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Homo Incógnito. Novela

Enviado por japa


    J. Partidas Alzuru

    1. Sinopsis
    2. Novela

    Parece extraño, pero es cierto.

    La verdad siempre es sorprendente.

    Más sorprendente que la ficción.

    Lord Byron

    ¿Ciencia ficción?,

    quizás.

    El autor

    Nota del autor:

    En la leyenda del rapto de T’Zuan-Aiki y Kut’Zunai, las hijas de Ts’Haru, que ofrezco a título de prólogo, encontré guías y referencias importantes para el sustento y desarrollo de la novela

    Sinopsis

    "HOMO INCÓGNITO" es una novela inspirada en la evolución del homo. Se atreve a conjeturar sobre las razones, o la falta de razones, por las cuales el hombre llegó a la tierra y el por qué se auto-destruye. Se aproxima además a temas místicos, ‘en el supuesto de que exista lo espiritual’ según aclara uno de los personajes principales, el profesor Michael Truddit, como lo es la síntesis en el ser humano entre lo religioso y lo material, que afirma sólo lo explica la paleontropología y no de la teología.

    La novela se entrelaza también con temas que conducen a respuesta que no estarían nunca contenidas en un solo libro, o en una colección de libros o, si al caso vamos, en una o muchas generaciones de pensadores porque al descubrirse un fósil de lo que se llega a calificar como un homo sapiens sapiens, un hombre moderno, pero "muy anterior a los australipathecus, inclusive muy pero muy anterior a los primitivos póngidos, los que se creían eran los lejanísimos antecesores del hombre, muy pero muy superior a los primates, los antecesores de los monínidos, aún al más antiguo de los antiguos descubiertos…", la novela asoma con ese valiosísimo descubrimiento lo único que podría condicionar a la prehistoria y a la historia.

    El personaje principal es Bruce, nacido en el outback australiano, con los aborígenes como sus hermanos y tutores, de cuya cultura recibió sólidas convicciones de rectitud y templanza. Debido a una expedición a las altas cuevas de Mount Saraseni, ubicado en Etiopía, que él conduce como gtattumi, ‘el que sabe y se atreve’, se proyecta de tal forma al mundo, sin él saberlo o buscarlo, que pasa a ser el prototipo de un ansiado nuevo hombre del nuevo siglo XXI y del nuevo milenio, un paradigma que destruye por sus virtudes y envidiable físico, los falsos ídolos que impulsan por razones comerciales los poderosos medios de comunicación universal. También es personaje principal la joven y muy atractiva Anahís, nacida en Badú Anú, una de las islas del archipiélago Veti Lukuadong, producto de la fantasía, ubicado en el Océano Índico, al oeste de las costas orientales de África. El cruce y el pensamiento de dos razas, la india y la polinesia, se reflejan en ella con toda sus bondades físicas e intelectuales, con toda su carga de tradiciones, espiritualidad y sensualidad, un encuentro de culturas y sensibilidades que llegarán a mitigar, en forma de mujer, y a dar sentido, a las arideces, padecimientos y privaciones vividas por Bruce desde su niñez en los desiertos australianos y africanos.

    Al final todo se resuelve al reconocer la novela los méritos de la unión de Anahís y Bruce, a quienes se les agregan lealtades de otros personajes de la novela de gran proyección mundial, para convertir toda esa fusión en una apasionante y arrolladora fuerza moral destinada a rescatar las razones por las cuales creen que el ser humano vino al mundo, esto es, para defender y dar vida, no para destruir y dar muerte.

    HomoIncógnito.

    "Sucedió en la época en que los caminos de Veti Lukuadong, la tierra bendita, eran iluminados sólo por las estrellas, e Ishvara, Gran Señor, el gran espíritu eterno, se daba conocer a la humanidad. Fue en aquella distancia del tiempo cuando T’Zuan-Aiki y Kut’Zunai, las hijas de Ts'Haru cayeron arrebatadas por hombres malvados que se recreaban como demonios lujuriosos. Cuando Ts'Haru y los espíritus celestiales conocieron del rapto salieron en su búsqueda por todos los rincones del mundo y al no encontrarlas, Ts'Haru cedió a la gran cólera. Con su ira de mil vientos y tormentas arrastró todo cuanto se le oponía. Montes, valles y ríos temblaron y se escondieron en el mar. Lakshmi, la hija de loto y la esposa de Vishnu, símbolo de la benevolencia maternal, se apiadó de los que sufrían por el arrebato de Ts'Haru. Por eso, antes de que llegara con sus vientos destructores a lo que en ese entonces estas islas era península unida al continente africano, el único lugar donde los dioses se alimentaban con el dorado polen celestial del cual recibían su bondad, sabiduría y poder, Lakshmi lo detuvo y le aseguró que allí no se encontraban. Como garantía de verdad se ofreció ella misma. Se ofrecía en sacrificio si lo engañaba. A cambio le exigió el perdón a la tierra bendita. Ts'Haru, ante la entrega de Lakshmi, reconoció los muchos males causados a los justos y se arrepintió, tanto que inconsolablemente arrepentido lloró a sus pies. Sus lágrimas, en forma de lluvia, fueron copiosas hasta que, cansado, se quedó dormido pero ya todas sus lágrimas había separado a la tierra bendita de la madre África para convertirla en islas, al igual como sucedió con las islas del Japón que también estuvo unido a Asia. Fue así como se formaron todas las islas y todos los archipiélagos del mundo. Cuando Ts'Haru despertó vio al universo despejado y resplandeciente y se recreó. Se alegró que nuestras tierras no se hubiesen escondido bajo el mar. La vio generosa, abundante en frutos, animales y vegetación. Tuvo hambre y comió muchos grandes peces de los mares y de allí nuestra afición por la carne de los grandes peces. Tuvo sed y bebió de los grandes ríos, y entonces los dioses, atemorizados de que la tierra y los mares benditos fuesen arrasados, corrieron al hogonó, el ombligo de la tierra. Allí gritaron pidiendo ayuda a Kaizuga, el dios de las entrañas de la tierra donde los espíritus del cielo no podía nunca llegar. Sus voces retumbaron con tanta fuerza que aun hoy en día se escucha el eco cuando la tierra tiembla y se estremece en los terremotos. Kaizuga hizo brotar el hokisi, una bebida embriagadora y cálida pero no aquí sino en Japón para apaciguar a Ts'Haru y a los espíritus, una bebida que hoy en día se conoce como saquí. Se maravillaron con la bebida y bebieron sin límites, como el niño hambriento que chupa del pecho materno. De tanto chupar el manantial se convirtió en lo que se conoce hoy como el Monte Fuji. Chuparon hasta que lo secaron al igual que al pezón y por eso del Monte Fuji no brota más hokisi y por eso no tiene pezón. Entonces bebieron de todos los manantiales de las islas de los mares y a todos secaron, al igual que los pezones, y aquí lo hizo Ts'Haru en Ionkarú pero aunque no había hokisi, no se enfureció. Sin embargo, envió tempestades para que lo hubiera. Pero no fueron tempestades que destruyeron. Al contrario, nos trajeron lluvias y manantiales que hacen al valle todo el año fértil y por eso se le erigió el templo de la Alborada en el sagrado valle de Lukuau frente al pedestal vacío de T’Zuan-Aiki, al pie del cráter del volcán Ionkarú, visible desde todo el lado este de Badú Anú. Pero tampoco quedaba en otras partes del mundo más hokisi para calmar la melancolía de Ts'Haru y de los espíritus por el rapto y por eso los dioses de la tierra se atemorizaron. Observaban, temerosos e impotentes, como los espíritus secaban los ríos en las islas y como hacían estériles los mares. Recurrieron entonces a Kaizuga, la gran diosa de la razón y de la inteligencia a quien siempre se invoca para las soluciones. Sentenció que sólo limitando los poderes de los omnipotentes legaría la paz y tranquilidad y, por eso, para restablecer el orden, con su poder comenzó a cortar pedazos de la túnica de Ts'Haru y de los espíritus mientras dormían. Hay que saber que sus fuerzas residían en las túnicas, lo que hoy en día se llaman nubes. Fue sí como Kaizuga dominó la fuerza de Ts’Haru. Fue grande el favor de Kaizuga y por eso ya los espíritus de los tifones de no abaten a las islas por igual, es decir, no todas a la vez como cuando cubrían con sus iras y con sus túnicas al mismo tiempo a todo el mundo y todo era lluvia, tormentas, inundaciones, diluvios y destrucción. Ahora ni las montañas ni los valles ni los ríos se esconden en el mar. Pero las espléndidas hijas aun no se encontraban y la desesperación de Ts'Haru y de los espíritus de nuevo aumentaba. Fue cuando Ishkaba, la diosa de la serenidad, llegó hasta Ts'Haru, en forma de ave. Desde las alturas con su visión que penetraba bosques y mares, descubrió una sandalia de Kut'Zunai y comprobó que estaba en ese territorio. Siguió en su búsqueda y finalmente la encontró en un lugar muy desolado donde sólo reina el sol. Llegó hasta ella cuando apenas tenía aliento protegida por seres que se parecían a hombres y a simios que la habían rescatado. Esos desconocidos seres le dieron refugio contra el sol al igual que la poca agua y alimentos que llevaban y así lograron extenderle la vida, mientras muchos de ellos morían. Estaban refugiados en medio de unos altísimos peñascos donde tenían al menos el amparo de las sombras de la tarde. Ishkaba, con su corte de espíritus también en forma de aves, le llevaron agua, alimentos y semillas. Todos comieron y bebieron y pronto los desconocidos simios y Kut'Zunai recobraron vida. Ts'Haru fue entonces en su búsqueda y también la encontró pero Kut'Zunai no quiso regresar. No podía abandonar a quienes le habían salvado la vida y Ts'Haru aceptó pero aplicó su justicia. En recompensa a los seres que la salvaron concedió agua y vegetación para siempre a la minúscula porción donde se encontraba Kut'Zunai pero al resto de la región, que era muy vasta, la condenó al ardiente sol para que no fueran más allí los hombres malvados. Ishkaba, con su corte de espíritus que semejaban aves también tendrían acogida en ese lugar. Fue entonces en busca de T’Zuan-Aiki. Ishkaba cruzó montes, desiertos y mares y, después de mucho tiempo, encontró un brazalete. Fue en un lugar muy distante y desolado, tan grande como lo es el océano, donde también reina el sol. Siguieron su rastro y encontraron un pequeño bosque en medio de las áridas montañas. Allí, al fin, estaba T’Zuan-Aiki pero no estaba desfallecida. Estaba protegida también por seres humanos parecidos a los simios. La habían rescatado al borde del desierto y de los raptores a quienes, en cruenta batalla, les dieron muerte. Pero el refugio lentamente se reducía por la sequía y la sed. Cuando los seres humanos parecidos a los simios vieron a Ishkaba se pusieron muy triste porque iba en busca de T’Zuan-Aiki pero a la vez se alegraron porque si permanecía moriría como ellos morirían por la sequía. Pero sucedió lo mismo. T’Zuan-Aiki, con lágrimas en los ojos, le pidió a su padre que le permitiera quedarse. Tampoco podía abandonar a quienes le habían salvado la vida y de los raptores. Ts'Haru de nuevo se compadeció. Aceptó el pedido de su hija pero aplicó de nuevo su justicia. Al resto de la región la condenó al ardiente sol para que no fueran más allí los hombres malvados. En recompensa a los seres únicos, concedió agua y vegetación para siempre a la minúscula porción donde se encontraban. Ts'Haru podía ahora descansar pero quiso siempre vigilar. Se entronó en una piedra cuadrada, muy alta, altísima, en forma de espiga, que es única en medio del desierto donde sólo los espíritus pueden llegar, y por eso se llama la Piedra de los Espíritus. Desde allí vigila a sus hijas y vigila que no vayan más hombres malos al desierto. Si lo hacen, encontrarán rápidamente su desgraciado destino.

    HomoIncógnito

    Novela

    J. Partidas Alzuru

    I

    —¡Héroe! ¡No por favor señora! Ningún héroe, —dijo con sinceridad Jahanguir a Joyce Compton, la jefa de enfermeras. El joven oficial de la cuarta división, la misma que hizo retroceder a los japoneses en Assam al norte de la India, no se consideraba ningún héroe. La que se había calificado como su ‘extraordinaria valentía’no había sido más que una desesperada carrera hacia la muerte y él tan sólo quiso apresurarla. Las privaciones y el constante peligro de la feroz guerra en la selva de la vecina Myanmar llevaban a cualquiera a cometer locuras, y eso fue lo único que había hecho. Locuras, sólo locuras.

    Pero no eran palabras ni comentarios que desviaron la atención de la señora Compton. Al fin y al cabo, si ella hizo referencias a la condecoración por heroísmo conferida a Jahanguir fue por una simple cortesía, nada más. En realidad, no le interesaba si el oficial era héroe o no, o si estuvo abatido por el calor, la sed, le humedad, por los enjambres interminables de insectos, el hambre, la permanente persecución y crueldad de los japoneses, o si los horrores de la guerra empujaban al más pusilánime. Su mundo no estaba allí ni en los juegos o esgrimas verbales de Jahanguir o de ningún otro enfermo sino en la profundidad de sus heridas del riñón derecho, hecho pedazos al igual que los huesos de la cadera y la pantorrilla por las esquirlas de la granada, en la infección que mantenía la temperatura corporal a niveles del delirio y en la mejoría que prometía la nueva droga milagrosa, la penicilina.

    —Deje de hablar tonterías y preocúpese por su sanación—contestó la agotada jefa de enfermeras con su seco acento inglés.

    Molitbhia, la joven hija de master Jamsetjee, un acaudalado comerciante parsi de Bombay en sedas y lanas, sebo animal y maderas exóticas entre Inglaterra, Persia y la India, acompañaba a la señora Compton como su asistente principal de enfermería en el buque mercante transformado a finales de diciembre de 1941en hospital provisional flotante en Ujung Pandang, la capital de las islas Célebes. La misión del buque era transportar a los hospitales mantenidos por master Jamsetjee en Bombay, India, a enfermos y heridos por la relampagueante conquista que hacían los japoneses de las Indias holandesas en el Pacífico sur, y recoger a los europeos rezagados que permaneciera en las colonias del sudeste asiático.

    Aunque se estaba en los inicios de la guerra, la zona por donde navegaba el buque era de intenso patrullaje por los submarinos japoneses que ya dominaban las aguas desde las Filipinas hasta el golfo de Bengala. Por eso, cuando fueron descubiertos por un avión de reconocimiento japonés que pasó el aviso a los submarinos, se desviaron en busca de protección al oeste, hacia el archipiélago Veti Lukuadong donde aún permanecían algunos anticuados buques de la flota británica del Lejano Oriente. Se estaba en guerra y cualquier cosa era posible, aun el hundimiento en alta mar de un buque hospital con la cruz roja pintada en todos sus costados.

    Desde los días iniciales de la travesía, se comenzaron a sacar a cubierta techada a los pacientes. Allí, en los casos menos graves, los horrores de la guerra y los dolores de las mutilaciones parecían dejarse atrás como la estela. La brisa del mar soplando sobre los rostros enjutos cambiaba los semblantes. El profundo color azul del agua y las nubes perezosas sobre el horizonte resultaban un calmante natural para los dolores y también un somnífero arrullador para quienes la noche anterior había resultado un tormento. Pero era evidente que Jahanguir no se recuperaba aunque se le mantuviese mucho tiempo en las cubiertas. Ni la brisa fresca de la mañana ni las distantes nubes sobre el horizonte lograban su efecto soporífero, ni tampoco las medicinas de los hombres. Era escasa y, además, necesitaba una más potente para curarlo y calmar los dolores. La tercera noche en alta mar le fue inesperadamente dolorosa e intranquila y por eso fue el primero en ser llevado a cubierta al día siguiente. Cerraba los ojos tan sólo para apaciguar en silencio el agudo dolor.

    —¿Duerme el oficial? —le preguntó tímidamente Molitbhia a los pies de la cama. Jahanguir apenas asomó una leve sonrisa. Sabía bien quién le hablaba.

    —No, no estoy durmiendo—respondió Jahanguir aun con los ojos cerrados, —y si así fuera no me importaría.

    —Siento molestarlo, pero es hora de su medicina.

    —¿Por qué insistes en darme la medicina que no me cura? Dame la verdadera medicina.

    —¿Cuál es esa medicina señor?

    Y aquella pregunta ingenua fue una razón para abrir los ojos y para el remedo de una sonrisa de Jahanguir que asomaba casi como un rictus entre el sufrimiento, el sudor y su espesa barba negra.

    —Ven acércate. Te lo diré.

    Molitbhia avanzó dos pasos pero aún estaba muy distante.

    —No, más cerca.

    Molitbhia dudó.

    —¿No deseas que me cure?

    —Por supuesto que sí señor.

    —¿Entonces por qué no te acercas?

    Molitbhia lo miró con detenimiento.

    —Ven, acércate —le dijo una vez más. —No permitas que tu cultura ancestral te imponga cautelas ni distancias.

    Molitbhia Jamsetjee Maneekjee se sorprendió. Con esas palabras Jahanguir le decía que la conocía, que sabía que ella era parsi, de la religión de Zoroastro, descendiente directo de los persas zoroastrianos que se vieron obligados a dispersarse en la India con la invasión musulmana a Persia en el siglo VII, y que los parsis eran muy cerrados, que permitían muy pocas posibilidades de contacto con gente de otros lugares u otras religiones o castas.

    —¿Cuál es esa medicina señor? —le preguntó de nuevo Molitbhia acercándose apenas un poco más.

    —La que si muero impide que me presente con los pies fangosos ante Brahma y, si vivo, la misteriosa influencia que quita los dolores y convierte la noche en día. La que tú y solo tú tienes.

    —Te debo advertir —dijo en privado la señora Compton, con un tono fuerte y recriminatorio, cuando observó la creciente preferencia de Molitbhia, su atractiva asistente, hacia Jahanguir, el apuesto oficial hindú.

    —Lo que dice son boberías, sólo boberías. ¿Qué saben los hombres? ¿Qué saben ellos? ¿Qué saben de constancia, sacrificio, fe, resignación, de la ciencia práctica de la vida? Los hombres que hablan bien de las mujeres no las conocen bastante y quienes hablan mal no las conocen en absoluto.

    Molitbhia reaccionaba confundida ante los agrios comentarios de la señora Compton. No los entendía. ¿Qué de malo había hecho al hablar con el oficial Jahanguir? No tenía nada de qué apenarse. Al contrario, ansiaba compartir el sufrimiento de los jóvenes militares y entre ellos estaba el del oficial Jahanguir, el oficial cuya mirada la entrecortaba y a veces la hacía balbucear.

    —No son boberías del señor Jahanguir—quiso decirle Molitbhia a la señora Compton, pero calló porque no se respondía a los mayores, ni a los superiores. Ante ellos se guardaba silencio y se les trataba de entender. Quizás la señora Compton había oído lo mismo cientos de veces en una enfermería y de allí la advertencia, pero para Molitbhia el oficial Jahanguir era diferente. Tenía que serlo porque de lo contrario no se explicaba cómo la había marcado desde que lo vio por primera vez a pesar de que era de otra religión, de otra región de la India, de otro mundo que desconocía que no era el de ella y que le estaba prohibido pero que por su mirada y su dolor supo instintivamente que no tenía nada que temer.

    Pero en algo sí tenía razón la señora Compton. Sí mostraba preferencia hacia el oficial Jahanguir y en verdad no era debido sólo a querer compartir con él su dolor. Ansiaba estar junto a él y no encontraba explicaciones racionales a ese anhelo. Sentía la placidez de una extraña dulce emoción a su lado, algo que nunca había experimentado y de la que nadie le había hablado porque, en su religión, no era algo de lo que se hablaba y menos cuando se trataba de alguien fuera del mundo parsi. Además, había algo de cierto en lo que él le decía. Parecía que ella sí tenía la medicina que le quitaba los dolores y convertía la noche en día porque cuando estaban juntos el mal semblante y las quejas lo abandonaban. Encontraba también que le producía mucha gracia porque siempre sonreía con sus cuentos.

    —¿Has oído las historias de Oghsstd? —preguntó Jahanguir en una ocasión, cuando la señora Compton no los observaba, cuando se ocupaba de otros asuntos.

    —No, nunca —contestó Molitbhia.

    —Oghsstd —repetía Jahanguir y Molitbhia escuchaba. —Oghsstd. Es fácil. Es voz gutural fuerte pero corta. Es como imitar al rugido nocturno de la fiera de caza. Se dice que aún se le puede oír a los Gurkhas del reino del Nepal, al igual que los Dogras en las faldas de los Himalayas, y a los Rajputs. Tú la debes haber oído muchas veces.

    —No, nunca—contestó nuevamente la joven.

    Pero enclavada en los recintos de las mansiones de su padre, Molitbhia nunca pudo haber escuchado narraciones y cuentos frente a las tiendas de los pastores en algún lugar al norte de la India, o en las mesetas atravesadas por ríos y peñascos o a las faldas de las altísimas montañas coronadas siempre de nieve. Eran narraciones que mantenían vivas las tradiciones del norte, las que pasaban de generación en generación, que hacían volar los sueños para luego despertar la curiosidad. De esa forma las nuevas generaciones se asomaban a las anteriores y ambas se daban la bienvenida, al igual que se daban un sentido de tiempo y de religiosidad. Era una forma de vida que, con las enseñanzas, procuraban hacer frente a todos los aspectos de la existencia y ofrecer respuestas inmediatas. Eran narraciones que tranquilizaban y hacían olvidar por ratos el frío, el hambre, las angustias y los dolores, de lo que muy poco o nada había conocido Molitbhia.

    —Procura imitarlo.

    —¿Imitar qué? —preguntó Molitbhia.

    —El sonido, el que se pronuncia con una voz gutural y fuerte, el que dices que nunca antes has oído.

    —¿Por qué quieres que repita ese sonido tan raro? —preguntaba desconcertada Molitbhia.

    —Por el entendimiento. Si yo escribo una ecuación matemática que tu desconoces para ti será un conjunto de letras y números, nada más, pero para quienes la conocen encierra forma simple de grandes representaciones físicas. El sonido en los idiomas arcaicos quizás hoy parezca raro o feo o divertido pero es algo parecido a la formula. Representan mucho sólo que no se escriben, se imitan.

    —¿Por qué? —insistió Molitbhia.

    —Ya te lo dije. ¿No me pones atención? Es un camino para evolucionar hacia el entendimiento, por ejemplo, Oghsstd con la ge corta se usa para los machos y Oggggghsssstd con la ge larga para las hembras. Como la ge larga era femenina se usaba también para la llamada de los enamorados. Aunque me dices que no, apuesto que muchas veces te han llamado así.

    —¿Con ese horrible sonido? ¡No, nunca! —contestó Molitbhia sorprendida.

    Jahanguir cerró los ojos y sonrió. Bromeaba con la inocencia de Molitbhia.

    —¿Me quieres decir que no sabes de las llamadas del amor? —la interrumpió Jahanguir alzando la cabeza y mirándola de frente. —¿Te agradaría que te llamaran Oggggghsssstd?

    Molitbhia bajó la mirada.

    —¿Por qué? —preguntó la hermosa joven.

    —Dime, ¿te gustaría? —insistió Jahanguir.

    Molitbhia calló y Jahanguir interpretó ese silencio.

    —Me sacas del mundo de los sueños para entrar en el de los ensueños —le dijo apartando el dolor. Era esa la verdadera medicina, la que sólo Molitbhia podía dar, la única medicina que le curaba.

    —No entiendo —contestó Molitbhia.

    —¿De verdad que no?

    —No

    —¿No entiendes por qué siento alegría en medio de tanto dolor?

    —No —repitió Molitbhia.

    —No hay nada que entender, sólo sentir. Oggggghsssstd, Oggggghsssstd —repitió Jahanguir casi como un susurro.

    Suavizaba con el corazón y exhalación la aspereza del sonido que le salía de la garganta. No lo pronunciaba de una forma fea. Al contrario, el llamado enamorado de su corazón lo hacía hermoso. Era un llamado que, además, le decía a Molitbhia mucho más. Con ese sonido Jahanguir reafirmaba su deseo de vivir, de combatir la grave dolencia que lo abatía para seguir inspirado por el brillo de los grandes ojos negros de Molitbhia, y la candidez en su hermoso rostro. Tenía que vivir para ser parte del ritmo de los suaves gestos de sus manos bellas y de su caminar brioso, de asfixiarse con su aroma de mujer en su pelo sedoso y dormir entre sus pechos firmes y abultados y, sobre todo, de recibir la placidez de su incomparable sonrisa. Le decía con su llamado de enamorado que era ella la misteriosa influencia que hacía menos amargo los dolores para sustituirlos por un sumiso y balsámico llamado en su alma, que era esa y sólo esa la medicina que le mantendría vivo.

    —Debes descansar —dijo en voz baja Molitbhia para defenderse de una mirada que, como todas las de Jahanguir, la azoraba y hería su debilitado corazón conquistado.

    —No estoy cansado. ¿Lo estás tú?

    ¿Cómo podía estarlo? pensó Molitbhia. Al lado de Jahanguir nunca lo estaría.

    —Basta. Por hoy es suficiente —dijo Molitbhia. —Mañana continuaremos. Ahora descansa.

    —No —quiso decirle Jahanguir, pero Molitbhia se adelantó a la protesta. Posó suavemente su mano sobre los labios de Jahanguir para evitar que siguiera hablando. Fue un impulso que sorprendió a ambos por igual. El contacto atrapó a Molitbhia y estremeció a Jahanguir. Molitbhia tocaba con un gesto que no era de enfermera a un hombre sin ser su esposo, una grave falta a la inflexible rigidez que imponía su cultura que ya la había entregado a un desconocido en promesa matrimonial desde muy niña, pero fue un acto que le salió de lo más hondo de su cautivado corazón que imploraba su liberación, así fuese a través del toque sutil de su mano. ¿Cómo podía oponérsele? Y luego, cuando Jahanguir cayó en un profundo sueño, la retiró pero se le acercó a su rostro.

    —¡Quisiera decirte tanto! —le susurró, —¡Tanto!, pero no sé cómo. ¡Enséñame!, te lo pide mi éxtasis y te lo pedirá siempre mi delirio si tus ojos no llegan de nuevo a ver la luz que veo ni respirar el aire que respiro. No me dejes morir en vida, te lo ruego amor mío. Toma de mí la fuerza que quieras para que vivas, aunque yo muera.

    Jahanguir no fue llevado a cubierta al día siguiente. Había tenido una severa recaída durante la noche que obligó a cuidados de emergencia.

    —¿Qué tan grave está? —preguntó Molitbhia en voz baja al oído de la señora Compton.

    —Agoniza—contestó. —Las facilidades en el buque ya no son suficientes. Será bajado en Veti Lukuadong.

    Luego, en la soledad, Molitbhia se le acercó. Jahanguir abrió ligeramente los ojos. Tomaba de ella la fuerza que le ofrecía. No moriría ni la dejaría morir en vida. La reconoció y esbozó una leve sonrisa.

    —Esperaba por ti.

    Molitbhia lo miró fijamente. Ahora, más que nunca, debía transmitirle la vida y el ánimo que a ella le sobraba.

    —Eres fuerte como los Himalaya y cálido como el desierto de Thar —le dijo muy de cerca sin importarle que la estuvieran vigilando otros ojos, aunque fueran los de la señora Compton. —Persevera como tus antepasados indostanos. Yo batallaré contigo.

    Luego le aprisionó sus manos entre las de ellas sin importarle tampoco que ya tuviera a su lado a la señora Compton y su riguroso reproche. Estaba entregada y nada la apartaría de Jahanguir.

    —Estamos en guerra —arremetió la severa señora Compton cuando Molitbhia le comunicó su decisión de permanecer en Veti Lukuadong junto a Jahanguir. —Nuestra misión está militarizada. En estos tiempos nadie hace lo que quiere. Estás obligada a obedecer.

    Molitbhia lo sabía. A su corta edad, a los diecisiete años, bien entendía. Se estaba en guerra y era además, enfermera. Tenía que obedecer pero, ¿obedecer a quién? ¿Acaso no era Jahanguir parte y consecuencia de la guerra? Quienes hacían la guerra o quienes hacían las reglas, inclusive las de su religión y las de su clase social, olvidaban el amor. Por la falta de amor venían las guerras y los odios y las diferencias sociales, y por las reglas que esos indiferentes imponían llegaban los dramas del amor. ¿Por qué entonces caer en lo mismo, por qué someterse al desamor de quien nunca lo tuvo, al odio que en ellos se generó, al desprecio que fomentaron? ¿Cómo podía pedírsele que abandonara al amor para seguir al desamor?

    —No puedes incumplir las reglas. Además, lo tuyo es una falsa expectativa —insistió la señora Compton ante los argumentos de Molitbhia. —Caíste en la trampa. Crees haber encontrado entre la enorme masa de gente que está sobre la tierra a una sola persona que dices te despierta el intenso deseo de amar y de ser amada. ¿Sabes acaso lo que dices? No, no sabes. No tienes idea. No sabes porque no te has dado tiempo para aprender. Te engañas. No es amor lo que sientes sino la extensión de la piedad humana. De cualquier forma perderás. Al final descubrirás que esa también es una tonta fantasía. Despierta a la realidad. Por tu bien, tienes que abandonar tus sensibilidades.

    La señora Compton se equivocaba, se decía una y otra vez Molitbhia. Estaba enamorada y quizás por lo que la señora Compton había dicho. Entre los largos y misteriosos cruzamientos de razas y de millones de seres a través de los siglos había surgido de sopetón uno solo, un solo ser único y exquisito que remontaba todas las cumbres y las superaba, y allí, en la alborada y en el arco iris, en los cielos azules y brillantes, en el éter infinito de la vida, estaba y estaría ella aguardándolo por siempre. Y porque Jahanguir era único y sabía que la amaba con la intensidad que llenaba de gloria a la humanidad, no lo iba a abandonar.

    —¿Abandonar qué, a quién? —pensó estupefacta y asustada Molitbhia.

    —Si Jahanguir se queda en tierra, yo también —dijo decidida, sin asomo de dudas, sin retar pero tampoco sin balbucear. Al fin y al cabo no era ella quien hablaba sino el amor que la inspiraba.

    Esa tarde la señora Compton fue advertida por sus superiores británicos. El ejército de la India, aún colonia británica junto a Pakistán a principio de la década de los cuarenta, era muy diferente a los ejércitos de otros países, y era diferente porque la India y Pakistán eran diferentes. La India era un país donde se hablaban veintitrés idiomas y más de doscientos cincuenta dialectos. En esas condiciones, ¿cuál era el idioma a utilizar para lograr una efectiva comunicación entre el país y entre la tropa, mucha de la cual era voluntaria? La guerra había tomado al país por sorpresa y no se tenían suficientes oficiales hindúes y mucho menos que fuesen seguidos y respetados por todos los soldados debido a los diferentes orígenes y clases sociales. Para finales de 1941 se tenían sólo algo más de cuatrocientos oficiales graduados y era necesario aumentar a treinta veces ese número en un tiempo muy breve.

    —En la primera gran guerra los soldados hindúes pertenecientes a ciertas sectas no se sentaban o batallaban junto a otros de otras sectas —le previnieron los superiores a la señora Compton junto al mensaje impreso recibido por el wireless, el inalámbrico, que anunciaba el otorgamiento a Jahanguir de la Victoria Cross, la condecoración de más alto rango inglesa por valentía en el campo de batalla. Se temía por su vida y no se quería un reconocimiento post-mortem. —Ahora que se está en esta segunda maldita gran guerra las costumbres se han suavizado pero es necesario mantener en muchos casos a cocineros diferentes, cocinando en cocinas diferentes y hasta comedores separados, especialmente cuando de hindúes y de musulmanes se trata. Muchos hindúes no comen carne. Los musulmanes aborrecen al puerco. Aparte de ello, para los que sí comen carne, la matanza de los animales tiene que ser hecho de manera diferente. Para los hindúes y sikhs, la costumbre requiere que se corte de un tajo la cabeza del animal. Es el jhatka, mientras que para los musulmanes se aplica el halal, el desangramiento. Señora Compton: no podemos batallar con un brazo atado. No podemos batallar con la falta interna de comunicación y entendimiento en estos momentos en que se desencadena una monstruosa ofensiva aérea japonesa contra Myanmar, la India y Ceilán, amenazando además los refuerzos para la China de Chiang Kai-Shek. Manila ya cayó y las fuerzas estadounidenses en Luzón y la fortaleza insular de Corregidor delante de Manila poco pueden resistir. En este mes de enero invadirán estas islas. Es la estrategia de los japoneses. Necesitan bases aéreas cerca de Australia para invadirla. Al oficial Jahanguir lo necesitamos sano mandando las tropas hindúes en estas islas.

    Jahanguir era un oficial modelo respetado por las tropas británicas, hindúes y paquistanas por su valor y por su capacidad de mando. Tenía también el valiosísimo don de comunicarse en varios idiomas con las tropas hindúes, entre ellos, además del inglés y el hindi, en el idioma urdu, la lengua del grupo indo-iraní hablado en Pakistán y otras variaciones del dialecto indostaní, y era de los pocos que dominaba el alfabeto devanagari. Salvarlo era tan importante como salvar una batalla y, por las condiciones reinantes bien merecía todas las excepciones a las reglas, inclusive dejar en tierra a Molitbhia, a pesar del desagrado que ello pudiera causar a la muy competente señora Compton y aún a su generoso padre.

    Pero la señora Compton se resistía.

    Molitbhia era una asistente de primera que no quería perder. Había sido una muy aventajada estudiante que hizo además un supremo esfuerzo por acelerar sus estudios porque lo requería la guerra. Había otro aspecto que nadie pasaba por alto y que no dudó en resaltar. El padre de Molitbhia era uno de los hombres más acaudalados de Bombay, al igual que lo eran muchos otros parsis. Era adinerado, poderoso y, además, en extremo generoso. La filantropía era una de las principales características de los parsis. Su padre mantenía el hospital a donde iban finalmente muchos de los enfermos que en ese y en otros buques se transportaban. Si Molitbhia abandonaba voluntariamente el buque, cualesquiera que fueren las razones, y más cuando se trataba de lo que ella llamaba amor a un hombre que no pertenecía ni a su raza ni a su religión, se corría el grave riesgo de una inesperada reacción del padre.

    —Conozco a mi padre y sé que le causaré un gran dolor—dijo entristecida Molitbhia ante el argumento de la señora Compton. —No quiero causarle ese dolor. Yo lo amo y él me ama pero tendrá que comprender. La guerra produce cambios profundos en quienes la sufren de cerca. Yo cambiaré pero mi padre nunca, nunca jamás, cambiará. Nada logrará deshonrar su palabra. Mantendrá los hospitales como siempre lo ha hecho. No lo dejará de hacer por lo que yo haga, aunque piense que se sienta deshonrado. Un parsi nunca traiciona su palabra. Nunca jamás.

    —Pero tu eres parsi y tu traicionas la tuya—le increpó la señora Compton.

    —Nunca tuve elección. Mis padres tomaron las decisiones por mí. Los tiempos cambian.

    —Entendemos su desagrado señora Compton—remataron los oficiales superiores, —pero además de todo lo dicho, la excepción a la regla se la debemos en justicia al oficial Jahanguir. La historia de la condecoración es dramática. Digna de todo elogio. Salvó docenas de vidas pero no se perdona las que cayeron. Es uno de esos oficiales a quien Kipling tanto admira. Desea regresar al campo de batalla y lavar una culpa que no es de él. Debemos darle esa oportunidad. Tememos que no podrá regresar sin la ayuda de la enfermera Jamsetjee, y Dios sabe que lo necesitamos tanto como necesitamos la generosidad de su padre y tanto como queremos ganar la guerra.

    La presencia del buque hospital en aguas del puerto de guerra al sur del archipiélago de Veti Lukuadong fue, por razón de las circunstancias, estrictamente limitada al abastecimiento de provisiones, medicina, agua y combustible, y para embarcar al mayor número de mujeres y niños ingleses y holandeses atrapados en la isla que llegasen a tiempo al puerto.

    —No más de veinticuatro horas—fue la orden tajante.

    Pero en el puerto no se había agrupado el grueso de los extranjeros a embarcar. Estaban hacia el este, por los lados de Semarang.

    —¡Veinticuatro horas! —fue la orden repetida y severa del almirantazgo británico en el Índico.

    Y a las veinticuatro horas el buque zarpó. Se aceptó sin embargo que fuese al este, cerca de la costa, y se aceptó que anclara en la plácida bahía de Taj, para embarcar con urgencia a los belanda, como llamaban a los europeos que no llegaron a tiempo al puerto pero, en realidad, esa no fue la razón para la condescendencia británica. Lo que en verdad se quería era desembarcar, en medio de la confusión y del barullo, a Jahanguir. Militarmente, su presencia en la isla tenía que mantenerse secreta y desembarcarlo en el improvisado puerto, donde se exponía a la vista, era ponerlo en peligro al igual que a las tácticas militares británicas en las Indias holandesas.

    Y ya en tierra y al amparo de las chozas que servían de hospital provisional, y con el cuidado de Molitbhia, Jahanguir se recuperó aceleradamente. Se le administró más de la penicilina y otras medicinas milagrosas modernas, y Molitbhia, con sus mimos y cuidado, le administraba también su propia medicina, la que llevaba por dentro y por fuera. Eran los alimentos apropiados, las limpiezas, las cordialidades y frotaciones con polvos y ungüentos perfumados que preparaba con aceites esenciales, bergamota, limón, naranja, cardamomo y otros destilados. Los resultados pronto se dejaron sentir. La infección fue combatida y se le calmaron los dolores. Los músculos que durante su inconsciencia se habían reducidos a los huesos comenzaron a recobrar su tono y espesor y el ánimo decaído revivió.

    Pero surgió con crudeza la distancia que la señora Compton advirtió en el buque: ¿en qué situación permanecía la pareja? Veti Lukuadong era también de costumbres rígidas en cuanto a los prometidos en matrimonio. En la parte hindú del archipiélago era tan conservadora como muchas de las costumbres de la India. No se aceptaba que los novios se frecuentaran en privado ni que tuviesen ningún tipo de contacto corporal hasta la celebración religiosa de la unión. De allí que la intención de Molitbhia de atender como enfermera a Jahanguir fue cuestionada por las autoridades locales después de la recuperación de Jahanguir. No era considerada como enfermera sino prometida y sus cuidados profesionales fueron vedados. Las tradiciones religiosas convertidas en ley reclamaban muy fuertemente su lugar. El problema ya no era una cuestión de la señora Compton ni de la alta oficialidad inglesa u holandesa ni de la pareja misma sino una cuestión que afectaba esas tradiciones.

    Sin embargo, en Veti Lukuadong los problemas ajenos son problemas propios. El sentido comunitario es muy marcado. Compartir es el vocablo cálido de todos los días. El dilema de Molitbhia y Jahanguir no pasaba desapercibido al personal del hospital provisional.

    —Hay una solución —les dijeron, —pero no se encuentra aquí sino en Badú Anú, otra isla del archipiélago. Debéis ir a Badú Anú, donde se vive una envidiable armonía por el intercambio de culturas, la polinesia y la hindú. Las costumbres son mas libres.

    La libertad en esas costumbres radicaba no sólo en el cruce de las razas sino en la adaptación de mitologías del pacífico a las convicciones religiosas que trajeron consigo los colonizadores provenientes de la India siglos atrás. De allí que, Durga, la Madre-Dios hindú, conocida también como Shakti, Parvati, Amba y Kali, representante del principio femenino de la Creación y nacida del soplo de los dioses para vencer a Mahisha el demonio destructor del mundo, se convirtiera en T´Zuan-Aiki y, a su vez, Lakshmi, la esposa de Vishnú, igualmente hermosa como Durga, con atributos de dadora de riquezas y de buena fortuna, se convirtió en Kut´Zunai.

    Pero había un factor adicional. Los pobladores originales de las islas no aceptaron ni podían aceptar, ni aceptarían, ciertas costumbres que traían los colonizadores hindúes. ¿Como era aquello de las castas, el infanticidio de niñas hembras, la reclusión de las viudas, el sati, la inmolación de las viudas arrojándose a la pira funeraria de sus maridos, y los matrimonios infantiles obligados o convenidos por los padres? Eran costumbres denigrantes, aberrantes, inhumanas, y los colonizadores hindúes tuvieron que aceptar si se querían quedar. De esa manera, mucho, pero mucho antes de las reformas en el pensamiento hindú del siglo XVIII auspiciado por Ram Mohan Roy y, luego, con los años, por Arya Samej, Swami Rarayan, Rabindranath Tagore y Mohandas Karfamchand Gandhi, que también se opusieron a esas costumbres, se prohibieron en la isla esas prácticas.

    Pero los antiguos pobladores fueron más allá. Habían sido gobernados por reinas, y sus reinados habían sido plácidos, amigables y protectores. Si los hombres venidos del este con sus costumbres diabólicas rechazaban a las mujeres y a sus reinas, había entonces que impedir que ellos fueran reyes y, para ello, la fábula del rapto de T´zuan-Aiki y Kut´Zunai fue invocada y oportuna, al igual que lo fue en su momento la fábula de Adán y Eva para los patriarcas religiosos del oeste.

    De allí que se impusieran en la isla graves limitaciones a los derechos de los hombres pero, a diferencia de la fábula de Adán y Eva, se dejó una puerta abierta para restablecer el equilibrio, y fue el Raik Kalá. Si El Testimonio se revelaba, aparecía o se encontraba, el único que podía conocer donde se encontraban T’Zuan-Aiki y Kut´Zunai, ya no habría más dominio femenil. Todos serían iguales y todo sería equitativamente distribuido entre hombres y mujeres. Pero tenía que darse el Raik Kalá, el grito de libertad de los hombres, el anuncio que podía dar cualquier hombre de la isla que estuviese absolutamente convencido de la presencia de El Testimonio. De lo contrario, si erraba, quedaba para siempre execrado del BÃRÃ, la religión de la isla, y de sus bendiciones.

    Y Molitbhia y Jahanguir siguieron el consejo. Partieron a la cercana y pequeña Badú Anú en una larga y angosta embarcación a vela y luego, al llegar, se les llevó a lo que llamaban la gerejag, la inmensa choza ceremonial, para ser recibidos por la Shairva Ibú, la sacerdotisa principal.

    El ambiente y las creencias religiosas que Molitbhia y Jahanguir encontraron eran, en efecto, mucho más libres pero no sólo comparadas con las otras islas del archipiélago, sino con respecto a lo que ellos habían vivido en la India. Comprobaron todo cuanto se les había dicho. La libertad era la norma, el principio rector, lo que todo influenciaba, aun cuando se tratara del pensamiento en la búsqueda de la verdad. De allí que muchas de las manifestaciones externas de culto se adaptaron a esa influencia. A Shakti no se la representa como a la madre-Dios nacida de las energías creadoras de otras divinidades para combatir al demonio Mahisya ni como una mujer exuberantemente hermosa, con senos prominentes para conferirle mayor presencia maternal, ni con dos pares de brazos en los que sostiene las diferentes armas que le fueron dadas para combatir y defenderse, y en una de sus manos, la cabeza del demonio. Al contrario, se la representaba en las tallas y estatuas, en las murtis, como T´Zuan-Aiki, una joven agraciada y de pecho y caderas apenas perceptibles. Era ciertamente la Shakti, también conocida como Durga, vencedora pero no en la guerra sino la que dejaba a un lado las armas y la arrogancia del triunfo para expresar, con un rostro cándido y sonriente, sólo amor, el arma de las armas.

    Pero a pesar de todas las adaptaciones y de todas las libertades, en Badú Anú se mantenía lo que para el mundo eran los inexplicables privilegios para las mujeres, con la Shairva Ibú, la sacerdotisa mayor, a la cabeza.

    —No son privilegios caprichosos —se justificaban las mujeres, —como sí lo son en el resto mundo para los hombres.

    La base de los argumentos era de orden antropológico con toques de espiritualidad, y se remontan en Badú Anú a la prehistoria, cuando a Dios no se le refería o representaba en las imágenes como a un ser masculino. Era la época en que definitivamente lo femenino era lo que el antepasado prehistórico observaba a simple vista. La vida provenía de la mujer. Dios era por tanto la mujer porque era ella y sólo ella la que daba vida. El homo prehistórico no relacionaba el coito del hombre y la mujer con el nacimiento meses después de un nuevo ser. Se apareaban siguiendo su instinto sin que ninguno de los dos se percatara de la concepción, cada quién seguía su camino, o podían seguir juntos.

    Con el embarazo el camino de la mujer comenzó a ser más pesado hasta que tuvo que detenerse a la espera del alumbramiento, y allí, en el lugar donde encontraba refugio y alimentos permaneció, posiblemente por tres o cuatro años, hasta que la criatura llegó a ser más independiente, hasta que se pudiera movilizar por sus propios medios. Quizás se quedaba para siempre. De esa forma comenzaban los pequeños núcleos humanos y la colonización africana del mundo.

    La prehistoria llegó a su fin con los primeros testimonios escritos, y casi al mismo tiempo llegaron también los patriarcas religiosos con sus aspiraciones de permanencia. Pero para permanecer había que desplazar a la mujer y entonces, como argumento, se la identificó con el pecado. Dijeron que eran ellas, y sólo ellas, quienes con sus encantos tentaban a los hombres y los hacían pecar. Además, eran débiles. Fue una mujer la que se dejó tentar por una serpiente en el paraíso y fue ella la que luego tentó a Adán. Por su debilidad y pecado quedó condenada la humanidad al trabajo, al sudor, al hambre, al frío y al calor. Tenía pues que ser castigada para siempre por su pecado. Desde entonces se la obligó a cubrirse para que no tentara, a colocarse detrás del marido y relegada a la parte oscura del templo porque era indigna, como igualmente era indigna de ejercer cargos relevantes en la jerarquía eclesiástica. De esa ingeniosa formula, la mujer pasó de ser Dios a ser demonio.

    Y, en cuanto al aspecto religioso, en Badú Anú justificaban la veneración a Shakti, la madre-Dios, convertida T´Zuan-Aiki, por lo que representaba. Era la fuerza y rebeldía contra conceptos represivos, como lo eran las bestiales costumbres, que asimilaron al demonio Mahisya, traídas por los primeros colonizadores hindúes, las mismas que mantuvieron estancado al hinduismo para la fecha que comenzó la emigración india hacia el archipiélago en el siglo XII y, quizás como contrapeso a la fábula de Adán y Eva, citaban a su vez la fábula del rapto de T´Zuan-Aiki y Kut´Zunai.

    —¿Que queréis de mi? —preguntó la sacerdotisa a Molitbhia y a Jahanguir.

    —Respetable saint, santa —dijo Jahanguir, —deseamos cumplir con la ley y con los padres. Deseamos la unión de nuestras almas y nuestros cuerpos. Sabes que lo puedes hacer. Puedes bendecir la unión de nuestros cuerpos pero no es lo que te pedimos. Frente a ti juraré que ofrezco mi vida antes que tocar a mi esposa sin la bendición de los padres. Sólo habrá unión de nuestros cuerpos con la bendición de nuestros padres, de esa manera no trasgredimos sus deseos. Pedimos solamente tu consagración a nuestra unión de almas, tu glorificación a esa unión.

    —Queridos hijos —dijo la venerable madre, —vuestra unión ya está bendita por vuestra propia decisión de amaros. Sois enteramente libres de hacer lo que vuestra conciencia os permite. No hace falta vuestro sacrificio, pero si esta es vuestra decisión, entonces así será.

    El ritual del matrimonio según la costumbre de la isla requería que Jahanguir se mantuviese en las afueras de la gerejag y si bien se le vistió con el atuendo de rigor, que no era más que un camisón y una túnica ajustada a las piernas desde la cintura, ambos de color blanco, y una corona sobre la cabeza con ramas tiernas del arbusto de las flores de rhutana, pero no se le pintó el cuerpo con la esencia amarillenta del achiote ni se le dio a mordisquear sus semillas. La tradición y los hechos comprobaban que el macho que mordisqueaba esa semilla prevenía la debilidad y no ponía término a su poder sobre la hembra para expandir la familia, pero Jahanguir había jurado no tocar a su mujer ni esa noche ni en las siguientes noches, ni en las noches o días o meses o años después, hasta que no llegara la bendición de los padres.

    Pero para Molitbhia el ritual fue el tradicional, sin ningún cambio, porque no había necesidad de modificaciones. El matrimonio se celebró al estilo de la aldea siguiendo la costumbre mediante la cual se hacía entrega de la novia a una deidad antes de la entrega a su marido. Mientras Jahanguir esperaba afuera, Molitbhia permaneció en el interior de la gerejag vestida con la tokol-api, el atuendo formal de coloridos velos que hasta cubrían su cabeza y su rostro y sus adornos de flores y grandes zarcillos, peinetas, el Mangala Sootra, el collar matrimonial y prendas de nácar color blanco y coral en las manos y tobillos y con las uñas de las manos y pies pintadas con una desconocida y hermosísima tintura coralina brillante como el nácar. Se la ubicó en el centro, tomó asiento en un trono de maderas rústicas y bambú que formaba parte de un tabernáculo.

     

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    Jorge Partidas Alzuru

    www.jorgepartidas.com

    Chirimena, Venezuela