Antaño: situación pueblerina de la Alta Axarquía Malacitana (página 2)
Enviado por Francisco MOLINA INFANTE Molina Infante
Y muchísima más enemistad se empezaría a fomentar, si era la suegra la causante en las desavenencias o malos modos con los hijos o nietos; las familias se disgregan muchas veces, por malos entendidos, malas voluntades o chismorreos – casi siempre invenciones- de las mentes mal pensantes y envidiosas, que salen a la luz y se fomentan, en ocasiones y descaros, cuando alguien extraño corrige a nuestros propios hijos.
Actos de este tipo u otras correcciones, mal enfocadas con los mayores, por habladurías, casi siempre; a las que son, muy propensas de llevar a cabo, ciertas personas, que además: de no saber llevar sus propias vidas, quieren encauzar la de sus vecinos.
Son: algunos de los grandes males y fomentadores de las enemistades entre las familias de ciertos lugares.
–Nunca deberíamos corregir, informar o tratar a los demás, sin el suficiente amor, como para evitar algunos de los peores males, que nos azotan y, seguro que el provecho: sería infinitamente mejor y nuestras vidas: mucho más placenteras e interesantes.
Debemos evitar por todos los medios, que no haya correctivos indebidos o mal aplicados a nuestros hijos y sólo debemos apoyar y comprender a aquellos educandos, que nos ayudan a la buena formación de nuestros vástagos.
Aún hoy, después de haber aprendido a nadar perfectamente, desde los 10 años y de haber visto infinidad de pozos –Francisco –el monaguillo mayor- cada vez que atisba algún pozo, se retrae lo más lejos posible del brocal y si se ve obligado a sacar agua de él o por compromiso acercarse, para no denotar temor, lo observa cuidadosamente con mucha templanza y si se llega a asomar al brocal, siempre piensa en que el terreno a sus pies se hundirá y caerá dentro para no salir jamás. Muchas veces, tratando de quitarme el miedo, que desde niño le inculcó una de sus tías: se asoma a los pozos de algunos patios conocidos, pero siempre tiene la preocupación de agarrarse firmemente a algún saliente, donde pueda quedar colgado, en el supuesto, de que: el suelo bajo él llegara a hundirse.
Algunos otros miembros del municipio, llegaron a temer mucho a los pozos y muy pocas veces se daban casos de suicidios, por ahogamiento en los pozos y si era bastante frecuente que la gente se ahorcase en las cámaras con un cordel; casi siempre teniendo, como motivos aparentes las discusiones o incomprensiones con los propios familiares.
Ese tipo de amenazas a los más débiles e infantiles, llegan a constituir las pesadillas de sus peores sueños en el futuro, e incluso se suelen dar casos: donde el desarrollo de la personalidad, se trastoca, terminando en enfermedades disociativas de la personalidad e incluso psicológicas, muy difícil de corregir.
Después de muchos años vividos y parte de ellos sobre el agua; algunos vecinos del municipio, siguen sintiendo repeluznos en la piel, cada vez, que tienen que acercarse o les nombran, algo referente a un pozo desconocido y algunos, como Miguel –el verraco-, Rodriguito, el propio Francisco –el monaguillo mayor- y otros: siguen tratando de quitarse ese recelo y alguno de ellos, han llegado a comentar, que tan sólo, cuando ven de moverse el agua en el fondo del pozo y comprueban, que no se pueden caer dentro, es cuando se les quita toda la sensación del vértigo psicológico, que sienten desde su interior. Ese era un correctivo muy frecuente, que imponían a los niños, por toda la vecindad y que hoy en día equivaldría, a castigar a los niños, sin salida a la calle, no darles la asignación semanal o encerrarles en la habitación sin ver la televisión o no dejarles encender el ordenador. Poco hablaban los padres o los abuelos de entonces con los niños o los adolescentes, si no era: para reprimirles o pegarles golpes e incluso palizas duras.
Sólo, cuando empezaban aquellos niños a hacerse hombre –normalmente, cuando les empezaba a salir la barba-, las madres o las abuelas, bajaban sus influencias, para dar paso: a doblegarse ellas ante el carácter del hombre, que se estaba formando en aquellos mozalbetes.
Algo parecido, les ocurría a las hembras, pero con más saña en ellas, pues hasta que no salía para el altar a contraer matrimonio, siempre estaban sometidas a las indicaciones de sus progenitoras, e incluso en muchas ocasiones, los nuevos hogares que formaban estas mujeres, estaban dominados o gobernados por las madres, las hermanas mayores, las suegras o las cuñadas, siendo el nuevo hogar –en muchas ocasiones- el centro o refugio de todas las chismosas de las dos familias, donde no tardaría en surgir las desavenencias familiares e incluso los conflictos entre la pareja.
Tan sólo el padre, como cabeza de familia, seguía ostentando la autoridad máxima y dueño y señor de todo lo concerniente en la familia, incluidas las personas. Normalmente, durante la niñez o la pubertad, ellas se limitaban a cumplir con sus tareas domésticas y cuidar a los críos; pero faltaba esa trasmisión, que debe ser y hacerse con los afines a la sangre.
Y claro está, que en muchas ocasiones: no faltaba el cariño sincero y sentido en muchos actos y la esplendidez de las caricias y carantoñas, muy sentidas y expresadas.
Nuestros progenitores siempre estaban dispuestos a darnos sus órganos, como los riñones, en caso necesario y si había alguien delante, nos daban hasta la vida, si fuese necesario; (por entonces se empezaban a conocer los primeros trasplantes de riñones).
Pero siempre era tabú todo lo referente a la sexualidad y, considerado desde siempre: de generación a generación, con un ocultismo total.
Ese era el mal general desde antiguo y de la mayoría de las familias en la educación de sus hijos; cuando hubiese sido muy necesario e imprescindible, que algún miembro mayor y con capacidad de educador: se hubiese ocupado de mostrar la vida, tan cruda (tal cual es) y en las diferentes etapas de un aprendizaje adecuado a la edad.
De esa forma se hubiese evitando los tirones de riendas, que suele dar la vida misma, rompiendo las quijadas, en los que: en muchos de los casos llegan serretazos tardíos a unas quijadas enfermas o podridas, que llegan tarde para tratar de controlar, nuestros más bajos instintos.
Los caballos, no suelen ser desbravados o domados, cuando están transitando su edad adulta, sino cuando son potros salvajes: donde los más osados desbravadores, llegaban a sacar sangre de sus quijadas para adiestrarlos; nunca así, tendrán que ser los padres, ni tratar de educar a los hijos con métodos brutales e impositivos. Siempre deben ser amorosos y comprensivos, especialmente en la edad de la pubertad, cuando empiezan a florecer los más elementales apetitos carnales, propios de la edad, que en muchos casos de la pubertad y en la mayoría de los adolescentes, fueron desbocados y muy mal encauzados: por falta de ese tacto y en tiempo adecuado, en los que: hay que abordar a los hijos, tanto a los varones, como las féminas, para que no lleguen a ser pasto de los desbravadores peligrosos. No debemos achacar, esa falta de confianza de los padres para con los hijos y viceversa, a las normativas de convivencia de la época dictatorial, ni a la gran influencia de la Iglesia Católica; sino a la falta de amor, comunicación e interés en todo lo que: se refiere a la formación integral de la familia y muy especialmente a los padres; que aún: sin estar preparados para ello, siempre debieron tener la comunicación, como obligación primordial en la educación de sus hijos; casi siempre desatendidos por comodidad, en muchas necesidades personales.
No es la mejor forma de contener un río: poniéndole una represa, cada vez más alta: hay que darle salida al agua para, que se extienda por los campos de forma que no erosiones los pejuares venideros. Cuando todo es pecado y todo es condenado: el individuo vive sin vivir la vida, que Dios le ha permitido alcanzar; por culpa de los hombres y sus normas, que se han encargado de negar el amor y el perdón; tratando de administrar las vidas y haciendas de los demás, por el mero hecho de sentirse algo más poderosos. Al menos, en el ámbito social del pueblo de Ranemloc, los padres tenían muy pocas oportunidades de mostrar la vida, a los ojos de sus hijos, tal cual era; a no ser, que: ellos mismos fuesen tan explícitos y diestros, como para repasar los distintos estados de la vida misma y sus acontecimientos, sin tener reparos ante sus hijos, seguros de que hacían un gran bien educándolos y a sabiendas de que ellos: sufrieron las mismas escaseces, en estas materia de exposiciones y aprendizaje, cuando fueron adolescentes; cuando, ni tan siquiera, tuvieron oportunidad de ir a la escuela.
Aquellos padres, que representaban, de alguna forma: la excepción de la regla cotidiana, conseguían unos hijos con mejores costumbres y mucho más respetuosos con ellos mismos y con los demás humanos, aunque no estuviesen presentes en todos sus actos, pero fueron capaces de enfrentar todos los acontecimientos, vivencias y peligros, que podían asaltar a sus vástagos y con la valentía que pusieron en comunicarles lo que les esperaba, sirvió muy oportunamente, para que fuesen escogiendo los caminos futuros, que más les convenía. Considero, que esa hubiese sido la mejor forma de enseñanza en todos los aspectos y de poder adquirir con amor todos los conocimientos futuros en cualquier adolescente.
Esa ternura, que proporcionaban los padres y especialmente la madre; aunque de manera distinta y diferente a los profesores: entra con más fluidez en el corazón y el entendimiento de cualquier niño, porque es semejante a la ternura concentrada, que todos anhelamos de cualquier ser.
Solamente ese amor se da en las parejas, que se aman con sinceridad desde que entraron en relación, en las madres, que no restan sus esfuerzos: llevando los chismorreos y las vidas de los demás y se dedican con gran ahínco y esfuerzo en sacar a sus hijos hacia delante, por la senda de la honestidad y de la sinceridad; con el amor y cuidado que necesitan dar hacia los hijos en todos los momentos y criándolos en el temor de Dios –que es amor-. Cuando Francisco –el monaguillo mayor- tuvo noticias de que su primo Rafael –el chato- había muerto de un chancro, pensó que eso sería como un gato, que enfurecido: le había comido su miembro viril, mientras lo hacía con las puticas de los pinos de Gibralfaro, yendo de la mano de un cincuentón, conocido, como Pedro –el garrafín- por el hecho de que siempre andaba por los ventorros, jugando a la garrafina.
"Se denomina garrafina a un juego del dominó, donde: las partidas están compuestas por 4 miembros, que desde el comienzo del juego, cada componente escoge una ficha, quedando de mano el que saca la ficha más alta, posteriormente remueven todos las 28 fichas del dominó y cada uno escoge 7 fichas, quedándose sin juga esa partida el anterior, situado a la izquierda, del jugador que sacó la ficha más alta, que además sale con ventaja y por el doble que él tenga, por más conveniente –de sus siete y el que más le interese-; con ello abre puerta.
También se inicia, de la siguiente forma: todos remueven la piezas del dominó sobre el tablero y cada uno de los 4 jugadores, escoge 7 piezas, saliendo de mano el que saque el 6 doble, que será el mano y quedando el jugador de la izquierda –al que sacó el 6 doble- sin jugar y dejando las 7 fichas –boca abajo, sobre la mesa-, si alguno de los otros tres miembros, no puede ordenar la fichas –que le tocó en suerte- adecuadamente, para que todas sean correlativas, por una sóla calle, puede cambiarlas por las que soltó el jugador, que está sin participar en la jugada, para que tenga la posibilidad de tener mejor encaje; pero este hecho del cambiar las fichas, le obliga a pagar por cada punto el doble de la normalidad, de aquellos puntos que no pudo encajar en su calle; tiene preferencia en cambiar las fichas, el que salió de mano con el seis doble y si éste no cambia, pasa el turno a los de su derecha, finalmente cada jugador va poniendo por orden de turno una ficha tras otra, por su puerta abierta con un seis y si no lleva, cualquier pieza para poner por su puerta, tiene que esperar a que otro le abra la puerta, con alguna ficha que le sobre. Posteriormente el que salió de mano, moverá las fichas para la próxima jugada y se queda de descanso y así sucesivamente, hasta que algunos de ellos pierden todo el dinero que puso sobre la mesa y se levanta, para dejar el sitio a otro, que quiera jugar. En aquella época –cuando un hombre ganaba unas 50 pesetas al día de peón de albañil, cada punto que le quedaba a los jugadores que no pudieron poner sus fichas, pagaba al que las puso todas el primero: una peseta el punto; así que fácilmente podías perder en una sentada el sueldo de toda la semana". Ese juego de la garrafina, era muy corriente por aquella época y también tenían mucha aceptación y eran bastante ruinosos otros que jugaban a las cartas; pero sin duda alguna los que hacían estragos entre los adictos, eran aquellos –que aún siendo perseguidos por la Guardia Civil- lo jugaban a escondidas en algunas cámaras ocultas de ciertas casas; donde llegaban a jugarse en –tan sólo un partida- fincas, casas, e incluso sus propias mujeres, como fue uno de los casos excepcionales, que se comentó bastante tiempo por todo el pueblo y que le costó el matrimonio al atrevido que lo empeñó, al no poder cumplirlo obviamente. Francisco sacó sus propias conclusiones de la muerte de su primo Rafael –el chato- y en esa idea permaneció todo aquel año y parte del venidero; pero cuando llegó finales del mes de abril y su amigo Miguelillo –san la muerte– le avisó de que el miércoles próximo se podrían ir a Antequera y, tan pronto, como él terminara de descargar el camión de las almendras, se irían a visitar a la rubia. También le comentó que: había convenido con el conductor Blasico –mangas largas-, para poder ir a casarse los tres, a las afueras del amurallado antequerano. Ante tal noticia, inesperada en esos momentos, Francisco –el monaguillo mayor- empezó a ponerse muy nervioso y –a duras penas: le comentó que tenía mucha prisa, porque tenía que volver a casa y que luego –a la tarde: hablarían. Hasta la madre, cuando lo vio entrar a la casa, todo sofocado, desde la cocina -le preguntó- ¿te pasa algo Francisco?; pero él tuvo fuerzas y templanza suficientes, para contestarle –nada, me ocurre madre- es que: he venido un poco deprisa desde la iglesia, porque tengo que volver en menos de una hora; claro que lo pretendido por Francisco, era: ver aquella misma noche, con más tiempo al tal Miguelillo –san la muerte- quién había podido darle el recado bastante temprano, pero no se podía retrasar, porque el conductor, le estaba metiendo mucha prisa para ir a sacar el camión de la cochera y emprender el viaje a Vélez, como había previsto Pepico –el mango-, que era el dueño del camión, al que tenían que recoger a la salida del pueblo y sólo faltaba media hora; tenían mucha prisa esa mañana, pero él haría por verlo con mayor tranquilidad, para que le asesorara y con más lujo de detalles, sobre el viaje que tenía previsto para el próximo miércoles. Tan pronto, como hubo cenado –que lo hizo temprano, sin esperar a que todos estuviesen sentados en familia, alrededor de la mesa redonda del salón- se marchó, como alma que persigue el diablo, hacia las afueras del pueblo, para tratar de verse con Miguelillo –san la muerte-; posteriormente, la madre: tendría que disculpar su ausencia ante su padre, que seguramente preguntaría por él. Al cabo de más de media hora, durante la cual: estuvo recorriendo más de cuatro de los ventorros, donde su amigo solía estar presente a esas horas, finalmente pudo localizarlo; se encontraba sentado en una mesa cuadrangular -del chozajo exterior del ventorro- jugando unas garrafinas. A su llegada, rápidamente se hizo ver por Miguelillo –san la muerte- e incluso le insinuó: su deseo de hablar con él, pero: tuvo que esperar casi otra media hora, hasta que la partida hubo acabado -en la que su amigo, que iba de mano en el turno-; entonces Miguelillo –san la muerte- se levantó, dejándole el sitio a otro interesado en el juego y ambos se apartaron hacia otra mesa vacía, donde se pidieron unos quintos de cerveza, que consumieron lentamente, mientras charlaban y proyectaban la visita del miércoles al puticlub antequerano. Todo está preparado y hablado; ahora sólo depende de ti –le dijo Miguelillo –san la muerte-. El chofer del camión, Blasico –mangas largas-: está con nosotros, pues se ha enterado de que el patrón y dueño del camión Pepico –el mango- va a tener que estar metido en la cama, por lo menos 10 días; porque se lo ha mandado el médico Don Luis, desde ayer, que fue a su consulta algo malillo y, parece ser que: tiene más importancia su dolencia de lo que él pensaba; así que toda la semana que viene Blasico –mangas largas- y yo estaremos dando los viajes solos y como le había hecho compromiso a Blasico, para que tú nos acompañases a Antequera en la primera ocasión que se presentase; él me lo ha dicho a mí: para ir juntos el miércoles que viene; está muy bien, le comentó Francisco y te lo agradezco.
Bueno, prosiguió Miguelillo –san la muerte- pero hay un pequeño problema, y es: que Blasico –mangas largas- dice: que tenemos que pagarle el casamiento con una morena que hay allí –donde pensamos ir- que a él le gusta mucho y yo no sé si tú tendrás ahorrados dinero, para costearle el polvo del chofer. Algo pensativo se quedó Francisco, pero al poco le respondió abiertamente a su amigo: no hay problema, dile que será en pago del viaje y para que no vaya a comentarlo con nadie, porque yo tengo que evitar que mis padres lleguen a enterarse. Aún estuvieron dialogando largamente los dos amigos, pero tan pronto terminó de beberse el quinto de cerveza: Francisco se levantó, como si hubiese salido de un resorte y le dijo a Miguelillo –san la muerte- que a la tarde siguiente, volvería a verse de nuevo en ese mismo ventorro, para seguir hablando del tema y para ir preparando el viaje, pero ahora tenía que salir corriendo para su casa, pues hace tiempo que debería estar allí, porque su padre, era de armas tomar y hasta era capaz de ir a buscarle a la iglesia, donde él le había dicho a su madre, que tenía que volver. Por otro lado, no quería tener problemas aquella semana, al menos hasta que pudiesen volver del viaje programado. Aquella noche, casi no pegó ojo Francisco, pensando y organizando mentalmente el viaje a Antequera; llegó hasta a masturbarse dos veces, idealizando su encuentro con la rubia, de la que le había hablado Miguelillo –san la muerte- y pensando imaginativamente en la ficha memorística que había archivado de su vecina Juanita, cuando la vio desnuda en su patio colindante, mientras se daba una ducha con la manguera de regar las plantas y, aunque después: Francisco siempre había estado al acecho, para poder favorecerse con el panorama ansiado y visto anteriormente o cogerla en alguna otra ocasión comprometida; dicha deseada ocasión, nunca volvió a darse, ni repetirse, en circunstancias propicias, pues seguramente la chica: se sospechó del tal descuido y nunca más volvió a repetir la ducha en el patio de su propia casa, ni se desnudó en lugares, desde donde corriese el riesgo de ser observada. Al día siguiente, todo ojeroso y algo pálido, se levantó y fue bastante observado por su propia madre, que le reprochó su aspecto y le conminó a decirle, lo que estaba haciendo, para tener tan mal aspecto; la madre muy posiblemente sospechaba que: su hijo, andaba algo picardeado y muy posiblemente abusaba de la masturbación. Como siempre y, desde hacía bastante tiempo, no prestó consideración a las palabras de su propia madre y casi con un gesto de desaire hacia ella, salió de su casa, camino de la iglesia, pues era domingo y ese día debía estar muy pendiente de sus tareas, que era cuando el cura Don Antonio, estaba más tiempo y más pendiente de todo lo que se cocía en la iglesia. El sacristán, que se llamaba Agapito, cuando lo vio entrar, lo llamó a la sacristía y le encomendó parte de la tarea que tenía que hacer, antes de las once, que era la hora de la misa dominical y además tenían un casamiento; lo del casamiento, le interesaba mucho a Francisco –al igual que a todos los miembros laburantes de la iglesia, pues había algunos donativos y propinas, que alcanzaban para todos-. Desde que se despertó aquella mañana, sólo tenía en mente, la forma de recopilar algún dinero, para poder llevar lo suficiente al viaje de Antequera, y no encontraba la forma de reunir más fondos; pues a pesar de que él no era gastoso y tenía su propia alcancía, cuando la revisó la última vez –quitándole el tapón de botella que le había colocado en la panza, para poder ver su contenido, cada vez que él quisiera, sin necesidad de romper el puerquito-, sólo tenía unas 80,50 pesetas y eso no le alcanzaba, para poder costear los gastos –que ya le había avisado Miguelillo –san la muerte- y que haría el chofer Blasico –mangas largas-. Seguramente algo le darían los novios del casamiento, pero a pesar de que rebañara lo que le correspondía a su compañero monaguillo Luis, al que podría engañar fácilmente; con todo ello, no le alcanzaría para reunir lo suficiente. Estuvo toda la mañana meditabundo pensando en reunir dinero, lo hizo: mientras extendía las tres alfombras rojas, que hacían el recorrido hasta el altar mayor, desde el mismo escalón de entrada a la iglesia –en el tramo mayor, siempre tenía que ayudarles Agapito –el sacristán-, por ser muy pesada para los dos monaguillos y además era bastante pesada. Después, los monaguillos, dispusieron las flores contrahechas artificialmente, por el altar mayor y las tabicas de los tres escalones que daban acceso al altar mayor. También ordenaron adecuadamente los bancos, donde debían acomodarse los feligreses. Quitaron algún polvo del confesionario y de los bancos y finalmente –juntamente con el sacristán Agapito- ordenaron las ropas, que debía lucir el párroco Don Antonio durante la ceremonia. Mientras tanto, tuvieron que subir y bajar tres veces a la torre de la iglesia, para dar las llamadas -en un repiquetear de las campañas- llamando a misa. Todo quedó dispuesto, para que no pusiese ninguna pega Don Antonio, ni diese sus quejas al sacristán –Agapito-, pero a pesar de ello, algo estuvo refunfuñándole, que Agapito, salió de la sacristía y a ambos monaguillos los cogió de las patillas, al tiempo que le aseguraba, que por las escaleras de la torre, no se podía correr al galope, porque levantaba mucho polvo y se llenaba todo el recinto de la iglesia. Efectivamente, ambos habían subido y bajado a todo trapo y como las tarimas y los escalones eran de madera, levantaron una polvareda descomunal –seguramente debían tener todo el polvo acumulado desde tiempo inmemorial y tan sólo con los desconchones de las paredes laterales, todo se había convertido en polvo. Aquella regañina, puso de uñas inmanifiestas a Francisco, rumió su pesar, pero le dio pié y en su ira, quiso tomar venganza, para lo cual, le acudió a la mente la idea de robar parte del contenido de los cepillos, tan pronto como le fuese posible y tratando de que no le observara nadie, ni siquiera el pequeño Luis. Los novios llegaron muy puntuales, recibiéndolos el cura y el sacristán a la puerta de la iglesia perfectamente vestidos de ceremonia y el sacristán, algo barrigón con la sotana, parecía más la madre de la novia, que el propio tío, que lo era. Casi toda la ceremonia, Francisco estuvo pendiente de las gentes y de los que se acercaban a depositar sus donativos en los respectivos cepillos. Apreció rápidamente, que no debía perder de vista la cajita de madera que esta colgada al lado mismo de la pila del agua bendita, ya que era: la que con más frecuencia era utilizada por los feligreses, que se acercaban, tanto a la llegada, como a la salida del recinto y casi de cada diez personas, una de ellas depositaba su donativo en el buzón. El cura párroco, con gran énfasis y claridad, se dirigía a los asistentes, pero muy especialmente a los dos novios –ya marido y mujer-, para encomendarle una línea de conducta de igual a igual a lo largo de sus vidas, dentro de la fe y en la observancia de la vida cristiana. Cada uno de vosotros –les decía- tenéis la misma dignidad y aunque en sexos diferentes o de manera distinta, ambos lleváis incrustada en vuestras almas, la ternura y además representáis el poder del Todopoderoso. Esta unión, que hoy voluntariamente os otorgáis, debe ser un vínculo perdurable a lo largo de toda vuestra vida. La unión del hombre y de la mujer con el sacramento del matrimonio, es un contrato que se hace ante Dios, que aquí se hace presente y participa de vuestra entrega voluntaria y es la mejor forma de trasladar a la carne, la generosidad del Creador, que veréis patente con fecundidad, en vuestros hijos. Con este sacramento, que hoy aceptáis voluntariamente, os convertid en una sóla carne y así está escrito en las Sagradas Escrituras:
"El hombre deja a su padre y a su madres, para unirse a una mujer –haciéndose una sóla carne sacramentada, con los vínculos del matrimonio-: la unión del hombre y de la mujer –en un plano de igualdad, dentro del matrimonio cristiano- es: la única forma y manera de entrega carnal, con toda la generosidad y fecundidad que nos marcan las leyes divinas".
El matrimonio madura la sexualidad y nunca dificulta el dominio que la voluntad personal tiene sobre los actos de afecto corporal que exigen la atención sexual de ambos individuos y no supone un rechazo o enmascaramiento a lo establecido en las leyes divinas, sino todo lo contrario: es muy necesaria en la maduración y purificación para tener una clara y completa sexualidad, considerada como un don otorgado al hombre y la mujer, con la complacencia del Todopoderoso. Estos conceptos debéis tenerlos muy claros a lo largo de toda vuestra vida en común porque serán siempre el banco de pruebas y la sala sanitaria, para que vuestra vida en común, llegue a alcanzar la más optimas de las grandezas y entrega. Mientras todos escuchaban el sermón que en su plática estaba desarrollando Don Antonio, Francisco estaba totalmente absorto e inducido por sus pensamientos, no llegaba a captar, absolutamente nada, del contenido de las palabras –tan constructivas y reparadoras a las mentes febriles de muchos de los presentes, que no tenían muy claro los conceptos indicados en el sexto mandamiento. Casi todo el mundo andábamos muy descarriados y nunca llegábamos a entender el contenido, tan vital para el ser humano, como la comprensión lógica y razonada de las relaciones sexuales, cuando éstas se manifiestan y en muchas ocasiones llegan a ser la mecha que prende todas las fogatas exterminadoras del homo sapiens. Seguramente, habría algunos de los presentes, que no admitía o no estaba conforme con las palabras que salían por boca de Don Antonio y hasta el propio Agapito, el sacristán, que apenas estaba a unos dos metros de él y que superficialmente le seguía, denotaba un grado de escepticismo tal, que llego a decir por lo bajini: -nunca la jodienda, tendrá enmienda-. Lástima de los pensamientos de este individuo, dedicado a los temas y servicios eclesiásticos y de los que podía comer todos los días, que: si hubiese tenido mejores ideas y sentimientos: hasta –muy posiblemente- hubiese podido haber ayudado al monaguillo Francisco, para que no cayese, a tan temprana edad en las garras de la liviandad de sus mal llevados pasos. Estas negligencias de los mayores; conformistas, con las vidas cómodas que llevan, la mayoría de las veces, son: los responsables de los males de muchas familias, de muchas de sus enfermedades y de sus ruinas. Sin embargo, el pequeño Luis, con tan sólo 7 añitos –monaguillo de menor importancia- si que estaba esforzándose en comprender las palabras, de un contenido extraño, de predicaba con tanto énfasis el párroco –imponentemente ataviado y con aquella voz profunda que le caracterizaba, cuando se subía al púlpito a predicar los domingos. Alguna ayuda debió recibir Luis, para llegar a entender gran parte del contenido y de los consejos que estaban recibiendo los feligreses y especialmente los dos contrayentes. Estas o parecidas palabras, fueron las expuestas y explicadas por Don Antonio el sacerdote a los dos contrayentes, sobre la sexualidad humana, como motivo de santificación de la pareja ante los ojos de Dios y que a todos nos venía muy bien, ante la banal conducta del ser humano, una cultura muy carente en todos los aspectos y los tabúes formados alrededor de todo lo que se refiriese a sexo. Normalmente la mayoría de los humanos vivimos y desarrollamos nuestra sexualidad: aplicando los motivos anteriormente apuntados entre los tabúes o deformaciones informativas; muy empobrecida, reducida o circunscrita al entorno corporal y siempre fue relacionado -de forma egoísta- al placer carnal. Tenemos desde nuestra juventud una carencia total de información; porque las enseñanzas, servicios informativos o lecturas recibidos y aconsejadas en las escuelas, por parte del profesorado, o de los padres, desde el seno de la familia, nunca fueron los más adecuados en el tiempo y en la sociedad que nos tocó vivir en nuestra infancia y juventud, aún alejada de los medios digitales, que hoy en día están en buen uso al servicio de cualquiera, pero que debe ser vigilada, dichas informaciones, por parte de los padres y de los profesores. Seguramente –si hubiésemos adquirido la cultura sexual adecuada en su momento oportuno –de la que siempre hemos adolecido, las generaciones pasadas- basada en la realidad de los hechos y ajustada a la verdad de nuestras vidas en formación; muchas vidas de jóvenes estarían todavía latentes en nuestra sociedad y no ocuparían con sus cuerpos muchas tumbas de los cementerios, debido a las enfermedades venéreas, que contrajeron y ocultaron atemorizados, hasta que se hizo tarde para aplicarles los remedios adecuados. Los padres, son los responsables más directos de que sus hijos reciban una cultura y claridad de ideas, totalmente cristalinas, en todos los aspectos sexuales y de cómo deben ser sus comportamientos ante los dilemas que se les presenten en cada momento, por de seguro, que se les presentarán siempre; por ello toda la información que les demos debe ser verdadera, aunque sea cruda, plena y sin reparos personales. Dentro de la formación personal del individuo, está: la maduración de su propia personalidad, que se fundamenta en un dominio de sus propios actos en todo momento, con honradez y soltura. La templanza en las actuaciones lleva a los individuos a triunfar en los emprendimientos que acometen y la honradez de sus actos, favorecen su éxito y permanencia; el respeto hacia los demás favorece la apertura de horizontes personales a medida que el individuo progresa, se desarrolla y fortalece para alcanzar la adultez. De cualquier forma, es seguro que las buenas costumbres que se le inculquen a los jóvenes, permanecerá toda la vida ayudándole en sus quehaceres y vida ordinaria en relación con los demás; también parece muy exitoso, para superar los egoísmos personales y revierte en la extroversión de la persona, al tiempo que protege su intimidad, su pudor y la hacen más alegre. Siempre serán pocos los esfuerzos que debemos hacer los padres para conseguir que nuestros hijos: adquieran, tengan y utilicen siempre buenas costumbres, dentro y fuera de la casa familiar; pues somos los máximos responsables en la formación integra de nuestros retoños. El monaguillo Luis, no perdía puntada de las palabras del sacerdote Don Antonio y estaba muy favorecido; se sentía imbuido por aquellas palabras del sacerdote y a él le estaban abriendo muchas ventanas en su interior, que antes ni sospechaba que existieran. Ahora recordaba y empezaba a hilvanar las enseñanzas que había recibido meses atrás –en preparación y que le sirvieron para poder celebrar su Primera Comunión; un Catecismo, que había considerado incomprensible durante todas las semanas de su asistencia, preparatoria para recibir el Cuerpo de Cristo; ahora se le iban abriendo, como unos paisajes, por los que seguramente tendría que andar en la vida y al ir comprendiendo el contenido de todos los actos impuros: se sentía muy personificado, ante los acontecimientos que había observado en sus padres –comprendiendo muchos de los pasajes del sermón- que estaba dando el párroco a sus feligreses y especialmente a los contrayentes. En muchos de los pasajes del Catecismo que tenía que estudiar –cuando estaba preparando su Comunión- se hablaba mucho de la pureza, como templo o casa divina y de la vocación a la castidad porque esta virtud es condición y parte esencial de la vocación al amor, es: un don de sí, con el que Dios llama a cada persona para alcanzar la perfección. El ser casto representa un respeto racional a uno mismo y hace posible el amor sano y sincero con los demás, que alecciona y fortifica al cuerpo, para sobreponerse a las tentaciones de la carne. Aún no llegaba a entender mucho Luis –el monaguillo menor- todo el significado de lo indicado en el catecismo y como no encontraba nadie adecuado, a quien consultarle sus dudas, se empecinaba en muchas ocasiones, leyendo una vez y otra las frases que contenía el librillo, que le dio el propio Don Antonio a su madre, cuando ésta fue a indicarle que deseaba preparar a su hijo Luis para que hiciese esa primavera, su Primera Comunión, pues estaba próximo a cumplir los 7 años.
De alguna forma, entendía él que su cuerpo, era: como una iglesia en miniatura, donde se instalaba Jesucristo, cada vez que él tomaba la ostia y aquello le agradaba mucho; su cuerpo era ese templo, al que muchas veces se refería el sacerdote Don Antonio, en la mayoría de los sermones que daba a los fieles, al menos en las ocasiones en las que él le había entendido, desde que era monaguillo –una semana después de haber hecho su Primera Comunión. De alguna forma, él se sentía muy diferente, desde que sucedió tan grato acontecimiento, porque se volvió más cariñoso con sus padres y sus hermanos (con él era cuatro hermanos en su casa), también se propuso ser mucho más aplicado en sus estudios en las clases que impartía Don José –en la única escuela unitaria, que había en el pueblo-, procuraba ser muy respetuoso con todos los adultos y evitar las peleas con los demás niños. Le era mucho más agradable llevar su vida llena de alegría –con lo que todo le resultaba mucho más fácil de comprender y realizar las pequeñas obligaciones que tenía en casa, en el colegio y en su calidad de monaguillo. No llegaba a entender la forma en que se complicaban algunos otros niños de su entorno y cómo se iban desviando con conductas hacia el mal, sin encontrar ninguna compensación agradable a cambio y se iban complicando la vida con todo el mundo, además de andar atemorizados y escondiéndose de las personas que más les querían. Eso le estaba ocurriendo a su compañero Francisco –el monaguillo mayor-, que lo venía observando desde hacía algún tiempo, cómo se iba corrompiendo, sin sentido, ni razón: bajo su punto de vista. A su corta edad, ya sabía distinguir la persona que procura cumplir con honestidad y llenarse de valores, tan sólo con cumplir fielmente los dictados de su conciencia y él sabía, perfectamente: lo que tenía que hacer en cada momento, tan sólo con hacerle caso, en unos segundos en que le diese espacio, para poder opinarle internamente. Era sorprendente, se decía Luis –el monaguillo menor- a sí mismo: antes de recibir a Cristo, apenas si sentía muy pocas cosas de esta vida que vivimos los humanos, pero a partir de entonces, he descubierto mi interior, que está dirigido, como una buena orquesta por mi propia intimidad, que está contenta cuando su comportamiento es el correcto y se entristece, cuando se va cubriendo con las nieblas, de las malas acciones, donde entran todas las torpezas que puedo ir cometiendo a lo largo del día. Cuando salieron del banquete –don Antonio –el cura-, Agapito –el sacristán- y Luis –el monaguillo menor- fueron muy bien atendidos y agasajados por la familia de los novios y a Luis, además de regalarle una bolsa con una diversidad de dulces, le dieron un cigarro puro, para que se lo llevase a su padre y un billete de veinticinco pesetas, como obsequio; ahora volvía a darse cuenta de que las personas, también pueden ser muy agradecidas con los demás, especialmente, cuando se sienten felices. Al salir del patio, donde se había y estaba celebrando los desposorios –Luis- el monaguillo menor, estuvo unos minutos esperando a que Don Antonio y el sacristán, terminasen de despedirse de algunos de los congregados en el entorno de la salida y en esos momentos, pudo sentir a un vecino suyo, que se llamaba Mariano, decirle a otro –denominado Periquillo-que era familiar de los novios: ¡no veas, cómo se van a poner los dos, dentro de un rato, él no pudo adivinar a lo que se refería Mariano y cuando llegó a su casa, le preguntó directamente a su madre, el significado que había querido comunicar, su vecino Mariano a Periquillo y entonces su madre, que quedó azorada inicialmente, ante tal pregunta, le contestó muy clara y abiertamente, con estas palabras: con tú sabes los dos novios que se acaban de casar hoy, se quieren mucho desde que eran bastante jóvenes –tú los has visto en muchas ocasiones, hacerse caricias y darse incluso muchos besos-, es normal entre los novios, que se quieren de verdad; pero cuando ya llegan a casarse, es que no es suficiente alimentar ese cariño mutuo, con los besos y las caricias que se dan, teniendo que marcharse, al final de cada jornada, cada uno a sus respectivas casas –la casa de sus familiares-, sino que necesitan vivir siempre juntos para formar una nueva familia, por eso se casan y después se van a vivir para siempre, como lo estamos tu padre y yo; y el hecho de mala educación que han dicho –delante de ti-, de que: -como se van a poner los dos, dentro de un rato-; significa, que a partir de su matrimonio, pueden hacerse todas las caricias y besos que ellos deseen e incluso fundirse el uno en el otro y tratarán de traer un hijo cuanto antes, como fruto vivo de ese amor.
–Sí mamá, todo eso lo entiendo, pero no llego a entender, como pueden con tanto amor, con caricias o con besos, puedan encargar un hijo.
Bueno Luisito, será mejor que eso se lo preguntes a tu padre, cuando llegue, porque yo, no estoy muy preparada para explicártelo y es mejor que sea de hombre a hombre, como lo podrás entender mejor y sin dificultad.
Ahí quedó la cosa y Luis –el monaguillo menor- se quedó esperando a su padre para que le explicara todo aquello que a él le preocupaba.
Es muy importante en la formación de las personas, sobre todo en la etapa de su niñez y pubertad –en cualquier etapa de su juventud- hablarles claramente de todos los aspectos de la vida, donde empiezan a desenvolverse y se debe hablar clara y crudamente de la sexualidad, de la castidad, del respeto a uno mismo; la explicación profunda, llana, sincera y estrecha entre nuestros hijos, los hará fuertes, cuando tengan que enfrentar algunos de los problemas en relación con la capacidad de amar, la sexualidad y cualquier otra relación con los demás. Los distintos caminos que nos llevan más allá de nosotros mismos en los placeres de este mundo, todos están marcados por caminos que ha extendido nuestro Creador para que cursemos rutas, ciertamente divinas con toda la calidad del erotismo para alcanzar el éxtasis sublime, que sólo se consigue por las sendas de la purificación, la renuncia a las perversiones y el amor sincero entre la pareja; porque Dios es amor, que no sólo está circunscrito a Él mismo, sino que, por ser nosotros sus propios templos, estamos en comunión muy personal con ese amor. Por ello, estamos creados a Su imagen y semejanza y con la capacidad de reproducirnos, adquiriendo una gran responsabilidad de transmitir ese amor y purificación hacia nuestros hijos, por cuya corporeidad se perdura. El ser humano que tiene una observancia fiel de ese amor divino transmitido, la hace virtuosa ante los demás y la lleva, como persona, por el camino del bien vivir, con benevolencia y dentro de una paz interna, que se transmite irreversiblemente hacia los demás seres. Más de media hora, se pasó Luis –el monaguillo menor- sentado en el escalón de la puerta principal de su casa, esperando ver aparecer a su padre por el recodo de la calle y tan pronto como lo vio venir, salió corriendo a su encuentro, con toda alegría y después de haberlo colmado de besos su hijo, se asió de la mano, hasta que traspasaron el umbral de la puerta y tan pronto como se saludó con los otros hermanos y con la madre, que no fueron menos efusivos, Luis –el monaguillo menor- le soltó la pregunta a su padre, no dando tiempo, ni siquiera a que la madre alertara al padre; el padre reunió a toda la familia alrededor de la mesa, como tratando de sacar algún tiempo, mientras pensaba la respuesta que debía darle a Luisito, sin incurrir en errores, malas interpretaciones por parte de los hijos y mucho menos sin ajustarse a la verdad de la vida misma. Por ello, cuando todos estaban alrededor de la mesa prestando mucha atención: el padre les comunicó, con pelos y señales la forma humana de encargar a los hijos, mediante el profundo amor que debían tenerse las parejas, para constituirse en padres de un nuevo ser. Esa trasmisión sexual del hombre con la mujer, encierra una parte de cada uno de los padres, que lo engendran y ambos lo tienen como prenda en la entrega hecha, para el nuevo hijo se forme dentro del vientre de la madre y venga a este mundo con toda la salud posible, siendo una bendición que nos otorga Dios y para que nos llegue: lleno de alegría en el camino de nuestra salvación. Parece ser que el padre de Luis estaba muy bien versado en todo el tema de la reproducción humana, desde el punto de vista de ser un creyente católico auténtico.
¿Entonces –papá- sólo los hombres y las mujeres pueden encargar a los hijos?; dentro de la especie humana, sí, sólo ellos como pareja; pero los animales también lo encargan de parecidas formas y los vegetales, a través de esquejes, yemas, semillas, raíces, etc. Y –papá- ¿qué son esquejes?, por ejemplo, cuando tu madre arranca un tallo de un geranio y lo planta en otra maceta, donde después saldrá otro geranio igual: eso es un hijo del esa planta, mediante un esqueje. ¿Estás satisfecho Luisito?: le preguntó el padre; sí papá, ya lo he entendido. Pues no tengas nunca dudas, ni vosotros tampoco, porque si os da reparos en preguntarnos a tu madre o mí, lo que no entendáis de la vida, seguro que caeréis en errores, que luego serán muy difíciles de corregir. Los tres hermanos, que eran menores que él, también afirmaron que lo entendían, pero seguro que sólo fue a medias. El padre les agrego: aunque aún no estéis en condiciones de encargar hijos, -en todo momento hay que guardar muy bien los mandamientos de la Ley de Dios y especialmente el sexto de ellos, que todos sabéis y aquellos que lo observan fielmente, son los castos y limpios de corazón y serán los que verán a Dios. Los castos y limpios de corazón, son todos aquellos que lo aman, porque están llenos de virtudes y saben vivir la vida con castidad, lleno de una paz interior que los hace muy agradable a los ojos de Dios. Cuando los padres engendran a los hijos, no dejan de ser castos, siempre que estén bendecidos con el sacramento del matrimonio, aunque modernamente hay muchas parejas que se unen por amor, aunque no sean santificados por el sacramento del matrimonio y procrean de igual forma sus hijos, aunque lo hacen desde el consentimiento de sus propias conciencias, que en el fondo, parece ser lo mismo. La sexualidad humana, tiene muchas vertientes y atraviesa todas las potencias de lo humano y va muchas veces mezcladas con lo material y físico, relegando – en muchas ocasiones- las potencias espirituales. Los humanos que atesoran la virtud de la templanza, también son virtuosos y castos, porque todas las virtudes atesoran la germinación positiva de las demás; haciendo al hombre más perfecto. Todas estas virtudes, que para su cumplimiento, llevamos gravadas en nuestra conciencia, no sólo es el mejor remedio para mantener una sociedad justa, eficaz y honrada; sino que mantienen un orden social en la regulación de las enfermedades, la claridad en las creencias y la racionalización, participación y reparto de todos los bienes terrenales. Muy especial atención debe merecer –al hilo de tu pregunta, Luisito-, la observancia de la castidad, que: favorece tener una mente sana en un cuerpo sano, algo que nos acerca en gran medida al Creador, evitando los desmanes que se originan entre aquellos, que por no esperar en el orden sexual, se constituyen en un caos de enfermedades, de una procreación anormal y con la destrucción de muchas familias y lo que es mucho peor: la desigualdad y el desamor, no solamente entre los hombres, sino de nosotros mismos y de nuestro Dios. Todas estas cosas, las habrás comprendido –Luisito- durante la preparación que hiciste para poder recibir el Sacramento de la Comunión, en tu celebración pasada; ¿si papá, le contestó el hijo mayor?, pero tú lo explicas mucho mejor; pues tenedlo en cuenta: no dejéis de preguntar por todo aquello que no entendáis bien. Nosotros, como padres, siempre estaremos obligados a explicaros, lo mejor que nos sea posible, toda la verdad de la vida, porque vosotros estáis aprendiendo, cada día más y con mayor intensidad, para que sea mucho más buena, perfecta y llena de amor. También sabéis que el ser humano, se compone de cuerpo y alma: el cuerpo es todo aquellos que podemos ver, sentir y tocar –muy fácil de entender-, pero el alma, es algo más difícil de comprender: los sentimientos, las acciones, los pensamientos y todo aquello que no podemos ver, ni medir, ni tocar y que sólo sentimos, forma parte de ella.
Por tanto, la integración de ese cuerpo y esa alma, llegan a formar una unidad interna, como ser racional, diferente a los demás seres vivos.
Luis –el monaguillo menor-: estaba espantado del comportamiento que hacía –a sus anchas- su colega Francisco –el mayor monaguillo- cuando se encontraba en lo alto de la torre y con tiempo suficiente entre los toques de las campanas; cuando esto ocurría, él no se atrevía a recriminarle nada y aunque su conciencia: empezaba a advertirle, que dichos actos, no eran normales; carecía de entendimiento para enfrentarse o recriminarlos ante su compañero. Estaba siempre: algo atemorizado ante Francisco –el monaguillo mayor-, que casi le duplicaba en cuerpo y, muy posiblemente por ello, no se atrevía a recriminarle nada de lo que hacía, porque –pensaba para sus adentros- que en cualquier descuido podía tirarlo por una de las cuatro arcadas del campanario: estrellándose en el suelo del patio de hormigón. Empezaba a estar descontento y triste, cada vez que tenía que acompañar a Francisco –el monaguillo más mayor- a lo alto de la torreta del campanario e incluso se hacía el remolón, para no ir, justo detrás, cuando subían las escaleras, porque sabía -a ciencia cierta- que era capaz de echarlo a rodar, por aquellas escaleras empinadas, que tanto trabajo le costaba a él subir y bajar, debido a la altura de sus huellas en los escalones y a su escasa estatura. Desde que Francisco –el monaguillo mayor- empezó a tener la amistad de Miguelillo –san la muerte- y algunos otros como: Pedro –el garrafina-o Frasquito -el pelliza-; pero sobre todo: la frecuente asiduidad con el primero de ellos, el monaguillo Francisco: había cambiado muy sensiblemente y en especial en sus costumbres; pareciera, como si toda la etapa de su niñez se hubiese disipado y, tan sólo admitiese en su vida, la imitación de todo aquello que veía en los mayores, siendo la introducción a todos sus actos venideros, aquellos que observaba en Miguelillo –san la muerte- o en los otros dos amigotes, que le llevaban –cuando menos- tres años en la edad y alguno de ellos hasta tenía hijos como él. Casi todos los domingos, los encontraba, al mediodía o al finalizar la tarde, cuando ya entraba la noche, en alguno de los ventorros del pilar: pendientes de cómo jugaban otros individuos al dominó, a las cartas o tomando la vez para sentarse ellos mismos a cualquier mesa, para iniciar alguna de las partidas. Allí consumían, casi todos los mozalbetes del pueblo, sus horas más interesantes del día; cuando se escaqueaban de las tareas encomendadas por sus más allegados, o cuando hacían novillos en la escuela, donde alguno, aún no había terminado de graduarse en la enseñanza primaria y especialmente en los horarios, en los que no estaban controlados, ante estos menesteres. Al terminar la misa y la ceremonia de los contrayentes, Don Antonio, Agapito, Francisco y Luis, se situaron a la entrada del portón principal de la iglesia y fueron despidiendo a todos los feligreses -asistentes al acto- amistosa y con gran cortesía. Existía la buena costumbre, de que nadie de los asistentes a la misa principal de los domingos, abandonase el recinto central, hasta que todos los representantes de la iglesia, se hubiesen situado a la salida del recinto, para corresponder con el saludo y agradecimiento a los feligreses por su asistencia al acto, independientemente de si había celebración de matrimonio o no. -Es muy posible, que entre otras cosas, muy sabiamente, alguien pensó, que haciendo una despedida en orden, a la salida del recinto, las gentes se aglomeraba, cerca de la pila bautismal y los más reacios echaban sus donativos en el cepillo situado al lado. Fuese, como fuese, lo cierto es: que aquél era el cepillo, que siempre tenía más donativos, comparativamente lo depositado en él, constituía más del 80% de la totalidad de recogida entre todos los cepillos de la iglesia-. Tan pronto como la iglesia quedó desierta, los cuatro miembros –al servicio de la iglesia- se dirigieron a la sacristía, donde se quitaron los ropajes, que usaron en la celebración y todos ellos salieron a la calle en ropas de paisano, excepto el sacerdote Don Antonio, que vestía su clásica sotana negra y bonete característico. Cuando todos habían sido invitados al convite, que se celebraba en la casa de la novia, posterior a la ceremonia eclesiástica y allí era donde se encaminaban los cuatro miembros, precedidos de todos los demás feligreses, que aún pululaban por las esquinas de las calles más cercanas.
Ya estaban todos fuera del recinto, cuando Agapito el sacristán, sacó las llaves del portón de la iglesia del bolsillo trasero de su pantalón y encomendó a Francisco –el monaguillo mayor-, que cerrase la puerta de la iglesia y se volviese corriendo, que ellos iban camino de la casa de la novia. Esta oportunidad se le presentó al monaguillo Francisco, como anillo al dedo, pues no había dejado de pensar: en la forma de alcanzar una oportunidad o tener la ocasión de saquear aquél cepillo –sin lugar a dudas esa era la mejor ocasión que podía presentársele, pues: nadie notaria el hecho: si el lo abría en ese momento y se llevaba su contenido, no habría ningún testigo que lo delatara; aunque pensó que no debía dejarlo totalmente vacío, porque: seguro que el sacristán iba a notarlo, a sabiendas de que los feligreses en estos actos, como el que se había desarrollado, era: cuando más dinero depositaban el la cajita. Hay que aclarar; que: a las vísperas del rosario, cuando Agapito fue a recolectar las mieles de los cepillos, se sorprendió mucho de que: aquél, que estaba cerca de la pila bautismal, no hubiese contenido mucha más recaudación y aunque le pasó por la mente la posibilidad de la realidad ocurrida, como no tenía ninguna prueba de dicho acto se hubiese llevado a cabo en tan corto espacio de tiempo, desechó la idea de su mente, porque además: quien hasta ahora producía más merma en los cepillos que nadie, era él mismo, aunque hasta se le vino a la mente: si no le iba a pasar, como al ciego en la obra denominada: el lazarillo de Tormes. Mucho se guardó Francisco –el monaguillo mayor- en apretujar bien los billetes y monedas, sobre el fondo de los dos bolsillos de su pantalón y hasta se guardó dos servilletas a las que envolvió sendos mantecados, para tener una excusa, con la que amparar el bulto de sus bolsillos, si alguien podía pensar o suponer que llevaba otra cosa; aunque siempre estuvo con mucho cuidado de no situarse cerca de Agapito o de Don Antonio, solamente le hizo un amago a Luis –el monaguillo menor- para decirle al oído –al tiempo que envolvía los dos mantecados- estos se los voy a llevar a mi madre para que los pruebe y le aconsejó: haz tu lo mismo; entonces Luis, lo imitó y se llenó su único bolsillo con otros dos mantecados. En ese momento, volvió a recordar Luis algunos de los aprendizajes que había obtenido del Catecismo, cual era: la de no robar y se sintió desdichado, porque su conciencia, también le indicaba claramente, que lo que acaba de hacer, no estaba permitido, por lo que al menor descuido de Francisco, se sacó los dos dulces del bolsillo y los volvió a depositar, sobre una de las mesas, aunque ya parecían ajados. Francisco –el monaguillo mayor- fue el primero en pedirle permiso al sacristán –Agapito- para retirarse del festejo de los novios, diciéndole como excusa, que su madre lo necesitaba, antes del almuerzo, para poder llevar un recado a su abuela, que vivía a las afueras del pueblo. El sacristán se lo permitió y apenas hubo conseguido, la falta de libertad, que le faltaba, salió corriendo calle abajo, camino de su casa y tan pronto llegó a ella, advirtiendo que su madre no estaba en ese momento, se encaramó a su cuarto, poniendo la silla atrancando la puerta y se dispuso a contar los dineros de asalto. Después de contarlo dos veces, la cantidad que había recopilado ascendía a 248, 25 pesetas, que depositó rápidamente en su alcancía y era tal su nerviosismo que estuvo a punto de hacer añico la alcancía al escapársele de entre las piernas, pero tuvo suerte, al poder alcanzarla antes de que se diese sobre el suelo. Finalmente salió de su cámara, la madre aún no había vuelto y para que la madre no le cogiese encerrado en su casa, se fue camino del pilar, para ver si encontraba en alguno de los ventorros a Miguelillo –san la muerte-; por más que porfió y buscó no llegó a dar con él, así que se volvió camino de su casa, para almorzar con los suyos y pensando que ya tendría tiempo de hablar con Miguelillo –san la muerte- al que debía comunicar que todo lo tenía listo, para poder emprender el miércoles el viaje previsto; ahora sólo restaba, observar con resignación todo lo que quisieran mandarle los demás, sin rechistar, para que nadie pudiese entorpecer su proyecto. Cuando volvió a llegar a su casa, la madre ya estaba terminando de preparar la comida y pronto vendría su padre; su única hermana –Maricarmen- mayor que él en tres años, estaba viviendo en casa de sus abuelos paternos desde hacía mucho más de un mes, pues su abuela había caído enferma, por haberse roto la cadera en una caída que tuvo en el patio de la casa, cuando estaba tendiendo la ropa y el médico Don Luis le había mandado unos cuarenta días de reposo absoluto, por lo que tenía que guardar cama todo el tiempo; su madre acaba de llegar de allí, precisamente: porque tenía que ir todos los días a ayudarle a su hermana a lavar y vestir a la abuela, que era bastante difícil, según se quejaba siempre a su padre, porque estaba excesivamente gruesa. Es como mover un saco de patatas –le decía algo enojada a su marido y en alguna ocasión, estando él presente, hasta llegaron a tener una pequeña discusión, pues su padre le contestó desairadamente: -pues no vayas más a ayudarle a tu hija y si ella no puede, ya iré yo a hacerlo, pero no me des más la murga, con lo gorda que está mi madre. ¡Ya no quiero saber más del tema, ni de los problemas que te pueden causar mis padres! Desde entonces Francisco –el monaguillo mayor- procuraba no estar presente a la hora de la comida en casa, excusándose con algún trabajo extraordinario, que le había encomendado el párroco o el sacristán –entonces, como él había observado en muchas ocasiones, no se producían ningunas repreguntas o contradicciones- en aquella casa, todo lo que venía, como palabra de algún miembro de la iglesia, era santificado con todos los honores. A pesar de todas las preocupaciones de Francisco –el monaguillo mayor-, aquél como otros muchos domingos, le era muy difícil eludir su presencia en la mesa a la hora de almorzar –bien hubiera podido quedarse en el banquete de los novios y de esta forma, habría podido eludir, fácilmente el tener que comer con sus padres, pues hubiese argumentado, que ya había comido bastante en el banquete-. Así que en cuanto llegó su padre, que precisamente había estado visitando a sus padres, poco después de que saliese su madre de la casa de éstos, se sentó a la mesa, que ya estaba preparada con los cubiertos para los tres y la madre de Francisco –el monaguillo mayor- ya estaba atareada en la cocina, para traer la comida, que había que servir; primero sirvió a su marido tres cazos de un humeante potaje de lentejas, mientras al plato de su hijo, sólo le puso dos y eso a regañadientes de Francisco, que le decía continuamente, que sólo quería uno porque había picado bastante en el banquete de la boda y ante la insistencia del padre, la madre no pudo complacer a su hijo y Francisco, tuvo que comerse todas las lentejas, no quería entrar en discusiones con su padre, pues sabía que todas eran perdidas. Cuando acabó de almorzar, manifestó sus prisas, porque –según decía- tenía que organizar bien todas la banquetas de la iglesia, que habían quedado muy mal colocada, después de la celebración de la misa y el casamiento; lo hizo, con objeto de que sus padres no le pusiesen objeciones, por irse más temprano de lo acostumbrado; pero en realidad Francisco –el monaguillo mayor- ponía esa excusa, para poder irse de inmediato a buscar a su amigo Miguelillo –san la muerte- por el que venía sintiendo gran admiración desde que empezaron a organizar el viaje a Antequera. Volvió a recorrer todos los ventorros del pilar, pero seguramente era demasiado temprano, porque había muy pocas personas, algunos de ellos tomando café, pero no había nadie sentados a las mesas jugando al dominó o a las cartas; era demasiado temprano, por lo que, sin tener otro sitio mejor a donde ir, se pidió un refresco y se sentó con el periódico en una de las mesas del exterior, desde donde podía ver el movimiento del personal en los otros establecimientos, pensando que si aparecía pronto su amigo, lo podría localizar rápidamente y le avisaría, con una voz que le diera, de que: él estaba esperándole, pero finalmente no apareció nadie y él tenía que volver por la iglesia, antes de que apareciese el sacristán –Agapito-. Por la tarde Luis –el monaguillo menor- también fue a la iglesia, para ayudar y poner en orden todos los bancos, que se habían movido, con la celebración de la mañana. Sólo estaba el sacristán –Agapito-, pues Francisco –el monaguillo mayor- no había llegado aún. Algo dijo Agapito, por lo bajini, que el monaguillo menor, no pudo entender, pero seguro que se refería a la tardanza que estaba haciendo el monaguillo mayor; de cualquier forma, en cuanto el sacristán terminó de encender algunas velas en el altar mayor, ambos se pusieron a ordenar los bancos del recinto y no llevaban, ni dos minutos ejercitando esa tarea, cuando apareció Francisco – el monaguillo mayor- por la puerta de la iglesia –que llegó jadeante, porque había estado esperando a su amigo Miguelillo –san la muerte- hasta el último momento y éste no había aparecido, por ninguno de los ventorros del pilar y se dio muchas prisas por llegar a la iglesia, temiendo las represalias de Agapito –el sacristán-. Tan pronto llegó a la altura de ambos: se disculpó por haber llegado tarde y se les pegó a ambos: en la tarea de ordenar los bancos del recinto; al tiempo que también recibía la correspondiente reprimenda del sacristán –Agapito-. Enlazaron en su tarea de ordenar las bancadas, con la llamada de los feligreses al rosario de la tarde, por lo que Agapito –el sacristán- ordenó a Francisco, que subiese a la torre para hacer sonar las campanas, mientras él y Luis, terminaban de corregir los movimientos de los bancos, habidos durante los oficios por la mañana. Al rosario de la tarde, casi nunca asistía el sacerdote y en muchas ocasiones, Agapito –el sacristán- dejaba que una de las mujeres más mayores y que siempre estaba pegada a todos los oficios, que se desarrollaban en la iglesia, tomase la iniciativa – como casi siempre ocurría- y fuese rezando el rosario con los demás feligreses –casi todas mujeres enlutadas de pies a cabeza-; estas señoras, casi todas abuelas del municipio: mantenían la iglesia limpia y embellecida con flores, que ellas misma se encargaban de costear, renovar y mantener; según las distintas etapas de la liturgia eclesiástica y poco tenía que dirigir Don Antonio –el cura- o aconsejar Agapito –el sacristán- excepto estar dispuesto a facilitar las llaves de los distintos recintos de la iglesia, que en muchas ocasiones eran recogidas y devueltas en la casa particular del sacristán, por la propia que estaba ahora dirigiendo el rezo del rosario o encargando a algunos de los monaguillos, que estuviese a la hora acordada en la puerta de la iglesia, con las llaves para abrir, cosa que hacían los dos monaguillos, sin rechistar: so pena de recibir una buena reprimenda de Agapito –el sacristán-. En contadas ocasiones, el manojo de las llaves de todas las puertas de la iglesia, permanecían en poder de Francisco -por ser el monaguillo mayor- de un día para otro; especialmente los sábados: cuando el sacristán cerraba todas las dependencias, le daba el manojo de llaves a Francisco, para que a la mañana siguiente, muy temprano, pudiese abrirle a Frasquita –la triste- y otras beatas que la acompañaran, para que limpiasen todo el recinto de la iglesia. Casi siempre, eran tres o cuatro de estas abuelas, las que a primera hora del domingo, se levantaban con las claras del día y se iban a fregar los recintos de la iglesia, para que cuando fuesen entrando los feligreses, estuviese todo bien oreado, limpio y ordenado. Ellas, podía decirse, que eran: las proveedoras de todo lo necesario para el mantenimiento de la iglesia; desde las flores, hasta los detergentes para la limpieza. Incluso se ocupaban de atender todas las necesidades y cuidados de la casa del sacerdote –Don Antonio- y hasta le preparaban la comida, cuando él no se encontraba fuera o no tenía que asistir a la casa de algún vecino, donde normalmente era invitado. Realmente, existía una gran competencia entre ellas, sin que aparentemente se les notara, esa desazón: porque se esmeraban muy cumplidamente en realizar todas las labores, que favorecían a la iglesia o a sus miembros, con toda prontitud y esmero. Llegaban a formar, una especie de congregación, que las destacaba de las demás y su importancia era tal, que: no eran muchas –las mujeres del pueblo- que tenían acceso a ellas, casi siempre para solicitar su mediación, como interceptoras ante Don Antonio –el cura- para conseguir algún favor especial; se decía con frecuencia: lo que ellas no consigan, muy difícil será y no habría otra recurso. Alguna de ellas se ocupaba de organizar los grupos, que debían conformar: la preparación –mediante las clases de Catecismo- para recibir la comunión, organizar grupos de alfabetización para los mayores –cuyas clases se daban en la propia sacristía-, centros de recuperación de feligreses –a través de las catequesis-, preparación de las fiestas patronales o de las novenas a la Virgen María, reparto de dádivas entre los más necesitados y todos aquellos eventos, que fuesen beneficioso para el pueblo. En muchas ocasiones, traían de invitados/as a algún miembro destacado de otro municipio vecino –monjas, seminaristas o miembros de Acción Católica, para que disertara sobre algún tema en particular –casi siempre basado en la fe, la castidad, la obediencia o las buenas costumbres, para agradar a Dios y a los demás, siendo un miembro vivo de la Iglesia Católica. Por aquellas fechas, en las que Francisco -el monaguillo- estaba sufriendo todo tipo de tentaciones, especialmente por las malas compañías –a cuyas influencias, se había sometido voluntariamente-, invitaron a un seminarista –al que le faltaba, sólo dos años para ordenarse sacerdote- a dar unas charlas por la tarde en la sacristía –después del rezo del rosario-. Asistían al comienzo, unas diez personas, pero pasadas las primeras tardes ya no cabían en la sacristía y el sacerdote se vio -obligadamente satisfecho- a autorizar, a través de Agapito –el sacristán- a que las charlas, se diesen en el recinto cercano a la pila bautismal, ocupando parte de los bancos de la nave central e la iglesia. Cuando las charlas –algo avanzadas- se habían centrado en la castidad; Francisco –el monaguillo mayor- observó que su vecina Juanita, estaba asistiendo todas las tardes a las charlas, por lo que inducido por su atractivo, empezó a asistir él también, pero sólo estaba interesado y pendiente en todo momento de la vecina. La primera tarde que Francisco –el monaguillo mayor- se percató de su vecina y por lo tanto, la primera asistencia a las charlas formativas a la que asistió él, coincidió con la última regañina que le había proporcionado Agapito –el sacristán-aquél domingo después de llegar tarde a la iglesia, cuando con Luis – el monaguillo menor- estaban ordenando los bancos de la iglesia y fue, como parte de la reprimenda que le había echado, por lo que se sintió contento; pero no llegó a entender parte de la oratoria que el seminarista impartía, porque estaba todo el tiempo pendiente y mal pensante de su vecina Juanita. Si hubiese estado más centrado en aquellas frases –altisonantes- que pronunciaba –con orgullo- el joven seminarista; muy posiblemente Francisco –el monaguillo mayor-, hubiese desistido de su viaje a Antequera, inducido por Miguelillo –san la muerte- para cometer los actos impuros, que con el tiempo, habrían de costarle, tan caros y ruinosos para su salud.
Hablaba el seminarista, con total convencimiento, de que: la castidad en el individuo soltero, era la forma de saber vivir con respeto a si mismo y en el dominio libre de toda clase de esclavitud, especialmente la espiritual; porque el hombre puro, se hace transparente a los ojos de Dios y goza de Su confianza total, porque el ser humano es la consecuencia más palpable del amor que Él nos tiene, sin distinción. Cuando el individuo domina sus pasiones y doblega sus tentaciones carnales, potencia su voluntad y no es una negación de sus apetencias sensoriales, sino el fortalecimiento de nuestra propia estima en aras de las distinciones y atributos con las que nos distinguió nuestro Creador, al diferenciarnos de las bestias. Ninguna de estas palabras llegaba a cimentar en las neuronas de Francisco –el monaguillo mayor- que sólo estaba, como memorizando el perfil de su vecina Juanita, que estaba situada al final del siguiente banco, del que él: estaba ocupando en uno de los extremos opuestos. En ella, si se podía observar, como ceñía su frente, al ser impactada por cada una de las palabras que lanzaba el orador seminarista, quien hablaba con rotunda claridad.
La sexualidad del individuo, siempre viene determinada por la semilla del amor entre dos seres de distinto sexo, en cuyas mentes germina, dando lugar a una aceptación y afirmación mutua, que culminará con la entrega mutua y libre en el sacramento del matrimonio.
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