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Un artístico triángulo (página 3)

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2, 3, 4

Félix se volvió hacia las pinturas, y quedó admirado. Si él llegara a pintar así…

—Qué podría decirle yo. Me parecen muy buenas. Nunca había visto un estilo como este.

—Porque es mío. No hay ningún secreto. Sólo trabajo y más trabajo.

El hombre se levantó.

Pese a sus ojos demacrados, las canas, y algunas arrugas, se diría, que fuera menor de lo que aparentaba. Al desplazarse, Félix le notó cierto inconveniente para andar. Pero no le apreciaba defecto alguno, era como si sus piernas estuvieran cansadas.

—Ven por aquí. Cuál es tu nombre.

—Félix, señor.

—Miguel Paredes. Mucho gusto.

No había ningún cliente en la tienda a esa hora, y ni siquiera un empleado que pudiese atenderlo como no fuera él. Fue hasta un pequeño mostrador, y de sus cajones sacó una libreta. Volvió a ponerse las gafas, que se había quitado, y se acomodó en un taburete.

—Félix, te voy a dar mi voto de confianza. Quiero que tires para adelante, y que no sea yo quien te cierre las puertas. Me quedo con todas tus figuras. Qué te parece.

Él casi salta de la alegría. Había dado en el clavo a la primera.

—Ah, muy bien señor. Se lo agradezco mucho.

Don Miguel alzó el brazo quitándole importancia.

—Y también te las voy a pagar. Nada de quedármelas condicionadas, como suele hacerse.

Félix se vino hacia pintor.

—Pero mire, don Miguel… También me gustaría venderle réplicas.

El hombre se echó hacia atrás y alzó las manos.,

—Un momento, un momento. Eso es harina de otro costal. Tienes que entender, que yo no puedo adquirir tanto al buen tan tun, sin saber antes que éxito pueda tener. Pues para eso lo quiero, para venderlo.

Félix dudó.

Se encogió de hombros.

—Pero es que entonces, no me interesaría. Poco rendimiento le iba a obtener.

—Tampoco sabemos a qué precio se venderán los originales. No ignorarás que siempre se cotizan más alto. Si haces muchas copias, la obra se hace vista y su demanda cae.

—Yo no entiendo mucho de eso, eh.

—Por eso te lo explico. 0 cobras un buen precio y te olvidas de la obra, o haces muchas réplicas, pero más baratas. Y si luego no venden… Mira, estoy dispuesto a arriesgarme, te concederé también lo segundo. Pero con una condición… Siempre que des la exclusiva a mi establecimiento.

— ¿Quiere decir, que sólo podré venderle a usted?

—Tan sólo, aquellas obras que tú quieras confiarnos. Nada más.

— ¿Y qué cree usted qué es mejor?

—En realidad, nadie lo sabe. El comercio tiene eso.

No estuvo mal. Lo que Félix recibió por su primer lote, era más que suficiente para cubrir sus gastos de todo un mes, incluyendo los extraordinarios, que serían muchos.

A los pocos días improvisaba un secadero en la terraza. Allí puso a orear otra tanda de figuras. También pensaba en la posibilidad de hacer vaciados en bronce. Y hasta soñó con vender a los clientes de forma directa. A la primera ocasión, compraría un horno más potente, y también un torno si era el caso.

Se asomó a la azotea. Las luces de la ciudad originaban un resplandor color naranja, que subía hasta las nubes. Éstas cerraban el cielo, y parecían ocluir la urbe como un gran techo sobre los tejados. Hasta allí llegaba todo el estruendo, que inmersos en las calles nadie sospecharía.

Félix estaba solo, pero no se sentía así. Demasiado ocupada tenía la mente, para dejar sitio a la soledad. Pensaba en su casa y en sus amigos. Y en Azucena cómo no. Pero no los echaba de menos. Seguro que cuando sus intenciones se afianzaran y su actividad se relajase, sería distinto.

A pesar de la hora, se aseó y salió. Más que otra cosa aprovecharía para ojear los nuevos materiales. Por la noche, las calles iluminadas perdían mucho de su movimiento, y la gente iba y venía libre de sus preocupaciones diurnas. No tardó mucho en divisar una tienda de manualidades. Se dirigía hacia ella, cuando mira qué oportuno, un taller de bellas artes. Estaba cerca de la tienda, y en nada se distinguía hasta estar delante. El local acristalado ocupaba más de media planta, y hacía esquina con dos calles. No tenía escaparates, ni mostrador, ni nada que oliese a una tienda. Félix quedó mirando tras los cristales. Cada alumno tenía ante sí un trabajo particular. Unos modelaban y otros esculpían pequeñas figuras o hacían dibujos. Ninguno era igual a otro. No pudo sustraerse a la curiosidad y empujó la puerta. Supuso que cualquier excusa sería válida para entrar, pero nadie lo recibió ni le hizo siquiera una pregunta. Sólo faltaba que se sentase además. Todo se andaría. Solos chicos y chicas se afanaban abstraídos en sus trabajos, cada cual en lo suyo. Ni rastro de un monitor. O al menos él no lograba detectar ninguno.

Tal familiaridad le llevaría hasta una muchacha, que, trabajosamente, se empeñaba en enmendar un jarrón de barro. Lo tenía fijo sobre el torno y lo alisaba con los dedos, retocando sus bordes. La chica tenía la bata llena de arcilla, las manos y los brazos, e incluso salpicaduras en el rostro.

Félix se había sentado tras ella en un taburete y la observaba. La muchacha se giró hacia él tan de improviso, que no se explicaba como lo detectaría tan pronto.

— ¿Eres nuevo? —le preguntó.

Era guapa la chica. Sonreía, dejando ver unos dientes blancos y acabados, y en la simetría de su boca no había lugar al desconcierto, tenía el pelo recogido en una cola y llevaba unas pendientes de oro.

—Ni nuevo ni antiguo. No soy del taller.

—Quién eres entonces.

—Me interesa mucho todo esto, yo hago escultura.

— ¿Ah, sí? Tan joven… No buscarás a alguien para que te ayude.

—No busco nada. Y tú eres más joven que yo aún.

—Pero yo sólo aprendo. Y por qué has venido

—Ya te lo he dicho, por ver todo esto.

—Por algo más será.

Qué pesada. ¿Acaso querría que le dijese, que a verla a ella? Qué remedio:

—He entrado en busca de un amigo.

Asunto resuelto.

—Y qué te parece esto que hago. ¿Está bien?

—Bueno… Puede mejorarse.

— ¿Tú lo harías mejor?

—No sé. No es mi fuerte la alfarería.

La chica sacudió la cabeza arrastrando la cola como una fusta.

—De eso nada, chico. Yo no soy una alfarera.

—Puede que no, pero lo que estás haciendo, sí que lo es.

—Que no, hombre, que no —Se removió en el asiento.

La muchacha tenía correa. Y se atascaba más que el casco de un buzo.

A punto estaba Félix de marcharse ya, cuando ella le dijo:

—Podrías darme trabajo.

Demasiado trabajo tienes —pensó él—. Pero tampoco tenía derecho a pensar así. ¿Qué sabía de ella?

—Yo no soy un empleador, sólo tengo empleo para mí. Tampoco tú sabrías hacer lo que yo hago.

—No se sabe, puedo aprender… Pero muchacho… ¡Cómo puedes aguantarme! No ves que lo hago adrede.

Félix quedó perplejo.

— ¿Qué es lo que haces adrede?

—Pues darte palique. Quería ver por donde sales.

Pues sí, ganas de hablar sí que tenía. Y de repetir.

Pese a todo Félix fue paciente.

Faltaba poco para que el taller cerrara, y la muchacha se excusó, diciéndole que la esperase. Cuando regresó no parecía la misma. Se había lavado, se había cambiado, y dejado el pelo suelto. ¡Vaya pelo! Tan negra como sus ojos, su cabellera caía a ambos lados como una urdida cascada de azabache. La chica movía con soltura sus cabales formas, de ni quitar ni poner. En conjunto poco dejaba que desear.

Cogió una carpeta del banco e invitó a Félix para que la acompañase.

— ¿Vamos?

Qué otra cosa podía hacer él.

Qué demonio de criatura. ¿Sería igual con todos?

Juntos salieron a andar por la calle como si de toda la vida.

—No creas que yo me voy con el primero que llega. Lo que pasa que es de noche, y si me acompañas…

— ¿Sólo eso? ¿0 sea, que me quieres para que te guarde?

— No digas eso, que suena muy feo.

—Suene como suene, ¿es verdad o no?

—Qué tonto eres. Crees que yo necesito a alguien para que me lleve a casa… Ya soy mayorcita. Lo que pasa es… Que eres muy guapo, y ya está.

Pues vaya con la niña. Qué timidez.

—Y cómo te llamas. Eso no me lo has dicho. Todavía…

La chica se echó a reír.

—Yo me llamo Gabriela. ¿Y tú?

—Félix.

—Félix… Vaya. Igual que el amigo de mi padre.

Aún andarían un buen trecho, hasta que Félix se detuvo.

—Tengo la moto ahí. Si quieres te llevo.

— ¿Tienes moto? Qué bien.

Félix montó, y Gabriela hizo lo propio, agarrándose a él cuanto podía. Cuando la máquina echó a andar, él la sintió pegada a su espalda, tierna y caliente, con tal intensidad, que no supo si era por temor a soltarse, o a que se le soltara él.

Félix gritó sobre el ruido de la moto.

— ¡Que sepas que tengo novia!

— ¡Y a mí qué! ¡Cada cual es libre de tener lo que quiera, o lo que pueda!

— ¡Te lo digo porque ella es muy celosa!

— ¡Ese es su problema! ¡Poca importancia tiene para mí! ¡Eres tú quien tienes que usar de tu libertad como te parezca! ¡Es a ti a quien he conocido, no!

Ambos callaron. La moto se acercaba al final de la calle, y se detuvo ante un semáforo.

—Mira, yo, hablando de lo mismo, no tengo novio. Ni creo que lo tenga todavía. Los chicos se me van, como si se asustasen de mí. Tal vez sea por mi temperamento.

—Supongo. Por lo demás no veo el inconveniente. Ellos sabrán. Tampoco yo te conozco mucho… Para dónde vamos.

—Sigue recto. 0 sea, la calle principal, sin desviarte.

Al fin estuvieron ante unos bloques de viviendas, que hacían conjunto, con un espacio ajardinado en el interior.

— ¡Ahí va!

Félix nunca había visto unas construcciones tan lujosas. Las fachadas se unían por el centro en un gran círculo, y una cancela de hierro labrado, daba acceso al interior. Era amplísima. Por allí podrían entrar, con toda holgura, tres camiones a la vez.

—Bueno, aquí vivo yo —dijo ella todavía sobre la moto— Y tú, dónde vives —Sus ojos brillaron por un instante.

— Queda lejos de aquí. Así como el doble de lo que hemos recorrido.

— ¿Te veré otra vez?

—Por qué no. Por mí…

—Y si tu novia no quiere.

—Ella no está.

—Vaya hombre. Pues dile que te cuide bien, y que te vigile, no vaya a ser que alguna…

Gabriela se internó en los jardines, y desde el otro lado de la reja dijo:

— ¡Te va a costar deshacerte de mí! ¡Y sé donde vives, so inocente!

Aquella noche Félix cenó en un restaurante cerca de la casa. No podía olvidar a Gabriela. Jamás hubiese imaginado una mujer así, tan desinhibida y dominante. Qué hombre podía hacer liga con una chica como ella. Pero estaba tan bien la condenada… Desde luego, y pese a todo, no sería él quien la fuese a buscar. Y es que si pensaba en Azucena, comparar ambos pensamientos era confundir el día con la noche. Pero eso sí, una hermosa noche de luna.

Había llegado la hora de hablarle. Algo podía ofrecerle ya. Pero una mujer como ella, tan pulcra y ordenada, ¿cómo se tomaría, que su amado anduviese viviendo de aquella provisionalidad? Y en un apartamento como aquel, por llamarle algo.

Acabada la cena la llamó por teléfono.

—Azucena ¿cómo estás?

— ¡E1 chico perdido…! Ya era hora…

—Nunca es tarde si la dicha es buena. Estoy trabajando.

— ¿Y dónde estás?

Félix se hizo el sueco.

—Pues sí, estoy trabajando y me va bastante bien.

—Que poca vergüenza tienes, hijo. Hace más de un mes, que ni vienes, ni me llamas, ni nada de nada. ¿No ocurrirá algo que no me hayas dicho?

—Que no, mujer. Cualquier día, en cuanto haga un hueco, voy a verte.

—Pues yo ya mismo me voy. Pienso juntar los exámenes con el curso. ¿Desde dónde me llamas?

—Desde una cabina… ¿Otra vez las monjas?

—Ah, no sé… Cuando tú me digas donde estás, también yo te lo digo.

—Bueno, niña… no tengo más monedas. Un beso. Te quiero.

—Pero Félix, dim…

Félix cortó deliberadamente.

I X

Miguel Paredes cumplió su promesa. Aceptó del muchacho hasta diez copias de cada figura. Y no sólo eso, se encargó también de la segunda remesa que Félix le ofreciera. Decía que las pequeñas esculturas habían tenido buena aceptación, que sólo dos quedaban sin vender. También había enviado copias en marmolina a las otras sucursales. Lo podía hacer. Cierto que las tiendas galería no eran suyas, él sólo era uno de los asociados, pero como tal, tenía poder de decisión por el acuerdo tácito con los otros.

—Bueno Félix. Ahora sí. Tú mismo te has puesto la cadena. Ya no puedes dejarnos.

Miguel dijo aquello con tal gravedad, que Félix ciertamente se creyó atrapado. Su rostro palideció.

—Cómo puede ser eso, don Miguel. No estoy de acuerdo. ¿Acaso no soy libre?

El pintor se echó a reír.

—Por supuesto que eres libre. Bendita cadena la del arte, que además da de comer. Naturalmente. Tu obligación con nosotros es más moral que otra cosa. Entre tú y yo no hay ningún contrato. Es lo bueno. Tú mismo serás quien te ates a ese tren, porque no quieras dejarlo. Has empezado a triunfar.

—Es lo que yo quería.

—Por eso.

La dependienta atendía a unos clientes.

A través de la balaustrada, en el entretecho se veía a otra mujer ordenando las estanterías. Una escalerilla de madera llevaba hasta el reservado, y del techo pendían por unas tiras metálicas, todo tipo de figuras y obras de arte. Todo alrededor estaba hasta los topes. Hasta las paredes se tapaban de tanto cuadro.

Miguel pasó a Félix a una pequeña habitación sin ventanas ni salida alguna. Encendió la luz. En ella sólo había, aparte de la lámpara, una mesa, una silla y un minúsculo mueble. De aquella especie de armarito sacó dos copas y las llenó de vino.

—Por ti Félix.

—Lo mismo don Miguel. Por usted.

Ambos alzaron el vino, y el pintor apuró el suyo.

—Llámame Miguel. Dejemos el don para otros.

—Gracias Miguel. Si en algo puedo ayudarte…

—Ya lo estás haciendo… A propósito, una cosa… Alguien me ha pedido, si fuera posible, una de tus figuras a tamaño natural. Toda una estatua.

Félix se sintió halagado. Qué más quisiera él, pero aún no se veía de aquella tesitura.

—No sé que decir —Se encogió de hombros—. Nunca lo he hecho. Tampoco lo creo muy conveniente todavía.

—Alguna vez será, no. Al fin y al cabo, qué cambia, ¿las proporciones?

Félix sonríó por no reírse.

Habían sa1ido de nuevo a la tienda. Las dos chicas los miraban a hurtadillas. Luego comentaron lo que fuese.

—No es sólo eso, que ya es mucho. Es que no dispongo de los medios.

Los dos se habían acercado a la puerta de salida.

—Supongo que no lo dices por el material.

—Bueno, también. Depende del que se trate.

—Desde luego, como el mármol no hay nada. Pero eso son palabras mayores, o me equivoco.

Félix miraba al exterior sobre el escaparate. La gente iba y venía con prisa. No obstante, pocos se libraban de volver la vista, atraídos, sobre la tienda.

—Supones bien. Esculpir la piedra tiene su dificultad. Y es muy ruidoso. No dispongo de un sitio adecuado. Además, como te digo, nunca lo he hecho. Un material muy delicado el mármol.

—El sitio no es problema. Yo puedo proporcionarte un taller en condiciones. Y si quieres puedes hacerla en barro. Todo es cuestión de pasarla luego a bronce o a mármol artificial.

—Aun eso, en mis condiciones de ahora sería problemático.

—Entonces… ¿Te atreves o no? Te aseguro que te compensará de sobra. Todo te será pagado y bien pagado.

Félix aceptó. Poco tenía que perder. Menos aún, con la seguridad que le inspiraba un padrino como Miguel.

Hete aquí al muchacho frente al bloque de piedra, lleno de polvo hasta los ojos, con un pequeño cincel y un martillo, golpeando. Si te equivocas, adiós faena. 0 sacas algo distinto, o como remate has de modificarlo, para obtener una estatua más pequeña. También había sus trucos, pero muy complicados.

El estudio que miguel le proporcionara era de uno de sus asociados. Estaba anexo a una casita en las afueras, que por lo visto, su propietario sólo usaba ocasionalmente. Félix tendría acceso al taller, pero no a la vivienda. Cada día se trasladaba desde su hospedaje, para permanecer allí todo el tiempo. Hasta comía en el estudio.

El grupo escultórico elegido por el cliente, no era ni mucho menos de su preferencia. Qué más le daba, también era obra suya. Si lo sacaba adelante, el éxito no iba a ser menos. La ingente tarea requería de paciencia, habilidad, y mucho de ingenio. Sólo embastar la escultura, significaba, infinidad de medidas y formateos señalando sobre el bloque. Nada fácil. Pero lo bueno vendría después, a la hora del perfilado y el pulido.

Al tercer día, cuando Félix llegó a la placita, encontró allí, sentada bajo el porche, nada menos que a Gabriela. Qué podría hacer en aquel sitio y aquellas horas. Casi estuvo por disimular y volverse. Con el casco, pensó, no podría reconocerlo. No le dio tiempo a nada, Gabriela se irguió para gritarle:

— ¡Félix! ¡Soy yo!

— ¡Ya lo veo! ¡Ya lo veo! —dijo él desde la moto todavía en marcha.

Lo que le faltaba. ¿Vendría realmente a importunarlo, o era otro el motivo? ¿Y qué otra cosa podía traerla hasta allí?

— ¿Cómo has dado con este sitio? No te habrás perdido…

Gabriela sonrió, y fue a su encuentro. Marcaba sus pasos, ondulándose toda entera de la forma más natural. Calzaba unas deportivas, y vestía una blusa azul ajustada a la cintura que no acertaba a cubrir. Sus pantalones, a medio tobillo, también ajustaban cuanto podían.

Félix, al verla, pensó, que no hubiera estado mal posponer su encargo, y esculpir a la escultural muchacha. Menos trabajo le daría. Por lo pronto el modelo ya estaba acabado y en vivo, al tiempo se quedaría calladita para no entorpecer.

—He venido en el autobús. Me conozco todas las rutas.

— Que conocerás a los dueños de esta casa, no. Pues ellos no están.

—Conocerlos yo… Nada de eso. Tampoco estoy aquí por casualidad. Sabía que ibas a venir.

Ya parada la moto Félix permaneció sobre ella.

—No andarás vigilándome.

Ella se echó hacia atrás y se llevó la mano al pecho.

— ¿Yo…? ¿Por quién me has tomado? Pensarás que no tengo otra cosa que hacer. Si quieres me voy, eh.

Félix sonrió al tiempo que se quitaba el casco.

—Lo que quisiera saber es, cómo sabías que vengo aquí.

Gabriela acarició el manillar de la moto, y descansó su figura en una pierna y luego en la otra.

—No es nada extraño. Lo he sabido por Miguel Paredes.

— Miguel Paredes… ¿De qué conoces tú a Miguel?

— ¡Toma! De qué va a ser. Es amigo de toda la vida.

Félix puso la moto contra el muro, y le echó el candado.

En fin, después de todo era afortunado, tampoco conocía a mucha gente por aquellos lares. Cuántos hubiesen querido tener, así, sin quererlo ni buscarlo, una amiga como aquella. Pues de vulgar tenía bien poco. Quizá fuese por eso por lo que no la valoraba. Lo que poco cuesta poco se aprecia.

—Supongo que querrás entrar.

—Cómo no. Aunque ya he curioseado por la ventana, tiene la hoja entreabierta.

Fue traspasar la entrada y Gabriela quedó inmóvil frente al pedestal. En el bloque de mármol ya se adivinaban provisionales, las primeras formas.

Félix soltó el casco y se colocó la bata.

— ¡Pero chico! Las herramientas que utilizas son muy primitivas.

—Y qué quieres, no soy más que un principiante.

—Yo te puedo proporcionar lo que necesitas.

Ojalá fuera —pensó él.

—Por ahora, con las que tengo me basta.

Gabriela deslizó su mano por la rugosa piedra.

—No Félix, no. Con una cortadora y una esmeriladora trabajarás mejor.

—Yo ya tengo de eso. Lo que pasa que son miniatura.

—Tú no te apures, que yo te las traeré. Verás qué cambio.

Después de todo, eso sí tenía Gabriela, no era reservada en ningún aspecto.

Félix se sentó sobre la mesa.

—Me tienes intrigado. El otro día me dijiste, que sabias donde vivo. Hoy me vienes hasta aquí porque también lo sabes. ¿Cómo es posible, que antes de conocernos tú ya me conocieras? ¿Y cómo sabes que yo conozco a Miguel?

Gabriela cogió un taburete y se sentó a su lado. Muy dispuesta, comenzó a explicarse:

—Pues muy sencillo. Resulta que la escuela taller es mía. Quiero decir, de mi familia. ¿A que no te lo imaginabas? Miguel es conocido nuestro. Colabora con nosotros, y nosotros con él.

Félix se encogió de hombros.

—De todas formas no has contestado a mi pregunta.

—Espera y verás. Yo voy mucho por la tienda. Cuando entré y vi tus figuras, me sorprendió. No es habitual que entren tantas de un mismo estilo. Miguel me explica entonces, que son de un chico joven que empieza. Cuando me dijo tu edad más o menos y demás, me resultó interesante. El resto es fácil de suponer.

Gabriela le cogió la mano. Félix la apretó contra la suya y se la retuvo. Luego se levantó.

—Ya veo. Él fue quien te dijo donde vivía.

Ella se levantó, se acercó a él, y lo cogió por el brazo.

—No. De eso nada. Yo misma pude verte por la calle. Llevabas sobre la moto, una caja igual a la de las figuras que vi en la tienda, y supe que eras tú. El resto también fue cosa mía.

Félix, de pie sobre un taburete, había comenzado a golpear la piedra por la parte de arriba.

— ¿Y a qué se debió tanto interés?

—Ya te lo he dicho. Supongo que por curiosidad. Y por qué no, por envidia. No es corriente un chico tan joven con tanto talento. Ya ves que te soy clara. Además, ya te lo dije, estás muy bien.

—Pues ya está. Como siempre no dejas nada en el tintero. Eso no es muy recomendable.

—Tampoco sabes tú cuánto pueda contener mi tintero.

Félix rió para sus adentros. A saber cómo sería su tintero. Optó por no seguirle la corriente, de lo contrario, aquella locuaz obsesiva, no dejaría nada a su imaginación.

—Como verás, yo ya he empezado mi tarea. Supongo que tú no tengas nada que hacer.

—Hasta la tarde no. Voy a la escuela por las tardes. Si quieres puedo echarte una mano.

—Pero cómo me vas a echar una mano. Y ojalá. Qué manía. Bien poco puedes ayudarme en esto.

—Pues en qué entonces.

Félix rió. Ayudarle, ayudarle, no era la palabra exacta. Quizá, alguna que otra cosa, sí qué podrían hacer. ¿Pero cómo se iba a concentrar en su trabajo ahora si ella permanecía allí?

—Si tanta te ilusiona, en algo sí que podías ayudarme. Te vas tranquilamente, y me traes la comida para el almuerzo.

— ¿De verdad lo dices…? Pero yo como contigo.

Ya se iba, cuando Félix le preguntó:

—Entonces… vas a la escuela de monitora, no.

—Más o menos. Mi categoría, siendo menor, es mayor.

—Claro. La de hija del dueño.

Ella ya no lo oyó, había abandonado el estudio.

X

Hacía ya casi cuatro meses, que Félix dejara el pueblo. Su padre lo había acercado hasta allí con el furgón, donde llevaban la moto y un sin fin de cosas del muchacho. Estuvieron todo el día busca que te busca donde alojarlo y al final Félix se quedó en el sitio aquel, que vieran casi al principio.

Al despedirse, don Félix volcó en el hijo toda una sarta de consejos y le proporcionó el dinero que le solicitara.

—Ya sabes, esto que te doy sólo es un préstamo —le diría al darle el sobre.

Él nunca creyó de su padre, que se lo exigiera. Más bien pensaba, que aquello era un subterfugio para que le sacase todo el partido. Y no erró. Jamás sus padres le reclamaron tal cosa.

Más de un trimestre ya fuera de su casa, e igual que en el internado, el ciclo se repetía. Félix comenzaba a resentirse y a añorar Ponientes. Con la diferencia, de que en el internado la añoranza persistía en él todo el tiempo; su obsesión de entonces siempre era escapar de aquella jaula.

Más o menos, las cosas marchaban como él imaginó. Sus propósitos se cumplían con impensada fortuna. Es verdad, que los resultados no eran tan deslumbrantes como sus sueños, pero es que de tanto alimentarlos, se habían crecido quizá en demasía. Y no podía querer el oro y el moro. Cuando comentó a su padre como le iba y escuchó su voz emocionada por el teléfono, no le fue difícil adivinar que estaba llorando.

Su primer encargo de envergadura casi estaba concluido. Tan breve ejecución era de agradecer en parte a Gabriela. Fue ella quien lo animó a valerse de las máquinas, y se las había traído. De otra manera, a saber… Pero también eran éstas, pese a sus buenos servicios, las culpables del desaguisado.

La taladradora fue la causante de que la piedra rompiese por la parte de abajo. Un pie de la desnuda dama estaba roto, y seccionada la enredadera. Pese a aquello, la escultura, una mujer mirando por la ventana, quedó formidable. Sus estilizadas formas, la pose natural, y la expresión del rostro, la envolvían de un halo emotivo, que incitaba a mirarla y remirarla. Naturalmente que la ventana no era tal, sino algo simbólico, un medio marco, también de piedra. Lo soportaban los propios codos de la mujer, y una gruesa enredadera que se elevaba desde la base. Era ésta la que se había rajado. Qué lástima. Corregir aquello le supondría preparar un suplemento con la piedra sobrante y encajarlo al milímetro, para sobre él, cincelar de nuevo la parte dañada. Y otra dificultad, la unión no podía ser plana, que hubiese sido lo más viable, pues habría de simular una veta con la propia junta.

Cuando el remiendo estuvo en su sitio, todavía sin esculpir, el cubo de material en basto iba tan bien al conjunto, que parecía un elemento más de la obra. De no haber sido por lo que era, ni lo habría tocado.

No quiso saber más y abandonó del taller. Marchó carretera adelante, para virar luego hacia playa. Por ella corrió sobre la moto, medio atascado en la arena, hasta verle el fin. Se sentó sobre unas rocas, cara al mar, y dejó que vagasen libres sus pensamientos. El tiempo se le hizo joven, al aflorar de su memoria unos recuerdos que creía olvidados. Con qué claridad le vinieron a la mente sus días de niño, la escuela, y el momento, tan largo para él, en que pudo bailar el primer trompo.

Al parecer, era su sino, dar con ellas en los sitios más inesperados. Esta vez tocó el turno a Azucena.

Iba por la calle, con la moto a todo gas, y mira por donde, la ve que entraba en una tienda. Era una librería. Llevaba una carpeta bajo el brazo, y una bolsa, y ciertamente lo hizo con premura. No podía parar así como así y salir tras ella. Por más aprisa que lo hizo, mientras encontró donde aparcar y llegó hasta la tienda, Azucena se había esfumado. No la veía ni fuera ni en el interior. Estará más adentro, se dijo. Entró aprisa, impetuoso, para toparse con el mostrador y el paso controlado. Desde allí otearía el recinto sin alcanzar a descubrirla. Se dirigió a la cajera:

—Oiga, por favor…

La mujer lo miró un instante.

—La chica que entró hace un momento, ¿sabe si aún está aquí?

—Y yo qué sé. Tantas entran y salen… Véalo usted mismo.

Félix pasó al interior y se llevó el chasco. Allí no estaba.

¿Cómo podía ser? ¿Qué asunto tan fugaz la habría llevado al establecimiento?

De nuevo se acercó a la empleada.

—Perdone que le insista. Se trata de una chica pelirroja, con una carpeta y una bolsa de plástico.

La mujer lo miró interrogante.

—Sí, la conozco. ¿Y usted quién es?

—Bueno… soy… soy más que un amigo.

Ella dudó por momentos.

—Pues sí que ha salido. ¿Desea algo más?

—Es que necesito encontrarla, es muy importante.

—Qué quiere que le diga. ¿Y qué puedo hacer yo?

—Como ha dicho que la conoce, pensé…

—Sí que la conozco. Es la sobrina del dueño, ha venido por un encargo.

Vaya, cuánta sorpresa. No sabía él que Azucena tuviese familia en la ciudad. Menos aún que fueran los dueños de aquella tienda. La librería era una de las más importantes, la mejor quizá. Incluso tenía otras sucursales.

—Me haría un gran favor, si me indicara donde puedo encontrarla.

—Eso ya no lo sé, lo siento. Como no quiera la dirección de los tíos…

—Por favor.

—No sé si debería… En fin… calle Zarzos 91. Queda cerca del puerto. A lo mejor ellos sí que pueden indicarle. Suerte.

Y comenzó a teclear la caja registradora. No obstante, Félix aún no quedaba conforme.

—Y el piso, por favor.

—Ya es demasiado, no. Confórmese con eso.

—Pues muchas gracias, eh. Ni se imagina el favor que me hace.

La cajera torció el gesto.

—De nada…

Salió de allí ipso facto. La dependienta lo siguió con la vista, entre curiosa y condescendiente.

Eso le pasaba, por tener reservas con ella. Seguro que de otra forma, Azucena se lo habría contado todo con pelos y señales. Ahora lo veía claro, sin duda preparaba los libros para el nuevo curso. Dónde mejor. Lo que faltaba por ver era, si seguiría con las monjas.

Buscar aquella dirección, le llevó su tiempo. Tuvo que preguntar varias veces, y otras tantas equivocó el sentido de las calles.

Era un bloque de viviendas de lo mejorcito, pero no podría decirse que fueran de lujo. Empujó la puerta. El despacho del portero estaba vacío. A saber dónde encontrarlo, que por más que indagó no hubo forma. Pero lo peor era, que en tres de los buzones figuraba el mismo apellido, que el de Azucena. ¿Por cual se decidiría? Prefirió armarse de paciencia y esperar. Si ella venía a la casa, no podía tardar mucho, en la calle el calor agobiaba.

Hasta entonces transcurriría un buen rato. El mismo que él pasó a la sombra, delante de la casa.

Efectivamente, la vio bajar del autobús y acercarse. La muy perdida, no se percató de su presencia, hasta toparse con él.

— ¡Te pillé!

La cogió desde atrás por los costados, atrayéndola hacia sí.

Ella se zapeó sorprendida.

— ¡Vaya susto que me has dado, hijo…! Desde luego eres imprevisible.

—Y qué. ¿Ya te has venido?

—Eso parece. ¿Y tú, cómo es que estás aquí…? Pero déjame que te vea… Estás más moreno. Y más delgado —Le paseó la mano por el vientre.

—Claro, trabajo mucho.

Azucena puso cara de no creérselo.

—De forma, que no quisiste decirme donde estabas. No creas que no me di cuenta. Pues me ha dado que pensar, eh. Y ahora resulta que es aquí. ¿Para eso tanto misterio? Porque es aquí, no.

—Claro. Es que no quería que lo supieras aún, por si fracasaba.

—Pues vaya un problema. Qué tejemanejes te traerás, pájaro —Agitó su mano hacia él reprochándole.

Félix le acarició el pelo y la abrazó.

—Oye, no irás a quedarte con tus tíos.

— ¿Y por qué no?

—Digo.

—Pues no es que me vaya a quedar, es que ya estoy con ellos. He terminado los exámenes y el curso empieza ya mismo. No pienso volverme a Entresoles.

—Muy bien hecho —Le dio una palmada en el trasero.

Azucena lo instó a subir. Ninguno de los que allí había se sorprendió por las confianzas de los dos tórtolos. Y es que ella, casi desde que llegara, los tenía al corriente.

XI

Cuando Azucena le propuso ir al Santa María, él no tenía ni idea de qué podía ser. —Qué es el Santa María —Le preguntó. Se imaginaba un cine o un teatro, hasta un barco. Pero nunca un pub. Contadas serían las ocasiones en que él había pisado un pub. Y ella, con tan sólo un año que llevaba en la ciudad, ya conocía aquellos sitios… Seguro que no eran las monjas, quienes las llevaran allí.

Aquella tarde se fue con él al estudio. Nada más entrar y ver la estatua, lanzó un ¡oh! de admiración. É1 no había querido decirle nada.

— ¿Y esto lo has hecho tú…? Pero qué bien, qué bonita que es —Sonreía—. Yo me quiero casar contigo, Félix —Remató deseosa como una niña.

— ¿Y para cuando?

—Cuando tú quieras —No paraba ella de mirar la "mujer en la ventana"

—Por querer, querer, enseguida hacemos el zafarrancho, que para empezar no necesitamos unos testigos.

—Bueno —Rió ella abrazada a su cintura.

Muy a su pesar, la llevó después al apartamento. Ella quería saber sin dilación donde vivía. Y lo que son las cosas, en contra de lo que él pensaba, no sólo no se sorprendió de aquel revoltijo, sino que parecía gustarle. ¿Le gustaría de verdad, o es que lo consideraba un mal menor? ¿Como algo inherente al artista?

—Aquí estarás un poco estrecho, me parece.

—Y tú qué crees.

—No me digas que duermes en este sofá.

El butacón, que era azul oscuro, más parecía azul claro, entre lo descolorido y el polvo que acumulaba. Azucena se echó a probarlo.

— ¡Jesucristo! —Exclamó al darse la vuelta— ¡Cuánto polvo había en el estudio! Mira cómo me he puesto.

É1 reprimió una carcajada. Se sentó junto a ella, se dejó caer encima y la inmovilizó con los brazos.

—Y ahora qué. ¿Sigues queriendo que nos casemos?

—Por Dios Félix, que me aplastas. Esto es demasiado pequeño.

—Pues también tengo una cama, qué te creías. Y si no fuera bastante, ahí está la azotea.

La cogió en brazos y la llevó al dormitorio. Allí la dejó caer sobre la cama. Azucena quedó boca arriba, la vista inquieta recorriendo la estancia. El se tumbó a su lado.

De inmediato comenzaron a sobarse. Cerrados los ojos, los dedos los suplantaban sin compromiso, por los cuatro costados. Así estuvieron largos minutos, olvidados de decirse nada. Pasaban ya con creces del punto de no retorno, cuando Félix empezó a desnudarla. Ella se escabulló y saltó del lecho. Se quedó de pie junto a él, cogiéndolo de las manos, los pantalones a medio bajar y el pecho al aire. Félix contemplaba los erguidos senos y el istmo de su cintura. Tampoco le desmerecían el alabeo de sus caderas y su velado pubis. La mejor estatua que él nunca pudiera esculpir.

Ella lo veía con el pelo engrifado, con lo bien que peinaba, y la camisa hecha un lío. Con aquellos ojos ávidos, que eran tan pacíficos, y las ganas desbocadas de pelarla e hincarle el diente como a una manzana.

—Por qué te vas, Azucena.

—Me da mucho corte. Me miras con unos ojos…

Félix rió desarmado.

—Cómo quieres que te mire Igual te miro ahora, y no parece que te importe… ¿Quieres que apague la luz?

Azucena en respuesta, se sentó en el borde de la cama. No podía disimular su turbación. Félix se pegó a su espalda y la abrazó por los senos.

—Félix vámonos. No estoy preparada para esto.

—Muy bien, mujer. No creas que yo sea ningún experto. Con ésta y otra ya serán dos.

El Santa María era un local como cualquiera. Sin otra cosa especial, que los clientes que llegaran. Allí no había otro atractivo que la bebida y una trillada música. Menos por unos cuadros que cansaban las paredes de lo insulsos. Copias todos ellos de otros, futuristas, ramplones como ellos solos.

Y a Félix que se le antojaba, que ella se aburría… Llevaban sentados más de media hora, y ya había ido al servicio por dos veces. Se quedaba mirando al exterior por la ventana, como si sus pensamientos no estuvieran allí.

— ¿Qué te pasa? ¿No estás bien en este sitio?

—Estoy pensando.

—Ya veo… Pues sabes, pienso comprarme una vivienda.

Azucena, absorta, daba vueltas a su vaso.

— ¿Qué has dicho de la vivienda?

—De la vivienda nada. Que pienso comprarme una.

— Y cómo la vas a pagar.

—Ah… Eso es cosa mia.

— ¿Y para qué quieres una vivienda?

—Anda… Para qué va a ser. Dónde vamos a vivir si no.

—Tú estás chalado. De verdad te has creído que yo quiera casarme ya.

Félix enrojeció.

—Mujer, es lo que quieren todos los novios del mundo. A no ser que tú seas especial. Aunque todavía no sea, no está de más prepararse.

—No me veo yo en ese plan. No me atrae.

— ¿Qué buscas en mí entonces? ¿No querrías estar siempre conmigo?

—Sí. Pero también hay otras cosas que querría. Casarse es lo último.

—0 sea, que para ti yo soy una de tantas cosas.

—No es eso… No lo sé. Cambiemos de otro tema.

Por cambiar cambiaron a la barra y pidieron otra consumición. En esto estaban, cuando Gabriela vino a entrar por la puerta con una amiga. En cuanto vio a Félix, se fue hacia él que le faltaba el tiempo.

— ¡Félix! ¡Hola!

La pareja se volvió y Gabriela llegó hasta ellos. Y dijo:

—Anda, y ésta…

Azucena no la dejó terminar.

— ¿Qué pasa con ésta?

Dio impulso a su bolso, cogido por el asa, y le pegó con él en la cabeza con todas sus fuerzas. Acto seguido se marchó.

Al golpe, Gabriela se quedó lívida, y comenzaría a girar sobre sí, como que no sabía donde estaba. É1 la cogió por los brazos y la llevó hasta un sofá. La amiga se acercó.

De inmediato Félix abandonó el local. La vio calle arriba, y corrió hasta darle alcance.

— ¿Por qué has hecho eso?

—Para qué me lo preguntas —dijo ella sin detenerse.

—Claro que te lo pregunto. Ella nada te ha hecho, que yo sepa. No es más que una amiga, una conocida.

—Pues muy bien. No tengo nada que decir. Si tú tienes algo que decirme, ya me lo dirás otro día.

—Pero mujer…

Sin reconsiderarlo, Azucena se marchó.

Félix no acertaba a comprender. Había cosas en ella que no entendía, pero como aquello…

Volvió al local. Gabriela ya se había despabilado. Tenía un moretón en la sien y estaba algo tristona. Por lo demás, no aparentaba mucho disgusto.

Al ver a Félix, la amiga se excusó y se fue.

— ¿Qué hacía contigo ésa?

—Ésa… es mi novia.

—No me digas que es tu novia.

—Ya te dije que es muy celosa.

Gabriela dudó, antes de decirle:

—Yo la conozco. Ahora comprendo por qué se ha comportado así.

— ¿Que tú la conoces? Y de dónde. ¿Acaso no os lleváis bien?

—Félix, no sé si lo que voy a contarte te beneficiará o no. Desde luego, es algo que a mí no me incumbe. Si te lo cuento es por lo que siento por ti.

¡Vaya por Dios! Como siempre Gabriela no tenía pelos en la lengua. Que además conociera a Azucena y con aquel trance de por medio, era demasiado.

—Puedes contarme lo que tú quieras. Contar las cosas no las cambia.

—Bueno. Pues hace unos días entré al Colofón. Nunca me hubiera fijado en ella de no ser porque iba acompañada de un amigo mío,

— ¿Qué es el Colofón? ¿Qué pasa con tu amigo?

—El Colofón es un pub que está cerca de mi casa. Y mi amigo, pues eso, un amigo. El caso es, que allí estaban ambos sentados, dándose un morreo. Por mí, podían hacer lo que quisieran. Pero cuando ella se levantó, seguramente para ir al servicio, yo saludé a mi amigo, y él vino a donde yo estaba. Cuando ella volvió, se encontró el sitio. Pensaría que se lo había quitado. No nos dijo nada y se marchó.

—No me lo puedo creer. Ella no es capaz de eso.

—No lo sé, ni me importa. Cuando tú y yo nos conocimos, te dije que me importabas sólo tú.

—Déjate ahora de esas cosas, Gabriela. Esto es muy serio.

Sí que era grande aquello. Y no ya por sí, sino porque él estuviese ajeno completamente. Nunca hubiera pensado tal cosa de Azucena.

Aquella noche bebió más de la cuenta. Y lo hizo en compañía de Gabriela. No era por despecho, es que lo necesitaba. Quizá se pasaron. Se besaron, y estuvieron pegados el uno al otro, medio borrachos hasta altas horas.

—Gabriela…

—Sí Félix mío.

Pues ahora que lo decía, que no se descuidara mucho Azucena… —pensó él.

—Cómo es ese amigo tuyo.

— ¿E1 plan de tu novia…? No está mal. Un enrollao.

Al final hubo de llevarla a casa. No quiso seguirla hasta donde ella hubiese querido llegar, sobre todo con aquella embriaguez la enajenaba.

Al día siguiente, Félix se levantó temprano. Quería rematar la obra y entregarla cuanto antes. De terminar por la mañana, llamaría a Miguel, para que el comprador se hiciese cargo.

No había terminado de asearse, cuando llamaron a la puerta. Le sorprendió. Nunca nadie había llamado a aquellas horas, como no fueran los chicos que le servían el material, y él no tenía ningún encargo pendiente. A medio peinar, fue hasta la puerta y la abrió. Quién iba a imaginarlo. Azucena.

— ¿Dónde vas a estas horas, muchacha?

—Lo siento Félix.

—A mí no me digas eso. Pasa, que cierre la puerta.

—Qué te he dicho yo.

—Me has dicho, lo siento. Entre nosotros eso está de más.

Se sentaron en el butacón. Él la notaba muy inquieta.

—No he podido dormir. Me hubiese venido a medianoche. No lo he hecho, por lo que mis tíos pudieran pensar.

Tenía los ojos bañados en lágrimas y demacrado el rostro.

—Tranquilízate, mujer, que no llega la sangre al río.

Félix se fue de nuevo para el cuarto de baño. Se oyó caer agua del grifo y el zumbido de la afeitadora.

—Pues si tardas un poco más, no me encuentras. De momento me iba para el estudio.

—Félix, lo que pasó no es lo que tu crees.

Tenía la cabeza echada sobre el respaldo y los ojos puestos en el acceso al dormitorio, por donde abría el pequeño servicio. No paraba de llorar.

—Yo no creo nada. No sé más que lo que Gabriela me ha contado.

—Ah, ésa… Tu amiga, se llama Gabriela…

—Sí, así se llama.

Terminó de afeitarse y pasó a la alcoba, donde se cambiaría el albornoz por la ropa de diario. Azucena se acercó hasta la entrada con un pañuelo en la mano, llorando a lágrima viva.

—De verdad que no lo pensé siquiera, si no, jamás le hubiera pegado.

—No te atormentes mujer, todo vendrá a su sitio… ¿Te has tomado ya el desayuno?

Ella no dijo nada.

Félix salió, conectó el hornillo, y le puso la cafetera.

—Tiempo habrá para que le pidas excusas. Y si no, ya lo haré por ti. Lo importante somos nosotros, verdad.

—Claro. Por más que ella te contara no es lo que parece.

— ¿Qué quieres con el café? Tienes dónde elegir: hay magdalenas y magdalenas.

Al fin sonrió.

—Azucena, te voy a hacer sólo una pregunta: ¿tú con quién estás?

—Yo, contigo, con quién si no.

—O seas que me quieres.

—Más que a nada en el mundo. Tú lo sabes.

—Pues entonces, lo demás está de más. ¿De acuerdo?

—Pero es qué…

Félix la atrajo hacia sí cogiéndola por la barbilla. La miel de sus ojos era la de siempre. Sólo las lágrimas la trastocaban.

—Te vendrás conmigo al taller, no.

Terminado el desayuno salieron. La moto más que rodar voló por las calles desiertas. El fresco de la mañana se hacía sentir con el viento, y Azucena se pegaba a él tiritando, pese al abrigo, toda destemplada.

Después tuvo tiempo de contarle con creces, él ensimismado en su obra, todo lo que Félix no le preguntó, o lo que no tenía por que. Pero si ella así lo estimaba tampoco estaría de más.

Conoció a aquel chico antes que a Félix. Fue un fin de semana, al poco de estar en el colegio. Le habían dado permiso para ir a la playa con la prima y sus amigas. Quedarían para salir con unos muchachos, entre los que se hallaba el amigo de Gabriela. Siempre lo hicieron en grupo, hasta que Azucena y él hicieron por separado. Un par de veces. El devaneo no pasaría de una amistad, el curso terminaba y ella se fue. Luego vino Félix y cambió su vida. Sin embargo, al volver ella para los exámenes de Septiembre, sin noticias de él, ni que éste pareciera querer dárselas, quedó confusa, y pensó que era el final. Había experimentado con Félix, lo que era sentirse querida por un hombre, y ahora todo aquello se esfumaba. Qué mal había en mitigar su tristeza junto aquel amigo, mientras tanto. Pero ocurrió, que éste quiso propasarse, llevándola hasta lo que ella en realidad no sentía.

—Te lo juro Félix, no hubo más de lo que Gabriela te contara. Al llegar tú me devolviste la vida. Qué podía decirte. Qué importancia tenía aquello ya. Tan sólo malos entendidos.

Azucena, sentada sobre el banco, las manos en el filo, movía al aire sus piernas, en tanto que él no paraba de pulimentar.

—Ya te has quedado tranquila, no. Pues ahora no estaría de más que me echaras una mano.

—Todo eso tienes que decirme… Te estás riendo de mí, o qué…

—Pues claro, no ves como me río. Anda y no te quedes ahí parada. Ayúdame en algo.

— ¿Y en qué te puedo ayudar yo?

—Habrá que recoger todo esto y limpiar un poco, si no, no me dará tiempo. En cuanto acabe, llamo a Miguel.

— ¿Y quién es Miguel?

—Miguel es el culpable de que yo esté aquí.

—No te entiendo.

—Es Miguel Paredes, un pintor. Él me ha abierto las puertas al mundillo del arte.

Azucena, muy diligente, recogía y ordenaba a su criterio, pues Félix seguía encerrizado con su "Mujer Asomada a la Ventana", que parecía olvidarse de que ella estuviera allí.

—Oye Félix.

Félix ni se enteró.

— ¡Félix!

—Qué quieres.

—Pues hijo… Si parece que en vez de estar conmigo, estuvieras con tu estatua.

—Pero no estás viendo lo que me queda todavía —Señaló con la gamuza.

Ella no se dio por enterada y prosiguió:

—Oye… ¿Gabriela también ha estado aquí?

—Gabriela… Sí. Sí que ha venido. Ella fue quien me trajo las máquinas. Y sin que yo se las pidiera.

Azucena agitó la escoba con frenesí, levantando una polvareda que hizo toser a Félix.

—Ya… ¿Y en el apartamento… también ha estado en el apartamento?

—Cómo iba a estar en el apartamento. Qué tiene que ver ella allí.

—Ah, no sé. A lo mejor te ha llevado alguna cosa.

—Mujer, no me compliques que me desconcentras —Agrió la cara.

—Lo que no entiendo es, por qué ésa, tiene que meter las narices donde no la llaman.

—Eso sí que es verdad —Sonrió—. Yo no la he llamado en absoluto.

—Qué poco expresivo eres, hijo… Y eso que eres un artista.

—Pregúntale a ella, no se anda con rodeos.

— ¡Anda ya!

Tiró la escoba contra la pared, y ya no la recogió. Se plantó frente a la ventana, puso los codos en el alféizar y se quedó mirando a fuera.

Al notar la pausa, Félix se dio la vuelta, y no daba crédito a lo que veía. —Hay que ver, ni a caso hecho, si parece enteramente la mujer de mi estatua— Se le aproximó por detrás y se pegó a ella hasta abarcarla, rodeando sus senos con los brazos.

— ¡Pero qué haces Félix! Desde luego eres imprevisible.

XII

Desde la ventana, la pareja vio aparecer el automóvil, ambos ausentes, como si no le hicieran aprecio. Surgió de repente por la carretera, pasados los cañaverales, y ahora venía hacia la casa. Era de color negro, con guardabarros y adornos plateados. Miguel tenía el detalle de venir al estudio.

Un cielo plomizo tamizaba la luz, que tornaba ensombrecido al paisaje, y todo estaba quieto y en suspenso, como lo estaba el día. El horizonte del mar a lo lejos, aparecía oscuro y difuso como una raya emborronada.

—Es Miguel. Has visto, ni siquiera ha esperado a que yo vaya.

No haría más de media hora desde que Félix lo llamase desde la estación de servicio. Se vino a toda prisa, porque ella, por nada del mundo quería quedarse sola allí, y eso que el teléfono sólo quedaba a medio kilómetro.

El coche entró, sus ruedas crepitando sobre la grava, con majestuosidad, y se detuvo ante la casa. El pintor bajó del vehículo, y movió sus pesadas piernas hacia el estudio. Félix se mantuvo quedo bajo el quicio, esperando.

Miguel no se detuvo en alabanzas. Nada más ver la obra, le dio su aprobación. De más sabía que aquello era, en grande, la misma figura que él ya había examinado. Sacó un cheque y lo tendió a Félix. Había saludado a Azucena de pasada, quien se mantenía al margen. Félix miró el documento. Su cantidad era la estipulada. De inmediato se la presentó.

—Esta es Azucena. Mi novia.

—Mucho gusto.

Miguel le tendió la mano.

Ella se la retuvo, y le dio un beso.

—Encantada.

—Félix es un hombre con suerte —dijo contemplándola—. Y lo mismo te digo, Azucena.

—Muchas gracias.

No se prodigó demasiado. Al poco se fue. Antes de salir, invitaba a Félix a la tertulia que compartía con un grupo de artistas. Por supuesto, insistió en que ella también fuese. Además les traía una buena noticia. Preparaban una exposición en común. Una exposición abierta a cualquier modalidad. Si Félix quería exponer, podía hacerlo con algún trabajo actual, o con los ya realizados, no tenían por que ser inéditos.

Miguel quedó en el encargo de llevar al cliente allí, quien se haría cargo de la obra por sus propios medios. Ya para entonces, Félix y Azucena estarían ausentes.

Ambos se quedaron de pie en la explanada, entrelazados, mientras el coche se perdía por los cañaverales. Una ligera brisa jaleaba las hojas de los árboles, y en el cielo se abrían algunos claros. La casa más próxima estaba tan lejos, que parecía una paloma posada entre el verdor de los campos.

—Félix… ¿Cuánto vale tu estatua?

É1 tenía puestos los ojos en la lejanía.

—No tiene precio.

—Entonces, cómo la has vendido.

—La he cambiado por una cantidad simbólica. La que yo he querido darle —Sonrió—. Justo lo que el cliente puede pagar.

Azucena no se aclaraba.

—Y de cuánto se trata.

—Su precio ha sido, de algo más de un millón. Que queda en eso, cuando dé a Miguel su parte.

Ella abrió mucho los ojos, y miró al perfil de su cara.

— ¡Un millón! ¿Te quieres quedar conmigo, o qué?

—Por supuesto que me quedo contigo. Pero es eso lo que Miguel acaba de darme de parte del cliente.

— ¿Tanto, Félix?

— ¿Te parece mucho…? Si cuentas el trabajo, el material, y la valía artística… Pues esto no es un consumible de serie. No es mucho.

—Para mí, sí que lo es.

—Pues ya lo sabes, si lo necesitas…

—Si lo necesito, qué…

—Pues que aquí lo tengo —Se palpó el bolsillo de la camisa.

No estaría bien haberle dicho que se lo buscase ella, pero tampoco se lo iba a dar por la cara. Sólo algo en común, merecería tal generosidad.

De momento, mejor era que se lo guardase.

Ni siquiera mientras se ocupó en la estatua, había abandonado sus pequeños trabajos. Además, ahora tenía ante sí un nuevo reto. Habría de inventarse algo especial para la exposición. No podía llevar cualquier cosa. Azucena le había sugerido que, dado el éxito, se dedicase más a las obras grandes, y también a la pintura, que según decía, se le daba tan bien.

Era el caso, que la escultura, al menos para él, era más rápida de realizar. Aunque eso dependía mucho del modelo. Los suyos casi nunca eran reales, sino el producto de su imaginación y sus recuerdos, lo que le daba más mérito aún. Pero esta vez no habría dificultades, ahora tenía su modelo ideal, Azucena. Cuando se lo propuso, ella lo tildó de disparate, Por lo concerniente a ella no era capaz. Sentiría vergüenza de que la reconociesen en la obra.

—Mujer, eso es algo muy subjetivo. Si para ti puede más ese falso pudor, pues no es real si lo piensas un poco, nada puede hacerse. En mi opinión, ser elevada a la categoría del arte está muy por encima. Nada tiene de exhibicionismo.

—No sé, no sé… Tendrías que prometerme, que si terminada la obra, yo no quiero que la exhibas, no lo harás.

—Pero en ese caso, para qué serviría. Como no la contemplemos nosotros…

—Tampoco iba a pasar nada.

—Si así lo prefieres, puedo sustituir tu rostro.

—Anda ya por ahí. 0 todo o nada. ¿Si no, para que quiero yo que me esculpas?

—Pues como tú quieras. Ya me apañaré sin ti.

Ella se hizo sus cuentas y acabó por acceder.

—Está bien, hala.

— ¿Seguro? —Ella asintió—. Pues venga, en primer lugar habré de hacerte un boceto.

— ¡¿Pero, ahora mismo…?!

Dicho y hecho. Félix no perdía el tiempo.

Le hizo colocarse en el pedestal encima de una manta. Sentada sobre sus talones, arqueada la cintura, sostenía entre las manos un cuenco. Tenía extendidos los brazos a la altura de su rostro, en actitud oferente. Una postura incómoda. Félix dibujaba con rapidez, no fuera que se cansase. No lo lograba.

Aquello no estaba bien. Tener desnuda ante sí a la mujer de sus sueños, y sólo aprehenderla con aquellos instrumentos tan impersonales. No era capaz. Se quedaba mirándola con fijación, para ordenarle corregir la pose una y otra vez. Y es que, tan sólo podía desearla.

— ¿Qué pasa Félix, no lo hago bien?

—Demasiado bien lo haces.

—Entonces…

Se acerco a ella, le arrancó la manta de debajo y la extendió en el suelo. Luego le indicó que se echase.

—Pero bueno… Vas a cambiar ahora… ¿No te gusta la pose?

El se desnudó en un santiamén. Se recostó contra ella y la recorrió con las manos. La besó y la apretó contra sí hasta no poder más. Cualquier inconveniente se disiparía en Azucena, que no se anduvo con chiquitas, y se ensamblaron con frenesí. A su término, un viaje alucinante concluía; tan efímero, que ambos quisieron repetirlo. Después, Azucena quedó desarmada sobre el suelo, toda en abandono, las piernas abiertas y desprotegida de sus manos. Mientras, Félix la besaba, al tiempo que profería palabras inconfesables.

—Bueno, y ahora, ya sin pegas, a trabajar.

Ella se mesaba los cabellos, e intentaba quitarse el sudor, restregando la piel con las manos.

—Debería arreglarme un poco.

—No hace falta, no te preocupes —Sonrió—. Así queda más natural.

Comenzaron de nuevo, y con mejor tino. Félix la bosquejó sobre la lámina sin ningún problema. Ahora habrían de repetir desde otros ángulos.

—Relájate ya. Te concedo un descanso.

—Pues qué bien. Lo que el señor mande. Que sepas, que no me he cansado en absoluto.

Y cómo iba a cansarse, si pareció, que el lápiz de Félix, más que dibujar, volara.

Deshecha su postura, Azucena se sentó ante él, expectante.

—Sabes, pienso ir a Ponientes. Si quieres puedes venir. De paso ves a tus padres, no —dijo Félix.

—Ni hablar. Tengo cosas que hacer, y no hace tanto que he visto a mis padres. Tú ves el tiempo que estoy perdiendo contigo, pues luego tendré que recuperarlo.

É1 rió para sus adentros.

—Vaya por Dios. Eso sí que no me lo esperaba. De forma, que conmigo pierdes el tiempo.

—Según se mire, sí.

—Pues muy bien, eres libre de elegir como pierdes o ganas tu tiempo. De todas formas…

Ella se le quedó mirando.

—Parece mentira, eh. Qué poca sensibilidad, pese a tanto arte.

Félix se aproximó, y la cogió por la cabeza, cobijándola en su pecho.

—Qué serías capaz de sacrificar por mí, dime.

—Cualquier cosa. Todo.

—Por qué temes entonces, a perder tu tiempo.

— ¡Anda éste! Es que yo también tengo mis proyectos.

— ¿Y prefieres que nos los apañemos, cada cual por nuestro lado?

—Pero qué estás hablando, hombre. Bien poca falta te hecho hasta ahora. La misma que tú a mí.

—Eso es lo que tú crees. ¿De qué nos queremos si no?

— ¡Vah! Como siempre, todo lo confundes.

Y Azucena se dispuso para posar la siguiente tanda.

XIII

Viajar en moto hasta tan lejos, por demás que la máquina no era nada extraordinario, no es ninguna fruslería. Más bien era, digno de encomio. A mediados de Noviembre las temperaturas son frescas. Si a esto se le añade, el ir corriendo al aire libre sin parar en varias horas, el motorista habría de hacer un largo esfuerzo para no quedar engarrotado.

Entró en el pueblo como cualquiera, anónimo entre el casco y la prisa, que nadie lo reconocería. Sus ganas de llegar le hacían darle a la moto, que iba a toda máquina. La gente se volvía por el estruendo y quedaba con la boca abierta.

Como es lógico, en su casa no lo esperaban.

Tocó el timbre, y la madre salió casi de seguida.

— ¡Jesús, mi Félix!

Más que abrazarlo lo atrapó contra ella y lo colmó de besos.

— ¡Ay mi Félix!, ¡¡mi niño!! Entra que vendrás cansado —Luego lo miró sorprendida—. Pero qué delgado que estás, hijo. Es que no comes bien.

—No exageres, mamá.

La madre comenzó a quitar las cosas de la mesa.

—Lo primero es lo primero. Venga, que ahora mismo te vas a tomar un vaso de leche.

—Mejor después. Todavía no.

Sentados a la mesa, su madre le preguntó mil cosas. Félix, más parco, sólo se interesaría por el padre y el negocio.

—Y entonces…, esa muchacha… Tu novia. ¿Cómo es?

El hijo movió la cabeza.

—Se llama María Azucena, mamá.

—Eso. Que se me había olvidado.

—Pues muy apañada. A ver si un día pudiese venir y la conoces. Ya sabes que ella estudia y no dispone de mucho tiempo.

La madre hizo un gesto de resignación.

—Y tú…, dime la verdad, ¿marchas tan bien como dice tu padre?

—Mejor todavía… Para ser primerizo.

Acto seguido, Félix fue a su habitación, si no, le faltaba algo. Todo estaba como siempre. Sus libros, las raquetas y el balón, su cama, su mesa… Hasta el cesto de los papeles permanecía tal cual. Sólo los útiles de arte y sus ropas, brillaban por su ausencia.

Se tendió en el lecho y comenzó recorrer con los ojos uno a uno los detalles de la estancia hasta quedar dormido.

La tarde finalizaba cuando salió.

¿Y a dónde dirigirse? A cualquier sitio desde luego. Pero antes que ninguno, El Banco de Piedra era lo obligado. Aunque debería hacer frío en el banco ya. Peores las había visto. ¿Y el gustazo de encontrarse con sus compañeros?

La casualidad quiso que Julio estuviera allí. También era una casualidad que no conociese a ninguno de los que lo acompañaban. Habían encendido un fuego en el rincón, y frente a él permanecían, con unas grandes piedras por asiento.

Entró sin decir nada, hasta colocarse tras ellos.

—Pues estáis como para molestaros.

Los otros se volvieron sobrecogidos.

—Anda, pero si es Félix… —Julio se puso en pie y lo abrazó.

—Que tal, viejo —Correspondió él.

—Acércate y te calientas, hombre, que estás en tu casa.

—Pues no parece que estéis helados.

Se abrió sitio, se agachó junto a la lumbre, y comenzó a frotarse las manos.

Julio le tocó en el hombro.

— ¿Sabes que ya me casé?

Movido de la sorpresa Félix se levantó.

—No, no es verdad.

—Que sí hombre, si lo sabré yo.

—Pues enhorabuena. Y que sea para bien.

—Se agradece.

A los pocos minutos los otros se marcharon. Bien fuera porque así lo deseaban, o porque vieran que Julio y Félix coparían todo el cotarro. Tampoco iban a estar ellos para las sobras.

Julio le echó el brazo por encima.

—Pareces cambiado. Qué tal te va.

—Bastante bien.

— ¿Quiere decir eso, que has logrado tu empresa?

—No sé qué decirte. Mi empresa, o mi empeño, que es lo mismo, nunca estará lograda.

—Pero ya marcha.

—Claro. Tú sabes que soy consecuente. También es verdad que he sido afortunado. ¿Y tú?

—Pues ya ves, igual que siempre. Sólo que ahora estoy casado, y somos dos. Estoy en la gloria.

—Pues a mí me extraña que estés aquí.

— ¿Por qué? De todo quiere Dios un poco. Siempre que llevo el caballo a lo de mi padre, me vengo un rato.

Del fuego ya sólo quedaba un rescoldo. No pararon de hablar en un todo el tiempo, que parecía que discernieran algo muy trascendente. Tanto se extendieron que el frío no les compensaba ya, la escueta provisión de leña se había agotado. Por eso se fueron.

Como en tantas ocasiones, caminaban pasando calles, una tras otra, taciturnos, agotado ya lo que tenían que decirse. El zipizape llegó hasta ellos con toda nitidez. Al doblar la esquina, miraron curiosos, y quisieron acercarse allí. Una maraña de felinos maullaban desgañitados, y bufían, que no paraban. Peleaban todos contra todos, tan igualados, que al parecer ninguno obtenía ventaja. Cualquiera sabe, si la contienda no era por motivo de la gata, que a solas sobre un muro, esperaba el resultado, ahíta ya de soltar tanto lamento, y de tanta imploración. 0 quizá fuese, por tan poca cosa, como un trozo de pescado que escapase a la basura. Fuese como fuese, dieron la nota, pues varias ventanas se iluminaron, y alguien desde muy arriba vino a soltarles un cubo de agua. No hubo paz más certera.

—Animalitos. Seguro que ya no vuelven —dijo Julio.

Llegaron al sitio en que los animales estaban. Un poco más allá, el trozo de merluza permanecía intacto.

—Fíjate —Se maravillaba Julio—, ninguno gana la pelea, ninguno lo toca. Como caballeros.

—Porque estarían hartos de comer. Seguro que no peleaban por eso. Tú fíate de los gatos. Cómo no tienen revueltas.

Hasta los cinco días, Azucena no volvió a ir al apartamento. Contó a Félix, que el comienzo de curso les había ido fatal. Por lo visto, los profesores, sin excepción, habían entrado de lleno a impartir materias, y los alumnos estaban de lo más agobiados. Quizá ella no entendía, que aquello no era extraordinario, sino la diferencia entre un colegio de monjas, y la universidad.

—Pues nosotros, en el colegio, sólo empezábamos a preocuparnos, cuando nos anunciaban el primer examen —dijo Félix.

—Y quién te dice a ti que yo esté preocupada. Lo que estoy es harta, que no es lo mismo.

—Pues si ahora estás harta, cómo estarás a fin de curso.

É1, de pie ante el banco de trabajo, retocaba una pequeña escultura. Más allá había otras en marmolina, que esperaban su turno para embarcar, camino de la tienda. Era tarde. Había vuelto del estudio, y para completar, se enfrascaba en esta otra tarea, como si temiera aburrirse. Mientras tanto, ella, desde el butacón, lo observaba en silencio. Le maravillaba, la facilidad con que las formas salían de sus manos, diestras como las de un prestidigitador.

—Nunca has pensado en hacer un belem.

A Félix en absoluto le sorprendió su pregunta.

—Claro que sí. Y no lo veo muy rentable. Requeriría su tiempo y con suerte, se vendería en Navidad. Fuera de esas fechas no hay demanda.

—También por separado, esas figuras pueden ser interesantes.

—Sí, pero huelen a lo que son, a belem. Nadie las prefiere fuera de su época.

—Eso será lo que tú te figuras.

—Más que nada lo sé por la tienda. Mi padre también vende estas cosas. Incluso yo le he proporcionado obras mías.

Por fin terminó con las figuras, y se sentó junto a ella.

Azucena no se sentía mal en aquella caótica estancia. Había terminado por ver las cosas de Félix tan habituales, como si fueran propias. Sólo había algo a la que no se acomodaba, la falta de una cocina, por pequeña que fuese.

Preparó café para ambos en el hornillo, y lo trajo hasta el butacón en una bandeja.

Mientras lo paladeaba, Félix comenzó a decirle:

— ¿Tú conoces a mi amigo Julio? El de Ponientes.

—Y cómo voy a conocerlo. Para una vez que he estado allí, sólo pude hablar contigo y poco más. Pero ya que lo dices, quiero recordar, que preguntaste por él a aquellos dos en el "Banco de la Piedra". Menudo interés tenías tú en que yo me relacionara.

—Tienes buena memoria, eh —Le puso la mano en la pierna—. Pues sabes, Julio se ha casado.

—Mira tú qué bien. Y no les irá mal, verdad.

—Si te cuento lo que me ha contado es, porque es digno de contar.

Y es que me estás contando algo —se dijo ella.

Félix prosiguió.

—Resulta, que antes de conocerla a ella, tenía unas pretendientas, dos concretamente, que lo traían por la calle de la amargura. Todo esto según él. Por la boda, la que ahora es su mujer tuvo la osadía de mandar un regalo a cada una. ¿Y a que no sabes lo que les mandó?

—Yo qué sé. ¿Algún recuerdo de la ceremonia?

—Efectivamente. Como si un hubiera sido. Ni más ni menos, se entretuvo, en mandarles, en dos cajitas de las que repartían en el banquete, con sus nombres, el signo de los anillos y demás, sendas cajas de preservativos.

—Pues vaya cerda.

—Mujer, no vayas a creerte que los condones eran usados.

—Sólo faltaba eso. Entonces ya, como para meterla en una zahúrda.

—Tampoco la juzgues así. Seguro que todo lo hizo por amor a Julio.

— ¿Y él lo sabía?

—Qué va. Se lo dijo después. De saberlo ni se lo hubiera consentido, aunque sólo fuese por la fábrica.

— ¿Ah, pero también había de por medio una fábrica?

Félix rió a carcajadas.

Ella se amoscó un poco, pero acabó contagiándose de la risa.

—Dónde está la gracia —dijo al cabo.

—Porque no. No es que ellos dispusieran de ninguna fábrica. Sino que es donde todos trabajan.

— ¿Y eso es tan gracioso…? Qué tiene que ver de todas formas con lo de los preservativos.

—Con los condones nada. Pero si aquello llegaba a saberse allí, lo mismo hubiese sido perjudicial para él. Ocupa un puesto muy importante.

—Pues vaya cosas que pasan en Ponientes.

XIV

Salieron para bajar al otro piso y coger el ascensor, pero no funcionaba. Bajarían entonces por las escaleras, y en el siguiente escalerón se besaron. Siguieron bajando, y al siguiente volvieron a besarse. Bajaron y bajaron y se besaron y se besaron. Por las seis veces que lo hicieron, es fácil adivinar que el edificio tenía seis plantas. Más el ático, que eran cuentas aparte.

Fuera ya del edificio, caminaban en busca de la moto, cuando del banco que estaba junto a un jardín, se levantó un sujeto de no muy buen pelaje. El individuo habló:

—Oye, por qué no me dais para pasar la noche.

Félix le contestó raudo.

—Lo siento, pero lo poco que llevamos nos hace falta.

—Y por qué no me la das a ella.

Señaló el gamberro a Azucena, mientras soltaba una risita sin ninguna gracia.

—Parece que te has pasado un poco, no. ¡Anda y vete por ahí! —le gritó Félix.

—No señor, yo no me voy. Yo estaba aquí antes.

Y el mala saña se acercó del lado de Azucena y comenzó a oscilarse, hasta rozarla con su cuerpo.

El pronto de Félix no fue cualquier cosa,

— ¡So hijo de puta! ¡Por esta noche has acabado!

Y de un empujón lo mandaría a tres metros, justo sobre el banco. Eso no fue todo. Acto seguido se fue hacia él y comenzó a darle puñetazos, con tal ímpetu, que aquel atrevido quedó inerme, para luego pasar sin vacilaciones, de las manos de Félix a los brazos de Morfeo.

Fue entonces cuando el compinche se le acercó. Al parecer había permanecido medio oculto entre los árboles. Se puso tras él, y comenzó a dar patadas al pobre Félix, que cayó sobre del socio, desriñonado. También le sangraba una rodilla. Azucena se puso a gritar, que la llevaban los demonios. El granuja se olvidó hasta del colega y salió corriendo. Mientras tanto, Félix, por los suelos, se quejaba del dolor.

— ¡Ay Félix! ¡Qué te han hecho!

—Me duelen mucho los riñones. Haz algo, que no lo soporto.

—Y qué puedo hacer, mi vida, si por aquí no pasa un alma.

—Llama un taxi.

Azucena se alejó en busca de un teléfono. Mientras, Félix lograba ponerse en pie y parecía soportar el dolor.

En el hospital le apreciaron dos costillas rotas y numerosas contusiones por la cintura. Ni que decir tiene, que de allí no salió en varios días.

Azucena siempre iba a visitarlo antes de comer. Con aquellos andares impetuosos, que más que ir a prisa daba la sensación de ir huyendo. Y llegaba a la puerta de la habitación, satisfecha, como si hubiese conquistado el hospital.

—Qué buenas vacaciones, pájaro.

—Para que tú veas. "Cuando seas padre comerás huevos fritos".

Pese a todo, Azucena rió. Félix estaba sentado en la cama, muy erguido, con el ortopédico corsé y la rodilla inmóvil. Ahora no sentía ningún dolor, y en su descanso no tenía estorbo. Sólo la incomodidad de la singular faja, era un inconveniente.

— ¿Cuándo te dejarán salir?

—Si te soy sincero, no tengo ninguna prisa. Necesitaba tanto descansar… Y es que no hay mal que por bien no venga.

Ella se sintió complacida.

—Tal como lo llevas, con ese artilugio, no esperes moverte demasiado cuando salgas de aquí. Al menos un mes no hay quien te lo quite.

—Veinte o veinticinco días.

Azucena sacó de una bolsa, dos refrescos y un yogur, y los depositó sobre la mesita.

—Mañana es cuando te dan el alta, no. 0 no lo sabes.

—Casi seguro. No creas que cuando salga de aquí me voy a estar quieto. Usaré las máquinas o traeré una grúa si fiera preciso, pero pienso estar en la exposición de la forma que sea.

—Allá tú. Si te quedas inútil… tú sabrás.

Ella le hacía olvidarse, de la tristeza que, pese a no manifestarlo, le tenía cogido. Estaba con él, tan juvenil, con aquel abrigo azul que le venía como un guante, la falda roja que no tenía desperdicio, y aquellas piernas veladas con medias negras. Para que más. Pues no obstante, también traía unos zapatos charolados de lo más resultones, unos pendientes que le asomaban por el pelo, rojos como cerezas, y la cadena de oro que él le había regalado. Y Félix, que allí bien poco tenía que mirar, la miraba a ella, el mejor regalo de su buena fortuna.

—De dónde vienes —le preguntó.

—De donde voy a venir, de la casa de mi tío.

—Es que, como estás tan requeteguapa…

—Pues qué te crees… Si venía a verte, yo pensé, ahora que no puede ocuparse en nada, es mi ocasión. Así te fijarás en mí.

Félix la contempló, devorándola con los ojos.

—Pero qué ida que estás. Así, lo que me das en que entender. No ves que no puedo ni cogerte.

—Pues te aguantas.

La recuperación de Félix era prodigiosa. A la semana ya podía manejarse sin más obstáculo que el corsé, que en realidad era lo que se lo permitía. Si pudo continuar su "Dama Oferente" fue gracias a que esta vez era barro lo que manejaba. Azucena le ayudó en lo posible, que más que nada fue, en posar para los retoques.

Partes: 1, 2, 3, 4
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