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De Asunción a Sapucai (página 3)


Partes: 1, 2, 3

Al intentar reanudar, ya tenía decidido que iba a leer la última parte y terminar con la dedicatoria. Lo hice así. Pero para desgracia mía, salió del grupo un señor petiso y gordo con lentes ahumados, con la mano levantada. Sus dedos parecían bananas carapé por lo hinchados que estaban. Me indicó grotescamente con su mano (llamémosle mano) que esperara… Quedé sorprendido, porque no sabía cuál era su intención. Se me arrimó, y en voz no audible, me dijo algo que no entendí. Realmente yo creía que quería decirme algo, pero, parece que no quería que los demás escuchen. Como no entendí lo que quería decirme, le pregunté de la misma manera que él me había hablado, sin timbrar la voz. "¿Cómo dice señor?"… No sé qué paso, si fue lo que le pregunté, o cómo le pregunte, pero lo que sí, es que de repente su actitud cambió… Puso una cara furiosa y gesticulando con los brazos, y dijo no se qué cosa, con su voz sin el timbre sonoro. Me di cuenta enseguida que estaba totalmente afónico.

Parece que como yo le pregunté de la misma manera en que él hablaba, había creído que yo le estaba remedando en su manera peculiar de hablar. La señora que me había ubicado en el lugar para leer, que estaba todavía junto a mí, me salvó del apuro en que estaba metido, y le dijo al señor afónico, don Acosta: "¿Para qué va a repetir todo el escrito? Que lea las últimas frases y que lo termine; estuvo muy bien el muchacho".

Todos los presentes parecían sorprendidos por el incidente, pero ya no me importaba lo que pudieran pensar de mí, porque una nueva espina de dolor estaba traspasando mi alma. Dije las últimas frases, y lo rematé con un, "nada más"…. Me retiré a un costado del grupo, mientras estos rezaban las últimas plegarias. Desde el lugar donde estaba, miré detenidamente al señor afónico, que se llamaba Acosta. "Santos cielos"…, pensé. Este es el morocho Acosta, del que me habló don José, diciendo que la lepra que él tenía era igual a la mía…

Miré las manos de Acosta y me horroricé. Sin darme cuenta levanté mi mano, frente a mis ojos, y la contemplé detenidamente. Que hermosas eran mis manos de niño. Bien formadas y los dedos largos y en las puntas un poco más finos. Manos bien rosadas. Me pregunté si tardaría mucho tiempo para que eso que estaba mirando…, manos hermosas y tiernas…, se transformaran en un miembro grotesco y repugnante de mi cuerpo.

Me parecía que estaba flotando mi cuerpo en el aire. Dejé de escuchar las plegarias que repetían, y fue como si nadie más estaba allí. Me dio la impresión de que estaba en un lugar indeterminado, el infinito, lejos de toda presencia física, solo, sin que nadie me vea, ni que yo viera nada, ni a nadie. Era como que dejara mi cuerpo, y solo mi mente se debatía en el dolor. Lloré sin poder contenerme, y sentí en mi cuerpo físico que mis lágrimas humedecían mis mejillas y me corrían por toda la cara. Estaba llorando realmente, pero no me sorprendí por el hecho, porque realmente me parecía que estaba completamente solo.

En eso sentí que algo tocaba mi hombro. Escuché una voz de mujer que decía sollozando: Era tan bueno y cariñoso con los niños, aunque, "tú muchacho, no lo conociste". Miré y vi, entre mis lágrimas, a dos mujeres que lloraban delante de mí. Sin darme cuenta, les pregunté de donde salieron. No se dieron cuenta de lo que les dije y continuaron clamoreando y ensalzando las virtudes del difunto Ayoli.

Al rato no más, yo estaba rodeado de muchas mujeres que estaban llorando. Habrán pensado que yo estaba llorando por el mismo motivo que ellas lo hacían. Entre el grupo de mujeres lloronas estaban también Astería y la madre de Ayoli. Esta propuso que nos fuéramos a la sombra del bosque a refrescarnos, y beber limonada, o mejor dicho aloja de miel negra con naranja agria silvestre, que según decía ya estaba preparada…

Nos encaminamos al lugar indicado, donde ya estaban muchas personas, compuestas en su mayoría por niños y unos pocos hombres sentados a la sombra, sobre el pasto verde. Yo caminaba como en procesión, entre tantas mujeres. Una de ellas se prendió de mi mano, caminando al lugar indicado. Ya habían dejado de llorar todas. Parece que estaban sedientas por haber perdido tanto líquido por sus glándulas oculares, y el cuerpo les pedía desesperadamente su reposición. La mujer que me conducía de la mano, me preguntó si yo sabía rezar algunas oraciones, y si ya había hecho mi primera comunión. Le contesté afirmativamente a las dos preguntas. Entonces me dijo que ella vivía en la sala Santa Isabel, y que tenía que hacer un rezo de tres días, y que sus compañeras de sala se pondrían muy contentas si un niño como yo rezara y leyera las oraciones dedicadas a esos días. Le dije que todo dependía de mi madre, y que yo no tenía inconvenientes para cumplir con su deseo.

En eso, llegamos al grupo de gente que estaba sentado a la sombra refrescándose. Los otros muchachos de mi edad me miraban sonriente y pícaramente. No sé si estaban envidiosos de mí, porque estuve leyendo el papel, o riéndose por lo poco varonil que era para ellos el nuevo compañero, que hacía un rato estaba llorando en medio de un montón de mujeres, por un muerto que ni siquiera había conocido. Fui a ubicarme también en la sombra, junto a los otros niños. No muy lejos mío estaba descansando don Acosta, y la señora que me exigió la lectura, y que también me había sacado del apuro cuando don Acosta se había enojado. Estaban hablando pero no se podía escuchar lo que decían.

Un poco más retirado de donde estábamos los niños, unas mujeres preparaban la aloja en una lata de veinte litros. Cargaban la miel de caña, de una damajuana, y exprimían las naranjas agrias en la lata. Se podía tomar con tranquilidad lo que estaban preparando, porque en ese lugar no había ni una sola mosca que pudiese meterse al tarro de aloja. Dentro de los caserones y los ranchos particulares de la colonia, estaban las moscas como un elemento indispensable, metidas en todas partes, vivas, o muertas, en cada plato de comida.

Lo que al principio fue una manifestación de dolor, acompañada de oraciones y plegarias, fue convirtiéndose en un esparcimiento agradable y bullicioso. Ya nadie lloraba. Los agentes estaban mezclados entre el grupo de personas, refrescándose sin preocupación. Para Astería parece que los agentes ya no existían. ¡Tanto disgusto le causó al principio! Todos esperaban el reparto de la refrescante aloja. Los más sedientos tomaban solo agua para calmar su sed. Ya nadie más recordó a Ayoli. Ni siquiera miraban más al cementerio. La reunión se transformó en un paseo campestre.

Comenzó el reparto de aloja en jarros de lata de medio litro. Los primeros en tomar fueron los niños de más corta edad. Luego los más grandes. Yo estaba en ese grupo. No creo que dar de beber a los niños más pequeños, y luego a los adultos, era un método de profilaxis, para proteger a los niños. Muy pocas medidas de precaución se tomaban en la colonia. Contados eran los enfermos que evitaban el contacto directo con niños sanos y tiernos. Daba pena ver a un niño tierno, a veces de pocos meses, en brazos de su mamá enferma en pésimo estado, acariciándole con besos y mimos.

Fue así que luego que los niños bebieron, pasaron también los adultos. Como no terminó el contenido de la lata, se le dio una segunda vuelta a los niños. Mientras tomaba mi segundo jarro de aloja se me aproximó la señora que estuvo conmigo, cuando se ofendió don Acosta, y me dijo: "Sabes mi hijo…, que se ofendió el señor cuando le remedaste en su forma de hablar"… Antes de que siguiera hablando, le interrumpí para decirle que no era mi intención remedarle en su forma de hablar, ni mucho menos burlarme de nadie por los defectos que podía tener. Parece que la señora me comprendió, y creyó en la sinceridad de mis palabras. Entonces me dijo que fuera a pedirle disculpas al señor Acosta, por la ofensa que le había hecho, porque don Acosta era un señor educado y culto, y él había sido el autor del recitado que yo había leído… "Está bien", contesté…

Pensé que tenía que disculparme por una ofensa que yo no había cometido conscientemente, pero como la señora quería y me pedía, le pregunté qué palabras debía decir para disculparme con el señor. "Bueno"…, me dijo. "Discúlpeme señor si lo ofendí. No era mi intención remedarle. Le pido perdón por todo"…

Fue la señora conmigo a la presencia del señor Acosta. Cuando estuve parado frente a él, repetí como un loro, lo que me había dicho la señora. Me miró con su cara leonina y pelada, porque realmente no tenía ni un pelo en la cara. Ahora que estaba sentado a la sombra, y con sus lentes en el pasto, a un costado suyo, yo podía ver realmente que era feo. El color de su piel, que había sido morocho antes de estar enfermo, ahora tenía un tono color café parduzco, reseco y brilloso. En el cuello, detrás de sus grandes orejas, tenía pequeños granos, bien tupidos y resecos, de un color, llamémosle granate.

Al sonreírme, me indicó que me sentara junto a él, en la gramilla fresca, a la sombra del bosque. La señora se ubicó al otro lado de él. Entonces comenzó a hablar con su voz, afónica.., o como queramos llamarla…, porque podemos también decir que era como la de un pato en celo, después de cumplir con su eterna misión, la de la reproducción de su especie.

Lo primero que me dijo fue que él me creía que no había sido intencional lo que hice, y que fue él, el que había interpretado mal mi acto, "pero eso ya pasó"…, me dijo. "Está muy bien señor. Le agradezco que haya comprendido"…, le respondí. La señora, que estaba a su lado, se puso muy contenta, y parece que escuchaba por la boca todo lo que decía don Acosta, porque estaba con la boca abierta, y ensimismada con todo lo que él decía. Pensé que había más que una franca amistad entre don Acosta y la señora, y creo que no me equivoqué.

Continuó hablándome el señor, diciendo que hay entre los mismos enfermos, algunos que están en mejores condiciones, que toman en menos, o tratan mal a los de enfermedad más avanzada. Algunos hacen hasta chistes y bromas al respecto, para ofender a los otros. Me dijo que no haga eso, porque eso era malo, y que no hay que burlarse de la desgracia ajena, especialmente cuando a uno le puede más adelante tocar lo mismo, o aún algo peor. Me dijo: "No sabes si morirás paralítico, ciego, o agusanado, o ahogado por falta de respiración"… Continuó: "Algunos mueren ahogados porque no les llega el oxígeno a los pulmones, y les es difícil respirar o hablar"… Parece que don Acosta esperaba ese tipo de muerte que me había acabado de mencionar.

Parece que finalmente él estaba convencido de mi inocencia. A mí no me importaba tanto la forma de morir, sino lo que me atormentaba era pensar solamente en que algún día podía llegar al estado de este señor. Yo quería saber cuántos años me faltaban para estar como él. Tanto deseo tenía de preguntarle de hacía cuanto tiempo se había dado cuenta que tenía la enfermedad. Al final siguió hablando y dijo: "Algunos maleducados, cuando veían caminar a un ciego de una sala a otra, o de una sala a la farmacia, guiado por el murmullo de voces, sin ayuda de otra persona, le salían al paso, sigilosamente, sin hacer fuertes movimientos, ni ruidos. Cuando el ciego estaba a unos metros de ellos, se agachaban, y comenzaban a arrancar el pasto con sus manos, y a golpear el suelo de vez en cuando. Entonces el ciego paraba la marcha, y comenzaba a girar su bastón, y a decir, arre, arre, creyendo que un caballo, o una vaca, estaban en el camino. Intentaban hacer un rodeo para no tropezarse con "el animal", y se desorientaban"…

Quería contarme más sobre estos hechos, pero en ese momento, comenzaron los preparativos para que los chicos más grandes y los hombres fueran al arroyo a bañarse. Las mujeres, capitaneadas por Astería, se metieron al bosque a buscar doradilla y calaguala, unas plantas medicinales, que se toman en el mate caliente, o como té, para curar el espasmo de las mujeres.

Llamaban arroyo segundo, a un paso de agua que desembocaba en el arroyo Naranjay. Este arroyo segundo estaba a unos 50 metros del cementerio. La señora que estaba con nosotros invitó a don Acosta a ir a buscar plantas medicinales, pero este prefirió ir al arroyo a refrescarse. Antes de llegar al arroyo, los muchachos comenzaron a desvestirse. No tenían mucha ropa que quitarse de encima. Solo una camisa y pantalón corto. No se usaba todavía ropa interior. Algunos de ellos ya eran matungos, grandotes, que nada tenían de niños cuando estaban desnudos, pero su comportamiento, su forma de actuar, era como si fueran niños grandes.

Cuando llegaron al arroyo, se agachaban y con las manos ahuecadas, alzaban agua, y se mojaban la cabeza. Luego continuaban aguas arriba, por la orilla del arroyo, para ir a tirarse al remanso. A mí me parecía algo raro eso de mojarse la cabeza. Parecía un ritual o algo por el estilo. Hasta parecía que decían una oración. Yo no me desvestí como lo hicieron los otros chicos. No sabía nadar, y tirarme al agua de un remanso o de una laguna era algo totalmente desconocido para mí. Yo era de esos niños que se bañaba en la palangana, con agua de pozo.

La orilla del remanso era una cadena de grandes piedras. Los chicos, luego de colocar sus ropas en el suelo, y colocar una piedra arriba para que no vuelen con el viento, fueron a subirse a la roca más grande, y desde allí se tiraban de cabeza, para luego aparecer en la superficie del agua, a unos metros más allá del lugar donde se sumergieron. Otros hombres con manchas en el cuerpo, y lepromas, con pequeñas heridas en las piernas, se tiraban también al remanso, entre los chicos nadadores. Los muchachos seguían nadando como sin darse cuenta de nada de esto.

Los dos agentes que estaban, también en el arroyo, dijeron que escucharon chillidos de monos no muy lejos del lugar, y que posiblemente era una buena manada. Dijeron que iban a probar suerte, y tratar de matar a algunos de los simios. Se fueron los agentes.

Los únicos que estábamos inactivos, éramos don Acosta y yo. Este parece que sintió calor al ver a la gente bañándose, entonces se quitó la camisa. Tenía el cuerpo reseco y parduzco, con manchas grandes y moradas, las cuales parecían un mapa bien pintado. Pero lo que más me llamó la atención fueron las formidables tetas…, que tenía. Eran tan grandes que se asemejaban a una fruta de mamón… Eran idénticas al ceno de una mujer, que recién dio a luz a un hijo. Me pregunté si eso era consecuencia del mal, o era un fenómeno que nada tenía que ver con la lepra. Me consolé diciéndome que no podía ser consecuencia del mal, y que era un fenómeno aparte. Me dije que por lo menos, que aunque alcanzara el estado de Acosta, dentro de muchos años, no tendría ese aspecto, tan raro… Pero estuve equivocado al consolarme, porque luego supe que en algunos casos aparecían estas deformaciones en el varón, y que eran consecuencia del mal, por los trastornos hormonales. Estos mismos trastornos también producen esterilidad en el varón. Sin temor a equivocarme, puedo afirmar, que el 95% de los varones, enfermos, de la colonia, eran estériles. Lo raro era que a las mujeres enfermas no les ocurría lo mismo. Podían dar a luz uno o varios hijos, aún en el peor estado de salud. No sé porqué era esto, si era un maldición sobre los hombres, o qué.

Luego que los chicos nadaron un buen rato, parece que sintieron frío, en las frescas aguas del remanso, y salieron del agua. Vinieron junto a nosotros. Me dijeron: "Vos… ¿porqué no te bañas con nosotros?" Contesté, "Porqué no sé nadar". Casi en coro, dijeron: "Te vamos a enseñar. Quítate las ropas, y vamos a la parte menos profunda". Como me resistí a hacer lo que me decían, uno de ellos dijo: "¿Pero vos, sos varón o nenita?"… Eso me ofendió tremendamente. Me desvestí en un instante, y quedé desnudo frente a ellos. Me miraron bien para verificar si realmente era varón. Me di vuelta para que vieran que no era "hermafrodita"…

Cierta vez, escuché una historia, no sé si verdadera o no, acerca de un lugar donde todas eran mujeres, y una hermafrodita era amante de todas las demás mujeres. Tal vez habrá sido una lesbiana, pero la gente decía que era esa palabra rara. En ese momento, en que parecían dudar de mí, si era nena o varón, o ambas cosas, recordé la historia de la famosa "hermafrodita".

Al verme desnudo, creyeron que me iba a meter con ellos al remanso. Pero me resistí otra vez, diciendo que no sabía nadar. Entonces uno de ellos salió a decir: "Llevémosle por la fuerza a tirarlo al remanso y que trague una buena cantidad de agua. Allí va a aprender a nadar"… Miré desesperadamente a don Acosta, como pidiéndole socorro, pero para sorpresa mía, el estaba riéndose por la ocurrencia de los chicos, y ni una palabra dijo a los muchachos para que desistieran de sus propósitos. Sin darme cuenta, me encontré rodeado por ellos. Solo tenía oportunidad de escaparme si me tiraba al remanso, pero precisamente eso era lo que no me agradaba. Entonces procuré jugar mi última carta, para escaparme de ellos, y les dije que tenía que ir a mojarme la cabeza, más abajo, como lo hicieron ellos, y les señalé con el dedo el lugar donde ellos se habían hecho ese extraño ritual. "A propósito", les dije, "¿qué significa eso de mojarse la cabeza antes de tirarse al remanso?"… Parece que les tomó de sorpresa mi pregunta y se pusieron a mirar los unos a los otros sin saber que responder. Entonces uno de los más grandes intentó explicarme. "Es para evitar sufrir una alteración en la sangre o un asoleamiento, y que cuando seamos más grandes estemos enfermos. Siempre en verano uno va a los arroyos con calor, sudoroso y sofocado, y primero se debe enfriar la sangre de la cabeza y luego recién tirarse al agua fresca, sin ningún temor"… Otro de los muchachos, queriendo mostrar que sabía del tema agregó: "Es para aplacar al fantasma del agua, Ypora; porque no hay río, lago o laguna, que no tenga su fantasma".

Cuando terminaron de darme sus explicaciones, volvieron a su propósito original de meterme al remanso. Ahora ya no tenía más argumentos para defenderme de ellos. Por segunda vez, con la mirada horrorizada, miré a don Acosta, como pidiéndole socorro. El se dio cuenta del apuro en que yo estaba metido. Llamó a uno de los más empecinados en meterme al agua, para decirle que me llevara a la orilla menos profunda y allí que me enseñaran a nadar. Ya no podía hacer nada más para defenderme… Me llevaron al agua. Me agradó tanto el contacto con el vital líquido, que casi me olvidé del miedo. Luego comenzó el aprendizaje para nadar. Me sostuvieron del vientre y del tórax, para dar mis primeras brazadas sobre la superficie del agua.

Don Acosta, llevado por mi entusiasmo por estar chapoteando, o por el griterío de los chicos, también se arrimó a la parte menos profunda del arroyo. Se agachó, con un brazo se apoyó en el piso, y con el otro fue tirándose agua, por la cabeza y el tórax, que bien transpirados, tenía… Desde mi posición de nadador, tenía un campo visual excelente de lo que ocurría al nivel del agua. Vi como le colgaban sus senos, tocando sus pezones el agua. Parecían dos pirámides invertidas muy alargadas.

Perdí todo el entusiasmo de nadador principiante, y me invadió una gran tristeza por lo que estaba viendo. Me pregunté otra vez si era una deformación, a causa de la enfermedad avanzada, o si era un fenómeno físico que no tenía que ver con el mal. No tenía mucho tiempo para analizar los detalles de la causa de tan extraño fenómeno. Estaba muy preocupado, y no me di cuenta que en ese momento nadie me sostenía en mi prueba de natación. Comencé a chapotear desesperadamente, pero eso de nada sirvió porque me fui como plomo, al fondo del agua, con un tremendo ruido en los oídos, y una buena cantidad de agua en el estómago. Con unos cuantos tirones, me llevaron a la orilla, y me hicieron sentar sobre el barranco pedregoso. Estaba recostado por una piedra, echando agua por la boca, como si fuera "un surtidor".

Con mi tragedia no terminó el alboroto, porque cuando me repuse. Vi que a unos metros de mi, estaba tendido en el suelo, don Acosta, boca arriba, y con movimientos de brazos desesperados. Ya muchos estaban junto a él. Rápidamente los hombres mayores que estaban nadando trataron de hacer algo. Procuraban sujetarle los brazos, que se movían, pareciendo las aspas de un molino. Me arrimé a ver lo que sucedía entre el montón de gente desnuda que le rodeaba. Me pegué un tremendo susto al ver a don Acosta. Lo que más me impresionó, fueron sus ojos, casi desorbitados, y los esfuerzos tremendos que hacía tratando de respirar. Parecía que estaba atorado con un pedazo de carne. Yo no sabía cuál era la causa de todo lo que estaba pasando. Uno del grupo, como leyéndome el pensamiento, me dijo: "Fue por tu culpa". Al ver que te hacían tragar agua, se enfureció y le dio un colapso nervioso, que no pudo soportar. Antes de que yo le respondiera que yo no tenía nada que ver, otro de los presentes, salió en defensa mía, diciendo que el responsable era el negro Martín, que era el que hizo todo, y que había salido corriendo desnudo, con su ropa en la mano, rumbo al cementerio.

Don Acosta todavía no se reponía. Parecía que se iba a morir. Lo sentaron en el suelo, y le golpearon la espalda para hacerlo revivir. Pero aún con eso no se consiguió nada. Lo bueno hubiera sido hacerle respiración boca a boca, pero nadie se atrevía, o nadie conocía como hacer eso. Parecía ya muerto, cuando de repente empezó a salir un leve silbido de su pecho, que fue creciendo en intensidad. Casi todos se miraron con alivio. Los muchachos estaban quietos, y tiritando de frío, tal vez por el susto, o por haber pasado mucho tiempo en el agua fría.

Toda la alegría y esparcimiento que reinaba antes, se transformó en un silencio fantasmal, por los hechos mencionados. Todos estaban pendientes de la forma en que se iba recuperando don Acosta. Uno de los presentes, propuso ir a traer una carreta, para llevarlo a don Acosta, pero este al escuchar la idea de llevarlo en carreta, no le agradó la idea y dijo: "No se preocupen…, me iré caminando despacito".

Los muchachos provocadores del incidente, no quisieron esperar el restablecimiento de don Acosta. Se vistieron y se marcharon. Yo me quedé a esperar con el grupo de hombres para acompañar a mi ya tan famoso señor, que tantas penas y dolores me había hecho pasar esa tarde de verano calurosa.

Cuaderno Nº 5.

La quema

Pasaba el tiempo y mi estado de salud empeoraba, a pesar de que no faltaba los martes y viernes a la farmacia para hacerme aplicar las inyecciones de chaumetil. En la oreja, y en el pómulo aparecieron pequeñas lepronias o tuberos como los llamábamos vulgarmente. Era evidente de que el mal se estaba desarrollando con todo su poder de destrucción. (Ver http://es.wikipedia.org/wiki/Lepra )

Yo miraba a los otros enfermos más avanzados en su enfermedad, y me decía a mí mismo que antes de un año también yo estará como ellos, con las piernas llagadas, y la cara sin cejas ni pestañas, y cubierta de lepronias, y heridas en los labios. Casi no pasaba un día sin mirarme al espejo, para ver cómo iban creciendo y desarrollándose los lepromas en mi cara. Un buen día tomé la decisión de no mirarme más al espejo para evitar esa preocupación tremenda que tenía al ver mi cara cada día peor. Entonces dejé la costumbre de mirarme al espejo por mucho tiempo, pero en cambio comenzó otra costumbre. La de palpar con mis manos mi cara para darme cuenta que constantemente crecían los lepromas. Las puntas de mis orejas colgaban con la cantidad de lepromas que tenía.

El lugar donde más se reunían los enfermos era la farmacia. Principalmente los días martes y viernes, para aplicarse las inyecciones de chaumetil y otras variedades de medicamentos para el mal de Hansen, pero todos los medicamentos tenían como base el aceite de Siam.

En uno de esos días que estábamos en la farmacia, unos amigos notaron mis lepromas y me dijeron que me veían peor en mi salud. Me aconsejaron "hacer quemar mis lepromas, que en los casos tuberosos o lepromatosos daban resultados satisfactorios". Yo tenía tanto miedo de hacerme quemar la cara, pero con el entusiasmo y los argumentos que me expusieron, me entusiasmó la idea y fue así que una tarde acompañado de mis amigos, nos encaminamos a la casita de doña Brígida. Esta señora tenía la fama de ser la mejor quemadora de tuberos. Nos atendió muy amable y complacida nos hizo pasar. Nos dijo que muy pronto sanarían las quemaduras, porque yo era muy joven, y todavía mi estado de salud era incipiente. Parece que esta señora tenía unas ganas bárbaras de querer quemar a sus semejantes, para decir… que mi estado de salud era incipiente y que muy fácilmente sanarían mis quemaduras.

Mi acompañante, después de presentarme a doña Brígida, y de decirle cual era el motivo que nos traía a su casa, se despidió y quedé solo con la señora. Esta me dijo que esperara un rato para hacer los preparativos para la curación y se encaminó a su cocina, un ranchito de medias aguas, tapiado con barro. Prendió fuego con las mejores leñas que tenía, ya que abundaban en los bosques de la colonia.

Al ver como ardía el fuego que calentaría los hierros para quemarme, me arrepentí de haberme metido en este asunto. Me dio miedo. Mientras doña Brígida continuaba con sus preparativos, yo estaba callado "como un cordero al que se lo llevan al matadero"… Sentí que mi corazón se aceleraba y me dieron ganas de correr para alejarme de ese lugar, porque ya me parecía sentir en mi carne, el hierro candente que me iba quemando. Comencé a sudar copiosamente hasta empaparme la camisa por el miedo y desesperación que estaba experimentando en ese momento.

Al rato doña Brígida, me invitó a pasar a la cocina, junto a ella. Me quedé parado en la puerta, y ella se dio cuenta de mi indecisión y empezó a decirme que no me dolería mucho. Que me haga de coraje y serenidad para que todo salga bien, y que al final de cuentas el beneficio iba a ser mío, "porque luego de unos días las quemaduras se sanarían y los lepromas desaparecerían", señaló.

Por fin nos sentamos junto al fogón. A mí me ofreció una silleta que apenas quedaba a unos diez centímetros del suelo, y ella se colocó en una sillita, de modo a que yo esté a más baja altura que ella y poder estar en una posición más cómoda para su trabajo. No recuerdo bien el número exacto de sus herramientas quirúrgicas, pero abrán sido más de ocho, de diferentes tamaños… Alambres gruesos, medianos y finos. Todos tenían como mangos, (para agarrarlos), mazorcas de maíz. Se notaba que ya se habían usado muchas veces, porque los mangos estaban medio negros de mugre y hollín.

Ya todos los alambres estaban metidos en el fuego. Al principio eran negros al contacto con el fuego, pero al rato ya estaban incandescentes. A mí ya me parecía sentir incrustado en mi carne, el maldito metal… Ella, tan calmosa y tranquila, con un movimiento casi ceremonioso, atizaba el fuego, y cambiaba de posición los alambres, buscando donde arderían mejor. Seguramente ya tenía elegido cual de los hierros sería el primero en utilizar…

Yo casi no podía aguantar más tantos preparativos, y le pedí, si un ratito podía ir al baño a hacer mis necesidades fisiológicas menores. Me dio una respuesta, en un tono muy amable, pero negativa, diciéndome que los hierros ya estaban en óptimas condiciones para la curación, y que no debíamos perder tiempo para empezar… Al decirme esto, me tomó de la frente, con su mano derecha, y levantando con la otra el hierro candente, fijó su mirada en el mentón donde estaban los lepromas. Intenté cerrar los ojos, para no ver el rojo metal…, pero desistí… Quise ver como se iba acercando a mi piel. La presión de su mano derecha, aumentó casi violentamente, hasta apretar mi cabeza contra la pared de su cocina, y así tener menos posibilidades de que yo me escurriera de sus manos. Tenía mucha experiencia en su oficio, y sabía que al contacto del hierro candente se zafaban sus pacientes. Posiblemente evitando eso me oprimió contra la pared, lentamente y con su mirada fija y sin pestañear sus pelados párpados, tocó mi piel con el alambre rojo. Contuve mi respiración y todo mi cuerpo se puso en tensión. El momento que viví ese instante de mi vida, es indescriptible, porque no es realmente el dolor físico lo que sea tan insoportable. En esas circunstancias era más el factor psicológico al cual estuve sometido, que realmente el dolor físico.

Por la insensibilidad de las partes afectadas por el mal, el dolor físico no era tan intenso. Me sentí un héroe al no gritar, ni moverme al primer contacto con el alambre. Cuando el dolor intenso del metal hizo su efecto, escuché como estampidos de ametralladora, pero lógicamente en muy bajos decibéles. Suponía que era la explosión del vacilo de Hansen…, me imaginaba que los basilos estaban muriendo quemados a millares… Me reconfortó en mi espíritu vengarme del maldito mal que me estaba consumiendo implacablemente. Casi al instante, un delgado humo, culebreaba, subiendo frente a mis ojos, con un olor desagradable, que olía peor que a cuero quemado.

La señora retiró de mi cara el primer alambre, y lo metió otra vez al fuego, aún echando humo medio negro, y tomó otro hierro más rojo que el anterior y continuó con el mismo leproma que había estado quemando. Decía que faltaba eliminar la raíz. Tal vez armada de más coraje y fuerza, esta bendita señora, apretó más de la cuenta su hierro en mi cara. Lo cierto es que tuve una tremenda sacudida, y gritando, "¡¡¡Hay!!!", me zafé de sus manos…

Mis necesidades fisiológicas menores, las hice allí mismo, pero sin bajarme los pantalones. Mi heroísmo anterior, se hizo trizas con mi grito de dolor. Doña Brígida comentó que algunas veces pasaba esto al menor descuido, pero que no era nada grave. "Siéntate mi hijo, otra vez, para curar los otros lepromas", me dijo. Volví a sentarme en su silleta, un poco de malas ganas, y con el pantalón completamente mojado. No comentó ni se dio por enterada de lo que me pasó. Me dijo que ahora le tocaría a la oreja. Me puso un espejito roto para que vea que bien había quedado la primera leproma quemada… Había pasado mucho tiempo de la última vez que me había mirado a un espejo… Lo que vi en mi cara fue algo horrible. Un agujero negro y seco y tenía una rayita al costado. Le pregunté que era la rayita que tenía al costado del agujero. "Eso fue lo que te hizo gritar, mi hijo", dijo. "No estuviste quieto, y el alambre se resbaló del leproma, y te quemó la piel sana".

No le devolví su espejo, y continué mirándome detenidamente solo para desesperarme más aún al ver mi oreja, que casi alcanzaba mis hombros, y eran como una cadena de montañas, en sus bordes llenos de lepromas, bien rojos y tiernitos. En la frente y en los orificios nasales, comenzaban a salir también. Pensé que si debían hacer quemaduras en todas la lepromías… quedaría con la cara desfigurada. Me desesperé y tuve ganas de llorar y gritar a todo pulmón. Era algo horrible, completamente fuera de serie para ver en un ser humano. Al ver como estaba mi cara, me senté y acepté con más ganas las curaciones con alambre caliente.

Comencé a hablar animadamente con doña Brígida, mientas continuaba con su trabajo. Empezó a contarme su historia de cómo le apareció la enfermedad. En la cocina ya no se podía respirar por el humo y el olor a cuero quemado. Estaba completamente saturada de humo y mal olor.

Varias veces sentí tremendo dolor, principalmente en los orificios nasales, lo que me hacía lagrimear, pero aguanté estoicamente. Por fin, a eso de las cuatro de la tarde, más o menos, terminó el trabajo, que duró aproximadamente dos horas. Ya no miré al espejo de doña Brígida, porque imaginé algo horrible al ver las quemaduras en la cara.

Cuando me levanté para despedirme de doña Brígida, ya no tenía calor ni sudaba más. En cambio sentí una especie de frío que provenía de mi estómago. Era algo raro. Me parecía que se me erizaba todo el cuerpo en forma alternada. Pero no le conté a doña Brígida lo que me estaba pasando. Ella me recomendó que de ninguna manera me mojara con agua antes de los tres días. Y que después de 24 horas tenía que aplicarme pomada de oxido de zinc en las quemaduras. Ella no terminaba sus recomendaciones, y yo tenía tantas ganas de llegar a casa y meterme a la cama. Ella se dio cuenta de que yo estaba impaciente. Entonces me despidió, le di las gracias y me marché.

Llegué a casa, y le di un susto a mamá cuando me vio con la cara en blanco y negro. Se apresuró a ver qué era lo que me había pasado. Pronto se dio cuenta de que era lo que me había hecho en la cara. Me recriminó bastante disgustada, porque nunca fue partidaria de hacerse quemar los lepromas.

Me dijo que mi estado no era desesperante aún para llegar a tal sacrificio, y que un día la ciencia encontraría un remedio más eficaz que los preparados de aceite de chaumetil o aceite de Siam para controlar el mal. "Tenés que tener fe en Dios, que un día menos pensado, puedan encontrar un remedio para nuestro mal, y vos que sos muy jovencito, si te llegas a curar, vas a quedar con la cara llena de cicatrices por esto que has hecho, sin consultarme".

Yo hace rato estaba escuchando el sermón de mamá, metido en cama, con un montón de frazadas encima, afiebrado, y con mucho frío. Ella esperaba a que le respondiera a todo lo que me estaba diciendo, para que yo justifique mi actuar y mi atrevimiento, pero yo no respondí para no ofenderla, y además no encontraría argumentos valederos para exponer en mi defensa. Entonces opté por callarme, metido en mi caparazón, de frazadas, hasta la cabeza. (Como el vacilo de Hansen, dicen que es cono la tortuga, que cuando siente que un medicamento puede eliminarlo, se encierra en su caparazón esperando que se eliminen los elementos químicos o farmacéuticos para luego reaparecer con más violencia, y resistencia al medicamento).

Escuchaba toda la filosofía de mamá por mi atrevimiento y falta de respeto hacia ella al no consultarla para nada en el hecho que protagonicé esa tarde. Bien recuerdo, lo que me dijo, y como no, de que era un hecho marcante en la vida de muchos enfermos pesimistas, y supersticiosos (me incluía también entre ellos) la idea de que si alguien se sanaba de la lepra, ese era un signo de que enseguida sobrevendría el día del juicio final para la humanidad… "Que tontos y supersticiosos son los que creen en esas cosas, porque yo jamás voy a perder las esperanzas, aunque ya esté vieja y un poco maltrecha, y vos que sos un niño todavía. Podes tener la oportunidad de sanarte algún día", me decía.

Con esto remató su disgusto, y se arrimó cariñosamente a mi lecho, y posiblemente por curiosidad también…, para ver detenidamente mi cara. Se sentó en el borde de mi cama. Una mano puso sobre las frazadas, a la altura de mi espalda, y con la otra buscaba el borde, para dejar al descubierto mi cabeza. ¿Qué tiene la presencia de las manos de una madre? Todos los humanos lo sabemos y aún los animales. La fiebre y el frío que tenía, no eran tanto como mi estado de ánimo pésimo por el disgusto que le causé a mamá. Peor con el contacto de sus manos, y la ternura de su voz. Me reanimé y me olvidé de la pena que tenía. Levanté el montón de frazadas con que tenía cubierta la cabeza y aparecí con una amplia sonrisa en la cara, tal vez con una sonrisa un poco estúpida por la vergüenza que tenía de mamá, de verme con la cara quemada, lo que le había causado mucho disgusto.

Noté que ella estaba sorprendida al mirarme detenidamente. Lo primero que me preguntó fue si sufrí mucho, y si era muy doloroso, y todos los detalles de la quema. Le respondí que el dolor no era intenso y no le daba importancia al dolor, pues yo tranquilamente podía soportarlo, y que no era nada grave para mí. Le di a entender que su hijo era ya un hombre, y muy valiente. Me interrumpió y me dijo: "Voy a ver mi bacín debajo de mi cama. Creo que estoy oliendo a orina, y se fue a ver"… Al no encontrar nada, volvió junto a mí, olfateando y preguntándose qué podía ser. Hacía rato, ya me había dado cuenta que el que olía mal era yo. Pensé mentirle, pero me di cuenta que al ver mi ropa, lo mismo se daría cuenta, entonces le dije que era yo el que olía a orina… Me alcanzó ropas limpias y preguntó porqué y cómo estaba en esas condiciones. Le conté a medias lo que me sucedió y que la culpa era mía por retener más de la cuenta el deseo de evacuar el mal oliente líquido. No dijo nada más al respecto. Otra vez, como en otras oportunidades, mis deseos de ser valiente, hombre de agallas y demás bravuras, me salían…, como suele decirse: "el tiro por la culata". En esa oportunidad quise demostrarle a mi propia madre mi valentía, y de vuelta volvía a salir mal parado.

Un rato después, mamá me sirvió la cena en la cama. Viendo que no tenía ganas de levantarme, con el frío que estaba teniendo, no pude comer la cena y le dije que me gustaría más tomar mate cocido bien caliente con aspirina, para dormir. No esperé mucho para que ella me traiga lo que deseaba. Nos acostamos y yo no podía dormir. La fiebre subió más de la cuenta. Me contorsionaba en la cama con el cuerpo dolorido y cansado.

Eran pasada la media noche, porque los gallos ya habían cantado varias veces, cuando cansado de tanto retorcerme en la cama como una serpiente tirada al fuego, quedé por fin, dormido. Pero no duró mucho el tan esperado sueño, porque me desperté aterrorizado, de una pesadilla horrible. Centenares de alambres con mangos de mazorcas de maíz, como saetas se precipitaban sobre mi cuerpo, persiguiéndome. Ya sentado en mi cama, seguía esquivando los malditos alambres… Cuando por fin me desperté totalmente, y a la vez desperté a mamá con el grito que di. Cuando me di cuenta que solo era un sueño, ella ya estaba sentada en mi cama preguntándome que era lo que me pasaba. Fue a la cocina y volvió a prender fuego en el fogón, para prepararme otro mate cocido con aspirina, porque la fiebre que tenía ya era como para quemar frazadas. Mamá ya no se conformaba con aspirina y mate cocido. Quería hacer algo más por mí, para bajarme la fiebre. Preparó compresas con agua fría para ponerme en la frente, pero recordé las recomendaciones de doña Brígida, de que no me mojara con agua antes de los tres días. Le conté eso y desistió de ponerme las compresas.

Amaneció el día siguiente, sin haber dormido ni un segundo después de la pesadilla. Mi cara parecía que iba a reventar. No la podía tocar. Me sentía realmente mal, no podía tragar ni un bocado de comida. Solo tomaba liquido, agua y te de hojas de naranja. Mamá llegó a preocuparse seriamente por mi salud, porque fue a notificar al jefe en enfermería de mi problema y las causas que lo provocaron. Este llegó junto a mí, para ver qué era lo que podían hacer. Le tranquilizó a mamá diciéndole que no era para alarmarse. Me inyectó aceite alcanforado y mi hizo tomar unas grageas…, no sé de que habrán sido, pero por la tarde ya me sentí bastante mejorado y con menos fiebre.

Esa noche volvió para ver cómo me encontraba, el jefe enfermero. Estuvo muy contento por encontrarme muy recuperado en mi estado de ánimo y con muy poca fiebre. Estuvimos hablando de mi caso y opinó que posiblemente después de la fiebre de alta temperatura, estaría mejor…, "porque en muchos casos del mal de Hansen del tipo o característica lepromatosa, los enfermos suelen mejorar mucho después de tener un estado febril, por la razón de que este tipo de mal es muy sensible a la fiebre de altas temperaturas". Me animó bastante su opinión y pensé sin comentarle, que sería bueno que después de recuperarme bien, me aplicara otra quemada, pero solo por mi pensamiento pasó eso, porque nunca más me animé a curarme con esos malditos metales.

Cuaderno Nº 6:

De ayudante de enfermero y sepulturero

En mis días de enfermero comodín, me toco vivir un drama bastante desagradable, de los tantos que tuve en ese menester. En la sala Santa Lucía, donde se internaban los enfermos más avanzados, agonizaba don Borraqui. Yo no sé de donde le vino ese mote, porque no era borracho, y no lo podía ser, ya que estaba imposibilitado, pobre e indigente. Lo cierto es que al medio día murió.

Al rato el enfermero de la sala, ayudado por otros trasladaron el cuerpo afuera, debajo de un lapacho que estaba a unos metros de la sala, que era como la casa mortuoria, al decir en guaraní: "Tayí Gype". En esa sala es el lugar donde se ponen los muertos esperando sepultura.

Mi lugar de trabajo era la enfermería, pero si el jefe de enfermeros me ordenaba, tenía que hacer de todo. Curaciones, poner inyecciones en ranchos particulares, a cualquier hora, aun de noche, con frío o calor tenía que cumplir sus órdenes. Esa tarde es sepulturero cavó la fosa para Borraqui, y todo estaba listo para la mañana siguiente. Para mí no tenía trascendencia, porque era algo cotidiano que uno o dos muertos estén esperando sepultura, debajo del lapacho, "tayí gypé". Mi trabajo era en la enfermería, y la sala Santa Lucia tenía su propio enfermero.

Esa noche llovió copiosamente. Cuando amaneció, aun lloviznaba. A las siete, yo ya estaba en la enfermería poniendo gotas nasales a los que tenían contispación nasal y respiraban con dificultad por causa de las heridas nasales, que casi siempre es el primer lugar a donde comienzan a manifestarse las primeras heridas o llagas en el enfermo, a los que se les diagnosticaba como lepromatosos. A otros les aplicaba inyecciones con fortificantes. A otros con dolores intensos o fiebre, les aplicaba aceite alcanforado como calmante.

Rato después vino llegando Taguató: Era el apodo del jefe de enfermeros… tal vez por su nariz medio aguileña o por ser algo Tenorio como decían de él. Antes de llegar a la entrada de la enfermería, se le cruzó el enfermero de la sala Santa Lucía, rengueando más de lo común. Lo saludó al jefe, y le explicó que estaban peor sus piernas…, y para corroborar lo dicho, levantó la manga del pantalón, toda manchada de pus. Desde el tobillo hacia arriba, la pierna estaba vendada unos treinta centímetros. Se notaba que el vendaje estaba empapado en sangre. Se le estaba pudriendo la carne y la herida se estaba agrandando. El jefe le indicó que entrara a sentarse en la silla de curaciones. Yo esperaba que me ordenase hacer la curación. Yo quería ayudarlo, y ya estaba pensando cómo realizar la curación: Cortar el vendaje, remojarlo con agua tibia salada, ir despegando y mojando, tirando con la pinza de a poco, hasta dejarlo libre… Luego cortar con la tijera los bordes morados y negros… Pero para mi sorpresa, el mismo jefe se encargó de curarlo; bueno…, mejor aún, ya que era un verdadero enfermero de profesión, que había actuado en el frente de batalla en la guerra del Chaco, en la sanidad militar.

Ya me aprestaba para hacer otras cosas cuando el jefe levantó la cabeza de su tarea para decirme: "Dejá eso, y vete con los carreteros al cementerio, porque éste no puede ir con la infección que tiene"… Parece que había una costumbre, o algún rito, que al morir un enfermo, el enfermero acompañaba al difunto, hasta su lugar de descanso. En este caso le correspondía al enfermero infectado, pero como le era imposible caminar, el jefe dispuso que yo fuera. Para mí no era ningún inconveniente. Casi me gustaba más la idea de llevar al muerto, que la del trabajo en la enfermería.

Me encaminé a la sala Santa Lucía, con tal despreocupación… Encontré al sepulturero, charlando con los pacientes de la sala. Al rato llegó el carretero, con su ayudante y nos aprestamos a llevar a Borraqui. Hizo girar en círculos la yunta de bueyes, y el carretón puso lo más cerca posible del muerto. Este estaba aún húmedo, en una tarima de madera, envuelto con una frazada de algodón, casi ya en desuso. Yo no sé porqué Borraqui no tenía cajón. Tal vez no habían tablas para fabricarlo o algún descuido del comisario, que era la máxima autoridad en la colonia (también él era enfermo). Bueno, lo cierto era que el muerto no tenía cajón. Cuando el carretón estuvo lo más cerca posible del muerto, nos aprestamos a subirlo. El sepulturero lo agarró de la cabeza, el carretero por debajo de la cintura, y yo por las piernas. El ayudante estaba esperando en el carretón para hacerlo posar en el piso. Todo terminó en un instante, y nos aprestamos para el cortejo fúnebre.

Los cuatro subimos al carretón, y nos pusimos dos a cada lado, recostados por el entablado lateral. Al ponerse en movimiento los bueyes, miré hacia la sala, y en la puerta, había dos hombres que parecían despedir con oraciones al compañero que partía, tal vez dándoles gracias a Dios por apiadarse de él, y haberlo sacado de ese tormento que padecía.

Por fin, fuimos bajando hacia el arroyo Narangay. Este corría de este a oeste, y era el más importante cause de agua del lugar. Todos los otros arroyos terminaban en el Narangay. Aproximadamente a unos doscientos metros, antes de llegar al arroyo, había una curva, que se dirigía hacia el este, siempre en bajada. En el carretón se hablaba de cualquier cosa, menos del muerto. Terminó la bajada, y cruzamos un arroyito bastante pedregoso. El carretón se sacudía de un lado para el otro, y las ruedas hacían un ruido bastante fuerte. El muerto parecía que iba a darse la media vuelta, y quedar boca abajo. Tuvimos que atajarlo con nuestros pies, de ambos lados para que se quedara quieto. Cruzamos este primer arroyito, y luego el camino seguía bastante plano. Atravesamos un campo y llegamos a una picada corta de unos quince metros.

Luego encontramos un campito de unas cuatro hectáreas, de tierra arcillosa y negra. Al norte de este campo estaba el cementerio. Era un terreno bajo y anegado en tiempo de lluvia. Llegamos a la entrada. Me bajé a abrir la tranquera. Dejé la entrada libre para poder entrar el carretón. El cementerio estaba totalmente anegado. También se bajaron los otros, y estuvimos chapoteando en el agua. Al final encontramos la fosa, que ya estaba preparada, y nos preparamos a enterrar a Borraqui. Hicieron girar el carretón lo más cerca posible de la fosa, para facilitar el trabajo. Yo… en mi puesto anterior, por las piernas. Bajamos cuidadosamente para no caernos al agua. Lo colocamos en la fosa, pero parecía que el muerto se resistía a ir bajo tierra. Las piernas fueron para el fondo, pero la cabeza no se sumergía en el agua. Para mí "no tenía tanta gracia" lo que estaba sucediendo. Pero el sepulturero, con voz de broma, dijo: "No te resistas Borraqui…, que de alguna manera te vamos a meter bien abajo". Los carreteros se rieron del chiste, pero a mí no me dio ninguna gracia. Tal vez tenía miedo, o lástima por el pobre viejo, que estaba medio flotando en el agua.

Sin pensar mucho, el sepulturero, ordenó a su ayudante, que fuera a buscar al monte, una piedra un poco plana, para ponerla sobre el pecho del muerto. "Con eso se va al fondo", dijo. Mientras todo esto sucedía, el tiempo empezó a empeorar. Hacia el sur, se veían nubes negras, grandes, compactas. Parecía una fuerte tormenta de viento y lluvia. Al rato llegó el ayudante, con la piedra en sus brazos. La pasó al sepulturero, y este le colocó sobre el pecho del muerto. Se agitó un poco el agua al desaparecer la cabeza de Borraqui. Casi al instante se aquietó el agua. El sepulturero se aprestó a tirar tierra, y yo sentí un gran alivio espiritual al ver que por fin esta tragicomedia terminaría rápidamente. El sepulturero hundió su pala en la arcilla floja de la excavación, para dar inicio al llenado de la fosa. Antes de dar la primera palada, como en cámara lenta, apareció otra vez la cara de Borraqui. Esto sí que ya era el colmo…

Casi sin darme cuenta, casi gritando dije "¡que bárbaro!, vuelve a salir"… La frazada que antes cubría su cara, no la tenía ahora. Al reflotar, posiblemente se le cayó al costado. Yo retrocedí unos metros, como mirando la tormenta que comenzaba a agitar las copas de los árboles, produciendo un murmullo macabro e infernal.

El sepulturero explotó como una bomba, y comenzó a maldecir al muerto, diciendo que se resistía a meterse al infierno. "¡¡¡Pecador empedernido!!!" Y otras frases parecidas… Gritó también al ayudante, por no traer una piedra más plana, porque la que había traído era casi redonda, y al irse al fondo se corrió al costado, y quedó debajo del muerto. Fue realmente un momento de furia del sepulturero, pero luego se apaciguó. Luego dijo que iríamos al bosque a buscar unos horquillones, para clavar al muerto al fondo, y luego tirarle tierra encima, y terminar de una vez con este desagradable trabajo.

Me preguntaba que habría hecho este hombre en su vida para que le pase esto. El que manejaba la carreta fue a buscar un hacha y un machete para conseguir el horquillón. Se encaminaron hacia el monte. Yo quise acoplarme a ellos pero algo pasó.

Yo era realmente miedo lo que tenía. El sepulturero se dio cuenta de lo que me estaba pasando. Vi que con un ojo guiñaba a los otros, y me ordenó: "Andá y quedáte a atender al muerto, que ya venimos. Vamos a traer unas ramas para sujetar a Borraqui y para terminar, y luego nos marchamos". Yo pregunté… "Pero ¿quién se va a llevar al muerto?" Me dijeron: "Quédate, que puede venir un perro o un zorro y se come al muerto"… Pero yo dije, "Acá no hay ningún perro"… "Bueno", me dijo el sepulturero, "pero yo te ordeno que vayas a cuidar al muerto". Sin decir más, se metieron al monte.

Me acerqué a unos tres metros de Borraqui. Quise mirar a otra parte, pero no sé qué me pasaba. Miraba fijamente su boca medio abierta, sus dos dientes bien largos y separados de la mandíbula inferior, que le daban la apariencia de un roedor, y sus ojos, abiertos, sin párpados ni cejas, que parecían que me miraba, pero no me veía. Quise dar unos pasos hacia atrás para no mirarlo más, y ver otra cosa, los bueyes, el carretón, el bosque…

El bosque empezó a moverse con más violencia. Yo no me movía de mi lugar. De vez en cuando miraba de vuelta a Borraquí. De repente, parecía mirarme más fijamente. La boca y sus dientes parecían más grandes. La superficie del agua se agitaba levemente con el viento, formando pequeñas olas. Para mí no era el agua lo que se movía, sino Borraquí, que parecía querer salir del agua. No sé que me pasaba, no podía moverme… Quería correr, gritar, pero parece que mi subconsciente no me lo permitía. Quizá no quería que se burlen de mí. Era una lucha interior tremenda. Ni un músculo de mi cuerpo se movía. Seguía clavado al lugar como un poste. Posteriormente pensé que tal vez la computadora de mi cerebro se había trabado, al recibir dos órdenes simultáneamente.

El sentido que más se agudizó fue el del oído. Todos los ruidos y movimientos los escuchaba mucho más fuerte que lo normal. El pastar de los bueyes al arrancar la hierba…, era como si alguien estuviese cegando con guadaña. Los golpes de hacha parecían oírse bien cerca. Pero yo no me podía mover… Mis cabellos parecían estar de punta. Mi cuerpo empezó a recibir…, parecía baldadas de agua fría. Empezaron a castañear mis dientes, con un ruido ensordecedor que no podía controlar. En ese momento el viento llegó con toda su intensidad y furor. Escuché que se rompían gajos de árboles, chirriaban otros al tumbarse a tierra. Era un ruido indescriptible. Pero sobre todo el fragor de la tormenta, sobresalía el castañear de mis dientes. Yo no tenía la noción del tiempo que estuve parado, cuidando a Borraqui. Yo no me movía. Solo la cabeza podía hacer girar. Miraba hacia el lugar a donde se habían ido los otros…, miraba a Borraqui…, miraba a los bueyes…. Era como una lechuza que estaba cuidando su nido.

La tormenta se hacía cada vez más fuerte. Mis compañeros salieron del bosque, y venían corriendo. Parecían muy apurados por el mal tiempo. Yo me di cuenta de que ellos deliberadamente estaban tratando de hacerme tener miedo. Para mí ya casi no tenía importancia la presencia de ellos. Yo seguía castañeando los dientes, con un frío terrible. Uno de ellos me preguntó qué era lo que me pasaba. Yo no podía hablar. Estaba tan asustado… El carretero le ordenó a su ayudante que me sacara del lugar. Este me invitó a ir a la carreta. Yo no me pude mover. Me tomó de la cintura, y como a un palo, me llevó debajo de su brazo, hacia el carretón. En eso ya estaba lloviendo torrencialmente, y con el fuerte viento, al empaparme, me reanimé un poco, pero no podía hablar. No tenía lucidez mental. Vi que los bueyes corrían para salir de la tranquera del cementerio. Unas de las ruedas chocó contra el parante vertical con violencia, se subió por él, y volcó el carretón, quedando las ruedas hacia arriba…

El que me transportó me colocó a unos metros de la tranquera. No podía hacerme acostar porque todo el suelo estaba anegado. Me hizo parar junto a la alambrada. Yo creo que me agarré del alambre lizo de arriba. Dejé de castañear los dientes, pero ahora, tenía dura la mandíbula, y un frío terrible… El ayudante fue a calmar a los bueyes, para que no arrastraran más el carretón, que estaba en una posición bastante ridícula. Los otros dos se turnaban todavía con una pala para llenar la fosa donde descansaba Borraqui, con una piedra bajo la espalda.

Por fin pudieron enterrarlo, y vinieron a levantar el carretón, a su posición normal. Me desprendieron del alambrado, y me llevaron a la carreta. Me senté en el piso con las piernas extendidas… El regreso, fue para mí, una eternidad. Tenía tantos deseos de estar junto a mi madre. Llegamos a la enfermería, y me bajé por mis propios medios, y el ayudante, llevó el carretón a la intendencia. El sepulturero se fue también. El carretero se quedó conmigo, y le contó al jefe lo que me pasó. Mi jefe le recriminó por lo que me habían hecho, pero este se lavó las manos, diciendo que el sepulturero era el causante de todo lo que pasaba. Yo no aguanté más, y exploté en llanto. Suele decirse que el llorar no es de hombres, pero francamente, a mi me hizo tanto bien, que hasta el frío tremendo que tenía me pasó bastante. Entre sollozos, le encaré a mi jefe, del porqué me dejo ir con esos brutos y despiadados, que a propósito me ordenaron cuidar al muerto. Mi jefe no se emocionó con mi llanto. Yo esperé que me adulara, y que tuviera una actitud paternal para conmigo. Pero él me miraba con una sonrisa picaresca, tal vez pensando decir un chiste sobre lo ocurrido, pero al verme tan agitado, no dijo nada. Cuando por fin dejé de llorar, me dijo: "Vamos a tu casa, a cambiarte tu ropa, y esta tarde no vas a venir al trabajo. Hoy no le cuentes a tu mamá lo del entierro, solo que te empapaste en la lluvia, y que por eso estás con mucho frío"…

El resto del día lo pasé muy tranquilo. Alejé de mi mente todo lo ocurrido esa mañana. Estuve jugando con los muchachos de mi pandilla. Me preguntaron por qué no fui a la enfermería. Les dije que no tenía nada para hacer, y que mi jefe me dio permiso.

Raúl comandaba la pandilla. Esa tarde no fueron al bosque a matar pájaros, ni a buscar nidos con huevos de avecillas. El entretenimiento era hacer pelear a los más chicos. Se pelearon tres parejas, y ninguno de ellos lloró, ni a ninguno le sangró la nariz. A la tardecita se desparramó el grupo. Cada uno fue a su casa.

Esa noche nos acostamos más tarde que de costumbre. Tal vez mamá tenía muchas cosas que hacer. No sé a qué hora habrá sido, si durante el primer sueño, o a la madrugada, que lo tenía otra vez a Borraqui, pegado al techo de mi casa. Di un grito y salté de la cama. Mamá se despertó y me preguntó qué era lo que me pasaba. "Nada mamá", dije, "solo tengo frío"… Sin pensar más me tiré a la cama de mi madre, con las frazadas sobre mi espalda. Le pedí a mamá que me apriete con sus brazos. Ella quería saber que era lo que me asustaba. Le pedí que nos durmiéramos, porque yo tenía mucho sueño. No se convenció con su explicación, pero se calló. Sentí que su brazo me apretaba más. Ahora sí que yo ya no tenía más miedo de ese viejo Borraqui, aunque viniera con todos sus antepasados muertos. Casi con rabia, pensé que ahora, sí, estaba protegido por el brazo de mi madre, más poderoso que un ejército… Me sentí otra ves como un niño de tres o cuatro años, que dormía con placidez al amparo y cuidado de la más grande que tenemos en este mundo: La madre.

Conclusión

El milagro del leproso, una enseñanza del Evangelio sobre la discriminación social

Por Wolfgang Streich

En nuestra sociedad las pocas voces que se levantan a favor de los más necesitados que existen, no logran contener el empeoramiento de la situación.

Estamos adorando los valores que promueven el consumismo y el capitalismo. No existen soluciones ni propuestas que expresen amor de verdad, ni de parte del Gobierno, ni de parte de la sociedad civil. Lo único que cuentan son los números y estadísticas, que generalmente son fraudulentas.

En el Evangelio siempre nos sorprende la actitud misericordia de Jesús volcado hacia los humildes y excluidos. Los leprosos, especialmente lo conmueven al punto de encontrarse él en la necesidad de tocarlos, contraviniendo la ley judía.

La sanación de lepra es expresión del «secreto» del Reino que implica la supresión de toda discriminación. Y es importante captar este secreto, cuando corremos el riesgo de que nuestra fe se diluya en prácticas estériles, convenciones sociales, devociones formalísticas, sin que nos toque mínimamente el atropello que a diario constatamos de la justicia.

La curación del leproso (San Marcos 1: 40-45), ¿Qué significado podía tener en el mundo mediterráneo y judío propio de la época? En ese mundo los dirigentes de la sociedad estaban particularmente angustiados por el peligro de ser absorbidos por una cultura más poderosa. Por consiguiente se preocupaban de proteger las líneas divisorias en el terreno corporal. Lo peor eran los peligros que pudieran amenazar las líneas divisorias del cuerpo político. Esos peligros se reflejan en su preocupación por la integridad, la unidad y la pureza de su cuerpo. Es decir, una falla de integridad en el cuerpo tiene un equivalente sociológico. La legislación es meticulosa por lo que pueda o no pueda entrar en los orificios del cuerpo.

En la Biblia se habla de lepra no sólo de la piel (Lev. 13, 1-45); 14, 1-32), sino también de lepra de los vestidos (Lev. 13, 45-59) o de las paredes de las casas (Lev 13, 33-53) de modo de cualquier superficie podía ser ritualmente impura, o lo que es lo mismo, socialmente inadecuada.

El leproso no constituye un peligro social por la posibilidad de contagio de la enfermedad, sino por el riesgo de contaminación simbólica (Lev 13: 45-46). El desgraciado ha perdido la vida porque su existencia es considerada como una deshonra a los ojos de los demás. Es como si estuviera muerto.

De esas muertes está plagada la sociedad moderna. Los excluidos como son las prostitutas, las niñas que se ven obligadas a prostituir porque no hay fuentes de trabajo, los mendigos, los ancianos cuyas míseras pensiones no les permiten acceder a un digno servicio social. Todos éstos y otros son como muertos en vida sin ninguna posibilidad de redención social.

La lepra es un concepto amplio: evoca todo tipo de discriminación. Sentirse derrotado por algo es como tener lepra así como sentirse marginado por no poder superarse. Hay una interacción entre el defecto físico o psicológico y la situación y el criterio de lo que la sociedad considera como honroso y deshonroso.

Nuestra sociedad está enferma. Padece males muy serios y hasta presenta signos inequívocos de anormalidad en la estructura. En el relato del leproso, para entenderlo hay que hacer una distinción entre los «males» y las «afecciones». ¿Qué es lo que queremos decir cuando afirmamos que los pacientes padecen males? El mal es algo que se produce en el estado general de la persona y en sus funciones sociales. Es la experiencia de todo cambio en sentido negativo.

La afección, en cambio, es una anormalidad en la estructura y la función de los órganos y sistemas fisiológicos. Hace falta asimilar el concepto de mal como hecho psicológico y, además, considerarlo en su dimensión social. Ver en qué medida esa disfunción afecta a la familia, al trabajo y a otros niveles más amplios de la sociedad. Si la estructura y los órganos están enfermos, no extrañemos que por todos lados aparezca "la lepra"… Y ésta no se cura con inauguraciones y cortes de cinta, con estereotipos trillados como los de: "obras, no palabras"…, sino remediando el mal.

Este es un problema estructural que debe ser atacado sistemáticamente hoy en todos los ámbitos, en el gobierno, en las escuelas, en la familia. La curación es deseable, pero si no se puede curar, siempre podemos remediar el mal negándonos a marginar a los que lo padecen.

Puntos para reflexionar

  • 1. Al tocar a un leproso ¿a qué se expuso Jesús?

  • 2. El leproso de esta historia (Nicolás) puede representar a todos aquellos que se encuentran desvinculados de la sociedad: los que enfermos en los hospitales y sanatorios que no tienen parientes y nadie los visita; los internados en los neurosiquiátricos, los que se sienten rechazados por alguna enfermedad grave, por ejemplo, el SIDA. Así como Jesús fue movido a misericordia y arriesgándose extendió su mano y le tocó, nosotros también podemos seguir su ejemplo para ayudar de alguna manera a todas estas personas que Dios ama.

  • 3. Pero también este estudio puede estar dirigido a nuestras propias vidas. Muchos han comparado la lepra con el pecado que nos separa de Dios y de nuestros hermanos. Tal vez haya en alguno un profundo sentimiento de culpa que lo está hundiendo en la depresión. Este es el momento que podemos decirle a Jesucristo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Sin duda, él extenderá su mano y dirá: "Quiero, se limpio."

Sugerencias prácticas

Como sociedad podemos juntarnos y realizar acciones prácticas de amor hacia los más desposeídos y los discriminados. Por ejemplo, iglesias, colegios, cooperativas, pueden visitar el leprocomio Santa Isabel. El Leprocomio Santa Isabel se encuentra a 115 Km. de la capital (Asunción, Paraguay). Para llegar al lugar se debe tomar el ramal de 40 Km. que parte de Paraguarí y llega al microcentro de la comunidad de Sapucai. De allí sale otra bifurcación de la ruta y 15 kilómetros después se encuentra el leprocomio en la compañía Cerro Verde.Está asentado sobre una propiedad de 973 hectáreas, caracterizada por espesas arboledas donde conjugan una gran variedad de flora y campos a cielo abierto. La finca cuenta además con cristalinos arroyos. El camino que llega al sitio está en buen estado.

Actualmente hay alrededor de 75 ancianos internos, atendidos por un capellán y un grupo de hermanas Vicentinas. Lo que más reclaman los internos es la visita de sus familiares y otras personas que le lleven un poco de cariño y alegría. Leprocomio Santa Isabel. Sapucai – Teléfono: (0539) 263-366

Así mismo se podrían hacer campañas de concientización sobre la no discriminación y otras miles de ideas que pueden ser fuente de expresión de amor a los más desposeídos y desprotegidos de nuestro país y del mundo.

 

 

Autor:

Sr. Nicolas Missena.

 

Partes: 1, 2, 3
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