Yo y mamá nos acercamos a la puerta del vagón. Ella no pudo subir, porque el piso del vagón estaba a casi un metro del suelo. Le vino una idea brillante a mamá. Puso el atado grandote en el suelo, subió encima y me dijo: "Ayúdame de los pies". Puso su vientre sobre el borde del piso del vagón, y yo le empujaba de los pies. Era un poco ridícula su posición al subir, pero subió con toda felicidad. Ahora le tocaba a doña Dora. Medio a empujones le trajo su hija, a la que le corrían abundantes lagrimas por sus mejillas. La subió sobre el atado de mamá. Yo también la ayudé y mamá desde arriba la estiraba de sus manos. Cuando estuvo adentro, yo le alcancé a mamá su atado y mi bolsa. La hija de doña Dora colocó el bultito de ella en el piso del vagón. Yo no tenía dificultad para subir.
Por fin estaba completa la carga de 30.000 kilos en el vagón. El hombre del llavero se puso en la puerta y miró como estábamos. Se prendió de la manija de la puerta, y le dio un tirón seco. Chirriaron las rueditas de la puerta al moverse, y un golpe seco retumbó adentro del vagón. Luego, el sonido del candado, y ya no había rata que pudiera salir de allí.
Estuvimos un rato sin hablar, ninguno de los tres. Comencé a sentir vibraciones bajo mis pies, aumentando rápidamente en su fuerza. Al rato el vagón se sacudió violentamente. Doña Dora dio un grito y se levantó del piso. Mamá seguía tranquila sentada sobre su atado. Yo estaba mirando por una abertura de tela metálica que el vagón tenía en ambas puertas. Por suerte que el golpe vino del lado opuesto de donde yo miraba. De lo contrario hubiese metido mi cara en la abertura con tela metálica. Escuché tintinear de cadenas. Pronto me di cuenta de que ya estábamos enganchados al tren. Mamá me llamó a que fuera a sentarme con ella, sobre su atado de ropas. Cuando estuve a su lado, me acordé de mi bolsa, y le pregunté: "¿No se rompieron las botellas de agua?"… "Por suerte, no paso nada malo", me respondió.
Comenzó a andar lentamente nuestro vagón, pero lo hacía a la inversa. Nos llevó muy cerquita de la Estación Central. Nuestro vagón quedó desprendido un buen rato. Luego volvieron a engancharlo, pero ahora por la otra punta. Comenzamos a andar lentamente. Golpes de parachoques, tintinear de cadenas y un ruido ensordecedor, que en los coches de pasajeros ni se siente, ni se escucha. Nuestro vagón estaba enganchado en la cola del convoy.
Le pedí a mamá que me permitiera ir mirando en la abertura con tela metálica. Me dijo que sí, pero que tuviera cuidado para no lastimarme. El chiqui, chaca, chiqui, chaca, de la máquina a vapor tomaba un ritmo acelerado. Desde mi puerta de observación, iba mirando lugares tan conocidos y familiares para mí. Nuestro tren, paró en la estación del Jardín Botánico. Allí estuvo maniobrando un buen rato. Se desprendió la máquina y estuvo sacando vagones de un apostadero. Comenzó otra vez a andar, pero nuestro vagón tenía "el privilegio" de estar siempre a la cola. De allí sin parar llegamos a Luque. El tren realizó otras maniobras similares a las anteriores.
Mientras estábamos detenidos, escuche el ruido del candado de nuestro vagón. Chirrió la puerta, y se hizo la luz. Luego la otra puerta. Doña Dora parece que despertó del letargo que tenía en la oscuridad y se puso de pie. Mamá le suplicó que vuelva a sentarse, para no caerse al piso, o peor aún, caerse a tierra y romperse los huesos. Volvió a sentarse, pero comenzó a hablar como una cotorra. Algunas palabras iban dirigidas a mamá, pero otras veces a su hija, o a otras personas a las que iba citando. A cada momento contaba su lugar de origen, "Puerto Guaraní".
El tren volvió a ponerse en marcha, pero la pobre señora no paraba de hablar. Me di cuenta que a mamá ya la tenía aburrida todo lo que estaba diciendo, porque nada de lo que decía tenía sentido. Cada uno de los tres pasajeros teníamos un diferente comportamiento y una diferente manera de pensar. Tal vez yo curioseando por cualquier cosa. Doña Dora monologando, y mamá rezando el rosario; y en los intermedios, sollozando. Cerca de las 11:00 hs., mamá nos invitó a doña Dora y a mí a comer. En una lata con tapa, tenía algo de fiambre y otros comestibles. Tenía también el agua de las botellas, que no tenían nada de frescas, pero en fin, el agua calma la sed.
El calor que hacía en el vagón era casi insoportable para mamá. El techo de chapas de zinc, no dejaba pasar la luz solar, pero en cambio el calor aumentaba. Mamá dejó su rincón y se mudó un poco más hacia la puerta. Continuamente se ventilaba con su abanico, lo que le dejaba poco tiempo para rezar. Doña Dora bajó muchísimo el volumen de su monólogo, y hablaba de manera más espaciada. En cambio yo estaba más activo, mirando el paisaje que se hacía más interesante. A lo lejos se divisaban las serranías, las que por primera vez tenía la oportunidad de admirar. El agua que teníamos se terminó y el calor se acentuaba más. Mamá y doña Dora sudaban intensamente. A cada rato se secaban el rostro con sus ropas.
Por fin llegamos a Paraguarí. Pasado el medio día, mamá me ordenó que fuera junto al maquinista del tren y que le pidiera agua. Me bajé con la pava en la mano, y llegué donde estaba el maquinista. No podía escucharme por el rechiflar y el silbido que hacía la máquina, para bajar la presión de la caldera. Entonces comencé a gritarle. "Quiero agua, por favor, para tomar". Finalmente me atendió y me mostró donde colocar la pava. Hice como me indicó y en un segundo hizo rebosar la pava de agua. Para mala suerte nuestra, el agua estaba a cuarenta grados de temperatura. Subí al vagón con la pava de agua tibia, y le dije a mamá que el agua estaba caliente. "¿Y qué vamos a hacer?", me respondió, con un tono de resignación. Me dolió en el alma la forma que me contestó. Le pedí que me diera dinero para comprar una sandía. Al rato yo traía en mis brazos una de las más grandes sandías que se vendían en la estación. Tal vez los encargados del tren, no se dieron cuenta de que un enfermo andaba tranquilamente entre las vendedoras. Lo cierto es que nadie me dijo nada.
Cuando el tren se puso nuevamente en marcha, la sandía ya estaba a medio consumir. Los tres ponderamos lo dulce que eran las sandías de Paraguarí. Yo no paraba de ponderar, muy entusiasmado, la belleza de los cerros de Paraguarí, que parecían que nos iban acompañando durante el viaje; hasta llegué al extremo de mi admiración, que fui a levantar a mamá de los brazos y traerle frente a las puertas del vagón, para que ella también se deleitara mirando. Seguramente para darme el gusto y no defraudarme, fingió admirar también las bellezas de esos accidentes geológicos, porque enseguida me pidió que la llevara otra vez a sentarse sobre su atado de ropas, diciendo que sufría un intenso dolor de cabeza, por no haber tomado su tradicional mate amargo a la media mañana; (Hoy comprendo el dolor de mamá en aquella oportunidad, cuando no tomo el tradicional tereré paraguayo, que es la bebida del más humilde campesino, hasta la del más encumbrado ejecutivo. Sin querer exagerar, opino que si no hubiese la yerba mate en Paraguay, posiblemente las embotelladoras de gaseosas, hubieran redoblado sus ganancias).
El final de nuestro viaje en tren, estaba por llegar. En la estación de Escobar nos quedamos muy poco tiempo, y en ese ínterin se nos acercó el hombre del llavero para decirnos que al llegar a Sapucai, sería conveniente que estemos quietos, hacia el fondo del vagón, y que no anduviésemos corriendo de un lado a otro, cruzando frente a las puertas del vagón. Mamá arrastró su atado y mi bolsa a una esquina del fondo, y llamó a doña Dora para que esté con ella. Esta estaba bastante dócil. Perdió el brío que tenía antes de embarcarse. Obedeció a mamá, vino y se sentó junto a ella.
Yo no podía explicarme a que motivo se debía tal precaución. Le pregunté a mamá que de malo tenía estar frente a las puertas y que no tenía ningún peligro de caerme. "Bueno"…, me dijo, "Tal vez los rieles estén en malas condiciones, y para evitar cualquier riesgo, andá a la otra punta y curioseá por la rejilla metálica, y dejáme tranquila, que no aguanto este dolor de cabeza". Su orden era tajante, y yo no tenía nada que decir; entonces me instalé en mi lugar anterior de observación, donde al comienzo del viaje casi me rompí la cara.
Luego de un rato, el tren comenzó a aminorar la velocidad. A ambos lados se veía un paredón de piedra, y me parecía que nos metíamos en un túnel. Casi de repente salimos de él y apareció la estación de Sapucai. El tren pasó de largo a marcha lenta. Se metió por un desvío a la derecha. Luego por otro desvío, y finalmente se detuvo. Me di cuenta de que desenganchaban nuestro vagón. Quise ir hacia la puerta, pero mamá me indicó con el dedo que me quedara en mi lugar. Un rato después, vino el hombre del llavero con un policía y otro hombre de particular. El uniformado preguntó cuántos éramos. "Son tres", le respondió el hombre del llavero. "¿Pueden caminar, o no?"… "Todos caminan", respondió. "Bueno"…, dijo el policía. "Dentro de un rato, vendrá un soldado a conducirlos. Que esperen allí dentro". Desde el fondo del vagón mamá les habló pidiéndole agua. "Bueno…, ya le mando enseguida", respondió el policía. Un rato después un conscripto nos llamó pidiéndonos que pusiéramos nuestros recipientes en la puerta del vagón. "Andá vos con la pava", me dijo mamá. Cuando estaban cargando el agua, doña Dora se acercó a donde yo estaba, y empezó a hablarle al conscripto. Él se sorprendió al ver la cara y la forma desordenada de su cabello y su ropa. Retrocedió unos pasos y quedó mirándola. Ella seguía su parloteo.
Desde la otra puerta, que daba hacia el taller, dos muchachones, miraban sorprendidos a doña Dora. Estos se retiraron corriendo. Yo ya estaba con mamá tomando el agua, y doña Dora no volvía junto a nosotros. Una piedra hizo un impacto en la parte interior del vagón, produciendo un estampido ensordecedor al tocar las chapas de zinc. Pasó a poca distancia de doña Dora. Ella se dio cuenta, a pesar de su locura, y corrió junto a nosotros al fondo del vagón. Antes de que bebiera agua, cayeron más piedras sobre el vagón. Comenzó a gritar y pedir socorro, y hasta intentó correr. Por suerte, mamá la tomó del brazo y la sentó junto a ella. Pensé que esta señora ya habría tenido experiencias en recibir pedradas en su pueblo natal, por la forma en que se horrorizó. El que nos trajo el agua, escuchó el alboroto, y vino a ver lo que pasaba. Escuchamos que recriminaba a los muchachos, y los amenazaba con detenerlos, si repetían las pedradas. Nos dimos cuenta por qué el hombre del llavero no quería que estemos a la puerta al llegar a Sapucai.
Todo volvió a la calma, pero esto no duró mucho. Antes de que doña Dora se repusiera totalmente del susto, escuchamos que estaban coreando un estribillo, y me pareció que eran muchos más los muchachos. Al principio, comenzaron con timidez, pero luego con más fuerza y ritmo. "Lepro rova soo, Lepro rova soo". Era una forma despectiva de llamar al enfermo: "Leproso de cara de carne". Para mí, crearon otro estribillo muy diferente: "Lepro poi, nambí, tapití", que quiere decir: "leprosito de oreja de liebre", ya que liebre tiene una oreja grande. Prontamente me compararon con el roedor. El conscripto comprendió por el griterío y el estribillo, que nos estaban acosando otra vez, porque acudió presuroso a donde estábamos, y como perro que ahuyenta a cuervos, comenzó a perseguir a los muchachos. Pero él solo no podía hacer nada para atraparlos porque se desbandaron para todos lados.
Yo, francamente no comprendía a que se debía tanta hostilidad hacia nosotros, y hasta me arrepentí de haber hecho un viaje tan sacrificado, para estar al cuidado del renombrado sabio que me había dicho mamá.
Aproximadamente a las cuatro de la tarde, llegó junto a nosotros otro conscripto y nos invitó a bajarnos del vagón, para acompañarnos. Mamá y doña Dora bajaron con dificultad. Por causa de haber pasado tanto tiempo sentadas, tenían los miembros entumecidos. Afortunadamente muy pocas personas andaban en los alrededores de la policía de Sapucai.
Sin mayores novedades comenzamos el lento viaje. Nuestro guía marchaba unos metros delante de nosotros tres. Al doblar una esquina, aún en el poblado, vimos que se producía una corrida de niños, tomados de las manos de sus madres. Otros corrían sin el apoyo de personas mayores. Mi instinto me dijo que algún peligro intuían las personas. Le dije a mamá que nos metiéramos en un patio baldío porque posiblemente lo que causaba el alboroto de la gente era que algún vacuno bravo, se había escapado de alguna tropa, o peor, algún perro rabioso que deambulaba por la calle. Me aproximé a la alambrada del patio baldío y bajé mi bolsa. Fui junto a mamá para ayudarla a bajar su atado, y también llamé a doña Dora, y le dije que entrara al baldío para protegerse del peligro. Realmente la calle estaba desierta de gente. Nuestro guía quedó mirándome sin demostrar ningún miedo, y pensé que ese muchacho era un corajudo, que no le tenía miedo a nada, ni a nadie.
Finalmente nuestro guía habló, y nos dijo que saliéramos y continuáramos el viaje. Que no teníamos por que tener miedo, y que él nos acompañaría. Nos resistimos al principio, a salir a la calle, temiendo el peligro, pero como no apareció vacuno ni perro, decidimos salir y continuar nuestro viaje. Yo quedé intrigado por saber el motivo del alboroto, y me atreví a preguntar al conscripto la causa de todo lo que pasó, y sin andar en rodeos, me respondió en guaraní: "De ustedes tienen miedo…". Resultó ser que el susto nuestro fue como se dice, de nuestra propia sombra.
No llegué a comprender completamente, ni siquiera tenía una explicación para todo lo que nos estaba pasando ese día, 21 de enero, por el comportamiento incorrecto de algunas personas que tuvieron algo que ver en nuestro viaje a la colonia. Tuvieron que pasar algunos días, y ya en la colonia para que pudiera darme cuenta que el trato que estábamos recibiendo era de lo más bueno y comprensivo, teniendo en cuenta que éramos enfermos destinados a la colonia.
Antes y después de nuestra internación a ese lugar, sucedieron tragedias, tremendamente tristes y desgarradoras a muchos pacientes en el trayecto de Sapucai a la colonia. Recuerdo muy bien, que en una oportunidad tuvo que ir la policía interna de la colonia y unos enfermeros a recoger el cuerpo de un enfermo al que lo mataron a pedradas, en el trayecto de Sapucai a la colonia.
Otro suceso penoso fue que un excombatiente de la guerra del Chaco, que ostentaba el grado de teniente de reserva, por méritos en el campo de batalla, se salvó por un milagro de que lo mataran por el camino. Llegó bastante maltratado por la paliza y pedradas que recibió de su acompañante que lo conducía a la colonia. Si tendría que relatar todos los hechos de esta naturaleza serían interminables. En fin…, si se tenía que comparar los viajes desafortunados de otros, el nuestro fue un camino cubierto de pétalos de rosas.
Ya a orillas del pueblo y cuando íbamos a entrar al callejón, mamá se acercó a una vivienda pidiendo agua, y que le permitieran estar un rato bajo el árbol que tenían en frente. Recibió una negativa, por ambas peticiones. Alegando la dueña de casa que la colonia ya estaba a poca distancia, sería mejor que siguiéramos la marcha. Este hecho de negarnos la sombra del árbol y un poco de agua, parece que avergonzó a nuestro guía, porque sin andar con explicaciones, nos dijo: "sigan el callejón sin desviar"… y se volvió al pueblo.
No nos quedó otra alternativa que continuar el viaje por el accidentado y peligroso camino que conducía a la colonia. Mamá a duras penas iba caminando, con los pies hinchados. Estábamos sedientos y cansados. Doña Dora dejó de monologar y era tan dócil que parecía ya no tener ningún capricho ni resistencia. Cuando se le indicaba como portarse, obedecía, y ya no fue ningún problema para mamá.
Anduvimos un buen trecho, y alcanzamos un lugar donde no había casas. Nos metimos hacia un costado del callejón, y bajo unos arbustos descansamos hasta el oscurecer. Luego de un buen descanso, ya sin sol, y con el fresco del anochecer, nuestro viaje fue más agradable, aunque teníamos mucha sed. Después de haber caminado aproximadamente dos horas, mamá ya no pudo caminar más.
Se tiró a un costado del camino. "Ya no puedo más, mi hijo", dijo. "Este dolor de cabeza y la sed que tengo ya no soporto". Bajé mi bolsa y me arrimé a ella sin saber qué hacer. Lo único que pude hacer para aliviarla, fue friccionarle la cabeza con mis dos manos. Después de repetir lo mismo varias veces, alzó sus manos y tomó las mías. Me comprimió contra su cabeza y me dijo que me aquietara un rato. Noté que tenía bastante caliente su cabeza y el ritmo cardiaco golpeaba sus sienes. Parecía retumbar en mis oídos, con nuestro silencio, y el silencio de la noche.
Luego de unos momentos, me dijo que se sentía bastante aliviada del dolor de cabeza. Siempre recuerdo este incidente, y hasta a veces me pregunto, ¿sería el factor psicológico lo que le alivió el dolor de cabeza, con el contacto de la mano de un hijo, o un milagro, en el momento de tanta desesperación de un niño por el dolor de su madre?
Ya bastante recuperada del dolor y el cansancio, decidimos dormir un rato. No teníamos cama ni colchón ni nada para dormir en el suelo. Dormimos con la cara al cielo, en una hermosa noche estival y silenciosa.
Mucho antes del amanecer nos despertó mamá y continuamos el viaje. El camino era peor al ir avanzando. Huellas profundas y pedregosas, dificultaban el andar de mamá y de doña Dora. Yo por mi parte no tenía mayores problemas para caminar. Podía saltar los bordes que sobresalían al costado, sin dificultad. Comenzamos a bajar por una pendiente prolongada, para luego encontrar un puente bajo el cual corría un arroyo de agua fresca. Doña Dora se echó al borde para beber como una bestia. Mamá la levantó y le dijo que no tomara agua, y que ella le daría de beber unos tragos de su jarro, pues era peligroso tomar agua en ayunas… Todos nosotros tomamos uno o dos tragos y cargamos las botellas para continuar el camino. Tanto deseo tenía mamá de llegar a destino, que me dijo que seguramente ya estaría muy cerca el hospital, porque olía el olor a medicamentos. Tamaño error el de su olfato, porque aún distaba mucho para llegar a la colonia.
Antes de salir el sol, llegamos a unos caserones con mucho movimiento. Hombres a caballo, otros que engrasaban ejes de carretas, y enlazando bueyes. "Por aquí ya debe de estar el hospital", me dijo mamá. Pregunté a un peón que acarreaba los bueyes donde quedaba el hospital. Un hombre de unos cincuenta años que estaba tomando mate, escuchó mi pregunta. El peón se adelantó y vino hacia nosotros. Dijo ser el administrador de la colonia y que solo con él debíamos hablar. Entonces le repetí la pregunta de dónde quedaba el hospital. Me arrimé a la alambrada. El hombre me gritó que no me acercara más a la alambrada. Me di cuenta que era un hombre prepotente y de temperamento violento. Retrocedí a donde estaban mamá y doña Dora. Cuando me retiré se calmó un poco y nos preguntó de dónde veníamos, y si fue con intervención de la policía, o por nuestra propia voluntad que veníamos.
Yo no sabía que en la mayoría de los casos, para internar enfermos en la colonia, se tenía que recurrir a la policía para desalojarlos de su casa y remitirlos a la colonia. No respondí a su pregunta porque francamente no entendí lo que aquel hombre que quiso decirme. Entonces mamá le dijo que veníamos por nuestra propia voluntad. "Está bien, señora", respondió. "Ahora sigan esa carretera y al primero que encuentren, pregúntenle por la comisaría, y allí tienen que presentarse al comisario, para que les indiquen donde se van a alojar, en alguna sala o en algunos ranchos de alguna pareja, mientras se consiga una ubicación definitiva".
Seguimos el camino indicado por el administrador. Mamá ni yo hablamos de la forma en que iban cambiando las cosas. Al comienzo era encontrar un hospital, y al famoso médico, tan sabio para curarnos, pero ahora el señor administrador hablaba de comisaría, policía y de ubicación definitiva.
Llegamos al arroyito que estaba a la entrada de la colonia. Nos lavamos la cara y cruzamos al otro lado para encontrar la primera casita, donde mamá preguntó por la policía. El panorama, el mismo arroyito que corría entre piedras y lleno de peses, era de ponderar. Era un lugar bello y hermoso; pero mi espíritu, o mejor dicho, mi estado de ánimo era de lo más pésimo. Más ganas de llorar tenía yo, que de admirar tan hermoso panorama con que la naturaleza dotó a ese lugar.
Una señora atendió a mamá en la primera casita, donde preguntó por la comisaría. Nos indicó que siguiéramos el camino, hasta llegar al portón del corralón, a donde debíamos presentarnos. Además empezó a preguntar a mamá de dónde veníamos y si tal vez no éramos compueblanos, porque ellos eran de Capiatá, y que ella estaba con su esposo que era enfermo.
Por fin llegamos a la policía a eso de las siete de la mañana del 22 de enero de 1941.
Cuaderno Nº 2
El primer día
Esa mañana cuando llegamos a la policía, nos recibieron dos agentes. Posiblemente estaban de guardia. Dentro del local encontramos a dos hombres tomando mate en un fogoncito. Estaban en ropas menores. Los dos no tenían ni un pelo en la cara, y tenían la cara colorada. Luego supimos que eran detenidos por rebelión. Uno de los agentes, le ofreció a mamá mate. Para ella en el momento era lo más apetecible que se le podía ofrecer. Al pasar 24 hs. de no tomar mate le agarraba un tremendo dolor de cabeza. Doña Dora y yo tomamos mate cocido con unas galletas riquísimas, especialmente para mí que tenía un tremendo apetito.
Luego de desayunar, salí a mirar el panorama. No había mayormente nada que ver en especial, fuera de grandes caserones de madera, en hileras. Luego, todo campo y monte. Como mi estado de ánimo no era de lo mejor, volví junto a mamá. Para mí ella era como un refugio en una mañana silenciosa. La encontré tirando la yerba de su mate, para luego cargar yerba nueva, para luego continuar tomando otra vez con los dos detenidos. Estos notaron que yo estaba desganado y triste y quisieron animarme, preguntándome de todo. Lo que no se animaron a preguntarle a mamá, me preguntaron a mí. Si no tenía una hermanita joven… Les dije que no, pero que si tenía seis hermanos varones, y que tres habían muerto cuando eran chicos. Me preguntaron si sabía leer, y en qué grado estaba. Para responderles mejor, busqué en mi bolsa mi libreta escolar, y les mostré donde decía: "pasa al 3º grado". Yo les pregunté si había escuela allí, y ellos me dijeron que no, pero que vivían muchos niños. Este último dato me hizo poner contento porque ya tendría con quienes jugar.
Cuando estábamos hablando, se nos arrimó uno de los agentes, y les indicó a los dos que estaban tomando mate, que pasaran a otra pieza, que estaba a un costado, y que tenía la puerta hecha de tirantillos. Los dos obedecieron. Agarraron del fogón sus jarros de lata con mate cocido, para conservarlos caliente y se fueron al cuarto que les indicó el agente. Uno de ellos llevó también una bolsa chica con galletas. Cuando estuvieron adentro, el agente cerró la puerta y le puso un candado. Mamá tenía tantas ganas de seguir hablando de medicamentos y del famoso sabio, pero nadie todavía había podido darle referencias de él. Los agentes sonreían cada vez que mamá arremetía con sus preguntas, referentes a salud y el tiempo que tardaría sanarse, para volver otra vez con sus hijos. Estos, no sé si por buenos o por lástima, no le dijeron a mamá de manera tajante que nunca volvería a salir de ese lugar durante el resto de su vida.
Cuando me dijeron que había muchos niños, volvía a salir con mi pelotita a jugar al frente de la policía, con la intención de atraerlos, si andaban por allí. Pateaba de un lado para el otro, mi pelota de goma, y de vez en cuando miraba para todos los lados para ver si no aparecía alguno de los niños. Pero no se veía a ninguno. Desilusionado, volví junto a mamá.
Cuando faltaban unos metros para entrar a la policía, se me aproximaron dos hombres, y uno me preguntó si yo era el muchacho que había llegado esa mañana. "Sí señor"…, le respondí. Entonces me invitaron a ir con ellos. Yo no sabía adónde ni para que querían llevarme. Mamá escuchó lo que me decían y salió a preguntarles a donde querían llevarme y para qué. Uno de ellos, un poco tímido por la forma agresiva de mamá, le respondió que solo era para ir al rancho con ellos a comer carne asada y a la vez distraerme un rato con ellos. Como la invitación era interesante, cambió de actitud, y me dejó ir, aconsejándome que me portara correctamente.
Ya por el camino, me fueron enseñando los nombres de los caserones. Estos fueron construidos por prisioneros bolivianos. Nos fuimos acercando a uno de los caserones. Me dijeron que era la intendencia, y que detrás estaban asando la carne. Cuando estuvimos a unos metros de la puerta de la intendencia, salió del un hombre que tenía puesto un delantal de carnicero. Me preguntó si yo era el chico que había llegado esa mañana. "Sí señor"…, le contesté. "Entonces ven para aquí, que el doctor quiere hacerte la inspección", dijo. "Entrá al consultorio, rápido que ya te está esperando"…. Me arrimé a la puerta, un poco asustado en indeciso. Miré a mis acompañantes, y se hicieron los desentendidos. Parece que no se dieron cuenta que alguien me llamaba desde el interior de la intendencia. Escuché una voz ronca y áspera que decía: "Pronto muchacho, al consultorio". Entonces obedecí ya que era el propio doctor que me estaba llamando. Mi primer pensamiento era contarle a mamá que por fin habíamos encontrado al famoso sabio, al cual ella tenía tantos deseos de consultar. Quise correr junto a ella para comunicarle el hallazgo, pero como la llamada del doctor era tajante y áspera, desistí en ir en ese momento mismo. El hombre que tenía puesto el delantal de carnicero me indicó que lo siguiera. Lo seguí y entramos.
Lo primero que vi fue un montón de bolsas llenas de provisiones arrinconadas en el lugar. Al otro lado había una mesa grande y arriba dos balanzas y un montón de pesas y cuchillos de carnicería. Este consultorio era tan diferente al del doctor Migone… Más hacia el fondo, y a continuación de la mesa grande estaba una mesa más chica, y unos cuantos cuadernos sucios y manchados con sangre encima. Más al fondo, en medio de las penumbras, estaba parado un hombre grande, que tenía puesto un guardapolvo blanco que le quedaba muy chico y al que le hubiese sido imposible prender los botones (por eso seguramente lo tenía desprendido). Debajo del guardapolvo también tenía un delantal de carnicero. Pronto me di cuenta de que este no era un consultorio médico. Tal vez un consultorio improvisado pensé. "Buenos días doctor", le dije al llegar junto a él. "Buen día", me respondió con voz ronca y desagradable. Él estaba con las manos en la espalda. Con un tono de voz seco, y sin decir otra cosa, me ordenó: "Quítate el pantalón"… Instintivamente llevé la mano a la cintura y desprendí la hebilla del cinto. Entonces salió de las penumbras, y se me aproximó para verme, o mejor dicho para que yo lo viera a él. Al mirarlo casi me quedo mudo de asombro, al ver sus deformaciones en la cara. Me quité el pantalón y retrocedí unos pasos. Entonces rugió como una fiera, y con su voz ronca me dijo que me desvistiera. No supe que hacer por el miedo que le tenía. Entonces en tono suplicante le dije que me dejara ir junto a mamá y que vendríamos los dos juntos para la consulta. Que ella era la que más interesada estaba de hablar con él, pues ya conocíamos de su fama, y que veníamos de Asunción. "Voy a llamarle", le dije, y comencé a retroceder de espalda. Entonces él comenzó a caminar hacia mí. Retrocedí más apurado para alcanzar la puerta de salida. Dejé de caminar de espaldas, y casi corriendo salí afuera. Allí encontré a unos hombres que se tapaban la boca con la mano, a punto de morirse de risa. No les hice caso, y corrí en dirección a la policía. En menos de diez segundos, habré recorrido el trecho de unos cincuenta metros, que distaba entre la intendencia y la policía. Antes de llegar, hasta grité: "¡¡¡Mamáaa!!!". Mamá salió a mi encuentro, y me preguntó qué era lo que me sucedía. "Es que encontré al doctor allá", le dije, y le mostré con el brazo extendido hacia la intendencia. Quise contarle más de lo que me había hecho el doctor, pero ella no me dio tiempo. Explotó de alegría, diciendo: "Por fin, mi hijo. Ya encontramos a ese doctor, tan renombrado".
Se volvió a donde estaba su atado y agarró su manto, y se lo puso en la cabeza. Por el alboroto que hicimos, se despertó doña Dora, que estaba dormitando sobre un banco de madera que estaba dentro de la policía. Se asomó a la puerta, y nos preguntó qué era lo que pasaba, y el motivo de nuestro alboroto. Por su forma de hablar y su mirada tranquila parecía que estaba en su juicio normal. Ahora los que parecíamos locos éramos nosotros, con el griterío que estábamos haciendo. Mamá se puso en camino para ir junto al doctor. Entonces le dije que me esperara para contarle algo más. "Dime de una vez lo que quieres contarme, pero vamos rápido", dijo. Entonces bajando la voz, le dije que el doctor era demasiado feo y medio salvaje. Al comprender lo que le dije, me amonestó severamente por haber dicho esas semejantes palabras con respecto a un doctor, y que no todos teníamos la suerte de ser lindos, y que ser feo no le quita el mérito a nadie y menos a una personalidad como el doctor.
Cuando volvió a reiniciar el camino hacia la intendencia, para presentarse junto al doctor, uno de los agentes le dijo a mamá que no abandonara la policía antes de que venga el comisario. Este era el que debía ubicarnos, así también como dar la orden para retirar la comida. Mamá quedó mirándolo con una actitud despectiva. Le dijo: "Con mi hijo nos vamos al doctor, y no creo que esto sea una indisciplina, porque precisamente para eso hemos venido, para estar al cuidado de el doctor, y quiero que usted entienda, que lo que diga el doctor él lo que a mí me interesa, no lo que disponga un comisario"…
Entonces el agente con toda calma le explicó a mamá que no podía ser que un doctor esté en la intendencia. Que el director acostumbraba visitar la colonia los domingos de mañana, si había buen tiempo, y algunas veces, venía solamente dos veces por mes, y que en ningún caso podía estar en la intendencia, porque jamás se lo había visto bajarse del caballo que montaba, y menos meterse bajo techo, ni aunque cayera un aguacero. Ella no se dio por vencida, y le dijo al agente en tono más pausado y tranquilo: "Pero muchacho, escúcheme bien; ni media hora hace que mi hijo encontró al doctor, y jamás voy a pensar que mi propio hijo tenga que mentirme. Y si llegara a pronunciarme una mentira, soy capaz de castigarle hasta que se me caigan mis brazos. Pregúntele a él"…
"Hable mi hijo", dijo, dirigiéndose a mí. Le relaté brevemente mi encuentro con el doctor. Pero yo no le conté que era feo y medio bruto. El otro agente, que ya estaba junto a su compañero, en tono sonriente, le dijo al que estaba hablando y discutiendo con mamá: "¿No te diste cuenta lo que pasó?"… "¿A qué te referís?", le dijo el otro. "¿No te das cuenta que fue todo un plan fraguado por Cardozo? Y sin temor a equivocarme, te digo que se habrá puesto el guardapolvo de uno de los enfermeros que andaba merodeando por allí". El otro agente se apretó la cabeza con las manos, y en tono picaresco me preguntó, "¿Verdad muchacho, que el doctor que encontraste, era un hombre grandote y feo con una voz ronca y afónica?"… Antes que le respondiera que sí, unos hombres llegaron junto a nosotros. Uno de ellos le dijo al agente, que Cardozo era el que estaba haciéndose pasar por doctor.
Mamá parece que no se daba cuenta de la burla de la cual fuimos objetos. No creía lo que decían los recién llegados, porque se mantuvo firme en su posición de que según los datos que tenía, el famoso doctor vivía en la colonia misma. "No, por favor señora", le interrumpió uno de los presentes. "Lo que pasa es que aquí tenemos un enfermo, que está muy avanzado del mal, y cada vez que viene gente nueva, hace este chiste de mal gusto. En más de una oportunidad el comisario ya lo amonestó y lo amenazó con castigarlo metiéndole al calabozo por unos días. Ojalá esta vez no cumpla el comisario su amenaza, porque es capaz de morirse de una afonía que tiene, que le dificulta la respiración, y con agitarse solo un poco, podría faltarle el oxígeno y morir ahogado", añadió. La explicación que le dio el hombre a mamá tenía dos propósitos: Primero el de comentarle que todo era una broma, y el segundo hacer un alegato a favor de Cardozo, insinuando a los agentes de que no den parte al comisario de lo que había ocurrido.
Mamá entendió perfectamente lo que me habían hecho, pero no quiso demostrar que estaba disgustada. Entonces con tono alegre dijo: "Esperemos el domingo próximo". Quiso aparentar una sonrisa para disimular que estaba tranquila, pero lo que le salió era más bien una mueca. En su cara aparecieron como rayas blancas de ira, demostrando su estado de ánimo, el cual estaba por reventar de rabia por la broma de mal gusto y por la desilusión de no encontrar al famoso doctor. Era como si se le hubiese escapado una liebre de la mano.
Sin decir nada, mamá ocupó otra vez el lugar dentro del local policial. Nadie de los que estaban presentes, entre ellos, el que me había ofrecido el asado, ninguno, comentó el incidente. Parecía que no había ocurrido nada. Al ver al hombre que me ofreció el asado, me dio otra vez unas ganas tremendas de comer, pero pensé que seguramente ya habían comido toda la carne.
Como no tenía con quien hablar, y estaba algo atontado, allí frente a la policía, en medio de tantos desconocidos, me acerqué al hombre, y le hablamos de los nombres dados a los caserones. Otra vez reiniciamos la conversación que había sido truncada bruscamente cuando me llamaron para entrar a la intendencia. El hombre se mostró complacido y contento cuando le hablé. Tal vez habrá pensado que le había guardado algún rencor por el hecho de que había sido víctima solo hacía unos momentos de la broma en que él estaba involucrado. Fue así que sostuvimos una animada conversación.
En uno de los temas de los que estábamos hablando, no sé cómo, mencioné el asado. Tal vez no me abandonaba el maldito deseo de la carne, y con el estómago vacío, porque el cocido negro (bebida paraguaya) que había tomado al llegar, hacía rato había desaparecido. Él procuró acortar el tema de conversación. Pero antes de pasar a otro tema, me dijo; "Estoy todavía en deuda contigo. Dile a tu mamá y vamos ahora mismo a preparar el asado, ya que fracasamos cuando te hice la primera invitación, por culpa de ese"… dijo y se paró. No quería mencionar más lo que había sucedido. "No sé", le dije, dándole a entender que no tenía tantas ganas de comer, pero en mi interior tenía unas ganas tremendas de decirle: Vamos rápido que me estoy muriendo de hambre. Lo único que dije, fue: "Tengo que avisarle primero a mamá".
En eso llegó un agente, montado en una yegua negra. Se desmontó y entró en la policía. Los dos que estaban de guardia, dieron el saludo correspondiente. Uno de los guardias le comunicó que ese día iban a llegar tres enfermos. "Sí, ya le comunicaron al comisario cuando fue a la administración esta mañana. El, únicamente podrá venir a la tarde, porque está lastimado en una pierna" respondió.
"Ahora quiten la silla de montar", dijo, y se retiró a una pieza que estaba alado del calabozo. Este agente, tenía una voz autoritaria y tajante. Entonces fui junto a mamá para avisarle que me habían invitado a comer asado, otra vez. "Anda", me dijo. No me dio sus recomendaciones de siempre. Parece que no tenía muchas ganas de hablar.
Me encaminé de vuelta a la intendencia. "Caramba", le dije, para reiniciar la conversación, con el hombre del asado. "Yo creo que el asado que usted preparó, hace un rato, se habrá quemado o se lo habrán comido esa partida de perros que andaban por aquí. Andaban por allí una partida de perros bien gordos". Me dijo que ese asado ya se lo habían comido todo. "Pero no te preocupes, nosotros vamos a cortar una tira nueva de la mejor carne, y la vamos a asar. Mientras se cocina, vamos a charlar", añadió.
No me gustó mucho la idea de tener que volver a entrar a la intendencia, donde se suponía que Cardozo estaría esperándome, esta vez no ya como doctor, sino, preparándose para hacerme otra broma de mal gusto. Entonces le pregunté a mi amigo, si estaba seguro que Cardozo nos daría otra tira de carne para el asado, porque, dije…, "según veo, él es el encargado de todo esto". "No", me respondió. "Cardozo no ocupa ningún puesto. El no puede hacer ningún esfuerzo, por el mal estado en que se encuentra. Serruchar la carne, o levantar una bolsa, sería para él, un acto de suicido"… Quise preguntarle qué era lo que tenía Cardozo, y por qué motivo tenía tan grande deformación. Pero mientras, ya habíamos llegado a la intendencia, y me dijo que esperara en la puerta, mientras él iba a buscar la carne. Fue como un alivio para mí, que me dijera que me quedara en la puerta. No tenía ganas de entrar a la intendencia, a pesar de saber que Cardozo no tenía nada que ver allí.
Al poco rato, volvió con unos dos kilos de carne. A unos metros de allí estaba el rancho, una casa de tablas, con techo de paja, que medía unos cuatro metros de cada lado. Tenía amplias ventanas corredizas a los costados. De entre la paja del techo y los tirantes, que estaban al alcance de la mano, extrajo de un tirón, como desenvainando una espada, un largo asador de hierro, cuadrado y torcido en su base. "Vamos", me dijo. Se encaminó hacia una arboleda, de tupidos y frondosos árboles, que estaba hacia atrás del rancho. Lo seguí. Noté que era diestro y habilidoso con sus manos, para esas cosas, porque antes de llegar a donde estaba el fogón, tiró al aire la carne, y al caerse, la tomó de una punta, y con el asador en la otra mano, la contuvo, quedando lista para ponerla al fuego. En el fogón apagado, se veían cuatro tizones grandes, pero que ni humo siquiera tenían. Entonces le dije que debíamos primero hacer fuego y luego preparar brazas encendidas. "Esperá", me dijo. "Te voy a mostrar que esos tizones tienen mucha braza todavía". Para demostrarme lo dicho, comenzó a golpear en la base del asador, las puntas de los tizones, que a mí me parecían apagados. Pequeñas brazas cayeron, que al contacto con el aire, se pusieron coloradas. Admiré la calidad de la leña. Le conté que la que teníamos en casa era muy diferente, y que teníamos que soplarla continuamente para encenderla, con pantallas de caranday (una planta paraguaya), aún cuando el fuego estaba grande. Me preguntó de qué árbol era la leña. Le respondí que eran gajos pequeños de arbustos, y raíces de timbó… "Me parece que me estás mintiendo", me dijo. "El timbó no prende fuego"… Le dije que lo astillábamos y colocábamos al sol, y que sí prendía.
Mientras hablábamos vi que la carne ya estaba cambiando de color, y la grasa estaba goteando. Al caer sobre el carbón encendía chispas, y ardía, y el olor llegaba al estómago mismo, predisponiéndome a tener un apetito voraz.
Cuaderno Nº 3
"Aquí… todos somos iguales"
Esta historia es el relato que me contó mi amigo, el del asado, sobre un asesinato ocurrido en la colonia… "Ésta es la historia, pero te la voy a contar resumida", me dijo. "Viste ese agente que llegó montado en la yegua". "Sí", le dije. "Precisamente ese fue quien le disparó un tiro de fusil por la espalda al hombre que montaba en la yegua y que se llamaba Ayoli. Este era un hombre temido por las autoridades y era enemigo personal del comisario. Este fue quien lo hizo ejecutar, por temor a que lo matara. Por eso ese agente ascendió a cabo con el correr de los días. Conocerás tarde o temprano el drama de este hecho. Esto es el comentario actual de la colonia. No hace ni un mes que esto aconteció".
No me convenció del todo su relato. Quise saber los detalles del hecho criminalístico. Yo comenté: "Ese cabo que mató a Ayoli, me tiene una cara de bruto"… "Toma el asado y dalo vuelta, que voy a traer galletas y sal", me dijo. Me cortó el comentario. Parece que no quería hablar más del caso Ayoli. "Cuidá el asado", me dijo y se fue. No tardó en volver con dos platos de balanza en la mano. El uno con galletas y el otro con sal gruesa y cuchillo. Colocó los platos en el suelo, alzó con una mano el asado y con la otra el cuchillo. Golpeó con el mango del cuchillo la carne, para sacar la ceniza que pudiera tener. Le puso sal, cortó unos pedazos, y volvió a colocar el resto sobre las brasas. Se acomodó para comer, y me dijo que me sentara. Me entregó su cuchillo, y él desenvainó otro que tenía en la cintura. "Dale muchacho, ¿qué esperas?", me dijo. El ya tenía un buen pedazo de asado en el plato con sal. Le imité, y comenzamos a comer. Las galletas estaban duras, y costaba cortarlas. Yo comí todo el primer pedazo y me agaché para tomar otro. Ya lo tenía en la mano, cuando dije: "uno como este voy a llevarle a mamá". "No hay problema", me dijo. "Hay suficiente, llévale uno más grande si querés", añadió.
En eso se aproximó otra persona, diciendo, "Qué bendición llegar justo a esta hora". Mi amigo no contestó. El otro respondió: "¿Pero, serás realmente capaz de no invitarme? Cuando yo muera dirás, ¿por qué no le invité a Cardozo, que tenía poca vida? Y eso te pesará, porque como ves, ya no pasaré este próximo invierno". Esto lo decía un poco en broma, pero un poco en serio. "¡Por favor!", respondió mi amigo, "¿Cuándo yo te he negado carne, ni una pava de mate? Sentáte de una vez y comamos". Se acercó al lugar donde estábamos, empujó con sus pies una piedra, y se sentó. Estaba como a medio metro mío. No tenía guardapolvo ni delantal, solo una camisa fuera del pantalón, un pantalón casimir rayado, sucio y gastado, y unas alpargatas. Tenía unas tiras de género atadas entre las piernas y los pies. Tenía los pies hinchadas. Sus pies parecían una butifarra a punto de reventar.
El movimiento rítmico de sus mandíbulas al masticar la carne, fue mermando lentamente. Miré detenidamente los pies de Cardozo. Quise levantarme, pero me contuve. Estaría muy mal hacer eso, me dije, y aguanté. Estaba ubicado a mi izquierda. Tenía en la mano el cuchillo que traía en su cintura. Con la mano izquierda tomó un pedazo de carne y lo embadurnó con sal que estaba derritiéndose con el jugo de la carne. Haciendo un chiste dijo: "Primero la mandioca y luego la carne", y tomó con su dedo índice y el pulgar una de las galletas, dura como el acero. Con sus otros dedos, apretó el cabo de su cuchillo, metió la galleta en su boca, para partirla por la mitad. No pudo. Apretó más fuerte los dientes. Sonó un estampido en su boca al partirse la galleta. La mitad que quedó en su boca comenzó a triturarla con un ruido infernal que se asemejaba al de un caballo comiendo maíz. La otra la mojó con la sangre del asado. Puso esa mitad en el plato con las otras galletas. Esto ya era el colmo. Lo miré fijamente a la cara, y se dio cuenta. Como queriendo congraciarse levantó un poco la cara y cerró los ojos, y seguía masticando lentamente. Se parecía a una vaca rumiando coco. Mi amigo le dijo: "No seas asqueroso. ¿No ves que está con nosotros este muchacho? Toma tu galleta con sangre y sácala del plato". Sacó su galleta y dijo: "¿Pero será posible que este muchacho tan lindo me tenga miedo? No sabemos si dentro de un tiempo no ostentará mi título". "¿Qué título?", pregunté… Pensé que iba a decir el doctor o algo así. "El título de rey", respondió. "Por favor Cardozo", respondió el otro. "Se me está terminando la paciencia. Comé y calláte". Obedeció y continuó comiendo tranquilamente. Hacía rato que yo tenía en una mano una porción de carne y en la otra una de galleta. Tenía ganas de tirarlas, pero estaría mal hacer eso en presencia de mi anfitrión. Este se dio cuenta de la repugnancia que me daba la presencia de Cardozo. Por eso no me exigió que continuara comiendo.
No sabía cómo retirarme de la presencia de Cardozo. Los minutos que pasaban, eran para mí una eternidad. Yo que jamás tuve asco de gusanos, perros, ni terneros cuando los sanaba, en esta oportunidad no soportaba el aspecto y las llagas que tenía. Para fortuna mía, el hombre se levantó y le dijo a Cardozo que quitara las galletas del plato y después que llevara el asador a poner en su lugar en la cocina, pues ya estaba por llegar la carreta que traía la carne, y tendríamos que ir a recibirla a la intendencia. Alzó el plato; la sal la derramó sobre el tizón. No tenía necesidad de decirme que me vaya, porque ya me estaba encaminando hacia la intendencia. Por el camino no me dijo nada. Al llegar al local, me indicó que entrara a mirar y entretenerme mientras ellos recibían la carne. Allí estaba también otro hombre con un cuaderno y un lápiz en la mano. Yo dije, que quería ir junto a mamá. No iba a comer un segundo asado. No me sentía cómodo entre personas raras, gente que mataba y mentía. Ese ambiente era muy diferente a lo que yo estaba acostumbrado. Solo tenía ganas de ir a dormir.
Llegué junto a mamá y la encontré hablando animadamente con un señor delgado, que tenía un bigote tupido y grande y con una señora gorda y petisa. Los saludé y mamá me presentó a esas personas. "Este es mi hijo, ¿qué les parece?", dijo. La señora respondió: "Pero que lindo muchacho"… "Ya nos vamos", dijo la señora. "Volveremos a la tarde, cuando venga el comisario"… "Está bien doña Anastasia; les espero", respondió mamá. "Veremos lo que dispone el comisario"…
Se fueron y yo me quedé intrigado en saber de qué se trataba el tema del cual estaban hablando. Le pregunté a mamá si esas personas eran conocidas suyas. Me contestó que no. "Dicen que tienen una casa grande y quieren llevarnos para que estemos con ellos, pero con el permiso del comisario. Si yo me tengo que internar en la sala de mujeres", dijo, "no vas a poder estar conmigo, pero yo no quiero que te separes de mí. Dicen que se construyen ranchitos de paja si tenemos con qué pagar. Más tarde veremos lo que vamos a hacer".
Yo, lo que más deseaba era acostarme a dormir. Le pedí a mamá unas frazadas. "El agente está por traernos la comida. Espera un rato, y luego, sí podes dormir", me respondió. "No"…, insistí; porque sabía que sería de balde repetir mi petición. Esperé, y mientras miraba hacia la intendencia, vi personas que estaban llegando allí, con canastos, platos y ganchos de alambre. Iban formando grupitos alrededor de la intendencia.
En eso sonó una campanada. Esas personas no se movieron, pero de las casas empezaron a salir hombres, con latas grandes, envases de kerosén de veinte litros. También, como por arte de magia, empezaron a aparecer de todas partes, hombres y mujeres, de andar lento, rengueando, y otras personas que caminaban rápido. Todos tenían en sus manos latitas desde de tres litros, hasta cacerolas. En un aspecto todos eran iguales: Todos tenían más de un perro detrás de sí. También iban perros sin amos, diferentes a los otros perros, pues eran gordos y grandotes. Me reanimó mucho el ver tanta gente con tantos perros.
Me arrimé a la puerta que daba hacia la policía, y le dije a mamá: "Vení un rato a mirar la cantidad de gente que se está reuniendo allá". "Bueno", mi hijo, dijo. Volví a mirar a fuera, justo cuando frente a casa, se armó una descomunal pelea de perros. Por lo menos 50 perros. Casi al instante, se metieron personas entre los animales, tratando de sacar a sus perros de la pelea. Unos los estiraban de las patas, y otros golpeaban latas, tratando de ahuyentar a los perros más agresivos. Algunas personas perdían el equilibrio, tal vez por su renguera, y caían entre los perros con sus latas en la mano. En el fragor de la lucha, se escuchaban perros que ladraban, otros aullaban, y otros lloraban. Golpes de latas, gente que gritaba. Se veía en medio de la perrada personas que se revolcaban en el suelo, queriendo levantarse. Al rato aparecieron otros con latas con agua, mojando a los perros para tratar de apaciguar la furia de los mismos. Los más grandes y fieles amigos, el perro y el hombre, se bañaban juntos. Varios perros salieron corriendo como flechas para sus casas, con sus dueños detrás de ellos, hasta que finalmente terminó la pelea.
Cuando volvió la calma, le dije a mamá que viera más de cerca el reparto de comida que estaban haciendo. Me dijo que fuera a ubicarme a unos veinte metros del lugar. Me llamó la atención la habilidad y la destreza que tenía el que repartía la comida. Con un movimiento rítmico, como una máquina cargaba del tacho a las latas. Luego de cargar cuatro o cinco latas de 20 litros, les tocó el turno a las demás latitas y cacerolas, que estaban puestas en el suelo, boca para arriba, listas a recibir la comida. A unos metros habían unos hombres, apurados, haciendo, no sé qué cosa. Me acerqué un poco a ellos a ver qué era lo estaban haciendo. Vi que con piedras y palos trataban de arreglar sus latas abolladas. Reconocí a uno de ellos. Fue uno que cayó entre los perros y no pudo levantarse. Estaba con la ropa empapada, luego del baño que le dieron entre los perros.
En eso el agente me llamó y me dijo que nos fuéramos a la policía. Él tenía en su mano también una lata de diez litros llena de locro. Ya cuando nos encaminamos a la policía, le comenté al agente, sobre el hombre mojado y sucio, que había sido bañado entre los perros. "Sí", me dijo, "Es don Armóa carapé, petiso… A propósito, vos que sos de Asunción, ¿no escuchaste del caso del fusilamiento del que había matado a sus padres, y luego los quemó?"… "Sí", le contesté. Mamá suele recordar este hecho, y también otro que no sucedió hace mucho tiempo, en que un oficial mató a su mujer en la forma más horrorosa en que se puede cometer un crimen. "Bueno"…, me dijo. "De este último yo no sé, pero lo que quería decirte es que este señor, don Armóa fue uno de los soldados de la guardia que estuvo en el pelotón de tiradores que fusiló al hombre que mató a sus padres"… Llegamos a la policía.
Al hablar con mamá lo primero que le conté fue lo de don Armóa, y que lo habían mojado entre los perros. Mamá no entendió lo que le conté, porque en mi euforia entreveré todo, hombre mojado, con fusilamiento, perros, etc, etc. Me volvió a preguntar qué era lo que quería contarle. El agente, que estaba quitando el candado para dar de comer a los detenidos, le contó a mamá la historia.
Para comer el locro, mamá sacó de la bolsa, platos y cucharas. Un banco grande era la mesa, y otro más chico el asiento. Nos sentamos, policías, detenidos, doña Dora, mamá y yo. Cuando estábamos comiendo, mamá preguntó otra vez, como para animar la conversación, lo referente al caso del fusilamiento. Los detenidos, que eran Asuncenos, conocían muy bien el caso, y se trabó una charla animada. También salió el hecho del teniente que mató a su mujer. Uno de los detenidos conocía personalmente al homicida.
Terminamos de comer, pero la conversación continuó por largo rato. Con el calor del mediodía, y la carne gorda del locro, mamá sintió sed, y me pidió que le pasara un jarro con agua del cántaro de la policía. Un agente al escuchar esto, nos dijo que no, que íbamos a traer agua fresca de otra parte. Levamos unos porongos y latas, y nos metimos al monte, por un sendero angosto en el cual se debía caminar en fila india. Era una bajada continua y pedregosa. Qué cantidad de piedras que hay, le dije al agente que me acompañaba. "En el arroyo hay piedras más grandes, y de distintos colores. También hay piedras veteadas, que dicen que son de madera. Se encontraron algunas, bien raras, que dicen que son árboles petrificados, que encontró Merten Normen", dijo el agente. No entendí nada de lo que me dijo. Tampoco conocía a Merten Normen. Las piedras que yo conocía eran las que se sacaban de las canteras, y las que eran para afilar machetes y otras herramientas.
"Qué lindo", dije al llegar al arroyo. Me encontré con algo extraordinario y hermoso. Muchas piedras planas de unos quince centímetros, y un arroyo serpenteando por un canal que el agua había formado con el correr de los años. Hacia uno de los costados había un paredón de piedras y en su base un hoyo de unos cincuenta centímetros de diámetro, do donde surgía una corriente de aguas cristalinas. Parecía que la naturaleza misma la resguardaba, porque estaba bordeado de árboles altísimos y frondosos que no dejaban pasar los rayos solares. Era un lugar paradisíaco. Ese día hacía un calor sofocante, pero en ese lugar no se sentía. Quise saber cómo se llamaba ese lugar. Le pregunté al agente que estaba cargando agua de la vertiente. Me dijo que lo llamaban Ycuá Yby. Fuente surgente. Le pedí que me diera un poco de agua que estaba sacando del hoyo. Era increíble como estaba fresca. Faltaba poco para parecerse al agua sacada de una heladera. Me prendí de una latita y un porongo que estaba lleno, para llevarle a mamá, antes de que el agua se caliente. Comencé a subir corriendo por el sendero pedregoso. Me olvidé de la piedra de palo, (madera petrificada) que quería mostrarme el agente. Llegué cansado y sudoroso junto a mamá, pero con el agua aún fresca todavía. Mamá y todos los que estaban en la policía bebieron hasta saciarse.
Le pedí a mamá la frazada para acostarme a dormir. Me la dio y me rebusqué un lugar donde tirarme. No tenía ningún árbol próximo a la policía. Anduve buscando un mejor lugar, con mi frazada al hombro, pero solo estaba la delgada sombra que daba la pared de la policía. Viendo lo que buscaba, el agente que me había acompañado al arroyo, me ofreció una cama trenzada con cuero crudo de vaca, dentro del local de la policía. Me acosté y mamá continuó hablando con los detenidos.
No recuerdo el tiempo que estuve dormido, quizá menos de una hora, cuando mamá me despertó. Me levanté fregándome los ojos. Vi que en la puerta estaba parado un muchacho de unos trece años, de tez morena y alto. Tenía un pantalón corto, y en su mano tenía un gancho de alambre, con carne. Tan contenta estaba mamá con la presencia del muchacho, que me dijo: "Ahora sí que vas a estar contento…, mira, vas a tener amigos con quien jugar a la pelota. Anda y salúdale". Yo no sé qué fue lo que me paso, lo cierto es que exploté en llanto. Metí mi cara entre uno de mis brazos, y me pegué a la pared de madera. Mamá me preguntó porque lloraba. No supe que contestarle, pues yo mismo no sabía porque me puse a llorar al ver al muchacho. Entonces entre sollozos, le dije a mamá: "¿No ves como este muchacho se parece a Jacinto?"… Me refería a mi hermano menor. El muchacho al verme así, le dijo a mamá: "Señora, me voy a casa a dejar la carne, y vuelvo enseguida para jugar con su hijo". Yo procuré reponerme de lo que me pasaba. Me dio vergüenza mi reacción. Estaba llorando frente a personas extrañas, y también rompí el alma de mamá. Yo creo que el motivo real de mi llanto, había sido la acumulación de tantos hechos desagradables que a mi edad eran difíciles de entender. La incertidumbre de cómo sería nuestra forma de vivir de allí en adelante, el cambio brusco del medio ambiente al que estaba acostumbrado. Lo cierto es que esa tarde me sentí un poco cohibido por mi actitud un poco rara. Menos mal que al pasarme eso, los detenidos estaban otra vez en el calabozo.
A eso de las dos de la tarde, mamá tenía ganas de tomar mate, y fue a prender fuego fuera de la policía, porque hacer fuego y humo allí adentro, con el calor que hacía, era torturar más todavía a los detenidos que estaban sudando, dentro del calabozo. Cuando estaban tomando mate, a un costado de la policía, en la sombra que iba agrandándose, llegó la pareja de viejitos que estuvo con ella esa mañana. Se sentaron en el pasto, y se pusieron a tomar mate con mamá.
En eso me recordé del muchacho que le dijo a mamá que iba a volver enseguida, pero que no aparecía. Posiblemente pensó que era imposible hacerse amigo de un llorón. Estaba pensando en eso, cuando vino el agente, y le dijo a mamá que estaba viniendo el comisario y que le esperásemos adentro del local. Se quedó la pava y el mate en el fogón y fuimos a estar parados a un costado de la entrada principal. Los otros que estaban con mamá se fueron a sentar en un banco.
Vi desde mi lugar a un grupo de hombres aproximarse. El que tenía una metralla, era un hombre blanco, medio gordo, con cara colorada, y tenía pantalones de montar, color caqui, y polainas. A unos metros de la puerta desmontó. Uno de los agentes que lo acompañaban fue a atar al animal al mástil que estaba al frente de la policía. El agente que estaba de guardia, fue a darle el saludo de rigor y le desprendió los espuelines que tenía puestos. Con el látigo que tenía en su mano derecha, comenzó a pegar la polaina de su pierna. Al cruzar la puerta, mamá le dijo: "Buenas tardes señor comisario"… Él respondió, "buenas tard…" No pronunció la última sílaba. Tenía la cara un poco agachada y miraba de abajo para arriba, para darse una apariencia de importancia y seriedad. Si hubiese tenido por lo menos cejas y párpados, podría serlo así, pero tenía la cara pelada, con orejas largas, y en las puntas como bolsitas de agua. Poco o nada de imponencia aparentaba. Nos miró un segundo y entró a la puerta contigua al calabozo.
Luego entró otro señor, vestido de particular, pero también como el comisario, tenía un revolver en una funda, puesta por su cinto. Este nos saludó correctamente, y tenía la cara alegre y sonriente. Además tenía lindas cejas, pero tenía una renguera particular y las manos defectuosas. Detrás de este, entró el cabo. A él lo miré muy bien… porque pensé en Ayoli. Noté que sus manos eran callosas y tenían algún desperfecto. En su rostro tenía unas espesas cejas. Tenía la cara bien seria, y el entrecejo arrugado. A este, sí, yo le tenía miedo. Yo sabía lo que había hecho Ayoli. Nosotros estábamos parados en nuestro lugar, cuando se acercó a nosotros don José, y otro señor. Este señor le dijo a uno de los agentes, que deseaba hablar con el comisario. Cuando lo hizo pasar, escuché que estaba hablándole de nosotros. Luego le llamaron a mamá para que pase junto a ellos.
Cuando salieron, mamá ya tenía un papelito en la mano. Me dijo que nos íbamos a ir a vivir con don José y doña Anastasia. Recogí la pava y el mate del fogón y los puse en una bolsa. Salimos de la policía. Antes, mamá había ido a despedirse de los dos detenidos, en la puerta del calabozo. Un agente nos acompañó. También doña Dora. Íbamos pasando caserones, cuando alcanzamos el cuarto caserón, contando desde la policía, que estaba sobre la misma hilera, tomando como referencia el oeste. El agente le dijo a doña Dora: "Señora…, nosotros nos vamos a la sala Santa Rita"… Ella no entendió lo que el agente le dijo. Entonces mamá le explicó que se debía ir a la sala que le indicaran. Ella dijo: "Yo me voy con ustedes". Entonces don José poniéndose un poco prepotente, le exigió que acompañara al agente, al lugar que se le asignaría. Ella se prendió a la mano de mamá y comenzó a llorar. Don José quiso separarla con violencia, pero mamá le dijo que no la trate así. Mamá comenzó a explicarle y a suplicarle a doña Dora, que fuera a la sala. Tuvo que acompañarla hasta la puerta de la sala. Yo me quedé con don José y doña Anastasia, esperando a mamá. Mamá volvió sollozando, no sé si por el comportamiento de doña Dora, o por algo que vio adentro de la sala de mujeres. El resto de la tarde pasó ensimismada y pensativa.
Por fin llegamos a la casa. Era un caserón idéntico a los otros, pero estaba dividido por el medio mismo, por un entablado. Atrás tenía una cocina chica de tablas. Era el quinto caserón partiendo desde el este, pero estaba en la segunda fila. Doña Anastasia preparó mate, y se puso a tomar con mamá. Don José fue a traer su caballo que estaba atado a una estaca con una soga larga. El caballo era un poco viejo, y grandote. Le colocó el freno y los pellones, y nos subimos encima para ir al arroyo. Salimos por el mismo portón por donde habíamos entrado a la mañana. Fuimos por el camino que cruza el arroyo, al entrar a la colonia. Don José me dijo que no debía saludar a su vecino si lo encontraba sentado por la tarde a la sombra del caserón, leyendo. "Él se cree muy superior a los demás por el hecho de fue diputado antes de venir a la colonia", dijo.
Cuando llegamos a la policía, encontramos a un señor de cara colorada, sentado en una reposera de mimbre, leyendo una revista, y como estaba solo a unos metros de la puerta, por respeto lo salude: "Buenas tardes señor". Mamá también lo saludó. Don José y doña Anastasia no le saludaron. Don José me contó que este señor, diputado, se llamaba don Martín. En la comisaría se lo conocía con el sobrenombre de "diputado tomate", por la cara colorada que tenía, y que lo habían sacado de su puesto por ser leproso. Me dijo: "Aquí todos somos iguales, mi hijo. Todos somos leprosos". Parecía que me derramaban un balde de agua fría al pronunciar esa palabra tan odiosa, que yo la había escuchado pronunciar en forma despectiva a más de una persona.
Cuaderno Nº 4
Metido en tétricos líos
Con el correr de los días nos enteramos de muchísimos hechos, algunos agradables, y algunos muy desagradables. Uno de los que más entristeció a mamá, fue el comentario de que algunos de los enfermos estaban internados, desde que se fundó la colonia. Esto y otros hechos más le hicieron comprender a ella que no habría ningún alivio o mejoría con nuestra internación en la colonia. Tampoco pudimos saber nada con respecto al famoso sabio, que curaba a los enfermos. A mamá le dieron la noticia de que hubo un doctor que hizo todo lo posible por controlar el mal, y que él ayudó en la fundación del leprocomio, pero que sus métodos eran más disciplinarios que curativos, y que la disciplina que debía llevar el enfermo era inhumana y cruel.
Al día siguiente de mi llegada, vinieron varios chicos de mi edad a conocerme. También vino uno que se llamaba Raúl, el que me había hecho llorar antes, pero que luego fue muy amigo mío. A don José no le agradó mucho el que tantos chicos fueran a verme esa mañana. Me dijo en presencia de mamá que muchos de ellos eran niños maleducados e irrespetuosos, y que debía evitar ser amigo de ellos. Tan lejos estaba de la verdad…, porque con el correr de los días los conocí muy bien, y no tenían nada de maleducados ni de irrespetuosos con las muchachas…, pero sí, cuando estaban en grupo y montados a caballo por el campo, o cuando salían al arroyo a bañar a sus caballos, los hacían correr como al mismo diablo, saltar sobre zanjones, atropellar los pajonales pedregosos, correr por lugares muy peligrosos, prender fuego a los pajonales y atropellar el fuego con los caballos. Para mí no tenían nada de malos ni zafados…, pero como el dueño de casa opinaba que no debía ser amigo de ellos, mamá no me dejaba salir a jugar con ellos, para no contrariar a nuestro patrón. Estos se hicieron de una sirvienta y niño mandadero gratuitamente, sin tener que pagar uno solo peso. Fue así que durante mis primeros días en la colonia, no podía jugar con los otros chicos.
Solo por la tarde, si don José estaba de buen humor, montábamos el viejo zaino y salíamos a recorrer por las casas particulares. Decían en cada casa a dónde íbamos, que yo tenía los lepromas "igual al del muchacho Acosta". No tenía el mal en la cara ni en otra parte visible. Me hacían bajar del caballo, y levantar la manga del pantalón corto, para mostrar donde estaba el mal. Yo no conocía al tal Acosta. Pensé que yo y él teníamos una clase especial de lepra, y que seguramente era peor a las otras. Comencé a tener vergüenza de los otros enfermos por este hecho, y ya estaba aburriéndome de andar exhibiendo los lepromas que tenía en las nalgas.
Durante estos recorridos, conocía a muchísimos enfermos, de todas las edades y de todo tipo de estado de salud. Entre estos había ciegos, y algunos paralíticos. Algunos no podían hablar normalmente, pues su laringe estaba en pésimo estado, y perdían totalmente el timbre de la voz. Estos parecían más "un pato enojado"…, que la voz de un ser humano.
Una tarde llegó a la casa de don José, una señora de luto, y otra mujer a la que ya se le notaba la enfermedad. Escuché que hablaban con los dueños de casa y con mamá. Un rato después me llamó doña Anastasia. Me arrimé a ellos, y le saludé a los recién llegados. Entonces mamá me contó que venían a pedir si nosotros podíamos ir, al día siguiente, sábado, al cementerio, con ellos, a llevar la cruz del hijo de la señora y leer una dedicatoria que habían escrito como despedida al hijo difunto. Sabían que yo sabía leer, y dijeron que su finado hijo Ayoli, quería mucho a los niños. Cuando la señora dijo Ayoli…, casi di un salto.
Me entusiasmé por el asunto, y le dije que lo haría con gusto. Pronto me di cuenta que la mujer enferma era la concubina de Ayoli, y que se llamaba Astería, y que estaba con un odio tremendo contra el asesino de su hombre. Me dijeron que debíamos salir a la una de la tarde, y que muchísima gente estaba invitada para acompañar a la cruz de Ayoli… Me entregaron el papelito escrito, y se fueron.
Cuando nos quedamos los de la casa, don José dijo que le leyera el papel, "para saber si no habían escrito algunas palabras agraviantes contra el comisario, porque si era así este podía ofenderse, y enojarse con don él, que era su amigo". Comencé a leer el papelito, deletreando… porque aún no podía leer bien de corrido. Me faltaba más práctica, y encima el papelito estaba escrito a mano. En una parte casi al final, decía: "Montada la parca en la bala asesina, corrían juntitas, buscando la vida". El que lo había escrito, tal vez tenía un poco de espíritu de poeta. Cuando don José escuchó esa parte, me interrumpió y me hizo repetir la frase. "No puede ser así mi hijo"…, dijo. "Está equivocado el que escribió… Montado en la yegua, tenían que poner". Cuando me dijo eso, ya comenzó a enojarse y a tartamudear. Entonces me callé. Él continuó diciendo que eso estaba muy mal escrito, que él nunca había escuchado nunca la tal "parca", ni sabía que tenía que ver eso con la muerte de Ayoli… Quedó pensando un rato. Luego me dijo: "¿Vos no sabes que significa la parca?"… "No lo sé, señor", le dije… Yo menos iba a saber… que recién había llegado a la colonia. Entonces me dijo: "Anda y pregúntale a la madre de Ayoli, quién escribió este papel, y que quiere decir eso de la parca".
Antes de levantarme para cumplir la orden, doña Anastasia, metió también la cuchara en el tema, diciéndole a don José que no se metiera en el escrito. Que no tenía importancia el andar averiguando el significado de cada palabra. Con la intervención de doña Anastasia, don José se enfureció y comenzaron a discutir acaloradamente. De repente don José agarró el freno del caballo con todas las correas, y lo tiró contra la cara de su esposa, y estos fueron a enrollarse contra el cuello de la señora. Esta con sus manos se quitó los cueros, y tomó el jarro y el plato que estaban sobre el cántaro, y le tiró a don José. El jarro dio en el blanco, y el platillo fue a estrellarse contra la pared de tablas. Mamá corrió hacia la cocina, y yo salí volando, no sea que me acertaran a mí… No sé si se fueron a los puños, pero desde afuera, escuché una tremenda trifulca. Don Martín, que estaba afuera leyendo, corrió a su pieza y cerró las puertas. Estuve a unos metros de la casa escuchando el lío. Mamá estaba desesperada, y no sabía qué hacer.
Luego se calmaron los ánimos, y don José nos llamó, manso como una oveja. Me dio la impresión de que don José era el que había llevado la peor parte en el combate. El cuello tenía todo rasguñado. Un rato después apareció también doña Anastasia, caminando como un gallo riñero. Estaba bien peinada. No dijo nada, pero me di cuenta que ella había ganado la batalla. Su esposo ya no se interesó más en saber que era "la parca", ni se habló más del tema. Un rato después mamá les estaba haciendo mate amargo.
Al día siguiente, mucha gente, y casi la totalidad de los niños de la colonia, partimos con la cruz de Ayoli, hecha de hierro, con ángulos de camas del hospital, ya en desuso. Era la primera vez que me iba al cementerio de la colonia. El camino era largo, pero el panorama natural era hermoso. El campo, montes y arroyos. Cuando salimos de una corta picada, divisamos el cementerio. En eso nos alcanzaron dos agentes con sus fusiles al hombro. Eran los dos que estuvieron de guardia el día que llegamos a la colonia. Cuando se dio cuenta de su presencia, Astería, la que fuera mujer de Ayoli, se alejó del grupo, y esperó en medio del camino a los dos agentes. Comenzó a gritarles que se fueran, que se volvieran atrás. Que ellos no tenían derecho a asistir, pues ellos eran socios del asesino de su difunto concubino. Dijo un montón de palabras más, pero los agentes no se volvieron atrás. Quedaron parados sin decir nada. Ella entonces intentó hacerlos retroceder agresivamente, entonces todo el grupo rodeó a Astería, para tratar de calmarla y evitar problemas mayores. Lo cierto es que, ni los agentes se fueron, ni Astería dejó de gritar.
Yo estaba arrepentido de haberme comprometido a leer el papelito, y tenía ganas de romperlo en mil pedazos. Menos mal que luego de unos instantes, Astería se desmayó. La tensión que había disminuyó. Si ella seguía gritando, no sé que podía llegar a suceder.
Continuó la procesión hacia el cementerio. A Astería la traían en brazos. Los agentes caminaban lentamente atrás del grupo. Nos metimos por la tranquera y fuimos directamente a la cruz principal del cementerio, que tenía aproximadamente dos metros de altura, con un travesaño de más o menos un metro de largo. Hicieron recostar por esta, la cruz que llevaban, que parecía "un enanito" alado de la otra, recostado por un gigante. Rezamos allí una corta oración, y nos encaminamos de vuelta con la cruz, al lugar donde estaba la tumba de Ayoli.
Cuando comenzaron a cavar el suelo para meter la base de la cruz, que era de Yrundeimí, la más dura y resistente madera del lugar, empezó a lamentarse la madre del difunto. Lo mismo hacían otras mujeres del grupo. Ya estaban apisonando la base de madera, para que quedase firme la cruz de hierro, pero las mujeres no dejaban de lamentarse. En eso también se desmayó la madre de Ayoli. Astería todavía no se reponía, y yo no sabía en qué momento debía leer el papel. Pensé que para tranquilidad mía, que con todo ese lío, iba a pasar desapercibido… Pero no fue así.
Luego de unas oraciones, una señora que estaba cuidando de Astería, ventilándole con una pantalla, se me aproximó y me dijo que era el momento de leer mi papel. Entonces buscando una excusa, le dije que no se reponían aún Astería y la madre de Ayoli. Mi argumentación no le convenció, porque insistió diciendo que ya era el momento de leer. No tenía otra alternativa. Tenía que cumplir con el compromiso contraído. Con el papel en la mano, ingresé al centro del grupo, que estaba alrededor de la tumba. Cuando me preparaba para leer, se me aproximó de vuelta la señora, diciéndome que debía ubicarme delante del grupo, en la cabecera de la tumba, en el lugar donde habían plantado la cruz. Me tomó del brazo y me acompañó al lugar indicado.
Eché una mirada al grupo de gente que tenía delante. Todos estaban mirándome fijamente. Los agentes se ubicaron a un costado del grupo. Bajaron sus fusiles e hicieron posar la culata de sus armas en el suelo y ponerse en posición firme. Era la primera vez que me paraba delante de un grupo de personas, para leer, o decir un recitado. Recuerdo que cuando estudiaba en la escuela, jamás me dieron la oportunidad de participar en los teatros infantiles, en donde participaban mis compañeros de clase. Tampoco nunca fui solicitado por mis maestras para recitar en los actos patrios, u otros eventos especiales. Nunca me preocupé por saber el porqué de mi exclusión. No era un alumno sobresaliente, pero siempre me destaqué como un buen estudiante. Ya en la colonia me di cuenta del porqué de mi exclusión. El motivo: "hijo de leprosa"… Es así que era la primera vez que estaba parado delante del público para dirigirles la palabra.
El contenido del discurso o dedicatoria, casi ya lo sabía de memoria. Esa mañana lo había estado leyendo varias veces, para no trancarme en la lectura. Una de mis preocupaciones, era la actitud muy seria de los agentes. El día que había llegado se habían portado muy bien conmigo, y para mi eran como amigos. Pero ahora me estaban mirando fijamente, y creo que estaban esperando a que dijera alguna palabra que pudiera herir la dignidad del comisario, como para interrumpir el acto…, o algo por el estilo. Comencé a decir lo que estaba en el papelito, y que ya lo sabía casi de memoria. Era como una cinta magnetofónica que repetía una voz gravada, porque mis pensamientos los tenía ocupado en otra cosa. Pensaba en esa palabra, la que no sabía su significado, y que don José tampoco la pudo aclarar. ¿No sería ofensiva esa palabra para los agentes? Leía, o mejor dicho, iba repitiendo lo que ya sabía de memoria, y pensaba en la tremenda pelea que protagonizaron don José y doña Anastasia. En algunos pasajes, levantaba la cabeza y miraba a la gente que tenía delante, queriendo dar más expresión a lo que decía. Vi a algunas mujeres que se fregaban los ojos con pañuelos. No me importó nada su sentimiento de pena. Al escuchar mis palabras, no sentí tristeza, ni dolor, ni sentimientos piadosos, ni nada de sentimentalismo, por las hermosas y expresivas palabras que decía…, y que posiblemente el que las había escrito, había puesto en esas palabras, todo su saber… Recordé el momento en que se enfureció don José, y como reaccionó doña Anastasia.
Cuando estaba pensando en la reacción de doña Anastasia, alcancé la parte poética donde mencionaba "la parca", y sin darme cuenta, dije: "Volaba el platillo y el jarro"… Paré en seco, en mi oración. Levanté mis ojos del papel, horrorizado por el tremendo error que había cometido en mi lectura de memoria. Miré detenidamente a los que tenía delante de mí… Me parecía que nadie se dio cuenta del error tremendo que había cometido.
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