La experiencia universal nos dice que en nuestra vida estamos rodeados de cosas sometidas a un cambio continuo; nuestro cuerpo mismo, como cualquier otro objeto material, se modifica constantemente. Pero también nuestra experiencia nos dice que a través de estos cambios seguimos siendo los mismos. Ese algo permanente en nosotros mismos, lo que nos proporciona nuestra propia identidad, no puede ser material, puesto que variaría constantemente; es necesariamente algo inmaterial. Si nos fijamos en las cosas que nos rodean, también podemos ver que su materialidad, la madera, el hierro, la piedra de que están hechos, el color que tienen, el hierro, su forma y tamaño, cambian; un árbol, una mesa, a lo largo de los siglos una montaña, se modifica, pero la esencia del árbol, de la mesa, de la montaña, aquello en virtud de lo cual es lo que es y no otra cosa, permanece. Eso que permanece, como la idea del triángulo, con independencia de todos los triángulos, con independencia de todos los triángulos particulares, es también algo inmaterial. La conclusión parece venirse a nuestras manos, lo material cambia, lo inmaterial permanece; si queremos utilizar sin miedo una palabra de significación positiva y no la puramente negativa in-material, habremos de hablar del espíritu y aceptar como una realidad la variabilidad de la materia frente a la inmutabilidad del espíritu.
La síntesis de materia y espíritu, que el hombre es, explica la existencia de elementos cambiantes permanentes en su vida. El hombre experimenta cambios al relacionarse con diferentes seres, al aplicar su atención a unas cosas y otras, al trasladar su amor de un objeto a otro, al actuar desarrollando su poder con nuevos instrumentos. Pero en medio de todos estos cambios, tiene conciencia de que sigue siendo él mismo, ser permanente en medio de las mutaciones y, apurando las ideas, constituyendo el soporte de los cambios mismos. Claramente se ve que son las relaciones los cambios del cambio; y como las más importantes relaciones que el hombre establece son las relaciones sociales, es lógico que a ella se apunte principalmente al estudiar las variaciones que a la educación se imponen.
Precisamente, la existencia de elementos duraderos permite atisbar las condiciones de la sociedad venidera, puesto que en ella persistirán elementos que al futuro le harán en cierta medida semejante al presente (Radnitzky y otros, 1982).
Esto vale tanto como sugerir que es preciso ver cuál es la realidad educativa que hoy con objeto de descubrir los puntos de apoyo que la nueva educación puede tener y también aquellos elementos caducos de nuestra educación que están perdiendo o han perdido el sentido y, por consiguiente, han de modificarse.
APRENDER A PENSAR Y APRENDER A VIVIR
Cualquier profesor que tenga una idea clara de su quehacer reconoce la necesidad de estimular en sus alumnos el aprendizaje en el sentido más obvio, es decir, la adquisición de determinados conocimientos o destrezas. Esto vale tanto para el profesor de Preescolar cuanto para el profesor universitario; aquélla enseñará a sus pequeños a reconocer distintas formas, tamaños, o colores de los cuerpos, a identificar dibujos y letras, a leer en el sentido fonético; el profesor de la Universidad estimulará en sus alumnos la capacidad para resolver sistemas de ecuaciones simultáneas, las características, épocas y manifestaciones de tal o cual actividad o estilo artístico, los procedimientos de análisis cuantitativos o cualitativos…Pero la tarea de un profesor va más allá de los aprendizajes concretos. Y si reconoce la necesidad de éstos, se hace cargo también de que tras estos aprendizajes, y bajo su orientación, el estudiante debe llegar a ser capaz de ejercer la actividad intelectual propia del hombre y, mediante ella, llegar a un conocimiento profundo de la realidad y resolver los problemas que la vida le plantea. En otras palabras, el profesor tiene que enseñar cosas, impartir conocimientos concretos, pero ha de llegar más allá, hasta "enseñar a pensar" o, hablando más propiamente, estimular y orientar a sus alumnos para que lleguen a "aprender a pensar". Pero aprender a pensar es tanto como adquirir capacidad de reflexión y relación, de suerte que tal aprendizaje sólo es posible cuando los diversos conocimientos particulares y los múltiples quehaceres de la educación se ordenen en un sistema que refleje la unidad del pensar y del obrar. La justificación y diseño de un modelo de aprendizaje humano, en el que se ordenen y armonicen las múltiples funciones del conocer y se identifiquen los componentes que trascienden el aprendizaje puramente animal, es una cuestión viva y fundamental a la vez. Viva, porque hoy atrae la atención de un buen número de investigadores, y fundamental, porque es el punto de referencia y apoyo para una educación real, personalizada, es decir para un auténtico despliegue de la persona humana. Teniendo presente la complejidad de la vida y, por consiguiente, de la educación, fácilmente se comprenderá que la unidad del proceso educativo plantea serios problemas. Brevemente se pudiera decir que hay tres grandes cuestiones por resolver. En primer lugar, la integración de las enseñanzas, de tal suerte que el aprendizaje de una materia o ciencia no obstaculice, sino refuerce, el aprendizaje de otra, y todas en conjunto vengan a constituir el contenido de un proceso intelectual en el que no haya lagunas ni solapamientos. En segundo lugar, la vinculación con las aptitudes cognitivas culturales y fácticas que constituyen la capacidad de comunicación y realización. En tercer lugar, las enseñanzas, concentradas en el llamado plan de estudios en la aceptación más estricta, que cubren el campo de los aprendizajes específicos, han de estar a su vez integradas con las actividades orientadoras y formativas que deben cubrir el campo de las decisiones, las actitudes, lo hábitos y, en definitiva, de la vida toda. Dado que la unidad de la vida humana se hace realidad cuando todos los actos concurren a un mismo fin, los objetivos particulares de cada acto educativo habrán de concurrir también a un mismo fin si el proceso de la educación ha de tener unidad. Esto vale tanto como decir que la integración de todos los elementos educativos exige la integración de todos los objetivos de la educación. En esta integración, el pensamiento se proyecta en la vida de tal suerte que el "aprender a pensar viene a ser la cimentación del "aprender a vivir".
Consecuencia práctica de las anteriores reflexiones es que, cuando se quieran diseñar los objetivos que los distintos quehaceres de la educación han de ir alcanzando, deben presentarse no simplemente como una serie de logros aislados, sino como un conjunto orgánico en el cual se puede ver, de una parte, qué relación tienen cada uno de los objetivos que se propone con el fin de la educación y, de otra, qué relaciones establecen los diferentes objetivos entre sí. La variedad de objetivos es una manifestación de la complejidad y variedad del proceso educativo. El hecho de que constituyan un sistema indica la posibilidad y los caminos para que tanto el proceso educativo como la vida que en él se realiza y la vida para la que él prepara tengan unidad.
EL SISTEMA DE OBJETIVOS FUNDAMENTALES DE LA EDUCACIÓN
Tanto el razonamiento especulativo cuanto las investigaciones experimentales mencionadas permiten concluir que todas las manifestaciones de la educación se hallan ligadas entre sí de tal suerte que se puede ofrecer un modelo en el que estén representados la variedad de actos educativos y la unidad del proceso de la educación. Esta doble visión del proceso educativo como realidad única en la que se integran una multiplicidad de elementos, permite prever el riesgo de su disgregación en una suma de actos inconexos en los que se perdería que más allá de cualquier toxonomía que mire a un campo de la educación se ha de ir hacia un sistema de objetivos en el cual queden incluidas todas las manifestaciones de la vida humana y de su proceso perfectivo. A esta idea responde el modelo tridimensional, en la que se halla representado el Sistema de Objetivos Fundamentales de la Educación. En este modelo se unifican las taxonomías corrientes que separadamente cubren alguno de los aspectos o campos de la educación, entre los que se han hecho bien conocidos el campo cognitivo, el afectivo y el psicomotor. En el Sistema de Objetivos Fundamentales de la Educación se relacionan y orientan todas las actividades educativas integrándolas en un mismo proceso. La principal característica del anterior modelo se halla en que en él están situados todos los objetivos de la educación y agrupados en un sistema en el que se integran las taxonomías existentes. Cada una de las dimensiones del modelo se refiere a uno de los componentes necesarios de cualquier objetivo de la educación: conocimientos o destrezas, aptitudes y valores. Se podrá no estar de acuerdo en la serie de conocimientos, aptitudes o valores mencionados en el modelo. Lo esencial es que se mantengan sus tres dimensiones, de suerte que se vea con claridad que cualquier conocimiento se halla relacionado con las aptitudes y los valores, cualquier aptitud incide en los conocimientos y en los valores y cualquier valor humano implica aptitudes y conocimiento. Sobre la base de la relación que liga a los distintos componentes del quehacer educativo, se puede afirmar que cualquier actividad pedagógica, para que alcance su integridad, debe proporcionar algún conocimiento-especulativo o práctico-, desarrollar alguna aptitud y promocionar algún valor. Esto vale tanto como decir que todo profesor, sin salir de su misión propia de enseñar-no importa la materia a que se dedique-,puede contribuir realmente a la formación humana, total, de sus estudiantes. Los tres componentes de la educación que se acaban de mencionar se presentan con muy diferente luz. La enseñanza, en tanto que información y estímulo para la adquisición de conocimientos o destrezas, es un elemento patente, claramente percibido por todo el mundo, profesores, alumnos, gente ajenas a las instituciones educativas. El desarrollo de aptitudes no es ya tan manifiesto como el de la adquisición de conocimientos; sin embargo, entre los educadores profesionales existe la clara conciencia de que la tarea del profesor no consiste simplemente en transmitir conocimientos, según corrientemente se dice, sino también en el desarrollo de las aptitudes, especialmente las de orden mental o intelectual. El tercero de los componentes, el mundo de los valores, es una especie de componente escondido que subyace oculto, a la espera de que profesores y alumnos le dediquen alguna atención, casi siempre promovida por situaciones difíciles que de cuando en cuando aparecen en las relaciones de convivencia y disciplina. No parece muy equivocado pensar que en el mundo de los valores actúa una especie de educación invisible de la que en muchas ocasiones no son conscientes ni profesores ni alumnos; pero no por ello deja de ser menos real.
LA ALEGRÍA, FIN Y CONTRASTE DE LA EDUCACIÓN
El tema de la alegría es tan viejo como el de la reflexión en el pensamiento humano. El placer y el dolor fueron pronto objeto de especulaciones filosóficas que se ensancharon después dando pie al problema de la felicidad. En estas cuestiones vienen subsumidas las ideas relativas a la alegría. En los trabajos pedagógicos, sin ser objeto de una particular atención, el tema de la alegría surge a pesar de todo, es una realidad viva que no puede ser olvidada. Alegría y felicidad, sin diferenciarlas en muchas ocasiones, son consideradas como finalidades educativas, teniendo en cuenta su carácter de aspiraciones universales. En esta idea vienen a coincidir tanto los reduccionismos materiales y pragmáticos cuanto el pensamiento abierto a la trascendencia. La variedad de fenómenos implicados en la alegría o con ella relacionados se manifiesta claramente en la multitud de palabras de significación semejante: satisfacción, complacencia, placer, contento, gozo, felicidad, regocijo, animación, júbilo, agrado, alborozo, festejo, fiesta…En tal hervidero terminológico se deben destacar tres palabras clave: placer, alegría, felicidad. Todas estas expresiones ser refieren a una situación en la cual el hombre se siente a gusto o hacia la cual se siente atraído. De aquí el que, para entender lo que la alegría es, se deba dar por supuesto que se encuadra en una realidad universal: la atracción de los seres entre sí. Se da una atracción entre las cosas inanimadas; en este caso los objetos que se atraen no conocen tal atracción. Pero cuando uno de los polos de atracción es un ser con capacidad de conocimiento, la unión de las cosas que mutuamente se atraen da lugar a la satisfacción. La satisfacción es un hecho propio de la naturaleza animal. Cuando se trata de un conocimiento intuitivo, sensible, propio del animal y del hombre, la satisfacción se llama placer. Pero el ser humano tiene capacidad de conocimiento intelectual que le permite conocer la razón, el porqué, de una satisfacción. En este caso, el sentimiento de atracción o complacencia es propiamente alegría. La alegría brota en cualquier actividad o relación satisfactoria y se acaba igualmente cuando los factores que la han producido dejan de actuar. Pero la aspiración a la alegría se mantiene; todos querríamos alcanzar una alegría permanente, inacabable, completa. Tal deseo es propiamente aspiración a la felicidad; porque la felicidad es alegría completa y segura. En la línea de los sentimientos placenteros, la alegría se halla situada entre el placer, satisfacción o deleite de orden sensible, y la felicidad, que, en sentido subjetivo, es el gozo total y perfecto. En medio de estos dos polos, la alegría es complacencia de orden espiritual que puede coexistir con la ausencia del placer sensible, incluso con el dolor físico. En tanto que sensible, el placer no tiene profundidad. Es material y, por lo mismo, pura exterioridad, se queda en la superficie de la vida humana. La profundización del placer, como de cualquier realidad sensible, no tiene otro camino sino la confrontación con el espíritu, y en esta confrontación sólo hay dos desenlaces posibles: o sale airoso y el placer se justifica –por ejemplo, el beber para apagar la sed-,enlaza con el espíritu, en cuyo caso se convierte en alegría; o se rechazan y entonces el placer es algo que desaparece dejando un sabor de cenizas amargas. Entre el nivel sensible, superficial y perecedero, del placer y la hondura firme, imperecedera, de la felicidad, la alegría se mueve en una situación intermedia, profunda por espiritual, más en riesgo de acabar. A su vez, sobre el fondo del anhelo irrevocable de perfección y permanencia en el bien, que en todo ser humano existe, la alegría lleva dentro de sí, necesariamente, la aspiración a la felicidad; es verdaderamente felicidad incoada. La alegría se nos aparece así como un fenómeno típicamente humano. Por encima del placer sensible, propio del animal, y por debajo y en camino de la felicidad, propia del mundo divino. Como el bien en ocasiones puede ser sensible pero auténtico bien respecto de la persona humana, tal por ejemplo el alimento necesario para mantener la vida, la alegría es compatible con el placer en la medida en que éste se acomoda a las necesidades humanas. Al participar en la aspiración espiritual al bien, la alegría coincide con la felicidad; en el supuesto de que aquélla tiene carácter temporal, puede ser entendida como una etapa o un paso al gozo absoluto. En este sentido, la alegría se puede entender como escala de la felicidad.
La distinción que acabo de establecer puede parecer artificiosa; sin embargo tiene sus raíces en la cultura clásica. Nuestra propia experiencia diaria también pone de manifiesto la complejidad de la alegría. Nos sentimos alegres en las situaciones más variadas; en el campo, en la casa, en el aislamiento, en la compañía, en la actividad, en el reposo. Y, recíprocamente, un mismo objeto o una misma situación objetiva en ocasiones nos produce alegría, en otras nos produce tristeza. Por otro lado, tenemos experiencia de una gran variedad de estados y manifestaciones de la alegría. Desde la alegría silenciosa que experimentamos en la compañía de personas queridas o en la contemplación, de una obra de arte hasta la exaltación jubilosa de una fiesta.
El fin de la educación, ¿la felicidad o la alegría?: Que la educación es un camino hacia el bien, es una idea universal, susceptible de muchas formulaciones, por supuesto. Si la alegría es la conciencia del bien, parece clara la consecuencia de que ha de ser vista como fin de la educación. La conclusión es correcta; pero, de hecho, en la literatura pedagógica se presenta con más frecuencia la felicidad que la alegría como fin de la educación (cfr.Altarejos, 1983,c.1). ¿Qué decir de esta disparidad de expresiones?…Digamos, por lo pronto, que se trata de dos fenómenos tan ligados entre sí que su diferenciación no parece que vaya a tener graves consecuencias. Sin embargo, en función de la claridad de las expresiones, es interesante hacer alguna puntualización. Ya está dicho que la alegría y la felicidad, en tanto que aspiraciones universales, se hallan en la base de toda motivación humana. Pero la felicidad, en su sentido estricto, por abarcar todos los elementos y manifestaciones de la vida y permanecer a través y más allá del tiempo, tiene un grave límite como fuente de motivación real de la vida temporal del hombre. Mas la experiencia de que la felicidad no se puede alcanzar de una manera absoluta, no acaba con la aspiración a unirse al bien en la medida en que esto es posible. Si la conciencia de la plenitud sustituye por la vivencia de la posesión de un bien propiamente humano –aunque parcial o limitado- y experimentalmente accesible, surge la alegría.
La aspiración a la alegría, en tanto que reacción natural ante el logro de un bien, actúa en todas las operaciones humanas. La alegría entra más modesta, pero más claramente, en la perspectiva de la educación. El pesimismo que pudiera nacer de considerar inasequible la felicidad, se salva tomando la alegría como fin de la educación. Esta consecuencia no debe interpretarse como una separación total de la alegría y la felicidad, sino como una distinción de dos hechos diferentes pero estrechamente vinculados.
Haciéndonos cargo de que la felicidad en sentido absoluto está más allá de las posibilidades naturales del hombre, pero que éste tiene a su alcance la alegría como un logro parcial y un paso hacia la felicidad, parece razonable que, al relacionarlas con la educación, quede cono trasfondo la aspiración a la felicidad, pero se tenga como punto de referencia inmediato la alegría. En un concepto de la vida abierto a la realidad sobrenatural, a las anteriores palabras se les puede atribuir el sentido de que la alegría es el fin de la educación alcanzable en el tiempo y al mismo tiempo medio y camino para llegar a la felicidad que se halla más allá de la existencia temporal.
Desde una perspectiva personalizada, la finalidad educativa se concreta en el hombre que se quiere formar. Esto vale tanto como aludir a una antropología coherente coherente con el fin de la educación al que debe dar sentido, siendo a su vez base de partida para el quehacer educativo.
En todo pensamiento pedagógico subyace una idea del hombre. El estudio de las cualidades específicamente humanas ocupa un puesto relevante a lo largo de la tradición filosófico-pedagógica. Pero desde el siglo XVIII, la ciencia natural y posteriormente algunas especulaciones filosóficas, se pueden señalar varios intentos de sintetizar la condición humana en alguna expresión en la que se signifique el carácter distintivo y único del hombre. En el fondo, se trata de señalar cuál es aquel rasgo, cualidad o condición que en la actividad le distingue y le coloca por encima del resto de los seres.
El primero de estos intentos se debe a Linneo, quien, en la décima edición de su Sistema naturae, publicada en 1758, utilizó la expresión Homo sapiens para distinguir al hombre de los animales que más se le parecen pero que no alcanzan a poseer la capacidad de conocimiento propia del ser humano.
La expresión hizo fortuna y cuando se empezaron a estudiar aquellas manifestaciones de la vida humana que podían considerarse como definitorias de la especie, surgieron otras expresiones semejantes.
El pragmatismo, que ve en la acción la realidad más importante, parece ser el sustrato doctrinal de la expresión Homo faber, es decir, el ser distinguido por su capacidad de hacer o fabricar más fácilmente al mundo material que tenga en su entorno. Bergson extendió esta expresión dándole una mayor profundidad al señalar su pensamiento de que "la esencia del hombre es crear material y moralmente, fabricar cosas y fabricarse él mismo. Homo faber, tal es la definición que proponemos"(Bergson, 1934,105).
Poco después de Bergson, y casi coincidiendo con él en el tiempo, Huizinga publicó en 1938 su bien conocido libro Homo ludens, en el que, tomando como base de la historia de la Humanidad, dice que "si se analiza hasta el fondo asequible el contenido de nuestras acciones, es fácil tropezar con la idea de todo comportamiento humano es mero juego" (Huizinga, 1943, 9). En el pensamiento de este autor, el juego, en tanto que actividad que tiene sentido en sí misma, es elemento fundamental en el desarrollo de la personalidad humana y al mismo tiempo la expresión de su más alta característica, que es la creatividad.
Avanzando más en los estudios sobre el hombre, Víctor E. Frankl contrapone a la idea del Homo faber, que actúa en función del éxito, la idea del Homo patines, que vive en función de la plenitud humana, dentro de la cual necesariamente ha de caber la aceptación del fracaso (Frankl, 1979, 70-71). A mi modo de ver, la idea de Frankl, que de algún modo pudiera interpretarse como expresión del hombre sufriente, debe ampliarse más y entenderse por contraposición al hombre que obra, al hombre que con su actividad modifica la realidad exterior. Así, el Homo patines, se concebirá como el hombre receptor de influencias externas. El concepto de acción, fundamental para entender al Homo faber, se completa aquí con el concepto de pasión, en el sentido de capacidad de recibir, fundamental para entender al Homo patines.
Las anteriores caracterizaciones del hombre del hombre resaltan un rasgo, capacidad o disposición importante, pero parcial, ya que se refieren a un tipo particular de actividad que no abarca toda la vida del hombre.
Otras expresiones semejantes que se pueden ver en obras como Formas de Vida de Spranger (1935), en las que se utilizan expresiones semejantes a las comentadas, tales como "homo oeconomicus", "homo socialis", en realidad no pretenden definir ni diferenciar al hombre respecto de otros seres, sino más bien diferenciar distintos tipos humanos entre sí; en otras palabras, son denominaciones particulares de algún modo de vivir o de algún tipo de personalidad.
Si el designio de caracterizar al hombre por una disposición relevante ha llevado a utilizar las expresiones que en párrafos anteriores se han indicado, viendo en la alegría la vivencia de la posesión o la esperanza de un bien, y mirando así mismo las especiales vinculaciones que tiene con la actividad y con las relaciones personales, podemos diseñar la imagen del hombre como un sujeto definido por su capacidad para encontrar la alegría y hablar de él como Homo gaudens.
La aspiración a la alegría y la capacidad de alcanzarla son cualidades propias de la naturaleza humana. En ellas está la razón de que la alegría pueda servir para caracterizar al hombre frente a otros seres.
La educación en el alcance de la alegría: La contestación a la pregunta que se acaba de formular exige previamente ver si el hombre puede hacer algo para alcanzar o reforzar la alegría. Si la alegría es algo que se recibe como don, real o fruto de un bien poseído o esperado, no parece que pudiéramos concebirle su carácter de categoría pedagógica, puesto que sería algo que entra en el hombre sin esfuerzo por su parte; quedaría fuera del campo educativo, puesto que éste se fundamenta en la actividad del hombre.
La cuestión ya fue planteada por Aristóteles, quien, reflexionando sobre las causas de la felicidad, se preguntaba si podía deberse al azar, contestándose a sí mismo: "realmente, si hay en el mundo algún don que los dioses hayan concedido a los hombres, deberá creerse seguramente que la felicidad es un beneficio que nos viene de ellos; y tanto más motivo hay que creerlo así cuanto que no hay nada que deba el hombre estimar sobre esto…y añado, que la felicidad es en cierta manera accesible a todos porque no hay hombre a quien no sea posible alcanzar la felicidad, mediante cierto estudio y los debidos cuidados" (Aristóteles, Et. a Nic.,1,7).
El texto del filósofo sugiere la idea de que la alegría es un don. Algún lenguaje coloquial viene a reforzar esta idea. Dentro del núcleo de palabras relacionadas con la alegría existe una que presenta un matiz singular: es el agrado. El agrado, como hecho de agradar y también cualidad que convierte a las personas o cosas en realidades "gratas", corrientemente se toma por significación análoga a la alegría, una especie de alegría suave, tranquila. Sin embargo, la raíz etimológica del agrado, gratum (don, regalo), está diciendo que la alegría es algo que se nos da, un don, un regalo, con lo cual se pone de relieve la dificultad de que el hombre pueda actuar directamente sobre su propia alegría.
Las palabras del filósofo también señalan un hecho de experiencia corriente: nuestros actos son el fruto de la convergencia de distintos factores. En el caso de la alegría nos encontramos con que ciertamente es un don, algo que adviene, pero en él puede influir la actividad humana. ¿Cómo es esto posible?.
La experiencia corriente no es nada alentadora. Todos quisiéramos alcanzar la alegría. Sin embargo, no siempre los caminos para encontrarla se nos presentan igualmente válidos. Nos parece bien que un hombre busque la alegría en la vida de familia, en el trato con los amigos, en el trabajo bien realizados, en una mejora profesional. Mas, como contrapunto, juzgamos rechazable buscar la alegría por las vías de la droga, el sexo desordenado o las locas concentraciones que a veces terminan en vandalismo. Y son éstas, precisamente, las sendas que en gran medida se ofrecen, especialmente a la juventud. Es razonable pensar que, teniendo en cuenta las condiciones del hombre en la sociedad actual y los problemas que le agobian, búsqueda de paraísos artificiales y placeres al alcance de la mano sea una respuesta de la tendencia universal del hambre hacia la alegría frente a las dificultades que presenta el mundo de hoy, con lo cual hasta podría justificarse la "evasión " artifical de las durezas de la vida.
Lo que has tras de la actitud descaminada de la juventud es, como en tantas ocasiones, una falta de criterios claros que lleva a una desintegración de la persona en los placeres sensibles.
El gran error está en confundir la alegría con el placer. Cuando se quiere alcanzar la alegría directamente, en realidad lo que se busca es la satisfacción, el gusto. Se intenta salir de una situación insatisfactoria para llegar a otra placentera. Y, como la satisfacción sensible se hace más patente y está más a la mano del hombre, el deseo de alegría se convierte espontáneamente en deseo de placer.
Placer y alegría son complacencia, satisfacción, pero, según se dijo, mientras el placer se queda en lo sensible, la alegría es complacencia de orden espiritual, que nace de la posesión de un bien compatible con la dignidad humana, justificable por la razón. El concepto de placer se extiende a un extenso campo que va desde la pura desaparición del dolor hasta el deleite claramente gozado. Parece legítimo en el hombre que intente hacer desaparecer el dolor; en el caso de un dolor físico, la aplicación de una droga tiene sentido. Supuesta la legitimidad de esta aspiración, esa huida o hesitación del dolor es propiamente racional, humana; se puede inscribir en la búsqueda de la alegría.
Una de las notas definitorias de la educación es Ser perfección adquirida por el hombre mediante el ejercicio de sus potencias (Blanco y Sánchez, 1933). Ésta es la gran razón de que se pueda hablar de la actividad como el medio universal de educación.
Todas las formas de actividad- juego, estudio, trabajo, lucha- tienen su peculiar valor educativo. Dentro de ellas, el trabajo, en su estricta significación, ocupa un lugar relevante y, en cierto modo, viene a sintetizarlas. En servicio de la claridad, no estarán demás unas líneas para caracterizarlas.
El juego se especifica por ser una actividad que tiene sentido en sí misma. Se realiza porque sí; no se le pide resultado material alguno. Cualquiera que sea la interpretación psicológica que a la actividad lúdica se dé, siempre resulta que tiene un sentido recreador, es decir, una proyección refleja en la personalidad humana en virtud de la cual ésta se va desarrollando y enriqueciendo. Desde este punto de vista puede considerarse el juego como un actividad que tiene sentido primordial inmanente.
El trabajo es aquella actividad que se realiza en función de un producto exterior. No tiene sentido en sí misma, sino en el resultado. Se trabaja para contribuir tal objeto, para conseguir tal o cual cosa, para alcanzar tal o cual objetivo. Es una actividad transeúnte que se justifica en una producción distinta de la actividad misma. El trabajo humano es también creador, pero creador de cosas externas, realidades que se pueden objetivar y que son las que dan sentido a la actividad laboral (García Hoz, 1982,45-61).
El estudio es también una actividad que se realiza en función de un resultado: la adquisición de un conocimiento o de una destreza. Se diferencia del trabajo en que el resultado del estudio queda en el interior del hombre; es una modificación de la aptitud humana. El resultado del trabajo es una obra exterior, material, mientras el resultado del estudio es una modificación interior.
Cuando la actividad tropieza con obstáculos que se oponen a su realización, la actitud natural se orienta inmediatamente a la destrucción de los mismos. Surge así la lucha como peculiar forma de actividad.
La distinción conceptual entre las diferentes formas de actividad señaladas no significa desconexión entre ellas. Se hallan estrechamente relacionadas y en la experiencia personal muchas veces se solapan. La peculiaridad del trabajo está en que necesariamente enlaza al hombre con la realidad exterior. Mediante el trabajo se modifica el mundo externo y a su vez reobra sobre el sujeto influyente en su modo de reaccionar y en su modo de ser. La vieja concepción helénica del trabajo como obra servil ha dejado paso al concepto actual de la actividad productiva como un medio de integración de la propia personalidad.
Ésta universalidad de la idea del trabajo, en tanto que hoy se considere elemento fundamental de la vida de cualquier hombre, lleva como consecuencia la necesaria relación con el proceso educativo. Paralelamente al helénico concepto del trabajo, la educación se entendía también como algo que tuviera que ver con las artes o los saberes liberales, pero no con el trabajo como actividad productiva. Esta idea también ha sido sustituida por la de las estrechas vinculaciones de la educación con la vida económica de un país, pensamiento que alcanza en nuestros días una extraordinaria importancia, tal vez excesiva.
La valoración del trabajo en la sociedad actual en un hecho harto evidente. Sin caer en el exceso pragmatista en el cual el hombre sirve al trabajo en lugar de ser el trabajo quien sirve al trabajo en lugar de ser el trabajo quien sirve al hombre, se puede afirmar sin exageración que constituye el elemento fundamental del proceso educativo.
En la medida en que la educación se apoya en la comunicación humana, apunta a desarrollar la capacidad de comunicarse que el hombre tiene, el trabajo hace posible la forma más completa de la comunicación, la comunicación activa; dicho con otras palabras, la colaboración en su sentido más preciso. En la colaboración se dan tanto la comunicación directa, verbal o gestual, cuanto la comunicación a través del uso de medios materiales comunes.
Aprender a trabajar es uno de los elementos esenciales para aprender a vivir. No se puede olvidar, por otra parte, que el trabajo es un elemento vivificador de la actividad teórica, tal como se ha dicho en renglones anteriores. La vinculación de trabajo y estudio es condición necesaria para que el hombre de hoy pueda desempeñar un papel de cierto protagonismo en la sociedad técnica dentro de la cual vivimos.
No parece ocioso, en un mundo plural, donde a veces las ideologías se enfrentan no sólo en el plano teórico sino que llegan a confrontaciones sociales, precisamente en nombre del trabajo o de los trabajadores, preguntarnos si en el problema de las relaciones entre el trabajo y la educación no se esconde una determinada ideología. Concretamente, si el interés por el trabajo no es la consecuencia de una ideología positivista que va desde el utilitarismo burgués al materialismo marxista.
La incorporación del trabajo como elemento sistemático de educación está por encima de cualquier ideología. Y no sólo es compatible, sino que recibe su más profundo significado en una concepción cristiana, en la que la mutua interacción de estudio y trabajo no deja de ser como un cierto reflejo de la unión entre la vida contemplativa y la vida activa de tan larga y bien fundada tradición.
Dentro de la universalidad del trabajo con la vida y con la educación, vale la pena fijarnos en su vinculación con la alegría. Porque tal vinculación se puede entender como una llamada para que desde el trabajo, que se exterioriza en una obra, el hombre llegue hasta ese íntimo recinto en el cual se vive la plenitud o el fracaso de la vida, hasta "el hondón del alma" en expresión de nuestro Fr. Juan de los Ángeles. La producción exterior enlaza al trabajo con la Pedagogía visible, su relación con la alegría le sitúa en la educación profunda.
EL ÁMBITO DE LA EDUCACIÓN: (Convivencia y Paz)
La necesidad de Apertura y relación con el mundo objetivo, sintetizada en el trabajo, no colma todas las necesidades humanas. Por otra parte, ni el mismo trabajo se acabaría de entender si no se presta atención al ámbito en que se realiza. El hombre necesita abrirse y ponerse en relación con el mundo que la circunda y en especial con los otros, con los demás hombres. Esta relación empieza en la coexistencia, factor determinante de los grupos humanos. Cualquier miembro de una familia, de una institución escolar, los que participan en cualquier reunión humana, incluso los que al mismo tiempo transitan por una calle, coexisten.
También se podría decir que en un montón coexisten muchas piedras; pero ya se ve que tal existencia es radicalmente distinta de la coexistencia humana. En el caso de los puros objetos, la coexistencia es un accidente; una piedra puede estar con otras muchas piedras o puede estar sumergida en el agua sin contacto con ninguna otra roca. En un hombre la coexistencia humana es necesaria para continuar viviendo. El mero coexistir –estar juntos- es la condición necesaria para una relación que el hombre aspira a convertir en convivencia. Convivir no es simplemente existir el uno junto al otro, sino participar mutuamente de sus vidas. Es en esa participación donde la existencia humana alcanza su plenitud y cumplimiento.
En tanto que factor de la vida humana, la tendencia a convivir se convierte en un factor de la educación. Una faceta del proceso educativo es el refuerzo y orientación de la tendencia a convertir la mera coexistencia en convivencia. El centro educativo se resume en ofrecer –como tantas veces se ha dicho- una situación de aprendizaje y un ámbito de convivencia.
La convivencia se apoya en aquellas disposiciones humanas –conocimientos, actitudes, hábitos- que se especifican por la alteridad, es decir por referirse a los otros. Se puede entender como la realización de la vida social de suerte que disposiciones para convivir y disposiciones sociales vienen a tener una misma significación.
Las disposiciones sociales constituyen una entramado complejo de rasgos personales que si pudieran ser ordenados linealmente se iniciarían en la capacidad de percepción de los fenómenos sociales y terminarían subjetivamente en las tradicionales virtudes de la justicia y la generosidad y objetivamente en las situaciones y actividad implicados en los conceptos modernos de participación, integración, y colaboración social.
Aceptando que la vida específicamente humana empieza en un conocimiento y que, a su vez, el conocimiento se apoya en la percepción, la vida social del hombre tendrá su fundamento en el conocimiento social, que, a su vez, se apoya en la percepción de los fenómenos sociales.
Una ordenación de los elementos implicados en la vida social del hombre establece cuatro fenómenos que vienen a ser como etapas sucesivas: sentido social, conciencias social, actitud social y hábito social (García Hoz, 1971,17). El sentido social es una aptitud cognitiva en virtud de la cual el hombre se halla abierto a su entorno y que se proyecta en la capacidad de conocer los elementos y las relaciones del movimiento y del orden social. La percepción, aunque es en sí un producto final de cierto número de operaciones separables (Haver, 1969), se puede tomar como la síntesis de la actividad del sentido social.
Dentro de la percepción social ocupa un lugar relevante la "percepción de personas". La percepción de personas es probablemente la conducta perceptiva más difícil, pero también la más importante. Resulta paradójicamente pensar que el percibir a una persona sea más difícil que el percibir una mera cosa, puesto que con aquélla tenemos semejanzas, ya que participamos de su misma condición. La paradoja se explica porque no hay realidad más compleja que el hombre, ya que en él se halla una síntesis del universo, y, por otra parte, su condición personal queda escondida tras de las manifestaciones externas de sus palabras o sus acciones.
De experiencia común es que percibimos o conocemos a los otros a través de sus palabras, sus trabajos, sus emociones. Pero la percepción de la persona propiamente se alcanza cuando todos estos elementos perceptivos referidos a un sujeto se unen en un esquema orgánico o un contexto unitario en el que se manifiesta el valor atribuido a la persona objeto de nuestra atención. En cierto modo, la percepción personal es tanto como "conceptuar"alguno o algunos rasgos, es decir, formar alguna clase de representación mental de esa persona, usualmente una representación adecuada, abstracta y simbólica.
Cuando a uno se le pide que describa a alguna persona se le está incitando a una diferenciación cognitiva, expresión que tiene dos significados: el número de elementos o criterios que un sujeto puede utilizar para describir a otros, y la capacitación del preceptor para diferenciar claramente estos elementos y así discriminar efectivamente a un sujeto. Aunque no haya evidencia completa, parece que entre estos significados hay una alta correlación. Cuando no se condiciona o limita la respuesta de un sujeto a quien se le pide que describa o valore a una persona, el número de rasgos es elevado. Normalmente pasa por medio centenar, cuando se trata de adolescentes y adultos, y en ellos se mezclan diferentes características humanas, que van desde rasgos físicos y concretos, como edad, sexo y apariencia, hasta características tan interiores como las virtudes morales y aun religiosas. Sobre tal multitud de rasgos, la percepción de personas "capta" la unidad existencial y esencial de cada ser humano.
Como fenómeno perceptivo, la "percepción de la persona" es el comienzo de la "comprensión del otro". Realmente se llega a la completa percepción de alguien no sólo cuando se le conoce como un objeto, sino cuando se le valora en tanto que persona.
Es una perogrullada decir que valorar a una persona es descubrir o aprehender el valor o los valores que en tal persona residen.
"En cualquier hombre existe algún aspecto en el que otros pueden considerarlo como superior" (Santo Tomás, S.Th.,2-2,103,2). La más acendrada manifestación de la capacidad perceptiva de personas es justamente descubrir la faceta humana en la cual aquel a quien miramos alcanza una especial excelencia.
La dignidad ontológica de la persona –en tanto que entidad superior a los puros objetos- se ve robustecida por la percepción de la dignidad moral que va unida al reconocimiento de los valores –intelectuales, artísticos y técnicos, morales, religiosos- que afloran y se desarrollan en el ser personal de cada hombre. Este reconocimiento de los valores lleva consigo la percepción del otro como bien de uno mismo. Avanzando es esta percepción y la actitud de respeto subsiguiente, llegar a descubrir que los otros son el bien más grande con el que nos podemos encontrar, ofrece el mejor fundamento para una convivencia armoniosa y enriquecedora de la persona de cada uno. Nuestros "semejantes" son los seres de quienes más ayuda podemos esperar y, a su vez, los mejores receptores de la ayuda que nosotros podemos prestar. Hacerse cargo de esta doble posibilidad es poner un buen cimiento a toda relación social.
Cualquier entidad educativa, no sólo la escuela, sino la familia, el grupo de amigos, el cuerpo profesional, constituye un ámbito de vida en el cual es menester que actúen los hábitos sociales. Sin la aceptación, implícita o explícita, de unas reglas comunes, sin respeto de unos a la acción de los otros, sin aportación del propio esfuerzo, aunque sea mínimo, la entidad no podría subsistir. Ello vale tanto como decir que el simple hecho de formar parte de una entidad social pone en acción, y por lo mismo, refuerza, los hábitos de convivencia.
Pero una institución escolar ha de llegar a más, dispones conscientemente la convivencia misma para la ordenación y refuerzo sistemático y constante de los hábitos sociales. Si los hombres fuéramos capaces de prescindir totalmente de los bienes materiales o al menos del uso material de ellos, bastaría, para resolver el problema, con que la educación realizara eficazmente la tarea que se acaba de señalar. Pero como la naturaleza humana exige vivir también de lo sensible, se vislumbra otro quehacer de la educación para la paz: desarrollar en el sujeto la capacidad de trabajo tanto como medio de producir bienes materiales –para uno mismo y para los otros-,cuanto como factor de satisfacción y germen de alegría en la vida del hombre (cfr.García Hoz, 1982, 45-61). Vale la pena no olvidar que la alegría es fuente de paz.
El problema pedagógico respecto de la paz se puede plantear bien preguntándose por aquellos rasgos de la personalidad humana que deben ser cambiados a fin de disponerle más adecuadamente para la paz o bien preguntarse por el tipo de hombre más analítico o del estudio sintético, del estudio de los rasgos o del estudio de los tipos. Creo que uno y otro planteamientos son útiles.
Aceptando que la paz es el resultado de la armonía, bien de las propias tendencias de uno mismo, bien de las propias tendencias de un hombre con los demás, habríamos de preguntarnos por aquellos rasgos o tendencias susceptibles de provocar el nacimiento de la paz y consolidar sus situación. En otras palabras, si no tenemos miedo a las expresiones tradicionales y nos hacemos cargo de que la paz es un bien, habríamos de preguntarnos por las virtudes o cualidades propias del hombre pacífico.
La primera, capacidad de criterio moral sobre los conflictos humanos. Toda guerra, en tanto que conflicto entre hombres, conlleva un problema ético. Predomina el concepto negativo que a veces llega a la descalificación total. Pero es menester hacer algunas apreciaciones.
La paz es el bien de todas las cosas. Si lo propio de la lucha es la rotura –destrucción- de un bien, no es extraño el pensamiento común de que tiene clara conciencia de que, si absolutamente hablando la guerra es un factor negativo de la vida humana, basta reflexionar brevemente para descubrir el valor positivo que la lucha puede tener en la existencia del hombre. Es un hecho de experiencia universal que la vida no transcurre sin dificultades; las cosas y las leyes físicas, las exigencias morales y sociales, ofrecen a veces obstáculos como una cuesta arriba o una montaña pueden hacer difícil y aun imposible la continuación de un camino.
La lucha se manifiesta externamente en la agresión, que suele definirse como la conducta que lastima a otro o pretende lastimarle pudiendo llegar incluso hasta la destrucción.
Pero la lucha no es sólo una actividad externa que se manifieste en actos agresivos contra los que nos rodean. Toda una tradición ascética habla de una lucha interior (García Hoz, 1962). En la psicología moderna también se menciona la interioridad de algún tipo de luchas. En ocasiones, se habla de pugna entre representaciones, tal es el caso de Herbart; en otras, en las que aparece más claramente la idea de lucha, se menciona ésta como un conflicto entre tendencias contradictorias (Herbart, s.f.)
LAS CONDICIONES DE UNA NUEVA FORMACIÓN HUMANA
ABIERTA: Esta nueva formación humana, nacida de la confrontación entre la educación de la modernidad y la postmodernidad, requiere ante todo una actitud abierta. La modernidad nació como un rechazo de la tradición, y la postmodernidad, a su vez como un rechazo de la modernidad. Las relaciones de distinción y complementariedad entre conceptos, ideas y situaciones se interpretaron erróneamente, como relaciones de oposición e incompatibilidad, contraponiendo la ley a la libertad, el orden a la espontaneidad, la creatividad a la capacidad receptiva, negando uno de los aspectos de la realidad por absolutizar el otro.
En el terreno de las ideas, la actitud abierta supone amplitud para utilizar todos los métodos de investigación pedagógica que razonablemente se presuma puedan aportar algún dato al conocimiento de la educación, sin que la utilización de un método estricto implique la descalificación del otro; así, la utilización de la investigación histórica, la experimental, la especulativa…,cada una en su propio campo, intentando armonizar las aportaciones de uno con las aportaciones de los otros a fin de lograr un conocimiento integrado y completo, en la medida de lo posible, de los problemas educativos.
La educación abierta supera cualquier reduccionismo nacido de una visión parcial de la educación, especialmente de quienes limitan la persona humana a una mera recepción y reacción de factores externos. Tal ocurre particularmente con los reduccionismos pragmatista, político y criticista.
En el orden práctico, la actitud abierta tiene que luchar también contra lo que pudiera llamarse pequeños reduccionismos . La actitud de los profesores que preocupados por los contenidos del aprendizaje olvidan el desarrollo de las aptitudes y la promoción de los valores, considerándolos realidades difusas y sin consistencia; por otro lado, quienes preocupados por el desarrollo de la personalidad, se olvidan de la necesidad de adquirir conocimientos. La de aquellos que, de una parte, preocupados por la originalidad estudiantil, desprecian los programas sistemáticos; y la de quienes, por otra, apoyados en la necesidad de un aprendizaje sistemático, desprecian, a su vez, la atención a la singularidad y personales intereses de cada estudiante. Y la de quienes, atentos a los cambios, desprecian "lo viejo" o, por el contrario, desprecian sistemáticamente cualquier innovación. Como síntesis, se puede afirmar que la educación necesita estar abierta en el orden teórico a cualquier idea que tenga bases razonables y, en el orden práctico, a cualquier actividad que de un modo u otro pueda ser útil.
Comprender el sentido de las cosas y por qué suceden de una Cierta manera es uno de los mayores placeres que nos está dado saborear, aunque como todos los placeres se disfruta más cuando se ha aprendido a degustarlo. Y cuanto más fascinante es el fenómeno que tratamos de comprender mayor placer se obtiene en el esfuerzo para encontrar un hilo conductor bajo la diversidad de los hechos. Sin duda uno de los fenómenos más fascinantes que nos es dado presenciar, para el que además estamos muy sensibilizados, en el desarrollo del hombre, el esfuerzo por madurar, en todos los sentidos, y pasar del ser desvalido que todos nosotros hemos sido en el nacimiento de convertirnos en hombres de bien, hacia un mundo en constante transformación.
"HONRAR LA VIDA"
Eladia Blázquez, letra y música. Cassette de ediciones EMI.
"LA CONDICIÓN POSMODERNA"
Jean-Francois Lyotard , Editorial REI. Argentina. Segunda Edición, 1991.
"LAS AGONÍAS DE LA RAZÓN"
Victor Massuh. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1994.
"EL DESARROLLO HUMANO"
Juan Delval, Siglo XXI editores, México, 1994
"ES POSIBLE EDUCAR"
Julio César Labaké, Editorial Santillana S.A., Buenos Aires, 1995
"NET DIDÁCTICA"
Director Editor: José María del Castillo-Olivares, España, 1999.
"LAS VIRTUDES FUNDAMENTALES"
Josef Pieper, Editorial Rialp, Bogotá, 1988
"CUESTIONES DE FILOSOFÍA"
García Hoz, V., Editorial Rialp, Madrid 1962.
"PRINCIPIOS DE PEDAGOGÍA SISTEMÁTICA"
García Hoz, V., Editorial Rialp, Madrid 1981.
"CALIDAD DE EDUCACIÓN, TRABAJO Y LIBERTAD"
García Hoz, V., Editorial Dossat, Madrid 1982
"DOCUMENTOS CONCILIARES"
Concilio Vaticano II
Un agradecimiento especial a todos mis colaboradores, docentes, familiares y amigos, por su buena predisposición.
Banfield, Pcia de Buenos Aires, Argentina/// 15/05/00 13:55:10
Autor:
Trabajo elaborado:
Profesor José Luis Dell"Ordine
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