I
El día en que Félix dejó el internado, respiró con alivio. Creyó pasar de un golpe a otro mundo, como si cruzar su puerta por última vez, todo lo trastocara.
Se veía libre de repente, de las invisibles ataduras que le embargaban. Era su punto de vista, ¿acaso no era el suyo? Y no es que el centro se asemejara a una cárcel, era aún peor. El encerramiento, por no citar sus carencias, se completaba con una farrea disciplina y una enseñanza autoritaria, no había que estar muy maduro para darse cuenta. Bastaba con sentirlo en las propias carnes.
Salió solo, con un maletón de mil demonios y muchos grillos en la cabeza. Echó a andar arrebatado, y antes de doblar la calle, volvió la vista hacia la institución, maldiciendo. Y se bendijo a su vez en su interior, por sentirse libre. Al otro lado de las montañas debía de estar lloviendo. Sobre ellas se amontonaban las nubes, que cubrían el cielo de una negrura intensa, y las estribaciones se salpicaban de ramalazos de agua, cerrados como cortinas. Por el centro no podría decirse tanto, las nubes a ras de tierra, rotas en jirones, todo lo ocultaban. La ciudad, no obstante, lo llevaba claro, el sol caía a plomo. Y es que para más abundamiento, era mediodía.
Caminaba Félix sudando a chorros, vencido por el peso de la maleta y toda el hambre de la mañana cogida en el estómago. Ya se cuidaron muy bien allí, de que la salida fuera antes del almuerzo.
Descansando a trechos, enfiló una larga calle y otra y otra, hasta que pudo divisar con alivio el autobús, que lo esperaba con las puertas abiertas como una bendición.
El conductor que lo ve acercarse, doblado por el peso, congestionado el rostro, se le acerca solícito, arrancándole la maleta de la mano.
— ¡Pero hombre, Félix! ¿Cómo no has cogido un taxi?
—Para qué. No quería entretenerme.
—Pues más has perdido. Mira que venir cargado desde tan lejos…
—Tampoco se me ocurrió.
Era verdad, ni siquiera pensó en tal cosa. Llamar un taxi, le supondría hacer cola en el único teléfono del internado, y demorar más la salida.
El conductor se encogió de hombros y colocó la maleta en el compartimento.
El chico, sin pensárselo, se aposentó al final del vehículo, siempre lo hacía. En un revuelo, el autobús se llenó y partió sin más.
Qué delicia la de viajar después de tanto tiempo. Aunque fuera por el trillado itinerario de siempre. Casi todos los viajeros eran jóvenes estudiantes, que, como Félix, volvían a su casa por vacaciones. Las suyas iban a ser con seguridad las más largas, pensó, sintiéndose ya fuera del gremio.
Como una sombra, cierta inquietud no lo abandonaba, retornando una y otra vez en sus pensamientos. ¿Qué opinarían sus padres de que abandonase el internado? Como fuera, y dijesen lo que dijesen, él no pensaba volver a aquel centro. Ni a ningún otro.
En la fila de enfrente, una chica se movía como desconcertada, entre su asiento y el contiguo, vacío. No podía negar que era novata, que todo aquello le venía grande. Miraba inquieta a su alrededor removiendo su corta melena casi rojiza. Algunas pecas campaban en sus mejillas, y sus ojos, grandes y muy vivos, brillaban a ojos vistas.
La pelirroja cautivó a Félix hasta el enamoramiento. Platónicas imágenes embriagaron la mente del muchacho, que sucumbía a una ensalzada fábula, su primer poema. La tal composición poetizaba sobre una presunta "flor de Zales", que se avenía bien con la rima. Con ella cotejaba a la chica, que en su imaginación ya era participe de sus sentimientos (Me acariciaron tus ojos/ ah, bella flor de Zales/ cuando brillaron al pronto/ cual dos perlas orientales/…). Y mientras se desdecía una y otra vez en la composición, retocándola en su mente, la muchacha, ajena a su protagonismo, iba quedando vencida por el traqueteo del autobús. Miraba ahora por la ventanilla, pero, a su pesar, los ojos se le entornaban. Sus párpados cayeron como telones, apagándole el paisaje una vez y otra, hasta que, vencida al fin, ahogó con la mano varios bostezos y quedó dormida.
Vaya. Qué fastidio. Su platónico amor se le había aletargado. Y aquello no tenía visos de ser una cabezadita. Aquello era dormir con todas las de la ley. No le extrañaría que de un momento a otro, la ensalzada comenzase a roncar, el trance no era para otra cosa.
No se equivocó mucho, pues al poco, la chica comenzó a resoplar con tal empeño, que sus labios vibraban al compás por seguir el ritmo. A él le hacía gracia, y sus ojos indulgentes la enaltecían, mirándola y admirándola, pese a que ahora sólo la podía contemplar sesgadamente.
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