por Luis –el monaguillo menor-, limpiando los cepillos de la iglesia, fue medio arrollada por él a la vuelta de la esquina de su calle, el mozo, casi la tiró al suelo, de las prisas que llevaba; pero en el contacto de ambos, surgió como un chispazo de atracción carnal mutua, que en el encuentro de contacto físico, apenas si llegaron a ser capaces de pronunciar palabras.
Ambos se habían percato de un fuerte deseo por el otro y a ambos les duró esa imagen: más allá de los siguientes días venideros.
Por las noches, sin saberlo, ni sospecharlo: ambos coincidían en los pensamientos de contactos, surgidos con el encontronazo de la esquina y desde entonces se masturbaban individualmente pensando el otro.
El goce y la satisfacción que sentía Francisco –el monaguillo mayor- pensando en la viuda Isabel –la niña- era similar en ella y nunca fue comparable, en él, al que llegó a sentir estando con Gabriela, por lo que se empezó a sentir muy aliviado y hasta estaba perdiendo los deseos de ir a Antequera, para visitarla.
Ahora, que se había quedado mucho más entusiasmado en conquistar a Isabel –la niña-, estaba perdiendo todos los demás malos pensamientos hacia otras mujeres, que habían constituido en él una conducta alocada de forma individual.
Ya, hasta empezó a perder su afición por recorrer pausadamente las hojas de la revista y empezaba a obsesionarse, con meterse dentro de la cama de la viuda.
No tardó mucho tiempo en darse cuenta Isabel -la niña- de que Francisco –el monaguillo mayor- estaba coladisimo por conseguirla y hasta se permitía el lujo de jugar un poco con él, en los momentos más oportunos, cuando se le hacía el encontradizo en alguno de los laterales de la iglesia, donde los que estaban presentes en la nave principal, no alcanzaban a ver, las gesticulaciones o tocamientos esporádicos, que ambos se prodigaban, sobre todo en las tardes de rosario, cuando había menos gentes.
Ella con la excusa de que iba a depositar una limosna en el cepillo, que estaba situado junto a la pila de agua bendita y a la vuelta, rodeaba la columna, para salir por el lateral hacia la nave principal y, él, que la acechaba, para hacerse el encontradizo, frente al mueble del confeccionario, o saliendo de la puerta de acceso a las escaleras de la torre.
Siempre, que podían, se hacían los encontradizos, pero tuvieron suerte y nadie sospechaba nada, de estos encuentros sin escrúpulos, de los que ella, siempre trataba de salir airosa y asemejando un continuo desdén, lo que ponía al chaval mucho más ardiente e impetuoso.
Llegaron los días en que ambos se pasaban la mayor parte del día en el recinto de la iglesia y en más de una ocasión Francisco –el monaguillo mayor- trataba de persuadir a Isabel –la niña- de que entrase con él al campanario; pero ella no consentía nunca: no pasaba de darle un calentón momentáneo y en alguna ocasión, tan sólo, llegó a comentarle: que esperara, que no era, ni el lugar, ni el momento adecuado.
Así tuvo a su interesado, hasta que lo despidieron definitivamente de la iglesia y, sólo podía verlo, como sonámbulo por las calles, ya que él seguía insistiendo cada vez que la veía por las calles, donde trataba de que fuesen, el mayor número de veces.
Tanto la atosigaba por las calles Francisco –el monaguillo mayor-, que ella pensó en todo el riesgo que corría ante la curiosidad de la gente del pueblo, que ahora, sí que: podían sacar conjeturas acertadas y levantar historias contra ellos, pero especialmente contra ella, que era una viuda de buen ver todavía y pensarían: que estaba seduciendo al jovencito -monaguillo mayor-.
Tenía que darle una solución rápida al asunto, si no se quería ver en un grave problema y especialmente de boca en boca, como una cualquiera; pues Francisco –el monaguillo mayor- era cada vez más tozudo y persistente.
A estas alturas, hasta le había propuesto, meterse en su casa, aprovechando que ella vivía sóla y a él le sería muy fácil, pasar por la acera de su fachada y empujar la puerta, que previamente ella debía tener entornada y colarse dentro en un segundo, sin que nadie llegase a sospechar nada.
En el próximo envite que se le acercó el chaval, ella le conminó a verse al día siguiente a la hora del rosario, donde se hacían los encontradizos frecuentemente, porque tenía que comunicarle algo especial, para acaban con aquél calvario. Consintió gustoso –Francisco- y puntualmente, a la tarde siguiente, estuvo a la expectativa, hasta que la vio llegar.
La fue siguiendo con la mirada por todo el recorrido que hizo y cuando se acercó al cepillo para depositar la limosna prevista, él ya la esperaba detrás de la columna, después de darse ambos, un buen achuchón: ella le aseguró, que tan pronto, como saliese del rosario, se iba derecha a su casa y que dejaría la puerta totalmente entornada y preparada para que: al pasar él a su altura, no tuviese nada más que tocarla levemente, para que cediese, en cuyo caso, él tenía que entrar rápidamente y la cerrarla con pestillo.
Sólo tienes que tener en cuenta, le dijo, que yo estaré en el balcón de arriba: vigilante de que nadie esté andando por la calle en ese momento, para evitar, que te vean entrar; pero si tu no me ves asomada al balcón central, que es el saliente en la fachada: no te vayas a colar, porque entonces es: que viene alguien andando por la calle; no te olvides, si no me ves asomada al balcón, no entres y, tan pronto puedas entrar, cierra por dentro con el pestillo. ¡Allí te espero, pero no corras más que yo!
Si no me ves asomada al balcón, das una vuelta y vuelve cuando el peligro haya pasado, que será cuando yo esté asomada en mi balcón o haciendo como que riego las plantas de mis tiestos.
Mucho antes de que asomara Isabel –la niña- por la punta de la calle, ya estaba Francisco –el monaguillo mayor- apoyado sobre el malecón del muro lateral de la calle principal, junto a las escalerillas, desde donde se podía ver perfectamente bien toda la fachada de la casas de la viuda.
Estuvo vigilante y expectante, con el corazón que se le salía del pecho y cuando Isabel se paró en el escalón de su vivienda, tratando de abrir el postigo de la puerta de dos hojas de cuarterones, lo vio de soslayo, enculado en el borde del muro.
Ella lo tenía todo previsto y preparado de antemano, a sabiendas de que el pollo iba a entrar en la cazuela y no tuvo, nada más, que subir las escaleras del primer piso y abrir el balcón, para ojear si la calle estaba despejada; previamente había dejado entornado el postigo, que al más leve movimiento se abriría de par en par sin hacer ruido.
Coincidió que no venía nadie por la calle y entonces, le hizo un leve gesto a Francisco, que no tardó, ni tres segundos, en ponerse de cinco zancadas tras la puerta.
Cerró el postigo, echando el pestillo, como le había dicho Isabel y ella que lo esperaba en lo alto de las escaleras, le conminó a que subiese.
Allí le esperaba ella con los brazos abiertos y deseosos, como nunca lo habían estado de fundirse mutuamente.
Isabel –la nena- se había pasado toda la mañana arreglando toda su casa y enseres, para que Francisco –el monaguillo- se sintiese totalmente hechizado y como nunca había estado en ningún lugar, a lo largo de su corta vida.
Se había propuesto agradarle y vivir para complacerle en todo, con tal de que él: tuviese un buen comportamiento con ella.
Estaba muy ilusionada y deseosa, pero era muy sensata y sabía aplicar las normas que su madre y su abuela le habían inculcado desde su más corta edad, en el sentido de que: a los hombres se los gana con la buena mesa en un 50% y el otro 50% con la cama.
Ella, no había adquirido mucha experiencia en el segundo aspecto de los dos consejos; pero creía que tenía la suficiente para poder dar a Francisco todos los goces, que su cuerpo y sus buenas intenciones le podían proporcionar.
En cuanto a la mesa, segura estaba, que no le faltaría, ni gloria bendita, a su invitado, pues ella, además: sabía cocinar muy bien y ser una sibarita de la buena mesa.
En poco tiempo, dieron rienda suelta a todos sus deseos libidinosos y casi llegada la media noche Francisco –salió del cubil- con el cuerpo descompuesto, pero lleno de gozo terrenal y henchido de su floreciente conquista, que había terminado, como nunca había podido imaginar.
Ambos quedaron para repetir el encuentro, tan pronto diesen las diez de la mañana del día siguiente, a petición de Francisco –el monaguillo mayor-; aunque Isabel –la niña- bien sabía que la mucha frecuencia en todo aquello, que entra por los sentidos, muy fácilmente: causan empacho y es efímero. Aunque no quiso ser aguafiestas en este primer encuentro y no quiso llevar la contraria a su amante, le consintió otro encuentro, con la prontitud que él deseaba; pero sabía que costase lo que costase, debía llevar la voz cantante entre los dos, no sólo por ser unos veinte años mayor que él, sino porque, si quería conservarlo, como lo deseaba: tenía que espaciar mucho los encuentros, para que siempre la deseara y no entrase, en él, la idea de sus visitas, como una obligación más en su vida, porque entonces se empacharía pronto.
Repasado su vida mentalmente, esa noche Isabel –la niña- se sentía muy contenta de haber quedado sóla en la vida y ahora, tenía ocasión de recuperar mucho del tiempo perdido, de sus esperanzas pisoteadas y hasta de volver a tener la alegría de su mocedad; cuando era tan deseada, entre más de seis de sus pretendientes. Posteriormente con Pepico –el mango- había perdido mucho de sus enteros y valoración personal, aunque era uno de los más apuestos de sus pretendientes y no había sospechado nunca de sus malas costumbres, especialmente sus vicios mujeriegos.
Ella seguía, con cierta frecuencia –normalmente cada seis meses- visitando la consulta del médico Don Luis, casi siempre atemorizada de llevarse alguna mala sorpresa, en la que: le pudiera involucrar su difunto marido; pero ya habían pasado tres consultas consecutivas y el doctor, la alentaba firmemente para que tuviese mucha fe y que afortunadamente, no le habrían quedado rémoras de la grave enfermedad, contagiosa en la mayoría de los casos y que parecía, a todas luces, que en ella no había brotes o contagio.
En pocos días Francisco –el monaguillo mayor- empezó a trabajar de ayudante con Diego –el sereno- (nuevo dueño del camión, que antes perteneció a Pepico –el mango- y que fue marido de Isabel –la niña-), el trabajo que llevaban los dos, era bastante arduo, muy eficaz y sin horario fijo; pues habían hecho causa común: el patrón y el ayudante y hasta Diego –el sereno- le había duplicado el sueldo a su ayudante, por lo contento que estaba de él y lo trabajador que era el muchacho.
En muchas semanas, Francisco –el monaguillo mayor-, llegaba a ganar más que su propio padre y aunque la madre no sabía exactamente el dinero que ganaba, porque él sólo entregaba en casa, como un 60% de lo que percibía, sospechaba, que le iba muy bien con su nuevo jefe y amigo de su marido.
En muchas ocasiones, Francisco –el monaguillo mayor- estuvo tentado de pedir unas horas de permiso a su patrón Diego –el sereno- para visitar el burdel, donde trabajaba Gabriela, pues hacía bastante tiempo –más de tres meses- que no había aparecido por allí y aunque en algunos momentos llegó a echarla de menos, le daba mucha vergüenza pedirle unas horas de asuetos a su jefe, cuando estaban de viaje por Antequera, ya que, no tenía argumento suficiente, que justificase su petición y, por otra parte: tenía sus necesidades y apetencias sexuales bien cubiertas, con los largos ratos, que le proporcionaba Isabel –la niña-; en los que ocupaba todos los días en que holgaban o estaban a la espera de algún porte.
Sin embargo, cierta tarde que se encontró con su amigo Miguelillo –san la muerte- en uno de los ventorros del pilar; éste le preguntó, casi de sopetón: ¿ya no vas a ver la antequerana?, ¡no!, –le contestó- con bastante negligencia Francisco –el monaguillo mayor- ahora es que ando muy ocupado con el camión; Diego –el sereno- y yo, no paramos un momento; ¡sí!, eso tengo entendido, que le va muy bien al cabronazo ese –lo decía de esa forma, porque estaba muy dolido con el dueño del camión, al no haberlo querido recoger de ayudante, cuando se le vino abajo, su emigración a Alemania- y después de soltados esos tonos desairados, le comentó, con la intención firme de herirle, al asegurarle: ¡que yo estuve anteayer con la Gabriela!, y me preguntó varias veces por ti y hasta me dijo, que te echaba mucho de menos; pero ya sabes tú, como son esas tías; lo que quieren siempre es dinero y cuanto más mejor.
Tú has dejado de visitar esos prostíbulos o es que ya tienes: quien te apañe, por otro lado.
Ya te digo que ando, que no me encuentro, con tanto trabajo, como tenemos encima.
¡Qué más quisiera yo, de encontrarme en el mismo pellejo, que tenía antes de viajar tanto.
¿Y tú –Miguelillo-, donde te las buscas?; pues ahora, prácticamente en nada, porque estuve un tiempo tratando de quedarme en Málaga, ayudándole a un familiar, pero el tipo, quería explotarme como a un negro y terminé por mandarlo a la mierda.
Ahora ando por aquí, tratando de encontrar algo adecuado a mis facultades, pero que no me sirva para doblar mucho el lomo; si tú te enteras de algo bueno, me avisas.
Está bien, yo lo tendré muy en cuenta, por lo que pueda escuchar, pero las cosas están bastantes difíciles.
Por lo visto, Miguelillo –san la muerte- hasta esa fecha, desde que trató de irse a Alemania y fue rechazado por el cuerpo médico, que hacía las revisiones médicas, (como consecuencia de su contaminación de chancro reciente y aún, no muy arraigado, pero que necesitaba urgentemente ponerse en tratamiento, lo cual se tomaba a chanza, ante la insistencia del médico local –Don Luis-), estaba dedicándose de lleno a llevar a los más jóvenes del lugar, tanto a Málaga como a Antequera y les servía de guía para visitar los burdeles que el ya conocía de antemano, donde le daban un porcentaje, según los clientes que llevaba y además tenía que ir costeado de todos los gastos, que se ocasionaran, incluso su picada en los burdeles.
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