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La modernidad alimentaria. Debates actuales en la Sociología de la Alimentación


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    Resumen.

    El comensal tardo moderno se encuentra en una posición ambigua para tomar decisiones sobre lo que debe comer o no. Las opciones han aumentado complicando las elecciones, y las agencias generadoras de normas no ofrecen hoy una orientación inequívoca, sino más bien compleja y diversa e incluso contradictoria, sobre cómo comer bien. Elegir es cada vez más difícil y obliga a contar con criterios de consumo alimentario que permitan tomar decisiones sobre lo que es bueno para comer. Ese es el marco general sobre el que se discute hoy en la Sociología de la alimentación. Para unos las tendencias muestran un descalabro en los comportamientos alimentarios y una perdida de los referentes normativos sobre lo que es una buena alimentación. Otros piensan que la desestructuración alimentaria no es tan evidente, pues siguen presentes las normas sociales de los grupos de referencia que ayudan a tomar decisiones de consumo alimentario ajustadas a la norma dietética. Además de este debate sobre los efectos de la modernidad en la alimentación, desde las Ciencias Sociales se comienza a reclamar una aproximación holista al sistema agroalimentario, que permita superar la tradicional ruptura entre el campo de la producción y el campo del consumo.

    Abstract.

    The characteristic social changes in the modern age have also reached food. Choice of what food to eat or not to eat has become more complex. Our options have increased, making the process of choice more complicated, and the agencies generating rules or regulations are not offe-ring us unmistakable guidelines, but they are rather offering a wide range of very complex options about how to eat well. Food choice is getting more and more difficult and it requires us to have clear consumption criteria in order to be able to make decisions on what is good to eat. That is the general framework on which the sociology of food is being discussed nowadays. For some sociologists the tendency is going towards a setback in food behaviour and a loss of rule referents about what a good intake is. On the other hand, others think that the lack of food structuring is not so evident, since the social rules of referent groups are still present. These social rules help to make decisions about food consumption that meet the dietary norm. Apart from this debate on the consequences of the modern age on food, in the field of Social Studies there has been an increasing call for a holistic approach to the agrifood system. This is a proposal to try to overcome the traditional breach between the field of production and field of consumption.

     

     

    Introducción

    El cuestionamiento de la alimentación como hecho social ha dejado de ser hoy un tema de debate entre aquellos analistas del comportamiento alimentario que se han atrevido a considerar que existen suficientes soportes teóricos y empíricos para hablar de una Sociología de la Alimentación (Mennell, Murcott, van Otterloo, 1992; Poulain, 2002). Esto no ha sucedido en España aún, pero sí en Francia, con una relevante tradición en estudios alimentarios, también en el ámbito anglosajón iniciada con estudios antropológicos y acompañada, a partir de los años ochenta, por la Sociología. En el caso español no se ha desarrollado específicamente una Sociología de la Alimentación (Díaz Méndez, 2002). Los trabajos españoles sobre comportamiento alimentario realizados por sociólogos se encuentran adscritos a dos áreas: a la Sociología del Consumo y a la Sociología Rural, con un escaso vínculo entre ellas (1). En Francia, Poulain ha aglutinado la diversidad de estudios sociales sobre este tema en su libro Sociologies de l´alimentation (2002). En el ámbito anglosajón, Mennell, Murcott y van Otterloo acuñan el término agrupando los trabajos empíricos y teóricos en un monográfico de la revista Current Sociology, titulado, The sociology of food: eating, diet and culture (1992). Vamos a analizar a continuación los caminos que han seguido los estudios sociológicos sobre la alimentación, un análisis que no sobrepasa los veinticinco años y que en el caso español se inicia aún más tarde que en el resto de los países.

    Los estudios en el campo de la alimentación desde una perspectiva sociológica se centran hoy en conocer cuáles son los cambios del comportamiento en el consumo de alimentos que pueden permitir hablar de lo que ya se conoce como modernidad alimentaria. Al hablar de modernidad alimentaria se toma como referencia el proceso de modernización social planteado por Giddens (1993 y 1994), Beck (1996) y Bauman (1996)(2) intentado establecer nexos entre los cambios alimentarios y los cambios sociales de lo que se conoce por modernidad. Aunque existen matices importantes en el propio concepto de modernidad (o tardomodernidad), éste se perfila en el ámbito alimentario como una tendencia a la individualización en las decisiones sobre lo que se come, decisiones que se sitúan en un contexto de aumento de las posibilidades de elección de los productos disponibles. Existen al menos tres debates relevantes que cuentan con posturas críticas y confrontadas. El primer debate hace referencia al grado de estabilidad o desestructuración de la alimentación contemporánea. Para unos autores el proceso de cambio social, particularmente la modernización de la sociedad, se ve reflejado en una desestructuración de los comportamientos relativos a la alimentación. Esto es resultado del individualismo en las conductas de elección sobre cómo alimentarse. Para otros autores, los modelos de consumo alimentario son relativamente estables, manteniéndose una persistencia relevante por encima de los cambios aparentes. Un segundo debate hace referencia a la pervivencia o no del factor clase social como generador de normas alimentarias. Por un lado, unos autores consideran que la modernización de las sociedades lleva a un aumento de la disponibilidad de alimentos, y esto va asociado a una disminución de las diferencias sociales en la dieta. Esto daría lugar a un aumento en la diversidad de modelos alimentarios que son resultado de la conjunción de criterios de elección individuales diversos, no adscritos exclusivamente a las clases sociales.

    Por otro lado, hay autores que apuestan por la permanencia de una diferenciación social en los consumos alimentarios, considerando que se mantienen las diferencias de clase dando lugar a patrones de consumo alimentario en función del origen social de los consumidores. No se trata, en realidad, de dos debates aislados, sino de la interpretación que en su conjunto se hace del cambio social y de la modernidad. En estos análisis existen, no obstante, importantes coincidencias. Así, quienes defienden la desestructuración alimentaria como reflejo del proceso de individualización característico de la modernidad apuestan por una diversidad de pautas alimentarias o modelos plurales en materia de alimentación. Estos se apoyan, sobre todo, en los trabajos de Beck. En definitiva, la tesis de la modernidad alimentaria se sustenta, por un lado, en la desestructuración de los comportamientos alimentarios y, por otro, en el declive de las clases sociales como explicación de las pautas alimentarias de la modernidad. Las orientaciones contrarias, preocupadas por el análisis de los desequilibrios sociales, las desigualdades y las relaciones de poder y subordinación, están más próximas a la idea de modelos de consumo de clase, donde se pueden observar pautas de reproducción social de la desigualdad. Apuestan por una visión más conservadora del cambio alimentario y se apoyan en los trabajos de Bourdieu. Hay además un tercer debate abierto, no ligado exclusivamente a la modernidad alimentaria. Este debate hace referencia a la necesidad de establecer (o reestablecer) el vínculo entre la producción y el consumo, al considerar que los estudios sobre alimentación están polarizados: por un lado, se estudia el consumo alimentario; por otro, se trabaja sobre la producción de alimentos. La preocupación del consumidor sobre el riesgo en los alimentos, y los recientes problemas para producción asociados a las crisis alimentarias, han forzado este planteamiento. Han puesto de manifiesto la necesidad de comprender los procesos sociales a lo largo de todo el sistema alimentario para aprehender su funcionamiento. Ante esta dualidad se reclama una aproximación teórica y metodológica que permita ofrecer una visión holista de la cadena agroalimentaria. Estas posiciones críticas reclaman un salto teórico y metodológico en los estudios sobre la alimentación. Se trata más de una propuesta analítica que de un debate propiamente dicho. Supone aceptar que los trabajos realizados hasta ahora no establecen nexos entre estos dos ámbitos y pretende dar un paso adelante para lograr unir el nivel macrosocial y microsocial de los estudios sobre la alimentación actual.

     

    El debate sobre la desestructuración alimentaria

    No parece exagerado afirmar que la mayor parte de las investigaciones desarrolladas desde una perspectiva social en el ámbito de la alimentación en las sociedades modernas buscan comprender las transformaciones en este sentido. Todos los autores que analizan el comportamiento de los individuos respecto al consumo de alimentos afirman que hay modificaciones en tales pautas, si bien es verdad que los cambios observados son no tratados de manera homogénea ni con una misma aproximación teórica. Poulain ha realizado un interesante análisis del cambio alimentario considerando que se trata de un proceso de eliminación o privación de algo. Si nos atenemos al prefijo des que define las tendencias que este autor describe, la modernidad alimentaria se definiría por la desestructuración, la dessocialización, la des-institucionalización, la des-implantación horaria y la des-ritualización (Poulain, 2002: 52). Los cambios son detectados en la investigación empírica por tres tendencias: la simplificación de la estructura de la comida, el aumento de la ingesta fuera del hogar y el aumento del número de ingestas. En sus investigaciones realizadas a partir de la observación de comportamientos y la reconstrucción de jornadas alimentarias de trabajadores franceses que utilizan tickets para los comedores laborales (3), confirma el fenómeno de la simplificación de los platos y la tendencia hacia una estructura basada en una entrada, un plato central y un postre (4). Pero además, muestra otro ejemplo de desestructuración, el aumento de las ingestas diarias fuera del hogar (5). En sus trabajos sobre las jornadas alimentarias pone de manifiesto el aumento del picoteo entre horas (el grinotage francés o el nibbling sajón), en detrimento de las comidas centrales a una hora más o menos estable, y una ampliación de los horarios de las ingestas. También se constata lo que podríamos castellanizar como la vuelta a la fiambrera (le retour de la gamella), la comida que se lleva del hogar o se adquiere en las proximidades del trabajo y se come en el propio lugar de trabajo, práctica que ha ido en aumento (Poulain, 2002: 61). Los trabajos españoles realizados con estos mismos planteamientos, y que pueden dar cuenta del grado de desestructuración alimentaria en estos términos, están claramente representados por Contreras. Este antropólogo constata estos postulados con investigaciones recientes, realizadas en hogares catalanes. Coincide con la hipótesis de Poulain sobre la simplificación de la estructura alimentaria, y también ofrece datos para pensar en una extensión del uso de la fiambrera, que permite ajustar horario de comida y horario de trabajo (Contreras y Gracia Arnaíz, 2004). Contreras (2002) considera que hay pruebas para hablar de cambio alimentario y de modificaciones en su estructura (que en España supondría un plato central único y un postre), pero se muestra reticente a considerar que esto dé cómo resultado una desestructuración o una carencia de normas; apuesta más por la aparición de una nueva estructura, más compleja eso sí que la precedente. Los trabajos de Díaz Méndez, apoyados en una metodología de carácter cualitativo, con entrevistas semi-estructruradas a responsables de la alimentación y grupos de discusión, no niegan la simplificación en la estructura y confirman la existencia de fluctuaciones horarias relevantes en las administraciones de las ingestas alimentarias tradicionales en España (desayuno, comida, merienda y cena) por motivos laborales, escolares y de responsabilidades domésticas. Las comidas secundarias (desayuno y merienda) retroceden en importancia, y varía también la consideración de la comida principal, pues en unos hogares ésta es la comida del mediodía, mientras que en otros lo es la cena.

    Pero también hay que decir a la luz de los trabajos de Díaz Méndez que a estos cambios horarios subyace una imagen sobre la dieta adecuada, en un sentido amplio, que hace a las personas responsables de la comida del hogar realizar ajustes horarios con cierto éxito, aunque no sin dificultades, para lograr concordar la realidad con el imaginario; así quienes afirman comer mal, dan una definición de lo que consideran buena alimentación similar a la de aquéllos que afirman comer bien (Díaz Méndez, 2005).

    Los trabajos en el ámbito francés no han sido del todo concluyentes en este sentido, pero han planteado el problema de las diferencias entre las prácticas y las normas. Las investigaciones de Grignon (1987), realizadas en 1985 a estudiantes, muestran datos menos concordantes con la desestructuración alimentaria apuntada por otros investigadores, pues no confirman el aumento del número de ingestas realizadas fuera de casa ni la inestabilidad en las comidas principales. Los estudiantes, a través de cuestionarios autoadministrados en los que se registraba una semana de alimentación, y elegidos precisamente por ser sujetos con ritmos de comportamientos poco estables (6), no mostraban con claridad estas pautas de desestructuración alimentaria. Poulain menciona posibles errores metodológicos en las investigaciones que no detectan cambio alimentario, y considera que los métodos declarativos y los cuestionarios autoadministrados seguidos en otras investigaciones (en referencia sobre todo a Grignon) pueden estar ocultando una parte de la realidad. Investiga la adecuación de la norma social a la norma dietética (Poulain, 2002: 65): la primera hace referencia a los acuerdos sobre la composición estructural de las ingestas alimentarias y a las condiciones y los contextos de su consumo; la segunda, describe cualidades de lo que se considera una buena comida y una comida equilibrada que debe ser la apropiada para mantenerse sano (Poulain, 2002: 65). Señala Poulain que el a sí mismo dando una respuesta ajustada a la norma cuando se le pregunta por lo que come y por lo que considera una buena comida; la disonancia entre práctica y norma sería para este autor una muestra de la desestructuración alimentaria. Este dilema sobre el predominio o no de pautas desestructuradoras no hace más que dividir a los investigadores; miran los cambios alimentarios centrándose más en una u otra explicación y se cuestionan mutuamente las metodologías de trabajo. El debate está por tanto abierto, aunque algunos autores se han atrevido a apuntar que existen intereses ocultos para mantenerlo (Grignon, 1993). Para Grignon existe un empeño de la agroindustria por favorecer una imagen de desestructuración alimentaria. Le interesa al sector agroindustrial resaltar socialmente esta tendencia, pues ataca de este modo las pautas alimentarias tradicionales, que son el mayor obstáculo, a juicio de Grignon, para la expansión de la industria agroalimentaria. La posibilidad de reducir esta confrontación con estudios comparativos se dificulta si consideramos las peculiaridades culturales de cada país. Así, por ejemplo, y en referencia al eje sobre el que giran los citados trabajos de Poulain y Grignon (la simplificación de la estructura de las comidas y la tendencia a las comidas fuera de casa) podemos constatar que la relevancia de los comedores de empresa en Francia, explorados para conocer los cambios de estructura, no tiene correlato en España. Aquí no serviría de referente para mostrar el cambio alimentario ni el comedor del trabajo ni el de los estudiantes universitarios. Quizás sería más próximo al conocimiento de la ingesta y sus cambios el comedor de los colegios, en tanto representa la comida considerada normal para las instituciones (7). Por otra parte, en España, la comida fuera del hogar tiene un componente de sociabilidad (incluso cuando se desarrolla en el ámbito laboral) que lo aproxima a un comportamiento de ocio más que a un consumo estrictamente alimentario. De hecho, los estudios que existen en España sobre el aumento del consumo alimentario fuera del hogar, y que las estadísticas del MAPA constatan, apuntan a un comportamiento muy ligado a la renta, lo que nos retrotrae a los componentes de ocio de estas comidas (Rama, 1997) (8). Cabe también decir que ni en Francia ni en España se ha investigado el grinotage dentro del hogar, es decir, el picoteo a lo largo del día que realizan en sus propios domicilios las personas que no trabajan fuera del hogar o los estudiantes.

    Es previsible que esta práctica esté tan extendida como lo está el pincho de media mañana de quienes tienen empleo y su exploración puede llegar a mostrar que las ingestas secundarias no son ni un hábito nuevo ni exclusivamente externo al hogar. Puede además poner en duda la hipótesis del retroceso de las comidas principales como consecuencia de este tipo de aperitivos. Algunos autores han considerado también que faltan datos referidos a períodos de tiempo largos para ver con claridad la estabilidad y el cambio en un comportamiento cultural tan arraigado como la alimentación (Grignon, 1993). Es evidente que hay que relativizar los datos sobre el cambio, pues curiosamente seguimos comiendo con los mismos utensilios que en el siglo XVI, cuando aparece el tenedor y se deja de comer con los dedos. Y en esas fechas sí se produjo un gran cambio: el paso de la comida colectiva, donde escudillas y manjares eran comunes, a la individualización del cubierto y al distanciamiento entre los comensales, y entre éstos y la comida (Neirinck y Poulain, 2001) (9). Quizás este cambio tenga similitudes con una tendencia menos explorada, y no menos relevante: el proceso de individualización en la alimentación.

    Es Fischler quien nos conecta estos dos escenarios: la desestructuración y la individualización, asociándola a la modernidad. Fischler (1995) ha deseado siempre mantenerse en una postura intermedia en la polémica sobre la desestructuración alimentaria, aunque cabe decir que es uno de los autores que más la ha promovido. Fischler, sociólogo e investigador del Centre National de la Recherche Scientifique en Francia, ha tomado la riendas de los debates alimentarios: sus trabajos sobre los cambios en los hábitos alimentarios en las sociedades desarrolladas le han hecho internacionalmente conocido, sobre todo por sus posiciones teóricas para entender al comensal actual, expresadas en su libro El (h)omnívoro. El gusto, la cocina y el cuerpo, publicado en Francia en 1990, y por el desarrollo teórico del juego lingüístico entre gastronomía y gastroanomía (artículo publicado en Francia en 1979) que muestra la falta de normas en la alimentación contemporánea. Fischler habla de un mangeur éternel, un comensal que para alimentarse cuenta con tres orientaciones: el pensamiento clasificatorio (en esencia, el comensal cuenta con reglas propias de su sociedad para tomar decisiones sobre lo que es bueno y lo que es malo para comer); el principio de incorporación (el comensal integra lo material y lo simbólico del alimento que ingiere) y la paradoja del omnívoro (ser omnívoros significa que nos movemos entre la búsqueda por conocer nuevas fuentes de nutrición —neofilia—y el riesgo de ingerir una toxina — neofobia—) (10). El comensal de hoy no es nuevo, dice Fischler; sigue siendo un omnívoro, cuyas características biológicas se han forjado con la evolución humana, un omnívoro que ha sobrevivido a la incertidumbre y a la escasez. Pero la situación sí es nueva. El comensal moderno vive en una sociedad de la abundancia sin carencias alimentarias, a pesar de estar preparado para ellas, y debe tomar decisiones sobre la forma de alimentarse ante un sinfín de productos nuevos. El mayor problema de este comensal no es la incertidumbre, sino la elección (Fischler, 1995). Para Fischler, en las sociedades modernas se ha modificado la función reguladora del sistema culinario del comensal, provocando un debilitamiento de las normas, una anomia gastronómica, una falta de normas que dificultan la elección de los alimentos, pues los dispositivos de regulación social son cada vez menos eficaces y no hay criterios unívocos, sino una gama de criterios a veces contradictorios (cacofonía alimentaria). Afirma este autor que "la autonomía progresa, pero con ella progresa la anomia" (1995:206), y considera que el comensal moderno, falto de normas y con un mayor campo de decisión, vive en un estado de ansiedad permanente, pues aspira al equilibrio en un entorno de desorden. La comida, por ello, siempre es fuente de ansiedad. Fischler abre paso así a otro de los debates centrales en las Ciencias Sociales al abordar el análisis de la alimentación contemporánea, el debilitamiento de las normas alimentarias. No se pude afirmar hoy que nos encontremos ante una situación de desestructuración alimentaria, aunque la polémica sigue enfrentando a sus partidarios con los analistas más conservadores. Se puede decir, sin embargo, que todos parecen coincidir en la existencia de lo que podríamos llamar nuevos sistemas alimentarios, que han variado en forma y contenido respecto a los sistemas alimentarios anteriores cuya estabilidad era claramente mayor.

     

    La vigencia de las clases sociales y la proliferación de comportamientos alimentarios individuales

    Las tesis sobre la anomia de los comportamientos alimentarios en la modernidad hace referencia al peso de las clases sociales como variables explicativas de las diferencias en el consumo alimentario de la población.

    Esta polémica se enmarca dentro de la Sociología del Consumo, y si bien no se trata de un debate específico del ámbito alimentario, se argumenta sobre el peso de las clases sociales en la conformación de las pautas alimentarias básicas. En términos generales, desde el ámbito de la Sociología del Consumo se considera a éste como un proceso vinculado a la producción, de tal modo que los cambios en los procesos productivos inducen a cambios en las formas de consumo. El acceso de los individuos a los medios de producción sirve para explicar sus comportamientos, pues el consumo está relacionado con la posición social (11). Desde esta perspectiva, es la posición en el trabajo, en el mundo productivo, lo que confiere identidad social. Las desigualdades sociales son desigualdades por el diferente acceso a los recursos, ya sean de carácter material o simbólico. De este modo, el concepto de clase es clave para comprender las desigualdades que se producen en la sociedad, aunque en este marco teórico también se apoyan quienes realizan análisis sobre las desigualdades de género. Las referencias a la desigualdad han sido una pauta característica de los estudios sobre el comportamiento alimentario a lo largo de toda su historia, centrándose particularmente en la relación entre hambre y comida. En muchos casos, el objetivo era constatar las deficiencias de salud y nutrición (Sen, 1981); en otros, remarcar alguna forma de desigualdad, como los más recientes estudios de género que ponen en evidencia las desigualdades en la distribución de alimentos dentro del hogar. Murcott, en Gran Bretaña, desde una perspectiva femenista, ha realizado análisis sobre las relaciones de hombres y mujeres con la comida del hogar. Ha puesto de manifiesto las relaciones de poder dentro y fuera del hogar (Murcott, 1982) y ha explicado las decisiones de las mujeres sobre la alimentación, decisiones en las que priman los gustos y preferencias de los otros sobre los suyos propios, en respuesta a lo que es socialmente esperado como buenas madres y/o esposas (Murcott, 1983). Pero quizás los trabajos más característicos de esta orientación sean los ya clásicos estudios de Grignon sobre las diferencias entre las comidas de ricos y pobres en Francia, realizados en los años 80. En estos trabajos se constatan las diferencias alimentarias de la población en función de factores vinculados a la clase social (Grignon y Gringon, 1980; 1981). Los trabajos de Bourdieu son una referencia obligada para quienes postulan la pervivencia de las clases sociales. Analizando la estructura de consumo y los gastos a través de encuestas a la población francesa, establece una diferenciación en los consumos alimentarios de los empleados, capataces y obreros cualificados constatando el efecto de la clase en la alimentación (Bourdieu 1998: 180) (12). Las bases de la diferenciación entre clases se sustentarían en el volumen del capital (el capital económico y el capital cultural), donde la clase obrera se opone a la clase media, y en la estructura del capital, donde distintas fracciones de la clase media se oponen entre sí. Bourdieu remarca el efecto de la clase sobre la alimentación, confirmando la hipótesis de que las desigualdades de clase en el consumo alimentario no sólo se mantienen, sino que incluso se acrecientan. Lambert, en Francia, a partir del análisis de fuentes estadísticas oficiales y en la línea de diferentes modelos alimentarios de clase, elabora dos modelos alimentarios: uno tradicional, gastronomique, dominante hasta épocas reciente y en retroceso: y otro moderno, en expansión.

    Basándose en los trabajos de Bourdieu en un primer paso, y en Elías, plantea las características de estos modelos y la tendencia a la imitación por parte de las clases populares del modelo emergente de las clases intelectuales urbanas (1987: 179).

    Warde en Gran Bretaña confirma también que la clase social es la variable explicativa de las heterogeneidad alimentaria, al menos cuando la referencia es el gasto alimentario (13). Las diferencias se dan sobre todo entre la clase obrera y la clase media. La clase obrera consume más pan, carne, azúcar… aunque la clase media cuenta con diferencias intraclase: unos grupos se acercan más a la alimentación de la clase obrera en sus preferencias alimentarias, otros tienen gustos diferentes (Warde, 1997: 118)14. En España, el trabajo en esta línea no procede del ámbito de la Sociología, sino de la Antropología, y está representado, entre otros, por Gracia Arnaíz (1997) y por González Turmo (1997). A través de diferentes investigaciones de carácter cualitativo (15), en Cataluña y Andalucía respectivamente, estas antropólogas consideran que persisten las diferencias de clase en los hábitos alimentarios, y que siguen presentes las comidas de ricos y las comidas de pobres (González Turmo, 1997), pudiendo afirmarse que la abundancia alimentaria reinante en España no garantiza un reparto equitativo de los alimentos. Las desigualdades basadas en el origen social son visibles si se realizan aproximaciones empíricas que permitan constatarlas (Gracia Arnaíz, 2003). Hay autores que no han analizado las diferencias alimentarias en términos de clase. El autor más representativo de esta postura es Mennell (1985), quien postula que la modernidad alimentaria trae consigo un aumento de la diversidad y con ello un aumento de las decisiones individuales, considerando que en este proceso de individualización, también planteado por Fischler, disminuyen claramente las diferencias de clase. Se da paso a una pluralidad de opciones diversas que se plasman en consumos alimentarios plurales. El efecto clase no se considera como explicación de la jerarquía de los gustos. Algunos autores han puesto en cuestión el propio debate. Goody (1995), por ejemplo, plantea que quizás el empeño de la Sociología por buscar diferencias de clase puede provocar un prematuro determinismo explicativo sobre la diversidad. Estas dudas se tienen aún más en cuenta si se considera que algunos autores que han seguido las orientaciones de Bourdieu constatan un fraccionamiento de las clases medias y la aparición de pautas de consumo guiadas por criterios, como la salud o la belleza, presentes en todos los grupos sociales (Warde, 1997). Aunque no deseemos adoptar una posición definida en esta polémica, no se puede negar la mayor accesibilidad de la población a los alimentos, que al ir acompañada de una cierta homogeneización en los consumos, hace dudar de que las diferencias en la alimentación estén asociadas al origen social. Pero también es evidente la persistencia de la desigualdad social en el acceso a ciertos alimentos y la importancia de los condicionantes socioculturales de grupos e individuos a la hora de elegir qué comer, aspectos que se hacen más o menos visibles dependiendo, en muchos casos, de la metodología de las investigaciones. De nuevo en este debate las investigaciones no parecen confirmar ni una clara pervivencia de las diferencias de clase ni una apuesta firme por su desaparición. Podría decirse que no hay autores que nieguen la existencia de comportamientos asociados al origen social, pero los resultados empíricos constatan una pluralidad de comportamientos o de estilos alimentarios que son explicados poniendo más o menos énfasis en ello según las posiciones teóricas y metodológicas de los distintos investigadores. Se ha planteado que las propuestas de Maffesoli representan una nueva explicación sobre la diversidad de los comportamientos de consumo en las sociedades post-modernas y que pueden suponer una ruptura en la dualidad explicativa sobre el peso de las clases sociales en la generación de pautas de comportamiento estables y diferenciadas por un lado, y el proceso de individualización relacionado con la homogeneización de comportamientos por otro. En su obra El tiempo de las tribus, este autor (Maffesoli, 1990) plantea que la dinámica social reflejada en la multiplicidad de comportamientos no puede ser comprendida por la tendencia al individualismo y por la lógica de la búsqueda de identidad postulada por Beck y Giddens. Hay un sentimiento de identificación grupal, contrario al individualismo, que resulta igualmente identitario. Los alimentos, igual que la lengua, son, señala Maffesoli, un referente cultural que genera sentimientos identitarios. Los grupos presentan a sus miembros un conjunto de reglas y pautas predefinidas de comportamiento sobre las que orientar el consumo, es decir, nuevas formas de ser y de consumir a partir de la disciplina impuesta por el grupo donde las reglas estéticas son fundamentales para definir el estilo de la tribu y su pertenencia a él. Podría decirse que estos grupos funcionan como una clase social, con modelos de comportamiento claros y estables, pero no son clases, sino tribus, grupos sociales más pequeños. Pero quizás lo más relevante de la obra de Maffesoli sea la conexión que permite establecer entre individuo, grupo y entorno. Mediante el término proxemia, Maffesoli llama la atención sobre el comportamiento relacional de la vida social, y "no sólo la relación interindividual, sino también a eso que me liga a un territorio, a una ciudad, a un entorno natural, que yo comparto con otros (…) "un tiempo que cristaliza en espacio" (1990: 214). Para Maffesoli se forma un nosotros y esto da lugar a un enfoque nuevo sobre la realidad social en tanto en cuanto integra las redes de relación en el análisis: "la constitución de los microgrupos o de las tribus (…) se hace a partir del sentimiento de pertenencia, en función de una ética específica y en el marco de una red de comunicación" (16) (Maffesoli, 1990: 241). El funcionamiento de estos microgrupos tiene un interesante poder analítico sobre cómo se produce la realidad social a partir del funcionamiento de estas redes de comunicación. Entre redes existe una multiplicidad de entrelazamientos a través de los que circula la comunicación. Sus protagonistas producen, y son producto de, esta multiplicidad de redes. La red de redes nos remite a un espacio en el que las actividades sociales no están diferenciadas ni yuxtapuestas, sino "más bien un espacio en el que todo esto se conjuga, se multiplica y se desmultiplica, formando figuras caleidoscópicas de contornos cambiantes y diversificados" (Maffesoli, 1990: 225). Esto ofrece una explicación alternativa a la pluralidad de comportamientos de la modernidad, que permite contar con la identidad grupal como pauta explicativa del comportamiento, y que además combina la existencia de un estructura preestablecida con la participación de los actores. Todo ello constituye una alternativa teórica que va más allá del proceso de individualización y de la búsqueda individual de la identidad planteada desde algunas de las teorías sobre la modernidad. El planteamiento teórico de Warde integra esta orientación tribalista planteada por Maffesoli y realiza una interesante aproximación al análisis de la diversidad de pautas alimentarias. Niega, en principio, la dominancia de la explicación basada en la individualización de los comportamientos alimentarios, pues sostiene que en este ámbito sucede lo mismo que en el caso del suicidio analizado por Durkheim: hay una apariencia de comportamiento individual pero se esconde un comportamiento claramente social y grupal. Para Warde existen fuerzas sociales que van en una doble dirección, contraponiéndose las tendencias y actuando sobre los comportamientos alimentarios (17): la individualización y la integración comunitaria (18), por un lado, y la estilización y la informalización, por otro. Para Warde se dan de manera simultánea estas fuerzas. La individualización es similar a la idea de modernidad de Beck y Giddens y que ha sido trasladada a la alimentación por Fischler, un aumento de los espacios y las decisiones individuales y una individualización de las elecciones alimentarias y sus menús. La integración comunitaria consiste en un conjunto de comportamientos tendentes a establecer vínculos o ataduras con la comunidad social para afirmar sentimientos de identidad. Las culturas regionales, y con ellas las lenguas y los alimentos, son generadoras de identidad. Por esto se dan comportamientos de valoración de lo regional, de aquellos alimentos que llevan asociados símbolos culturales que otorgan sentimientos de identidad a quienes los consumen.

    Hay otras dos fuerzas contrapuestas que completan el análisis: la informatización, por un lado, y la estilización, por otro. La primera hace referencia a la desestructuración, a la tendencia a la desregulación en la nutrición y al descenso de la disciplina alimentaria; un proceso similar a la gastronomía planteada por Fischler. Y la estilización hace referencia al fenómeno denominado neotribalismo por Maffesoli (1990), a nuevas formas de disciplina relacionadas con los gustos, que aportan nuevas reglas de actuación claras y concretas a través de prácticas de consumo. Son reglas estéticas propias de grupos sociales concretos. Estas cuatro fuerzas sociales combinadas dan lugar, para Warde, a diferentes modelos de consumo que se corresponden con los cuatro modelos de Durkheim del suicidio: integración débil (suicidio egoísta), integración fuerte (suicidio altruista), regulación débil (suicidio anómico) y regulación fuerte (suicidio fatalista). Estos postulados permiten plantear explicaciones nuevas sobre la diversidad en los modelos de comportamiento alimentario sin huir del grupo ni de la individualidad, o combinando ambas. El modelo de Warde muestra cuatro pautas de diferenciación en la elección de la comida, basadas en la confluencia diversa de las cuatro fuerzas sociales antes planteadas (Warde, 1997:42). Conforman una tipología de comportamientos de comensales, interesantes sobre todo para el campo del consumo alimentario y muy útil para comprender la diversidad en la elección de los alimentos sin posicionarse ni en la pluralidad (resultado de la elección individual que plantean los partidarios de la individualización) ni en la inevitable adscripción a las clases sociales de los partidarios de la reproducción social.

     

    La separación entre la producción y el consumo en el campo de la alimentación

    Adentrándose en el análisis sobre la seguridad alimentaria La separación analítica entre la producción y el consumo es uno de los aspectos más cuestionados de los estudios sociales sobre la alimentación contemporánea. Esta contraposición ha sido puesta de manifiesto, fundamentalmente, por la Sociología Rural. Cabría decir que el debate se inicia entre la ciudadanía, y no entre los expertos, pues surge a partir de las llamadas crisis alimentarias, que provocan fuertes críticas a la manipulación industrial de los alimentos (19) y generan una incertidumbre en el consumo que repercute en la producción. Los recientes casos de alimentos que perjudican la salud humana (20) hacen cambiar la percepción del consumidor sobre los productores, y éstos comienzan a mirar al consumidor como un agente no tan pasivo ni susceptible de manipulación como los primeros análisis del consumo y los estudios de mercado parecían mostrar (21). La seguridad alimentaria, llamada así hasta los años 90 para designar las acciones tendentes a paliar el hambre en el mundo, aparece ahora con una nueva acepción: el riesgo de los alimentos en las sociedades con sobreabundancia alimentaria (Millán, 2002). La cadena agroalimentaria se cuestiona en todos los niveles, pues en todos ellos pueden darse riesgos para la salud. Algunos autores han argumentado que la complejidad de las relaciones sociales que conlleva la alimentación, desde el terreno en el que se produce hasta la mesa en la que se consume, ha dado lugar a una separación de los ámbitos de la producción y el consumo necesaria para su análisis, impidiendo una visión holista del sistema agroalimentario. Aún así, se reconoce la irrelevancia dada al consumo desde los estudios agrarios (Friedland, 2001). En estas aproximaciones teóricas, el papel que se le otorga al consumidor, es instrumental y externo, ajeno a la cadena agroalimentaria o considerado tan solo en la medida en que tiene capacidad económica de compra (Goodman y Dupuis, 2002).

    La aceptación de estas limitaciones ha generado en los últimos años estudios orientados a reducir la distancia entre la producción y el consumo, intentando establecer vínculos entre estos dos ámbitos, que difuminen la tradicional separación analítica entre ambos, no obstante, y coincidiendo con quienes realizan análisis teóricos desde la Sociología Rural (Blandford, 1984; Goodman, 2002, Goodman y DuPuis, 2002,) hay varias líneas de análisis abiertas. Mintz puede considerarse un holista, ya que en su libro Dulzura y poder (1985) analiza la cadena agroalimentaria seguida por el azúcar, desde la demanda al suministro y su consumo. Mintz traza todo el desarrollo de las plantaciones de azúcar desde sus inicios en el siglo XVI hasta la creación de un mercado de masas de este producto, que pasa de ser una rareza a ser consumido y producido masivamente. Demuestra en su trabajo que el aumento del consumo de azúcar sólo puede ser explicado por una combinación de factores, entre los que se encuentran, desde los intereses económicos y políticos, hasta las necesidades nutricionales o los significados culturales. Contradice así el cambio en el consumo planteado como un proceso de imitación de las élites, o como una necesidad de obtener calorías. Esta aproximación sistémica le convierte, en cierto modo, en un precursor de los estudios que más adelante intentan explorar las relaciones entre producción y consumo. Recientemente Fine (1994), citado también como un continuador de esta corriente de análisis en la que se plantea el conocimiento del sistema agroalimentario a través de la exploración de un producto desde la tierra a la mesa, aporta ideas interesantes relacionadas con la propiedad de la tierra. Considera que el sistema agroalimentario depende, en primera instancia, de la agricultura y que el tipo de propiedad de la tierra y sus cambios a lo largo de la historia afectan a toda la cadena. Como a Mintz, se le valora a Fine el análisis histórico en la comprensión de las prácticas alimentarias, pero se cuestiona la verticalidad que realiza de su análisis. En la cadena agroalimentaria, Fine señala que la relación se establece de abajo arriba, de la planta al plato, estableciendo un vínculo causal y determinista de la relación entre los diferentes momentos de la cadena. Esto no permite aclarar los comportamientos de consumo, y además ignora al consumidor, sus gustos y preferencias, como orientadores de cambios en la cadena agroalimentaria. En esta misma línea histórica del cambio alimentario hay un conjunto de trabajos que conectan también la producción y el consumo a través de un análisis histórico del cambio en los sistemas agroalimentarios, aunque con una visión más abierta y horizontal.

    Tomaremos como referencia los trabajos de Fonte (1991 y 1998), Bush (1991) y Blandford (1984). Este análisis se sustenta en una visión del cambio social como un proceso unilineal de fases sucesivas, que va dando respuesta a las diferentes relaciones del hombre con la naturaleza. Esta visión permite integrar los cambios experimentados en la producción y el consumo en los cambios sociales acontecidos desde la industrialización hasta la actualidad. Desde esta perspectiva histórica, es el cambio en la relación con la naturaleza lo que marca la diferencia (22). En las sociedades agrarias tradicionales, el producto de la tierra es consumido directamente por la persona o grupo que lo produce, por lo que podría hablarse de un sistema alimentario tradicional. El campesino, productor y consumidor a un tiempo, conoce de forma directa las características de los productos. Los alimentos son consumidos a través de una transformación, no muy sofisticada, que se produce en la cocina del grupo. Todos los productos en estas sociedades son productos procedentes de la tierra y de las actividades realizadas en torno a ella. Se trata de pocos productos, asociados fundamentalmente (aunque no exclusivamente) a las particularidades del entorno que favorecen ciertas producciones y dificultan otras. El criterio de selección de los alimentos a consumir responde, en gran medida, a criterios de tipo racional asociados a las necesidades alimentarias de quien los produce y a las limitaciones de la producción. La abundancia y la escasez se alternan, la estación del año y el tiempo marcan la pauta de la variedad. A pesar de estas limitaciones se dan desigualdades, marcadas no sólo por la disponibilidad objetiva de productos sino por el estatus del grupo. El sistema agroalimentario en esta fase utiliza canales locales de distribución de productos, que combina con el intercambio entre parientes y redes sociales. En una fase posterior, con un sistema agroalimentario moderno y en una sociedad industrial, la relación entre el consumidor y el productor se rompe. El consumidor compra productos que son elaborados por personas que no conoce y el conocimiento acerca de su origen o calidad procede de la información que se da en las etiquetas o en los establecimientos donde se adquieren. Esta separación productor-consumidor se encuentra mediada por un control institucional, ahora necesario en tanto en cuanto el consumidor debe tener garantía de los productos que consume y no conoce, por lo que la legislación garantiza que el consumo es fiable y que no perjudica la salud del consumidor. La producción sufre cambios importantes: del trabajo familiar agrario se llega a las empresas agrícolas industrializadas que producen de forma intensiva y orientan su producción claramente al mercado. La explotación de la naturaleza es un hábito legítimo, pero además legitimado, pues la tierra puede ser manipulada al antojo del productor, en busca de un aumento de productos que el mercado indica de qué tipo han de ser. Pero además, los alimentos, tras su producción, son trasformados en fábricas y la mayoría de ellos llevan algún tipo de proceso industrial (aunque sólo sea el envasado o los ingredientes añadidos) que los hacen separarse de su procedencia y con ello también de su aspecto, de su apariencia. Se incorporan ingredientes, algunos de ellos creados artificialmente (conservantes y colorantes) y en el progresivo alejamiento del producto de su origen se hace necesaria la utilización de otros productos que den la apariencia de la naturalidad perdida (naranjas a las que se inyecta el color naranja, por ejemplo). La apariencia es, como menciona Baudrillard (1984), un simulacro de la realidad. Las posibilidades de elección se amplían considerablemente en un mercado repleto de productos y en el que siempre están disponibles, a la venta, para cualquier consumidor. La elección genera desigualdades, determinadas por las diferencias económicas de quien adquiere los productos y aparecen desigualdades nutricionales muy marcadas entre distintas sociedades. Puede hablarse también de una fase posterior, de una sociedad postmoderna o postindustrial, de un sistema agroalimentario tardomoderno. La procedencia agraria se pierde en el tiempo (y en el espacio) y la industria gana peso frente a la agricultura. La apariencia del producto pasa a ser la realidad, aunque curiosamente es cada vez menos real (los pollos triturados y recompuestos con forma de pollo, serían un buen ejemplo). La producción agraria emplea cada vez más las tecnologías para la producción y el riesgo de sus efectos comienza a vislumbrarse a través de la contaminación y la destrucción progresiva e irrecuperable de recursos y de biodiversidad. En los productos se inicia el etiquetado no ya de los ingredientes, sino de los nutrientes (hidratos de carbono, calcio) dando así un carácter científico a los productos y sustituyendo la falta de conocimiento sobre ellos con informaciones especializadas que confirman las bondades de lo comprado. Los riesgos también están presentes aquí: la contaminación alimentaria no detecta los controles y ciertos efectos negativos del consumo de algunos productos contaminados ponen de manifiesto el riesgo no sólo incontrolado, sino incontrolable. Junto a la variedad se encuentra también el riesgo del mercado globalizado. La distribución se organiza y se sofistica, la posibilidad de comer de todo en cualquier tiempo y lugar hace patente la separación entre el origen y el consumo de los productos; la elección entre productos es lo más complicado para el consumidor, que se ve impedido para realizar una decisión basada en motivaciones de tipo racional; el deseo empieza a ocupar el lugar de la razón y los motivos para consumir se hacen cada vez más complejos y sofisticados. La fase siguiente a la descrita ya está en marcha; el futuro ya está aquí, dice Ritzer (1996). La producción puede ya sobrepasar sus fines alimentarios, de tal modo que se puede producir a través de la biotecnología según las necesidades de esas apariencias de realidad que hemos creado: se producen tomates sin semillas porque son más compactos para el consumo, perdiendo con ello su esencia reproductiva (no es necesaria, no importa su infertilidad para la producción), o incluso se pueden crear alimentos que incorporen un antibiótico para una común infección de garganta (su uso médico justifica cualquier manipulación). Es el control total de la naturaleza, un control que supone un alejamiento radical de su origen productivo y agrario basado en la elaboración de alimentos para satisfacer el hambre de las personas. Desde esta perspectiva se considera que el sistema alimentario tradicional es bastante simple y el moderno muy complejo, de ahí que se encuentre lógica su parcelación analítica. Este planteamiento evolutivo del cambio alimentario en la modernidad ha sido, sin embargo, cuestionado. Es cierto que se ofrece una visión de un cambio homogéneo y lineal en el que no parece estar integrada, o al menos no suficientemente considerada, la diversidad de comportamientos que se observan en la alimentación actual.

    Pero no es menos cierto que este planteamiento abre un camino no iniciado antes: la consideración de todo el sistema agroalimentario en el análisis; donde, desde el productor al consumidor, se va reseñando la tendencia de cambio y, en cierta medida, cómo unos cambios dan lugar a los otros dentro de la misma cadena. Pero, sin duda, el papel del consumidor queda difuminado e inserto en procesos globales que le quitan protagonismo o que le consideran un mero agente pasivo dentro de todo el proceso de desarrollo industrial. La acción de los actores parece irrelevante, o sometida a fuerzas que los sobrepasan o dirigen. El sistema, o la estructura, domina sobre la acción de productores, consumidores y distribuidores individualmente considerados. Por eso, quizás sea necesario comentar algunos estudios que ofrecen visiones complementarias. Los trabajos sobre el comercio justo de Raynolds (2002), por poner un ejemplo peculiar, representan una buena aproximación para tomar en cuenta al consumidor, pues ofrecen instrumentos de análisis de la relación entre productor y consumidor. Esta autora estudia el comercio del café y las luchas de los activistas americanos del comercio justo. Muestra cómo se reduce la distancia entre productores y consumidores en las transacciones de comercio justo y apuesta por unir la producción, el mercado y el consumo a través de valores compartidos de equidad y confianza. Explica cómo las etiquetas de los productos y su empaquetado pueden humanizar las relaciones comerciales entre productores y consumidores reduciendo la distancia social entre ambos. Pero Raynolds constata las dificultades de comercializar estos productos por la desigualdad de poder presente en las redes de mercado, una desigualdad que difícilmente podrá superarse para lograr el empoderamiento de los productores de los países del Tercer Mundo. Otro grupo de trabajos que refleja la importancia del vínculo entre producción y consumo son los relacionados con la implementación de las políticas y sus efectos sobre la alimentación.

    Con el objetivo de mejorar la nutrición de la población y de prevenir enfermedades, se han puesto en marcha programas alimentarios que han variado en tiempo y lugar. Desde sus inicios, los trabajos de la FAO presentan una amplia variedad de orientaciones que son reflejo de una diferente concepción de lo que es la salud y la enfermedad, así como de lo que se entiende por una buena o una deficiente comida. La mayoría de estos trabajos se enmarcan en el estudio de cómo ciertos modelos dominantes intentan introducirse y cambiar las dietas de la población, y llaman la atención sobre la creación de estándares nutricionales de salud (Douglas, 1984). Este tipo de trabajos suele ir acompañado de la constatación del impacto cultural que producen en las poblaciones a las que van dirigidos (23). En el caso español son numerosos los trabajos que ofrecen análisis sobre las variaciones en la demanda de productos concretos, incluso podría decirse que la mayor parte de los trabajos sobre cambio alimentario en España son de este tipo. Enmarcados en la Sociología del Consumo y apoyados en las estadísticas oficiales sobre alimentación (24), pretenden ofrecer información a las empresas o a la Administración sobre las variaciones en la compra de productos, pero suelen detener ahí su análisis (25). Algunos autores se han animado a realizar una aproximación al análisis de los actores sociales para estudiar el impacto de las políticas agrarias en la producción (Garrido Fernández, 2002) (26). Pero ni unos ni otros han establecido nexos, quedándose en el mundo de la producción unos y en el del consumo los otros. En la actualidad se está desarrollando una línea de investigación dirigida por Contreras orientada al estudio de las relaciones que se producen dentro de las redes agroalimentarias. Actualmente, dicho autor se encuentra analizando los mecanismos de gestión y de transmisión de la información en las crisis alimentarias, poniendo de relieve la incidencia de la percepción del consumidor sobre los riesgos alimentarios y sus efectos sobre el consumo (27). Este antropólogo, con un equipo multidisciplinar, ha estudiado también el poder de los consumidores sobre la producción de productos transgénicos. En este trabajo se constata la utilización de información interesada por parte tanto de los partidarios del desarrollo de los productos transgénicos, como de quienes se oponen a su expansión.

    También en Francia se está trabajando en esta línea (Merdji y Debucquet, 2001) buscando comprender las diferentes respuestas del consumidor hacia la tecnología alimentaria planteando hipótesis culturales para explicar la mayor o menor aceptación del consumidor hacia los productos transgénicos (28). El consumidor aparece como un sujeto activo y reflexivo en sus apreciaciones acerca del debate sobre los organismos genéticamente modificados. Ha sido precisamente su rechazo a esta aplicación tecnológica novedosa (los OGM´s) lo que ha motivado la mayor parte de las investigaciones, pues ha sorprendido a todos la paralización de la expansión de la producción de este tipo de cultivos en Europa en respuesta a la desconfianza generada en el consumidor. Las industrias y los poderes públicos se han hecho eco del rechazo del consumidor, aunque éste ha estado inmerso en informaciones contradictorias procedentes de instituciones diversas. En esta incertidumbre, es el poder mediático el que sirve de referencia y el que puede hacer variar las opiniones de los consumidores, transmitiendo los discursos dominantes (y contradictorios) de las instituciones públicas y privadas (Díaz Méndez y Herrera Racionero, 2004). Las explicaciones no cierran otras posibilidades, pues el debate, y las políticas sobre los OMG, aún está abierto y en proceso de elaboración, pero constituye sin duda un interesante campo de análisis sobre el papel que los diferentes actores juegan en las decisiones políticas a lo largo de toda la cadena agroalimentaria y enmarca un problema nuevo y aún no abordado en todas sus dimensiones: la percepción del riesgo alimentario. Los trabajos que intentan explorar las redes agroalimentarias de principio a fin suponen una aproximación analítica de interés para conocer más a fondo cuáles son las situaciones de riesgo, donde se sitúan y cómo se responde a ellas por parte de todos los actores que interactúan a lo largo de la cadena agroalimentaria. Sin embargo, a estos trabajos se les puede reprochar el haber considerado preferentemente el poder como elemento explicativo del funcionamiento de las redes agroalimentarias.

    Para unos son las empresas las que tienen la última palabra; para otros, son los minoristas o los consumidores; no faltando quienes señalan que son las administraciones o los medios de comunicación los que orientan las decisiones del consumidor o del productor generando los cambios que se analizan. Lockie (2002) ha planteado esta deficiencia considerando la necesidad de dar un giro teórico y metodológico a los estudios agroalimentarios. Para ello desarrolla la teoría del actor red (ANT) en el ámbito de la alimentación.

    Esta teoría se sustenta, según el propio Lockie, en el concepto de acción a distancia de Latour y en los estudios de Foucault y Law. Varios autores coinciden al afirmar que esta corriente analítica ha sido abierta por los trabajos de Dixon (1999, 2002) (29). Dixon inicia la ruptura de la dicotomía producción-consumo examinando las cadenas agroalimentarias en la carne de pollo australiana. Plantea un modelo económico- cultural y pretende averiguar no sólo dónde se encuentra el poder, sino también cómo va cambiando dentro de esta cadena; de ahí que su aportación sea novedosa. Tras esta exploración, Dixon realiza unas aportaciones teóricas que sientan las bases para el estudio de las interacciones de redes agroalimentarias.

    Considera necesario explorar toda la cadena y averiguar dónde se añade valor a los productos y dónde se mantiene ese valor. Efectivamente constata que este valor no se aporta solamente en las redes mercantilizadas; de ahí que sea necesario explorar los hogares y el intercambio alimentario que se da en ellos, pues el valor del alimento también se modifica con su preparación. Además, Dixon considera necesario analizar los procesos de intercambio de valor simbólico. De ahí que considere las nuevas relaciones de autoridad procedentes de la autoridad científica y de las industrias nutricionales, unas relaciones de autoridad que pueden estar modificando el valor simbólico de los alimentos. Se pueden desprender de su trabajo dos aspectos decisivos para futuros análisis: por un lado, que el valor de los productos no se da siempre en el mismo grupo de actores, destacando así el valor que confieren a los productos los propios consumidores y la importancia que esto tiene para la dinámica de la redes agroalimentarias; por otro lado, que los significados que se les da a los productos, como un valor más, resalta así cómo éstos, aparentemente sin valor monetario, cobran valor de mercado. (Dixon, 1999). La cuestión radica en averiguar si es posible visibilizar los intercambios de valor y significado. Esto es importante en lo que se refiere a los intercambios de valor porque no se encuentran siempre en el campo de la producción (por ejemplo, se ignora el valor que confiere a los alimentos su preparación en los hogares). Por otra parte, nos encontramos con que los intercambios de significados no se encuentran visiblemente mercantilizados y no resulta fácil, por ejemplo, transformar la autenticidad o la naturalidad de un producto en dinero. Dixon afirma que es posible hacerlo y explora el status simbólico del pollo y el valor simbólico añadido (trasformado en dinero) de otros productos derivados del pollo. Sin embargo, Dixon concluye que el control real de la cadena agroalimentaria se encuentra en los supermercados minoristas, dejando de nuevo la duda sobre la capacidad última del consumidor o el papel de otros actores en las redes alimentarias en las que están insertos. Resulta, pues, más interesante su análisis teórico y la exploración de lo que sucede en las redes, que las propias conclusiones a las que llega, que caen en el error, ya mencionado, de situar el poder en un punto concreto de la cadena olvidando el protagonismo de otros actores y de la interacción entre ellos. Estos trabajos podrían incluirse dentro del paradigma accionista, pues en todos ellos se considera el papel de los actores en la cadena alimentaria y se intenta, a través del análisis del papel de estos actores, entender las conexiones entre unas redes y otras.

    Pero adolecen de las mismas deficiencias planteadas en los análisis accionistas desde la sociología: unos, son más favorables a considerar el peso de la estructura sobre el actor; y otros, de éste sobre aquél.

    Creemos que Guthman da un paso más. Realiza una aportación significativa en la línea de lo que ella misma denomina enfoque de la cadena alimentaria (30), apuntando en una dirección distinta a la de los trabajos hasta aquí mencionados, aunque inserta en el estudio de las redes de actores. El trabajo de Guthman explora las redes que se establecen en el mercado de productos orgánicos, y busca conocer la forma en que se modelan las redes de producción y consumo, conectando al consumidor, sus deseos y preocupaciones, con las prácticas alimentarias de producción, procesamiento y distribución. A partir de un consumo emergente, como el de los productos ecológicos, es posible comprender las influencia de unos actores sobre otros dentro de las redes en las que se establecen vínculos. Se desvía del análisis del poder de los actores para explorar la forma en que se mercantiliza el gusto, concretamente el gusto del consumidor hacia los pro- ductos ecológicos, para resaltar las transformaciones que se dan en las políticas de consumo. En este proceso va poniendo de manifiesto la forma en que los gustos hacia ciertas comidas van dando valor a los productos y afectando a la distribución de los mismos. Explora también la contradicción que existe entre ciertos significados de los productos ecológicos y el freno que estos significados suponen para su mercantilización. Concluye que este bloqueo sólo se puede resolver reelaborando los significados de los productos ecológicos; por eso plantea que los significados de estos productos han sido desestabilizados para aumentar el mercado ecológico. Guthman explora el gusto, pues lo considera la puerta de entrada del consumo (31), y lo hace pensando que las explicaciones desde la teoría del actor red son insuficientes, entre otras cosas por privilegiar el papel de los actores y dejar en segundo plano el proceso de mercantilización (32) de los productos. En definitiva retoma el debate sociológico sobre el poder de la agencia y la estructura, considerando que esta teoría se excede en el papel que da a la agencia y olvida el sustrato estructural para el funcionamiento del sistema social. Pero Guthman opta por una visión de consenso, en la que desarrolla lo que podríamos llamar un modelo constructivista del gusto. Explora los gustos que no han pasado al mercado, pero que considera los más relevantes a la hora de analizar el consumo: el gusto por la reflexión, donde el valor simbólico que se añade es el conocimiento; el gusto por la distinción, cuyo valor simbólico es lo estético; el gusto por la simplicidad donde el valor es la transparencia. Analiza como hemos indicado, el gusto por los productos orgánicos, para ejemplificar el funcionamiento de estos gustos y sus simbolismos (Guthman, 2002: 299). Apoya sus explicaciones en las oposiciones planteadas por Warde (1997:55), quien identifica cuatro contradicciones que ofrecen valores para legitimar la elección de la comida (33). Al situar la comida orgánica en este mapa de oposiciones o antinomias de Warde, Guthman conecta los gustos con los productores haciendo intermediar el gusto en la propia cadena agroalimentaria. Constata así que los significados atribuidos a los alimentos producen importantes tensiones en la política económica de la producción ecológica por varios motivos: para conservar estos significados la comida ecológica tiene que ser escasa, una característica contrapuesta a la generalización de productos ecológicos; para satisfacer las necesidades de transparencia y simplicidad y para privilegiar el esmero sobre la comodidad, se ofrecen menos oportunidades a los productores para incorporar valor añadido; traer la comida orgánica al mercado de masas contradice su exclusividad y a la vez crea un tipo de competencia contra la que se revelan los productores; además, añade Guthman, la preocupación medioambiental que sustenta el consumo ecológico enfrenta a la naturaleza y a la técnica y crea problemas de mercantilización. En definitiva, y sin entrar a discutir el modelo de esta autora, su trabajo constituye sin duda un buen ejemplo de la relación entre producción y consumo, que, sin ignorar la importancia de las redes implicadas en la cadena agroalimentaria, sugiere mirar hacia el consumidor, resaltando cómo la mediación de los gustos tiene implicaciones sobre cómo se produce, dónde se produce y cómo se come la comida. Tanto la perspectiva de Guthman, como las visiones de la red de actores antes mencionadas, hacen referencia a los significados de los alimentos y al valor no mercantilizado que a lo largo de la cadena alimentaria se le va dando y quitando a la comida. Estas últimas explicaciones reposan además en la interacción que se establece entre los actores, y no sólo en el poder de unos sobre otros como las explicaciones precedentes. Suponen una posibilidad interesante de establecer nexos entre los niveles macrosociales y microsociales, afrontando el estudio de la alimentación desde una visión global antes ignorada. 33 Warde, en la parte segunda de su libro (1997), establece estas cuatro antinomias: novedad frente a tradición; salud frente a exceso; ahorro frente a derroche; comodidad frente a esmero (estos términos hacen referencia a su sentido específico en la contraposición propuesta por la autora en el texto original, la traducción literal sería posiblemente poco explicativa). Explica varias claves sobre los gustos. En el gusto por la reflexión se hace referencia a las etiquetas de los productos como medio de mercantilización del conocimiento y se explica que median a la hora de decidirse por un producto, atenuando las diferencias entre optar por la comodidad o por una comida esmerada. El gusto por la distinción está asociado a la escasez, y cuenta con valores simbólicos relacionados con la estética y donde se comercia con significados sobre lo que es diferente, excepcional y de calidad. El gusto por la simplicidad está relacionado con el gusto por la evitación: los comensales son reacios al riesgo y quieren transparencia en la comida, quieren conocerla. Lo adulterado y elaborado es contrario a lo simple y se asocia a la industrialización de los productos. Se apuesta por una comercialización directa, siendo la cocina casera la garante final de la simplicidad; el cuidado se añade como valor simbólico añadido por la propia mano de obra de la elaboración.

     

    Conclusiones

    La Sociología de la Alimentación ha tenido carácter propio en el ámbito anglosajón y en el francófono desde los años ochenta y cuenta en estos países con importante seguidores que han abierto líneas de investigación sólidas a lo largo de los últimos veinticinco años. Sus trabajos constatan el avance del conocimiento en este campo, siendo una muestra de ello el hecho que se haya superado el debate inicial sobre el retraso de la Sociología en el campo alimentario o de que no se discuta la necesidad de una Sociología de la Alimentación. En España, las cosas son de otro modo. La mayoría de los trabajos que realizan una aproximación sociológica a la alimentación son de carácter empírico y se insertan en el campo de la Sociología del Consumo. Los sociólogos españoles seguimos intentando justificar la necesidad de realizar una aproximación sociológica a la comida que permita avanzar en el análisis teórico y que enmarque las investigaciones que hoy hacen sociólogos, antropólogos, economistas, historiadores y nutricionistas. Esto no quiere decir que no existan trabajos en esta línea, sino que las investigaciones que se realizan están adscritas a otras áreas de la Sociología con mayor tradición. Al margen de este distanciamiento de la Sociología española se constata hoy la preocupación por conocer los aspectos sociales del comportamiento alimentario en todos los países de nuestro entorno y los trabajos existentes dan muestra de ello. Hemos presentado aquí un recorrido por estos trabajos apoyándonos en los debates actuales. Esta aproximación no es la única posible, pero da cuenta del estado de los estudios sociales sobre la alimentación, de su importancia tanto teórica como empírica, y abre posibilidades para la realización de propuestas de investigación. Los debates sobre la alimentación contemporánea responden a la preocupación sobre las consecuencias del cambio en la sociedades actuales, sobre cómo se están produciendo los cambios y qué dirección están tomando éstos.

    No es por ello extraño que los hayamos enmarcado todos ellos en lo que se conoce como modernidad alimentaria, aunque no exista un acuerdo unánime sobre esta acepción. Los partidarios de la desestructuración alimentaria se oponen a quienes consideran que hay estabilidad en los comportamientos; siendo todos ellos bastante extremos, ambas posiciones esconden una visión del cambio social finalista y endocéntrico en la que la evolución, antes o después, nos conduce hacia un futuro predecible, de la mano de la modernidad social. Las tendencias, asociadas al proceso de industrialización y modernización, no son, probablemente, ni tan seguras, ni tan unidireccionales, ni tan homogéneas como apuntan algunos y es poco probable que la comida caliente en grupo vaya a dar paso inevitablemente a la soledad de la bandeja frente al televisor. Del mismo modo, la negación del cambio parece esconder un miedo al declive de ciertos comportamientos de carácter tradicional, vinculados con el pasado, y una añoranza de un grupo, el familiar, que ya poco tiene que ver con las nuevas formas de familia.

    Las situaciones son nuevas, y no se puede negar que el comensal tardomoderno se encuentra en una posición ambigua para tomar decisiones sobre lo que debe comer o no. Las opciones han aumentado, complicando de este modo las elecciones, y las agencias generadoras de normas no ofrecen hoy una orientación inequívoca, sino más bien compleja y diversa, e incluso contradictoria, sobre cómo comer bien. Elegir es cada vez más difícil y obliga a contar con normas propias y a elaborar criterios de consumo alimentario que permitan tomar una dirección correcta sobre lo que es bueno para comer. Cabe pensar que la informalización da lugar a comportamientos desestructuradores, pues la falta de normas de conducta que ayuden a elegir puede generar un caos que lleve a comportamientos sin pautas. Pero no parece que nos encontremos ante una sociedad que deja de comer a diario, o que sólo ingiere para satisfacer el hambre o por capricho, sino que seguimos captando pautas regulares en la alimentación que nos retrotraen a una forma más o menos estable de organizar nuestras elecciones alimentarias: parece que elegimos con una relativa consistencia y que detrás del caos aparente no hay sino un desconocimiento del orden existente. Sea por la presencia de normas culturales que siguen siendo determinantes en la elección, sea por la construcción activa y reflexiva de estas normas por parte del comensal ante esta situación de novedad e incertidumbre, sea por la actualización de normas pasadas y acciones presentes, el comensal elige dando lugar a patrones de comportamiento que tienen una relativa estabilidad. Y es aquí donde surge el segundo debate referido al origen de estos patrones alimentarios. Si para unos las clases siguen siendo claves para ver de dónde surge el patrón de conducta alimentaria, para otros la diversidad es tan plural en sus manifestaciones como en su conformación. Y el debate continúa. Un grupo muy relevante de autores franceses se muestran partidarios de seguir avanzando en la exploración de las diferencias alimentarias para comprender la diversidad de los patrones de consumo. Para ellos, el origen social es generador de diferencias, que se traducen en desigualdades basadas en el lugar que se ocupa en la jerarquía social, en el ámbito de la producción. El comportamiento alimentario sería el resultado de la reproducción de pautas de comportamiento y las preferencias alimentarias ponen en evidencia la pertenencia a un grupo; hay un interés entre los individuos por adaptarse a las normas del grupo al que pertenecen y los sistemas de clase (así como los de género) operan dentro del aparente pluralismo gastronómico, según algunos autores. El cambio vendría aquí de la mano de la emulación de las élites: se buscarían nuevas formas de alimentación y se modificarían los gustos con el objetivo de parecerse a aquellos grupos situados por encima en la escala social. Parece que esta consideración del cambio alimentario ha sido bien fundamentada teóricamente, pero en algunos casos las diferencias interclase e intraclase no son tan evidentes y cabe preguntarse por la existencia de variables que operan como orientadores de la conducta al margen del grupo. Las diferencias, y con ellas las desigualdades, se difuminan en una sociedad que aparece diversa, plural.

    Es cierto que en sociedades de suficiencia alimentaria como la nuestra (algunos dirían de sobreabundancia alimentaria), la presencia de grupos sociales con menor acceso a los recursos es menos visible al no ser el hambre un problema social prioritario. Lo más visible es la pluralidad de comportamientos que parecen responder a una elección individual. Variables, como la salud o la estética, orientan la elección de los alimentos mostrando una diversidad de patrones de comportamiento que hacen dudar del poder del grupo en la regulación de los gustos y fuerzan a pensar en elecciones individualizadas. Pero esta diversidad no es ni tan individualizada ni tan amplia y se pueden detectar gustos con una relativa estabilidad o pautas alimentarias regionales o nacionales consistentes, lo que puede estar escondiendo la presencia de normas vinculadas a grupos de referencia nuevos o al menos distintos a los tradicionales. No hay un comportamiento caótico ni ultradiverso, sino normas procedentes de grupos con los que se comparten ciertos valores y que orientan ciertos estilos de vida; quizás nuevas tribus, que pueden estar en el trasfondo de la diversidad y que siguen orientando la conducta y ofreciendo normas. El debate también sigue abierto.

    Hemos comentado, aunque brevemente, algunas de las críticas metodológicas planteadas a los estudios sobre la alimentación. Al repasar las distintas investigaciones sobre la comida, hemos visto que se ha pasado de la exploración cuantitativa de los comportamientos, generalmente a través de fuentes oficiales, hacia trabajos cualitativos que buscan contestar a los interrogantes que se derivan de los primeros. En estos momentos, tanto en España como en el resto de los países de nuestro entorno, las aproximaciones cualitativas y las cuantitativas en las investigaciones alimentarias conviven con una armonía mucho mayor de la que es habitual en la Sociología. Quizás esto se deba a la aceptación de la complejidad de abordar la alimentación, pues todos los investigadores, desde sus inicios, constatan que en el estudio de este hecho social es preciso seguir orientaciones multicisciplinares para acercarse con una cierta garantía a su conocimiento. A la lectura de antropólogos y sociólogos, a la necesidad de recurrir a historiadores, a la inevitable aproximación económica sobre el consumo de alimentos, se acompaña la aceptación, con una gran apertura de miras, de las metodologías cualitativa y cuantitativa. Pero también esta visión de un comportamiento complejo y de difícil análisis ha iniciado las crítica sobre la forma de estudiar todo el proceso seguido por el alimento desde la tierra a la mesa. Ante la pregunta de cuál es la razón para que los análisis sociales sobre los sistemas agroalimentarios se hayan centrado en la producción olvidando el consumo, la respuesta no es específica de este ámbito y puede ampliarse a otras áreas. Se ha estudiado más la producción por ubicarse el poder en este ámbito. Los consumidores han sido tratados como agentes pasivos del desarrollo, sin capacidad de acción ni de decisión, y por tanto sin poder. Las corrientes estructuralistas, con su particular visión del cambio social ajeno a los actores, han favorecido la consolidación de esta perspectiva, que ignora el papel del consumidor y que ignora las interacciones entre los actores de uno y otro ámbito. Y aunque algunos análisis más recientes han comenzado a considerar la relevancia de los gustos de los consumidores en la orientación de la producción, a este consumidor se le ha tratado como un ser irreflexivo o caprichoso, sujeto a los dictados de la publicidad. Con frecuencia, los trabajos sobre los gustos y preferencias de los consumidores están orientados a conocerlos (o a manipularlos) y son tratados como un elemento ajeno al proceso productivo, que interesa exclusivamente en el acto mismo de compra. Visto así, su poder, si lo tuviere, nacería del papel económico que ejerce en el sistema a través de la compra de los productos. En el ámbito agrario, la separación entre la producción y el consumo es igualmente perniciosa. El producto parece salir de la tierra sin pensar en el plato, aunque el giro hacia la calidad de los productos o la revitalización de las producciones locales ha vuelto la mirada a los vínculos entre la producción y el consumo. Además, tanto las políticas agrarias como los debates públicos sobre la seguridad de los alimentos, han visibilizado para el consumidor el otro extremo de la cadena agroalimentaria, ya perdido en el tiempo. Las propuestas que hemos explorado aquí apuntan a la necesidad de ampliar el análisis de la cadena agroalimentaria a aspectos ocultos hasta ahora, pero que son decisivos para comprender la conexión entre el productor y el consumidor. Parece necesario estudiar las relaciones de poder que encierra la cadena agroalimentaria y ver de qué modo este poder orienta las decisiones de unos y otros. No se puede tampoco dejar a un lado todo lo que no está mercantilizado y que sin embargo aporta valor a los productos; por ello parece necesario estudiar los intercambios simbólicos, como la elaboración de las comidas, o los significados que se les dan o se les quitan a los alimentos a lo largo de toda la cadena. Estas orientaciones abren también la puerta para estudiar la relevancia de la información científica sobre nutrición como fuente de autoridad que afecta tanto a la producción como al consumo, y que incluso media entre estos dos ámbitos. La noción de red aporta una nueva dimensión al análisis, ya que nos introduce en las interrelaciones entre las personas y los objetos, una aproximación necesaria para explorar toda el recorrido seguido por la comida, desde la tierra al plato. Se trata, dicen, de reabrir las cajas negras, lo que se da por supuesto y no se cuestiona, pero que además está cerrado por los propios actores. La producción y el consumo, que habían aparecido hasta ahora como categorías diferenciadas de la vida social, encuentran aquí un punto de confluencia al investigar sobre los nodos, los puntos centrales de conexión, dentro de un sistema de redes interconectadas entre sí. Son muchas las preguntas abiertas, aún no contestadas, que abren caminos de análisis de gran interés para conocer los aspectos sociales de la alimentación desde la tierra al plato. Hasta ahora son pocos los trabajos que han logrado unir los niveles microsociales con los macrosociales y las propuestas teóricas son tan complejas que no parece que sea sencillo abordarlas empíricamente. Pero están planteando lagunas en los estudios actuales sobre la alimentación que ya no es posible ignorar por más tiempo. Parece un buen momento para que la Sociología española se abra camino en el ámbito de la alimentación y comience a dar respuestas a algunos interrogantes.

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