Hacía un buen rato que el autobús dejara la ciudad. La carretera se prolongaba sin solución, y aparecía mojada a trechos. Pese a ello, el terreno llano propició al vehículo para ir más a prisa. De pronto, una pronunciada curva, forzaba el autobús a la derecha. El conductor frenó, pero el suelo mojado provocó el deslizamiento de las ruedas.
— ¡Juan, por Dios, que nos matas! —clamó una señora que iba primera fila.
El chofer dobló en sentido contrario, pero fue peor. El autobús vino a derrapar hasta la cuneta, y el terreno húmedo terminó cediendo. El remate fue, que pese a quedar parado el vehículo, se hundió lateralmente, y dio una vuelta rápida y completa, yendo a quedar en pie como si tal cosa, vencido contra un árbol.
El pasaje se vio girando en un segundo, y al siguiente sintieron la sacudida. Mucho fue pánico, pero ni uno siquiera de los pasajeros se había movido del asiento. Y callaron, sin querer increpar al conductor, no fuera, que por el disgusto, ya no diese pie con bola.
¿Sería posible? La pelirroja aún dormía. Eso sí, ahora se arrellanaba sin ambages sobre los asientos.
Todos pensaron que algo le ocurría. A lo peor, con la sacudida había quedado inconsciente. Acordaron sacarla fuera, por ver si el aire fresco la reanimaba, y ni por esas. Entre dos chicos la bajaron, y quedó tal cual boca arriba sobre la tierra. Seguía durmiendo.
Félix se le acercó compungido y con los ojos húmedos. Como si le fuese a suplicar, se arrodilló junto a ella, y comenzó a comprimirle el pecho con ambas manos, por no hacerle el boca a boca que hubiese sido más provechoso.
En esto estaba, y los demás a su alrededor, cuando la chica abrió los ojos.
— ¡Eh, pero qué haces…! ¡So sinvergüenza! ¡Mira tú éste! ¡Habráse visto!
Y la emprendió con él a manotazos, al tiempo que se incorporaba.
La cara de Félix fue tomando todos los colores, hasta quedarse con el rojo oscuro.
Dos ancianos, que sentados en el talud aprovechaban para fumar, se decían:
—Parece que la moza no se hace cargo, eh.
—Un poco bruta sí parece que sea, sí.
La muchacha no se enteraba. ¿Por qué insólito milagro, ella había salido del autobús? Miró alrededor desconcertada e interrogando con los ojos a los presentes. Al fin se percató de lo ocurrido, y se excusó por su torpeza.
Juan, el conductor, había saltado del vehículo, todo nervios, y ajeno al incidente, se puso a inspeccionarlo. Como no observara ningún desperfecto de consideración, lo puso en marcha, y dando un rodeo entre los árboles, consiguió llevarlo de nuevo hasta la carretera.
Esta vez, los viajeros, no muy seguros de la pericia de Juan, se agarraban cuanto podían, sin reprimir la inquietud a la primera de cambio.
Pues a pesar de todo, al poco de reanudar la marcha la pelirroja volvió a dormirse. Y Félix, que ya comenzaba a dudar de sus sentimientos, se sentó más adelante, por aquello de que, ojos que no ven corazón que no siente.
Al cabo, no hubo impedimento, y el viaje continuaría como de costumbre. El autobús seguía en su recorrido rutinario, y llegada la hora, comenzó a hacer las paradas. En la primera se bajarían tres chicos, que agobiados de sus equipajes hubieron de cargar cuesta arriba hasta el pueblo. ¿Cómo el autobús no llegaba hasta el final como otras veces? Seguro que el chofer, afectado por el incidente, no las tenía todas consigo; tal vez por eso no se arriesgó con la cuesta. Los muchachos nada dijeron, pero cuando subían, volvieron los ojos hacia el vehículo, lanzándole al conductor tres furibundas miradas.
En la segunda, serían los dos viejos y la mujer los que se apearan. El autobús se detuvo ante unas casas. Resultaron ser las viviendas de los bajados.
—Ándate con ojo, chiquillo, que los cacharros tienen malas purgas —dijo la mujer a Juan ante la ventanilla.
El pasaje ya daba signos de cansancio, y pese a ello aparecía distendido. Según quienes, charlaban con animación, o se aburrían, los ojos perdidos en cualquier cosa, o mirando afuera, como hacía Félix.
Los campos que ahora cruzaban estaban resecos. La vegetación amarilleaba, como correspondía con las fechas, y sólo los árboles y la ribera del río, a cuyas márgenes se alargaba la carretera, podían ignorar el incipiente verano.
— ¡A ver! ¡Entresoles!
El chofer detuvo el autobús en medio del pueblo. La calle flameaba por el calor, y ni una brizna se movía, cuanto menos sus habitantes.
— ¡La rubia…! ¡Se apea, o no se apea!
El conductor estaba vuelto hacia atrás, sin descubrir a la muchacha.
Luego escrutó a la concurrencia.
— ¡Uno de vosotros…! ¡Sí, tú mismo! ¡Despiértala, por favor!
El aludido se acercó a la muchacha y le tocó en el hombro. Pudo sentir la humedad en sus dedos. La tiranta de su camiseta chorreaba de sudor.
Poca cosa fue. Ahora la asió con fuerza por el brazo y la zarandeó. Entonces sí, la chica se despabilaría de golpe, y al momento quedó sentada, muy erguida.
—Venga, que ya estamos en el pueblo.
— ¿Cuánto llevaría ya sin dormir, la niña esta?—dijo entre dientes el muchacho.
La dama había enrojecido. Recogió la pequeña maleta ante los asientos, y recorrió el pasillo con soltura, la mirada fija hacia delante.
Cuando pasó ante el chofer, éste sonreía.
—Azucena… vamos ya y no duermas tanto, mujer, que tendrás tiempo.
Félix, que no le quitaba ojo, tragó saliva impotente, al ver como su pretendida se le marchaba, sin tan siquiera saber tal cosa. Se armó entonces de valor, y sacando la cabeza por la ventanilla le gritó:
— ¡Eh! ¡Que no se te olvide dormir la siesta!
Él no esperaba la contestación que ella le fue a dar. La chica volvió el rostro y miró a Félix, sonriéndole de buena gana. Algo especial debió verle el muchacho, que los ojos se le iluminaron.
— ¡Si tú vinieras conmigo, a lo mejor! —respondió la pelirroja.
Y de inmediato echó a correr y se perdió por una esquina.
Félix se puso a reconsiderar sus dudas, y sus sentimientos se reavivaron. Ahora sí encontraba una razón al menos, para no darla por perdida. La sonrisa de Azucena se lo había dicho. ¿Cómo olvidarla? Si pudiese verla de nuevo…
El autobús se las componía, para soltar a los pasajeros en los sitios más insospechados. Paso a paso se bamboleaba al compás de los baches, siempre airoso, pese a aparentar que se descoyuntaba.
Parecía mentira, el calor que el grueso de los viajeros se había llevado consigo. El agobio de otrora daba paso a una sensación de desahogo. El viento entraba por las ventanillas abiertas, que a nadie molestaba, ondulando las cortinas como a banderas. Aquel desarreglo, y tal derroche de espacio, todo casi vacío, hacía sentirse en abandono, y hasta con cierta nostalgia de los bajados. Mirar al exterior ahora, era una obligación. Fuera, algo cambiaba. Dentro, todo era estático.
Solos quedaban ya en el autobús tres de los chicos y el chofer.
Uno se enseñoreaba en primera fila. El otro campaba a sus anchas por los medios, donde había cambiado de sitio por tercera vez. Y Félix, otra vez a la cola del autobús, miraba al techo sin mirar, todo abstraído, tocado a todas luces del mal de amores. Parecía como si los tres se hubiesen peleado. Como tal guardaban las distancias, y por supuesto sin decirse nada. Quizá fuese una casualidad, pero, pese a coincidir en el viaje, y en más de una ocasión seguramente, lo cierto era que no se conocían en absoluto.
Pasaban ya de las tres, cuando el vehículo dejó al primer joven, a la entrada de un camino. Con indiferencia, el autobús hizo roncar el motor con crueldad, para seguir su marcha pendiente arriba. Y Félix, por instinto, se limpió la frente, al contemplar al chico sudando, más solo que la una, bajo aquel solarín. El joven, cargado hasta los topes, emprendió el camino, cabizbajo, con muy poquísimas ganas.
Si sus cálculos eran justos, la próxima parada era la suya. Menos mal, el conductor lo acercaría hasta su misma puerta. Pero sólo de pensarlo, cierta congoja le cogía a la garganta. No por él, era por sus padres. ¿Cómo se tomarían su deserción? Pues pensaba decírselo en cuanto llegase. No por saberlo después el trance iba a mejorar.
Ya podían verse las primeras casas. Félix se fue hasta el conductor.
— ¡Juan…! ¿A que hora pasa el autocar por la mañana?
—Por Ponientes… Sobre las ocho. Pero no entra en tu calle, eh —Hizo una pausa—. ¿Piensas viajar de nuevo?
—Es por saberlo.
—No me digas que no te sabes la hora.
É1 sonrió.
—Lo que pasa es que quería asegurarme… Pienso ir a Entresoles.
—Ah, ya… Pero… no te preocupes, hombre, que tienes todo el verano.
Él se puso nervioso.
— ¿Por qué dices eso?
—Porque he sido cocinero antes que fraile. Sé de que va, granuja… ¿Es, o no es? —Félix se encogió de hombros—. Olvídate y déjate de líos… que tiempo habrá.
Pero cuando Félix se apeó del autobús, no sólo no se había olvidado, es que no pensaba en otra cosa.
II
La calle, medio en penumbra, está dormida. El aire bochornoso se ha parado, atrapándola en su baño de sopor. El asfalto está desierto. Las aceras desiertas. Un muchacho ha roto su quietud, corriendo por ella a todo meter. Vuelve la cabeza a cada trecho, acelerando más y más. El zapateo resuena en el silencio de la noche, se va acercando, e igual se aleja hasta dejar de oírse. Se oyeron voces. Un segundo muchacho repetía carrera.
Atrás, todo un grupo ahora aparecía, calmoso y rezagado.
Menos aquel que gritara a todo pulmón:
— ¡Déjalo y no te compliques…! ¡Ya vendrá de su cuenta!
El perseguidor no atendió a razones, y se perdió calle adelante.
El grupo dobló por una calleja que iba a dar a una pequeña plaza. Ésta se rompía a un extremo, con un solar que daba a las afueras. Todavía quedaban en pie, una esquina medio derruida y un banco de piedra. Era allí donde ellos se reunían. Donde penas y glorias se daban la mano. Era el mentidero y el lugar para las cosas serias.
El Banco de Piedra. Todos lo respetaban casi como a una institución. No había reglas ni formalismos, pero ninguno allí, haría o diría nada que dañase al otro. No estando en él, dirimirían sus diferencias como mejor les viniese.
—Es que eso, cualquiera se lo va a aguantar…
Bartolomé dijo aquello sin dirigirse a nadie. Como forma de abrir la conversación. Nadie le hizo caso.
A un extremo del banco, Félix y Julio no paraban de hablar. En nada interferían con el grupo, ambos parecían no estar allí, tan inmersos estaban en su discurso.
—Y ahora qué piensas hacer.
Félix se encogió de hombros.
—Les sentó muy mal que quiera dejar los estudios. Dicen que es tiempo perdido… ¿Y… por qué? digo yo.
Julio movió la cabeza.
—Hombre, ellos querrían eso para ti, y pensaban que también tú. Ya ves yo, a mí me pasó algo parecido, y ahora… pues aquí me tienes. No es que quiera volver atrás, pero si quisiese, ni siquiera tengo la ocasión. Mucho trabajo iba a costarme empezar de nuevo.
Félix miró al frente, sin ver a ninguno de los que estaban, y eran cuatro… É1 también había pensado lo mismo que Julio. Aunque ahora no se lo planteaba, llegaría el día, seguramente, en que quisiera ir a la universidad, por ejemplo.
—Pues pienso empezar de cero. Nada de estudios.
—Es lo que siempre se dice —Julio hizo una gesto de impotencia—. Aunque no es lo mismo, tú ya tienes una base.
—Que lo digo y que lo hago. Y claro que tengo una base. Tonto sería de no aprovecharla.
— ¿Y dónde piensas encontrar el chollo?
—No estoy hablando de ningún chollo. El chollo soy yo.
— ¡No me digas! Pues a ver si con tu chollo me remedias a mi también.
—Si lo necesitas y de verdad lo quieres, serás tú mismo te remediarás. Trabajar en la fábrica no da para librarte de ella.
— ¿Y tú como lo sabes?
—Pues porque no es lo propio. O no habría fábrica.
Julio se dijo, que Félix estaba un poco verde. Su cabeza estaba llena sólo de sueños.
— ¿Y dónde piensas trabajar tú?
—Dónde no es la cuestión. La cuestión es cómo, y en qué.
—Muy sencillo… Qué, ¿piensas vender naranjas por las calles?
Félix miró para otro lado.
—Pues no… Pienso dedicarme al arte.
—Ves, eso sí. Eso se te da bien. Pero no vende.
—Según.
Los dos confidentes no quisieron apurar más, y sin querer queriendo, agregaronse a la cantinela que se traían los otros.
— ¡No señor! Fue él quien empezó primero.
Quien tal decía, estaba apoyado contra una pared medio derruida del rincón, y de su boca pendía un cigarrillo. Manoteaba muy excitado, al tiempo que separaba la espalda del muro y volvía a apoyarla.
—Pero eso no es para que faltara a su padre. Porque es mentira. Ese hombre nunca ha quitado nada a nadie.
Quien enmendaba la plana al bocazas, estaba medio echado en el suelo, con la camisa abierta y sudando copiosamente.
—Pues como lo haya pillado, seguro que le zurra bien. Y si no… — volvía a decir el bocazas.
Félix no quiso entrar en la polémica. Bien poco iba a resolver. Además, lo que dijera, a favor o en contra, si no de un lado del otro, se lo iban a recriminar.
El cielo descubría ya inhabituales constelaciones. Las estrellas habían viajado tanto, que Félix no las encontraba.
—Es muy tarde ya, no —dijo.
No obtuvo confirmación.
El grupo esperaba impaciente. Uno de los peleantes no tardaría en llegar. El vencedor.
Ante ellos la oscuridad borraba los campos y casi lo mismo ocurría en el solar. El Banco de Piedra se salvaba por una estratégica luz, que le incidía milagrosamente desde un extremo de la calle. Los muchachos, conversando agazapados, más que verse se adivinaban a la media luz, mientras el ascua de un cigarrillo iba y venía por turnos, entre un fumador y otros tres que se le asociaban.
Se quedaron con dos palmos de narices. Los reñidores llegaban juntos, el brazo por encima y hablando entre ellos como si tal cosa.
Los dos muchachos, tras la persecución, se encontraron en otra calle a donde andaban unos paseantes. Lejos de llegar a las manos, discutieron de nuevo por no alborotar. Así, el ofensor se excusó, y ambos, con lágrimas en los ojos, acabarían por sentarse en el tranco de una puerta.
III
Los días de fiesta, son del mismo color que los otros. Amanece igual y por el mismo sitio. Son días plenos o vacíos, casi por azar. Por el mismo motivo pueden ser o no interesantes. No los pinta de rojo el calendario, ni de ningún otro color. Es lo que dicen los chicos, que medran los días, obsesionados, sin nada serio en que ocuparse.
Hoy es distinto. Es fiesta de verdad. El pueblo ha engalanado sus calles, con farolillos de papel y adornos en los balcones. Son el preludio de alternes desbocados y pasacalles. En el Paseo ya ha ocurrido. Los conatos de verbena se han sucedido desde primera hora. Las músicas reventonas, cada cual por su lado, no desfallecen, en su promesa de buen vino y mejor baile. Lo que pasa que aún es pronto y los efímeros bailoteos se van y se vienen al ritmo de la gente.
Bartolomé, Julio y Félix ya están en la calle, más un muchacho que no conocen, que se les ha asociado. El resto, andarán todavía durmiendo, por eso de no trastocar la hora; tampoco es cosa de perder las costumbres. Curiosean frente al tinglado multiforme que abarrota el paseo. Puestos de turrones, barras con bebidas, pistas de baile, columpios… Todo amalgamado para que sepa mejor. Que cunda, que no se pare la fiesta. Total, una vez al año…
—Bartolo. ¿Tú tienes novia?
Bartolomé se volvió hacia Julio, sorprendido.
—Yo no. ¿Y tú?
—Yo sí. Tengo dos. Es que quiero que me hagas un favor. Que te lleves una.
El otro no sabía si reírse, o ponerse serio.
— ¡Anda ya… y déjate de cuentos!
Julio dio una carcajada y le echó el brazo por encima.
—Es broma, hombre.
Bartolomé se encogió de hombros.
—Pues yo sí que tengo novia —dijo Félix.
—No me digas. ¿Tú novia? ¿Y desde cuándo? —Julio reía para sus adentros.
—Novia, novia, todavía no.
—Venga, hombre. Ahora cuenta una de marcianos.
—Bueno, como quieras.
Y Félix, muy serio, comenzó a contarles el cuento espacial. Ni corto ni perezoso, viajó por planetas que nada tenían que ver con marcianos, ni con guerras entre mundos, tampoco con catástrofes cósmicas. Félix comandaba la nave, junto a un copiloto particular. No era hombre, era una mujer. Más que una misión específica, el viaje, caprichoso y alucinante, hacía alucinar a los amigos, que lo escuchaban con la boca abierta. Las lunas, no eran lunas corrientes y molientes, eran satélites dulces como una luna de miel.
—No nos has dicho, cómo es la copiloto —le interrumpió Julio.
Félix miró al cielo.
—Ella era lo más hermoso que ninguno de los mundos pudiera albergar. Era alta, pelirroja, los ojos como la miel, y toda ella rebosaba de temperamento.
—Jolín. No la dejarías escapar…
—Pues esa es la cosa.
—Vaya hombre, cuánto lo siento. Pues te digo lo mismo que a Bartolo. Para otro viaje, te puedo ceder una de mis novias.
Félix se defendió despectivo:
—Mira tú éste.
Al decir esto miraba al chico desconocido, que estaba enfrente. Éste no se enteraba de nada.
— ¿No estaréis tomándome el pelo? Aunque más me parece, que estéis los tres chiflados.
De mal unto, se metió las manos en los bolsillos y se fue, sin decirles ni adiós. Ellos se quedaron de una pieza. Poco calor le habían tomado, que ni siquiera les dio tiempo de preguntarle el nombre. Pues uno menos, se dijeron. Total, por la pinta del muchacho, no les parecía muy sociable.
La concurrencia se fue apagando hasta extinguirse, poco antes del mediodía. La gente aflojaba por la hora, y con el calor, no pocos se aflojaron con más motivo, al fresco de las tabernas y con el peso de los vinos. Los palmoteos y cantos, que cruzaron los bailes sin remitir por toda la fiesta, ya no pudieron con el bochorno, y subsistían en el interior, tan mermados, que con el trajín y la música de los locales, se confundieron en una algarabía. Los puestos semi cerrados, los toldos caídos, y su gente ida, en busca del almuerzo.
Los muchachos se habían marchado. No era difícil adivinar a donde. El Banco de Piedra ahora, cambiaba como de la noche al día. La sombra que la esquina proyectara no habría sido gran cosa. Sin embargo la acacia, el único árbol, estaba allí, precisamente donde más debía, cubriendo el conjunto. Y el conjunto no era más, que la esquina con el banco, la acacia, y un trozo de suelo embaldosado. Más adentro, montones de tierra y luego el campo. Tampoco necesitaban otra cosa.
Los chicos no estaban allí casualmente. A dónde iban a ir. Para sus casas era pronto. Las tabernas copadas por la gente mayor. Las calles desiertas. Estaban allí, y estaban a gusto. El aire del campo, más fresco, entraba en el solar, y sobre ellos, hasta la plaza. Solos y en compañía, y sin más pasatiempo que la conversación.
— ¡Y esta noche la verbena!
Bailaba un chico en medio de todos, girando sobre sí con los brazos en alto y chasqueando los dedos.
—Será si te dejan entrar —Se atravesó el otro.
El primero se paró en seco, y lo miró de soslayo.
—Muchacho…, yo tengo ya diecisiete años.
Félix le echó un capote:
—Yo también tengo diecisiete años. Y pienso ir. A ver quién me lo impide.
—Otro que tal baila —truncó el atravesado.
—Que baila y que hace lo que haya que hacer. ¿No serás tú, quien no se atreve ni a ir?
— ¿Quién, yo? Para que lo sepas, el año pasado me llevé la palma. Nadie bailó más que yo.
—No sé que decirte. Yo al menos no te vi.
La contienda se amortiguó. Cada cual por su lado, se solazaría a sus anchas. La pereza que les embargaba, no les dejaba ni para hablar, cuanto menos para discutir. Era mejor, perderse por el campo y las montañas que nada importunaban, que complicarse mirando a los otros que podían incordiar.
IV
Una última andanada de cohetes lo daba por sentado. El patrón ya había vuelto a la iglesia. La desbandada casi general fue irremediable. La gente tomaba la calle, y los parroquianos afluyeron al paseo, como moscas a un panal. La ocasión lo merecía. Las mejores galas encopetaban a los juerguistas, transformados de grises y llanos habitantes en señores de postín. Ahora, a la música estridente, vino a sumarse la banda, que remató el pasacalles rodeada de todos, y se dispersó, para agruparse luego en la arboleda, donde comenzara el concierto.
Los foráneos, que también los había, se integraban con el paisanaje tan en su salsa, que en poco se distinguían. Todo estaba en su lugar, cada atracción en su sitio, y la gente en todas partes, como todos los años. Más específico el baile, sólo necesitó una simbólica cerca, unas sillas, y el escenario. Algo cambiaba.
Los jóvenes, impacientes, se agolpaban ante el recinto desde mucho antes. Fue comenzar, y Félix ya estaba dentro con otros tres chicos, de pie junto a las vallas. Al otro lado, frente a ellos, la fila de muchachas que esperaban pareja.
—Aquellas cuatro. ¿A que son las mejores? Yo voy por la del lazo. A que os gustan —Félix miraba a los otros, interrogante.
—Vale, yo la de azul.
Los chicos se emparejaron de lejos con las candidatas sin mucho conflicto, y Félix se encaminó hacia la suya. A medio camino volvió la cabeza hacia los socios. Ninguno se había movido de donde estaban. Qué despabilados, cómo para contar con ellos. Ya no podía echarse atrás, la chica había captado sus pretensiones, y lo esperaba sonriente.
No hubo reticencias, se entendieron enseguida. La pareja entró a bailar con soltura, cual habituales, y se deslizaban por la pista más y más compenetrados.
— ¿Tú eres de aquí, verdad? —preguntó la chica.
—Claro. Y tú también.
—Vaya. Te has fijado…
É1 sonrió, su rostro pegado a ella.
—El pueblo no es tan grande.
—Pues no creas, yo también te había visto. Pero poco.
—Cuando estoy de vacaciones.
Ella separó su cara de la de él y lo miró curiosa.
—Entonces, es que estudias fuera… Seguro. Yo no, yo lo hago aquí.
Terminaron el primer baile, e iban por el segundo, cuando, de pronto, Félix aflojó los brazos en torno a su cintura, y le dijo:
— ¿Quieres tomar algo? Así aprovecho y te presento a mis amigos.
Ella lo asió con fuerza como si se lo fuesen a quitar. Mejor pájaro en mano que cuatro volando. Ahora que iban viento en popa…
—No, no. Aún no. No me apetece tomar nada. Mejor bailamos.
El grupo musical continuaba con su cantinela e igual ellos con su danza, que no desfallecían. Pero no transcurrió mucho, cuando Félix giró en redondo, para quedar mirando con fijación hacia el otro lado de las vallas.
— ¡Ay! ¡Me has pisado!
—Cuánto lo siento. Perdona. Es que he visto a alguien.
—Pues vaya una cosa —dijo airada la chica.
Sin otra disculpa, Félix la soltó en mitad de la pista, y salió precipitado entre los danzantes. La chica se quedó boquiabierta y a punto de llorar. Lo veía alejarse sin solución, y como el empeño quedaba malparado, se fue hacia las colegas tan rauda como pudo. Allí, desconcertada, sacó un pañuelo y se limpió la nariz. Félix, ajeno, ya había cruzado la cerca y se le vio perderse entre el bullicio.
¿Será o no será? Qué mala sombra. Por un momento la había visto de espaldas y se le había perdido. Pero no podía ser otra, su melena era inconfundible. Comenzó a buscar entre la concurrencia, ya ojeando alrededor ya parando a cada trecho. Nada, como si la hubiera tragado la tierra. Anduvo ahora arriba y abajo por todo el festejo, y al fin… allí estaba, ante el puesto de turrones.
Cuando se le acercó, el corazón comenzó a golpearle que se le quería salir. Estuvo dudoso tras ella unos instantes. ¿Y si no quería saber nada? Al cabo, le tocó por detrás y se plantó de frente. Claro que era. Tan radiante y tan espléndida.
— ¡Azucena!
Ella vino a sorprenderse un tanto.
— ¡E1 chico del autobús!
—Félix. Me llamo Félix.
Azucena ahora enrojeció.
— ¿Y qué? ¿Has salvado a más chicas?
Ahora fue él quien se puso colorado.
—No. Porque no he vuelto a toparme con ninguna que estuviera transpuesta.
Ella, algo tímida, lo miró un momento.
—Eres embustero, eh. Acabo de verte bailando con una.
¡Vaya una ocurrencia!
—Pero yo no la salvaba de nada.
—Eso es lo que tú te crees.
Echaron a andar por la acera, y de improviso todo alrededor se había eclipsado, tan pendientes estaban uno del otro. Sin embargo, y pese a imaginar el encuentro tantas veces, él no sabía ahora como conducirse.
— ¿Y cómo es que estás aquí? Tú no eres de este pueblo.
Félix miraba el perfil de su rostro agradable y redondo.
—Uy. Dios me libre —Sonrió— He venido con mis tíos. Por la fiesta.
—Algún atractivo tendrá para ti este lugar, por qué ibas a venir si no.
—Qué quieres que te diga.
—Querer yo… —Se encogió de hombros— Pero no te irás esta noche, verdad.
Azucena miró al suelo.
—Me temo que sí. Como no fuera que nos quedásemos con la hermana de mi tía. Ella es de Ponientes.
—El alojamiento no es ningún problema, eh.
—Sí, claro. No es por mí. Es por ellos.
—Si te quedaras podríamos hablar. Aunque sólo fuera eso.
La pareja llegó al final de la calle. Allí se detuvieron. Ahora sí que se avenían, confiados, como si de toda la vida. Y tanto, pues ambos lo deseaban.
—Pues yo pensé que no te habías fijado en mí —Dijo Azucena.
— ¿Que no? ¿Cómo es que he venido en tu busca entonces?
—No me refiero ahora. Me refiero en el autobús.
— En el autobús… ¿Tú no?
—Claro. Pero… de pasada.
Félix se sintió complacido.
Pero… qué complacido… Lleno de dicha.
— ¿Porque tenías que dormir, claro?
La muchacha le empujó por el hombro.
— ¡Anda ya con la durmienda! No te lo creerás, pero llevaba tres noches sin acostarme, y estudiando.
— ¿Y el examen?
—Nada, ni lo terminé.
—Mala cosa.
Sin acuerdo ni querencia, que en eso poco les iba, cogieron carretera adelante, sin más consideración. Las luces, desde el pueblo, a un lado, les alumbraban difusamente. La ruta, desierta, hacía un quiebro y se ocultaba. Un resplandor precedió a un automóvil, cuyos faros se traslucieron ante la pareja, recortando sus figuras como en una postal amorosa. Una cálida atmósfera, curiosa y confiada, los iba envolviendo sin vacilación a cada fluir de las palabras. El pueblo quedó tan atrás, que hasta ellos sólo llegaba como un murmullo el ruido de la fiesta.
— ¿Cuántos años tienes? Si no es indiscreción. Ahora me pareces aún más joven —dijo Félix.
—Seguro. Sería por el viaje. Pues no soy tan joven, eh. Tengo dieciséis y medio.
—Ah, no está mal.
— ¿Que no está mal?.. Ni mal ni bien, lo que es.
Félix hinchió su cara con una sonrisa.
— ¿Y cuánto hace que te fuiste a la ciudad?
—Un año solamente. Mis padres me han llevado a un colegio de monjas. Antes estudiaba en Entresoles.
De repente, Félix deseó con vehemencia estrecharla entre sus brazos. Pero cómo. Qué iba a pensar. Si al menos hubiese sido bailando… Y es que la escasa luz era más que suficiente, para perderse en Azucena. Aquella boca roja y entreabierta. La blusa ciñéndole el talle que resaltaba sus pechos, y que se perdía bajo el pantalón que apretaba sus formas. Su voz. Los ojos de Félix hechos a ella, ya no podían mirar para otro sitio.
—Azucena… desde que subiste al autobús, no dejé de mirarte. Me gustabas.
— ¡Otra mentira!
— ¿Mentira? ¿Y cómo lo sabes?
—Pues, porque me dormí de momento.
—Y qué. También durmiendo te puede mirar.
—Claro, durmiendo la siesta.
Félix se volvió hacia ella y la cogió por la cintura. Azucena no hizo nada por impedirlo.
—Estoy enamorado de ti.
—Anda éste, lo que viene a descubrir…
É1 la apretó con sus brazos y la besó en la boca. Azucena hizo lo propio y repitió el beso.
Cuando regresaron, Félix no quiso volver a la fiesta.
— ¿Es que no te gusta?
—No es por eso. Prefiero estar a solas contigo.
La conducía por las calles desiertas y Azucena se dejaba llevar. Qué remedio. Pero ya empezaba a atemorizarle tanta callejuela casi en penumbra. Tanto, que se mostraba cada vez más inquieta, incluso visiblemente nerviosa. Su mente comenzó a maquinar cosas absurdas, y entre ellas, su temor a que Félix tramase algo extraño.
— ¿Por qué me traes por estos sitios? A mi me dan miedo.
Se cogía de su brazo, casi estremecida, en tanto que Félix daba largas zancadas, que apenas podía seguirle.
—Y por qué te da miedo… ¿Es por mí o por la noche?
—No me asusta a mí la noche, sino los que andan por ella.
É1 la sacudió por el brazo.
— ¡Mujer! Estás conmigo.
—Tampoco a ti te conozco demasiado —repuso con la boca chica.
Félix se detuvo de golpe arrastrando a ella también a pararse. La soltó de su brazo y se encogió de hombros repetidamente.
— ¡Hay que ver, hay que ver…! De forma que hemos llegado carretera adelante hasta el quinto infierno y tú tan tranquila, y ahora, que estamos tan cerca de la gente, dudas de mí.
—No es eso. Es que me extraña que no quieras volver a donde están todos, y que prefieras andar en cambio por estos sitios.
—Pues te lo voy a decir. Era una sorpresa, pero ya… Pensaba llevarte a nuestro lugar de reunión. No es nada del otro mundo, pero pensé que te gustaría.
—Ah… Pues haberlo dicho. Seguiría siendo una sorpresa. Y yo hubiese hablado antes con mis tíos. Seguro que se preocupan por mi tardanza.
Félix se encogió de hombros.
—Bueno. Si así lo prefieres…
—No es que lo prefiera, es lo normal. Pero de todas formas vamos. Por no hacerte el feo.
Fue suficiente. Azucena cambió como de la noche al día. Caminaban ahora amartelados entre algunas caricias y algún beso.
Al poco llegaron a la pequeña plaza y ante el descampado. Al momento ella comenzaría a mirar todo alrededor preguntándose que dónde estaba el famoso sitio, pues nada veía aparte de las casas y un anchurón con montones de tierra.
—Es ahí.
— ¿Dónde?
—Donde esta el árbol.
La acacia tapaba a medias la rota esquina y a la vera todo era penumbra. Entrar bajo el árbol y encontrarse de lleno en el rincón, fue lo mismo. El Banco de Piedra no estaba solo. Dos amigos de Félix estaban en el banco, nunca mejor dicho. Ninguno de ellos se inmutó y ambos miraban a la pareja sin estremecerse.
— ¡Hola! —dijo Félix.
Bartolomé y Marcelo no contestaron.
Al acercarse Azucena, el primero empujó al otro.
—Échate para allá que puedan sentarse.
La muchacha se dejó caer aliviada, y Félix, a la par, hizo otro tanto.
— ¿Estos son tus amigos?
—Sí, son dos de mis amigos. Bartolomé y Marcelo.
—Mucho gusto —dijeron a la vez, ella y los muchachos.
Azucena paseaba la vista por el singular sitio, sin creérselo.
—Qué, ¿te gusta nuestro retiro? —le preguntó Félix.
—Sí, no está mal…
Para sus adentros su opinión era otra. Cómo podría gustar a nadie, algo tan cochambroso. ¿Tendría algo de especial?
—Me parece que no lo has dicho muy convencida.
—A las chicas, la verdad, nos gustan cosas más arregladitas. Y menos apartadas. Donde haya más gente.
— ¿Es tu novia? —saltó Marcelo.
—Eso que te lo diga ella.
Azucena, por respuesta, se cogió del brazo de Félix y se arrebujó contra él.
—Porque está oscuro —dijo Bartolomé—. Pero las noches de luna, lo que puede verse desde aquí, no se ve en ningún sitio. Es un ambiente de lo más romántico. Y de día también se está en la gloria y a tus anchas.
Félix corroboró:
—Sobre todo cuando nos reunimos varios, y cada uno toca su pito… —Los otros rieron.
— ¿Es que también hacéis música? —se interesó ella.
—No es eso —Félix se reía—. He querido decir, cuando cada uno dice su cosa. Entonces nos hartamos de reír y lo pasamos en grande.
— ¿Y las chicas? ¿También vienen aquí las chicas?
—No, eso no. Casi nunca.
Y cómo van a venir —se dijo ella—. Como no las traigan engañadas…
—Oye, y Julio… ¿No ha estado aquí?
—Qué va. No lo vemos desde el mediodía —Dijo Bartolo.
Y se levantó a estirar las piernas. Internose luego entre montones de cascajos, seguro que también por otra necesidad.
La pareja se levantó dejando solo a Marcelo, quien los seguiría con los ojos, hasta que dejaron la plaza.
— ¡Vaya chabala! —exclamó.
Bartolo, que no andaba lejos, tampoco pudo callarse.
— ¡Y que lo digas! ¡Menuda suerte!
V
Es pronto. Atrás quedó el pueblo. El sol todavía no ha despegado sobre el horizonte, y la luz despierta el paisaje, que quieto, parece contemplarla. Lomas y cañadas se alternan, ondulando sin solución las campiñas sin fin. Escasos los árboles, forman grupos al azar, como lunares en la amplia tierra. Alguno que otro, huérfano y aislado, parece mitigar su soledad meciéndose al viento.
Nadie va ni viene. Únicamente la bici se aleja por la carretera. No imaginaba el ciclista, que el trayecto, que creía un paseo, se le iba a alargar de aquella forma. Las constantes subidas y bajadas han conseguido que se canse hasta agotarlo. Cuánto más ligero estaría por terreno abierto.
Los trigales, aún sin cosechar, no verdean. Ya no los vence el viento. Se han quedado enhiestos e impasibles en sus pajizas cañas. La carretera repta entre ellos como una culebra que se desliza, para llegar juntos al filo de la hondonada. Ésta queda oculta, fresca y verde allá lejos, sin sospechar, que la niebla que transpira la delata.
En tres ocasiones estuvo tentado Félix, de hacer un alto y descansar, y otras tantas desistió, por temor a salir más cansado todavía. Volverse atrás no le compensaba, tenía que llegar como fuera. Y lo hizo. Casi de un tirón.
Cuando dio vistas a la hondonada, la sola visión del río y el verdor, amortiguaron su fatiga. Cuanto más ahora, que rodaba cuesta abajo. Entonces sí, terminada la cuesta, la carretera corría recta y entre árboles. Al fin se detuvo, y se tumbó a descansar cuan largo era bajo los álamos. ¿Faltaría mucho aún para la fábrica? La verdad, que él poca prisa tenía. Al fin y al cabo, sólo habría de volver para el almuerzo.
La conservera apareció algo más abajo siguiendo el río. El gran rótulo en su fachada, no dejaba lugar a dudas. Ésta se extendía a lo largo, junto a la carretera, y por detrás descollaban, cual dientes de sierra, las cubiertas de las naves, que dado el conjunto, habrían de ser muy voluminosas.
— ¿Julio? Cuál Julio. Aquí hay varios con ese nombre.
— No sé otra cosa. É1 es algo mayor que yo… algo más bajo… ¡espere!, el primer apellido… me parece… ¡Lucientes! ¿Puede ser?
El portero apretó las cejas y miró a la pared.
—A ver si es Lupiáñez.
—Eso mismo. Eso es.
De inmediato, el hombre se acercó a la mesa y llamó por el interfono.
Félix estaba inquieto.
—Perdone. La bicicleta estará bien ahí afuera, ¿verdad?
—Seguro. Ahí no le ocurrirá nada, descuide.
Frente a frente, visitante y portero quedaron a la espera unos minutos interminables. Al poco, este último deshizo la fatigosa enfronta.
—Puedes pasar si quieres.
—Gracias.
Félix, fuera ya de la pequeña estancia, traspasó una puerta de cristales, que daba paso desde las oficinas en la parte frontal, hasta lo que propiamente era la factoría. De pronto, nada más entrar, se vio inmerso en una nave, que se perdía en hileras de pasillos, y donde filas de operarias de uniforme, se afanaban junto a bandas transportadoras. Éstas se deslizaban llenas de hortalizas, o según, con cajas de madera. Parte de las trabajadoras cribaban los frutos escogiéndolos, mientras que otras los metían en las cajas mediante trampillas. El resto seguía con la banda, hasta una nueva selección.
Al poco, en el otro lado apareció Julio. Había accedido por una puerta pequeña, mirando a todas partes, hasta que descubrió a Félix. Éste curioseaba, ajeno, con los ojos perdidos en aquel maremagno.
Se acercó por detrás y le tocó en la espalda.
— ¡Hombre, Félix! ¿Qué haces por aquí? No esperaba que fueras tú.
—Pues ya ves —Fue la respuesta que le fue a dar.
— ¿A qué has venido? No buscarás trabajo.
Félix movió la cabeza.
—Pues no. Tenía curiosidad por conocer esto. Y a verte a ti, como no.
Julio puso la mano en su hombro.
— ¿Quieres que te lo enseñe? Puedo hacerlo… 0 mejor tomamos algo, no… Ven.
—Como tú quieras. De todas formas, con lo que ya he visto me hago una idea.
Julio se llevó las manos a la cabeza.
—Pero qué dices… Pues no eres tú muy ligero. Ni te imaginas lo que queda por ver. Esto no es nada.
El amigo lo condujo hasta la cantina. A Félix le extrañaba, que Julio fuese vestido de calle como si tal cosa. Ni llevaba uniforme, como había visto en el interior, ni nada que le distinguiese. Se acercaron a la barra.
— ¿Y tú que haces aquí?
—Eso es… Pues trabajar, que si no.
—Digo, que cual es tu obligación.
—Ah, bueno… Yo estoy arriba. En la oficina de la primera nave. Todo lo que en ella se hace o se deja de hacer, ha de pasar antes por mi mano. 0 sea que en realidad yo soy quien la manda.
Félix dudaba de lo que Julio decía.
—Pues yo he visto que hay varios encargados. Suponía que son ellos los que se ocupan de que todo funcione.
—Pero yo estoy por encima, muchacho. Sobre el papel, soy yo quien controla las entradas y salidas de material para que nada falte o se acumule. Sé de la demanda de cada cosa, y lo que necesitan o sobra al resto de las naves. La mía las abastece.
—0 sea, que eres el controlador.
—Si quieres llamarlo así…
Los dos amigos se eclipsaron tras servir sus bebidas. El pequeño local tenía una ventana que daba al exterior por el frontispicio, y desde allí se veía la carretera. Estaba cuajado de mesas, y pese a su apariencia, lo servían tres camareros.
Félix reiniciaba la conversación:
—Hablando de otra cosa. Qué te ocurrió que no estuviste en la verbena.
Al pronto, Julio se puso serio.
—Pues que no fui.
—Así, por las buenas.
—Por las buenas por las buenas… Mejor por las malas.
—Pues qué te lo impedía.
—Ya te lo he dicho, las malas. Ninguno queréis creerme, pero es verdad. Yo tengo, más que dos novias, dos pretendientas. Ellas, porque yo… Las dos creen, cada una por su lado, que yo las quiero.
Félix, curioso, esbozó a medias una sonrisa.
— ¡Vaya por Dios! ¿Y no es verdad?
—Qué va a ser verdad. No sé que me habrán visto, pero se pegan a mí como lapas.
Félix pensó que aquello eran imaginaciones suyas. Pero vete a saber.
Vaya éxito. La verdad que Julio era atractivo. Y no poco inteligente. Moreno a no poder más, adornaba su cara de un bigote recortado, parejo como un cepillo, y sus patillas, finas y estudiadas, se remangaban hasta rozar el mostacho. Por demás era alto y fuerte como una columna persa. No era poco. Pero es que además era simpático y harto gracioso.
— ¿Y cómo no se pelean entre sí?
—Qué se van a pelear… Aunque vayan juntas, en el fondo se odian tanto, que no son capaces de discutir tal cosa.
—Pues mándalas a tomar viento.
—Yo no puedo hacerlo, hombre. No ves que están bajo mí en la fábrica.
—Que tiene eso que ver.
—Tú no sabes nada. En menudo embrollo podrían meterme.
Félix probó un último recurso.
—Échate una novia de verdad, y todo resuelto.
—Así, tan fácil. Tendré que encontrarla primero.
Todavía se prorrogó con otro considerando.
—Puedes ponerte de acuerdo con alguna, y fingirlo.
—Pues sí. Sales de una y te metes en otra. No conoces tú muy bien a las mujeres.
—Hombre yo…
Los dos callaron.
Al cabo, Félix repuso:
—Aunque te digo una cosa, algo conoceré. ¿Recuerdas que te dije que tenía novia?
—Ya verás si lo recuerdo.
—Pues ahora sí que es de verdad. Estuvo aquí en la fiesta.
—No me digas… Y cómo. ¿Desde tan lejos? —La socarronería se asomaba a sus ojos.
— ¡Qué dices! Pero si ella es de Entresoles.
El otro rompió a carcajadas, y Félix se quedó perplejo. ¿Pues menuda la gracia?
—Como la habías dejado en un planeta de no sé donde —Se limpiaba las lágrimas de tanta risa.
—Pero mira que eres bruto. Aquello era una metáfora, so gracioso.
El otro le echó el brazo por encima.
—Bueno, hombre. Enhorabuena. Y a ver si me la presentas.
—Que más quisiera yo, que estuviera aquí para presentártela.
Julio miró su reloj.
—Ya es casi la hora. ¿Quieres ver la fábrica o no?
—Otra vez será.
—Como quieras. Pero te pierdes lo más importante: el proceso de la conserva, como se hace y donde se esteriliza, la fabricación de zumos, las máquinas de envasado…
Aún permanecerían en el bar.
Ahora comenzó a venir gente, y las mesas se llenaron de parte aparte. Sin duda que comían allí. Sonó una sirena, y Julio entró de nuevo a la factoría. Al poco volvió, con un macuto a la espalda, y ambos salieron.
Parar para mediodía trajo consigo una estampida de motos, cuando el grueso de los empleados partió hacia sus casas, en busca del almuerzo. Las frágiles máquinas en pelotón, berreaban cuesta arriba ocupando la calzada de un lado a otro. Menos mal que el tráfico era inexistente. De todas formas, si fuese, con seguridad, que los escapados habrían puesto sobre aviso al súbito circulante. El estruendo no era para otra cosa.
— ¿Tú también vienes en moto?
—Qué va, yo tengo un caballo.
Pero qué bromista es este Julio —Se dijo él.
—Ya sé que tienes un caballo. Cómo no lo has dicho veces… Pero en tu casa.
— ¿Ah, que no te lo crees? Pues voy y vengo en é1 todos los días.
—Y será verdad… ¿Y te da tiempo?
—Ya lo creo que me da. ¿Quieres ver cómo llego antes que tú?
—Lo dudo.
Félix dijo eso, por decir algo. No tenía ni idea de cuando llegaría él, ni cuanto era capaz de correr un caballo.
—Ven, lo tengo allí detrás.
El animal estaba bajo un cobertizo que Julio había amañado de una vieja cochera. El caballo se movió inquieto y comenzó a resoplar nada más verlos.
— ¡Quieto! —Lo cogió del ronzal—. Se llama Mandarín, y es todo nervio. Un caballo de una vez.
En verdad que Mandarín era hermoso. Era de color grisáceo y con una estampa inmejorable. No paraba de patear con las manos, y al tiempo agitaba las crines moviendo el pescuezo y la cabeza.
En un santiamén, Julio lo ensilló y lo sacó fuera. Félix se apartó un tanto, y miró al amigo con envidia, cuando lo montó con toda la desenvoltura.
—Bueno, yo ya me voy. Que no te pase nada.
Y el jinete entró a correr por un camino, cruzada la carretera.
Félix no salía de su asombro. Se llegó a su vez a la bicicleta, y salió pedaleando carretera arriba.
Pues no que se sentía ridículo. Digo, con su bicicleta de carreras.
Trabajo le costó al muchacho subir la cuesta. Y eso que la bici rodaba en la marcha más corta. Ya en el llano, se tomó un respiro, de pie, mientras miraba a lo lejos. Las montañas se ciñen por la mitad, con su cinturón de roca, y sus faldas de gris y verde bajan, justo hasta tocar los campos. Los collados pintan de sombras y las cimas se ocultan entre nubes de algodón. La llanura lleva el campo hasta el horizonte, que se pierde de igual forma. Ni rastro de Julio. Seguramente, en aquel momento correría a todo meter por atajos y veredas.
Félix llegó al pueblo para que le diera algo. Todo empapado en sudor, las piernas que no las sentía, como no fueran las agujetas, y el corazón palpitando que quería salírsele. A la entrada estaba Julio, el caballo a la vera, al cobijo de unas sombras, tan campante.
— ¡Qué! Estaba ya a punto de irme de lo aburrido. Por lo menos llevo aquí veinte minutos.
—Pues sí —Félix se dejó caer junto al amigo—. No es malo el transporte.
VI
El objeto del largo recorrido, no había sido sólo la factoría. En realidad, Félix trataba de ponerse en forma, y dominar la bicicleta. Quería ir a Entresoles. El pueblo quedaba lo suficiente lejos y su itinerario estaba plagado de cuestas. De intentarlo de primeras, difícilmente habría llegado, y cuanto más difícil sería la vuelta.
El coche de línea bien poco le solucionaba, era un engorro. Si no hubiera más remedio… Pero es que coger el autobús, significaba salir temprano, estar allí todo el día, y volver por la tarde. Precisamente, la hora más propicia para verla a ella. Para una vez, cualquier medio era bueno, pero es que pensaba ir y venir casi a diario. Con la bici sería una forma más personal de ir en busca de Azucena. Seguro que ella se lo valoraba.
Su segundo entrenamiento fue al día siguiente. Esta vez se decantó por la carretera misma que llevaba al pueblo. Se había levantado un poco tarde, y a la hora de salir, el sol ya calentaba. Rodó hacia abajo entre badenes y curvas, y llegado al fondo, comenzó a remontar la primera cuesta. Todo fue bien hasta la cuarta, pero en la quinta, Félix se sintió flaquear, y ya no levantó cabeza. Pese a haber elegido un trayecto más corto esta vez, las fuerzas le abandonaban mucho antes.
A duras penas logró regresar, agotado y sin ver cumplido su propósito. Las secuelas por el esfuerzo del día anterior perduraban y el cansancio le sobrevino con mayor intensidad.
Sólo al cabo de varios días consiguió hacerse la mitad del camino. Pero pasó el tiempo y la empresa apenas progresaba. Fue lo que le hizo desistir. Al paso que iba, Azucena podría pensar que había perdido su interés por ella. Se sentía traspasado por la rabia y con un humor de perros.
Aquella noche la llamó. Y eso sí, no todo serían inconvenientes, pudo comprobar de su boca, sus anhelos de volver a verlo.
A Félix no se le ocurrió pensar en sus padres. Con lo fácil que hubiera sido contárselo. Pero cómo iba a hacer eso. Y aún contando que estuvieran en buen aguaje, qué podrían hacer ellos, ¿ponerle un chofer? Porque pedir a su padre que lo llevara, iba a ser demasiado… 0 quizá no, tampoco lo sabía. Claro que, era difícil que su padre dejara su trabajo por un asunto tan fútil.
¿Y los fines de semana? A lo mejor los fines de semana… Mucha cara iba a tener que echarle.
El anticuario era de lo mejorcito. Y marchaba bien porque el padre lo entendía. Él era en realidad su éxito. La tienda no hacía honor al ramo. Ni era antigua ni mucho menos. No hacía mucho que don Félix se instalara en los bajos de aquella casa, que por demás estaba recién hecha. Sacó de donde no había para que no faltara un detalle. La fronta estaba cubierta de mármol, y los amplios escaparates, uno a cada lado de la entrada, tenían los cristales de seguridad, que se completaba con una alarma. El cuerpo principal del establecimiento era espacioso lo mismo que la trastienda, y el mobiliario y las estanterías de lo más actual.
Dentro estaban solos, padre e hijo.
—De modo, que tienes novia.
—Ya te lo he dicho. Pero formal, formal, no.
Don Félix se dijo, por decirse, que en otro tiempo, algo tendría que ver él con la tal formalidad. Pero tal vez fuese mejor así. Sacaba lustre a un candelabro, sentado a una mesa toda rodeada de mercancía; a su alrededor, los estantes y el escaparate se copaban de tanto artículo. Félix, a su lado, permanecía de pie.
El progenitor levantó un instante la cabeza y lo miró, sin dejar de frotar.
—Y será para casarte, no.
Aquello cogió por sorpresa al muchacho, que algo nervioso se encogió de hombros.
—Pues yo… la verdad…, claro, cuando llegue su hora.
— ¿Y tú no crees, que estás empezando la casa por el tejado?
Félix se puso rojo y se giró a medias hacia la entrada, por evitar que su padre se lo notase —Buenos empezamos —se dijo.
—No te entiendo muy bien, papá.
El padre no se inmutó.
—Pues es muy fácil de entender. Si vienes diciéndome que tienes novia, será por algo, si no para qué me lo ibas a decir.
Lo que su padre le decía era razonable. Pero no del todo.
—Eres mi padre.
—Claro que lo soy. Cuando te conviene. Por ejemplo: has estado sin dar golpe todo el año, y es cuando acaba el curso, cuando te acuerdas de decirnos que no quieres seguir.
—Pero mamá y tú sabéis lo que es. De más os lo he dicho.
—Bueno, tú lo ves de esa manera… Pero si lo hubieras dicho al principio, eso que nos habrías ahorrado. Y no hablo sólo de dinero.
Su padre era taxativo. Y lógico. Pero qué sabía él, de lo que puede pasar por la mente de un muchacho en tales circunstancias ni de sus dificultades. El sólo se ocupaba en los resultados.
—Hasta ahora no habréis tenido queja. Mis notas siempre han sido de las mejores.
—Menos este año, que no te ha dado la gana. Pero dejemos eso. Eso queda zanjado. Me dices que tienes novia, o que te vas a echar una novia… Y qué.
—Pues nada, que es de Entresoles. Y yo…
El padre lo interrumpió.
—Vaya, eso sí que no lo esperaba. Yo creía que era de la ciudad. Por lo menos no ha sido ella.
Qué extraño, qué querría decirle.
— ¿Y qué es lo que ella no ha sido?
—Pues eso, la que te ha echado por alto en los estudios.
Desde luego, vaya cosas. Mira que se lo había explicado. ¿Aún no lo entendía? Por lo visto, sus padres, pese a lo que dijeran, no olvidaban. Y no quedaría ahí la cosa. Quien había intentado.
—Papá, no quiero andarme con rodeos. Lo que necesito es, poder verla de vez en cuando.
El padre no dijo nada. Se levantó, puso el candelabro en su sitio, y volvió con un pequeño cofre, reiniciando el frotado.
—Si crees que no te entiendo, vas listo. Todos hemos pasado por ahí. No es mi voluntad negarte algo tan importante. Pero hijo, es que tienes sólo diecisiete años. Cuando tu madre y yo nos hicimos novios, yo ya tenía un porvenir…
Félix miró a su padre de una forma nueva. Casi pensó, que hubiese sido mejor desistir y no darle un mal trago.
—…También te digo, que eso es algo tuyo, y que como un hombre que ya eres, tienes que forjar tu propia independencia.
—Papá, por favor, no seas trágico. Yo sólo te pido que me ayudes, no que me financies ninguna independencia.
El padre lo miró fijamente por encima de las gafas.
—Está bien. Qué es lo que necesitas, ¿dinero? Haré lo que acordemos como dos hombres. Pero una cosa, y que no se te olvide. Lo que yo te adelante, sea lo que sea, será como préstamo, tú tendrás que ganártelo.
—Tampoco es mucho lo que te pido, ni siquiera es dinero. Querría que tú me acercaras al pueblo con el coche.
El padre se osciló inquieto sobre la silla.
—Tú no estás bien, eh. Que yo te lleve…, en busca de una muchacha que ni siquiera conozco… Y yo qué pinto, ¿me quedo entre los dos para que no os peleéis? Además no seré yo quien te entregue a una desconocida. Los padres no se ocupan de esas cosas. A lo mejor tu conoces el dicho, 'cada perro se lame…' eso que tú sabes. Pues eso. Eso es algo muy personal tuyo.
—Yo pensaba… Es que la bicicleta es demasiado para la carretera.
—Eso tú sabrás. Y no creas que te hable así porque esté resentido. No sé lo que es eso. Para la tienda, ya ves, me basto yo solo. Algo tendrás que emprender. Ojalá esa novia que dices, te haga sentar cabeza.
Visto lo visto, Félix transformaría su petición.
—Entonces, sólo te pido una cosa, ¿sería posible comprarme una moto?
No esperaba que él accediese. Sin embargo se equivocó.
—Vale. Compramos la moto a medias. Tú vendes la bicicleta y yo te doy el resto. Pero ya lo sabes, como un préstamo.
El muchacho sonrió.
—Pues sabes, tengo proyectos. Hace tiempo que quiero decírtelo. Lo que pasa es, que sé lo que me vas a decir.
Don Félix hizo un gesto de suficiencia.
—Tú di que son esos proyectos. Si no, cómo voy a opinar.
—Pienso dedicarme a lo que sé hacer, pintar y esculpir.
— ¿Y dónde? Aquí poco futuro te veo.
—Esa es la cuestión. Tendría que irme a la ciudad.
El padre alzó la mano, y con ella la gamuza con que frotaba.
— ¡Con diecisiete años! Tú sabes que si no eres mayor de edad, no puedes ni firmar para tomar alojamiento.
—Y tú también sabes, que sólo me faltan dos meses para cumplir dieciocho.
—Es verdad. Pero de todas formas, no te veo yo muy maduro aún.
—Ves como sabía lo que ibas a decir.
—Pues bueno. Cuando llegue su hora, ya tendremos tiempo de hablar.
—Pero es que, 'el principio de mi independencia', requerirá de unos gastos. Y yo no quiero que seáis vosotros quienes los soportéis.
—Hijo, me da tanta pena, pensar que te alejes de nosotros, que haría cualquier cosa por evitarlo. Ojalá en este pueblo…
—Tú sabes que no. A mí me sería muy difícil aclimatarme aquí ya, y lo mismo podría decir de ella.
—Pero bueno… tan en serio vas.
—Claro. Todo se va enredando…
Don Félix estuvo callado un instantes, y repuso:
—Ahora me doy cuenta. Ya no te conozco, hijo.
—Eso lo normal, papá, yo he cambiado en este tiempo, y apenas hemos convivido durante él.
Félix salió de la tienda más reconfortado que otra cosa. Le apesadumbraba poner a sus padres en dificultades. No precisamente las económicas, que al fin y al cabo no eran nada. Ahora é1 tenía que responderles como se merecían. Satisfactoriamente.
VI
Comenzaron a llegar chicos, que por las cuatro esquinas de la plaza aparecían. Iban saliendo chorreados, casi con prisas, como si alguna señal les conminara a ello. Nada más impreciso. Simplemente, la noche en el Banco da Piedra rompía la pertinaz rutina, con la magia y el sosiego que a ellos solazaba. A su media luz medio duermen los ojos y las palabras componen el mundo a su libre albedrío.
Por la carretera vienen del campo los últimos remolones, y en el pueblo las tiendas cerraban, y los bares están prestos para la noche. El día no daba más de sí. Su luz mortecina ha sonrojado al paisaje, como sólo un sol naranja y entre nubes, podía hacerlo. Las sombras se alargaban ya tanto, que acabarían por cubrirlo de un gris ceniciento. Justo entonces, las luces de las calles se encendieron.
Algunos estaban allí mucho antes de ponerse el sol y otros que se agregaban o irían y vendrían. Seguro que por faltarles tiempo no era.
Conversaban entre risas con las ocurrencias del chistoso de turno, cuando a1guien, que entrara desde el campo, apareció en solar. Los muchachos se estremecieron.
—Es Julio —dijo alguien
— ¡Oye! Ya podías entrar más decentemente. Por donde Dios manda —se dirigió al aparecido.
Julio se p1antó en mitad, con toda la frescura del mundo. Alzó los brazos, y expresó:
—Tranquilos chicos. No os asustéis, que aún no me he convertido en hombre lobo. Todavía no ha salido la Luna.
Bartolomé hizo un mohín de fastidio.
—No te joroba… El hombre lobo… Como dijo el filósofo, el hombre siempre es un lobo para el hombre.
—Pero qué bien te ha salido, chaval. Lástima que a lo que el ilustrado se refería, no tenga mucho que ver —le enmendó Félix.
— ¡De qué habláis! Dejaos de lobos y filosofías y hablad y en cristiano, sabiondos.
Quien decía aquello, estaba repantigado sobre un saliente del muro roto. El recién venido le hizo un gesto para que callase, y dijo:
—A ver quién sabe, por qué los hombres lobo se transforman con luna llena.
Julio hizo la pregunta, y no esperaba contestación. Quién iba a saber tal cosa.
—Pues porque así es la leyenda —dijo Félix.
—No.
Esperó de nuevo, y como nadie más replicara, hinchió su rostro con una sonrisa:
—Muy sencillo. Porque si no, cómo iba a saber por dónde iba.
Y soltó una carcajada.
Los demás también se rieron, pero de él.
No transcurrió mucho, cuando ahora sí, la Luna asomó sobre los montes su cara ancha y redonda. No hubo otra transformación que la del paisaje, que ahora se iluminaba de un claro lechoso y sin color. Una visión fantasmal se ofrecía a los muchachos, con que avivar su fantasía más tremebunda, o la más romántica. La quietud, al cabo, hizo rutina de la tal contemplación, y los ojos se tornaron hacia el cielo o al alrededor más próximo.
Bartolomé se dirigió a Julio de nuevo:
—De dónde vienes por ahí, chiquillo.
—De encerrar el caballo. La cuadra está en lo de mi padre —Señaló a lo lejos.
— ¿A estás horas?
—Es que son malas… Vengo de ver a mi novia —Enarcó una sonrisa.
— Ya estás con tus cuentos.
—De cuentos nada, chaval.
—Entonces, ya te has decidido…, o es que ahora tienes tres.
Todos rieron.
—No señor. Sólo tengo una. No hay más.
—Tampoco tienes rollo ni nada.
—Que es en serio. Ésta le ha ganado a las otras, sabes.
—Pues a ver si ya no se pelea con ninguna.
Julio alzó el índice a al altura de su rostro.
—Cuidado muchacho. Estás hablando de mi novia…
Bartolomé calló. Había visto en él algo inaudito, la seriedad.
Félix y Julio se fueron hacia el rincón, mientras los otros quedaban inmersos en un galimatías, en que todos hablaban y ninguno de lo mismo.
—Qué, y la bici, que tal te va.
—Ya no la tengo.
— ¿No era tuya?
—La vendí. Me he comprado una moto. Mañana me la traen.
—Qué lástima —Chasqueó la lengua.
—Lástima, por qué.
—La bicicleta es más saludable.
—No querrás que vaya y venga en bicicleta.
— ¿Tan lejos has de ir? Podías comprarte un caballo como yo.
Él lo miró expectante.
—Voy a Entresoles. Ni más ni menos.
— ¡Ay Félix!, que te veo y no te veo —Lo cogió por la nuca.
—Anda que tú… puedes hablar. Si lo que has dicho es cierto…
—Ya lo creo que lo es. Sabes… Lo que me dijiste en la fábrica ha funcionado. Medicina santa. Las pesadas de las otras, han dejado de incordiar.
—Y dónde has encontrado a la venturada.
—No te lo vas a creer… También ella está en la fábrica. Ni me explico como no la vería antes.
—Así te fijarías.
—Pues no será porque no es guapa.
— ¿Y para cuando la boda? —Félix, la boca tapada con la mano, sonreía.
—Pues tú lo dirás en broma, pero estoy casi a punto.
Julio hablaba en serio. No hacía ni quince días que la conociera, y ya no soportaba su ausencia. Cada tarde, se les veía salir de la conservera, en el caballo, y por lo que ella traslucía, ir montada tras él era lo más grande. Otras veces los vieron galopando a todo meter por aquellos andurriales, como fugitivos, que más parecía que hubiesen perdido la cabeza. Sin embargo, nadie podría decir, que los viera, como a personas normales y decentes, paseando por el pueblo o sentados juntos en algún sitio. Lo cual, tampoco quería decir gran cosa.
Solos quedaban ya en el banco los más asiduos. Los demás se fueron marchando poco a poco y de la misma forma. A lo lejos se oía el ruido de un vehículo. Las luces se reflejaron sobre las casas, y el runruneo se acercó por la carretera hasta perderse pueblo adentro. Apenas si pasaba alguien, y las calles y los edificios parecían serios y extraviados, faltos de la luz y el movimiento.
Félix y Julio caminaron juntos hasta el Paseo y allí se despidieron.
—Pues sabes, pienso irme a la ciudad. A emprender mí negocio.
—Ojalá te hagas todo un artista, artista. Y procura llevarte contigo a tú… ¿Cómo se llama?
—Se llama Azucena. María Azucena.
—Pues eso, a tu Azucena.
Azucena también vivía sola con sus padres. Aunque no era hija única como Félix, su hermano no estaba con ellos. Él trabajaba lejos de allí. Tan lejos, que sólo venía de año en año.
La muchacha pasaba las horas, casi sin salir de su habitación. Qué remedio, si los exámenes estaban ya detrás de la puerta. Sin duda que la estancia invitaba a ello. Era luminosa, y su ambiente resultaba de lo más acogedor. Estaba en el piso más alto de la casa y hacía esquina. La luz entraba a raudales por sus dos ventanas, que además daban al sur. Era quizás demasiado grande para ella sola. A un lado aparecía el lecho y en frente estaba el escritorio. Ante él, una estantería de madera subía hasta lo alto haciendo puente sobre una de las ventanas. La otra quedaba a la izquierda en la otra pared, y el suelo casi se tapaba en su totalidad cubierto por una alfombra. Un color verde claro, muy relajante, lo inundaba todo, alfombra, cortinas y la cama, para reflejar a las paredes que eran blancas. La estantería estaba llena de libros, y cuatro pósteres lucían en la pared.
Sólo entreabrir la puerta, y podía vérsele sentada en el escritorio y absorta en algún libro. Sólo de cuando en cuando, relajaba su atención, para juguetear con algún cachivache de la mesa, o mirar por la ventana. Entonces, comenzaría a repetir con los labios lo aprendido.
La muchacha entremetió las manos bajo la melena, y se sacudió el pelo. Se puso en pie, y anduvo hasta el rincón al lado de las ventanas. A esas horas, los rayos solares caían al piso, directos, por una de ellas, reflejando luz por toda la estancia. Se sentó en el suelo, y así permaneció, el sol sobre la cara y los brazos y parte de las piernas. Llevaba una camiseta blanca sin dibujo y un pantalón de deporte también blanco. Sus pies, desnudos, corno siempre que estaba allí.
— ¡Azucena! —Se oyó llamar desde abajo.
— ¡Qué quieres, mamá!
— ¡Baja!
De seguida se incorporó y bajó hasta el otro piso.
— ¡Qué es lo que pasa ahora!
— ¡Preguntan por ti!
Cuando asomó por las escaleras, la chica se detuvo y se echó atrás, ocultándose.
—Pero si es Félix… —murmuró—. ¡Un momento, mamá, que no estoy presentable!
— ¡Vamos, mujer, no será para tanto!
La madre se volvió hacia Félix, y lo invitó a sentarse. Ambos lo hicieron en el sofá, juntos y arrimados, como si de toda la vida.
—Porque me has caído bien, sabes. Si no, ni te dejo que entres, esa es la verdad. Nada me ha dicho mi hija, de que un amigo viniera a verla. Ni nunca ha venido ninguno.
Félix esbozó una beatífica sonrisa.
—Pues sí que nos conocemos. Y bastante.
La mujer entrecerró los ojos.
—A ver si va a resultar otra cosa… No te molestará si te hago unas preguntas.
— ¿A mí? ¿Y por qué habría de molestarme?
Las intenciones de la mujer se vieron truncadas, Azucena bajó hasta ellos. Y la cosa, que venía tal cual. Al parecer sólo se había acicalado un poco. O tal vez habría querido estar segura.
La madre a duras penas espero a que bajase el último peldaño.
—Bueno niña, tú me explicarás.
Ella ni se dio por aludida. Se acercó a Félix y le dio un beso.
—No creía ya que volviera a verte…
—Los quehaceres. No ha sido otra cosa.
La mujer metió baza.
—Entonces es verdad, que os conocéis, y bien conocidos por lo que veo. ¿Y por qué no me has dicho nada, hija? Al menos me pudiste avisar que venía. Este buen mozo, no hubiese tenido que soportar mis impertinencias.
—No tiene importancia —dijo Félix.
—Ni siquiera imaginaba que fuera hoy precisamente, mamá.
—Es verdad, señora. Ha sido tan precipitado…
Aquellas razones parecieron confortarla.
—Y entonces qué. Que sois compañeros de estudios quizá.
—Pero mamá…, en un colegio de monjas…
—Ay, es cierto. Dónde tendrá una la cabeza. Pues entonces, de qué os conocéis.
—Fue en el autobús, cuando regresábamos a fin de curso. ¿No se lo ha dicho ella?
— ¿Azucena…? A mí que me va a decir. Pero si tengo que sacarle las cosas con un cucharón —Se volvió a la hija—. No será este chico el que quería reanimarte cuando el accidente.
Ella enrojeció. El se hizo cargo:
—No fue menester, aquello no era nada.
—Ya entiendo.
Al fin la madre, y Félix vio el cielo abierto.
—Sabes, me he comprado una moto.
—Qué bien… ¿Y te la has traído?
—Bueno os dejo. Tendréis cosas de que hablar.
Y la mujer desapareció por una puerta, cerrando tras de sí.
—Si quieres la probamos —dijo Félix.
—Todavía hace calor, hombre. Seguro que no serán más de las cinco. Mejor subimos a mi cuarto, no.
— Ah, yo qué sé… ¿Y querrá ella?
—Voy a intentarlo.
Azucena se puso en pie, y entró a donde la madre. Félix las oiría hablar del otro lado de la puerta, sin entender nada de lo que decían. La muchacha regresó al momento.
—Venga.
Sin más lo cogió de la mano. Porque la mujer no estaba presente, que si no, quizá no se atreviera. Buena cosa… como no era muy suspicaz…
Azucena tiraba de él por las escaleras, casi a oscuras, y Félix se dejaba conducir de grado, y sin tensar tan suave rienda, por no forzarla un ápice mientras subía.
— ¿Todavía no…? Pues sí que te has remontado el aposento.
Llegaron arriba. Félix casi se deslumbra cuando abrió la puerta.
— ¡No me veas! Pero si esto parece un palacio. Esta habitación y la mía, lo mismo.
—No es lo mismo.
—Eso digo, que no es lo mismo.
—Quiero decir, que no es lo mismo la habitación de un chico, que la de una chica.
— ¿Y eso?
—Pues que los chicos sois más descuidados.
—Que tendrá que ver. Es que, es muy grande y muy bien puesta.
Ella pareció defraudarse.
—Yo no me hubiera conformado con menos.
De inmediato, Félix, como atraído por tanta la luz, se asomó a la ventana que había al frente. Desde allí pudo ver los tejados como un mar multiforme y el campo en lontananza.
—Pero qué bien te lo montas, oye. Qué buen panorama el que se divisa.
—Sí, todo está muy bien. En todo te has fijado menos en mí.
É1 permaneció ante la ventana, pese al interesado reproche.
—Que te crees tú eso. Lo que pasa que estás tan provocativa, que mejor miro para otro lado.
Ella rió sin control.
—Qué embustero… ¿Y por eso no has venido, verdad?
—No me líes. No mezcles las cosas. Tú sabes que te quiero.
Le soltó aquello con un desparpajo, que Azucena se quedó patidifusa. Que ella recordara eso no se lo había dicho. No pudo sustraerse, se acercó a él y lo abrazó por detrás.
Félix no pareció inmutarse.
—Azucena… no te despendoles. Si tu madre nos ve, la liamos.
— ¿Mi madre? Ella para subir aquí, tendría que pensárselo. Con decirte que duerme en la salita, junto a la cocina, de como tiene las piernas…
No por decirle aquello, él cambió su actitud.
Ya no quedaría ya bien. Se hizo el longui.
—Anda, y este póster… ¿Como lo has conseguido?
—Me lo trajo mi hermano.
Félix se acercó hasta la cama para verlo mejor.
—Es muy bonito. Y muy artístico.
— Y este de aquí, ¿qué te parece?
—También es bonito. Pero ya no me gusta menos.
—Pues ese representa la libertad. A la diosa libertad.
—A mí lo que me atrae es el fondo. Me recuerda a El Bosco. Esas escenas simultáneas, y sucesivas al mismo tiempo. Es un estilo parecido, no.
—Será. Para mí, la figura principal es lo interesante. Tú como eres un artista…
Y que lo dijera.
Azucena se puso de pie sobre la cama, y descolgó el póster. Él la pudo comprobar en sus largas líneas, la cintura descubierta, como modelo de pasión, aún velado, que lo de atrás no era delante.
—Toma, te lo regalo.
Félix cogió el póster y la besó prolongadamente.
VIII
Un ático con dos habitaciones más un minúsculo servicio, no es nada del otro mundo. Sin embargo, para Félix era eso precisamente, otro mundo, el suyo.
En la primera estancia, el muchacho había instalado todo alrededor un banco corrido, que sólo se interrumpía para dar paso al otro aposento, el dormitorio. Éste se componía de una cama, la mesita y un armario. Más un estante, que él mismo había fijado a la pared. Tenía una puerta metálica que daba a la azotea, y cuya parte superior hacía las veces de ventana con su acristalamiento y el postigo.
Nada más acceder a ella, la sala de estar, taller y cocina, impresionaba de tanto agobio. Saltaban a la vista, los montones de arcilla sobre el banco, a un lado, las figuras a medio terminar a continuación, y en la pared de enfrente, unas cajas apiladas y los yesos, todo también sobre la larga mesa. En los bajos de aquel tablero tan singular, había objetos para todos los gustos y unos zapatos. Un horno profesional junto a la entrada del dormitorio, y a su izquierda una hornilla de gas y una lámpara flexo. Para completar, en el centro de la estancia se ubicaba un estrecho butacón doble y corrido.
El conjunto hacía la habitación tasalmente transitable. No obstante, Félix se movía por ella como pez en el agua.
Comenzó haciendo pequeñas figuras porque era lo mejor. Requerían poco gasto, y eran muy fáciles de transportar. Lo que no sabía en absoluto era, el éxito que pudieran tener. De verlo en aquel trajín, sus padres seguro que habrían dicho lo de, tu vales mucho más, hijo. Y añadirían, lástima que hayas dejado los estudios. Pero él pensaba de forma distinta. En lo referente al arte, no había reglas, a lo más tendencias. Qué más podían enseñarle, que no descubriese. Él tenía buenos conocimientos de pintura y escultura y en ambas había experimentado con éxito, no había más que ver sus trabajos. Su casa estaba llena de obras suyas, y también se vendieron en la tienda, su padre lo sabía muy bien.
El muestrario estaba completo. Había seleccionado lo mejor. No estimó conveniente hacer copias, para qué, qué prisa había si aún ni vislumbraba cliente alguno.
Colocó las obras en una caja, las llevó a la moto, y partió calle adelante, a probar fortuna. La ciudad es muy amplia. Los establecimientos de exposición y venta, y los pequeños zocos, son muchos. Juzgó ventajoso dar de lado los sitios puramente comerciales donde poco entenderían de arte. Por eso, se encaminaría sin rodeos hacia otros más especializados de que tenía noticia. Tuvo suerte, lo recibieron bien. Además, apreciaron sus pequeños grupos escultóricos, en lo que valían.
—Muy bien muchacho. Esto promete.
El entendido calibraba una de sus obras. La tenía sobre una mesa, frente a sí, en una esterilla verde, que arrastraba con la mano, girándola, para apreciar los detalles. Luego la cogió entre sus manos y volvió a hacer lo mismo desde arriba y desde abajo.
Félix pasó a la carga.
—Sí, pero si no vendo, de poco me sirve.
—Usted es nuevo, no hace falta que me lo diga. Yo sí que le diré algo. Sé apreciar lo valioso nada más verlo. Usted tiene talento. Pero eso no quiere decir gran cosa. ¿Sabe por qué? Porque somos muchos. Con esto quiero decirle, que no basta con hacer algo bien, además tiene que reconocerse, hacerse válido para los otros. Para eso hay que luchar, la competencia está en la raíz de la vida. Fíjate en mí, yo soy pintor. ¿Y qué hago? Pues ya ves, regentar este establecimiento. Y pinto, eh. Aquel cuadro de allí, y este otro, son míos.
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