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Un artístico triángulo (página 4)

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2, 3, 4

Cuando le quitaron el inmovilizador, la escultura ya estaba lista para pasarla a bronce. Lo que no sabía era, a donde dirigirse para hacer tal cosa y si el precio no rebasaba sus previsiones. Como siempre, fue Miguel Paredes quien lo sacó del apuro. Para ello, lo vino a recomendar en el mejor de los talleres y que donde le harían el vaciado sin mucho desembolso. Los conocidos del pintor tuvieron la deferencia de trasladar la obra una vez terminada, directamente hasta sala de exposiciones. Era ésta la mayor de las que la cadena de Miguel poseía. Nunca se imaginó Félix la amplitud que tenía aquello. Aparte la sala principal, inmensa y redonda, de altos techos, había otras más pequeñas que la rodeaban, dos bares, varios ambientes de estar y una oficina.

Allí quedó aquella doble en forma de estatua en actitud casi implorante, sola y a oscuras. Más cierta se hallaría, que la Azucena de carne y hueso.

XV

Pasaron quince días.

Los contertulios se apretaban en torno a una mesa grande y alargada, tranquilos y serenos, el hablar pausado, cálido el ambiente. La pareja llegaría al local pasada la hora pues ni preguntando daban con él.

Aquello era ni más ni menos, que una taberna. Una taberna grande. Azucena accedió a venir por compromiso, y más que otra cosa porque él casi se lo implora. No iba descaminada, pues qué pintaba allí, si entre ellos ni siquiera había una mujer. Sin embargo, sí observaron a dos muchachas que, contra todo pronóstico, permanecían casi pegando con los contertulios en la mesa adyacente. Por sus gestos y la forma en que miraban a los reunidos, Azucena dedujo, que venían con ellos.

Félix, ajeno, no veía el acomodo de ella.

—Vaya. Con razón no venías tú con todos tus perfiles. Ni que lo supieras de antemano.

—Pues eso. Pero me parece que esas dos me sacarán del aprieto.

—No mujer, mejor te vienes con nosotros. Tú de qué las conoces.

—Ya lo verás. Esas vienen con ellos, y si no observa.

Se acercó a las mujeres, y nada más preguntarles, comenzaron a parlamentar y se sentó con ellas. Azucena disimuló hacia Félix un gesto de complicidad.

Él se fue a los reunidos. Cual no sería su sorpresa, al percatarse de que Miguel no estaba.

— ¿No está Miguel?

El interpelado se volvió, y nada más verlo se puso en pie.

—No, no ha venido todavía, ¿por qué lo pregunta?

—Miguel me invitó a venir. Yo soy su amigo Félix. Escultor y pintor.

—Sí hombre, claro. Es que no te hacíamos tan joven. Mira, yo soy Luís, aquel es Pedro… Dionisio… Fernando… Jonás…

Y relató hasta catorce nombres.

Félix se inclinó ligeramente.

—Mucho gusto. No creía que fuerais tantos.

—Y porque falta Miguel que hace por dos —Rieron.

—Claro, lo malo siempre abunda —dijo él con una sonrisa.

No había más celebración en aquel sitio. Aparte la tertulia, las dos muchachas con Azucena, y tres habituales, al parecer, que perseveraban junto al mostrador, sólo de cuando en cuando, algún presuroso venía, repostaba, y se iba con viento fresco.

La tertulia no se diferenciaba en apariencia de una reunión típica. Allí se hablaba de todo menos de arte. En un buen rato, Félix no había oído nada que hiciese referencia a corrientes artísticas, ni a técnicas, y ni siquiera a algún asunto particular al respecto de que allí estaban.

Se puso en pie y fue hasta el tabernero, que al poco regresó con la bebida. Los otros no paraban de discutir.

—Nunca lo podrás comparar con el socialismo —Decía un dialogante.

— ¿Por qué? —cuestionaba el otro—. El socialismo es sólo una ideología. Incompleta como todas. De lo contrario sería la mejor, y consecuentemente la única. Y es que, por sí, sólo resuelve aquello que puede resolver.

El primero insistía:

—Sí… Pero el capitalismo, más que una ideología, es la aberración de una ideología.

—Pero es que yo no hablo de capitalismo, sino de libre empresa, que es distinto. Iniciativa individual o de grupo, sin otra cortapisa que la ley consensuada por todos. Qué dirías, si alguien estableciese cómo has de hacer tus pinturas. ¿De tus manos podría salir una obra de arte? 0 que te ordenaran donde y cómo has de venderlos, y hasta a qué precio.

Al fin salía a relucir, algo que olía a la profesión. No obstante, Félix no estaba en que la tertulia fuera a encaminarse por aquellos derroteros.

—No es eso a lo que se refiere. Eso son cosas secundarias. Se trata de estructuras que impidan los abusos.

—Lo peor es, que en su celo de protección, acaba impidiendo también los usos.

El interlocutor miró al recién llegado.

—Nuestros puntos de vista están ya muy manidos. A ver qué opina el amigo Félix. A lo mejor nos aporta algo nuevo.

A Félix le asustó tal responsabilidad. Hablar ante tanta gente…

—Pues yo…, la verdad… Yo no estoy muy puesto en estos temas. Lo cierto es que ninguna ideología me satisface. Todas son parciales, ninguna es universalista.

—Qué quieres decir con universalista.

—Que no son consensuadas. Ninguna merece tal honor.

—Lo que tú quieres decir es, que no contenta a todos. ¿Me equivoco?

—Algo parecido.

—Entonces, ¿tú a que te apuntas?

—Tengo mis propias ideas. Personales. Y son tan lógicas, que no creo que nadie se pueda sentir ajeno a ellas. Como tales intentaré exponéroslas, con sus raíces y sus causas. Para mí, es a partir de Cristo cuando el derecho comienza a ser propiamente derecho. Hasta entonces, estuvo basado en la mayor de las injusticias, la desigualdad por principio.

— ¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?

—Para mí, y hablo del mundo occidental, el pensamiento de Cristo no ha sido superado. Casi todas las ideologías posteriores son una burda copia de él, más o menos parcializada.

— ¿Tú eres creyente?

—En principio no. Pero considero a Cristo, como el más completo y "consensuado" de los pensadores. Personalmente no me encuadro en ninguna ideología, aunque tenga mis preferencias.

— ¡La leche! Entonces eres como Dios.

Félix torció el gesto.

—Hombre, no me considero por encima de nadie, si te refieres a eso. Estoy conmigo mismo como base, y me rijo por el sentido común como norma para con los otros, sin más ideas preconcebidas que las puramente axiomáticas.

—Pero si no tomas partido, el sentido común poco te va a resolver.

—Es que se trata de tomar partido a posteriori, no a priori.

—Anda, eso sí que es bueno.

— Me explico: del individuo llegar a la comunidad, no de la comunidad al individuo. Nada de ideas impuestas.

—Y que cada cual se las apañe, claro.

—Veo que no me entiendes. Sólo la iniciativa propia colma al individuo, porque se ajusta a él como particular. Primero soy yo. Un paso más, estoy con mis allegados, y así sucesivamente hasta llegar a los que no conozco. Me asociaré con ellos por mi libre compromiso.

El otro se encogió de hombros.

—Eso es muy bonito. Pero quién te lo garantiza.

El Estado. Para eso está.

—Sabes… Lo que dices no está mal del todo, lástima que no sea nada práctico. Tú lo que eres un anarquista.

—Por Dios, no me llames eso a mí, hombre, que no sé ni lo que es. Lo que digo se viene haciendo cada día pese a los ideólogos, desde que el hombre es hombre. Lo demás, son complicadas componendas, al circo, que entre todos nos montamos.

Al final se habló de arte. Más bien, del negocio del arte. La inminente exposición se llevó el resto. Quedaron fijados las fechas y los cupos para cada expositor.

Ya se marchaban los tertulianos, cuando llegó Miguel. Corroboró lo que ellos acordaran, y la sesión quedó conclusa. Mientras los demás salían, el pintor se acercó a donde estaba Félix.

—Qué. Cómo ha ido todo.

—Ha sido muy interesante.

—Ya he visto a tu novia. Anda, que te está esperando —Movió la cabeza en dirección a Azucena—. Y a ver si te llegas un día por la tienda.

Febrero terminaba.

El estudio amanecía helado. Hasta pasada media hora no había quien parase allí. Era el tiempo necesitado por la estufa hasta caldear el ambiente. Tal era, que Félix procuraba volver a la cafetería, en la estación de servicio, y esperar. Tras de aquello regresaba al estudio definitivamente para iniciar la tarea. Si sería intenso el frío, que Azucena no quiso posar desnuda, pese a su insistencia, y al final hubo de echar mano de un modelo más platónico. Vestida, Azucena no le servía para mucho.

—Pero bueno… ¿Es que sólo sabes hacer gente desnuda?

—Pues claro. Cos ropajes poco queda de autenticidad, y el verdadero arte se enmascara.

—De todo ha de haber, creo yo.

—Claro, pero en arte, hay que ir a por lo auténtico, lo mejor.

Félix la acercó al autobús y él se vino.

Ya estaba, su modelo partiría del póster de Azucena. Su título, La Diosa sin Nombre. Desde luego que no sería idéntica a la del cartel, y ni siquiera el rostro sería conocido. No pensaba dar a Azucena la satisfacción de "firmarla" asignando su rostro a la diosa.

Como colofón, la triada a exponer se cerraría con una obra abstracta. Una escultura a base de triángulos de hierro, cortados a soplete.

XVII

También Gabriela estaba allí. Conversaba con otra mujer, que ellos imaginaron la esposa de algún artista. Permanecían en una mesa hacia un rincón de la sala cerca del bar, muy pendientes de los que entraban.

—Azucena, Gabriela está allí. Procura comportarte, eh.

—No te preocupes, descuida.

La pareja se les acercó, y de inmediato, Gabriela vino hacia ellos. Su acompañante quedó allí, de pie, con cara de circunstancias. Al poco abandonó y se perdió en la sala.

—Qué hay Gabriela. Cuánto tiempo sin verte —La besó en la mejilla.

—Pues mira, muy ocupada.

—Ya conoces a Azucena…, sabías que ese es su nombre, no.

—No sé, creo que no, no me suena.

Azucena se le acercó y le dio un beso. Al tiempo le decía casi al oído:

—Cuánto siento lo que ocurrió, te pido que me perdones.

—Estás perdonada.

Y Azucena se excusó dejándolos solos.

—Félix, vete.

É1 se quedó patidifuso.

—No te entiendo. ¿Por qué me dices eso, Gabriela?

—No quiero verte.

— ¿Pues qué te he hecho yo?

—Tú me has hecho… ¡que te quiero!

Tenía los ojos bañados en lágrimas.

— ¿Y cómo podría remediarlo?

—Pues de esa forma, alejándote.

Félix la cogió por la muñeca.

—Gabriela, ¿no puedes dominar tus sentimientos? Inténtalo. Si los razonas, verás que no es difícil.

—Lo que no puedo es, dejar de quererte. ¿Acaso no te gusto?

—Me gustas demasiado, y tú lo sabes.

—Poco se nota.

—Es que no es sólo eso lo que cuenta. También cuentan las vivencias. Es el roce el que une. Cuanto más tiempo, cuanto más quieres. Azucena se te adelantó.

—Pues muy bien. Pero ella no puede impedir que yo te quiera. Y si tú me quisieras, tampoco podría impedirlo.

—Yo te quiero de una forma diferente. Los dos quereles no pueden ser iguales. "Nadie puede servir a dos señores", ya sabes la sentencia.

—Y de qué me vale a mi tal cosa, si no te tengo.

—Tampoco se puede tener todo lo que se quiere.

—Por eso, ve con ella.

Gabriela se fue hacia el reservado, y Félix no pudo dejar de mirarla a alejarse. Sólo después buscó a Azucena.

Los dos, amartelados, comenzarían a revisar las obras, que ya veían por cuarta vez, hasta llegar a las de Félix.

—Sin duda son las mejores, verdad.

—Cuando tú lo dices, que no eres parte interesada…

Ella sonrió, mientras daba la vuelta en torno a "La Dama Oferente", casi como si de una hermana gemela se tratase.

—Félix. Gabriela te quiere.

Si lo sabría él.

—Bueno. Es libre de querer a quien quiera.

—Puede ser. Pero que no tontée contigo, porque soy capaz de cualquier cosa.

—Tampoco me va a violar.

—No das una idea, la de formas que tenemos las mujeres de violentar a los hombres.

—Si tú, que tan bien lo sabes, te encargas de eso, trabajo que me quitas.

—Lo que pasa es que a ti te gusta.

—Por supuesto. Como a cualquiera. Gabriela no es una mujer corriente.

Ella frunció el ceño.

— ¿Y yo, soy corriente?

—Tú eres extraordinaria.

A Azucena, aquella contestación le alegró en lo más hondo. Sería difícil que Félix mintiese. No lo besó porque allí no quedaría bien. Aparte de que Gabriela podía pensar, que era por fastidiarla. Eso sería contraproducente.

Entraron a la oficina. Qué agradable sorpresa, la Dama Oferente y el Abstracto con Triángulos estaban vendidos. Entre las dos esculturas superaban con creces los dos millones. También constaba una oferta para La Diosa Desconocida, pero muy por debajo del precio de la obra. Naturalmente que Félix tenía la última palabra. Sin vender quedó. Por su parte no hubo trato.

Al día siguiente Félix fue en busca de Gabriela.

Estuvo esperando a la salida de la escuela taller, hasta que el establecimiento cerró y la vio salir. Recordaba como la había conocido y como su presunción hacia él la traicionó. ¿Pero tenía derecho a tratarla como lo hizo?

Como siempre estaba esplendorosa.

— ¡Félix! ¡Qué haces aquí!

—Ya ves, esperarte.

Lo abrazó y lo besó. Subieron a la moto.

—Desde luego eres imprevisible.

—Eso dice Azucena.

—Por qué has de mezclarla a ella. ¿No estás aquí conmigo?, pues olvídala mientras tanto al menos.

— ¿Te vienes?

—Claro que sí. ¿Y a dónde, mi amor imposible?

—Es una sorpresa.

—Con lo que a mí me gustan las sorpresas… ¿Y será buena o mala? —Félix asintió—. Pues entonces, para un momento.

Gabriela se acercó a una cabina. Bien poco tardaría en volver.

—Bueno, ya está.

—Habrás llamado a tu casa, claro.

—A dónde si no. Les he dicho que no me esperen.

No era cualquier cosa. Félix la invitaba a cenar.

Nunca hasta entonces la vio tan contenta. Irradiaba simpatía a raudales y hasta su repetitivo discurso se le había esfumado.

—Te estoy muy agradecido, mi pequeña Gabriela.

— ¿Y cual es el motivo de tanta gratitud?

—Es por lo de las máquinas. No sabes el trabajo que me ahorran.

—Ya lo sé. Por eso te las di.

Frente a ellos dos parejas bailaban sobre el entarimado que había al fondo. A la media luz, unas discretas luces de colores parpadeaban al ritmo de la melodía. Música disco, pero bueno, para lo que era…

— ¿Y tú…, no me sacas a bailar?

—Lo cierto es que no me apetece mucho. Para algo así, hay que entrar en ambiente.

—No me digas que no te gusta esta música. Pero si hace revivir a los muertos.

—La razón no es esa. Es que estoy desentrenado.

Al final, la mujer consiguió lo que quería, y la sacó ya lo creo que sí.

Gabriela se colgó de su cuello mientras bailaban, y le suplicó mil veces, que se fuera con ella.

—Tú sabes que no es posible. Confórmate, mujer. Qué más puedo darte.

—Todo Félix. Si no, preferiría olvidar. 0 por lo menos intentarlo.

Nada más salir del restaurante, tomaron la carretera hacia la costa.

Al fin estaban en el estudio. Afuera, una noche limpia, ofrecía por el cielo su trémula danza de diminutos brillos, como luciérnagas, y que sólo de su lado el resplandor de la ciudad se atrevía a deslucir. No obstante, el frío no era propicio a su contemplación, y sí a recluirse, para contemplar otras estrellas, más prosaicas tal vez, de forma apacible.

Clavado sobre la pared destacaba un póster. Precisamente el que Azucena le había regalado. En el caballete, sobre una lámina, podía verse un boceto a medias. Era la Libertad. Gabriela no se demoró en preguntarle qué significaba.

—Es un secreto. Y tú me lo vas a revelar.

— ¿Yo…? Qué tengo que ver yo.

— Quisiera pintarte, si me lo permites.

— A ti todo te lo permito, querido Félix.

Para qué más. Le acercó un taburete, para sentarla luego como el quería y comenzó a dibujarla, como si la misma diosa hubiera sido.

—Hace fresco aquí, eh.

Félix aproximó la estufa.

Era ya de madrugada cuando concluyó el dibujo. De inmediato asió el caballete y lo giró. Ella se puso en pie nada más verlo.

—Qué bien hecho que está, por Dios. Muchas gracias ¿Y por qué no me lo hiciste antes? No hay derecho

—Tampoco se me ocurrió —dijo retornando de nuevo el artilugio— Es la diosa Libertad. Tú eres la libertad.

Gabriela lo besó.

—Me lo darás para mí, claro.

—Por supuesto.

Fuera debería hacer bastante frío. No obstante, dentro, el ambiente cálido aún se caldeaba.

—Y ahora qué, muchacha. Demasiado tarde para irse, no. La moto y el frío no hacen buena liga. ¿Tú qué dices?

—Yo soy tu invitada, Félix.

Acudieron prestos para el sofá, y se taparon con una manta. De seguida, Félix se levantó de nuevo y apagó la luz.

— ¿Por qué apagas Félix? Temes que nos vea alguien.

—No es por eso, me molesta la luz.

No era verdad. Lo que él quería era, recordarla como hasta entonces la viese.

Ambos se amaron con pasión hasta quedar exhaustos una y otra vez.

En el cuadro de la ventana, la claridad del día reemplazaba a las estrellas, y ni habían pegado ojo. Que más les daba, hasta que ella se marchase a la escuela nada mejor para invertir su tiempo.

—Félix eres muy hermoso.

—Sí… sobre todo eso.

—No me refiero a la hermosura que tú piensas sino a que a todo respondas con exuberancia.

—Eso lo dices porque me quieres.

—Y qué mujer no sería capaz de amarte.

Félix rió.

—Pues la mayoría que pasan por la calle.

Gabriela enrolló el dibujo, grande como ella, se arregló un tanto, y ambos salieron.

— ¿Por qué este cambio Félix?

—Yo no he cambiado nada, has sido tú con tu insistencia.

En la parada del autobús, la moto se detuvo.

— ¿No me llevas hasta mi casa?

—Lo siento, no puedo.

Gabriela saltó de la máquina. Félix la atrajo hacia sí y la besó en la boca.

—Ya lo sabes. He querido que me tengas, como deseabas. Y te he querido de verdad.

—A saber si no pensabas en tu novia.

—Nada de eso. Mientras yacimos juntos, sólo pensé en ti. Pero hasta aquí hemos llegado. Por el tanto amor que dices tenerme, aléjate, ahora soy yo quien te lo pido.

Gabriela no se esperaba aquello. Lo besó entre sollozos, y se fue a la parada. Félix le dijo adiós con la mano, pero ella ni se enteró.

XVIII

Como de costumbre, a los pocos días Félix se dirigió a la tienda. Transportaba, sujeta con ambas manos, la caja con las figuras, que nada más entrar dispuso sobre el mostrador. Al poco apareció Miguel.

—Hola Miguel.

—Qué tal pequeño monstruo.

—Lo de siempre. Que todo es mucho y nada es nada.

Miguel abrió la caja y comenzó a desembalar.

— ¿Sabes que han operado a Gabriela?

—Que han operado a Gabriela… ¿Y de qué?

—Le han quitado un pequeño tumor, creo.

—Pero no puede ser. Si hace nada que la he visto…

Miguel meneó la cabeza.

—Desde hace unos días se notaba unos mareos.

— ¿Y dónde está ahora?

—En el hospital, supongo.

Pobre Gabriela; qué contrariedad. É1, que no pensaba volver a verla, que incluso se había jurado a sí mismo no hablar nunca a Azucena de la noche en el estudio, ahora, pese a todo, no tendría más remedio que visitarla.

No quería pensarlo, pero no se le iba de la cabeza, ¿aquel tumor, o lo que fuese, no habría sido como consecuencia del golpe de Azucena? Casi estaba por asegurarlo. De qué le vendrían si no, aquellos mareos tan de repente. Mejor que Azucena no se enterase.

Aquella tarde fue al hospital. Con tanto centro, se las vio y se las deseó para dar con ella. En ningún archivo aparecía. Al fin pudieron localizarla, pues por lo visto no la habían asentado cuando llegó.

Aún permanecía en cama. Le habían tapado parte de la cabeza, y pese a ello, de aquella parte, la falta de pelo era evidente.

—Acomódate donde puedas, Félix —dijo sonriendo—. No pensaba ya, que vinieras a verme.

Félix se sentó donde únicamente podía, sobre la cama.

—Pues mi trabajo me ha costado. Por lo visto tu parte de baja no aparecía.

—Ah, pues no sé.

Gabriela no estaba sola. Un joven, bien parecido, la acompañaba junto a la cabecera, sentado en una silla.

—Por qué no vas y me traes algo de beber. Un zumo. Anda cielo.

El muchacho salió.

—Es mi amado Luís. A que es guapo…

Félix no entendía.

— ¿Quieres decir que tienes novio? ¿Tan pronto?

—No tanto. Lo conocía de antes. En algo más de una semana todo se ha precipitado.

—Pues cuánto me alegro. Te lo mereces.

—Y de paso me olvido de ti, no.

—Mujer… yo…

—Tú sabes que eso no ocurrirá. A pesar de los pesares.

—Gabriela, no empecemos.

Pese al trauma estaba contenta. No obstante, de cuando en cuando parecía como ausente.

—Y qué. ¿Como estás? ¿Cuando sales de aquí?

—No lo sé. Los médicos me dicen que todo va bien, pero a veces me noto como si no supiera donde estoy.

—Es normal, mujer, todo está tan reciente…

El presunto amado volvió con el bote de zumo y lo tendió a Gabriela.

Ella se lo presentó. Félix, pese a que algo en su interior le indicaba otra cosa, no pudo menos que considerarlo como a un rival. ¿Cómo podría sentir celos de aquel chico, cuando en realidad lo libraba de ella? Por más que quiso, no logró verlo con buenos ojos, cuando al marcharse se despidió de él.

Sólo habían pasado tres días. Azucena lo esperaba en el apartamento.

— ¿Félix qué te ocurre?

É1 entró y se dejó caer en la butaca.

—Nada, qué me va a ocurrir.

—Nunca te he visto de esta manera. Tienes los ojos húmedos. Pero si más parece que llores.

Félix se echó hacia atrás, y así permaneció, con la vista perdida.

—Se trata de Gabriela, ha muerto.

—Pero no puede ser… ¿No estarás confundido?

—Ojalá. Me lo ha dicho Miguel. Por lo visto se cayó en la escuela. Puso las escalerillas para coger lo que fuese de un estante y algo falló. Se golpeó en la cabeza.

—Pues yo… La verdad. Lo siento.

— ¿Por qué me dices que lo sientes? Acaso tienes que justificarme tu sentimiento. Me basta verte.

Ella se encogió de hombros.

—Pues qué. Acaso no es así.

—Ni lo es, ni deja de serlo. Ella para ti sólo era una conocida circunstancial. Seguro que su muerte te ha afectado, algo. A nadie deja impasible una muerte.

—Justo. Pero para que veas que no trato de ocultarte nada, también te diré que, en el fondo, aunque esté mal en decirlo, su pérdida me reconforta.

—Hablas así, porque no la has tratado, Azucena. Cómo te diría yo… Gabriela era…, como un ángel.

—Tampoco sería tan especial, vamos.

Félix se levantó, y, ante ella, comenzó a moverse.

—Mira, prefiero no hablar de esas cosas. Las cosas ocurren. Son como son. Cuanta más palabrería se les eche, más se complican. Nadie puede ser dueño de sus sentimientos y de los ajenos.

Azucena lo seguía con los ojos, girándose sobre el butacón.

—Me puedes tildar de cruel, de vengativa, de todo lo que tú quieras, pero yo no sé decírtelo de otra forma, y así te lo resumo: "Muerto el perro se acabó la rabia".

Félix se detuvo y la apretó contra sus piernas.

—Mujer, cómo puedes hablar de ella así… ahora que no está.

—No lo tomes al pie de la letra. Sólo ha sido una forma de expresarlo. Lo que quiero decir es, que ahora no podrá inmiscuirse. No me importan ya, los sentimientos que hayas tenido hacia ella.

—Está bien. Esa tu opinión. En el fondo, me alegro de que hayas hablado así.

Ella calló. Pero sus recelos no la dejaban.

—Sé sincero Félix. ¿La querías?

—Cómo no la iba a querer. Si era como una niña… Ese era mi sentimiento, mucho cariño. Y ahora, quedemos en paz como lo está ella,

Azucena, colgada de su cuello, se limpió las lágrimas que le nacían.

—Félix, quiero vivir contigo. Sin ti la luz se me escapa.

XIX

— ¡Miguel!, ¡cómo demonios…! ¿Qué haces tú por aquí?

Félix le instó a entrar.

El pintor se introdujo en la sala de estar, taller y cocina, como Pedro por su casa. Si no le extrañaría aquel ambiente, que no se sorprendió en absoluto. Seguro que él había pasado por esas, y por peores. Fue hasta el butacón y se dejó caer cansado.

Venía más contento que unas pascuas. Félix no lo entendía. Con lo entristecido que él estaba.

—Te traigo una noticia fenomenal. Por eso he venido.

— ¿Quieres decir, una buena noticia?

—No, fenomenal. Mejor, que eso… Se trata de Gabriela.

Félix se quedó estupefacto. Lo primero que pensó fue, que el pintor estaba bebido. Pues si se refería a las exequias, tampoco era para echarse a reír.

—No te entiendo —le dijo nervioso.

—No es cierto que Gabriela haya muerto.

Aquello era el colmo. Y lo decía así, como si no fuera él mismo quien le dio la noticia.

—Pero… cómo puede ser. Tú mismo me lo dijiste.

—Claro que te lo dije. Antes de llegar tú a mi establecimiento, yo estuve en la escuela, y eso fue lo que allí me dijeron. Que llamaron a una ambulancia y se la habían llevado muerta. Así de bien se informarían.

Félix se llenó de dicha.

—Pero entonces, ¿dónde está? ¿Y está bien?

—Pasó cuatro horas en coma, pero al fin volvió. Los médicos dicen que tiene dificultades para moverse, pero que en unos días se recuperará.

— ¿Tú la has visto?

—Nadie puede verla aún. Está en vigilancia intensiva.

Aquello sí que era grande. Como para no creérselo. Lo mismo que Lázaro. ¿Qué opinaría ella cuando se lo contaran? Seguro que se lo tomaría como todo, como lo que era.

—Esto hay que celebrarlo. Y bien celebrado —dijo Félix.

—Pocos vamos a ser. Aparte de ti sólo se lo había dicho a las chicas de la tienda. Menos mal.

Félix pensó en Azucena. ¿Cómo reaccionaría? Seguro que le causaba una gran impresión. Y no porque la hubiese visto como su rival, iba a comportarse de forma fría o desconsiderada. Su corazón era más grande de lo que ella dejara traslucir.

—Félix, Gabriela es una mujer excepcional. Ya te habrás dado cuenta.

—Por supuesto.

—No hacía falta que te lo dijese, esas cosas se ven. Te lo digo, porque puede que te haya originado algún dilema.

— ¿Por qué, hombre?

De qué sabría Miguel, su relación con Gabriela. Ella no era de esas mujeres indiscretas, que sueltan hasta lo más íntimo. Al menos eso creía él.

—Ella es como un torbellino. Te atrapa… en el buen sentido.

—Qué sé yo. Ella dice, que todos los hombres se le van.

Miguel soltó una carcajada.

—Di mejor, que no le llegan. Seguro que esos que te dijo, no eran más que mequetrefes. Si Gabriela te llega, te colma y te arrastra. Es así.

—A dónde quieres llegar.

—A que si no te interesa, blíndate. De lo contrario…

—Por qué me dices eso. ¿Qué te cuenta ella de mí?

Miguel se encogió de hombros.

—Contar dices… Qué poco la conoces. Sabe muy bien nadar y guardar la ropa. Pero la conozco demasiado, no es preciso que me cuente nada.

—Por mi no te preocupes, que ya estoy curado de espanto.

—Pues a pesar de eso —Lo miró de frente—. Qué gran mujer es Gabriela. Pocos hombres pueden ponerse a su altura.

Menos yo —pensó Félix—. Al alguien le habría de tocar.

—Y qué —dijo el pintor—. Cuando piensas cambiar de casa. Uno sólo es uno, pero dos son multitud.

—Creerás que no lo vengo pensando…

Al fin la pasaron a una habitación. Con ella estaban el novio y su madre. Con lágrimas en los ojos, nada más entrar, Azucena se la quedó mirando. Aún se le veía una cicatriz. Fue hacia ella, la abrazó, y la colmó de besos.

—Cuanto lo siento, Gabriela… Y pensar que haya sido por mi culpa…

—Por qué dices eso. No es culpa de nadie y lo es de todos, como todas las cosas que nos ocurren. Culpa mia, culpa tuya, de Félix, de Miguel… Hasta de este inocente —Señaló al novio, que sentado en un sillón, miraba una revista.

—Visto así… —Se volvió al acompañante, al que señaló con un gesto— ¿Quién es?

— ¿Éste…? Es mi novio. A que es guapo. ¿Te gusta?

—Ya lo creo que me gusta.

—Y ella es mi madre.

—Mucho gusto.

— Lo mismo digo, señora.

Y se volvió de nuevo hacia la enferma

—Dónde lo conociste.

— ¿Di tú primero dónde conociste a Félix?

Azucena encajó los dientes.

Tu sigue por ahí que la llevas clara —dijo para sus adentros— Antes tendrías que pasar por encima de mi cadáver.

—Pues yo lo conocí en la carretera.

—Pues yo en el autobús.

Mientras tanto, al fondo de la habitación, Miguel y Félix departían. Azucena vino hasta ellos y se atrajo a Félix.

—Félix, ésta sigue en sus trece.

—En sus trece de qué.

—Que no se olvida de ti.

—Y yo sigo en mis catorce, mira tú. Pero no ves que está enamorada, mujer.

—Seguramente. Pero de ti.

—Anda, no seas chiquilla y deja el mundo correr. Quítate ya esos fantasmas de la cabeza.

—Mientras que yo esté donde tengo que estar, lo tiene crudo. Mira, me he puesto el bolso sobre el brazo para que se vea bien. Si no es tonta ya sabe lo que eso significa.

Noviembre 2002.

 

 

Autor:

Fandila Soria Martínez

Registro de la propiedad intelectual de Andalucía

Expediente: GR-1194/02

Nº: 04/ 2003/ 1321

Partes: 1, 2, 3, 4
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