Su voz se elevó como un grito de triunfo y su espada, al levantarla, relampagueó con un terrible brillo de llamarada verde, como si se tratara de una antorcha encantada. Bajo la misteriosa luz esmeralda, Kull pudo ver bien a la mujer… justo en el momento en que se desvanecía y desaparecía en el aire, como un jirón más de niebla, con una sonrisa de burla sobre sus rasgos pálidos.
-¡En nombre de Valka! -exclamó sintiendo que se le ponían de punta los pelos de la nuca-. ¿Qué clase de brujería demoniaca es ésta?
La tormentosa risotada de Felnar retumbó a su alrededor, la forma del hombre se convirtió en una sombra que se fue haciendo más y más grande en medio de la tenue neblina, mientras su rostro cambiaba…
-En efecto, ha sido la brujería, oh, Kull, lo que te ha engañado para atraerte hasta el fin del mundo, donde tus dioses ya no pueden protegerte, y donde no cuentas con ayuda alguna contra mi cólera.
La neblina se aclaró entonces y Kull vio el rostro del hombre. No era un rostro, ¡sino una máscara de hueso blanco y desnudo! Una calavera sin carne, que parecía sonreír con una mueca, y que se levantaba sobre la estructura de un guerrero que poseía un cuerpo poderoso. Una calavera de marfil, en cuyas cuencas huecas, vacías y sombreadas ardían dos lenguas lívidas de llamas bailoteantes, que ocupaban el lugar de unos ojos humanos.
– ¡Thulsa Doom!
La máscara de la muerte le miró como un fantasma de pesadilla desde aquellos pozos escarlata del infierno, y la espada flameó con una radiación verdosa que pareció lamer los blanqueados huesos, otorgándole una ilusión de vida y movimiento.
-Así es, Kull de Valusia. Soy Thulsa Doom, ¡el más poderoso de los brujos de la tierra! La última vez que nos encontramos ya te advertí que volveríamos a enfrentarnos…, ¡y esa hora ha llegado!
Una horrible risotada helada brotó de entre las mandíbulas abiertas de la calavera, y Kull sintió que la sangre se le helaba en las venas. ¡Thulsa Doom! ¡El más poderoso maestro de la magia negra que existía en los Siete Imperios! En cierta ocasión había atraído a Kull hacia las aguas mortales del lago prohibido, empleando para ello un truco similar a éste. Kull recordaba bien a la gata de Delcardes, su antigua sabiduría y su voz susurrante. Gracias a la buena suerte de Kull, o a la mano protectora de los dioses que habían intervenido para salvarle, había logrado escapar de la trampa tendida por el brujo. Pero ahora se encontraban frente a frente, en los oscuros territorios situados en el fin del mundo, donde ningún dios podía intervenir.
-Yo, que en otros tiempos serví a la serpiente, juré acabar contigo, perro salvaje atlante, y ahora ha llegado ese momento. Has sido un estúpido al confiar en lo que te dictaban tus sentidos… La condesa sigue viviendo en Valusia, sumida en un sueño encantado, y no fue más que un demonio de niebla del fin del mundo el que cabalgó conmigo, a la grupa de mi caballo, como un fantasma brumoso que se parecía a ella, mientras que yo adoptaba una figura semejante a la de un farsuno. Pero ahora ya nos hemos encontrado, Kull, y de este encuentro sólo uno de los dos regresará desde el sol naciente.
Lucharon allí mismo, envueltos por la niebla, espada contra espada, y el brujo era fuerte e incansable como una estatua de hierro negro, mientras que Kull se hallaba agotado por los incontables días de búsqueda, por la dura cabalgada y las noches sin descanso. El acero chocó contra el acero y en cada uno de los golpes que propinaba contra la espada de fuego verde, Kull sentía que la fortaleza abandonaba su cuerpo. los brazos le pesaban como si fueran de plomo, el cerebro se le apagaba a causa del agotamiento, su poderoso pecho jadeaba en busca de aire limpio, como si se encontrara luchando por debajo de unas frías aguas muertas que se aplastaran contra él, entumeciéndole la carne.
Se dio cuenta entonces de que el brujo cadavérico luchaba con un arma mágica. Pero, a pesar de todo, siguió luchando, extrayendo fuerzas de pozos de fortaleza que nunca se había visto obligado a utilizar hasta entonces. Y, mientras luchaba, la voz fría del brujo resonaba burlonamente en sus oídos.
– ¡Así, Kull, lucha, lucha! Lucha hasta que agotes la última gota de fortaleza que te quede, y caigas a mis pies como una estatua de piedra, incapaz de moverte más. Porque a cada golpe que das, atlante, mi espada encantada extrae la fortaleza de tu brazo y la vierte sobre el mío. Y debes saber, Kull, que luches como luches, no podrás acabar conmigo, pues yo ya he muerto hace mucho tiempo, según la muerte que conocen los hombres, y no se sabe que la vida pueda morir dos veces.
El agotamiento pendía sobre Kull como si llevara puesta una espesa armadura de plomo sólido. Aunque los jirones de niebla eran fríos y húmedos, el sudor le brotaba del rostro, escociéndole en los ojos. Parecía como si tuviera los pulmones llenos de fuego, y la garganta tan reseca como si fuera una momia polvorienta. Habría cambiado sus posibilidades de alcanzar el paraíso por un buen trago de vino tinto fresco.
Y entonces, desde alguna parte, más allá de la niebla que se arremolinaba, surgió una voz que pronunció su nombre con tono de urgencia.
-¡La espada, Kull! ¡Cambia de espada con el diablo! ¡Arráncasela de la mano!
No sabía de dónde habían podido surgir aquellas palabras pero, a pesar de su agotamiento, sus manos exhaustas obedecieron a la voz sin pensarlo ni un momento. Golpeó con dureza y sintió que la fortaleza se le escapaba y le dejaba casi paralizado en el momento en que la espada verde detuvo el golpe de la suya. Luego, le hizo dar la vuelta hacia arriba y hacia fuera, con aquella finta que sólo conocían los buenos espadachines para trabar las hojas y desarmar al enemigo…, ¡y allá fue!, la espada verde salió volando y Thulsa Doom quedó desarmado.
A través de la niebla apareció entonces la figura inesperada de Kelkor, el lemur, húmedo de la cabeza a los pies, pues había cruzado a nado el ancho Stagus, incapaz de permitir que el rey afrontara solo aquel combate en un terreno desconocido. Recogió con una mano la espada de fuego verde y se la arrojó al debilitado Kull, que la agarró por la empuñadura y experimentó de inmediato un estremecimiento de pura fuerza que le recorrió el brazo desde la punta de la espada. Emitió una dura risotada y le lanzó su propia espada a Thulsa Doom.
-¡Has caído en tu propia trampa, brujo! ¡Veamos ahora cómo funcionan tus trucos mágicos! -graznó, con la lengua reseca.
Volvieron a luchar, envueltos por aquella neblina intemporal, pero ahora la situación había cambiado por completo. Cada vez que la espada flamígera de Kull se encontraba con el acero del brujo, un ramalazo de fortaleza fluía por su debilitado cuerpo. El cansancio desapareció de sus doloridos músculos, la visión se le aclaró, y su cerebro hasta entonces obnubilado se puso alerta. La apagada y pesada armadura del agotamiento le abandonó, trozo a trozo, y luchó de una forma extraordinaria, haciendo retroceder al brujo, ahora silencioso, hasta obligarle a caer de rodillas.
Ahora le tocó el turno a Thulsa Doom de sentir el frío hálito del destino soplando sobre su desnudez. Le brillaban las extremidades a causa del sudor, temblaba de agotamiento, y su pecho se agitaba, jadeante, ávido por aspirar el aire. Por muy muerto que estuviera, por mucha fuerza mágica vital que poseyera, el brujo sintió que su vida artificial se le escapaba gota a gota de su cuerpo, ante el avance implacable del atlante. Llamó en su auxilio a la serpiente, su voz se elevó en un grito agudo de enloquecido terror, invocó a los demonios que otras veces le habían servido, pero supo, de una forma terrible y despiadadamente definitiva, que a un truco se le pueden dar las tornas para volverse contra quien lo ha empleado primero, pues aquí, en el Reino de las Sombras, en los confines del mundo, donde ni dioses ni demonios tenían poder alguno, sus demonios no podían ayudarle, del mismo modo que los dioses de Kull tampoco le habían servido de nada al atlante.
La lucha no terminó con rapidez, pero terminó al fin. Kull traspasó el pecho de Thulsa Doom con la hoja verdosa. Le atravesó el corazón, y Kull la dejó allí, para que absorbiera la poca fortaleza que le quedaba al brujo, mientras la radiación verde brillaba más y más, a medida que la vida se desvanecía del cuerpo del brujo, que se fue encogiendo lentamente, hasta quedar convertido únicamente en un pequeño montón de polvo gris.
Kull dejó la espada donde la había hincado y se volvió para tomar a Kelkor firmemente de la mano.
-Puedes pedirme el alto mando de los asesinos rojos, tanto si eres lemur como si no -le dijo, dándole unas palmadas en el hombro-. Si he podido derrotar aquí la magia de un demonio, dudo mucho que no pueda rechazar una ley vacía de contenido en Valusia.
Brule salió a su encuentro, en la orilla del río, cuando regresó en compañía de Kelkor, después de haber cruzado a nado las ondulantes aguas del Stagus.
-¿Habéis llegado hasta el fin del mundo, Kull? -preguntó una vez intercambiados los saludos.
El rey emitió una risa hueca.
-¡En el nombre de Valka, picto! No, no lo he visto, pero en lugar de eso llegué hasta el fin de la vida.
-¿Qué hacemos ahora, Kull? ¿Hacía dónde nos dirigimos?
El rey vació un pellejo de vino, se limpió y emitió un gran suspiro de alivio.
-Nos volvemos por donde hemos venido. Es un largo camino, pero el terreno se extiende libre ante nosotros. Según dicen, nadie ha regresado de más allá del sol naciente. Quizá, pero ya hemos hecho añicos otros mitos antes de ahora.
Poco después, la voz de Kelkor resonó como el hierro.
-¡Adelante…. asesinos rojos!
Y las trompetas resonaron.
El camino de regreso hacia el oeste fue largo, duro y agotador, pero terminó por fin. Y al final del camino esta vez se encontraba Valusia, un hogar.
¡ Con esta hacha gobierno!
1. «Mis canciones son clavos para el ataúd de un rey»
-¡El rey debe morir a medianoche!
Quien así había hablado era alto, enjuto y moreno; una cicatriz encorvada cerca de su boca le daba un aspecto insólitamente siniestro. Quienes le escuchaban asintieron, con miradas brillantes. Eran cuatro: un hombre bajo y grueso, con un rostro tímido, una boca débil y unos ojos abultados que le daban un aspecto de permanente curiosidad; un sombrío gigante, peludo y primitivo; un hombre alto y nervudo, con los ropajes de un bufón, cuyos ardientes ojos azules despedían un brillo que no parecía ser del todo cuerdo; y un fornido enano, anormalmente ancho de hombros y largo de brazos.
El que había hablado primero sonrió de una forma glacial.
-Hagamos el juramento que no puede ser roto, el juramento de la daga y la llama. Confío en vosotros, oh, sí, claro que sí. Pero es mucho mejor que cada uno de nosotros tenga la seguridad más absoluta. Observo temblores en algunos de vosotros.
-Está muy bien que lo digas tú, Ardyon -dijo el hombre bajo y grueso-. De todos modos, ya eres un proscrito, un fuera de la ley a cuya cabeza se le ha puesto precio. Tienes mucho que ganar en esto, y nada que perder, mientras que nosotros…
-Tenéis mucho que perder, y mucho más que ganar -le interrumpió el proscrito, imperturbable-. Me habéis llamado, me habéis hecho salir de mi escondite en las montañas para que os ayudara a derrocar al rey. He preparado los planes, he puesto la trampa, alimentado el cebo y estoy preparado ahora para destruir a la presa, pero para ello tengo que estar seguro de vuestro apoyo. ¿Lo juraréis?
-¡Ya basta de estupideces! -exclamó el hombre de los intensos ojos azules-. Sí, lo juraremos este amanecer, y por la noche tendremos a un rey bailando en la cuerda. «¡Oh, el canto de los carros de guerra, y el rumor de las alas de los buitres!»
-Puedes ahorrarte tus canciones para otro momento, Ridondo -dijo Ardyon con una risotada-. Éste es momento para usar las dagas, no las rimas.
-¡Mis canciones son clavos para el ataúd de un rey! -exclamó el juglar, al tiempo que extraía una daga larga y fina-. Varlets, trae aquí una vela. ¡Yo seré el primero en prestar el juramento!
Un esclavo silencioso y sombrío trajo un cirio, y Ridondo se pinchó en la muñeca e hizo brotar la sangre. Uno tras otro, todos los demás imitaron su ejemplo y luego sostuvieron cuidadosamente las muñecas ensangrentadas para que la sangre no goteara todavía. Se tomaron después de las manos y formaron un círculo, con el cirio encendido en el centro, e hicieron avanzar las muñecas hacia él, de modo que las gotas de sangre cayeron encima y, al tiempo que la llama siseaba, repitieron:
-Yo, Ardyon, un hombre sin tierra, juro cumplir lo prometido y guardar silencio, y que mi juramento sea inquebrantable.
-¡Y también lo juro yo, Ridondo, primer juglar de la corte de Valusia!
-¡Y lo mismo juro yo, Enaros, comandante de la legión negra! -dijo el gigante.
-¡Y lo mismo juro yo, Ducalon, conde de Komahar! -dijo el enano.
-¡Y lo mismo juro yo, Kaanuub, barón de Blaal! -dijo el hombre bajo y gordo, con un trémulo falsetto.
La luz del cirio parpadeó y se apagó, aplastada por las gotas de color rubí que cayeron sobre ella.
-Que así se apague la vida de nuestro enemigo -concluyó Ardyon.
Soltó las manos de sus camaradas y les miró uno tras otro, con un desprecio cuidadosamente velado. El proscrito sabía que los juramentos podían romperse, incluso los «inquebrantables», pero también sabia que Kaanuub, de quien desconfiaba más, era un hombre supersticioso. Valía la pena tener en cuenta cualquier posible salvaguarda, por muy ligera que pudiera parecer.
-Mañana -dijo Ardyon bruscamente-, o más bien hoy mismo, pues ya amanece, Brule, el asesino de la lanza y mano derecha del rey, parte en dirección a Grondar, en compañía de Ka-nu, el embajador picto; irán acompañados por una escolta de pictos y un buen número de los asesinos rojos, la guardia personal del rey.
-En efecto -asintió Ducalon con cierta satisfacción-, ese plan fue tuyo, Ardyon, pero yo lo hice funcionar. Dispongo de un pariente en el consejo de Grondar, y resultó bastante sencillo convencer indirectamente al rey de Grondar para que solicitara la presencia de Ka-nu. Y, claro está, como quiera que Kull honra a Ka-nu por encima de cualquier otro, debe ir acompañado de una escolta suficiente.
El fuera de la ley asintió con un gesto.
-Bien. Por fin, a través de Enaros, he logrado corromper a un oficial de la guardia roja. Esta noche, justo antes de la medianoche, ese oficial alejará a sus hombres del dormitorio del rey, con el pretexto de investigar algún ruido sospechoso o algo similar. Previamente, nos habremos introducido en el palacio, mezclados con los cortesanos, y estaremos esperando, los cinco, y dieciséis bribones desesperados a quienes he convocado para que bajen de las montañas, y que ahora se hallan ocultos en diversas partes de la ciudad. Así pues, seremos veintiuno contra uno solo…
Se echó a reír. Enaros asintió con un gesto, Ducalon sonrió con una mueca, Kaanuub se puso pálido y Ridondo se frotó las manos alegremente y cantó entonadamente:
-¡Por Valka que todos recordarán esta noche, cuando suenen las cuerdas doradas! la caída del tirano, la muerte del déspota…, ¡qué canciones podré componer!
Sus ojos se encendieron con una salvaje luz fanática, y los otros se volvieron a mirarle, con expresiones de duda. Todos, salvo Ardyon, que inclinó la cabeza para ocultar una mueca. Luego, el proscrito se incorporó de repente.
-¡Ya basta! Que cada cual regrese ahora a su puesto habitual, y que ni una sola palabra, acto o mirada traicionen lo que está en la mente de todos nosotros. -Vaciló un momento, miró a Kaanuub y añadió-: Barón, la palidez de vuestro rostro os delata. Si Kull se encuentra con vos y le miráis a esos penetrantes ojos grises que tiene, os derrumbaréis. Será mejor que os dirijáis a vuestra mansión y esperéis allí a que los llamemos. Porque con cuatro nos bastamos.
Kaanuub casi estuvo a punto de caer debido a su reacción de alegría, y se marchó balbuceando incoherencias. Los demás saludaron con un gesto al proscrito y se marcharon.
Ardyon se desperezó como un gran felino y sonrió con una mueca. Llamó a un esclavo y acudió un tipo de aspecto sombrío en cuyo hombro se veía la cicatriz, marcada a fuego, que señalaba a los ladrones.
-Mañana saldré al balcón y dejaré que el pueblo de Valusia me contemple -dijo Ardyon tomando la taza que se le tendía-, Hace meses, desde que los cuatro rebeldes me llamaron para que bajara de las montañas, me he ocultado como una rata, he vivido en el mismo corazón de mis enemigos, alejado de la luz durante el día, encogido y enmascarado por las noches cuando tenía que caminar por callejones y pasillos oscuros por la noche. Y sin embargo, he conseguido lo que esos señores rebeldes no habrían podido lograr. Trabajar a través de ellos y de otros muchos agentes, muchos de los cuales ni siquiera han visto mi rostro, dedicado a sembrar el descontento y la corrupción por todo el imperio. He sobornado y trastornado a los funcionarios, he extendido la sedición entre el pueblo y, en resumen, he trabajado en la sombra, preparando el camino para la caída del rey que ahora se sienta entronizado en el mismo sol. Ah, amigo mío, casi había olvidado que fui un estadista antes que un proscrito, hasta que Kaanuub y Ducalon enviaron a buscarme.
-Trabajáis con extraños camaradas -dijo el esclavo.
-Son hombres débiles, pero fuertes en sus formas de actuar -replicó lánguidamente el proscrito-. Ducalon es un hombre astuto, osado y audaz. y tiene parientes que ocupan altos puestos en la corte, pero está sumido en la pobreza, y las fincas peladas que posee se hallan sobrecargadas de deudas. Enaros no es más que una bestia feroz, fuerte y valiente como un león, con una influencia considerable entre los soldados, pero por lo demás un inútil, pues le falta el cerebro que hay que tener. Kaanuub es astuto a su modo y no deja de ser un pequeño intrigante, pero es un estúpido y un cobarde; avaricioso, pero poseedor de una inmensa riqueza que ha sido esencial para mis propósitos. En cuanto a Ridondo, no es más que un poeta loco, lleno de planes concebidos por los pelos, valeroso pero inconstante; un favorito entre las gentes, gracias a sus canciones, que saben desgarrar las cuerdas de sus corazones. Él es nuestra mejor apuesta para alcanzar la popularidad una vez que hayamos logrado nuestro propósito.
-¿Quién subirá al trono, entonces?
-Kaanuub, desde luego, ¡o eso es, al menos, lo que él cree! Tiene en sus venas un rastro de sangre real, la sangre de aquel rey a quien Kull mató con sus propias manos. Un grave error por parte del rey actual. Sabe que todavía quedan hombres que fanfarronean descender de la vieja dinastía, pero les ha dejado con vida. Así que Kaanuub conspira para apoderarse del trono. Ducalon desea recuperar el favor del que disfrutaba en el viejo régimen, para poder elevar sus posesiones y su título hasta recuperar la antigua grandeza perdida. Enaros odia a Kelkor, el comandante de los asesinos rojos, y cree que debería ser él quien ocupara ese puesto. Desea llegar a ser el comandante de todos los ejércitos de Valusia. En cuanto a Ridondo, ¡bah!, le desprecio y le admiro al mismo tiempo. Es un verdadero idealista. Ve en Kull al extranjero, al bárbaro, a un salvaje tosco, con las manos manchadas de sangre, que ha surgido del mar para invadir una nación pacifica y agradable. Ha idealizado al rey que Kull asesinó, olvidando la naturaleza vil de aquel bribón. Olvida todas las inhumanidades bajo las que gimió el país durante su reinado, y es el más apto para hacer olvidar a la gente. Ya canta el Lamento por el rey, en el que santifica al villano y vilipendia a Kull como «el salvaje de negro corazón». Kull se ríe de esas canciones y tolera a Ridondo, pero al mismo tiempo se pregunta por qué la gente se revuelve contra él.
-Pero ¿por qué odia Ridondo a Kull?
-Porque es un poeta, y los poetas odian a quienes detentan el poder, y se vuelven hacia los tiempos del pasado en busca de alivio para sus sueños. Ridondo es una antorcha encendida de idealismo, y él mismo se concibe como un héroe, como un caballero sin mancha que se eleva para derrocar al tirano.
-¿Y vos?
Ardyon se echó a reír y vació el contenido de su copa.
-Yo tengo ideas propias. Los poetas son peligrosos, porque creen en lo que cantan en cada momento. Yo, en cambio, creo lo que pienso. Y pienso que Kaanuub no podrá conservar el trono por mucho tiempo. Hace unos pocos meses había perdido ya todas las ambiciones, salvo la de asaltar los pueblos y las caravanas mientras viviera Ahora, sin embargo…, ahora veremos.
2 «Entonces fui el libertador, y ahora…»
Una habitación extrañamente vacía, en contraste con los ricos tapices en las paredes y las mullidas alfombras que cubrían el suelo. Un pequeño escritorio, tras el que se hallaba sentado un hombre. Un hombre que habría destacado en una multitud de entre un millón, y no tanto debido a su tamaño insólito, su altura o sus grandes hombros, a pesar de que estas características contribuían lo suyo a causar ese efecto, sino debido a su rostro, moreno e inmóvil, capaz de sostener cualquier mirada, y a sus estrechos ojos grises, que podían imponer, con su frío magnetismo, la voluntad de su dueño sobre los demás.
Cada movimiento que efectuaba, por muy ligero que fuese, hacía resaltar los tensos músculos de acero, y el cerebro se conectaba con esos músculos mediante una perfecta coordinación. No había nada de deliberado, ni de preconcebido en esos movimientos; o bien se sentía perfectamente a gusto en el descanso, aunque siguiera siendo como una estatua de bronce, o bien se hallaba en movimiento con esa rapidez felina que nublaba la visión de quien intentaba seguir sus movimientos.
Ahora, este hombre apoyaba la barbilla sobre el puño, con los codos apoyados a su vez sobre el escritorio, y observaba tenebrosamente al hombre que se hallaba de pie, ante él. Este hombre se hallaba ocupado, por el momento, en sus propios asuntos, dedicado a atarse los lazos del peto. Es más, silbaba distraídamente, con una actitud extraña y poco convencional, sobre todo si se tenía en cuenta que se hallaba en presencia de un rey.
-Brule -dijo el rey-, esta cuestión de estado me fatiga como no me había ocurrido con nada que fuera un combate.
-Eso forma parte del juego, Kull -comentó Brule-. Sois el rey, y debéis representar ese papel.
-Desearía cabalgar contigo y acompañarte a Grondar -dijo Kull con una expresión de envidia-. Tengo la impresión de que han transcurrido muchos años desde la última vez que tuve un caballo entre las piernas, pero Tu me asegura que hay asuntos que exigen mi presencia aquí. ¡Maldito sea!
»Hace meses, muchos meses -siguió diciendo con una creciente melancolía al no obtener respuesta, hablando con entera libertad-, derroqué a la vieja dinastía y me apoderé del trono de Valusia, con el que había soñado desde que era un muchacho criado en los territorios de los hombres de mi tribu. Eso resultó fácil. Ahora, al mirar hacia atrás y ver el largo y duro camino recorrido, al pensar en aquellos tiempos de trabajos, matanzas y tribulaciones, me parece que son como otros tantos sueños. De un hombre de la tribu de Atlantis que era, pasé por las galeras de Lemuria, en las que trabajé durante dos años como remero esclavo; luego fui un proscrito fuera de la ley en las montañas de Valusia, después un cautivo en sus mazmorras, un gladiador en sus arenas, un soldado en sus ejércitos, hasta convertirme en su comandante y, finalmente, en su rey.
»El problema conmigo, Brule, es que no soñé más allá. Siempre había imaginado hasta el momento de apoderarme del trono, pero no miré más lejos. Cuando el rey Borna cayó muerto a mis pies y le arranqué la corona de la cabeza ensangrentada, alcancé los límites últimos de mis sueños. A partir de entonces, todo ha sido un laberinto de ilusiones y errores. Me preparé para apoderarme del trono, pero no para conservarlo.
»Al derrocar a Borna, el pueblo me aclamó; entonces fui el libertador, y ahora…, ahora murmuran y me dirigen miradas negras a mis espaldas, escupen sobre mi sombra cuando creen que no les miro. Han colocado una estatua de Borna, ese cerdo muerto, en el templo de la serpiente, y la gente acude ante ella para llorar, para aclamarle como monarca santificado que fue asesinado por un bárbaro con las manos manchadas de sangre. Cuando, como soldado, dirigí a sus ejércitos hasta la victoria, Valusia pasó por alto el hecho de que era un extranjero; ahora, no puede perdonarme por ello.
»Y ahora, en el templo de la serpiente, acuden a quemar incienso en memoria de Borna precisamente los mismos hombres a quienes sus verdugos cegaron y mutilaron, padres cuyos hijos murieron en las mazmorras, esposos cuyas mujeres fueron secuestradas para formar parte de su harén. ¡Bah! Los hombres son unos estúpidos.
-En buena medida, Ridondo es responsable de ello -dijo el picto apretándose un agujero más el cinto de la espada-. Entona canciones que enloquecen a los hombres. Cuélgalo, con sus ropajes de juglar, de la torre más alta de la ciudad. Que componga rimas para los buitres.
Kull sacudió su cabeza leonina.
-No, Brule, está fuera de mi alcance. Un gran poeta es más grande que cualquier rey. Me odia y, sin embargo, me complacería su amistad. Sus canciones son más poderosas que mi cetro, pues una y otra vez ha estado a punto de desgarrarme el corazón cuando decidió cantar para mí. Yo moriré y seré olvidado, pero sus canciones vivirán eternamente.
El picto se encogió de hombros.
-Como queráis. Seguís siendo el rey, y el pueblo no puede haceros caer. Los asesinos rojos son vuestros hasta el último hombre, y tenéis a toda la nación picta tras de vos. Ambos somos bárbaros, aunque hayamos pasado la mayor parte de nuestras vidas en este país. Y ahora me marcho. No tenéis nada que temer, salvo un intento de asesinato, que tampoco hay que temer teniendo en cuenta el hecho de que vuestra persona se halla protegida día y noche por un escuadrón de asesinos rojos.
Kull levantó la mano en un gesto de despedida y el picto abandonó la estancia con el sonido metálico de su armadura.
Entonces, otro hombre reclamó su atención, recordándole a Kull que, a un rey, el tiempo nunca le pertenece por entero.
Este hombre era un joven noble de la ciudad llamado Seno Val Dor Este famoso y joven espadachín y réprobo se presento ante el rey con signos evidentes de experimentar una gran perturbación mental. Su capa de terciopelo aparecía arrugada y, al hincarse de rodillas en el suelo, el penacho se le cayó miserablemente. Su vestimenta mostraba manchas, como si en su agonía mental hubiera descuidado por completo la atención de su aspecto personal durante algún tiempo.
-Mi rey y señor -dijo en un tono de profunda sinceridad-, si el glorioso pasado de mi familia significa algo para vuestra majestad, si mi propia lealtad significa algo para vos, por el amor de Valka, concededme lo que os pido.
-Di de qué se trata.
-Mi rey y señor, amo a una doncella. Sin ella, no puedo vivir. Sin mí, ella morirá. No puedo comer, ni dormir, sólo de pensar en ella. Su belleza me persigue día y noche, la radiante visión de su divina hermosura…
Kull se removió inquieto en su asiento. Nunca había amado a una mujer.
-En tal caso, en el nombre de Valka, cásate con ella.
-¡Ah! -exclamó el joven-. Ése es el problema, porque ella es una esclava llamada Ala, que pertenece a un tal Ducalon, conde de Komahar. Y en los libros negros de la ley valusa se dice que un noble no puede casarse con una esclava. Siempre ha sido así Me he dirigido a las alturas, y siempre he recibido la misma respuesta: «Noble y esclavo no pueden contraer matrimonio». Es terrible. Me dicen que nunca antes en toda la historia del imperio se ha conocido el caso de un noble que quisiera casarse con una esclava. ¿Qué representa eso para mí? Apelo a vos, como último recurso.
-¿No estaría ese Ducalon dispuesto a venderla?
-Lo haría, pero difícilmente alteraría eso la situación, porque ella seguiría siendo una esclava, y un hombre no puede casarse con su propia esclava. Sólo la deseo como esposa. Cualquier otra solución no sería más que una burla vacía de todo contenido. Deseo mostrarla ante el mundo envuelta en pieles de armiño y cubierta de joyas, como la esposa de Val Dor. Pero eso no podrá ser a menos que vos me ayudéis. Ella nació esclava, de cien generaciones de esclavos, y esclava seguirá siendo mientras viva y sus hijos lo serán. Y como tal, no puede casarse con un hombre libre.
-En tal caso, abraza tú mismo la esclavitud para estar a su lado -sugirió Kull mirando atentamente al joven.
-Eso es lo que deseo – contestó Seno con tanta franqueza y rapidez que Kull le creyó de inmediato-. Acudí a ver a Ducalon y le dije: «Tenéis una esclava a la que amo; deseo casarme con ella. Tómame entonces como esclavo para que pueda estar así cerca de ella». Se negó en redondo, horrorizado. Estaba dispuesto a vendérmela, e incluso a entregármela, pero no quiso consentir en que me convirtiera en su esclavo. Y mi padre ha jurado de forma inquebrantable matarme si degradara de ese modo el buen nombre de los Val Dor. No, mi rey y señor, sólo vos podéis ayudarme.
Kull llamó a Tu y le planteó el caso. Tu, el primer consejero, sacudió la cabeza, pesaroso.
-Está escrito en los grandes libros encuadernados en hierro, tal y como ha dicho Seno. Ésa ha sido siempre la ley. y ésa seguirá siendo siempre la ley. Ningún noble puede casarse con una esclava.
-¿Y por qué no puedo cambiar yo esa ley? -preguntó Kull.
Tu colocó ante él una tablilla de piedra en la que se había cincelado la ley.
-Esta ley ha existido durante miles de años. ¿Lo veis, Kull? Fue esculpida en esta tablilla por los legisladores primitivos, hace ya tantos siglos que un hombre podría pasarse toda la noche contándolos y no acabaría. Ni vos ni cualquier otro rey puede alterar eso.
Kull experimentó de pronto la nauseabunda y debilitante sensación de hallarse impotente, algo que últimamente había empezado a asaltarle con cierta frecuencia. le parecía que la realeza no era más que otra forma de esclavitud; siempre se había salido con la suya, abriéndose paso entre sus enemigos con su gran espada. ¿Cómo podía prevalecer ahora contra amigos solícitos y respetuosos que se inclinaban ante él y le lisonjeaban y que, sin embargo, se mostraban inflexibles en lo tocante a todo lo nuevo, que se atrincheraban tras las costumbres con tradición y antigüedad, y le desafiaban tranquilamente a que se atreviera a cambiar algo?
-Márchate -le dijo al joven con un fatigado gesto de su mano-. Lo siento mucho, pero no puedo ayudarte.
Seno val Dor salió de la estancia como un hombre con el corazón destrozado, con la cabeza y los hombros inclinados, los ojos apagados y arrastrando los pies al caminar, como si ya nada tuviera importancia alguna para él.
3. «Creí que erais un tigre humano»
Un viento frío sopló por entre los bosques verdes. Un hilo de plata, como una herida, se abrió paso entre los grandes árboles de los que colgaban las lianas y las enredaderas de vivos colores. Un pájaro cantó y la suave luz solar de finales del verano se desplazó por entre las ramas entrelazadas para caer en forma de aterciopelados dibujos dorados y negros de luces y de sombras sobre la tierra cubierta por la hierba. En medio de esta quietud pastoril yacía una pequeña esclava, con el rostro oculto entre los brazos blancos y suaves, y lloraba como si el corazón se le hubiera desgarrado. Los pájaros cantaban, pero ella era sorda; el arroyo la llamaba, pero ella era muda; el sol brillaba, pero ella era ciega. Todo el universo era como un vacío negro en el que sólo el dolor y las lágrimas eran reales.
En su estado, no oyó los ligeros pasos, ni vio al hombre alto de anchos hombros que surgió de entre la espesura y se quedó allí, de pie ante ella. No se dio cuenta de su presencia hasta que él se arrodilló, la levantó en sus brazos y le limpió los ojos con las manos, con tanta suavidad como pudiera haberlo hecho una mujer.
La pequeña esclava levantó la mirada y contempló un rostro impávido y moreno, con unos estrechos y fríos ojos grises que ahora, sin embargo, aparecían extrañamente ablandados. A juzgar por su aspecto, sabía que este hombre no era un valuso, y en tiempos tan complicados no era bueno que una pequeña esclava como ella fuera sorprendida por un extraño en un bosque solitario, sobre todo si éste era extranjero. Sin embargo, se sentía demasiado desgraciada como para tener miedo y, además, el hombre parecía amable.
-¿Qué te ocurre, muchacha? -le preguntó.
Y como una mujer que se encuentre en el más extremo dolor tiende a exponer sus penas a cualquiera que le demuestre interés y simpatía, ella susurró:
-Oh, señor, soy una mujer muy desgraciada. Amo a un joven noble…
-¿Seno val Dor?
-Sí, señor -contestó ella mirándole con sorpresa-. ¿Cómo lo sabéis? Desea casarse conmigo y hoy, después de haber intentado en vano obtener el permiso, acudió a ver al propio rey. Pero el rey se negó a ayudarle.
Una sombra cruzó por el rostro moreno del extraño.
-¿Dijo Seno que el rey se negó?
-No, el rey convocó al primer consejero y discutió con él durante un rato, pero finalmente cedió. ¡Oh! -sollozó-, ¡ya sabía yo que sería inútil! las leyes de Valusia son inalterables, sin que importe lo crueles o injustas que sean. Son más grandes que el propio rey.
La muchacha sintió los músculos de los brazos sosteniéndola, hinchados y endurecidos, convertidos en grandes cables de hierro. Por el rostro del extraño cruzó una expresión de impotencia.
-En efecto -murmuró en voz baja-, las leyes de Valusia son más grandes que el rey.
Contarle sus problemas había ayudado algo a la muchacha, que ahora se secó los ojos. Las esclavas están acostumbradas a soportar problemas y sufrimientos, aunque éste le había desgarrado la vida.
-¿Odia Seno al rey? -preguntó el extraño.
Ella negó con un gesto de la cabeza.
-No, comprende que él no puede hacer nada.
-¿Y tú?
-¿Yo…, qué?
-¿Odias tú al rey?
Los ojos de la muchacha se encendieron.
-¡Yo! ¿Quién soy yo, oh, señor, para odiar a un rey? Jamás se me habría ocurrido tal cosa.
-Me alegra oírte decir esas palabras -dijo el hombre con un tono de voz pesado-. Al fin y al cabo, el rey no es más que un esclavo, aprisionado por cadenas más pesadas.
-Pobre hombre -exclamó ella, apiadada, aunque sin comprenderlo del todo. Y luego se encendió su cólera-. ¡Pero odio esas leyes crueles que obedecen las gentes! ¿Por qué no pueden cambiar las leyes? ¡El tiempo nunca permanece quieto! ¿Por qué deben verse las gentes de hoy regidas por leyes que fueron hechas por nuestros antepasados bárbaros, hace miles de años? -Se detuvo de pronto y miró temerosa a su alrededor-. No se lo digáis a nadie -susurró apoyando la cabeza, suplicante, sobre el hombro de su acompañante-. No es propio de una mujer, y menos de una esclava, que se exprese de una forma tan desvergonzada delante de alguien. Sería azotada por mis amos si se enteraran.
El hombre corpulento sonrió.
-Puedes estar tranquila, muchacha. Ni el propio rey se sentiría ofendido por tus sentimientos. En realidad, creo que está bastante de acuerdo contigo.
-¿Habéis visto al rey? -preguntó ella con una curiosidad infantil que superó por un momento la desgracia que sentía.
-A menudo.
-¿Y es verdad que mide más de dos metros y medio de altura? -preguntó con avidez-. ¿Y que tiene cuernos bajo la corona, como dice la gente?
-En modo alguno -contestó él riendo-. le falta medio metro para alcanzar la altura que describes pues, en cuanto a tamaño, podría ser como mi hermano gemelo. No nos llevamos ni un centímetro de diferencia.
-¿Y es tan amable como vos?
-A veces, cuando no se siente frenético por asuntos de gobierno que no comprende, y por la superficialidad de unas gentes que no siempre pueden comprenderle.
-¿Es realmente un bárbaro?
-Lo es, en realidad: nació y pasó su primera infancia entre los bárbaros paganos que habitan el país de Atlantis. Tuvo un sueño y lo realizó. Como era un gran luchador y un salvaje espadachín, como era muy hábil en el combate, como agradaba mucho a los mercenarios bárbaros del ejército valuso, terminó por convertirse en rey. Pero el trono se tambalea bajo él, porque es un guerrero, y no un político, y porque su habilidad con la espada no le sirve ahora de nada.
-¿Y es muy desgraciado?
-No siempre -contestó el hombre corpulento con una sonrisa-. A veces, cuando se escapa para disfiutar a solas de unas pocas horas de libertad, caminando entre los bosques, se siente casi feliz, sobre todo cuando se encuentra con una hermosa muchacha como…
La joven lanzó un grito, repentinamente aterrorizada, y se hincó de rodillas ante él.
-¡Oh, mi señor, tened piedad! No lo sabía, ¡vos sois el rey!
-No temas. -Kull se arrodilló de nuevo a su lado y la rodeó con un brazo, notando que la muchacha temblaba de pies a cabeza-. Antes dijiste que era amable…
-Y lo sois, mi señor -susurró ella débilmente-. Yo… creí que erais un tigre humano, a juzgar por lo que dicen los hombres, pero ahora veo que sois afable y tierno, aunque… sois el rey,y yo…
De repente, completamente confusa y perpleja, se puso en pie de un salto, echó a correr y se desvaneció al instante. Darse cuenta de que el rey, a quien sólo había soñado con ver algún día en la distancia, era realmente el hombre a quien había contado sus penas, la llenó de vergüenza y confusión y le produjo un terror casi físico.
Kull lanzó un suspiro y se incorporó. Los asuntos de palacio volvían a reclamar su atención, y tenía que regresar para enfrentarse con problemas de cuya naturaleza no tenía más que una vaga y remota idea, y acerca de cuya solución no tenía ninguna idea.
4 «¿Quién quiere morir el primero?»
Veinte personas se deslizaron a hurtadillas a través del máximo silencio que envolvía los pasillos y salones del palacio. Sus pies sigilosos, calzados con zapatos de cuero blando, no produjeron el menor sonido sobre las mullidas alfombras o las losas de mármol desnudo. Las antorchas colocadas en los nichos, a lo largo de los pasillos y salones, brillaban con tonalidades rojas y se reflejaban en las dagas desenvainadas, las espadas de hoja ancha y las hachas afiladas.
-¡Alto, alto todos! -siseó Ardyon, que se detuvo un momento para mirar atrás, a sus seguidores-. Que deje de sonar esa maldita respiración tan ruidosa, sea quien fuere. El oficial de la guardia nocturna ha desplazado a todos los guardias de estos rellanos y pasillos, ya sea mediante orden directa o emborrachándolos, pero debemos llevar cuidado. Es una suerte para nosotros que esos malditos pictos, los lobos ágiles, estén de juerga en el consulado o se encuentren de camino hacia Grondar. ¡Silencio! ¡Atrás , ahí viene la guardia!
Se apelotonaron todos detrás de una enorme columna, que habría podido ocultar a todo un regimiento de hombres, y aguardaron. Casi inmediatamente aparecieron diez hombres, altos y atezados, vestidos con armadura roja, que avanzaban como si fueran estatuas de hierro. Iban fuertemente armados y en los rostros de algunos de ellos se observaba una ligera incertidumbre. El oficial que los mandaba estaba bastante pálido. Su rostro estaba surcado por líneas duras y se llevó una mano a la frente, para limpiarse el sudor, en el momento en que la guardia pasó ante la enorme columna tras la que se ocultaban los asesinos. Era un hombre joven, y esta traición a un rey no le resultaba nada fácil.
Pasaron ante ellos, con ruido metálico de armas, y se perdieron por el pasillo.
-Bien -dijo Ardyon en voz baja, con una sonrisa-. Ha cumplido lo prometido. Ahora, Kull duerme desprotegido. ¡Apresuraos, tenemos mucho que hacer! Si nos atrapan asesinándole estaremos acabados, pero a un rey muerto se le convierte con facilidad en un simple recuerdo. ¡Daos prisa!
-¡Sí, deprisa! -gritó Ridondo en voz baja.
Se apresuraron por el pasillo, ya sin tomar precauciones, y se detuvieron ante una puerta.
-¡Aquí! -espetó Ardyon-. Enaros, ábreme esta puerta.
El gigante lanzó todo su peso contra el panel, y se produjo un crujido de cerrojos, un estallido de la madera. La puerta cedió y se abrió hacia el interior.
-¡Adentro! -gritó Ardyon, encendido por el ánimo del asesinato.
-¡Adentro! -rugió Ridondo-. Muerte al tirano…
Se detuvieron todos de improviso. Kull se les enfrentaba. No era un Kull desnudo, despierto repentinamente de un sueño profundo, desconcertado y desarmado ante aquellos carniceros, como una oveja desamparada, sino un Kull plenamente despierto y feroz, parcialmente vestido con la armadura de un asesino rojo, con una larga espada en la mano.
Kull se había levantado tranquilamente unos pocos minutos antes, incapaz de dormir. Había tenido la intención de pedirle al oficial de guardia que entrara en el dormitorio para conversar un rato con él, pero al mirar por la mirilla de la puerta lo vio al frente de sus hombres, alejándose. Inmediatamente, en la mente recelosa del rey bárbaro surgió la sospecha de que se cometía un acto de traición contra su persona Ni siquiera se le ocurrió llamar a los hombres para que regresaran, porque supuso que también formarían parte de la conspiración. No existía ninguna buena razón para que se produjera esta deserción. Así que Kull empezó a colocarse tranquilamente la armadura que siempre tenía a mano, y apenas había terminado de hacerlo cuando Enaros se lanzó contra la puerta y la abrió.
Por un momento, la escena pareció quedar congelada. Los cuatro nobles rebeldes que se encontraban junto a la puerta y los dieciséis desesperados proscritos que les seguían, se vieron contenidos, simplemente, por la terrible mirada del silencioso gigante que se erguía en medio del dormitorio real, con la espada preparada.
-¡Matadle! -gritó entonces Ardyon-. ¡Sólo es uno contra veinte, y no lleva casco!
Con un grito que se elevó hacia el techo, los asesinos entraron en tromba en el dormitorio. El primero de todos fue Enaros. Lo hizo como un toro lanzado a la carga, con la cabeza agachada y la espada baja, dispuesta para desgarrarle las entrañas. Kull saltó para salirle al encuentro como un tigre pudiera cargar contra un toro, y todo el peso y la poderosa fortaleza del rey se concentraron en el brazo que sostenía la espada. La gran hoja relampagueó en el aire, trazando un arco silbante, y se estrelló contra el casco del comandante. Hoja y casco se encontraron estruendosamente y se rompieron al mismo tiempo. Enaros rodó sin vida sobre el suelo, mientras que Kull retrocedió, sosteniendo la empuñadura de la espada, de la que había desaparecido la mayor parte de la hoja.
-¡Enaros! -exclamó sorprendido cuando el casco destrozado dejó al descubierto la cabeza aplastada.
Luego, el resto del grupo se abalanzó sobre él. Sintió que la punta de una daga le resbalaba a lo largo de las costillas, y lanzó al atacante hacia un lado con un poderoso movimiento de vaivén de su brazo izquierdo. Aplastó la espada rota entre los ojos de otro de los atacantes y lo dejó sin sentido y sangrando en el suelo.
-¡Que cuatro de vosotros vigilen la puerta! -gritó Ardyon, que se movía en el borde de aquel torbellino de acero.
Temía que Kull, con su enorme peso y velocidad, pudiera abrirse paso entre ellos y escapar. Cuatro de los conjurados retrocedieron y se apostaron ante la única puerta de la estancia. En ese preciso instante, Kull saltó hacia la pared y descolgó de ella una vieja hacha de batalla, que posiblemente había estado colgada allí durante cien años.
De espaldas contra la pared, se enfrentó a ellos por un momento y luego saltó hacia adelante. ¡No era Kull un luchador defensivo! Siempre era él quien llevaba el combate al campo del enemigo. Un solo vaivén del hacha sirvió para dejar tendido en el suelo a uno de los proscritos, con un hombro gravemente hendido. Y el terrible golpe de retroceso del hacha le aplastó el cráneo a otro. Una espada se aplastó entonces contra el peto de su armadura de tal modo que, de no haberlo llevado, habría muerto allí mismo. Lo que más le preocupaba era protegerse la cabeza, que llevaba al descubierto, así como los espacios situados entre peto y espaldar, pues la armadura valusa era intrincada y no había tenido tiempo para sujetársela por completo. Ya sangraba de las heridas recibidas en la mejilla. en los brazos y en las piernas, pero sus movimientos eran tan rápidos y mortales, y tan grande su habilidad como combatiente, que incluso a pesar de contar con todas las posibilidades a su favor, los asesinos vacilaron en su ataque. Además, su número ya se había visto considerablemente reducido.
Por un momento, lo agobiaron con una lluvia de golpes y estocadas, pero luego retrocedieron y lo rodearon, mientras él embestía a su vez y paraba sus golpes; un par de cadáveres tendidos en el suelo constituía una silenciosa muestra de la estupidez del plan de aquellos asesinos.
-¡Caballeros! -gritó Ridondo en un acceso de rabia echando hacia atrás la capucha que le cubría la cabeza, mirando a sus compañeros con expresión de rabia salvaje-. ¿Os acobardáis ante el combate? ¿Debe seguir viviendo el déspota? ¡A por él!
Se precipitó hacia adelante, pero Kull, al reconocerle, detuvo la estocada con un tremendo golpe corto y luego, con un empujón, lo hizo retroceder tambaleante, haciéndole caer despatarrado sobre el suelo. El rey recibió en el brazo izquierdo una estocada de Ardyon, y el proscrito sólo salvó la vida al agacharse ante el hacha de Kull, viéndose obligado a retroceder. Uno de los bandidos se agachó y se lanzó contra las piernas de Kull, confiado en hacerle caer de esta manera, pero después de forcejear durante un breve instante contra lo que no parecía sino una sólida torre de hierro levantó la mirada justo a tiempo para ver cómo descendía el hacha sobre él, pero no para evitaría. Mientras tanto, uno de sus camaradas había levantado la espada con ambas manos y la descargó con tal fuerza que cortó la placa que cubría el hombro izquierdo de Kull, y le hirió en el hombro. En un instante, el peto de Kull se encontró lleno de sangre.
Ducalon, en su salvaje impaciencia, sorteó a los atacantes a derecha e izquierda y se abalanzó hacia adelante con una salvaje estocada dirigida contra la cabeza desprotegida de Kull. Éste se agachó a tiempo y la espada pasó silbando por encima, cortándole un mechón de cabellos. Evitar los golpes de un enano como Ducalon resulta dificil para un hombre de la altura de Kull.
El rey pivotó sobre sus talones y golpeó desde el costado, como pudiera haber saltado un lobo, trazando un amplio arco por lo bajo. Ducalon cayó hacia atrás, con todo el costado izquierdo desgarrado, por donde se le derramaban los pulmones.
-¡Ducalon! -exclamó Kull, jadeante-. ¡Conoceré a ese enano en el infierno…!
Se enderezó para defenderse de las alocadas embestidas de Ridondo, que volvió a la carga sin protegerse, armado sólo con una daga. Kull saltó hacia atrás y levantó el hacha.
-¡Ridondo! ¡Atrás! -gritó con voz aguda- – No te haré daño…
-¡Muere, tirano! -gritó a su vez el enloquecido juglar, que se abalanzó de cabeza sobre el rey.
Kull retrasó el golpe que se disponía a asestar hasta que ya fue demasiado tarde. Sólo al sentir la mordedura del acero sobre su costado desprotegido descargó el hacha en un frenesí de ciega desesperación.
Ridondo cayó al suelo con el cráneo aplastado, y Kull volvió a retroceder, contra la pared, mientras la sangre brotaba de la herida del costado, a través de los dedos de la mano que se había llevado instintivamente hacia allí.
-¡Adelante ahora! ¡A por él! -rugió Ardyon, preparado para encabezar el ataque.
Kull apoyó la espalda contra la pared y levantó el hacha. Ofrecía una imagen terrible y primigenia. Las piernas bien separadas, la cabeza adelantada, una mano enrojecida agarrándose a la pared en busca de apoyo, la otra sosteniendo el hacha en alto, mientras que sus feroces rasgos quedaban congelados en una expresión de odio, y los ojos fríos miraban a través de una bruma de sangre que dificultaba su visión. Los hombres vacilaron; era posible que el tigre estuviera a punto de morir, pero todavía era capaz de producir la muerte.
– ¿Quién quiere morir el primero? -espetó Kull a través de los labios aplastados y ensangrentados.
Ardyon saltó como sólo saltaría un lobo, se detuvo casi en medio del aire con la increíble velocidad que le caracterizaba, Y cayó postrado para evitar la muerte que silbaba hacia él en forma de la hoja enrojecida del hacha. Agitó frenéticamente los pies para apartarse de allí y rodó hacia un lado justo a tiempo para evitar el segundo golpe que le dirigió Kull, una vez recuperado de su fallido primer intento. Esta vez, el hacha se hundió a muy pocos centímetros de las piernas de Ardyon, que giraba precipitadamente sobre sí mismo.
Otro desesperado se abalanzó en ese instante, seguido sin mucha convicción por sus compañeros. El primero se había imaginado que si llegaba ante él y le alcanzaba antes de que pudiera levantar el hacha del suelo, podría acabar con su vida, pero no tuvo en cuenta la velocidad de movimientos del rey, o bien inició su ataque un segundo demasiado tarde. En cualquier caso, el hacha trazó un arco hacia arriba y golpeó desde abajo; el hombre se detuvo bruscamente, y una enrojecida caricatura de ser humano salió catapultada hacia atrás, contra las piernas de sus compañeros.
En este momento, unos pasos apresurados sonaron metálicamente en el pasillo exterior, y los bribones que vigilaban la puerta gritaron:
-¡Vienen soldados!
Ardyon lanzó una maldición y sus hombres le abandonaron de inmediato, como ratas que abandonan el barco que se hunde. Se precipitaron fuera del dormitorio, cojeantes y dejando tras de sí regueros de sangre. En el pasillo se oyeron gritos y se inició la persecución.
A excepción de los hombres muertos y moribundos que yacían sobre el suelo, Kull y Ardyon se quedaron a solas en el dormitorio real. A Kull se le doblaban las rodillas, y se apoyó pesadamente contra la pared, sin dejar de vigilar al proscrito con los ojos de un lobo moribundo. En esta extrema situación, no se le escapó la cínica filosofía de Ardyon.
-Todo parece haberse perdido, particularmente el honor -murmuró-. Y sin embargo, el rey muere de pie y…
Fueran cuales fuesen los pensamientos que cruzaron en ese momento por su mente no llegaron a ser expresados, pues en ese instante se lanzó contra Kull al ver que éste empleaba el brazo que sostenía el hacha para limpiarse la sangre que le cegaba la visión. Un hombre con la espada preparada puede ser más rapido que un hombre herido, que se ve pillado por sorpresa y que sólo puede golpear con un hacha que pesa como el plomo en su fatigado brazo.
Pero justo en el momento en que Ardyon iniciaba su embestida, Seno val Dor apareció en la puerta y desde allí mismo arrojó por el aire algo que brilló, pareció cantar y terminó su vuelo al hundirse en el cuello de Ardyon. El proscrito se tambaleó, dejó caer la espada y se desplomó sobre el suelo, a los pies de Kull, inundando el mármol con el torrente de una yugular cortada, como testigo mudo de que, entre las habilidades de combate de Seno, se incluía el lanzamiento del cuchillo. Kull observó desconcertado al proscrito muerto y los ojos sin vida de Ardyon le devolvieron una mirada aparentemente burlona, como si su propietario todavía mantuviera la inutilidad de los reyes y los proscritos, de las conspiraciones y contraconspiraciones.
Luego, Seno se apresuró a ofrecer su apoyo al rey, y el dormitorio pronto se vio inundado de hombres armados que llevaban el uniforme de la gran familia Val Dor, y Kull se dio cuenta de que una pequeña esclava le sostenía por el otro brazo.
-Kull, Kull, ¿estáis muerto? -preguntó Val Dor, cuyo rostro aparecía mortalmente pálido.
-Todavía no -contestó el rey con voz ronca-. Contenedme la herida del costado izquierdo. Si muero será a causa de esa herida. Es profunda… Ridondo me escribió en ella una canción de muerte…, pero las demás no son mortales. Cosédmela con rapidez, porque tengo trabajo que hacer.
Se apresuraron a obedecerle, maravillados, y cuando cesó el flujo de sangre, Kull, aunque estaba muy pálido a causa de la sangre perdida, sintió que recuperaba un poco las fuerzas. Ahora, todo el palacio estaba alborotado. Las damas, los lores, los hombres armados, los consejeros, todos acudieron en tropel, sin dejar de hablar. Los asesinos rojos se preparaban, ciegos de rabia, dispuestos a todo, celosos del hecho de que hubieran sido otros los que ayudaran a su rey. En cuanto al joven oficial que había mandado La guardia, se escabulló en la oscuridad y ya no se le pudo encontrar, ni antes ni después, a pesar de que se le buscó a conciencia.
Kull, que seguía manteniéndose tenazmente en pie, sin dejar de sostener el hacha en una mano, y apoyado con la otra sobre el hombro de Seno, señaló a Tu, que permanecía allí de pie, retorciéndose las manos.
-Tráeme la tablilla donde está escrita la ley concerniente a los esclavos.
-Pero, mi señor…
-¡Haz lo que te digo! -gritó el rey, que levantó el hacha.
Tu se apresuró a obedecer.
Mientras esperaba y las damas de la corte se arremolinaban a su alrededor para curarle las heridas, y trataban en vano de separar sus dedos de hierro del mango del hacha ensangrentada, Kull escuchó la historia que le contó el jadeante Seno.
-Ala oyó conspirar a Kaanuub y a Ducalon. Se había ocultaJo en un oscuro rincón, para llorar allí a solas, a causa de… nuestros problemas, y en ese momento pasó cerca Kaanuub, que había acudido desde su mansión, y que temblaba de terror por miedo a que los planes pudieran salir mal, por lo que había venido de nuevo para cerciorarse de que todo marchaba bien. No se marchó hasta bien avanzada la noche, y sólo entonces encontró Ala una oportunidad para salir a hurtadillas y venir a avisarme. Pero hay un largo camino desde la casa de Ducalon hasta la casa de los Val Dor, sobre todo si tiene que recorrerlo una muchacha sola. Así, aunque reuní a mis hombres en un instante, estuvimos a punto de llegar demasiado tarde.
Kull se sujetó con firmeza a su hombro.
-No lo olvidaré.
Tu entró en ese momento. Llevaba en una mano la tablilla de la ley, que colocó con gesto reverente sobre la mesa. Kull apartó a un lado a todos los que se interponían en su camino y se quedó solo, de pie.
-Escuchad, pueblo de Valusia -exclamó, sostenido por la bestial vitaiidad que le era propia-. Estoy aquí, de pie…, y soy el rey. Me han herido casi hasta acabar conmigo, pero he sobrevivido a heridas masivas. ¡Escuchadme! Ya estoy harto de esta situación. ¡No soy un rey, sino un esclavo! ¡Me veo obstaculizado por leyes, leyes y más leyes! No puedo castigar a los malhechores ni recompensar a los amigos debido a la ley, la costumbre, la tradición. ¡Por Valka! ¡A partir de ahora seré el rey, tanto de derecho como de hecho! Aquí están los dos que me han salvado la vida. En consecuencia, tienen plena libertad para casarse y hacer lo que les plazca.
Seno y Ala se precipitaron el uno en brazos del otro, con gritos de alegría.
-¡Pero la ley…! -exclamó Tu.
-¡Yo soy la ley! – rugió Kull, y levantó el hacha.
La dejó caer con un movimiento rápido y la mesa se hizo añicos. Los presentes se apretaron las manos, horrorizados, paralizados, casi como si esperaran que el cielo cayera sobre ellos. Kull retrocedió, con ojos relampagueantes. La estancia pareció girar por un momento ante sus ojos, mareado.
-¡Yo soy el rey, el estado y la ley! -rugió. Tomó el cetro que estaba cerca, lo rompió en dos y lo arrojó lejos de sí-. ¡Éste será mi único cetro!
Blandió el hacha en lo alto y salpicó a los pálidos nobles con gotas de sangre. Kull tomó la delgada corona con la mano izquierda, y apoyó la espalda contra la pared; sólo ese apoyo le impidió caer, pero sus brazos todavía conservaban la fortaleza de los leones.
-¡No soy ni rey ni cadáver! -siguió rugiendo, con los nudosos músculos abultados, con una mirada terrible en los ojos-. Si no os gusta mi reinado…, ¡venid y tomad la corona!
El brazo izquierdo extendió la corona en su mano, mientras que el derecho sujetaba el hacha amenazadora, por encima.
-¡Con esta hacha gobierno! ¡Éste es mi cetro! Me he esforzado y he sudado para ser el rey marioneta que queríais que fuese, para gobernar a vuestro modo. A partir de ahora, lo haré a mi modo. Si no queréis luchar, tendréis que obedecer. Las leyes que sean justas, se mantendrán, pero aquellas que han quedado anticuadas por el paso del tiempo las aplastaré como aplasto ésta, ¡porque soy el rey!
Y lentamente, los nobles de rostros pálidos y las damas asustadas se arrodillaron y se inclinaron, como muestra de temor y de reverencia, ante el gigante ensangrentado que se erguía por encima de todos ellos con la mirada encendida.
-¡Soy el rey!
En alguna parte, en la ardiente oscuridad, se inició un latido. Una cadencia pulsante, sin sonido alguno pero vibrante de realidad, envió sus largos tendones ondulantes que fluyeron a través del aire irrespirable. El hombre se agitó, tanteó a su alrededor con manos de ciego y se sentó. Al principio, tuvo la impresión de hallarse flotando sobre las olas uniformes y regulares de un océano negro, que se elevaba y descendía con una monótona regularidad que, de algún modo, le producía dolor físico. Era muy consciente del latir y el pulsar del aire, y extendió las manos como si pretendiera coger las olas que se le escapaban. Pero ¿estaban esos latidos en el aire que le rodeaba, o sólo en el cerebro que había dentro de su cráneo? No podía comprenderlo y, entonces, se le ocurrió una idea fantástica: la sensación de hallarse encerrado dentro de su propio cráneo.
El pulsar se empequeñeció, se centralizó; se sostuvo la dolorida cabeza con las manos y trató de recordar. Recordar…, ¿qué?
-Esto es algo muy extraño -murmuró-. ¿Quién o qué soy yo? ¿Qué lugar es éste? ¿Qué ha ocurrido y por qué estoy aquí? ¿He estado siempre aquí?
Se puso en pie y trató de mirar a su alrededor. La mayor de las oscuridades se encontró con su mirada. Forzó los ojos, pero ni un solo atisbo de luz salió a su encuentro. Empezó a caminar hacia adelante, vacilante, con las manos extendidas ante él, buscando la luz de una forma tan instintiva como pudiera hacerlo una planta.
-Seguramente, esto no lo es todo -musitó-. Tiene que haber algo más…, ¿qué es diferente de esto? ¡La luz! lo sé… Recuerdo la luz, aunque no recuerdo lo que es la luz. Seguramente, he conocido un mundo diferente a éste.
A lo lejos empezó a aparecer una débil luz grisácea. Se apresuró hacia ella. El resplandor se hizo más amplio, hasta que parecía como si avanzara por un corredor largo que se fuera ensanchando más y más. Entonces, de repente, salió a la débil luz de las estrellas y sintió el viento frío sobre su rostro.
-Esto es la luz -murmuró-, pero todavía no lo es todo.
Sintió y reconoció una sensación de altura terrorífica. Altura por encima de él, incluso con sus ojos, y también por debajo de él, como si grandes estrellas relucieran en un majestuoso océano cósmico parpadeante. Frunció el ceño, abstraído, mientras contemplaba estas estrellas.
Entonces, se dio cuenta de que no estaba solo. Una forma alta y vaga se elevaba ante él, bajo la luz de las estrellas. Se llevó instintivamente la mano hacia la cadera izquierda, y después la dejó colgar, fláccida. Estaba desnudo, y ningún arma pendía de su costado.
La forma se acercó más y vio entonces que se trataba de un hombre, aparentemente muy anciano, aunque sus rasgos eran indistintos e irreales a la débil luz.
-¿Eres nuevo? -preguntó la figura con una voz clara y profunda, que sonaba como el tintineo de un gong de jade.
Ante ese sonido, un repentino fragmento de recuerdos surgió en el cerebro del hombre que había oído la voz.
Se frotó la barbilla, desconcertado.
-Anora lo recuerdo -dijo-. Soy Kull, rey de Valusia… Pero ¿que estoy haciendo aquí, sin vestiduras ni armas?
Ningún hombre puede llevar nada consigo cuando cruza la puerta -dijo el otro, crípticamente-. Piensa, Kull de Valusia, ¿no sabes cómo has llegado hasta aquí?
-Estaba de pie, ante la puerta de la sala del consejo -contestó Kull, perplejo-, y recuerdo que el vigía de la torre exterior golpeó el gong para indicar la hora, y entonces, de repente, el estruendo del gong se transformó en un salvaje y repentino flujo de sonido que parecía querer hacerlo todo añicos. Todo se oscureció a mi alrededor y, por un instante, unas chispas rojas se encendieron ante mis ojos. Luego, desperté en una caverna, o en una especie de corredor, sin recordar nada.
-Pasaste a través de la puerta, y eso siempre parece oscuro.
-Entonces, ¿estoy muerto? ¡Por Valka! Algún enemigo tiene que haberme atraído por entre las columnas del palacio y haberme alcanzado cuando me encontraba hablando con Brule, el guerrero picto.
-No he dicho que estés muerto -replicó la débil figura- A veces, la puerta no se cierra del todo. Esas cosas ya han ocurrido antes.
-Pero ¿qué lugar es éste? ¿Es el paraíso o el infierno? Este no es el mundo que he conocido desde que nací Y esas estrellas… Nunca las había visto antes. Esas constelaciones son mucho más poderosas y feroces de lo que había visto en mi vida.
-Hay mundos más allá, universos que están tanto dentro como fuera de los universos -dijo el anciano-. Estás en un planeta diferente a aquél sobre el que naciste; estás en un universo diferente y, sin duda, en una dimensión diferente.
-Entonces, debo de estar muerto.
-¿Qué es la muerte, sino una travesía de eternidades y un cruzar de océanos cósmicos? Pero yo no he dicho que estés muerto.
-Entonces, ¿dónde estoy, en el nombre de Valka? -rugió Kull, agotada ya su escasa paciencia.
-Tu cerebro de bárbaro se aferra a las concreciones materiales -respondió el otro con tranquilidad-. ¿Qué importa dónde te encuentres, o si estás muerto, como tú lo llamas? Formas parte del gran océano que es la vida, que baña todas las orillas, y tanto formas parte de él en un lugar como en otro, y seguro que finalmente regresarás a la fuente que dio origen a toda la vida. En cuanto a eso, te hallas sujeto a la vida durante toda la eternidad, con tanta seguridad como se hallan sujetos un árbol, una roca, un ave o un mundo. ¿Y llamas muerte al hecho de abandonar tu diminuto planeta, a separarte de tu cruda forma física?
-Pero todavía tengo mi cuerpo.
-Yo no he dicho que estés muerto, como tú lo llamas. En cuanto a eso, puede que estés todavía en tu diminuto planeta, al menos por lo que sabes. Hay mundos dentro de los mundos, universos dentro de los universos. Existen cosas demasiado pequeñas o demasiado grandes para la comprensión humana. Cada guijarro de las playas de Valusia contiene incontables universos dentro de sí mismo, y él mismo, en su conjunto, forma parte del gran pian de todos los universos, como el sol que tú conoces. Tu universo, Kull de Valusia, puede ser un guijarro en la orilla de un poderoso reino. Has traspasado las fronteras de las limitaciones materiales. Puede que te encuentres en un universo que acabe formando la piedra preciosa que llevabas en el trono de Valusia, o ese universo que sabes se encuentra en la telaraña que hay ahí, sobre la hierba, a tus pies. Te digo que el tamaño, el espacio y el tiempo son relativos y no existen en realidad.
-Seguramente eres un dios, ¿verdad? -preguntó Kull, con curiosidad.
-La simple acumulación de conocimientos y la adquisición de sabiduría no convierte a nadie en un dios -contestó el otro con impaciencia-. ¡Mira!
Una mano se adelantó en las sombras y señaló hacia las grandes y resplandecientes gemas que eran las estrellas. Kull miró y se dio cuenta de que se transformaban con rapidez. Lo que tenía lugar era como un constante ondular, como un cambio incesante de diseño y de pauta.
-Las estrellas «sempiternas» cambian a su propio ritmo, con la misma rapidez con que surgen y se desvanecen las razas de los hombres. Ahora mismo, mientras observamos lo que son planetas, hay seres que surgen del légamo de lo primigenio, que empiezan a ascender por los largos y lentos caminos de la cultura y la sabiduría, mientras que otros están siendo destruidos con sus mundos moribundos. Todo es vida y forma parte de la vida. Para ellos, parece miles de millones de años; para nosotros, no es más que un momento. Toda la vida.
Kull observó, fascinado, mientras las enormes estrellas y las poderosas constelaciones parpadeaban refulgentes, se apagaban y se desvanecían, y otras, igualmente radiantes, ocupaban sus lugares, para verse suplantadas a su vez por otras.
Entonces, de repente, la ardiente oscuridad volvió a fluir sobre él, apagando todas las estrellas, como si se tratara de una espesa niebla, y oyó un tintineo débil y familiar.
Se encontró de pie, retrocediendo. La luz del sol rasgó sus ojos, las altas columnas y paredes de mármol de un palacio, las amplias ventanas cubiertas de cortinajes, a través de las cuales penetraba la luz del sol como oro fundido. Se pasó una mano rápida y aturdida por todo el cuerpo, palpando sus vestiduras y la espada que pendía de su costado. Estaba cubierto de sangre; una roja corriente le brotaba de un corte superficial en la sien. Pero la mayor parte de la sangre que cubría sus extremidades y sus ropas no era suya. A sus pies, sobre un horripilante charco carmesí, yacía lo que antes había sido un hombre. El tintineo que había oído cesó, produciendo ecos.
-¡Brule! ¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde he estado?
-Habéis estado a punto de hacer el viaje a los reinos de la muerte -contestó el picto con una mueca despiadada, al tiempo que limpiaba la hoja de la espada-. Ese espía esperaba apostado tras una de las columnas, y se abalanzó sobre vos como un leopardo en el momento en que os volvisteis hacia mí para decirme algo. Quien haya planeado vuestra muerte tiene que ejercer un gran poder para enviar a un hombre así a su condena segura. Si no hubiera vuelto la espada en la mano y golpeado oblicuamente en lugar de hacerlo recto, como lo hizo, habríais terminado ante él con una brecha en el cráneo en lugar de estar aquí ahora, de pie, meditando a causa de una herida superficial.
-Pero, seguramente, eso sucedió hace horas -dijo Kull.
Brule se echó a reír.
-Todavía estáis aturdido, mi señor. Desde el momento en que saltó sobre vos y caísteis al suelo, hasta el momento en que le atravesé el corazón, ningún hombre habría podido contar siquiera los dedos de una mano. Y durante el tiempo que permanecisteis tumbado en el suelo, sobre su sangre, hasta el momento en que os habéis incorporado, no habrá transcurrido más que el doble de ese tiempo. ¿Veis?, Tu no ha llegado todavía con las vendas, y eso que salió precipitadamente a buscarlas en cuanto fuisteis herido.
-Si tú lo dices, debes tener razón -dijo Kull-. No lo entiendo muy bien, pero justo antes de ser atacado oí el estruendo del gong que daba la hora, y aún seguía sonando cuando recuperé el sentido… Brule, el tiempo y el espacio no existen, pues he realizado el más largo viaje de mi vida, y he vivido incontables millones de años durante el tiempo que ha tardado en desvanecerse el sonido del gong.
1. «Valusia conspira tras las puertas cerradas»
Una quietud siniestra se extendía como un sudario sobre la antigua ciudad de Valusia. Las olas de calor bailoteaban de un tejado reluciente a otro y tremolaban contra las suaves paredes de mármol. Las torres púrpura y los chapiteles dorados parecían suavizarse bajo la débil calina. Ni un solo sonido de cascos de caballo en las amplias calles empedradas interrumpía el amodorrado silencio, y los pocos peatones que se aventuraban a salir realizaban sus tareas con rapidez y volvían a desaparecer en el interior de las casas. La ciudad parecía un reino de fantasmas.
Kull, rey de Valusia, apartó a un lado las diáfanas cortinas y miró por encima del alféizar dorado de la ventana, sobre el patio de fuentes chispeantes, los setos recortados y los árboles podados, hacia el alto muro y las ventanas negras de las casas que detuvieron su mirada.
-Valusia conspira tras las puertas cerradas, Brule -gruñó.
Su compañero, un poderoso guerrero de rostro moreno y estatura media, sonrió duramente.
-Sois demasiado receloso, Kull. Es el calor lo que obliga a la gente a permanecer en el interior de sus casas.
-Pero conspiran -insistió Kull.
Era un bárbaro alto, ancho de espaldas, con la constitución propia del verdadero luchador: hombros anchos, pecho poderoso y caderas delgadas. Sus fríos ojos grises reflexionaban tristemente bajo unas pobladas cejas negras. Sus rasgos indicaban a las claras su procedencia, pues Kull, el usurpador, era de origen atlante.
-Cierto, conspiran. ¿Cuándo ha dejado de conspirar la gente, al margen de quién estuviera sentado en el trono? Y en vuestro caso, sería explicable.
-En efecto -asintió el gigante, cuyas cejas- se estrecharon-. Soy un extranjero. El primer bárbaro que ha alcanzado el trono valuso desde el comienzo de los tiempos. Mientras sólo fui comandante de sus fuerzas armadas, pasaron por alto el accidente de mi lugar de nacimiento. Pero ahora me lo echan en cara, al menos con la mirada y con el pensamiento.
-¿Y qué puede importaros eso a vos? Yo también soy extranjero. En realidad, los extranjeros gobernamos Valusia ahora, puesto que el pueblo se ha hecho demasiado débil y degenerado como para gobernarse a sí mismo. Un atlante se sienta en su trono, apoyado por todos los pictos, los aliados más antiguos y poderosos del imperio. La corte está llena de extranjeros, los ejércitos están compuestos por mercenarios bárbaros, y los asesinos rojos…, bueno, ellos al menos son valusos, pero se trata de hombres procedentes de las montañas, que se consideran a sí mismos como una raza diferente.
Kull se encogió de hombros, inquieto.
-Sé lo que piensa la gente, y con qué aversión y cólera deben observar la situación las más viejas y poderosas familias valusas, Pero ¿qué otra cosa tendrían si no? Con Borna, el imperio se hallaba en peor situación que conmigo, a pesar de que él fue un valuso nativo, heredero directo de la antigua dinastía. Éste es el precio que debe pagar una nación por la decadencia: de una forma u otra, los pueblos jóvenes y fuertes aparecen y toman posesión de las cosas. No, al menos, he reconstruido los ejércitos, he reorganizado a los mercenarios y le he devuelto a Valusia una cierta medida de su antigua grandeza internacional. Seguro que es mucho mejor tener en el trono a un bárbaro capaz de mantener unidas a las distintas facciones que permitir que cien mil hombres con las manos manchadas de sangre deambularan libremente por la ciudad, pues eso es lo que habría ocurrido a estas alturas de haber seguido reinando Borna. El reino se desmoronaba y dividía bajo sus pies, amenazado de invasión por todas partes, y los paganos grondaros ya se preparaban para lanzar una incursión de proporciones apabullantes… Pues bien, yo maté a Borna con mis propias manos en aquella noche caótica en que me puse al frente de los rebeldes. Aquella despiadada acción me ganó no pocos enemigos, pero seis meses más tarde había terminado con la anarquía y las contrarrebeliones, había vuelto a unificar la nación, le había quebrado el espinazo a la Federación Triple y aplastado el poder de los grondaros. Ahora, Valusia dormita en paz y quietud, y entre una siesta y otra conspira para derrocarme. No ha habido hambrunas desde que me convertí en rey, los almacenes rebosan de grano, los barcos mercantes llegan cargados, las bolsas de los mercaderes están llenas y la gente empieza a echar barriga. Pero, a pesar de todo eso, siguen murmurando, y maldicen y escupen sobre mi sombra. ¿Qué es lo que quieren?
El picto esbozó una mueca salvaje y contestó con amarga ironía:
-¡Quieren otro Borna! ¡Un tirano con las manos manchadas de sangre! Olvidaos de su ingratitud. No os habéis apoderado del reino para favorecerlos, ni lo conserváis en vuestras manos por ese motivo. Habían alcanzado una ambición de toda la vida y os halláis firmemente asentado en el trono. Que murmuren y conspiren todo lo que quieran. Vos sois el rey.
-Sí, soy el rey de este reino púrpura -asintió Kull, ceñudo-. Y lo seguiré siendo hasta el último aliento, hasta que mi fantasma recorra el largo camino de las sombras. ¿Qué ocurre ahora?
Un esclavo se inclinó profundamente ante él.
-Altísima majestad, Nalissa, hija de la gran casa de bora Ballin, solicita audiencia.
Una sombra se extendió sobre la mirada del rey.
-Más súplicas en relación con su condenado asunto amoroso -dijo con un suspiro, mirando a Brule-. Quizá sea mejor que te vayas. -Y volviéndose al esclavo añadió-: Dejadla llegar ante mi presencia.
Kull se sentó en una silla forrada de terciopelo y miró a Nalissa. Sólo tenía unos diecinueve años de edad; vestida a la costosa pero ligera moda de las nobles damas valusas presentaba una imagen encantadora, cuya belleza pudo apreciar hasta el propio rey bárbaro. Su piel era de un blanco maravilloso, debido en parte a los numerosos baños de leche y vino que tomaba pero, sobre todo, a una herencia de hermosura. Mostraba las mejillas matizadas de forma natural por un delicado color rosa, y sus labios eran llenos y rojos. Bajo las delicadas cejas negras había un par de profundos ojos suaves, tan negros como el misterio, y toda aquella imagen se veía coronada por una masa de ensortijado cabello negro parcialmente sujeto por un delgado lazo dorado.
Nalissa se arrodilló a los pies del rey, tomó en las suaves manos aquellos dedos endurecidos por el manejo de la espada y le miró a los ojos, con una expresión luminosa y cargada de súplica. De entre todas las personas del reino, los ojos de Nalissa eran los únicos a los que Kull prefería no mirar. A veces, observaba en ellos una gran profundidad de fascinación y misterio. Ella, hija cuidada y mimada de la aristocracia, sabía cuáles eran algunos de sus propios poderes. pero aún no los conocía todos, debido a su juventud. Kull, que era sabio en el conocimiento de los hombres y las mujeres, se daba cuenta de que, con la madurez, Nalissa se hallaba destinada a alcanzar un poder terrorífico en la corte y en el país, ya fuera para bien o para mal.
-Pero, majestad -rogaba ahora como una niña que pidiera un juguete-, permitidme que me case con Dalgar de Farsun. Se ha convertido en un ciudadano valuso, y ha alcanzado unt alto favor en la corte, como decís vos mismo. ¿Por qué…?
-Ya te lo he dicho -la interrumpió el rey con impaciencia-, no me importa que te cases con Dalgar, con Brule o con el mismísimo diablo, pero tu padre no desea que te cases con ese aventurero farsuno y…
-¡Pero vos podéis hacer que consienta! -gritó ella.
-La casa de bora Ballin se cuenta entre mis más fuertes partidarios -replicó el atlante-. Y Murom bora Ballin, tu padre, es uno de mis mejores amigos. Entabló amistad conmigo cuando yo no era más que un gladiador sin amigos. Me prestó dinero cuando sólo era un soldado, y apoyó mi causa cuando me apoderé del trono. ¿Quieres que me arriesgue a perder esa mano derecha mía obligándole a aceptar algo a lo que se opone violentamente, o interviniendo en sus asuntos familiares?
Nalissa no había aprendido todavía que algunos hombres no se dejan conmover por las artimañas femeninas. Rogó, trató de engatusarle, y hasta lloró. Le besó las manos a Kull, lloró sobre su pecho, llegó a sentarse sobre sus rodillas y discutió, todo ello ante la incomodidad del rey, pero no le sirvió de nada. Kull se mostró sinceramente comprensivo, pero inflexible. A pesar de todos los atractivos y halagos de la joven, sólo tenía una respuesta que ofrecerle: que aquello no era asunto suyo, que su padre sabía mejor lo que le convenía y que él, Kull, no estaba dispuesto a interferir.
Finalmente, Nalissa abandonó sus intentos y se marchó, con la cabeza inclinada y arrastrando los pies. Al salir del salón real se encontró con su padre, que llegaba en ese momento. Murom bora Ballin, que imaginó cuál había sido el propósito que había inducido a su hija ha visitar al rey, no le dijo nada, pero la mirada que le dirigió indicaba bien a las claras el castigo que le reservaba. La joven subió a la silla que la esperaba, sintiéndose desgraciada, como si la pena que la abrumaba no pudiera ser soportada por ninguna otra mujer. Entonces, su naturaleza interna se afirmó a sí misma. En sus ojos oscuros brotó la llama de la rebelión, y dirigió unas pocas y rápidas palabras a los esclavos que portaban su silla.
Mientras tanto, el conde Murom se encontraba ante su rey, con los rasgos de la cara convertidos en una máscara de deferencia formal. Kull observó aquella expresión, y eso le dolió. Existía formalidad entre él y todos sus súbditos y aliados, excepto con el picto Brule y el embajador Ka-nu, pero aquella estudiada formalidad era algo nuevo en el conde Murom, y Kull no tardó en imaginar la razón.
-Tu hija ha estado aquí, conde -dijo bruscamente.
-Sí, majestad -asintió con tono impasible y majestuoso.
-Probablemente sabrás por qué. Desea casarse con Dalgar de Farsun.
El conde efectuó una leve inclinación de cabeza.
-Si vuestra majestad lo desea así, no tenéis más que decirlo -dijo, al tiempo que unas líneas duras se extendían por su rostro.
Kull, aguijoneado, se levantó, cruzó la estancia y se dirigió hacia la ventana donde, una vez más, contempló la ciudad amodorrada Sin volverse dijo desde allí:
-Ni por la mitad de mi reino me atrevería a interferir en tus asuntos familiares, y mucho menos obligarte a seguir un curso de acción desagradable para ti.
El conde se encontró a su lado en un instante, desaparecida toda su anterior formalidad, con una expresión elocuente en sus exquisitos ojos.
-Majestad, os había juzgado mal. Debería haberme dado cuenta de que…
Hizo ademán de arrodillarse, pero Kull lo contuvo con un gesto.
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